Osgiliath 2003 de la C.E. (caps. 10-15)

02 de Septiembre de 2007, a las 23:11 - Ricard
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12. La peligrosa, larga, tortuosa, interminable y gloriosa ascensión por la “Aguja de Vidrio” (Segunda Parte):

Un aire caliente y pesado parecía haberse levantado en forma de pacientes brisas en el centro de la ciudad de Osgiliath; pero, esta vez, el teniente de policía Beregond lo notaba helado.
La sensación de que el coche donde se hallaba se hubiera convertido en una nevera se había generalizado también en las mentes de los demás ocupantes, a pesar de que el sudor perlaba sus frentes.
Nervioso, Beregond se rascó su cabeza, acariciándose su incipiente calvicie. “Demasiados nervios, demasiada tensión durante casi veinte años de servicio, pero ahora no me falles, viejo, piensa en algo; piensa en la forma de salir vivos de aquí” no dejaba de repetirse el teniente. Pero su cerebro se veía saturado por la visión de los lobos en el exterior. Invariablemente, y a pesar de las vueltas que le diera, estaba claro que aquellos no eran huargos normales. No podían serlo cuando su tamaño igualaba al de un furgón.
La imagen distorsionada por el cristal quebrado de la luna delantera del que parecía ser el jefe aumentó al mismo ritmo al que éste iba avanzando, agudizando aún más las impresiones que se había hecho el policía.
- ... El “Circular Park”...
- ¿Cómo dice, señor?
- El “Circular Park”. Es nuestra última salida. Intenta entrar en él, Beren. Es un jodido laberinto de árboles y caminos que no creo que...
- Pero uno de ellos bloquea la entrada, señor.
- Por no hablar de que es un círculo. ¡Estaríamos haciendo vueltas sin fin!
- Prueba tú técnica, Beren, ¡esquívalo en el último momento! Y tú, chaval, mientras no nos digas tú nombre no tienes identidad ni voto.
Sin Nombre iba a protestar, pero el arranque brusco y salvaje de Beren le cogió tan de sorpresa como a los lobos. El coche salió disparado como una bala y les faltó poco para incrustarse en las patas del animal sí Beren no hubiese aplicado su magistral giró, al tener todos sus sentidos agudizados por la tensión. Esquivándole de aquel modo, se separaron bruscamente de la bestia, la cual esperaba ordenes de su jinete en medio del “erizamiento” del coche patrulla, que empezó con aquella falsa embestida y finalizó con un despliegue espectacular de luces y sirenas.
Los otros huargos, por su parte, decidieron pasar a la acción. Beregond los vio como un fogonazo de ira, pelos y dientes embadurnados de saliva que se precipitaba como una ola hacia ellos. Casi podía sentir literalmente las pisadas sobre el suelo blanco de aquella carrera donde esos depredadores devoraban, sin impedimentos, la decena de metros que aún les separaban en aquella plaza.
Y a pesar de todo aquello, el teniente se permitió albergar alguna esperanza. Esperanza que se perfiló con los contornos de la entrada del “Circular Park” que unía el parque con la plaza Ilmarin y que iba agrandándose a medida que se acercaban a ella y se disipaba el halo de humo y desasosiego que les había estado persiguiendo.
Los gruñidos de los tres atacantes fueron quedándose atrás para dar lugar al mutismo de los árboles que les recibieron en su precipitada entrada. Recorrieron entonces un camino asfaltado que discurría por el entramado del parque y que, en ocasiones normales, sólo era utilizado por los vehículos de los jardineros. Pasados unas decenas de metros y escuchando los jadeos de ansiedad que Arien no podía dejar de emitir –al igual que no podía desviar su mirada perdida del cristal roto enfrente de ella -, Beregond llegó a la perfilación final de una idea que había estado bailándole por la cabeza desde el mismo instante en que entraron en el parque.
- Beren, para un momento, por favor.
Al igual que el subteniente, todos los restantes ocupantes del coche le lanzaron unas miradas de alarma y desconcierto al escuchar esas palabras. Leyendo la firmeza de los ojos de su jefe, Beren supo que era mejor obedecer y, con suavidad, paró en la cuneta del camino.
Beregond salió del automóvil y le dijo a Beren que le siguiera, pasando por alto el “¿Es qué piensa dejarnos aquí tirados?” que le lanzó Tullken. Rodeados por la cortina de humo del exterior que hacía asemejar el “Circular Park” a un bosque brumoso y oyendo los ruidos ahogados de lo que sucedía en las calles colindantes, los dos policías se reunieron en la parte trasera del coche para discutir como finalizar aquella amenaza en forma de tres cánidos.
Antes de empezar a hablar, Beregond dejó escapar un hondo suspiro, notando como Beren apretaba todos los músculos del cuerpo debido a la tensión. Entre colegas era mejor deshacerse de las máscaras de tipos duros.
- Bien, Beren, el chico tiene razón: El “Circular Park” es una trampa y esos bastardos peludos no tardarán en alcanzarnos a nosotros... y a ella. Por eso me llevaré a “Lhachruin” y les esperaré aquí. Tú te los llevarás bien lejos de este lugar, a un sitio más... seguro, sí es que aún queda algo así.
Beren apretó más las articulaciones y un silencio incómodo se instaló como una brecha entre los dos hombres.
- Señor, ¿y qué le digo a Finglîn si no le vuelvo a ver? – dijo, al final, Beren.
Por la cabeza de Beregond pasó una imagen fugaz de su hija, mencionada por Beren, y a la que no veía desde que se divorció de su mujer hacía ya casi más de dos años. Pero de inmediato la desechó. No era el momento para desconcentrarse.
Una vez aclarada la mente, abrió el maletero del coche y, rebuscando en él, la extrajo a ella. “Lhachruin” era el arma más pesada que los policías de Gondor tenían permitida, siendo una especie de recortada más versátil y ligera que sus primas del ejercito. Con gestos bruscos y decididos, Beregond comprobó si la “bella dama” (tal y como la llamaban entre Beren y él) se encontraba en condiciones y, alargando una mano, también agarró la caja roja con las municiones para el arma.
Cuando levantó los ojos hacia su compañero, éste seguía con la mirada de preocupación clavada en él.
- Vamos, Beren; tranquilo. Esto no puede ser peor que una batida de caza como las que hacen los ricachones en el Sur, matando leones y olifantes a diestro y siniestro. Piensa tú también en esa chica con la que toda la comisaría comenta que te vieron... Y piensa en ellos.
Fríamente, Beren vio como su jefe le señalaba los ocupantes de su coche y, como un autómata, se apartó definitivamente de Beregond sin decir nada; pero el teniente pudo percibir la lucha interna del subordinado y –a pesar de eso- amigo. Daba igual que ahora no se despidieran, como también daba igual que no pensara ahora en su hija. Muy pronto, después de toda aquella locura, se juró que irían todos juntos a celebrar un banquete de señores en cualquier restaurante barato de la ciudad.
En la misma proporción en que se alejaba el coche patrulla, los jadeos acompasados, pero perfectamente audibles como los gemidos de una locomotora, de sus perseguidores le hicieron apartar esos pensamientos y centrarse en la acción que quería acometer. Intuyendo las formas vagas de los lobos acercándose a través de la niebla del humo, Beregond se encaminó hacia los árboles que rodeaban el camino y se atrincheró en el seto que crecía debajo de ellos, detrás de un banco. En él apoyó el cañón brillante de “Lhachruin”, listo para disparar a quien cruzara el camino.
- Ahora veremos quien sorprende a quien... – musitó para sí cuando vio aparecer al primero de ellos.
Éste apareció como una sombra veloz que persiguiera el crepúsculo. Beregond apuntó a lo alto, hacia el jinete de aquella masa borrosa que pasó de largo a una velocidad exasperante. El disparo no acertó a dar con su objetivo, pero hizo frenar a los otros dos. Inquietos, se removieron en sus sillas de montar al oír aquel trueno que les había estallado delante de sus morros.
El primero, y diana de Beregond, era el tipo obeso, el cual se acercó a sus compañeros con interrogantes en su mirada al comprobar que ya no le seguían.
- ¿Qué pasa? – les preguntó con su voz de ganso.
- ¿Qué que pasa? – le inquirió el de la voz chillona, haciendo esfuerzos para mantener calmada su montura – Ve con más cuidado, Ren – y al decir esto le señaló un brazo.
Allí, una pequeña columna de humo se elevaba de un rasguño superficial de la piel, ahí donde había pasado rozando la bala. Ante ese descubrimiento el tipo se quedó por unos momentos embobado, mirándose y remirándose la herida.
La mujer del grupo fue la primera en reaccionar y, espoleando a su lobo para que la obedeciera, le hizo encarar el morro en dirección a los árboles para detectar al francotirador.
Beregond, al ver aquello, se apresuró en recargar el arma, encogiéndose en su improvisado refugio. El hecho de ver las encorvadas figuras de sus blancos y sus deformes y grandes bocas le había anonadado por unos segundos. ¿Qué extraña malformación padecerían para que tuvieran más boca que cara?
La respuesta a esa pregunta, como a tantas otras en la vida, no llegó debido a la urgencia de anteponer la supervivencia a la curiosidad. Así pues, justo en el instante en que el teniente colocaba el último cartucho y se esparcía la pregunta en su cabeza, el suave sonido de la jadeante garganta de la bestia acercándose a él como una flecha asaltó sus oídos.
Tan veloz como él al levantar los ojos hacia ese ruido, el huargo conducido por la mujer se precipitó con la fuerza de un ariete contra su refugio. Su morro chocó con violencia en el banco que le servía de parapeto al teniente. Enrabiado, el animal abrió sus fauces y atacó al banco como si éste fuera un enemigo en potencia. Inmovilizado ante la espeluznante visión de los colmillos de la criatura en acción, Beregond gateó como un bebé inválido para escapar de su alcance.
