Osgiliath 2003 de la C.E. (caps. 10-15)

02 de Septiembre de 2007, a las 23:11 - Ricard
Relatos Tolkien - Relatos basados en la obra de Tolkien, de fantasía y poesías :: [enlace]Meneame



Podía haber sido uno más de los olvidados espíritus náufragos que se movían por éste y el otro mundo; bastardos de Eru, desheredados de los Ainur, que llenaban Eä sin que nadie se percatara, mudos, invisibles y anónimos. Pero Alatar, tan claro como que sólo él podía escuchar la Melodía del Vacío, invocar los cuatro elementos y degustar la inmortalidad en ese lugar y época, vio claramente que no se trataba en absoluto de nada de eso.
La aparición etérea, casi luminosa a pesar de esa sutilidad y del cargado ambiente, que, como una avalancha vista de refilón en la lejanía, llegó y fulguró entre Pallando y él interrumpiendo su duelo, tenía rostro e identidad bien definidos. Al principio aparecieron desdibujados, pero luego se aclararon, como el agua después de una turbulencia, y Alatar se quedó paralizado al reconocerlos. De hecho, Pallando y él, los dos al unísono, se quedaron completamente inmóviles, cada uno a punto de iniciar un ataque, ante aquella violenta intromisión.
Los dos, asimismo, sabían que aquella sombra, que fue engullida por la nada con la misma rapidez con que había aparecido, era la manifestación de un fenómeno que había sucedido muy lejos de donde se encontraban; uno de los efectos secundarios de la explosión que suponía la irrupción de nuevo al mundo de uno de los Habitantes de Valinor; y el significado de lo que aquello suponía fue lo que dejó más sorprendido a Alatar.
Poco después de que se fuera la aparición, los dos magos permanecieron embobados mirando el lugar donde había aparecido en lo que se les antojó una eternidad. Estando así, con los ojos bien abiertos y el rostro torcido en una mueca de asombro y temor, Alatar susurró un escueto nombre, demasiado flojo para que nadie, a parte de él, lo escuchara:
- … ¿Radagast?...
La mente del Sacerdote se negaba a dar fuerza a dicho nombre porque no quería que nadie oyera el miedo con el que era pronunciado y porque también se negaba a considerarlo en serio. Había visto claramente en el fantasma los rasgos de Tullken, el nuevo protegido de Pallando, pero en lo más hondo había sentido la presencia de su antiguo compañero. Es más, una manifestación como aquella, con el poder que requisaba, sólo la podía llevar a cabo un “istar”… alguien como Radagast. Pero esa posibilidad implicaba unas evidencias demasiado escabrosas.
Y casi sin percatarse de ello, los dos magos se miraron a la cara y fue ese choque mucho más brutal que cualquiera de los anteriores que habían realizado en el transcurso del combate que habían estado manteniendo hasta el momento. Pallando pudo notar, más que ver, ese temor en el rostro de Alatar. Pero Alatar no vio nada de eso en la mirada de ojos abiertos de Pallando. El anciano estaba sorprendido, sí, pero tampoco parecía especialmente alarmado, escandalizado, ni mucho menos asustado por lo que acababa de acontecer.
E, inesperadamente, Alatar comprendió la verdad desnuda, casi descarnada. Y la verdad era que, a pesar de que durante siglos se hubiese creído el papel del Gran Embaucador en esa obra, de marrullero amparado por la silente batuta de Morgoth, en realidad él había sido el engañado, el burlado y el primo. En su ceguera, ni siquiera se había dado cuenta de que, durante años, había estado repitiendo el combate que mantuvo con Radagast en la cima de las Ered Nimrais al quitar de en medio los antepasados de Tullken y sin sospechar en lo más mínimo la terrible evidencia que alumbraba la aparición de aquel súbito espectro de Tullken.
Alatar fue consciente entonces de la inocencia y ligereza con las que se había tomado aquel asunto, la de veces que hubiese podido verse en serios apuros si hubiera pasado directamente por alto lo que el consideraba una “leve molestia” en sus planes.
Al momento comprendió también que Pallando era más buen conocedor que él de que aquello era una farsa de combate, una mera treta para ganar tiempo, aumentando así el sentimiento de engaño destapado que sentía dentro de sí. Pero quizás lo que más zarandeó su razón fue el incuestionable hecho de que la aparición de su más encarnizado opositor en esas tierras sólo podía significar que éste se encontraba más cerca que nunca de su objetivo, si es que, por lo que parecía, se había saltado la barrera que separaba el mundo de los espíritus y el de los vivos (a la que parecía haber respetado durante todos los decenios anteriores) sin remordimiento alguno.
