Osgiliath 2003 de la C.E. (caps. 10-15)

02 de Septiembre de 2007, a las 23:11 - Ricard
Relatos Tolkien - Relatos basados en la obra de Tolkien, de fantasía y poesías :: [enlace]Meneame



Como todos los niños gondorianos, o por lo menos como todos los que aún atesoraban el aliento de antiguas generaciones en su sangre, Tullken había aprendido desde muy pequeño a nadar y a dejarse llevar por esa melancolía y amor por la fragancia a sal del mar que se cernía sobre todos los dúnedain desde el día en que abandonaron su Númenor natal, así como a escalar árboles cuya altura no era más que un incentivo más que murmullaba en voz baja: “¡Trepa por mí, si te atreves!”.
Aquella misma mañana ya había demostrado sus dotes natatorias en el mar frío y gris del Norte y ahora debía de probar también ese ancestral instinto para los bosques que latía dentro de todos los allegados de los súbditos de Elros por más que, a lo largo de su historia, se hubieran parapetado en grandes y monumentales ciudades.
Y aún así, contemplando la esplendorosa y retorcida arquitectura del viejo ent, sus contornos quebrados de espinas traicioneras repartidas por su piel y de ramas que seguramente crujirían en un cómplice chasquido un segundo antes de romperse, Tullken se sentía dividido dentro de su fuero interno. Por un lado, se decía a si mismo que aquella habilidad latente y casi natural para encaramarse en los árboles no sería suficiente en esa ocasión y, por el otro, -que con tanto ardor había despertado en esos últimos días y que ya se había instalado en su mente como el ulular del viento del Norte, viejo y siempre omnipresente aunque no se piense en él- se decía que cualquier obstáculo nuevo, fuera cual fuera éste, que se interpusiera en su camino podía ser barrido con la sola beligerancia que acompaña a las acciones justas.
Sin fiarse mucho de aquellas palabras mudas que sólo rielaron en su cabeza, Tullken, finalmente y dejando de lado las dudas y el agobiante sentimiento de dolor que lo había acompañado nada más internarse en el minúsculo reino que protegía el ent como un rey muerto su propio cementerio, se acercó a la pierna con la rodilla elevada del “Pastor de Árboles” y con decisión estiró los brazos y las manos para aferrarse con fuerza a la arrugada superficie de la corteza. Con sólo ese contacto notó un cosquilleo, un escozor punzante, que se extendió por sus palmas con fruición.
El ent, o lo que sostenía entre sus manos, lo había detectado, sabía que él estaba ahí, y lo rechazaba como si fuera un cuerpo extraño. Para sus adentros, Tullken sonrió no sin cierta soberbia. ¡Harían falta otras estratagemas para rechazarle ahora! Y sí, lo que habitaba entre las callosas palmas del anciano ent tenía motivos más que suficientes para quererle bien lejos e, incluso, para asustarse y temerle. Al fin y al cabo, Tullken había venido para destruirlo, ni más ni menos.
Apoyando un pie tras otro, aferrándose con una mano y luego con otra y con aquellas ideas bullendo cálidamente en su interior junto a la fuerza procedente del Otro, el chico comenzó el ascenso sin problemas. Bien parecía, asido a la columna negra que era la pierna, una sombra más del ent, una mota más oscura que las demás intentando hallar una luz que se les había negado a criaturas como él (o ellos, si debía de tener en cuenta al segundo interlocutor dentro de su cabeza). Mal que le pesara, Tullken se sentía como un lagarto trepando en busca de su presa o, más bien, como la negra criatura que había avistado el uno de Mayo en la pared de los pisos de enfrente del hogar de Elesarn y que, tal y como sabía ahora, no era más que el mismísimo propietario del alma que allí yacía disfrazado.
El agónico ruido a modo de queja que expelió una de las cadenas al apoyar un pie en ella le hizo volver a la realidad. Y ésta no reflejaba más que su próxima llegada a su destino final. Un mareo le sobresaltó entonces y se sintió como si estuviera en realidad escalando por un acantilado de exasperante verticalidad. Miró para abajo y le pareció que el suelo se hallaba a kilómetros, engullido por brumas que se asemejaban a nubes; miró luego para arriba y se le antojó que las manos sujetas, extendidas en abanico, y el preciado tesoro que sostenían, se encontraban a alturas estratosféricas, acariciando el Sol.
Atrapado por aquel sentimiento, y para evitar caerse y precipitarse hacia un vacío que sabía inexistente pero que no por ello era menos angustiante, Tullken cerró los ojos con firmeza para serenarse. Después, al abrirlos de nuevo, todo volvió a la normalidad: el dolor, la fragancia a madera quemada que desprendía el ent, el silencio agobiante que lo rodeaba… todo.
Renovados los ánimos, acabó de subir por la pierna hasta llegar a la rodilla doblada; una especie de muñón huesudo que le sirvió de asiento para colocarse justo delante de las manos que se abrían con la gracilidad de un gran y olvidado cepo.
Lo había conseguido, fue lo primero que pensó el joven, antes incluso de atisbar lo que había en las palmas de arcana y gastada madera. Quizás no estaba otra vez en el techo del mundo, la cima más alta o el abismo más profundo, pero, para él, había rozado sin lugar a dudas las…



… alturas de la “Torre de Cristal” se habían llenado de un aire electrizado, denso, donde costaba respirar, aunque los dos ocupantes que ahora allí permanecían apenas parecían notar ese pequeño detalle. En cambio sí sintieron el aullido final de Ulcolórë, seguido por el crepitar de las centenares de almas que habían escapado de Moralda al fallecer éste, como un enjambre dispersándose en el viento.
Hubiera sido un buen momento para sentirse desilusionado al comprobar como todos sus planes se iban desmoronando como fichas de domino puestas en fila, pensó Alatar – incapaz también de imaginarse qué formidable enemigo podía haber sido capaz de no sólo derrotar a un “maia” como Ulcolórë sino también de destruirlo -, pero no le dio ni tiempo para eso. Si difícil era soportar el dolor en la mano que aferraba a Celebrinaglar, peor, mucho peor, fue tener que lidiar con el bramido de rabia en su cabeza de su Amo. Melkor podía susurrar dulces notas desde el Vacío para engatusar a incautos y a víctimas, pero en aquellos instantes, al percibir desde su lecho en la Sima más profunda mediante su siervo Alatar el final de sus proyectos, entreabrió una grieta entre los planos de la realidad para que su cólera fulgurara fuera de los límites de la prisión a la que había sido arrogado y olvidado.
Tuvo que ser Alatar, por ser su único sirviente con poder suficiente, quien pudo escuchar y soportar aquel enfado, esa pataleta cósmica de niño mimado y retorcido, pues él era el único capaz de oír la Música del Vacío.
