Los caballeros fénix

02 de Septiembre de 2007, a las 22:48 - Serke
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Capítulo 12: La ruptura del cerco

Aracart y Barahir llevaban varias semanas en Annuminas, luchando cada noche sin descanso. Barahir había notado que aquel doble sádico no aparecía siempre, unas noches sí y otras no. A veces aparecía tres o cuatro veces seguidas y luego tardaba muchos días en volver a aparecer. Aquella mañana, después de la lucha, ambos volvían de las murallas tras una lucha más, una de tantas. Al volver a su posaba habitual, la misma a la que habían entrado la primera vez, se encontraron con una gran sorpresa. Una clérigo de Manwë, y no una cualquiera. Era Tasare. Estaba sentada en la mesa que ellos solían ocupar mirándolos fijamente.

- ¿Quién es ella?- Le susurró Barahir, que nunca la había visto.
- Es la clérigo de mi antiguo templo.- Estaba estupefacto, la creía muerta, después de tantos años sin verla (no la había visto desde que lo llevara al templo).
- Hola Aracart, Barahir- Dijo con su tono suave de siempre, ¿Cómo sabía el nombre de su compañero, al que nunca había visto?
- Tasare…- No sabía que decir, ella era el único nexo que le quedaba de lo que fue el templo.-
- Antes de que me preguntes… Sí, el tempo fue destruido, no sé cuando ni como, en aquél momento me encontraba fuera. Solo vi la destrucción posterior. La sangre, las mutilaciones.- Se estremeció al recordarlo- No me pidas que te diga más, no soy capaz de hablar de ello.
- ¿Por qué estás aquí?-
- Por lo mismo que tú, para defender mi tierra. Nací en Annuminas y si es necesario moriré en Annuminas. No soy una guerrera, pero mis dotes sacerdotales serán de gran utilidad en la batalla.

Aracart estaba en contra de que estuviera en las murallas como insinuaba, pero no había nada que hacer, conocía sus motivos y los respetaba.

Estuvieron hablando los tres durante la comida y después se fueron a descansar par estar frescos antes de la batalla.

*********

Una gran roca surcaba el cielo mientras los soldados luchaban en las murallas. La batalla estaba siendo especialmente cruenta a causa de las catapultas. Hacía tiempo que no las usaban, por desgracia habrían encontrado alguna cantera o un lugar muy rocoso. La rocas destrozaban hombres y orcos por igual, cada poco se veía un destello de luz que anunciaba que Tasare había sanado a algún hombre de una muerte segura, o mujer. Desde hacía un mes (unos pocos días después de que llegara Tasare) permitían a las mujeres luchar junto a los hombres. Todas ellas habían tomado lecciones de lucha con la espada y el arco desde que comenzó la guerra. Y dado el tiempo que duraba esta habían adquirido gran maestría en su uso y lo demostraban. Cerca de Aracart luchaban un par de mujeres, peleando codo con codo contra los orcos hasta que llegaron más personas para ayudar a derrotar al grupo contra el que estaban luchando. Habían demostrado ser unas combatientes valerosas y muy ágiles, que eran capaces de atacar muy rápidamente a los grandes orcos contra los que luchaban. A pesar de las nuevas incorporaciones femeninas la guerra iba mal para los defensores. Cada día caían más y más, incapaces de soportar la marejada durante más tiempo. Seguían llegando más voluntarios de otros lugares de Arnor y Eriador, incluso del lejano Valle, que por el momento no había sido atacado. Estos soldados no luchaban por dinero ni por gloria, solo lo hacían por defender a los pueblos libres, porque cuando cayera la ciudad, el siguiente paso del enemigo serían los reinos elfos y de ahí al Valle había un corto periodo de tiempo.

Aracart remató a un orco derribado por una compañera. Acababan de matar a los últimos orcos que habían subido por la escalera ya derribada y sus cuerpos se enfriaban en la noche. Varios cuerpos humanos los acompañaban. Aracart miró a la mujer que estaba a su lado. Su rostro mostraba un odio frío hacia todos los orcos, no dudaba al atacar ni al rematar, como solían hacer los soldados noveles. Debía de haber perdido a algún familiar en esta lucha, acaso el marido o el hermano. Habían llegado a un punto muerto en la batalla, los orcos se estaban dando un respiro y puede que no volvieran a atacar en el resto de la noche, como habían hecho otras veces. Quedaban bastantes horas para el amanecer, así que no era probable que ocurriera, pero nunca se sabe.
De pronto Aracart sintió un miedo horrible, un miedo conocido. Lo había vivido antes, en Minas Tirith, cuando atacó el Balrog. Habían venido varios, el miedo era mucho más intenso que la otra vez, aunque como ya lo conocía no le costó superarlo, algo que no se podía decir del resto de los soldados, solo unos pocos se mantenían de pie mirando hacía las filas del enemigo. Uno de ellos era Barahir, el odio que sentía hacía ellos era mucho más fuerte que cualquier miedo que ellos pudieran emitir. Miraba hacia las filas enemigas con la cara contraída por el odio y recordando las atrocidades hechas a sus compañeros y amigos. Otra de las personas que se mantenían de pie era Tasare, no por odio, no porque no quisiera huir. Se mantenía en pie gracias a un poder que estaba a su lado y que no la dejaba partir, un poder que le ordenaba permanecer en su lugar.

