Los caballeros fénix

02 de Septiembre de 2007, a las 22:48 - Serke
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Capítulo 8: La sombra y la llama.

Tras meses después de que Aragorn III fuera coronado rey, Aracart estaba pensando en establecerse permanentemente en Minas Tirith. Bergil le había conseguido un puesto como guardia de la ciudadela, un honor reservado a unos pocos. Aracart estaba patrullando su zona, que estaba cerca del árbol blanco, mientras cavilaba sobre los últimos hechos ocurridos en Gondor desde la coronación.

El rey había llevado una política agresiva en el tema de las guerras. Había lanzado varios ataques contra los campamentos orcos establecidos cerca de Las montañas de la sombra. Aunque los orcos habían perdido gran parte de sus tropas, seguían reclutando más y más. Habían conseguido reunir a casi 40.000 de su especie cerca de la Puerta Negra y ahora avanzaban hacia la ciudad como ya hicieron en la Tercera Edad. La noticia preocupaba a los altos mandos del ejército pero era tomada con optimismo por el pueblo que decían que se estrellaría contra las murallas de la ciudad como ya hiciera siglos antes durante la gran Guerra del Anillo.

Los ejércitos de Gondor se preparaban para una inminente batalla. Las almenaras de Rohan se habían encendido para pedir una vez más ayuda en la guerra contra los orcos.
En la ciudadela Aracart pensaba en todo esto cuando su capitán se acercó a él:

- Aracart, Bergil te espera en la sala del mapa.

Aracart estaba muy sorprendido ante esta invitación. La sala del mapa era donde los altos mandos del ejército planeaban las guerras y dirigían las batallas. Entrar allí estaba solo permitido a los generales de probada lealtad y valentía.

Aracart se abrió paso por los corredores de la Torre Blanca y llegó hasta la puerta de la sala. Dudó durante unos instantes y al final llamó.

- Adelante- Respondió una voz grave al otro lado de la puerta.

Aracart abrió la pesada puerta de roble con refuerzos de acero y entró en la estancia. En ella se apiñaban mapas en las paredes y en las estanterías se peleaban por espacio con los tratados de guerra. En contra de lo que decían sus compañeros de cuartel, la estancia era pequeña. Solo cabían ocho sillas alrededor de una mesa de tamaño mediano en la que se disponía una pequeña maravilla. Se trataba de una caja con arena, piedras, árboles diminutos y miniaturas que representaban ejércitos y ciudades. Eso era la caja de batalla. En ella se podía representar cualquier campo de batalla y ver las posibilidades del combate, en ese momento la caja de batalla representaba a Minas Tirith y sus alrededores, hasta Osgiliath. Alrededor de la mesa había cuatro generales, Bergil, tres generales cuyos nombres desconocía Aracart y un viejo conocido de Aracart: Amrem.

- Hola compañero- Dijo con toda tranquilidad. No estaba sorprendido de su presencia en la sala, puede que él lo mandara llamar.
- Siéntate- Medias ordenó, medias invitó Bergil a Aracart- necesitamos tu opinión.
- ¿Mi opinión?- Aracart estaba extrañado de que un general de ese rango pidiera a un soldado su opinión respecto a una batalla muy importante.
- Mira en la caja de batalla-
Más de cerca Aracart distinguió las miniaturas blancas y negras que representaban los ejércitos de Gondor y Mordor respectivamente. No había ninguna pieza verde que representaba a Rohan.

- ¿Y los rohirrim?- Preguntó.
- No vendrán- intervino uno de los otros generales, un individuo con una corta barba marrón y ojos negros. Tenía varias cicatrices y la nariz ligeramente torcida, recuerdos de pasadas batallas.- Los orcos los están asediando también, la Tierra Media hierve por la guerra. El único lugar donde aún no han atacado es la Montaña Solitaria, la ciudad del lago y El Gran Bosque Verde (Nota del Autor: nombre actual del Bosque Negro), pronto los atacarán, cuando arrasen el resto de la Tierra.
- Dejemos el resto de las tierras y concentrémonos en la próxima batalla. Los orcos se acercan a Osgiliath, he ordenado que la evacúen. Que los orcos se queden con los despojos pero no aniquilaran a los civiles ni a mis soldados si puedo evitarlo. Los últimos civiles llegarán hoy a la ciudad y los orcos estarán allí mañana al mediodía.
Contamos con treinta-mil efectivos, la mitad que ellos. No saldremos a campo abierto, si salimos lo único que conseguiremos será que nos aniquilen. Esperaremos en el primer muro a que los orcos traigan sus torres de asedio y sus escaleras. Según nuestros espías no cuentan con catapultas, así que no tendremos que preocuparnos de que nos lancen proyectiles incendiarios. Ahora que te he explicado el plan a grandes rasgos, ¿Qué opinas?