Pallando vio como Alatar se tambaleaba entonces, justo en el momento en que parecía que iba a lanzarse a un ataque fulminante contra él con bastón y espada, a la vez que su rostro se retorcía en una mueca de dolor tan fuerte que un hilo de sangre manó de su boca y de su nariz, mientras sus ojos, fuertemente cerrados, exprimieron unas solitarias lágrimas de sangre que relucieron en medio de la mortífera palidez de su cara.
Viéndole así, al viejo “istar” le desapareció la agitación con la que se habían agarrotado su espíritu y su cuerpo e hizo un amago de ir en ayuda de su antiguo amigo para sostenerle. Pero éste, con sólo verle venir, realizó monstruosos esfuerzos para recobrarse y plantarle cara. Así, colocando su metálico cayado ante él, el Sacerdote frenó su carrera.
- ¡Ni se te ocurra dar un paso más, Rómestámo! ¡Esto aún no ha acabado! – rugió a su vez con una voz estentórea, deformada y grave en la que Pallando pudo escuchar, aunque solamente fuera un resquicio, los ecos procedentes del Vacío que resonaban en la cabeza de Alatar y le atormentaban el espíritu.
Los ojos de Alatar brillaron entonces blancos de ira, remarcados por aquellas lágrimas rojas de sangre. Su boca, que había expulsado esa bravata, se había convertido en un pozo negro, un agujero en un papel en blanco, por donde se colaba la voluntad del Vala de las Tinieblas y en donde los dientes resaltaban tan blancos y solitarios como los de una calavera.
Ante aquello, Celebrinaglar se encendió aún más, quejándose por estar unida al borde del Abismo en que se había convertido Alatar. La determinación del mago corrompido era tan fuerte, de igual modo, que la espada no se separó de su mano, aunque ésta fuera irreconocible ya al ser pasto de unas llamas que se fueron extendiendo por todo el brazo. Pero, al parecer, poco le importaba eso a Alatar, más ocupado en mantenerse impasible ante Pallando.
En todo caso, era indudable que su cuerpo iba perdiendo consistencia, tal y como sentenció Pallando al contemplar el fuego blanco que comenzó a crepitar en el brazo del Sacerdote y que lo iluminaba con una luz pálida que no hacía más que conferirle aún más unos rasgos de cadáver. No obstante, ese “pequeño” detalle se encontraba lejos de significar que Alatar hubiera sido derrotado y que Tullken hubiese triunfado en su cometido, ¡ni mucho menos! Los planes de iniciar una nueva Edad de la Oscuridad habían fracasado a la luz de la extinción del hálito de vida del Fruto de Melkor; pero eso, en vez de amedrentar a Alatar, haría que éste luchara con más fervor, al son de la voz de su Amo, y aún seguiría siendo sumamente peligroso.
Y, admirando el porte desafiante del Sacerdote, estaba claro que, si fuera por él, podrían continuar peleando hasta el fin de los tiempos. Ahora era Alatar quien no tenía nada que perder y lucharía con tanto énfasis como el propio Pallando instantes antes.
Aspirando una bocanada de ese aire viciado y frío del techo de la ciudad, el que antaño fuera conocido como Rómestámo agarró su bastón con las dos manos y se estremeció al sentirlo ligero… tan endiabladamente endeble. Pero el sentido del deber y, por qué no decirlo, cierto alivio de saber que por lo menos la Tierra Media se encontraba a salvo de nuevo, le dieron alas para mentalizarse para aquel nuevo asalto y saltar sobre un estólido e impaciente Alatar, ya que, con toda seguridad, iba a ser el definitivo, aquél que decidiría quien de los dos se salvaría.
Alatar sonrió cuando vio al fin al otro correr hacia él. Aún podía sentir a pesar del dolor, la desilusión y el fracaso su corazón latir dentro su pecho, de la misma manera que lo estaría haciendo el de Pallando tras su coraza. Como el viejo mago, sabía que ése sería el último choque, el decisivo y el que, en definitiva, decidiría el…



… destino final de Tullken, la hoguera de aliento que mantenía aún en pie a Alatar a miles de kilómetros, sangre y humo lejos de allí, reposaba ahora delante de los anonadados ojos del joven.
¿Qué forma tendría un alma? Era una pregunta a la que Tullken no podría haber dado respuesta ni antes ni en aquel momento en el que, en teoría, tenía una enfrente de las narices. Sencillamente, se le hacía difícil asimilar lo que su vista le estaba mostrando.
Allá, en medio de las palmas unidas de las manos del ent, abiertas como una flor de raquíticos pétalos, y rodeado de esas runas salvajemente grabadas en los dedos retorcidos que amorosamente lo rodeaban, se hallaba, como ausente y feliz de ignorar al mundo, un pequeño cuenco de plata adornado con trabajadas sanefas confeccionadas con oro que intentaban imitar las intrincadas ramitas de un nido de ave.
Y dentro del cuenco había un huevo.
A qué tipo de pájaro podía pertenecer no lo supo Tullken, aunque por más que se estrujara el cerebro buscándole algo que lo elevase por encima del resto de huevos, le seguía pareciendo un huevo normal y corriente, como los que compraba su familia en los supermercados, procedentes de gallinas de granja.
No supo tampoco entonces si echarse a llorar o a reír. Una incredulidad arrolladora pulverizó todo rastro de cualquier otra sensación que pudiera haber albergado dentro. Conocía la historia de cómo Sauron había utilizado el Anillo Regente para resguardarse de la boca siempre ávida del Vacío; pero que Alatar hubiese utilizado un huevo
Sonaba demasiado a broma macabra, a chiste sin gracia o a tomadura de pelo que una cosa tan pequeña e insignificante decidiera el destino de tantos y estuviera produciendo tanto mal y destrucción lejos de la paz de ese reino escondido entre las montañas, indigno santuario para una semilla tan vil. Alatar se reía de sus enemigos incluso en aquellas circunstancias y, a Tullken, no le hubiera extrañado si de repente hubiese saltado un burlón muñeco con muelle del huevo en aquel preciso instante.
La voz de la Llama aprovechó la laguna que el escepticismo había producido en la mente del chico para susurrarle lo que se debía hacer para acabar con aquella situación antes de que el enfado, de la mano de la frustración, prendieran en él y se perdiera a su vez esa oportunidad para conseguir lo que en dos mil años no se había podido hacer.
Rompiendo la barrera de dolor con la que se rodeaba y protegía el huevo, Tullken, aún sin saber muy bien qué sería lo siguiente que haría, se dejó guiar y se vio agarrándose con fuerza, y con sus dos manos, a un par de aquellos dedos tan largos como su propio cuerpo y poner un pie firme sobre las dos palmas abiertas del ent, tan fuertes y anchas como un nido de águila, para saltar luego el espacio que mediaba entre las manos encadenadas y la rodilla donde, hasta el momento, había permanecido.