A su alrededor volaban las astillas del banco ante los embistes de la dentadura poderosa del huargo que al policía le parecieron las quijadas de un cocodrilo peludo de encías negras. Pero por encima incluso de la testa de piedra, del atigrado pelaje y de las puntiagudas orejas del lobo, Beregond percibió al final la mirada venenosa que le clavó la doncella allí montada, y que ni las gafas oscuras podían esconder, como si aquellos ojos fundieran todo lo que estuviera a su paso.
A pesar de la desorientación y del miedo, el teniente reunió suficientes fuerzas para clavar un pie firme en el suelo y elevar el cañón de “Lhachruin” por encima del pozo rojo que era la boca del huargo, apuntando a aquella figura negra que se refugiaba detrás de sus tétricas vestimentas.
El disparo que se oyó se hizo oír incluso por encima de los gruñidos del lobo y de los gritos de sus compañeros lobunos que ya se iban acercando. La mujer se tambaleó levemente en su silla de montar para, seguidamente, volver a plantar cara al policía. Cuando se volvió para mirarle, Beregond se horrorizó por lo que vio. Su disparo había rozado el rostro de la chica desgarrando tela y carne. Ahora, sobre la pálida piel de ella, el rojo de la sangre se extendía como una plaga allí donde la bala había raspado sin clemencia. Empero, el tiro también había dejado al descubierto la verdadera cara de la mujer, comprendiendo Beregond el porque de que fuera tan tapada. Sencillamente, su rostro no era humano.
Los ojos, la nariz y las orejas habían desaparecido sin más, adquiriendo el cráneo una forma alargada que daba cobijo a una enorme boca de encías rojas como el fuego y dientes largos y apelotonados. Tan sólo los cabellos negros, escandalosamente exuberantes en aquella cabeza más parecida a una calavera ciega, daban testimonio de una cierta humanidad.
Sin más demora, los otros acompañantes de la mujer se dispusieron a ambos lados de ella. Sus cabalgaduras, junto a la de la chica, hacían vibrar sus gargantas con un sonido agresivo a la vez que sus labios se arqueaban mostrando los colmillos. De alguna forma habían comprendido que aquel tipo no era un simple obstáculo al que se pudiera pisar como a un miserable insecto.
Pero la verdad era que Beregond se encontraba bloqueado ante la magnitud de las cosas que se le iban revelando. ¡Ni en mil academias ni con un millón de años de experiencia podía uno prepararse para lo que tenía él delante!
Tragando saliva, se reincorporó lentamente, volvió a cargar y apuntó el arma hacia ellos. Los otros tres permanecieron quietos y en silencio al ver como su presa se había convertido en un escorpión de aguijón ponzoñoso.
- ¡¿Qué sois?! – fue lo único que les dijo el teniente; y a pesar de la fuerza de su grito, sonó como si lo hubiera exclamado desde el final de un largo y profundo túnel.
Las bocas (tanto de jinetes como de monturas) parecieron agrandarse más y Beregond tuvo el privilegio de contemplar seis espléndidas dentaduras que, sin dudarlo, estarían deseando clavarle un diente en su carne.
- Primero preguntando que quienes somos y ahora QUÉ somos... Pues somos lo mismo que tú, hombrecillo: funcionarios y esclavos al servicio del “Estado Mayor”. ¡Obedecemos al mismo jefazo! – proclamó el de voz estridente y con un gesto decidido y firme señaló la “Torre de Cristal”.
Beregond no acabó de comprender todo aquello a pesar de la sombra de una sospecha que había empezado a aletear en su cabeza desde que había visto la actuación de los “Dragones Azules”.
Quien no tuvo dudas fue la muchacha herida a la hora de mover ficha. Azuzando violentamente a su huargo volvió a abalanzarse contra el policía. Los otros lobos, contagiados con el encarnizamiento de su compañero, le siguieron casi al acto, sin pensarlo.
Beregond nunca tuvo suficiente tiempo el resto de su vida para agradecer la reacción rápida de sus piernas, las cuales le pusieron en movimiento para que se metiera por entre los árboles. Una vez ahí, corrió, corrió y corrió como no hacía desde que era un niño y trotaba por los campos de la granja de sus padres; allí donde se suponía que había huragos de verdad.
Intentando que aquellos recuerdos no le llevasen hacía un callejón sin salida, los apartó con rudeza y dejó vía libre a la zona de su mente dedicada a los planes de fuga desesperados. Pero esa parcela se encontraba totalmente en blanco.
Jadeando más por el abatimiento que por un cansancio real, el teniente continuó dejando que fuera el piloto automático de sus piernas quien le fuera introduciendo más y más en el bosque. Mientras, los resoplidos de los cazadores en su nuca se fueron fundiéndose con los suyos, acercándose un poco más, y otro metro allí y otro allá...
En su carrera policial, Beregond había visto muertes terribles y heridos con heridas realmente feas, pero en un último destello de lucidez dentro del martilleo de adrenalina que recibía su cerebro, se preguntó infaliblemente como debía de quedar uno después de pasar factura por aquellas bocas tapizadas con cuchillas de trinchar carne.
Sin embargo, sin que ni depredadores ni presa pudieran haberse apercibido del hecho, al final todos ellos tuvieron que hacer frente a un peligro mayor que empezó a manifestarse con el estruendoso sonido parecido al de miles de rocas cayendo por un barranco. Después apareció presentándose bajo la forma de una mole oscura pero recubierta por llamas que jugueteaban por su superficie y que dispersaban el humo que había mantenido oculta a aquella nueva amenaza que se precipitaba sin freno hacia donde se encontraban.
Deliberadamente, Beregond se apartó de la trayectoria que había mantenido hasta entonces para saltar hacia el colchón que le ofreció el césped a su derecha cuando vio aquel cuerpo precipitarse contra la valla que le separaba del interior del “Circular Park”.
Los huargos frenaron de golpe su cacería y se reagruparon bajo las ordenes de sus jinetes con el rabo entre las piernas. Después de unos segundos de confusión, la figura de un camión envuelto en llamas se perfiló definitivamente en los contornos de aquel intruso, el cual acabó por estrellarse a pocos metros de donde se encontraban.
Con tristeza comprobó Beregond que, por ironías crueles del destino, aquel era un camión de bomberos. Buscó entre el fuego y el humo el cuerpo de algún superviviente sin hallarlo; aunque no dudó al pensar que en la cabina aplastada por el casi bolcamiento del vehículo se encontraría el cadáver carbonizado de su conductor.
El policía tragó saliva, sintiendo que la garganta le escocía debido a la humareda y a cierta sensación causada por la visión de aquel último acontecimiento; y sin titubear (no más ya) se deslizó velozmente por entre los árboles más cercanos para poder perderse entre ellos, dejando a sus perseguidores magnetizados ante el dantesco espectáculo del fuego, cuyo resplandor parecía que jamás hubiesen visto antes con sus caras sin ojos.
De todas formas, a Beregond le tenía sin cuidado aquel trío de engendros. Primero debía reunirse de nuevo con Beren y con los que estaban con él.
Con las prisas, el teniente no se percató de que había dejado a “Lhachruin” tirada sobre la hierba, la cual brillaba ahora con tonalidades rojizas a causa del fuego que había saltado ya del camión a las ramas de los árboles más próximos.

Recortada en medio del verdor ufano de la vegetación que la rodeaba, la figura de Tullken desentonaba debido a su indumentaria más bien de colores apagados e incluso oscuros. De hecho, bien parecía que unas extrañas tinieblas se hubiesen apoderado del chico, pues seguía caminando en línea recta y con la vista fija al frente, como si no pudiera o no quisiera ver nada de lo que le rodeaba, acentuando la sensación artificial de aislamiento que lo dominaba.
La situación, en todo caso, duró poco. Fair Hyll, recostado en un improvisado cojín de helechos que crecían a un lado del camino, saludó al chico dúnadan de tal forma que no hacía falta tener una mente muy avispada para asegurar que lo estaba esperando.
- Agradable día ¿eh, maese Tullken? – le dijo el pálido hobbit sacándose una pipa de la chaqueta azul.
Con ojos que no parecían ver aquel mundo, Tullken lo observó con indiferencia. Tenía la lengua demasiado hinchada y encajonada en la mandíbula como para hablar y sentía la cabeza como si la tuviera llena de algodón. Lo único claro y que parecía tener sentido en realidad era aquello que se encontraba al final del camino que estaba siguiendo. “Aquello” que se encontraba a orillas del lago y se escondía de su mirada mediante aquel mismo verdor del bosquecillo.
Desconocedor de las tribulaciones que se arremolinaban como un huracán en la mente del muchacho, Fair dio un par de caladas de la pipa y el humo blanco se elevó en la tranquilidad de la tarde envolviendo las hojas de los helechos que se alzaban por encima de la cabeza del hobbit.
- Perdonad que os hayamos dejado solo en nuestro hogar, maese Tullken, pero hemos juzgado más propio dejaros tranquilo al ver lo abatido que os encontrabais – explicó entonces Fair para romper el hielo.
Tullken no contestó nada y dejó que el tono cortés que había adoptado el hobbit le hiciera cosquillas en las orejas. En su cabeza sólo tenía cabida la idea de avanzar; avanzar con la implacabilidad de quien tiene una tarea pendiente y postpuesta durante mucho tiempo.
- ¿Adónde os dirigís? ¿Os molestaría mí compañía en vuestra excursión? – prosiguió Fair sin disimular la forzada amabilidad con que sonaban sus palabras.
