Los caballeros fénix

02 de Septiembre de 2007, a las 22:48 - Serke
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Capítulo 23: Consecuencias

- No deberías estar aquí – Contestó una voz grave y fantasmal.

- ¿Quién eres? ¡Muéstrate! – Aracart dio vueltas sobre si mismo buscando la procedencia de la voz.

- ¿Qué quién soy? Soy el señor de estas estancias, muchos ya no conocen mi verdadero nombre y me llaman como a este lugar. ¿Me ordenas mostrarme ante ti? Soy más poderoso que cualquier ser que te hallas encontrado hasta ahora. Controlo tu destino. Y tú no deberías estar aquí, aún no ha llegado la hora de tu final.

- Hablas con acertijos, ¿de qué destino estás hablando? Yo controlo mi destino.

- Eso crees. Ahora volverás, solo dos personas han vuelto de mis estancias, dos personas que cambiaron el destino del mundo. Te concedo este privilegio. Tienes que guiar a nuestro elegido.

- ¿Qué estás diciendo? ¿Vuestro elegido? ¡¿De quién hablas?!

- Lo sabrás cuando llegue el momento, solo debes saber que Arda está en peligro, un enorme poder ha renacido y en vuestras manos está la solución. No intervendremos directamente, destruiríamos nuestra obra más amada. Debes encontrar al elegido y guiarle por los tortuosos senderos que le han tocado recorrer. Cuando te encuentres frente a él le reconocerás y sabrás lo que debes hacer. Ahora despierta.

*********

Aracart se despertó en el claro de la batalla, entreabrió los ojos. Su cuerpo estaba lleno de quemaduras que le dolían como si el fuego aún recorriera su cuerpo. El lugar estaba ennegrecido por las llamas, de los muertos no quedaba nada, solo polvo y cenizas. Intentó moverse, pero el esfuerzo le resultó imposible.

- Estate quieto, humano. Estás completamente quemado y agotado. Bebe.

Una mano oscura le puso una pequeña cantimplora en la boca. El líquido que calló por su garganta tenía un sabor horrible, pero le daba fuerzas. Abrió del todo los ojos. A su lado había un orco con la cantimplora en la mano. Intentó moverse, pero no pudo atacado por un inmenso dolor.

- No te haré daño, aunque no lo creas hay unos pocos orcos que nos desentendemos del resto de nuestra raza. No odiamos al resto de los habitantes del mundo y no luchamos contra ellos. Me llamo Burzumgad.

Aracart lanzó un desvaído gemido, parecía que toda la piel del lado derecho de su cuerpo estaba quemada. Levantó su brazo derecho pero descubrió que no podía, donde antes había un brazo sano y fuerte ahora había un muñón quemado a la altura del hombro

- Ya habías perdido el brazo cuando te encontré, la herida estaba quemada y parecía infectada. Te sané como pude pero si se te infecta puede que te tenga que cortar el resto del brazo.

- El… rey… muerto…- Intentó decir Aracart, pero las palabras parecían resistirse a salir de sus quemados labios.

- ¿El rey muerto? No había nada junto a ti, solo huesos y árboles quemados. Me gustaría saber que produjo esa llamarada.

- Mi… espada…- le costaba mucho el esfuerzo de abrir los labios.

- Junto a ti encontré la empuñadura de una espada. Estaba semi-fundida, pero encontré otra junto a ti, no tenía vaina, pero estaba intacta. – El orco le enseñó a Andúril, cogiéndola con un trapo en la mano.- Me quemó cuando la cogí de la empuñadura, pero no del filo. Seguro que es una espada muy valiosa. Ten por seguro que no te la robaré, ahora duerme.

Aracart se volvió a sumir en la oscuridad del sueño mientras el orco cuidaba de él. Cuando había visto el resplandor de luz del bosque no había sabido lo que era. Alguna magia poderosa, tal vez, pero si había esperado descubrir la causa de la explosión llegando a este lugar, su intento había sido en vano. Solo había encontrado un paraje quemado y desolado, con miles de huesos quemados esparcidos por el suelo y un nuevo interrogante. El cuerpo de un hombre vivo, quemado en gran parte y sin el brazo derecho, amputado a la altura del hombro, junto a los restos de una armadura oxidada y una corona deslucida. A sus pies se encontraba la empuñadura de una espada, que debió haber sido sumamente bella, pero que ahora no era más que un trozo de metal fundido. Pero tal vez lo más extraño fue que había una espada detrás de aquel hombre, brillaba. No había sido tocada ni mancillada por el fuego ni por las cenizas. Estaba completamente impoluta, cuando la intentó coger se quemó la mano. No cuando la cogió de la hoja, solo cuando la empuñó para probarla. El hombre tenía graves quemaduras en la mitad de su cuerpo, era un milagro de los Valar que continuara con vida. Dejó de pensar en aquello y se puso a atender al hombre. Se sorprendió cuando despertó, pues pensó que tardaría, al menos, un día entero en recuperarse y poder abrir los ojos. Le dio de beber medicina orca y le dijo que no intentara moverse. Pensaba que volvería a caer en un sueño reparador, pero habló. Le extrañó de sobremanera que preguntara por un rey muerto, pero tal vez fueran los delirios de un enfermo. O tal vez no. “Un rey muerto, había oído rumores sobre que los muertos se habían levantado en el bosque. ¿Sería verdad?” No solía acercarse al bosque salvo que fuera necesario, vivía en las montañas del bosque, cerca de la frontera del noroeste. Había bajado para buscar a un compañero desaparecido hacía varios días cuando había bajado a buscar comida fresca. Entonces la vio. No sabía que ese hombre había provocado la explosión, tampoco había encontrado a su compañero. No había resulto ninguna de sus preguntas, pero otras habían surgido en su mente. Mientras meditaba calló la noche. Fue una noche terriblemente fría, pero el hombre no lo notó. Su piel quemaba al tacto, pero no era fiebre, pues no tenía ningún síntoma febril ni deliraba en sueños. Es más, su sueño era tranquilo y respiraba con regularidad. Al final decidió dormir el también, se había puesto bajo la sombra de los árboles, para que el sol no lo maltratara. Se recostó junto al árbol y durmió.