Arrodillándose, y haciendo equilibrios en aquel ramaje para no precipitarse hacia el suelo, el dúnadan contempló ensimismado durante un par de segundos el huevo, sintiendo lo que dentro de él alentaba. Tragando saliva, dejó navegar su mente por lejanos parajes para que se relajara y se centrara. Sabía que se hallaba en terreno vedado para él – en territorio enemigo, en verdad -, justo en el ombligo del mal, pero no emborracharse de victoria era lo primordial en esos instantes cruciales.
Percibiendo un cosquilleo en la boca del estómago, como si se estuviera asomando a un barranco, a Tullken le parecía que los segundos se dilataban hasta la extenuación. Finalmente dirigió, resuelto, una mano en dirección al huevo, con la firme intención de agarrarlo, apretarlo contra su palma y, así al fin,…


… destruirlo no iba a ser fácil, pensó con desnuda entereza Alatar al ver a Pallando precipitarse contra él. Con toda seguridad, el viejo estaría pensando lo mismo a su vez sobre él. Y, a pesar de aquello, de la ineludible evidencia de la inutilidad de esa lucha, los dos “istari” chocaron de nuevo con inesperada furia y una bola de fuerza nacida de la colisión barrió toda la azotea, frenando por unos instantes el fuerte viento que soplaba.
Cuando éste volvió a circular, la pareja de magos seguía pegada, detenido el ataque del contrincante respectivo y oteándose cara a cara como si se vieran a través de un cristal transparente como el aire de la mañana, pero tan impenetrable e insondable como el silencio de un cementerio a medianoche.
Pallando había frenado el bastón y el filo de Celebrinaglar con su cayado y, manteniendo los brazos en tensión para aguantar la embestida, el anciano no podía dejar de maravillarse de que aquella “endeble” madera, nacida de bosques que acaso sólo volvería a visitar en el recuerdo, hubiera – y siguiera – aguantando.
La contienda, de todas formas, continuaba, ya que, tanto el bastón de metal como la espada, seguían haciendo fuerza en manos de un sonriente Alatar, cuyo rostro empezaba a agrietarse como la máscara de porcelana que era en realidad, congelada en aquella mueca de perversa euforia. Eso parecía importarle, de hecho, muy poco al Sacerdote, al igual que su brazo envuelto en blancas y frías llamas “muertas” y cuya extensión era el filo de Celebrinaglar. Ésta, a su vez, había comenzado a carbonizar literalmente con aquella luz cegadora el cayado de su antiguo dueño. Fuese como fuere, aquellas circunstancias poco le interesaban a Alatar mientras perseverase su esencia vital.
Ya faltaba poco para que la vieja madera cediera cuando, con paulatina progresión, otras llamas azules, silenciosas y claras, la recubrieron sin consumirla aparentemente. Pallando había manifestado tarde su poder, pero éste no se demoró en crecer y crear un muro de fuego delante de Alatar. El consejero, en vez de achicarse, observó el rostro pétreo y cambiante, a causa de la danza del fuego, del viejo a través de aquella barrera surgida entre ellos y, sin dejar de hacer presión - ¡incrementándola, si acaso! -, no dejó de sonreír y contemplar con sus ojos pálidos e inexpresivos de ira a su oponente.
- ¿Qué, Rómestámo? Lo estás consiguiendo, ¿no es verdad? ¡Al fin podrás ser como Gandalf! ¡Un Gandalf II para salvar la Tierra Media y ser recordado como un héroe!
Pallando picó en el anzuelo de Alatar y, al hacer el intento de contestarle, bajó por unas milésimas de segundo la guardia. Apretando los dientes ennegrecidos por el fuego que le consumía un lado del cuerpo y por el que tenía enfrente procedente del cayado de Pallando, Alatar no dudó en aprovechar aquella oportunidad. La rapidez de un pensamiento prendió entonces su brazo ya casi invisible bajo las llamas y, con contundencia y brío, desprendió a Celebrinaglar del bastón y ejecutó con ella un sablazo portentoso.
La hoja dejó una estela de luz azulada y un olor acre de ozono al cortar el aire a tanta velocidad que, literalmente, lo “quemó”. Pallando la esquivó, alertado por el chispoterreo del filo al moverse, pero pudo sentir como la punta de la que había sido su propia arma dejaba una limpia “herida” en la pulida superficie de su coraza de “mithril”. Y pocas eran las cosas que pudieran dañar al tan preciado metal.
Tan ocupado en frenar el ataque de su enemigo y dada la situación, Pallando tuvo que apartarse de éste precipitadamente al no haber previsto ese envite; pero siguió manteniéndose atento y amenazador, con el brillo del fuego que pastaba por su cayado reflejándose con placidez en los contornos de su armadura. De forma similar, en el otro bando, el porte desafiador y el fulgor de Celebrinaglar seguían iluminando, al igual que una antorcha, la penumbra que se había instalado en Osgiliath en pleno día, desde las más profundas alcantarillas hasta el más alto cielo.
- Así que he acertado, ¿eh? Piensas convertirte en un héroe ¡acaso un mártir! Emular al “gran” Gandalf y así ganarte la aprobación de los Valar, con la esperanza de que hagan la vista gorda ante todo lo que Radagast y tú habéis hecho durante todos estos años. ¿Me equivoco? – continuó provocativamente Alatar, con un tono de voz apacible a pesar de la fatalidad con la cual el destino los iba zarandeando en aquel combate perdido en un desierto de sombras.
Pallando, que hasta ese momento no había comenzado a notar el aguijón del agotamiento, sintió de golpe un reflujo en sus entrañas de cólera e incredulidad ante aquellas palabras que, a su vez, le impidió articular las suyas propias. El fuego en su bastón, habiendo permanecido durante todo el rato mudo en la ejecución de un baile de llamas gráciles, crepitó con súbita fuerza, iluminando las sombras que producían las arrugas y las cicatrices en el semblante del anciano. Años y años soportando un peregrinaje largo y tedioso por esas tierras, buscando la redención para él y la salvación para ellas, pensando que su sufrimiento procedía de una vieja rencilla, de una rabieta tan personal y cerrada como una pelea de patio de recreo entre dos niños, entre ellos dos, mago azul contra mago azul, para oír luego aquellas acusaciones.
Pero Pallando descubrió, para su sorpresa, que en verdad prefería pensar que su creencia de que Alatar había hecho todo lo que había hecho a modo de venganza por lo sucedido en Barad-dûr hacía siglos y siglos atrás era la acertada, pues necesitaba que su lucha contra él, contra un amigo, tuviera un sentido, una causa, un origen… sin ese razonamiento, sus motivos para combatir quedaban desnudos y solitarios como un páramo y, lo que era peor, proyectaban la sombra de la certeza de las sentencias de Alatar.