Igualmente, Tullken ignoraba por completo lo que el hobbit pudiera o intentara decirle. Retomando la marcha, pasó de largo del lugar donde reposaba Fair. Éste se levantó y contempló como el humano iba alejándose de él con pasos un poco alelados pero firmes. Dejó pasar unos segundos para saborear el gusto de la boquilla de la pipa y acto seguido hizo una señal con la mano a quien pudiera estar a sus espaldas.
Tullken, inmerso en su túnel mental, tan sólo era capaz de captar la vaga forma de su destino final (cada vez más cercano, cada vez más definido y...).
- Perdóname, maese Tullken, ¿podría decirnos a dónde piensa ir?
La voz de Fair detrás suyo le pareció distante y floja, pero llegó a oírla pues iba teñida con el dulce aroma del peligro. Detuviéndose de nuevo, el muchacho giró al final sobre sus talones.
En el camino que había ido dejando atrás vio la figura altiva de Fair y, tras él, las siluetas menudas de todos los habitantes del pueblo hobbit, incluyendo a los asustadizos Bungo y Belladona en una esquina y al Thain en la otra. La desagradable sensación de estar reviviendo la misma situación acaecida esa misma mañana, pero con un nuevo matiz, mareó un poco más a Tullken.
Cuando se fijó mejor, se dio cuenta de que todos los medianos, desde los más pequeños hasta los más grandes, tenían clavados sus ojos en él y en sus miradas ya no había sitio para la curiosidad. Por el contrario, en sus manos portaban guadañas, hachas, hoces y otros utensilios de campo delicadamente afilados.

Subiendo (y volviendo a subir) las escaleras de la “Torre de Cristal” con paso raudo, Dwalin tuvo la ingrata percepción de estar escalando el retorcido espinazo de vértebras blancas de una serpiente gigantesca. Empecinado en dejar que esas impresiones le acompañaran en su dinámico ascenso junto a Pallando y Abdelkarr, no pudo frenar el sobresalto que le causó la mano del haradrim cuando éste se la puso repentinamente sobre el hombro a media carrera.
- ¿No notas algo raro? – le susurró entre dientes y con (¡cosa extraña en él!) el ceño fruncido.
Acababan de llegar justamente del siguiente piso sin trampas después del laberinto mecanizado y por el momento todo parecía tranquilo en el camino, por lo que Dwalin dejó escapar un casi histérico “¿El qué?” a la vez que repasaba una y otra vez los contornos del lugar al que habían conseguido llegar.
- Es la quietud... el silencio – murmuró Abdelkarr, pero esta vez ignorando ya al enano y poniendo voz a sus pensamientos como muchas veces hacía.
Pallando percibía la misma anormalidad que el muchacho. El mago permaneció a continuación en el umbral de ese nuevo nivel como el perro que huele la muerte en el interior de una casa. Confundido por aquella insoportable paz, Dwalin sintió un escalofrío de frustración en la espalda por no poder percibir él también el horror que se escondía detrás de aquella entrada que no se diferenciaba de las muchas que habían ido dejando atrás.
- Entremos, pero no os separéis – les comunicó el mago dirigiéndose a ellos, y en sus fatigados y tristes ojos azulados pudieron leer la confirmación de que el anciano había “visto” ya el peligro que les esperaba y que éste en nada sería agradable.
Abdelkarr y Dwalin no intentaron, en todo caso, obsesionarse con aquellas impresiones y siguieron sin rechistar al hechicero cuando éste penetró en el pasillo. Ya dentro del lugar, dos cosas saltaron a la mente de Dwalin. La primera fue el dolor de las articulaciones de sus piernas y del cual no se había dado cuenta debido al frenético ritmo que llevaban de carrera ascendente; y la segunda fue la brillantez espectral del color blanco que parecía dominar aquel piso.
Al rato, y a medida que se internaban en el ancho pasillo, descubrieron el causante de aquella blancura y de que el suelo estuviera pegajoso, como regado con pegamento. Ante ellos se extendían unos grandes cortinajes translúcidos y blancos que no ondeaban al son de ningún viento. Más bien parecían congelados en el tiempo y sólo fue cuando Pallando cortó uno de ellos con su espada que la magia de aquella quietud se rompió y dejó a la vista la verdadera naturaleza de aquellas cortinas: En realidad eran telarañas; telarañas de una extensión tan grande que cubrían todas las esquinas del pasillo, difuminando sus contornos. Era como caminar por entre una niebla pálida, sólida y sumamente viscosa.
Dwalin notó un cosquilleo en la boca de su estomago cuando las lembas quisieron echar un último vistazo al mundo exterior al penetrar tan sólo unos pasos en ese espacio recubierto de “cabellos de la anciana Ungoliant”, como comúnmente se conocían las telarañas. Pero el esfuerzo de reprimir las arcadas de asco fue casi en balde cuando enfrente de ellos apareció el primer cadáver.
Se trataba de un hombre, aunque ahora, colgado de las telarañas y reseco como un cascarón vacío, se asemejaba más a un grotesco espantapájaros que viniese a darles la bienvenida. Dwalin se dijo que no lo miraría fijamente, pero acabó posando los ojos en aquel desgraciado despojo que antaño debió ser un de los competentes trabajadores de la única y verdadera República de Gondor. De aquello solamente quedaban el traje con corbata (tan arrugado que parecía un pijama que le iba demasiado grande) y unas centelleantes gafas que, como dos telescopios, los vigilaban desde la altura en que levitaba el muerto entre las redes. De lo que era propiamente la parte humana se conservaban la piel – negruzca y arrugada-, los huesos – siendo los dientes sonrientes lo más visible – y una pequeña mata de pelo sobre el cráneo que tan redondo parecía ahora.
- Ya sabéis lo que toca ahora – les dijo Abdelkarr con los ojos clavados ante esa visión, como si volviera a hablar solo.
Entonces fue el propio Dwalin quien se sintió verdaderamente solo. Sí ya antes la indudable independencia y frialdad de Pallando eran acuciantes, que Abdelkarr también empezase a actuar ahora como si estuviera abducido y no viese nada más que los retos y peligros que se les fueran presentando, dejó al enano con la espinosa incertidumbre de saber si conseguiría sobrevivir.
Quizás para dejar de pensar en ello, Dwalin avanzó por el antro casi sin pensarlo, apartando los filamentos de seda y dejando el fiambre detrás. Y, como Pallando y Abdelkarr, no tardó en llegar al final del pasillo. Allí vio consternado que las paredes del piso habían sido derruidas para convertir esa ala del edificio en una gran sala con forma de pozo de gran tamaño. Solamente unas escalinatas colgantes unían el borde del precipicio donde se hallaban ahora con la entrada del piso superior, a muchos metros por encima de sus cabezas.
Las telarañas, como las aguas estancadas de un lago en invierno, cubrían con su fantasmal presencia todo el vacío y recovecos de aquel espacio cavernoso. Su blancura sólo era interrumpida por puntos oscuros que los compañeros pudieron identificar como los cadáveres de otras personas y que parecían flotar a la deriva en esa bruma pálida de hebras estáticas junto alguna aislada mesa, silla y demás mobiliario de oficina.
Admirando ese panorama tan desolador pero mágicamente relajante por la calma y quietud que transmitía, Dwalin sintió un ligero picor en la nuca, allí donde el casco y la armadura dejaban un espacio abierto. Al mover la mano para rascarse instintivamente notó con desagradable sorpresa que el cuero de su guante no le devolvió la familiar sensación de carne blanda y rosada, sino más bien una de dureza y carne palpitante. Con desconcierto y violento temor agarró aquella cosa que se paseaba por su cuello, aunque de sobras sabía de que se trataba.
La pequeña y blanquecina cría de araña que había intentado masajearle el cuello con sus peludas patas no le defraudó y, así que la tuvo en su mano, empezó a corretear por ella nerviosamente. Aquello bastó para que el enano la zarandeara para enviarla bien lejos en aquel pozo en un gesto de repulsa.
En todo caso, todo un batallón de crías de araña hacía rato que se habían amontonado sobre las telarañas que se encontraban justo encima de sus cabezas y, bajo una orden silenciosa, se autolanzaron hacia los intrusos. Esos proyectos de arácnidos eran de un tamaño un poco mayor que un puño humano, su cuerpo peludo era de un blanco casi puro menos por sus numerosos e inexpresivos ojitos negros y, como pudieron descubrir los compañeros, se metían por todas partes.
Ante un enemigo tan escurridizo y pequeño, sus armas no servían tampoco de mucho, de modo que en unos primeros instantes, y bajo la orden de un impulso visceral, se las sacudieron a manotazos que en muchos casos sólo conseguían que se enrollaran aún más en las telarañas que las arañitas utilizaban como autopistas deslizantes para llegar hasta ellos.
Desesperado, Dwalin notó como unas cuantas de ellas penetraron en el interior de su armadura por una de las junturas. Sintiéndolas corretear por su pecho, el enano se dio un puñetazo a sí mismo en esa zona para poder aplastarlas con la pieza del peto y su propio cuerpo. Asqueado, no tardó en notar el pringoso contacto de sus vísceras desperdigadas por el pequeño espacio que quedaba entre piel y metal.
Abdelkarr, más joven que Pallando y con piernas más ágiles que las de Dwalin, fue el primero que, cansado de sacudirse aquellos bichos como un perro las pulgas, tomó la iniciativa como en otras ocasiones y, con dos largas zancadas, se desprendió del velo de telarañas que lo cubría y se plantó en las oscilantes escaleras que conducían a la salida de aquel criadero para incentivar la aracnofobia.