Aracart meditó un instante y finalmente dijo:

- Lo que has explicado está bien, pero creo que nos falta algo de información. Es imposible que los orcos no traigan catapultas, si los espías no las vieron debe ser que las llevaban desmontadas con el propósito de que no las viéramos.

- Tu idea tiene sentido. La meditaremos. Puedes retirarte.

Aracart se volvió y se dirigió hacia la salida. Cuando llegó a la fuente del árbol blanco una voz le llamó:

- ¡Aracart!

Éste se volvió y vio que era Amrem quién lo llamaba.

- Aracart- volvió a decir- Si he venido no ha sido para verte. Me ha enviado en Maestre con la misión de traerte de vuelta.

- ¿Qué?- Aracart estaba muy sorprendido, Amrem no podía sacarlo de allí así por que sí. Debía de haber una razón muy importante para devolverlo al templo justo antes de una batalla.

- Aracart, según Tasare el Señor Oscuro que manda actualmente a los orcos en toda la Tierra Media vendrá a la ciudad para destruirla. Es un ser demasiado poderoso para cualquier se humano. Sin los Istari no tenemos ninguna posibilidad y somos demasiado pocos como para perder Fénix tontamente en una batalla perdida de antemano.


Las palabras de Amrem no le gustaron nada a Aracart. Llevaba viviendo allí casi un año y tenía amigos y compañeros en la ciudad. No los dejaría justo antes de una batalla. Había aprendido algo sobre los gondorianos y eso era que no huían antes de una batalla, aunque estuviera perdida de antemano.

- No iré Amrem.- Respondió Aracart. Sabía que con esas simples palabras no conseguiría nada, pero tenía que empezar por alguna parte.

- ¿Te atreves a desobedecer una orden directa del Maestre? Se no regresas ahora no podrás volver jamás al templo.

Aquello no le importaba nada a Aracart, Minas Tirith es su hogar más de lo que lo fue el templo. No le importaba si no podía volver nunca más.

- Te lo repito Amrem, no volveré digas lo que digas. Dejaré el templo, me da igual. Defenderé a mis compañeros por mucho que diga vuestra clérigo que la batalla está perdida. Las batallas solo se pierden por un enemigo superior, no por las palabras de una sacerdotisa.

Ante esa respuesta Amrem lo miró intensamente a los ojos. No dijo nada más para convencerlo. Tras eso dio la vuelta y se alejó, cuando solo había dado unos pocos pasos se volvió y dijo:

- Te entiendo, yo también haría lo mismo si estuvieran asediando Meduseld, moriría junto a mi familia y a mis compañeros. Me encargaré de que el Maestre conozca tu decisión y la respete.

Tras eso partió y no se le volvió a ver nunca más por la Ciudad Blanca.

*********

Los orcos llegaron a la mañana siguiente. Se los contaba por millares, si se dice que un hombre acobardado cuenta a cada enemigo por diez, estos los contaban ahora por cien. Los orcos formaban una horda inmensa cuyo poder sería desatado en poco tiempo sobre las murallas de la ciudad. Los ciudadanos no se burlaban y eran optimistas ante la batalla que se avecinaba. Todos los soldados y hombres que supieran manejar las armas fueron convocados en el primer muro. Treinta mil orgullosos soldados de Gondor y cinco mil milicianos reunidos a última hora esperaban con miedo e impaciencia la llegada del enemigo mientras que el simple hecho de verlos los paralizaba. Aunque los gondorianos tenían una ventaja, el enemigo no contaba con catapultas ni con arietes ni torres de asedio, solo tenía escalas altas de acero para trepar la muralla, aunque había casi una para diez orcos. Iba a ser una batalla encarnizada y cuerpo a cuerpo.
Aracart se encontraba sobre la muralla, junto a los generales y a sus compañeros de la guardia protegiendo a los altos mandos y la zona que sería más castigada por los embates del enemigo. Justo antes de la batalla Bergil y Aragorn habían dado una arenga a las desanimadas tropas:

- Soldados de Gondor- Gritaron- En esta noche nefasta volvemos a defender las murallas que durante tanto tiempo nos han protegido de las amenazas. Volvemos a defender a nuestros compañeros de armas. Volvemos a defender a nuestras familias. ¡Volvemos a defender nuestra ciudad! ¡En esta hora os digo que venceremos al enemigo! ¡En esta hora os digo que no dejaremos que la ciudad caiga! ¡Puede que algún día la ciudad caiga, pero no será hoy! Soldados de Gondor ¡Luchad por Gondor, la ciudad y vuestras vidas!

La arenga surtió poco efecto entre las tropas desanimadas. Esto no era el Gondor de la Tercera Edad. Aquí no estaba Gandalf con su anillo de fuego para dar valor a los soldados deprimidos. Pero si había otro poder, un poder nefasto que deprimía a todos los hombres menos ha unos pocos y los llenaba de pensamientos negros. Aracart estaba seguro de que ese poder provenía del Señor Oscuro. ¿Sería Sauron que había vuelto o acaso alguno de sus sirvientes? ¿O sería acaso algo peor? De cualquier manera pronto lo averiguarían.