Por último, y con una calma que le extrañó incluso a él, el ex-consejero de la República tuvo una última revelación: vio con meridiana claridad su fin, su aniquilación total. Fue una impresión, una leve corazonada, el aleteo silencioso de una polilla en sus pensamientos, pero aquello no le apenó o descorazonó. Se le había abierto el libro de la Verdad ante sus ojos y nada podía escapar a su escrutinio.
- Pero… ¿pero qué habéis hecho? – preguntó sin fuerza y con voz temblorosa a Pallando, quien continuaba contemplándolo con la misma expresión que un niño pillado por sorpresa al hacer una travesura.
Bajo esa mirada, Alatar sentía que los papeles se habían intercambiado. Ahora era Pallando (y junto a él, Radagast) el sacrílego, el blasfemo que había violado todas y cada una de las leyes impuestas por los Poderes que pusieron en marcha los vetustos y chirriantes mecanismos del Mundo. Que Radagast hubiese decidido convertirse en mortal y traspasar parte de su poder a uno solo de los descendientes de su prole le había parecido siempre al Sacerdote una excentricidad propia de un ermitaño misántropo y gruñón; una falta menor nacida de la escasez de medios de un personaje como ése… Pero a la luz de lo acontecido, aquello se transformaba en falta grave al ser la punta del iceberg del engaño: Radagast nunca había renunciado a la inmortalidad y la comedia de tornarse mortal había sido una maniobra para camuflarse y fluir, a lo largo de los siglos, bajo distintas identidades; y aquello era uno de los aspectos menos malos de esa táctica.
El Mago Pardo no había trasladado una porción de su esencia a sus descendientes, sino toda. Por eso, sólo uno de los hijos de cada generación de sus descendientes heredaba el Don, pues sólo había un alma de Radagast que pudiera ocupar un cuerpo. De aquel modo, el otrora conocido como Aiwendil había pasado desapercibido – a la sombra, como a él le gustaba-, enmascarándose tras mil identidades, fueran de hombres o mujeres, daba igual, ya que Alatar había olvidado los rostros de los centenares de hijos de los hijos de Radagast que había eliminado y que no dejaban de ser el propio Radagast en persona, cuyo espíritu saltaba de inmediato a la siguiente generación, de cuyo cuidado y existencia se encargaba Pallando, pues Alatar no dudaba ahora de que su decrépito y antiguo compañero había estado involucrado en el asunto hasta lo más hondo desde el principio.
Sauron había utilizado el Anillo Único para perseverar en parte en el torrente del tiempo. El anillo de Radagast habían sido sus propios vástagos, ignorantes muchos de ellos de lo que se escondía en lo más profundo de su ser.
El hecho de que Radagast hubiera roto también la norma que prohibía saltar entre el reino de lo que Fue al del Ahora era en verdad la última y menor de sus transgresiones. Seguramente la habría realizado por estar cansado de esa lucha que empezaba a eternizarse incluso para seres eternos como ellos y por verse acuciado al no haber más candidatos de su estirpe en los que alojarse y continuar con la reyerta (al fin y al cabo, Tullken era demasiado joven para haber tenido hijos y su hermano Bardo se hallaba perdido y atrapado por el velo de tinieblas que él había extendido entorno suyo).
Descubrir que, tanto él como Radagast, habían utilizado casi las mismas tretas para engatusar el tiempo y permanecer en un mundo que ya no era el suyo, no creó ningún vínculo de hermandad o identificación de última hora con su viejo compañero, sino todo lo contrario: crecieron en su interior una rabia y odio profundos, dolorosos incluso en su violenta aparición, como una gran bola de fuego similar a la que devoraba a la ciudad; más devastadora cuando menos se la veía u oía. Y esa cólera, ese frenesí destructor que, como un cáncer, encendió todo su cuerpo entero, aumentaba al contemplar a Pallando.
Hasta aquel momento, incluso en esos instantes críticos, Alatar había considerado al viejo un “amigo”, no como para ir a tomar unas cervezas (demasiado tarde ya para eso), pero sí alguien afín a pesar de hallarse en diferentes platos de la balanza.
Y más que engañado, Alatar se sentía traicionado. Comprobar que la persona a la que considerabas un dechado de virtudes puede llegar a ser tan rastrero como uno y, además, engañarte como a un tonto, siempre ha sido un golpe duro de encajar y Alatar, como “maia” y espejo en donde se reflejaba todo lo que tendría y habría en la creación, ahora sólo podía reflejar una ira roja y ciega que crecía cuanto más contemplaba la mirada de cordero, casi de disculpa jocosa, de Pallando.
Sus propios ojos, pedazos de un mar turquesa engarzados en su máscara de carne y bellas facciones, parecieron enrojecer, nublarse y cegarse por unos momentos, al repasar el escenario que les rodeaba, tan minúsculo y apresador como le parecía ahora, para caer finalmente sobre la espada lanzada por Pallando, Celebrinaglar.