Embarullado por esas evidencias, Pallando cayó por segunda vez en la trampa del más astuto Alatar en su intento de desquiciarlo; pero en aquella ocasión, el Sacerdote no había calibrado bien las fuerzas que los separaban y Pallando, como un torrente, se precipitó con su cayado ardiente contra él con prodigioso vigor, sorprendiéndole.
El mago corrompido, con dificultades, sacó tiempo entonces para levantar una espada reluciente, como un Sol encerrado en su hoja, con un brazo que no era más que el recuerdo de lo que había sido, débil e invisible bajo el fuego blanco. El fantasma de su aniquilación total pasó otra vez por su cabeza, pero una vez hubo frenado en el último momento la ruda caricia del bastón de Pallando, se permitió el capricho de albergar aún esperanzas de supervivencia. Como se solía decir, aguantaría hasta que el cuerpo aguantase… o, en su caso, hasta que su espíritu lo quisiera. Y, al Sacerdote, no le cabía la menor duda de que éste se mantenía seguro en el Norte, rodeado de la dura roca de las montañas y del verdor de misteriosos bosques; bien lejos de Tullken, quien, con total seguridad y a pesar de su resurrección, sólo hallaría una segunda muerte si lograba alcanzar el…



… habitáculo del alma de alguien al alcance de la mano. Aquél seguía siendo un concepto demasiado abstracto para Tullken aún cuando, con la sencillez de un gesto mecánico por lo familiar que resultaba, agarró con su propia mano derecha el huevo blanco y quizás demasiado grande en realidad para corresponder al de una gallina, donde residía el poder, la fuerza, todo “lo que fue, era y sería”, de un “maia”.
Por unos instantes se distrajo sosteniéndolo entre sus dedos, acariciando su textura ligeramente rugosa y asombrándose a su vez por el hecho de que no pesara casi nada. Tal parecía que sólo sostuviera el cascarón vacío de un pollo que nunca nació, porque nunca había existido. Un huevo no sólo vacío de alma, sino también de yema; un precioso receptáculo para albergar el ligero aire.
Y, casi sin darse cuenta, volvieron a surgirle en la mente preguntas de regusto metafísico que giraban en torno al peso que podría tener un alma. ¿Acaso la medida de un espíritu procedía de las virtudes y los pecados que su dueño hubiese ido acumulando a lo largo de la vida? En tal caso, Alatar debía de ser un santo en vista de aquella ligereza no lastrada por la pesadez con el sabor a plomo que Tullken, sin saber cómo, adjudicaba a las faltas y males producidos a lo largo de la existencia de uno. Pero, se ignorase de manera categórica esos interrogantes o no, acababa apareciendo el más importante de todos. ¿Cómo se destruía un alma?
La otra mitad de su ser que permanecía como detrás de un parapeto dentro de él, espiando el mundo exterior y a él mismo a un tiempo, fue en todo caso la que, lejos de disquisiciones tan profundas, actuó y puso en movimiento los dedos de la mano, dispuesta a contestar a aquella última pregunta.
Tullken se abstuvo de oponerse a esa parte de sí mismo tan difusa para él, pero a la que otros ya habían puesto nombre y que el chico percibía más vieja y sabia, haciéndole sentir por momentos que él también era conocedor de las respuestas a los enigmas que se estaba planteando; pues alguna vez, en alguna otra época muy lejana, las había buscado también y las había encontrado. Fue esa parte secreta que parecía contener todas las contestaciones a los misterios del mundo la que le hizo complacerse cuando las paredes del huevo comenzaron a ceder con facilidad bajo la presión de su mano, empezando con un suave “¡creck!” que se perdió en el halo de dolor que desesperadamente seguía emitiendo el huevo en sus últimos momentos.
Tullken lo resistió, ya que él iba recubierto con el halo del triunfo, y nadie…



… le impediría la tan ansiada victoria final, pensó Pallando, llevado por un afán desconocido antes en él y del que parecían alimentarse las nerviosas llamas de su bastón, súbitamente embriagadas del poder de su dueño y sólo ahogadas allí donde los guanteletes de la armadura se cerraban en torno suyo para agarrar su soporte, haciendo resplandecer el metal con tonos diamantinos.
Pallando volvió a sorprenderse a sí mismo al encontrarse reflexionando sobre lo que había tardado en darse cuenta de que su adversario era ya solamente un despojo, quizás desde hacía más tiempo de lo que él suponía. Asimismo, la aparición del espectro de Tullken estaba claro que señalizaba, como los heraldos de épocas pasadas, el declive final de la Sombra Azul, el fin de una amenaza largamente prolongada y que había de sofocarse fuera como fuera. Sí, en cierta manera podía decirse que Pallando, teniendo a su antiguo compañero ahí, delante suyo, casi arrodillado, con un brazo inútil y el resto del cuerpo – inmortal, sí, pero de difícil mantenimiento- a punto de desintegrarse, era el vencedor, el ganador, el elegido de los Valar para la gloria, eterna e imperecedera.
Y, aún así,… aún así…
Algo en la expresión de Alatar le encomiaba a resguardarse de aquel entusiasmo. De hecho, era más bien la inexpresividad de ese semblante lo que le inquietaba y le hacía titubear a la hora de asestar el golpe definitivo. Era como si aquellos ojos, que antaño fueron azules y que ahora eran tan negros como la soledad nocturna, le estuvieran interrogando, estudiando todavía su alma para encontrar las faltas que le dieran una excusa para arrastrarlo con él hacia su caída al Abismo; caída que, más tarde o más temprano, se alzara de nuevo Morgoth como rey del mundo o no, ambos sabían que acabaría por ocurrir.
Fue ése convencimiento de la propia vulnerabilidad, aquella fortaleza en asumir el fracaso que translucía el cada vez más deteriorado rostro de mármol de Alatar lo que hizo tambalearse a Pallando, poniendo de relieve el mayor abismo que los separaba, lejos del hecho de haber escogido el bando de la Luz (la Ley) o el de las Tinieblas: Alatar había aceptado mucho antes que él la idea de morir, de desaparecer sin dejar rastro; todas sus esperanzas las había dejado atrás, en Barad-dûr, enterradas en sus pozos. Pallando, en cambio, aún seguía teniendo miedo de la anulación total (una idea aberrante y antinatural aún dentro de su más íntimo fuero). Tan humano se había vuelto que sentía miedo de recorrer solo y perdido los Caminos que Ilúvatar entretejió en el reverso de la creación, repudiado y sin el consuelo y compañía del latir de su corazón.