Pallando y Dwalin lo siguieron y, a diferencia del haradrim (que tenía fija la mirada en el rectángulo oscuro que era la salida), percibieron el burbujeante movimiento de miles de cuerpos, muchas más patas y millares de ojos que empezaban a seguir sus pasos con ávida curiosidad y que comenzaron a aparecer por todos los rincones del mar de telarañas, desde los cuerpos de los allí perecidos durante la remodelación de la “Torre” hasta en los armatostes colgados en el vacío.
A medio camino de las escaleras, Abdelkarr fue consciente, al fin, de la aparición de todo aquel nuevo regimiento de arañas, algunas de las cuales alcanzaban el tamaño de un perro grande y a diferencia de sus hermanas más pequeñas, su pelaje era de un color más oscuro, de un gris ceniciento; pero el endrino no se preocupó de ellas debido a que, al haber aparecido en los extremos del ancho espacio, el chico consideró que no serían lo suficientemente rápidas como para alcanzarles.
Naturalmente, como le habría dicho Pallando si hubiera podido, tendría que haberse preguntado por que el centro de aquella estancia convertida en pozo estaba tan solitario o de donde podrían haber aparecido tal ingente número de crías de araña habida cuenta de que todo animal proviene de una... madre.
La respuesta a la temeridad de Abdelkarr se le apareció bajo la forma de una gran sombra que el propio muchacho notó que se removía bajo las escaleras. Alarmado, frenó su avance a medio trayecto, cautivado por el horrendo espectáculo que presenció cuando unas enormes patas negras, más gruesas que sus muslos, asomaron de debajo de las escaleras. Seguidamente, y en un silencio obscenamente gorgoteante, apareció el resto del cuerpo de la araña más grande, negra y monstruosa que Abdelkarr hubiese podido imaginar jamás.
El chico, horrorizado, hizo el gesto de dar un paso para atrás, pero al recordar que se encontraba en unas escaleras suspendidas en el aire y sin barandillas de seguridad, reafirmó su posición rápidamente.
La madre-araña, que había permanecido oculta todo el rato en la parte inferior de las escaleras, se había desplazado al sentir la fuerza de los pasos del muchacho y, boca abajo tal y como había permanecido hasta entonces, se movió por la telaraña saliendo de su escondrijo.
Dwalin, al verla, tuvo que hacer fuerza para volverse a tragar la bola de comida que le subió a la boca. Por el contrario, Abdelkarr, el más cercano al monstruo, intentó mantener la sangre fría y, rígido y altivo en el centro de las escaleras, no pudo dejar de ver como el gran arácnido recorría el vacío con gráciles y lentos pasos de ballet sin que las telarañas se resintieran aparentemente del peso de aquella masa enorme y fofa de invertebrado. Al fin y al cabo, tal y como calculó Pallando, el animal debería de medir unos ocho o diez metros de diámetro con las patas extendidas.
Avanzados unos metros (demasiado pocos para el gusto de Abdelkarr), la madre-araña se enderezó perezosamente y encaró su rostro hacia ellos. Los tres se quedaron hipnotizados ante aquella hilera de ojos redondos y oscuros que no parpadeaban y que parecían brillar con luz negra. Bajo ellos, la boca, convenientemente enmarcada por dos enormes colmillos hinchados por las bolsas de veneno, formaba una sonrisa vertical y chorreante.
Los tres caminantes, petrificados en sus posiciones, contemplaban cada movimiento, por leve que fuera, de esa gran matrona. Ella, por su parte, parecía indiferente e ignorante de su presencia y se limitaba a arquear de vez en cuando alguna de sus patas. A pesar de aquello y de su rostro inexpresivo, Abdelkarr intuía que ella sabía de sobras que ellos se encontraban allí y que por más que no se movieran no eran invisibles a su vista. Ante aquella situación el muchacho dio un paso, seguido de otro, para seguir subiendo las escaleras, aunque ya no con la rapidez y ánimo de antes.
Unos metros más debajo de él, Dwalin y Pallando empezaron a imitarle tímidamente. A su alrededor, las crías de araña que habían permanecido todo aquel rato expectantes y dispuestas como halcones que esperasen saltar sobre su presa, iniciaron un concierto de vibraciones frontándose sus patas y mandíbulas. Pero su progenitora parecía seguir ignorando a los recién llegados y se entretenía jugando con las hebras de las telarañas que la sostenían.
Como mimos o trapecistas que caminasen por la cuerda floja, los tres compañeros ascendieron por las escaleras con movimientos lentos y en un silencio que les permitía sentir los latidos de sus corazones. Solamente Pallando pudo percatarse de que la araña-madre, aunque lo intentara disimular, se hallaba concentrada estirando lentamente las telarañas que se unían a aquella especie de escaleras-puente. No hacía falta ser un genio para darse cuenta de que aquella estructura endeble no aguantaría el tirón persistente de ocho potentes patas que tensasen de unas cuerdas de seda tan resistentes como el acero.
En consecuencia, el mago cortó con un golpe seco de la espada la parte de las redes que tenía más cercana y que se unía con las escaleras. Notando de súbito como una porción de su trampa se aflojaba, la araña-madre se removió inquieta por unos segundos y, siguiendo los designios de una mente simple y directa, se abalanzó hacia las escaleras decidida a atacar.
Viendo lo que había provocado, Pallando apremió a Dwalin para que siguiera los pasos de Abdelkarr. Él se quedaría en medio de las escaleras para protegerlos de la embestida. A su alrededor, y siguiendo a su madre, las otras arañas se lanzaron al ataque utilizando las telarañas como toboganes espectrales.
En las escaleras, el viejo mago, al ver la turbación cada vez mayor del enano, lo empujó en el hombro con fuerza.
- ¡Vamos, ve con él! – le gritó entonces Pallando volviendo a hacer referencia a Abdelkarr.
Dwalin sintió en aquel momento un temor que superó incluso al que había sentido al ver como la araña gigante se cernía sobre ellos. Era un miedo que explotó en su interior al ver la mirada que le lanzó Pallando. El fuego de la urgencia y del desespero parecía arder en el interior del anciano; y ese fulgor quemó a Dwalin con sólo posarse sus ojos sobre él.
Torpemente, el enano se repuso y subió las escaleras para reunirse finalmente con Abdelkarr. Pallando apartó su vista de él. Le dolía haber sido tan brusco y duro, pero en aquellas circunstancias era el único modo para impedir que el terror puro les paralizara del todo. Y el terror al que tenía que hacer frente él ahora tenía la forma de un gran cuerpo negro y dirigido por ocho patas.
La araña-madre vio como se alejaban las dos figuras menudas, pero su ciego instinto le instó a atacar a la más alta y pálida, la del viejo que se alzaba con aspecto débil sobre aquellas raquíticas escaleras. Pensando ya en como debería saber la carne de aquel despojo, la araña lo embistió a bocajarro y, como aperitivo, recibió el beso de un fuego igual o más ardiente que el que había atemorizado al joven Dwalin.
Abdelkarr y Dwalin también quedaron deslumbrados ante el súbito fulgor de aquella llama, al igual que todas las crías de araña que en seguida frenaron su carrera. Dwalin pensó que algo se había roto dentro de Pallando y que estaba a punto de estallar. La mirada furibunda, y ahora aquel destello, le acabaron de convencer. Abdelkarr, a su lado, había visto mejor como el mago había frenado el ataque de la araña-madre con un portentoso mandoble de Celebrinaglar.
Había sido el contacto de ésta con la carne pútrida y maligna de la araña lo que había hecho que desprendiera aquel fulgor azulado y efímero, como sí una chispa eléctrica de mil voltios la hubiera recorrido durante un escaso segundo.
Ahora una fea herida en diagonal se abría justo en medio del rostro de la araña, entre una pareja de ojos de las cuatro que tenía. Confundida por el dolor que sentía y por haber sido sorprendida tan horrendamente, la araña matriarca se tambaleó por unos instantes sobre la telaraña e incluso hubo un momento en que pareció que iba a hacer un paso en falso que haría precipitar su inmensa masa corporal hacia las profundidades de la “Torre de Cristal”.
Un rugido mudo y rabioso, de igual modo, surgió de su garganta, aunque sólo pudo escucharlo Pallando, quien se mantenía bien erguido y fijo en su posición y con Celebrinaglar y el bastón bien alzados ante sí. La araña hizo unos movimientos secos con las patas que Dwalin interpretó que serían los equivalentes a unos pasos decididos y firmes sobre un suelo duro. De esta forma, y sin perder de vista al mago, se desplazó hasta colocarse sobre la escalera, justo unos cuantos escalones más debajo de donde se hallaba Pallando. La escalera crujió ante aquel escandaloso sobrepeso; pero a ellos tres no les dio tiempo por preocuparse por si la estructura resistiría o no la envergadura de la araña, porque ésta volvió a lanzarse contra el mago con la boca y la herida chorreantes de jugos internos, haciendo retumbar (esta vez sí) sus gruesas patas sobre los indefensos escalones.
Pallando entrecruzó el cayado y a Celebrinaglar ante él formando una X, a modo de escudo. El mago había previsto que ese nuevo choque sería más brutal que el anterior y en nada se equivocó en la predicción. Una nube luminosa se abrió en esto entre la araña y el anciano, y los asombrados Dwalin y Abdelkarr contemplaron como el mago era recubierto por una capa de luz cegadora. No se trataba, ni de lejos, del mortecino y pálido resplandor que a Dwalin le había parecido que emanaba de la armadura del viejo en el garaje de “La Cueva de Ella-laraña”. Verdaderamente, el mago brillaba sin que ninguna sombra le perturbara; como si fuera un ser hecho de luz blanca, vástago de las estrellas.
Aquel nuevo fulgor que se desperdigó por la sala como una explosión silenciosa, emblanqueció las paredes del pozo e hizo huir volando por las telarañas a las crías de la araña como un enjambre de moscas sorprendido por una mano imperativa. A diferencia de ellas, Abdelkarr y Dwalin se quedaron paralizados, anonadados y, literalmente, abofeteados por el calor y la claridad de aquella nueva lumbre.
