Osgiliath 2003 de la C.E. (caps. 10-15)

02 de Septiembre de 2007, a las 23:11 - Ricard
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La lluvia seguía cayendo más allá del portal a oscuras del Banco Central de Gondor y, quizás consciente de que nadie de los ahí reunidos le hacía ya el más mínimo caso, se limitó a seguir precipitándose sin prisa pero sin pausa, testigo sordo y ciego de la tensión y la preocupación que se respiraban en aquella pequeña y olvidada parcela del mundo.
Cinco eran los corazones que allí latían, pero solamente tres de los presentes lo hacían con fuerza, al ritmo normal de un corazón vivo y activo. Sus dueños, inmersos en un dialogo de miradas abrumadas, mantenían por el contrario los labios bien sellados, sospechando tal vez que cualquier cosa dicha por entonces no serviría de nada. En el centro de ellos, arrodillado e inclinado sobre las otras dos figuras, se hallaba un ceñudo Pallando, último mago en aquellos momentos, sin lugar a dudas, de toda la Tierra Media – según como pensaba él- y, como tal, el único también que podía decidir si transgredir la voluntad de Eru por enésima vez en ese día al intentar salvar de una muerte lenta a las dos muchachas que tenía enfrente.
En realidad, al igual que a Dwalin y a Abdelkarr, apostados a lado y lado suyo, quien más le preocupaba era Elesarn. Si bien la otra chica, la orco llamada Ardarel por Alatar, seguía inconsciente, sus constantes vitales eran regulares y nada parecía indicar que corriese un peligro inminente. En cambio, la vida de la elfa se desvanecía en la nada como el recuerdo del paso de su pueblo por el ancho mundo, y que tanto conocía y añoraba el propio Pallando; por lo que el anciano sentía que, si la joven moría, el vacío que dejaría tras de sí quizás no fuera conocido por muchos, pero, al igual que él mismo, todos lo sentirían en sus corazones sin saber muy bien el porque cuando se despertaran al día siguiente y contemplaran el nuevo día.
Tragando saliva a duras penas, Dwalin empezó a notar, de hecho, una punzada sorda en su interior, más molesta y agobiante que los residuos de dolor que coleteaban en su hombro.
Sensación que aumentó cuando Pallando, con parsimonia, retiró un poco la gabardina que las cubría para examinarlas mejor. Le penumbra que los envolvía a todos actuó entonces a modo de segunda prenda que las arropase, pero tampoco impidió que los tres vieran como una iba vestida y protegida con el rojo rabioso de la vida mientras la otra continuaba desamparada con la palidez de su desnudez.
De igual manera, más que el contraste entre las dos jóvenes, lo que más les espeluznó fue comprobar como, de las dos, seguía siendo también Elesarn la que más asomaba sus ojos cerrados hacia el insondable reino de lo Absoluto. El marchito cuerpo de la chica se encontraba empapado de sudor y era presa de leves y casi imperceptibles temblores causados por los restos de las raíces de Moralda que todavía culebreaban por su cuerpo, perceptibles como orondas sanguijuelas negras bajo su blanca piel y cuyo centro era el muñón del propio Árbol de las Tinieblas, todavía aferrado al estómago de ella. Sin lugar para equívocos, eran esos polizones salvados de la hecatombe lo que la estaba matando y su sola visión acabó por culminar el estremecimiento y el asco que les flagelaba, hasta el punto de que incluso Dwalin fue sacudido por unas pequeñas arcadas.
Pallando, de igual modo que Abdelkarr y aunque con el ceño fruncido, controló más sus emociones y, observando más detenidamente aquellos restos con una mirada clínica, llegó a una resolución para salvar a la muchacha tan dolorosa como podía serlo el pesar que sentía Dwalin. Así, con un gesto estudiado y sin apartar los ojos de Elesarn, rebuscó entre sus destrozadas ropas y de sus sombras extrajo una daga plateada, cuya hoja cortó la oscuridad con solo su limpia y reluciente superficie.
Abdelkarr y Dwalin se alarmaron al verla y más lo hicieron cuando Pallando acercó su filo hacia la pareja de chicas. No obstante, su frío y cortante tacto fue dirigido, para gran alivio de los dos jóvenes, a la vieja gabardina del mago. Con maestría, éste la partió por la mitad, rasgando la tela sin aparentes dificultades para, seguidamente, envolver con uno de los fragmentos resultantes a Ardarel. Luego, girándose hacia los jóvenes, dejó escapar una solitaria orden:
- Apartadla de aquí.