Y fue esa sutil diferencia, aquel escalón entre dos mentalidades -más que entre dos moralidades-, lo que, a la postre, favoreció el repentino cambio de tornas. El vencedor se transmutó en víctima de su éxito y el defenestrado dio un último aguijonazo que lo catapultó al triunfo, en un círculo cerrado como en todas las cosas que definen la existencia.
Así fue como Alatar, sin desviar su mirada de Pallando y del peligro de su cayado envuelto en llamas y habiendo superada ésta la barrera de la tristeza o la amargura, lanzó, en lo que parecía un acto contraproducente, una de sus armas, Celebrinaglar. La espada cayó a un par de metros lejos de los dos magos con un ruido metálico y solitario, casi anónimo. Su luz se apagó casi al instante, dejando al descubierto los estragos producidos por el calor al haber mantenido tanto tiempo contacto con el “maia” corrompido: su hoja se ondulaba en extrañas formas y su superficie, antes plateada, ahora era del color negro del carbón, exudando toda ella una nube de ligero y transparente humo. De la gloriosa espada forjada por los antiguos herreros elfos no quedaba más que un trozo de hierrucho inservible incluso para volver a fundirlo. Como habría dicho Alatar, si hubiese podido, “está claro que la fama de invulnerables de las armas élficas son mera publicidad. ¡No hay que fiarse nunca de las leyendas, niños!”.
Tras deshacerse del arma, el fuego en el brazo izquierdo del Sacerdote disminuyó de intensidad, dejando a la vista sus restos carbonizados que hacían asemejarlo a la pata de algún siniestro insecto. A Alatar, no obstante, le bastaba y sobraba y, sin más demora, volvió a erguirse con toda su altura, enarbolando con las dos manos su bastón de plata. Su frío resplandor metálico quizás no era tan espectacular como el fuego fatuo que recubría el de Pallando, pero fue suficiente para apartar a éste último.
Cogido por sorpresa, y demasiado tarde para arrepentirse del error de haber subestimado a su rival, el viejo “istar” no pudo hacer nada ante el nuevo ataque que le lanzó Alatar con sutileza y elegancia, demostrando que la mejor forma de vencer es dejar que el contrincante ladre tanto como quiera para después dejar escapar uno su mordedura inesperada, aunque ésta se diera incluso con algo parecido a la dulzura. Con aquellos preceptos bien claros en una mente que seguía funcionando con un brío espeluznante más allá del declive del cuerpo donde se guardaba, Alatar, con un mutismo estremecedor, paralizadas y agrietadas la mitad de las facciones de su cara, dejó caer su bastón sobre el de Pallando, partiéndolo con una facilidad tan demoledora que el suave crujido que indicó la separación en dos fragmentos del trozo de madera sonó flojo, como amortiguado.
Al instante, todas las llamas que ahí ardían, emanaciones visibles del poder que contenía, se apagaron al escaparse esa fuerza, así como se extinguieron los recuerdos, el sustento vital, que guardaba Pallando de él. En sólo un segundo, los bosques ancestrales y neblinosos que vieron nacer a aquel cayado se resquebrajaron de forma similar a su gastada madera. “La madera acaba pudriéndose” había dicho Alatar y, como un eco, sus palabras resonaron en silencio, y con más sentido que nunca, entre ellos dos.
Estupefacto, Pallando se sintió desamparado, indefenso, como si estuviera desnudo en medio del mundo. Se había transformado de golpe en un simple anciano que sostenía anonadado solo dos trozos de madera y ahora, otra vez notando el áspero suelo bajo los pies, supo de nuevo qué era la humildad. El cielo turbulento y el viento que los golpeaba inclemente a los dos sin parar volvieron también a ser para él repentinamente reales, tomando un nuevo relieve; así como la figura de Alatar, más alta, más serena y majestuosa que la suya propia.
Por unos instantes, Pallando había creído que había vencido y rozado los labios del paraíso, pero en aquellos momentos veía claro quien había ganado la partida. Paseó entonces la mirada dubitativamente por el lugar, como si esperara una ayuda de última hora; pero al encontrarse solamente con la severa mirada de Alatar fija en él y que, desde su juventud y altura mancillados por el fuego, lo observaba no sin cierta indiferencia, el vencido “istar”, en un desesperado intento de recuperar la dignidad perdida, se deshizo de los inservibles restos de su bastón, se aclaró la garganta y se alzó en toda su altura, ayudado por la armadura, para esperar el toque final de Alatar.
El viento continuó aullando quizás con más violencia que antes, las nubes siguieron retorciéndose en el cielo en negras y brumosas olas y las vibraciones que sacudían la “Torre” volvieron para ser más frecuentes y fuertes, tal y como atestiguaban los escalofríos que parecían zarandear a las, por otra parte, regías antenas de radio que les acompañaban en su exilio del resto del mundo. Empero, ambos permanecieron en silencio, impertérritos y observándose sin ni siquiera pestañear por espacio de un par de minutos.
Alatar había recuperado su sonrisa, la cual, más que nunca, desentonaba en su rostro medio destrozado, aunque el resto de su cuerpo ofrecía una imagen no menos estrafalaria, con medio lado izquierdo carbonizado. Al Sacerdote, de todas formas, poco le importaba ahora que su caro vestido al fin hubiese sucumbido. Cosas más importantes le rondaban por su cabeza, clamando por salir de ella, logrando al final escapar por su boca:
- Contéstame, Rómestámo… ¿Por qué sí Uin peina sus barbas en Ulmonan, Manwë pasará la noche al raso, lejos de las caricias de su augusta esposa Varda?
Por unos segundos, y por su expresión, dio la sensación de que Pallando no hubiese oído la pregunta, engullida ésta por el viento; pero el mago sí que la había escuchado y por eso se mantenía anquilosado por la sorpresa. El viejo hubiera esperado el golpe final que hubiese acabado con su vida, pero lo que Alatar le había preguntado era una vieja broma, un chiste de dudoso gusto, que solía contarse entré los “maiar”, allí en Valinor. Más que la pregunta en sí o el motivo por el que, precisamente ahora, Alatar se sacaba de la manga aquel chistecillo, lo que le asombró fue que su antiguo camarada se hubiera acordado de algo tan lejano en el tiempo. ¿Acaso se había dejado invadir por la “locura de la memoria”, permitiendo que su mente se ahogara en un pozo de recuerdos inconexos? La sonrisa taciturna en su rostro, así como sus ojos oscurecidos por el fuego, así se lo decían, pero…
- Porqué al peinarse las barbas sacude los cimientos de la tierra y del lecho de la augusta pareja como Manwë nunca lo haría en sus visitas nocturnas a la Dama de las Estrellas.
Pallando no supo la razón por la que había contestado a aquella bufonada tan venenosa que había circulado en su juventud por las vastas Tierras Imperecederas mejor que todas las injurias que Melkor hubiera podido lanzar contra los Señores del Oeste.