Cuando los orcos estuvieron a tiro los capitanes ordenaron una descarga. Las flechas surcaban en aire y las catapultas instaladas recientemente disparaban su mortal munición. Los orcos cayeron a cientos pero eso no refrenó su carrera. Una andanada detrás de otra, los orcos habían caído a miles y no paraban ni dudaban. Había también algo que los hacía correr hacia la muerte sin dudar, acaso el mismo poder.

Los orcos llegaron a la muralla antes de lo previsto y empezaron a colocar escalas. Los hombres se afanaban en tirarlas pero por cada escalera que derribaban aparecían dos más. Había llegado la hora de sacar las espadas.
Aracart y el resto de la guardia desenvainaron las espadas, lo mismo que los generales y el rey. El rey, armado y con Andúril en la mano parecía un rey sacado de los viejos cuentos. Un rey que dirigía a sus hombres a la guerra y si era necesario moría con ellos. Un rey como los verdaderos reyes antiguos.

En esta hora negra el rey se disponía a luchar con Andúril, como ya hicieron sus antepasados siglos antes. Mientras Aracart pensaba así llegaron los orcos a su zona. Los soldados cerraron la formación alrededor del rey y comenzaron a luchar. Aracart paró el mandoble del primer uruk que se le vino encima con el escudo y con la espada le tajó el brazo y lo remató con una estocada en el pecho. Al siguiente le cortó la cabeza cuado se disponía a atacar a un compañero desarmado. El siguiente le pilló por sorpresa, cuando aún no se había recuperado del anterior golpe y aún no había puesto el escudo para defenderse, un orco le dio un tajo en el brazo y rajó la cota. Tras eso intentó lanzarle una estocada que paró Aracart con el escudo y tras eso le clavó la espada en el vientre. Cuando sacó la espada se permitió mirar alrededor aprovechando un descanso. Todos los orcos habían caído y los heridos estaban siendo evacuados para poder volver a luchar luego. El lugar estaba sembrado de muertos por ambos bandos. Uno de los generales estaba muerto con un hacha incrustada en la frente y varios guardias habían muerto alrededor del rey. El mismo rey había matado a varios orcos y ahora ayudaba a levantarse a un soldado caído. Tras esos escasos segundos de descanso los orcos volvieron a cargar. Aracart partía escudos, rajaba cotas, remataba enemigos caídos, salvaba compañeros y era salvado él. El compañerismo que había entre los defensores de una ciudad asediada se hacía patente en esos momentos. Los orcos habían aprendido a temer esa parte de la muralla y ya no llegaban tantos.

Cuando la batalla se alargaba hasta el amanecer y los orcos habían dejado de subir por las escaleras para buscar refugio del sol del día. Algo llegó.

De repente todos los defensores se quedaron quietos, con las armas caídas y mirando al horizonte. Todo el compañerismo que había reinado hasta entonces desapareció. Ya no eran unos orgullosos soldados. Eran hombres temerosos.

Del campamento orco surgió una sombra. Y una llama. Era un ser del tamaño de un hombre, con una espada inflamada por las llamas y con el cuerpo envuelto en llamas y sombras. Una oscuridad salió de él como alas de la noche y cubrió el campo. Era un balrog. Un maia corrompido por Melkor hace milenios. Algo contra lo que no se podía luchar, un ser mortal que no se mostraba desde hacía mil años, puede que fuera el último de su especie. El ser se acercó a las murallas a gran velocidad. Se paró ante las puertas de acero y mithril forjadas por enanos al comienzo de la Cuarta Edad y las tocó. Puso su mano sobre ellas y formuló una única palabra de poder que destruyó la puerta y la hizo volar en pedazos. Los orcos comenzaron a entrar a cientos a las calles de la ciudad ante la mirada de los defensores que seguían paralizados de terror. Al poco los defensores reaccionaron y cargaron contra los orcos y el Balrog, los primeros cayeron fulminados por la incandescente espada y el resto huyeron. Los orcos mataban a placer a los defensores muertos de miedo. Eso no era una batalla, era una carnicería. El rey y los generales, junto a su guardia formaron un corro que sería el único que resistía en aquellos momentos. Los orcos cayeron sobre ellos a cientos. Los guardias de la ciudadela morían al tiempo que los generales, entonces el rey cayó al suelo como muerto. Aracart vio eso y se concentró un fugaz instante. Eso bastó para desencadenar su poder oculto durante meses. La espada se inflamó en llamas y los orcos caían como mieses ante el poder de su espada de mithril. Entonces alo le golpeó por detrás y sintió caer. El mundo se oscurecía, y no solo era la visión de Aracart. Así cayó Minas Tirith.



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