Despertados de su encantamiento por la visión de la daga y por el sonido a desgarramiento de la gabardina al ser cercenada por ésta, Dwalin y Abdelkarr no se demoraron a la hora de ponerse en movimiento, tan ligeros como se sentían ahora que se habían deshecho de las armaduras e iban solamente vestidos con sus ropas de calle.
Demasiado nerviosos para percatarse de las intenciones del anciano “istar”, transportaron de ese modo a la orco hacia la otra punta del portal, lejos de Elesarn y Pallando y más cerca de las escaleras de la entrada, por donde se colaba un aire refrescado por la lluvia.
Desde aquel lugar se dedicaron a observar a la elfa y al mago, vigilantes, casi sin respirar y después de depositar a Ardarel en el suelo; aunque, sin que él se diera cuenta, Abdelkarr la mantenía todavía con la cabeza y el torso alzados, abrazándola casi amorosamente junto a la tela que la envolvía al haber sido él quien había acarreado mayormente con ella a causa de la lesión de Dwalin.
Notando el peso de las miradas de ellos dos, Pallando intentó aislarse de su entorno, a la par que esperaba que al ponerse de espaldas a los chicos, éstos no vieran lo que se proponía a hacer. Y, mientras con un hechizo del poco poder que le quedaba hacía aparecer un fulgor azulado en torno a su mano para que, al cubrir con ella la hoja de la daga, la esterilizara, el “maia” deseó que la joven elfa no le odiase más de lo que haría si moría por culpa de sus intenciones de abrir su carne para extraer al parásito moribundo que estaba acabando con ella.
Dispuesto pues y controlando su pulso, Pallando apretó la todavía tibia daga sobre la blanca y blanda piel de la muchacha. Ningún grito de dolor, ni tan siquiera una mísera queja, escapó entonces de los labios de Elesarn y el mago no supo dilucidar si ese silencio era o no una buena señal; pero, volviendo a entregarse a una severa disciplina, abrió el primer y largo corte en el abdomen, donde sobresalía más la masa del putrefacto vegetal y una sangre densa y ensuciada por ella no tardó en aflorar con torpeza de ahí. El mago se enjugó la frente sudada antes de proseguir, incapaz de pensar en nada más que en la operación que estaba realizando, sintiéndose como si caminase sobre un filo tan afilado y estrecho como el de su daga y que suponía la frontera entre la vida y la muerte.
Pero el silencio que había reinado hasta aquel entonces fue desapareciendo al ser eclipsado por la respiración de Ardarel, aún durmiente y en brazos de Abdelkarr. El sureño, como Dwalin, de tan concentrado como se encontraba mirando a la figura oscura de Pallando inclinado en su tarea de cirujano, no se percató de cómo aquella respiración se iba tornando más agitada y sonora a cada momento, como si la tensión de la escena hubiera conseguido penetrar también en el sueño de la orco, perturbándolo.
Si para Abdelkarr las exhalaciones y suspiros de Ardarel eran casi inaudibles, para la chica la respiración del sureño que la sostenía pareció hacérsele insoportable de tan audible y, estremeciéndose como si le hubieran clavado un hierro candente, acabó abriendo los ojos que había mantenido tan fuertemente sellados en el buceo del mundo onírico en el que se había visto embarcada.
Dwalin fue el primero en darse cuenta de aquel hecho, despertando casi de forma similar a la orco del ensimismamiento en el que se encontraba observando a Pallando. Pero, invariablemente, sobre quien primero se clavaron los ojos de la recién desvelada joven fueron en el haradrim y, antes de que el enano pudiera advertir a Abdelkarr, Ardarel apretó los dientes en una mueca de rabia y asco para luego, y con una agilidad vertiginosa, despegarse del chico y levantarse de un bote.
Confundida, también se deshizo sin miramientos del improvisado manto que la había arropado cuando se percató de su presencia encima de sus hombros. Los dos muchachos, desplazado el foco de su atención, la contemplaban impresionados, incapaces de articular palabra o de ejecutar movimiento alguno al darse cuenta de lo agitada y asustada que estaba la muchacha. La chica, viéndose reflejada en los ojos de los chicos, también descubrió ese terror que la sacudía y cuyo origen nacía del desconcierto de haberse despertado en aquel sitio.