Alatar rió de forma mecánica, con la misma poca fuerza con la que Pallando había respondido, lo que llevó al anciano a pensar que lo hacía solamente para despistarlo más.
- Si puedes acordarte de eso, recordaras también los prados luminosos, los pasajes misteriosos, los esplendorosos palacios, el canto (¡el siempre omnipresente canto!) de las voces en el crepúsculo y los caminos solitarios bajo el amparo de bosques casi tan viejos como nosotros… Recordaras todo esto, oh Rómestámo, como recordarás nuestra juventud… Y si no he errado en mis suposiciones y no lo desmientes, sólo te pido un favor: recuerda también nuestra amistad.
Las corrientes de aire parecieron detenerse por unos instantes en aquel entonces, así como el ruido frenó para dar paso a la tranquilidad y permitir, al parecer, que las palabras de Alatar se perdieran en la grandiosidad del cielo. Y fue de aquel modo que, aprovechando esa pausa, aquel vacío, el Sacerdote levantó su bastón con las dos manos y, con la misma parsimonia de un gesto estudiado y largamente predeterminado, clavó su cayado en el pecho de Pallando.
El viejo “istar” cayó de rodillas al suelo con tanta fuerza que su plateado sombrero de viaje de ala ancha también se precipitó allí con estrépito, centelleando por unos momentos la ramita de laurel que los antiguos artesanos tan amorosamente habían moldeado a un lado del ala del sombrero. El peto de la armadura, no obstante, no tuvo tanta suerte. El bastón metálico se había incrustado en él, a la altura del corazón, y la coraza, a tan poca distancia, a duras penas pudo frenar el impacto. Unas grietas no se demoraron entonces en extenderse desde el punto en donde había penetrado el cayado hacia el resto de su superficie, como una negra telaraña marcada sobre un espejo.
Pero Pallando no se percató casi de ello. El anciano sólo tenía ojos para contemplar al otro mago, quien, con porte impávido, seguía sosteniendo su bastón con una mano de color negro carbón y la otra del blanco de la cera.
- He perdido, Pallando… Mis siervos han caído, el Árbol ha sido cortado antes de tiempo y noto en el aire el aroma del fin… pero tampoco tú has ganado y yo sólo he perdido una batalla, no la guerra… Aún así, recuerda nuestra amistad cuando vayas por los senderos de Mandos, de vuelta a casa… En el fondo te envidio, Pallando. A mi me esperan más años de tormento… Me he ligado tanto a esta tierra que, aunque yo desaparezca, otros seguirán mi tarea. ¡Oh, sí, Pallando! Siento haber sido tan cruel por acusaros a Radagast y a ti de romper las reglas, pero he de confesarte que yo también he pecado. Me aseguré un salvoconducto y rompí la prohibición que nos oprime a nosotros, los “maiar”, en nuestros cuerpos mortales. Podría decirse que he roto la última frontera, ¡me he permitido el placer de crear vida! Sí, justo en estos momentos, existe una mujer con mi simiente (¡maldita, pero viva!) en su vientre – dijo Alatar con una serenidad dulce y arrolladora, como si se dirigiera a un niño. Sus ojos transmitían tanta paz y su sonrisa era tan encantadora que sus facciones acababan resultando aterradoras.
Pero Pallando ya no podía discernir si aquello era locura o no, porqué, primero la sorpresa y luego el dolor que se extendió por su pecho, lo mantuvieron paralizado, inmóvil ante unos hechos que ya no comprendía, aunque bien pudo admirar y comprobar, gracias a esa sonrisa, cuan profunda había sido la corrupción de Melkor, a través de Sauron, de su antiguo amigo. El viejo hombre sabio se había quedado como el muñeco al que se le ha acabado la cuerda, inservible e inútil, y, como todas las criaturas con el hálito de la vida, acabó atrapándole el desconcierto atroz de verse elegido por la muerte, en una agonía cuyo…


… fin no conocía, pero que a Tullken poco importaba, el alma de Alatar pareció retorcerse rabiosamente como un animal capturado en una trampa al sentir el tacto de la mano del joven al cerrarse sobre su jaula semiesférica, tal y como lo sintió el propio Tullken.
Pero, inclemente, el dúnadan apretó más. No sabía como hacerlo, pero indudablemente sí era consciente de que podía destruir el espíritu, pues empezaba a intuir vagamente que el fuego encerrado en el huevo sólo se apagaría a su vez con el fuego que ardía en su interior, la Llama Imperecedera, luz y fuente de todo lo creado.
Colmado de ese convencimiento, por esa fe ciega, al fin Tullken rompió del todo la cáscara del huevo, convencido, como lo estaba el Otro, de que conseguiría pulverizar aquel espíritu exprimiéndolo solamente en su puño. El dolor que irradiaba el huevo no se demoró entonces a la hora de escaparse y extenderse por todo su alrededor como una nube de furiosas abejas que picaran a diestro y siniestro. Pero donde más sentía escozor Tullken era en la mano. Los fragmentos rotos de la cáscara se le habían clavado en la carne como trozos de cristal y el chico podía percatarse de cómo el alma, que aún revoloteaba por entre los restos del huevo, pugnaba por escaparse de su confinamiento antes de que su mano se cerrara del todo sobre ella, quemándola con una rabia tal que a Tullken le pareció que estuviera agarrando una bola de afilados y ardientes alfileres.
Con el sudor bañándole el rostro, la mirada fija y los dientes apretados en una mueca de esfuerzo y sufrimiento, Tullken vio entonces escaparse de entre los fragmentos del huevo que sujetaba los haces de luz de lo que parecía ser una estrella diminuta, un Sol al alcance de la palma de su mano. Cegado por ese resplandor, que con tanta decisión estaba dispuesto a ahogar con su mano como si aplastara una luciérnaga, al dúnadan también le pareció oír el ulular de un lamento prolongado que iba en aumento a medida que él iba cerrando más y más sus dedos en un puño cruel.
Del mismo modo que el fulgor no le dejaba ver, aquel aullido que parecía intentar ahuyentar a la muerte con su agónico estertor le impidió escuchar cualquier otro sonido y así fue como las sombras que lo rodeaban aprovecharon para cernirse sobre él.
Con la misma delicadez que una flor al abrirse y con el silencio de un párpado al cerrarse, los huesudos y raquíticos dedos del anciano ent se cerraron en torno a Tullken, agarrándolo con fuerza. El nido de oro y plata cayó de las palmas al suelo al moverse éstas y Tullken pensó que correría la misma suerte hasta que comprobó que se había precipitado en el cepo de la trampa con la inocencia de la presa inconsciente. Ahora, de igual manera que él seguía aferrando el alma de Alatar en su mano derecha con fuerza y determinación, las del viejo ent lo tenían agarrado a él, manteniéndolo suspendido a cinco metros del suelo.