El amanecer llegó demasiado pronto para el gusto del orco, no había dormido nada y ahora la luz solar lo mareaba, el hombre aún dormía. Muchos médicos afirmaban que la mejor cura era el sueño. Si era así, ese hombre despertaría totalmente recuperado. La mañana fue pasando y al mediodía el hombre despertó. Abrió los ojos de par en par, como asustado. Intentó apoyar el brazo derecho para incorporarse y se llevó una horrible sorpresa al comprobar que el brazo no estaba dónde debía estar. Entonces vio al orco.

- ¡¿Qué me has hecho?!- Le gritó mientras buscaba algo que pudiera usar como arma.

- Te he salvado la vida, humano. Por lo menos podrías mostrar agradecimiento y no violencia.

- ¿Me has salvado?- La mano de Aracart dejó de buscar un arma y la usó para ponerse en pié. - ¿Por qué iba un orco a salvarme?

- No todos los orcos somos unos asesinos sanguinarios. Además, buscaba respuestas a preguntas que tal vez tu puedas responder.

Aracart todavía se mostraba receloso, pero al fin contestó:- ¿Qué quieres? No podré darte respuestas a muchas de tus preguntas.

- Solo quiero saber quién o qué provocó la explosión de anteayer.

- ¿Anteayer? ¿Tanto tiempo he dormido?- Aracart meditó un segundo la respuesta.- La provoqué yo. No preguntes como, no puedo decírtelo.

- ¿Tú la provocaste? Tengo mis dudas, pero veo que no responderás si te pregunto como lo hiciste. Tengo otra pregunta ¿contra qué luchaste? Es evidente que ese brazo estaba en su sitio hace poco.

- Luché contra muertos- Dijo Aracart sombrío. – Ahí perdí mi brazo.

- ¿Muertos? – Ese hombre acababa de confirmar los rumores que corrían del bosque. – Por cierto, ¿Cómo te llamas? No me has dicho tu nombre.

- Me llamo Aracart de Bree.

- ¿Bree? Queda muy lejos. ¿Qué ha embarcado a un hombre de Bree en un viaje que le lleve al Bosque Negro?

- Algo mayor que tú y que yo. – Aracart calló, aunque le hubiera salvado la vida, no debía de contarle todo.

- Veo que eres hombre de pocas palabras. Soy Burzumgad de las montañas del Bosque. ¿Tienes algún plan para salir del bosque o algún lugar al que ir?

- No.

- Entonces te llevaré a Esgaroth. Es la ciudad más cercana desde que los elfos abandonaros sus tierras.

- No tengo sitio al que ir. Esgaroth es tan bueno como cualquiera.

- Un pesimista, vaya viaje me espera. Me pasa por ser bueno con los viajeros perdidos y mutilados. ¿Nos vamos?

- Antes tengo que buscar mi espada.

- La tengo aquí- Dijo mientras cogía la espada envuelta en trapos. – Te la enseñé cuando despertaste un momento ayer. ¿No lo recuerdas? Es normal, los heridos suelen olvidar lo que les ocurre en la duermevela. – Le tendió la espada a Aracart y se puso a recoger el improvisado campamento. Aracart desenvolvió la espada de los trapos. Admiró una vez más su belleza y dureza. Afilarla es una pérdida de tiempo, su filo nunca se ha desgastado desde que Telchar la forjara miles de años antes. Solo una vez había recibido daño, cuando se quebró bajo el cuerpo de Elendil. Desde que fuera reforjada para Elesar, nunca se había manchado ni mancillado, tal vez por el hechizo de la funda elfa que tenía, aunque ahora se habría convertido en cenizas. Aracart miró el claro provocado por el fuego y entró en él mirando algún resto identificable.