Los dos se perdieron en la espiral resplandeciente de luz como quien observa largamente el fuego de una fogata encendida en la más absoluta oscuridad de un bosque o cueva solitarios. El mago nunca dejaría de sorprenderles.
El recuerdo de Arasereg, el consejero élfico, fue lo único coherente que se le apareció en la mente de Dwalin en aquellos instantes. ¿Qué les había dicho el padre de Elesarn a Tullken y a él la única y última vez que le vieron? Algo sobre armas que relucían ante la proximidad del enemigo y que “ardían” al contacto de la maldad. Sí, algo parecido debía de estar sucediéndole a Pallando, concluyó el enano, cuya sensación de que en el interior del anciano se había volatilizado un dique de contención se acentuó bajo el reconfortante foco de luz en que éste se había convertido.
Pero, paradójicamente, Pallando era el ser más centrado en aquella estancia que parecía haber empequeñecido bajo el influjo de su resplandor; de manera que ni la enloquecida rabia de la madre-araña (quien, aún a pesar de ser abrasada por su fulgor, no parecía querer poner fin al combate), al miedo irracional de las larvas (que corrieron a refugiarse en las pocas sombras que aún alentaban) y al asombro de los dos muchachos le apartarían de su objetivo.
Por eso, y después de alejar unos metros a la gran araña de un certero bastonazo, el mago se giró de cara a ésos últimos. La voz de Pallando les sonó a Dwalin y a Abdelkarr extrañamente esponjosa, como si hubiera provenido del fondo del mar. Y el rostro del anciano les sobrecogió al descubrirlo en medio de ese resplandor sin fin, con la mirada abrasadora fija en ellos. El mensaje que les lanzó fue claro y tajante: Habían de seguir ellos solos la ascensión. Él ya se encargaría de la damisela de ocho patas.
Mudamente y poniendo una mano en el hombro de Dwalin, Abdelkarr asintió y en seguida se puso en marcha, seguido del enano. Ya sin ninguna dificultad y con la música del entrechocar de las armas de los dos combatientes que lidiaban unos metros más abajo de ellos, cruzaron el umbral de la salida y accedieron al piso siguiente.
Casi volando, avanzaron hasta que el fuego de Pallando ya no pudo seguirles y se apercibieron de la penumbra que les daba la bienvenida. Redujeron entonces la marcha como si la oscuridad fuera garantía automática de nuevas amenazas. Aún así, se acostumbraron rápidamente a esa escasedad de luz gracias en parte a que descubrieron que las tímidas luces de emergencia estaban encendidas. Su velo luminoso de tonos azulados y siniestros los puso al tanto del desorden que allí reinaba.
Como en la planta de abajo, paredes y muebles habían sido derribados, removidos o, directamente, destrozados para convertir el lugar en una gran caverna. Por lo menos allí no se veían cadáveres; aunque en aquel ambiente se respiraba una sensación más sutil y diáfana: Frío; un frío constante y omnipresente parecía reinar en el aire con silenciosa y sibilina persistencia.
A pesar de aquello, los dos ganaron terreno saltando escombros y patas retorcidas de sillas volcadas. La salida no estaba muy lejos y se remarcaba en las tinieblas por ser un rectángulo aún más oscuro.
Pronto, el frío pareció intensificarse y la meta de su carrera se alejó a medida que el primero iba calándoles lenta pero eficazmente. Además, Dwalin entrevió las marcas profundas y negras del roce de algún objeto afilado y cortante que tapizaban las paredes y el suelo. El haradrim, a su lado, las pasó por alto al tener la vista fija solamente en la salida.
Aún así, ni Abdelkarr pudo ignorar el frío que –ahora sí- les azotaba sin esfuerzo, recubriéndoles con su invisible manto y que se manifestó cuando, con sus jadeos, empezaron a expulsar por la boca un vaho vaporoso, bien visible bajo la forma de tenues nubes de humo brillante que se perdían en la oscuridad.
La sorpresa más grande, de igual modo, les sobrevino a poca distancia de su objetivo final, ya que comenzaron a notar como sus pies se hundían en el suelo, el cual parecía haberse tornado blando de golpe. Dwalin frenó en aquel momento a Abdelkarr con un brazo y oteó con esmero el lugar donde tenían puestos los pies. A los Enanos no les gustaba ponerlos en sitios que no fueran firmes o de su plena confianza y por eso se decía que el andar de ese pueblo era de pasos secos y decididos.
Viendo que sólo con la vista no conseguiría nada, Dwalin se agachó y cogió un puñado de aquello que, en un principio, había considerado yeso y restos de las paredes y que les rodeaba formando una capa irregular sobre el suelo.
Abdelkarr se inclinó junto a su compañero para examinar el montoncito que descansaba en la mano del enano, deseando haber tenido una buena linterna a mano.
Pasmados, los dos chicos vieron como aquella masa granulosa y blanca se deshacía con pausada tranquilidad.
- ¿Nieve? – exclamó, casi sin mover los labios, Abdelkarr, y al contemplar la cara de Dwalin vio que éste tenía la misma expresión de sorpresa que suponía que él mismo tendría.
Más recelosos aún si cabe, reanudaron la marcha, aunque ahora la salida ya no les infundía aquella calma reconfortante de antes y su confianza acabó por hundirse de modo similar a como lo hacían sus pies en aquella nieve tan fuera de lugar como, de hecho, dos muchachos de la Cuarta Edad enfundados en armaduras dentro de un rascacielos.
A Dwalin le dio la impresión también de que aquella nieve, aliada del frío, les iba frenando a base de agarrotarles sus castigados miembros. El enano incluso hubiese jurado que, ha medida que avanzaban, el nivel de nieve iba aumentando imperceptiblemente y que de enfrente, de la pared de la salida, provenían las ráfagas de ese aire helado y helador, como si cien máquinas de aire acondicionado les estuviesen apuntando con sus vómitos de aire enfriado desde allí.
Sintiendo medrar aquellos pensamientos en la cabeza cada vez más lentamente debido a esa misma frialdad, Dwalin se sorprendió cuando aquella vez fue Abdelkarr quien le paró el avance poniéndole una mano en el brazo. Bajo la quieta penumbra, el enano pudo ver que el endrino tenía clavada la mirada de ojos sorprendidos y más abiertos de lo normal en la pared de delante. Indudablemente había visto algo que a él se le había escapado.
Parpadeando por el desconcierto y por la terrible sospecha que había percibido, Abdelkarr apretó con más fuerza, sin darse cuenta, el brazo de Dwalin a causa de que, con la misma certeza con la que el enano pensaba que el haradrim había visto algo, éste captó un ligero movimiento (como el de una flor al abrirse) justo encima de la puerta de salida, por sus lados y, en resumen, por todo el marco.
Algo grande y blanco, camuflado en la azulada blancura – debido a la semioscuridad- de las paredes y a la confusión en que caían los ojos en aquel piso convertido en rompecabezas de piezas en tres dimensiones, se movió con toda la tranquilidad del mundo, a pesar de su tamaño. Abdelkarr no pudo asegurarlo pero le pareció que era un brazo musculoso y pálido que descansaba sobre el marco de la salida con gesto paternal.
Con un sobresalto, al final Dwalin se dio cuenta también de aquello. Para entonces eran ya dos las figuras espectrales y gigantescas que se acercaban hacia ellos en un silencio y calma reverénciales. Como dos camaleones, esos dos seres habían permanecido pegados en la pared del fondo y habían observado con paciencia como los dos chicos se acercaban directamente a ellos.
Cuando los tuvieron más cerca, éstos pudieron ver mejor aquel par de sombras blancas. Eran dos criaturas de forma humanoide, de casi tres metros de altura y con potentes y largos brazos colgantes a ambos lados del cuerpo. A Dwalin le recordaron al “súper-orco” con el que habían luchado en el vestíbulo del edificio hacía ya algo parecido a una eternidad; pero éstos dos eran más pequeños, de figura más esbelta y de una coloración totalmente nívea.
Y con ellos, como ya habían tenido tiempo de comprobar, viajaba el frío. A Abdelkarr le dio la sensación incluso de que podía oír como una fina capa de hielo se iba formando sobre las piezas de metal de sus armaduras. La aureola de escarchamiento se extendía alrededor de la pareja de gigantes como un escudo, llegando hasta el techo, donde –como pudo ver de reojo Abdelkarr- colgaban ya carámbanos de hielo como dientes de cristal de un bostezante monstruo.
Fue en aquel instante cuando tuvo un chispazo en el cerebro y recordó entonces cuales eran las únicas criaturas que podían producir todos aquellos efectos, tal como le había contado Pallando en el pasado, en uno de sus momentos de escaso y sincero parloteo. Esas criaturas, que no sólo vivían en las siempre nevadas cumbres de las montañas, sino que además traían el frío consigo como los balrogs el fuego o los demás seres su sombra, solamente podían ser trolls de las nieves.
Retirándose con pasos igual de disimulados que los de los trolls en lo que parecía una extraña danza pausada en las sombras, Abdelkarr inclinó la cabeza hacia la oreja de Dwalin con exasperante lentitud para no llamar la atención de los otros. El enano se reconfortó con el aliento cálido de la voz del haradrim en su oreja en medio del desconcierto causado por el congelamiento paulatino de su cuerpo y a la aparición de aquellos enormes muñecos de nieve.