Mientras sentía la sangre bajar hacia sus colgantes piernas, cuyos pies rozaban el vacío, el aturdimiento no dejó a Tullken (y, con él, al fantasma que habitaba en su interior) enfurecerse por no haber previsto esa última artimaña y por verse frenado a tan pocos pasos de la victoria. Tan sólo podía contemplar atónito el rostro del ent que tenía enfrente, también torcido en una mueca de pasmo; pero era ése un asombro teñido por la amargura y con un oscuro telón de fondo de resentimiento que helaba la sangre.
Siguiendo el dictamen de las runas mágicas que tachonaban, como heridas siempre abiertas, todo su cuerpo, los dedos largos, numerosos, del “Pastor de Árboles” se entrecruzaron y cerraron aún más en torno al enclenque cuerpo de Tullken. En un desesperado último segundo, el chico engulló una bocanada de aire antes de que la presión de aquella trampa le hubiese impedido proveerse más del gaseoso elemento.
Súbitamente despertado del trance en el que había caído en su obsesión por acabar con el alma, Tullken era más consciente que nunca de todo lo que le rodeaba. Podía incluso oír el ruido de la madera al crujir de aquellos dedos que, lenta pero inexorablemente, iban cerrándose a su alrededor, del mismo modo que percibía los rayos del Sol que caían sobre él, deslumbrándole e impidiéndole fijar la vista en el cielo, o notaba el peso de la mirada muerta y cruel del ent. Pero, por encima de eso, era plenamente consciente del nuevo dolor, sordo y persistente, que palpitaba por todo su cuerpo, más allá del que emanaba del espíritu de Alatar y que se hacía sádicamente persistente en cada milímetro de su torso desaparecido bajo la presión de las manos del gigante de los bosques.
Incapaz ya de razonar por mucho más tiempo, Tullken acabó concentrándose en aquel otro dolor, más profundo y punzante, que continuaba sintiendo en la mano casi como si fuera ya una parte de él y del que no tenía intención de deshacerse, no fuera el caso de que el alma quisiera escaquearse también de su propia tortura.
Así, el único pensamiento claro en la cabeza de Tullken, mientras sus piernas y cabeza se contorsionaban debido al sufrimiento, fue el de seguir apretando la mano en torno a ese fuego aullador y abrasador al mismo ritmo al que el ent apretaba su cuerpo, con la esperanza puesta en eliminarlo.
Y de ese modo, al fin, Tullken, sin poder gritar a causa de que ya no podía mover el pecho, con los ojos cerrados y llorosos y la boca abierta en una máscara de dolor muda, acabó por cerrar la mano en un rotundo puño.
El consecuente dolor que se desencadenó ahí fue atroz y, por espacio de algunos segundos, le pareció entrever nuevamente el frío y oscuro reino de la eternidad, al que, con toda seguridad, no tardaría en ser arrojado también de nuevo. Pero el silencio que siguió le convenció de que, por lo menos, lo había conseguido… los había salvado a todos. No a él mismo, pero sí a la Tierra Media y a todos sus habitantes, aunque en su cabeza sólo reverberó por aquel entonces el recuerdo de los que había dejado en Osgiliath.
Exhausto, el joven sintió un extraño y fugaz alivio, como si, a pesar de todo, se hubiese liberado y corriese sin más ataduras que sus propios deseos. Conocía, sin embargo, lo que, a pesar del triunfo, vendría ahora debido a que ya antes había degustado el aroma de la muerte. Ese calvario previo era solamente la antesala que llevaba al borde del pozo en el cielo por el que ya había caído antes. Tan sólo habían cambiado sus mensajeros y en aquella ocasión no eran simplemente un hobbit y una piedra, sino esos huesudos dedos con falanges espinosas como rosales.
Éstos, entrecruzándose para rodear su cuerpo con el sigilo de las serpientes, le arañaban su piel a medida que seguían con su cometido de chafarlo, redoblando sus esfuerzos en un intento para compensar el desaparecido resquemor de su mano e introduciéndose cada vez más en la…


… coraza, la cual empezó a agrietarse más, amenazando en romperse en mil pedazos. A Alatar aquello parecía no afectarle lo más mínimo, como si se encontrara aislado en una celda sumergida en lo más profundo del mar, y continuaba retorciendo su bastón en ella para que atravesara de una vez por todas la capa protectora de la armadura y así su bastón llegara, al fin, al corazón escondido en el interior, como una presa asustada en su cubil, de su antiguo amigo, Pallando Menelluin, y él fuera un cazador que la persiguiera sistemáticamente hasta las últimas consecuencias.
Respondiendo como un organismo vivo a una agresión, la armadura parpadeó por unos instantes con una luz tenue y mortecina e, incluso, la estrella grabada en la protección del hombro derecho centelló agónicamente con un ligero resplandor rojo. Pero ya no había nada más que ella pudiera hacer; su viejo portador, el propio Pallando, de rodillas, con los brazos estirados pero inmóviles, se sentía ya vencido y condenado, y poco puede hacer el protector si el protegido sólo espera la perdición eterna.
Ni la revelación, junto a lo que implicaba, hecha por Alatar parecía importarle al derrotado “istar” y solamente mantenía clavada la vista en el Sacerdote, como éste la tenía en él, o incluso más allá, hacia el cielo, en las nubes y la tormenta que se encontraba a punto de estallar sobre toda la ciudad.
Como un preludio y heraldo de ésta, el viento comenzó a aullar entonces con más fuerza si cabe, amenazando con llevárselos a los dos hacia aquel techo de nubes furiosas y en el cual se percibían ya los destellos, las chispas, de los rayos cayendo en la tierra o, simplemente, rasgando la turbulenta efigie de la tempestad.
La sensación de paz encontrada, de sosiego finalmente alcanzado, invadió a Pallando al mismo tiempo que sentía el frío metal del bastón de Alatar acariciándole la carne que muy pronto perforaría sin misericordia. Embriagado por un mareo nacido por aquel sentimiento, más que no sentir ya su cuerpo mortal, no quería sentirlo. Habría fracasado, pero la muerte era un precio justo para liberarse de esa farragosa indumentaria de huesos viejos, músculos cansados y sangre espesada. Ahora, al fin sabía que la calma y la tímida felicidad que transmitían el rostro de Alatar significaban que él lo había comprendido ya, incluso pudiera ser que mucho antes que él.