- No te esfuerces en buscar algo ahí, ya lo registré a fondo cuando te encontré.

Aracart hizo caso omiso del orco y continuó buscando. Al fin vio un destello verde. Se agachó y sacó una bella funda elfa, con gemas formando runas elfas. Burzumgad estaba sorprendido, habría jurado sobre sus antepasados que allí no quedaba nada.

- Tú no debías encontrarla – Dijo Aracart sin saber muy bien porqué. Guardó a Andúril en su vaina y se la colgó del lado izquierdo, pero cambiando de opinión se la colocó en el derecho, invirtiendo los enganches para que la empuñadura quedara hacia fuera y pudiera coger la espada con facilidad con su mano zurda. Se acarició el muñón del brazo. Aún no podía creer que su brazo no estuviera. En realidad, había entrado al claro para buscar los restos de su brazo y enterrarlos, pero había encontrado algo mejor. Desistió en buscar los huesos de su brazo, estarían en el mismo estado que el resto de los huesos de los muertos, calcinados. Dudaba que su carne hubiera sobrevivido al fuego. Incluso ahora notaba como su carne quemada estaba tirante y sensible, pero no le dolía. Pocas cosas podían hacer que un fénix recibiera una quemadura grave. – Ahora podemos partir. – Dijo mientras se encaminaba hacia el asombrado orco.

Partieron al momento. Aracart no había podido encontrar su mochila con la ropa de repuesto, ahora solo conservaba los restos raídos y quemados en parte de su pantalón. Caminaron durante varios días, siguiendo un sendero que debía de conocer el orco, porque estaba prácticamente oculto entre los arbustos y los árboles. La travesía no fue agradable para Aracart, era un bosque opresivo y de árboles retorcidos. Siempre se había sentido bien en el interior de los bosques, pero este era diferente. Incluso después de que los muertos desaparecieran, el bosque continuaba siendo oscuro y aterrador. El halo de miedo que desprendía el bosque era bastante más débil que días atrás, ahora solo causaba inquietud y la sensación de ser observados.

- ¿Cómo puedes vivir en este bosque? – Preguntó Aracart a Burzumgad el segundo día de marcha.

- Nunca de dije que viviera dentro del bosque. Te dije que vivía en las montañas que están dentro. Vivo en su extremo oriental, cerca del lindero. Ahora nos hemos desviado del camino principal, que las cruza por el sur. Nosotros las pasaremos por el norte, pronto notarás como el terreno va subiendo levemente, aunque no llegaremos a escalarlas. Te estoy llevando por la ruta más corta, la que usaban los elfos hace años. Te lleva directamente al lago. Pronto llegaremos al afluente del río, no lo seguiremos de momento. Solo seguiremos el río en los últimos tramos.

Después de la explicación, continuaron avanzando. No ocurrió nada digno de mención en los días que anduvieron en el Bosque. Al fin, después de varios días cubiertos por las ramas de los retorcidos árboles, encontraron el río. Aracart se abalanzó a sus orillas buscando agua. La habían racionado durante bastante tiempo, pues Burzumgad no había esperado encontrar a nadie.

- ¡No bebas del río! – Le gritó Burzumgad antes de que se lanzara a las aguas. – Es más, no toques el agua. Caerías dormido en segundos y tardarías días en despertar.

Aracart se alejó de la orilla de mala gana, después de todo, el orco vivía en el Bosque, sabría lo se encontraría.

- Podrás beber cuando lleguemos al lago, allí el agua se puede beber. Pierde gran parte de su fuerza al unirse al agua del lago, pero es preferible no beber en la desembocadura.

Continuaron caminando durante un día más, al fin encontraron el lago. Aracart no había visto tal cantidad de agua nunca desde que dejara el lago de Annuminas, en el lago se alzaba una ciudad. Era muy extraña, Aracart la observó un rato. Se alzaba no junto al lago, encima de él. Sobre maderas resistentes y fijadas al suelo del lago, se podían ver casas bajas, de no más de un piso. También se podía ver un edificio de piedra de tres pisos de altura. Seguramente sus cimientos estarían fijados al suelo del lago, pues era imposible que las maderas soportaran el peso de ese mastodonte. Rellenaron la cantimplora de Burzumgad y saciaron su se.

- A partir de aquí viajarás solo,– Le informó Burzumgad – los orcos no solemos ser aceptados en las ciudades. Te las apañarás, siempre están buscando mercenarios y soldados en la ciudad, parecen temer un ataque. Es normal, después de lo ocurrido en Minas Tirith y en Helm. Suerte – Le dijo mientras le tendía la mano izquierda. Aracart se la estrechó y se despidió.

- Espero que nos volvamos a encontrar. Tal vez, cuando acabe mi misión, te pueda responder a todas las preguntas que tienes.

- Eso espero. Adiós, Aracart. – Si más se dio la vuelta y se adentró en el bosque. Aracart miró las montañas, desde ahí se podían ver claramente. Ya sabía dónde encontrarle. Si sobrevivía a los acontecimientos.



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