Pero las dos únicas palabras que llegó a entender del inconexo discurso de su compañero (“troll” y “nieve”) no le dejaron tranquilo. No había acabado ni siquiera de asimilarlo, cuando uno de los trolls dio un paso decidido para adelante, acortando la distancia que les separaba en un buen par de metros. Dwalin, a parte de sentir como una ola de frío les embestía sin contemplaciones, pudo ver mejor a la criatura que se alzaba ante ellos y se sorprendió de la extraña belleza que irradiaba.
Lejos de la piel rugosa de sus parientes, la de los trolls de las nieves parecía incluso lisa y limpia de manchas, gracias en parte a su blanco y fino pelaje. Las únicas manchas disonantes en esa pureza eran dos enormes y almendrados ojos de un color negro casi abisal y que desprendían ligeros y enigmáticos centelleos si se movían. A ojos de gato o de comadreja se parecían más y, tanto Abdelkarr como Dwalin, habían caído bajo su embrujo invernal.
Aprovechando aquello, el troll dio otro paso más sin causar más ruido que el de las ondas de una hoja caída en un estanque y alargó un grueso brazo coronado por dedos en forma de garra para coger a Abdelkarr sin impedimentos. Sólo en el último momento, Dwalin pudo deshacerse del encantamiento helador y, desentumeciendo sus músculos, golpeó la mano del monstruo de un certero martillazo, rompiendo unos ligeros carámbanos que se habían instalado sobre de él.
El troll, sorprendido, retiró la mano casi con el mismo gesto confuso del niño que ha sido cazando haciendo una travesura y dando unos pasos para atrás. En la retaguardia, su compañero no vaciló a la hora de pasar a la acción y abrió una enorme boca que rompió la uniformidad del blanco de su rostro, pues ésta era un pozo negro recortado por unos dientes desiguales y angulosos que parecían intentar imitar los contornos de una agreste cueva. Desde allí, el troll vomitó un fuerte soplo de aire frío que cayó sobre los dos indefensos muchachos como una cascada de mil jarros de agua directamente congelada.
Por entonces, y sin que ni se hubieran dado cuenta, una capa de nieve había crecido hasta cubrir sus pies y seguía subiendo sin parar gracias al aporte de copos de nueva nieve que surgían del interior del troll, a quien su camarada no tardó en unirse en su empeño por emblanquecerlos tanto como a ellos mismos. Parecía ser que, a pesar de ser de mayor tamaño, los dos trolls no querían arriesgarse a sufrir daños físicos y preferían provocar aquella tormenta de nieve para matar a sus víctimas.
Las consecuencias de aquellas “llamaradas” de hielo, a más a más, parecían multiplicarse en aquel espacio cerrado y por mucho que se hubieran movido, los dos chicos no se hubieran liberado de ellas. Aún así, Abdelkarr avivó la llama de una idea que había germinado en su mente con fuerza desde que entraron en el edificio: No moriría sin luchar y sin dar hasta el último aliento. Y aunque sus articulaciones le punzaban de dolor debido al efecto de las bajas temperaturas, se dijo que no inclinaría la rodilla en el suelo. Al menos aún no, ni de aquella forma.
Como aquel era el único fuego con el que podía calentarse, Abdelkarr se concentró en él y pronto pudo volver a mover sus articulaciones. Con el silbante ruido del helador aliento de las dos criaturas alrededor de él como una nube de furibundas moscas blancas, ayudó a Dwalin (convertido ya en casi un bloque de hielo compacto) a moverse para que se pusiera de espaldas al chorro de corriente fría. Era mejor no intentar mirar de frente a los trolls, pues el revoltoso viento que escupían, sumado a los fragmentos de nieve que volaban desordenadamente por todas direcciones, les hubiera helado los párpados, produciéndoles una ceguera muy dolorosa.
Los dientes de Abdelkarr tiritaban con fuerza aún a pesar de que finalmente pudo resguardarse, junto a Dwalin, bajo la protección de un trozo de pared derruida. Pero era un consuelo pasajero. Agazapados en aquella improvisada muralla, el río de frío pasaba por encima de sus cabezas y a sus lados, haciendo que la nieve se acumulara allí con mayor rapidez.
Lo más terrible de todo, de igual modo y tal y como pensó Abdelkarr, no era quedar enterrado bajo un túmulo de nieve, sino el no poder avanzar, el haberse quedado estancados después de todo lo que les había costado llegar hasta ahí.
La mente de Dwalin, por otro lado, viajaba por otros lares. El enano se acurrucó más contra la pared, apretando brazos y piernas, pero el metal de la armadura, envés de dar calor como un abrigo, se iba enfriando al mismo paso que el ambiente que la rodeaba. Bailando en medio de la oscuridad, las virutas de nieve revoloteaban delante de la mirada perdida del aturdido enano. Y fue allí donde se le apareció la voz. Se le “apareció”, pues “escuchar” no era la palabra adecuada para describir como había podido captar aquel murmullo.
El enano, fustigado por esa nueva, levantó la vista hacia arriba, ya que de ahí provenía la voz; y lo más extraño, asombroso y maravilloso de aquello era que conocía al propietario de esa voz. Sin parpadear y con la mirada fija en los negros fragmentos de hielo que colgaban del techo, susurró titubeante el nombre de ella:... “¿Elesarn?”...
La ventisca devoró el nombre, pero el boquiabierto enano ya no la sentía. Un nuevo sentimiento floreció dentro de él, similar al que siente quien oye la voz de la persona amada a sus espaldas después de un largo período de tiempo y a pesar de que no se entienda lo que se dice.
Embriagado por ese rescoldo, Dwalin apretó con más fuerza el martillo Khazad contra su pecho y le pareció que el arma desprendía calor. Tenue al principio, pero indudablemente reconfortante. Tuvo entonces una nueva inspiración y supo que vencerían a los trolls. El mazo le había dado la respuesta y así se lo intentó comunicar a Abdelkarr.
- Ey... T-t-tío... C-creo que s-sé ... co-como pa-rar a es-estas n-neveras con patas – tartamudeó Dwalin debido al frío y Abdelkarr sintió un escalofrío; no por el propio frío que le transmitió la mano del enano al posarse en su brazo, sino por el color azulado que iba cogiendo su piel. Para el sureño, Dwalin y su armadura tenían la misma coloración gris e inerte.
- M-mira... ¡Por cu-culpa d-del frío ya es-estoy em-empezando a-a hablar como el jo-jodío d-de Tullken! – dijo Dwalin para contrarrestar un poco la mirada de inquietud que adivinó, a pesar de la penumbra, en el rostro del haradrim. Y antes de que éste pudiera increparle, saltó de aquel parapeto que poco a poco iba adquiriendo las formas de un túmulo glaciar para poner en práctica su nuevo plan.
Los trolls se sorprendieron en aquellos instantes al ver aquella figura tan menuda avanzar hacia ellos con esa decisión a pesar de que se veía claramente que su aliento helador causaba estragos en su camino. Su táctica de intentar sepultar a los dos chicos parecía no surtir ya mucho efecto, pero eso no importó a la pareja de monstruos.
El más cercano a ellos y que había intentado agarrar a Abdelkarr se acercó más a Dwalin con movimientos lentos y calculados para dirigirle más directamente el chorro congelador. Llegó un momento en que se encontró tan próximo e inclinado sobre el enano que daba el efecto de que fuera a devorarlo.
Dwalin aprovechó entonces que la cabezota del troll estaba a su misma altura. El engendro de Morgoth había estado tan concentrado en la fuerza de sus pulmones que no se había fijado que el martillo que sostenía el enano, como si fuera una parte propia de su cuerpo, desprendía un leve fulgor rojo, incandescente. Resistiendo estoicamente la cascada del “fuego blanco”, Dwalin reunió las suficientes fuerzas para levantarlo y dejó que la fuerza de la gravedad hiciera el resto.
Con la suavidad de un cuchillo caliente cortando queso, la maza aterrizó en la cabeza del troll. Se oyó en aquellos momentos el chasquido del cráneo del troll al romperse y hacerse añicos como el yelmo de hielo que era y Dwalin pudo contemplar, por última vez, aquellos ojos oscuros y profundos como las noches de invierno antes de que se apagaran y se cerraran definitivamente como la vida de su propietario.
Ese golpe, que el troll no había esperado que fuera tan potente viniendo de una criatura tan pequeña, le provocó la muerte casi instantánea. No por el golpe en si, sino por los efectos que tuvo el cierre precipitado de la boca. Al verse tapada ésta con tanta brusquedad, el poder helador del aliento del troll se reconcentró de súbito en el reducido espacio de la boca y acabó explotando en busca de una salida en forma de grandes agujas de hielo que crecieron en la cabeza del troll en todas direcciones, agujereando su cráneo y dándole la apariencia de un erizo de mar de cristal.
El monstruo se desplomó tan largo como era con un gesto silencioso, casi delicado. De su ahora deformada cabeza goteaban ríos de una sangre negra que producían un efecto de maravilla mortal en contraste con el blanco de la piel. Las aristas de hielo, que como una corona tridimensional adornaban la cabezota, estaban bañadas en esa misma sangre surgida de la noche.
Dwalin, como un rey conquistador, se alzaba sobre la bestia caída y contempló todo aquello. Por más que buscase el sentimiento de victoria merecida, éste no aparecía por ninguna parte y tan sólo el frío y el cansancio le recordaban que estaba vivo. En aquel mismo instante, la carne del troll pareció desintegrarse y su blanco pelaje se deshizo dejando al descubierto el armazón de un grueso esqueleto de huesos negros. Todo lo que eran esos seres era escarcha e iban revestidos con los mantos de un invierno eterno.
El charco resultante de la última muda del troll tocó los pies de Dwalin y entonces tuvo una segunda revelación. Ese entendimiento de la situación le vino a responder la desazón que ahora agitaba su interior. Lo que había matado (o “asesinado” sin más contemplaciones) no era un troll. Podría haber llegado a serlo si hubiese podido vivir unos años más para crecer.