Otra vez fijadas mutuamente las miradas de idéntico color azul, Alatar y Pallando, Morinehtar y Rómestámo, los “Ithryn luin”, volvieron a ser uno solo, una sola voz, un solo pensamiento, como en las Tierras Imperecederas, cuando recorrían océanos de hierba siempre verde y ondulante cuyas “olas” rompían en no menos herbosas orillas custodiadas por bosques de altos árboles que oteaban como vigías la inmensidad del paisaje. “¿Recuerdas, Rómestámo?”- oyó Pallando que le decía dentro de su mente Alatar ahora que tornaban a ser como un único e indivisible ser, una sola sustancia – “¿Recuerdas lo inocentes que éramos? Alto fue el precio que pagamos por nuestra arrogancia al adentrarnos en la Tierra Media, pero si pudiera ir atrás en el tiempo juro por Eru que volvería a cometer todos y cada uno de los errores que cometimos sólo para poder disfrutar también de las alegrías y las sorpresas que nos deparó el viaje. Llegamos al Fin del Mundo antes que nadie y a él regresamos; por eso te digo, Rómestámo, que cuando vuelvas a nuestra tierra natal recuerdes, junto a todos esos buenos momentos que justificaron soportar los malos, que alguna vez fuimos amigos, pues de este modo yo también me habré salvado de todo mal y no podrán decir que sólo regresa uno de los “Ithryn luin”, sino que ambos han vuelto”.
Inconcientemente y en silencio, Pallando asintió con la cabeza y la sonrisa en el destrozado rostro de Alatar se ensanchó con el candor de la de los infantes. Aquel asentimiento indicaba que Pallando estaba listo para partir y para someterse a ese sacrificio que lo alejaría de aquellos paisajes malditos, poblados por negras leyendas, hambre y podredumbre, monstruos crueles y no menos crueles hombres. Pallando quiso alarmarse ante esa desidia que lo había invadido en un último intento de desembrollar su cabeza, pero no lo consiguió. Comprendió que aquel era otro “efecto secundario” de las Tierras Mortales, donde el Tiempo siempre rodaba hacia delante, sin freno: Él ya no era el mismo que el de antes. Había cambiado y ahora veía que quizás morir, retornar al seno natal, no era tan mala idea.
Ese mundo era frío, oscuro y recubierto de más cemento sin vida cada día que pasaba. Era un mundo en el que él ya no encajaba. En cambio, la tierra de donde él procedía, en su quietud, en su empantanado sosiego, era más que el Paraíso que una enfebrecida mente mortal pudiera imaginar.
Hasta ese momento, Pallando nunca se había parado a pensar seriamente en los deseos que había tenido siempre de regresar y que había intentado sepultar con la estricta vida que había llevado en su persecución del cumplimiento de una misión en la que, tal y como le había dicho Alatar, ambos habían fracasado.
Y con aquella retornada sincronía de voluntades, supo Alatar que al fin Pallando había alcanzado de verdad, y sin marcha atrás, ese momento de clarividencia, de libertad sin parangón, en el que se acepta la muerte con total entereza, mirándola a la cara y desaparecido todo rastro de miedo. Así, el Sacerdote aferró con más decisión su cayado, concentró sus fuerzas en él y lo apretó con renovado ímpetu para que aquel fuera el empujón definitivo con el que empalaría el corazón de Pallando.
Pero, entonces, justo cuando los dedos de su mano se cerraban en torno la cilíndrica forma del bastón, el mago se detuvo de golpe, paralizado por una fuerza invisible que le obligó a contraer el rostro en una expresión de sorpresa. El ex-consejero de la República, con los ojos bien abiertos, abrió y cerró la boca en aquel momento varias veces, como si intentara decir alguna cosa, pero nada salió de ahí ni entró: Alatar intentaba respirar, pero el aire parecía negarse a entrar en su cuerpo y su pecho ya no se movía, como si sus pulmones hubieran decidido a su vez dejar de funcionar.
Desconcertado en verdad, Alatar hizo amago de soltar el bastón para retirarse lejos y abatido por aquel extraño mal que se había cernido sobre él; pero le bastó un segundo para comprender qué había ocurrido.
Iluminado por aquella revelación, el Sacerdote volvió a apoyarse otra vez en el bastón con más fuerza y, contra toda lógica, prorrumpió en un ataque de carcajadas.
- ¡Lo ha conseguido! ¡El maldito bastardo ha llegado y lo ha conseguido! – exclamó en medio de esa espiral de risas, clavando los ojos inundados de una feroz alegría en el negro cielo, el cual le respondió con un coro de truenos.
Sumido en la más absoluta confusión, Pallando iba a preguntarse qué era lo que sucedía cuando a él también le alcanzó la luz del entendimiento. Horrorizado y asombrado a un tiempo, sintió como el vínculo que lo unía a Alatar desaparecía bruscamente por la sencilla razón de que ya no había más Alatar con el que entablar un vínculo. Más que nunca, lo que Pallando tenía enfrente era un cadáver andante, una marioneta que se movía con las últimas fuerzas que le restaban ahora que el alma de su dueño había desaparecido de súbito, como engullida por la nada.
Todo a su alrededor volvió entonces a pararse otra vez, incluida la propia “Torre de Cristal”, que durante todo aquel rato no había dejado de oscilar al compás del viento. En medio del silencio opaco que se instaló, Pallando pudo oír sus fuertes jadeos debido al cansancio y a la zozobra, en contraste con el inexpresivo mutismo que había acabado por prender a Alatar, el cual, sin embargo, siguió parpadeando y sonriendo durante un par de segundos más, como si fuera un aparato que alguien hubiese olvidado de apagar al salir de una habitación.
Zarandeado por la incertidumbre de lo que iba a pasar a partir de aquellos acontecimientos, Pallando notó entonces sobre sus cabezas una presencia abrumadoramente poderosa. Levantando con esfuerzos los ojos, contempló el portentoso ojo de la tormenta que giraba en una gran espiral justo encima de ellos, arrastrando con él bancos de nubes tan compactos y extensos como montañas.
El Ojo de Eru, recordó entonces Pallando que lo habían llamado y un terror reverente lo paralizó aún más si cabe. Tal y como había dicho Alatar, parecía que “no se habían olvidado de ellos” a fin de cuentas, pero Pallando continuaba ignorando qué era lo que podría suceder a partir de esos instantes. Como respuesta, las nubes dieron en aquel momento una última revolución y, desde el mismo corazón de la tormenta, escupieron un rayo solitario, vertical, brillante como un destello del Sol y silencioso sobre la azotea misma de la “Torre de Cristal”.
La descarga no alcanzó a ninguna de las más altas y sobresalientes puntas de las antenas allí colocadas, sino que fue directa a caer en el extremo elevado, y que apuntaba al cielo, del bastón de metal de Alatar, envolviendo a las dos figuras que permanecían en contacto con él con una bola de fulgor azulado y ardiente.
No, no se habían olvidado de ellos. Eru decidiría ahora su suerte y su destino con el juicio más severo de todos; un juicio que significaría la diferencia entre la salvación eterna o la desaparición en el olvido total.
Un juicio, en resumidas cuentas, a vida o muerte.


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