Al poco se pudo ver un destello de fuego entre los árboles cercanos a la ciudad. Un Balrog, otro, otro, y otro. Cuatro Balrogs se habían congregado para acabar con la insignificante ciudad humana antes de atacar a los elfos. El miedo que despedían fue como un mazazo para los soldados defensores. El miedo se apoderó de ellos y cayeron de rodillas. De pronto una luz brilló en lo alto de la muralla, una luz blanca y pura, despedida por las manos abiertas de Tasare, que inflamaba los corazones de esperanza y valor. Los defensores se levantaron y gritaron desafiantes al enemigo. Las hordas orcas y los Balrogs cargaron. Aracart inflamó su espada de fuego, era ahora o nunca el momento de usar su poder, Barahir hizo lo propio con la suya, que empezó a brillar con una hermosa luz azulada con el poder del agua innato en él. Entonces ocurrió un hecho más que inesperado para ambos bandos. Las espada de Aracart y Barahir no fueron las únicas en brillas. Por doquier se veían destellos rojizos, azulados y verdes de las espadas de los soldados. Se contaban por centenares, tal vez un millar, de los antiguos soldados de los templos que no estaban en ellos en el momento del ataque y que se habían reunido en aquel momento crucial para defender aquel bastión de la defensa de la Tierra Media. Aquel acto sorprendió a todos, aunque los orcos no refrenaron su carga, avanzaron con el corazón inquieto hacia las murallas. Los Balrogs veían este hecho como una gran suerte, acabarían con todos de un solo golpe.

Llegaron a las murallas. Los orcos prepararon las escalas y los Balrogs saltaron y se plantaron en ellas. Los soldados no tenían miedo, ya no. En aquel momento crucial sabían que luchaban o morirían sin remedio. En sus mentes este pensamiento y en sus corazones la luz de Tasare, los soldados se lanzaron a luchar. Los orcos subían por las escalas, aunque no duraban mucho. Los hombres y mujeres los acuchillaban sin piedad, con un vigor renovado que hacía dudar a los orcos. Los soldados de los antiguos templos cargaban contra los Balrogs, cargados sus corazones de odio y rencor y en sus mentes el recuerdo de sus compañeros. Aracart y Barahir eran unos de estos. Lanzaban tajos a diestra y sinistra derramando entrañas enemigas sobre el pavimento en el intento de llegar a los Balrogs. Cortaban cabezas, segaban manos, rompían cotas y escudos limpiamente por el poder de sus espadas. Llegaron a los Balrogs, que se veían superados ante este nuevo imprevisto. Ya había caído uno, aunque se había llevado por delante decenas de soldados del templo. Aracart cargó contra uno de los que quedaban vivos. Paró un golpe del Balrog con su espada y ésta dejó de estar inflamada por llamas rojas para brillar con una luz blanca como la luz de Tasare. El Balrog cerró los ojos ante esta luz dañina, tan parecida a la de Gandalf hace tantos años. Entonces Aracart partió en dos la espada del Balrog y lo atravesó con la fuerza que le daba el odio. El Balrog cayó en un grito de gran agonía y entre convulsiones que duraron poco tiempo. Rápidamente se dirigió al siguiente Balrog, que estaba siendo acosado por multitud de solados con brillantes espadas. Se acercó corriendo por detrás y saltó para clavarle la espada en la nuca, de forma que salió por su garganta. Aracart se apoyó en su espada. Estaba agotado. Sus fuerzas se habían consumido en poco tiempo, pero la batalla ya estaba ganada. El último de los Balrogs cayó ante la multitud de espadas y entones los orcos perdieron ímpetu en su carga y comenzaron a retirarse al bosque. En aquel momento los hombres y mujeres que había en la muralla supieron que era el momento de atacar, se abrieron las puertas y salieron a masacrar los restos del ejército enemigo. Los soldados destrozaban a los orcos en el momento que los alcanzaban, en pocas horas habían acabado con el ejército. La ciudad estaba libre. Por el Este se veían los primeros rayos de sol. Un nuevo amanecer para la esperanza.



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