Niños contra niños. Lo que yacía a los pies del fatigado y tambaleante enano era un jovenzuelo como él, o incluso podía muy bien ser que fuera más joven. Y el otro troll –al que se le había cortado literalmente el aliento- era muy posible que (no, ERA) su hermano.
Aquellas verdades descubiertas aturdieron más a Dwalin, quien buscaba la melodiosa voz que le había impulsado a aquel acto en balde por la estancia que, más que nunca, se mantenía desolada y fría. El troll superviviente, pasados los momentos de sorpresa, reaccionó y se abalanzó directo al enano. Si antes los trolls se habían mantenido cautelosos, ahora el único que quedaba pensaba destripar a Dwalin sin piedad con unas garras negras que le crecieron de golpe de las pálidas manos. Mientras el enano se hundía en un pozo, el troll había decidido lanzarse por una pendiente de furia sin freno.
Si no hubiese sido por la veloz intervención de Abdelkarr, Dwalin hubiese visto como esas mismas cinco garras le separaban el cuerpo en cinco cachos bien distinguibles. El corte que le hizo el sureño en la mano para frenarla disuadió al troll de ese ataque, pero a su vez lo encabritó aún más. Con unos extraños bufidos, la criatura posó su mano sana sobre la herida y erizó como un gato todo su pelaje blanco.
Todo un campo de estalactitas de nieve se alzó entonces del torso del monstruo, recubriéndole como lo harían las espinas de un puerco espín. Dwalin, fascinado por aquella nueva metamorfosis, contempló como, con un gañido, el troll contraía el gesto en una mueca que se asemejaba a la de alguien a punto de propinar un portentoso estornudo. En cambio, Abdelkarr si intuyó cuales eran las intenciones del troll y, en una última y descorazonada maniobra, se tiró al suelo arrastrando con él al pasmado enano.
Eso no evitó que la ráfaga que les escupió el troll, más potente y salvaje que las anteriores, les cayera encima con toda su fuerza, barriendo incluso la nieve de las otras ventadas. Al levantar un poco la vista, Abdelkarr vio que de la boca del troll ya no sólo salían virutas de nieve, sino auténticos y afilados fragmentos de hielo que hubiesen dejado en pañales a cualquier granizada que el haradrim recordase.
Escudado detrás de esa protección, el troll volvió a acercarse a ellos. Los dos chavales le vieron venir a través de sus enrojecidos ojos como una avalancha de nieve erizada de púas, pasando incluso de largo de los restos del cuerpo de su difunto hermano. Patosamente, gatearon por el suelo (cubierto ya por un manto de más de medio metro de agua solidificada) para escapar a duras penas de la inquisitiva mirada de su perseguidor.
Éste último, impaciente por aplastar aquellos miserables insectos que se le escapaban, golpeó con furor el pavimento del piso con los puños. Las paredes, el suelo y el techo temblaron al unísono y en la misma frecuencia a medida que la onda del porrazo se propagaba. Tan pronto como llegó al techo, hizo cosquillas a las bases de las estalactitas de hielo; éstas parecieron reírse por unos momentos ante ese cosquilleo vibrando por unos segundos y, finalmente, se dejaron caer sin demora hacia el suelo.
Dwalin las vio precipitarse directamente hacia ellos y se dejó embriagar por el silencio y la elegancia que acompañaron a las dagas de hielo en su caída. Un escaso instante después, sintió un estirón violento en el brazo al apartarle Abdelkarr de esa trayectoria final de las estalactitas. El ruido ensordecedor de su choque contra el suelo –similar al que harían miles de espejos suicidas- se vio empequeñecido por el retumbar que lo siguió.
Aún excitado por la adrenalina descargada en el momento de esquivar los dientes del “monstruo de hielo”, Abdelkarr, codo con codo con Dwalin, observó con ojos ofuscados como la nieve y los restos de las estalactitas se hundían allí donde las caídas habían abierto una grieta que, como una herida sangrante, se abría más y más en una escalada sin obstáculos de destrucción. Tal y como Abdelkarr ya había percibido, para la estructura del piso había sido demasiado aquella acumulación de escarcha y nieve; ahora abría ese nuevo pozo a modo de boca que escupiera una queja muda.
La grieta se ensanchó tragándose todos los restos. Dwalin, aún contrecho debido al frío, le parecía verlo todo a cámara lenta y, de aquel modo, contempló extasiado como los bloques de cemento caían al vacío como las piezas de un juego de construcción. Por enésima vez fue Abdelkarr quien le salvó de convertirse en una pieza más.
No tuvieron tanta suerte el troll y el cadáver de su hermano. El agujero abierto por ellos mismos los engulló sin contemplaciones. Abdelkarr, apoyado en la pared que delimitaba el piso, pensó que aquello también les ocurriría pronto a ellos dos, pues todo parecía indicar que el suelo entero se vendría abajo. Espoleado por aquel convencimiento, el endrino cerró fuertemente los ojos esperando lo peor, cuando de repente el ruido del destrozo cesó.
Volviéndolos a abrir disimuladamente, vio, junto a Dwalin, que se encontraba en el borde de un gran agujero ancho y profundo como un lago. Y de las profundidades de ese lago emanaba una fuente de luz difusa y alentadora a un tiempo. El vértigo les frenó de inclinarse mucho más en aquel precipicio, pero tanto el humano como el enano vieron como todos los escombros habían caído al piso de abajo, en el cubil de las arañas. Allí habían ido a parar el yeso y la nieve mezclados como en una tormenta de Diciembre. Los demás restos y escombros descansaban sobre las telarañas y las propias y confundidas arañas.
El troll aun vivo también había visto amortiguada su caída gracias a la seda de los invertebrados, pero, aunque su frío las mantuvo a raya por unos instantes, el monstruo no pudo impedir que las arañas le rodeasen y atacasen finalmente.
Empero, el drama más desgarrador que se vivía en el pozo que los dos chicos habían dejado atrás tenía lugar en las escaleras, las cuales habían sobrellevado bastante bien la lluvia de cascotes. Allí, la araña-madre y Pallando (de quien procedía el fulgor que habían visto en el fondo del “lago”) habían seguido enfrascados en su refriega y, a pesar de que se les veía cansados –la misma luz del mago, tan deslumbrante como la recordaban, había disminuido alarmantemente de intensidad -, estaba claro que para ellos el desplome del techo sólo era una pausa momentánea del combate.
Removiendo el cuerpo, la araña-madre se deshizo de la escarcha y del polvo acumulados en su cuerpo y el color negro volvió a relucir en su exoesqueleto. Se encontraba lista y sobradamente preparada para otro asalto. Pallando se apresuró en colocarse en posición de ataque, pero nunca llegó a sentir la nueva embestida de la araña. El troll se le adelantó.
Asustado, pero lo que era peor, también furioso, el engendro se había sacudido en las telarañas para expulsar de su cuerpo las centenares de arañitas que le recubrían y, seguidamente, arremetió contra la progenitora de todas ellas. Un gran desgarró se oyó en toda la estancia cuando, en un último intento furibundo, el joven troll se desembarazó de las ataduras de las telarañas y saltó al puente-escaleras. Ahí, su piel se volvió a recubrir de púas de hielo y escupió a bocajarro su fuego helador a la cara de la madre-araña. Los cuatro pares de ojos de ésta parecieron convertirse en redondos diamantes cuando se congelaron, dejándolos definitivamente ciegos hasta para la más débil de las luces que hubiesen podido soportar.
Pallando, que había sido desplazado por la irrupción del troll, notó como en aquella ocasión las escaleras expresaron su desagrado ante la acumulación de masa sobre de ellas. Entre arañas, trolls y bombardeos de hielo y cemento, no iban a aguantar mucho más, tal y como dejó entrever el crujido que sintió el mago bajo sus pies. Su luz titubeó por unos instantes y bajo definitivamente de intensidad; pero esa misma luz le permitió aún captar las sombras de las minúsculas figuras que le observaban expectantes desde el borde salvaje e irregular que quedaba de lo que antes había sido su techo y el suelo para ellos.
Los dos muchachos le estaban esperando. Abdelkarr y Dwalin debían de continuar, se dijo el anciano, y él no podía ser la causa de que fracasasen en su avance. Volviendo otra vez la vista hacia abajo echó un postrero vistazo a la escaramuza que mantenían aquellos hijos de Morgoth llevados por el timón ciego y absurdo del miedo. Como un hombre que viese una pelea entre hormigas, Pallando contempló aquellos dos engendros obligados a permanecer allí encerrados junto a su demente amo y no pudo evitar sentir pena.
Apresurándose de ese modo, subió lo que le restaba de escaleras para acceder al piso superior, bordeó los restos de aquel suelo reuniéndose con Dwalin y Abdelkarr y, con ellos, se dirigió a la puerta de salida de esa planta, cuyo marco colgaba ahora como un balcón o boca abierta al mismísimo abismo.
El “maia” fue el último también en cruzar su umbral y a sus espaldas pudo oír el desenlace de la batalla entre la araña y el troll cuando ésta fue silenciada por el derrumbe definitivo de las escaleras. El abismo había crecido un poco más con la desaparición de ese soporte, cobrándose su cuota de vidas para saciarse.
Tras la puerta encontraron un rellano y, tras éste, más escaleras que ascendían hasta perderse en la oscuridad de los pisos superiores. Bajo ese manto de negrura, Abdelkarr y Dwalin comprobaron que la luz había abandonado definitivamente la armadura de Pallando, aunque (¡afortunadamente!) su mentor y guía en aquella pesadilla no parecía estar especialmente agotado o herido. En cambio, el anciano quedó consternado ante la visión que le ofrecieron los chicos. La “llama fría” de los trolls había hecho mella en ellos.