Pero en lo más profundo de su memoria, Ardarel notó en un instante el fogonazo pálido de un sueño dentro de su sueño en el que yacía junto a un ser gigantesco, oscuro y también inconsciente al que le faltaban los pies y las manos. Aquel ser la había retenido en su propio sueño, como retenía a las miles de voces de criaturas torturadas y deformes que lo cubrían como una nube de moscas en torno a un cadáver arrojado a un solitario y olvidado páramo. El gigante le había susurrado que se quedara con él para siempre, pero Ardarel había conseguido deshacerse y escapar de sus redes y ahora sabía que cada vez que fuera a cerrar los ojos, el miedo de verse atrapada otra vez al lado de ese malévolo personaje, al que no podía poner nombre, la atenazaría.
Aquel huracán de sentimientos y el hecho de encontrarse en ese espacio reducido y de techo bajo, oprimieron aún más los ánimos de la joven, quien sintió la apremiante necesidad de salir corriendo, de escapar de no sabía muy bien el qué ni a donde. El sonido de las gotas de lluvia cayendo en el exterior, junto a la brisa que lo acompañaba, le pusieron en sobre aviso de la vía de escape que justo tenía enfrente y de la cual tan sólo los pasmados Abdelkarr y Dwalin la separaban.
Dejándose llevar por un impulso, se lanzó sobre ellos sin importarle si los arrollaba y tan confundidos como ella al despertarse, los dos jóvenes no tuvieron en verdad tiempo de reacción o de apartarse de su camino. Pero a la hora del choque, Ardarel refrenó su ímpetu y, si bien solamente le dedicó a Dwalin una mirada tocada por una extraña melancolía (de lo que pudo o no haber sido), con Abdelkarr no tuvo contemplaciones al momento de apartarlo con un poderoso zarpazo de su brazo izquierdo. El joven se llevó rápidamente las manos a su mejilla izquierda, ya que, a pesar de que sólo le había rozado y la chica llevaba todavía los guantes, temió lo peor, perdiéndose así la huida final de Ardarel.
- ¡Hostia puta, me cago en…! ¡¿Por qué sólo me ha atacado a mí?! ¡Joder, sabía que me arrepentiría de esto! – gritó casi histérico el haradrim mientras no dejaba de acariciarse la mejilla lastimada y le lanzaba miradas de reproche a Dwalin.
El demacrado enano, con la mano en su hombro vuelto a su lugar y la vista perdida en la cortina de lluvia por la que se había desvanecido la orco, parecía no haberle escuchado; como si, a pesar de haberle perdido ya el rastro, aún estuviera con sus ojos clavados en los de ella en aquella última mirada y que sentía en verdad, al igual que si fuera uno de esos sucesos que sólo tienen lugar una vez en la vida, que no volvería repetirse.
Sea como fuere, si la lluvia se había tragado a Ardarel, los dos muchachos casi no tuvieron más remedio que volver a ser engullidos por la penumbra del portal y por lo que ahí se vivía, olvidándose pronto de la chica al retornar a ese mar de angustia en torno a las dos figuras de Pallando y Elesarn.
Ardarel marchó, pues, sola y desamparada, bajando las escalinatas apresuradamente y preguntándose que habría pasado con Alatar o como le reprendería éste mismo por haberse visto envuelta en aquel embrollo. Por aquel entonces, a causa de la agitación y la lluvia, la joven no había levantado aún la cabeza para percatarse de la ausencia de la silueta de la “Torre de Cristal” en el horizonte, ignorante, por lo tanto, del hecho de que, hacia donde se dirigía – e, inconscientemente, consideraba su “hogar”, a pesar de que había sido una prisión por largos años para ella – no era más que un montón de ruinas como lo era ahora su interior.
El desconcierto, sin embargo, la asaltó mucho antes cuando, con la vista clavada en el suelo y contemplando como se rompían las imágenes distorsionadas de sí misma que le devolvían los charcos al pisarlos, descubrió la presencia de otro náufrago solitario en la vastedad de la desolada avenida que recorría.
Alarmada y tensa, se detuvo, levantó de golpe los ojos y entonces se topó con una figura oscurecida por la penumbra, no más alta que ella, pero esbelta y envuelta con un halo de gravedad intimidador y de mutismo sepulcral y que le resultó desconcertantemente familiar. Ésta pasó a su lado sin perturbar si quiera el ambiente y, si bien entre los dos intercambiaron un fugaz cruce de miradas, el extraño siguió su camino sin inmutarse, dejando a la sorprendida orco con la sensación de haber pasado por el lado de Alatar. Ardarel sabía que aquello era imposible, pues claramente vio que aquel caminante abandonado como ella no era el Sacerdote; pero la chica había presentido sin lugar a dudas la misma aureola de poder que rodeaba al mago azul en torno a él.
