Después del ataque de Abârmil, Garchôt enfureció locamente escupiendo fuego en todas las direcciones. Ante los ojos de la aguerrida compañía se dibujó un crepitante escenario de llamaradas y fuego incandescente. La escena retrotrajo a Dimas a las leyendas épicas de las sempiternas guerras de los enanos contra los dragones en las Ered Mithrin. Sus cavilaciones se interrumpieron rápidamente. De entre las llamas salía Abârmil…
Las llamas fulgentes titilaban en el desnudo mitrhil de Dimas, hijo de Thranios, capitán de la indómita guarida de Durin III de Khazad-Dûm. La prueba que ahora se disponía a afrontar no tenía parangón en su curtida biografía. Junto a él Serke tampoco lograba transmitir seguridad. Quien sabe si aquel día -¿o noche?- los dos abandonarían las estancias de Mandos en una infernal mortaja de fuego y dolor. Por de pronto, Abârmil parecía haber vencido el pulso al destino al conseguir en una maniobra de ágil pericia y destreza sofocar las llamas que lo envolvían. Ésta fue la señal. Dimas y Serke avanzaron tras las espaldas del reptil inmundo. Las lenguas de fuego se levantaban hacia el cielo, cada vez más altas y flagelantes en una oscuridad que parecía presagiar el fin del mundo. En unos instantes de desconcierto Gârchot en un alarde de fuerza rompió uno de los árboles del entorno con su cola. El tronco se estrépito en mil astillas sobre el suelo.
- ¡Es el momento!- susurró Dimas a Serke para evitar ser descubiertos.
La sorpresa con que intentaba herir al dragón se vino abajo. Garchôt giró la cabeza y vio a los dos guerreros acercándose. Sus ojos se tornaron de un rojo imposible. Dimas y Serke se vieron paralizados por una especie de hechizo. El enano hizo todo lo imposible por mover sus articulaciones para asestar un duro golpe al dragón, pero no podía ni pestañear. Una nube negra, oscura y densa, los engulló. El bregado hijo de Hurin creyó ver como su larga vida pasaba delante de sus barbas en unos escasos instantes; el momento en que conoció a su mujer Dugna; el nacimiento de sus hijos Zanas y Ankar; la batalla de Azanulbizar; la expedición con Balin a Moria…; ya no podía pensar más, sólo oía voces y silbidos de flechas lejanos, muy lejanos…; los párpados le pesaban. Instantes después perdió el sentido cayendo desplomado en el suelo.
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