Sobresaliendo por encima de la apremiante sensación de que todo estaba acabado, de que desfilaba por el borde de un precipicio que conducía a la perdición, Alatar se dijo que si todo había de finalizar de esa manera, entre engaños y movimientos en las sombras, él le daría el toque épico, elegíaco, aún cuando fuera utilizando las armas de su enemigo.
Aprovechando que, con la viscosidad de un río de aceite, se había extendido una pausa nacida del estupor y el desconcierto, Alatar se precipitó de aquella manera a un lado con el firme propósito de empuñar la espada que permanecía incoherentemente apartada en aquel duelo. Pallando sólo tuvo tiempo para maravillarse de la rapidez de su compañero, dejando un pequeño y nuevo resquicio a la sorpresa por lo que Alatar iba a hacer.
No bien hubo el consejero cogido y liberado el arma, ésta reaccionó al acto al contacto de su nuevo portador con un violento fulgor que se encendió de inmediato por toda la hoja y que, a ambos “istari”, les pareció oír que iba acompañado de un rumor parecido al grito de una mujer violentada. Celebrinaglar dejaba así bien claro que se sentía molesta por ser despertada e importunada por alguien como Alatar.
Un cosquilleo ardiente no tardó en extenderse por la mano del Sacerdote, pero éste mantuvo bien agarrada la empuñadura de la espada. El arma, como todas las élficas ante la proximidad de los poderes oscuros, respondió aumentando su brillo. Sin problemas pasó del color rojo al blanco y de éste a un azul limpio y líquido. Tanto Alatar como Pallando creyeron que Celebrinaglar iba a fundirse y recubrirse de llamas de un momento a otro.
- ¡Desgraciado! ¡¿No ves cómo te rechaza?! ¡Reconoce en ti la semilla de locura que se te plantó y fructificó! ¡Nunca querrá ser empuñada por alguien corrompido! – aulló Pallando, recuperado ya de las impresiones vividas en los últimos minutos.
Soportando el dolor, más grande y punzante cuanto mayor era la luz pura que emitía la espada, Alatar no se entretuvo en contestarle:
- ¿Y me lo dices tú? ¿Qué explicaciones daréis Radagast y tú cuando todo esto se haya acabado? Ahora bien claro veo que estás tan corrompido y carcomido como yo, viejo “amigo”. Yo ya no tendré salvación, pero vosotros no tenéis tampoco amparo por lo que habéis hecho… ¡Me gustaría saber qué pensaran los Quince Grandes sobre vuestros actos!
Pallando guardó silencio ante aquellas afirmaciones. En ellas había leído el regusto no siempre dulce de la verdad y el tono de tristeza con el que Alatar las había embadurnado. Agarrando con más fuerza su bastón, endureció más sus gastadas facciones y se puso en posición de combate. Fue lo único que se le ocurrió hacer en aquellos instantes.
A poca distancia, y acortándola, Alatar, con la firme decisión de continuar batallando, aún sin querer borrar la melancólica y arrogante sonrisa de su rostro, hacía esfuerzos monstruosos para manejar y aguantar el dolor que le provocaba la espada en sus intentos de deshacerse de la sujeción de su mano. ¿Pero qué era el dolor a esas alturas ante la traición? Aún cuando el poder de Celebrinaglar deshizo el hechizo que daba forma humana a su mano, emblanqueciendo y agrietándole la piel como el yeso de una vieja pared, Alatar resistió. Que su cuerpo mortal, mera fachada para las débiles criaturas de ese mundo, ardiera y se consumiera en una horrible agonía allí mismo no significaba nada, así como el desenmascaramiento y aparente resurrección de Radagast.
Aún le quedaba su alma, escondida bien lejos y aún impoluta a pesar de los zarpazos de Melkor, del engaño y del devenir de las penas y miserias de una existencia con demasiado recorrido a sus espaldas.

1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 14 15 16 17 18 19

  
 

subir

Películas y Fan Film
Tolkien y su obra
Fenómenos: trabajos de los fans
 Noticias
 Multimedia
 Fenopaedia
 Reportajes
 Taller de Fans
 Relatos
 Música
 Humor
Rol, Juegos, Videojuegos, Cartas, etc.
Otras obras de Fantasía y Ciencia-Ficción

Ayuda a mantener esta web




Nombre: 
Clave: 


Entrar en el Mapa de la Tierra Media con Google Maps

Mapa de la Tierra Media con Google Maps
Colaboramos con: Doce Moradas, Ted Nasmith, John Howe.
Miembro de TheOneRing.net Community - RSS Feed Add to Google
Qui�nes somos/Notas legalesCont�ctanosEnl�zanos
Elfenomeno.com
Noticias Tolkien - El Señor de los AnillosReportajes, ensayos y relatos sobre la obra de TolkienFenopaedia: La Enciclopedia Tolkien Online de Elfenomeno.comFotogramas, ilustraciones, maquetas y todos los trabajos relacionados con Tolkien, El Silmarillion, El Señor de los Anillos, etc.Tienda Amazon - Elfenomeno.com name=Foro Tolkien - El Señor de los Anillos