Aturdida, la orco reprendió su carrera y desapareció en el anonimato de una de las numerosas y oscuras callejuelas laterales que desembocaban en la amplia avenida, intentando ignorar, a su vez, el repentino recuerdo de hacía tan sólo un día que la asaltó a raíz de ese encuentro, al cruzarse con aquel desconocido; un recuerdo sobre otro encuentro inesperado en uno de los pasillos de la “Torre de Cristal” y en el que aparecía un chico pasmado y de aire tímido.
De todas formas, estaba claro que la muchacha no era el objetivo de aquel extravagante explorador, quien no se desvió ni un ápice en sus planes de dirigirse, sin más distracciones y con decisión, hacia las mismas escaleras por las que había huido escasos segundos antes Ardarel. Con parsimonia las subió y pasó al lado de las armaduras que Dwalin y Abdelkarr habían dejado tiradas ahí arriba, al borde de la entrada del edificio. Pronto llegó hasta donde se encontraban éstos y, sin medir palabra, pasó también por su lado. Los dos chicos, a causa del sigilo con el que se movió y la oscuridad que le era compañera a la hora de camuflarlo en las tinieblas, no lo vieron hasta que hubo pasado de largo de ellos un buen trecho y, aún entonces, les pareció haber presentido el paso de un fantasma.
La estupefacción ante aquella sombra que se había colado tan sibilinamente y que tan tarde habían reconocido – aunque a duras penas, y aquello era lo que les mantenía con las bocas abiertas de asombro -, les impidió ejecutar acción alguna. Pallando, que al igual que Ardarel pudo captar la estela de poder que precedía mucho antes su presencia, no se dejó sorprender tanto por aquella súbita visita. Para el viejo mago había otras revelaciones más perturbadoras que aquella irrupción en su intento de salvar la vida a Elesarn, como fue descubrir la evidencia de que, al intentar llevar a cabo esa empresa, había acabado condenando a la joven: Malgastada ya toda su magia, no podría impedir ahora que la chica se desangrara por culpa de los cortes que había tenido que practicarle para poder extraerle los ponzoñosos restos de Moralda y que en aquellos precisos momentos le rodeaban desperdigados a su alrededor, inertes y sanguinolentos, como riéndose con su quietud de la impotencia del “istar”.
Llegó la sombra entonces a su lado y, con decoro y una actitud rayana casi al servilismo, Pallando se levantó y se apartó de la elfa que, previamente, había dejado recostada en el suelo con toda el cuidado del que había sido capaz, más consciente que nadie de quien (o quienes) tenía delante suyo y de que ya nada más podía hacer para la desventurada chica.
El recién llegado, sin decirle nada tampoco al mago, se arrodilló junto a ésta y, alzándola amorosamente, la abrazó. Al punto, una leve luminiscencia que emanó de él mismo se fue esparciendo a su alrededor, iluminándolo con una luz suave y de contextura algodonosa. Amparado por aquel manto intangible que parecía estar compuesto por miles de luciérnagas o estrellas en miniatura, la sombra dejó de serlo, el extraño recupero su identidad y todas las miradas allí presentes pudieron cerciorarse al fin de que era Tullken en verdad quien estrechaba con delicadeza entre sus brazos, y con los ojos cerrados en un rostro sereno e impertérrito, a la elfa.
La cáscara de luz fría y muda que rodeaba al joven se vertió pronto también en la muchacha, intensificando su esplendor. Todos permanecieron callados y atentos, contemplando a la pareja; ambos manchados de sangre y suciedad, pero extrañamente luminosos no sólo por aquella lumbre que los cubría, sino también por sus blancos y apacibles semblantes, tan semejantes como parecían serlo en esos instantes a pesar de que no pudieran verse de frente.
El silencio creció junto a la estupefacción de los Tres Caminantes a medida que, bajo el contacto de Tullken y su luz, las heridas de Elesarn menguaban y cicatrizaban con el mismo mutismo y tranquilidad. Ninguno de los tres, que tanto habían visto y padecido en aquel día, se atrevió a interrumpir aquel acontecimiento con palabras vacías, conscientes de que eran testigos de un prodigio, acaso un milagro, que ponía quizás también punto y final a la “Era de los Milagros” –fueran éstos funestos, extraños o maravillosos – preconizada por Alatar.
E, indiferente a todo cuanto acontecía en aquel oscuro vestíbulo que parecía balancearse en los confines del mundo de tan aislados como se sentían sus ocupantes, la lluvia siguió cayendo con calma y sosiego en el exterior, por todas y cada una de las calles de Osgiliath.

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