Ya iba a animarles para que siguieran, cuando Dwalin le sorprendió al ser el primero en hablar:
- Pal, antes he notado... he oído... una voz.
Pallando escrutó el ojeroso rostro del enano y vio la marca ineludible de una sutil esperanza. Después levantó la vista hacia arriba y oyó también la voz de la joven elfa. “¿Elesarn te llamas?” le preguntó, pero la muchacha no respondió. En realidad la voz de ella venía mezclada con los susurros de muchas más voces, y todas ellas eran malas... muy malas.
A Dwalin se le cayó el alma a los pies cuando el mago bajó la mirada y sus ojos dejaron entrever una profunda pesadumbre. El enano, de algún modo, sabía que Pallando había entendido de que le estaba hablando y, por eso, aquella sombra que recorrió el semblante del viejo fue más esclarecedora que cualquier explicación hablada.
Como si tuviera miedo de volver a captar la presencia de Elesarn, Dwalin siguió a sus compañeros en el ascenso cabizbajo. No tardaría en llegar el momento en que el enano tendría que volver a alzar los ojos para hacer frente a nuevos peligros.

De golpe y porrazo, allí donde habían reinado las tinieblas y el gris, la luz –una luz pegajosa y sucia, todo hay que decirlo- se avivó con un impulso cegador.
Beren, parapetado detrás del volante del coche, parpadeó varias veces ante aquella fuente de resplandor. Sí, sus ojos no le habían engañado: Delante suyo, las llamas de un fuego cubrían los árboles con su danza nerviosa e inquieta, como si intentaran atraer desesperadamente la atención de quienes las vieran.
Precipitadamente, el subteniente frenó al ver su camino cortado por aquel muro de fuego. Apesadumbrado, salió del coche, no sin antes darle un vistazo a Arien. Bajo la amarillenta y caliente luz del incendio vio que la chica volvía a estar recostada e inconsciente en su asiento, aunque al policía no le gustó la capa de sudor que recubría su blanca piel.
Después se volvió para encarar al baile de serpientes de fuego de las llamas. Sin que lo supiera, Beren había dado una vuelta completa al “Circular Park” (y, con ella, casi una a la ciudad entera) y había llegado casi justo al punto de salida, allí donde el camión de bomberos incendiado había hecho acto de irrupción, permitiendo la fuga de Beregond de los huargos. Pero ahora ya no quedaba ni rastro de todo aquello y las llamas se habían ido extendiendo eficazmente a través de la red intrincada del brancaje de los árboles. Quizás el fuego, tal y como pensó Beren, era también el causante de que ahí no se encontrara nadie.
Divagando en aquello, se giró hacia el coche intentando no dejarse superar por la situación. Detrás, a sus espaldas, las llamas hacían crepitar en un concierto apocado pero continuo todo lo que conseguían rozar, recordándole al joven subteniente que ya nada más podía pasar aquel día.
Por esa misma razón, cuando se encontró con que la portezuela del copiloto estaba abierta y que Arien había desaparecido, se le vinieron abajo todos los pocos esquemas que pudieran quedarle. Casi diez años en la policía fortaleciendo la razón y la fría observación del mundo para tener un justo control de todo lo que estuviera sucediendo y con tan sólo medio día todo se derrumbaba en la mente de Beren.
Corrió entonces hacia el coche y se quedó mirando como magnetizado el asiento vacío que otrora hubiese ocupado la mujer.
- Se... se ha ido de golpe – musitó Tullken, que también tenía una expresión de desconcierto en el rostro.
- Es verdad... Esa tía no debe de estar muy bien de la cabeza. Se ha despertado, ha pegado un grito y luego se ha ido corriendo hacia aquellos árboles de por ahí – acabó por confirmar Sin Nombre.
En todo caso, Beren no les hizo mucho caso, pues todo lo que le habían dicho ya lo había deducido. Angustiado por primera vez desde hacía años, el subteniente levantó la vista para volver a inspeccionar los alrededores, en un intento vano de coger otra vez el autocontrol mental. En verdad, como muy bien sabía en el fondo, estaba buscando a Beregond.
Agitando con gesto negativo la cabeza, Beren desestimó aquella búsqueda y volvió a sentarse al volante del coche. La nuca le ardía debido al calor de las llamas que, disimuladamente, avanzaban hacia ellos. Con una maniobra dio media vuelta y siguió conduciendo cerca de la línea de árboles donde Sin Nombre le había asegurado que Arien había desaparecido, esperando poder ver la silueta enfermiza de la mujer.
La calzada por la que volvían a circular les pareció más siniestra que antes, si cabe, al haber aumentado aún más el humo de los incendios del exterior y del propio parque; y también por los gritos que, más que nunca, transpiraban las calles de Osgiliath. De igual forma, las sombras furtivas de figuras huidizas aumentaron en ese segundo recorrido por el “Circular Park”, para regodeo de la angustia que ya se había apoderado de los tres ocupantes del coche.
Tan concentrado se encontraba Beren en encontrar a la chica y a posibles amenazas detrás de los árboles, que poco le faltó para chocar contra un furgón volcado de la policía que entorpecía la vía. Con un frenazo en nada delicado, Beren paró el coche, sintiendo que un desagradable y ponzoñoso desánimo rebrotaba en su interior por lo que acababa de ver. Casi con un resorte mecánico, salió del coche y se plantó ante el vehículo siniestrado. Estaba claro que hacía poco rato que había volcado, pues cuando habían pasado antes por allí no se habían topado con él y aún se oía el ronroneo del motor encendido.
Con tres largos pasos, el policía se acercó más. Las puertas del furgón habían sido abiertas y todos los policías que hubieran podido haber adentro habían huido en dirección a los árboles, tal y como ponían de manifiesto las numerosas huellas del suelo marcadas con sangre (lo que también quería decir que había heridos). Quienes no habían podido escapar con toda seguridad fueron el conductor y su copiloto.
Cuando Beren se aproximó a ellos, vio que el primero estaba indudablemente muerto: Su cabeza había estallado, literalmente, al chocar contra el volante debido al frenazo que debió ejecutar y que había sido el causante del bolcamiento. El copiloto, a su lado, no había corrido la misma suerte gracias al cinturón de seguridad, aunque también se encontraba mortalmente herido y su rostro se hallaba completamente cubierto de sangre.
Reuniendo la poca sangre fría que le pudiera quedar, Beren se acercó a éste último. Comprobó que el hombre se debatía entre la consciencia y el desmayo más mortífero de todos.
- ¡¡Eh!! ¡Agente, manténgase despierto! – le gritó el subteniente, recordando que aquel era un buen método para mantener a los heridos fuera de las garras de la muerte.
El policía atrapado gimió e hizo amago de abrir los ojos. En su interior, Beren dejó escapar un suspiro de alivio.
- Muy bien, agente. No haga esfuerzos. Intentaré llamar a una ambulancia para usted – y al decir aquello, Beren dio un vistazo a la radio de la furgoneta: No estaba muy dañada y seguramente aún seguiría funcionando – Pero antes agradecería que me diera alguna pista de lo que ha pasado aquí.
El hombre volvió a gemir, moviendo levemente la cabeza como si buscara la fuente de aquella voz en un foso oscuro.
- Lo... Lobo – consiguió articular finalmente, a pesar de que, a Beren, le bastó y le sobró con aquella palabra.
Y mientras el joven ayudante del teniente Beregond alargaba una mano para coger el micro de la radio del furgón, en el interior del coche patrulla, Sin Nombre y Tullken contemplaban estupefactos la escena de delante. El primero, con las manos enmanilladas apoyadas en la reja que les separaba de los asientos delanteros, no dejaba de repetirse que cuando les contará todo aquello a sus colegas fliparían. Tan convencido estaba de eso, que no pudo evitar compartir ese pensamiento con su compañero de cautiverio, aunque a éste no le importase lo que pensara o dejara de pensar:
- Jo, tío; cuando les cuente esto a los colegas...
Tullken, de igual forma, no le escuchaba y se mantenía en un silencio casi ascético. Sin Nombre iba a seguir con su parloteo natural para poder deshacerse un poco de los nervios, cuando Tullken abrió de súbito la portezuela de su lado y, enmanillado y todo, saltó fuera del coche para huir corriendo hacia los árboles. Fue todo tan rápido que a Sin Nombre no le dio tiempo de pensar nada en concreto aunque si pudo dejar escapar un “¡Ey!”. Una milésima de segundo después se encontraba siguiendo al dúnadan.
Esa última exclamación, no obstante, fue suficiente para poner en alerta a Beren, quien dejó de golpe el micro y pudo ver como los dos chicos, con el del padre rico a la cabeza, salían disparados del coche como si sostuvieran un paquete invisible entre los brazos al tener las manos juntas debido a las manillas.
Quizás asustados y alicatados por lo que les había tocado vivir, reflexionó Beren en un instante, los muchachos habían decidido huir. El subteniente también fue capaz de percatarse de que ninguno de los dos se había fijado en las huellas rojas que jalonaban el suelo y que ellos habían seguido al dirigirse directos a las profundidades del “Circular Park”.

La negrura les había estado acompañando durante casi todo su recorrido de ascenso por la “Torre de Cristal”, por lo que sus ojos se estremecieron al recibir la luminosidad de la siguiente planta del rascacielos. Se hallaban ya en el piso noventiuno, cerca de la cúspide...
Aquella inesperada claridad tuvo el efecto de subir un poco los ánimos de los Tres Caminantes, lo que, por otra parte, no evitó que, al bajar el ritmo que habían mantenido subiendo las escaleras, el agotamiento les azotara con su inefable látigo. Si no hubiera sido por las lembas, habrían caído fulminados nada más llegar al décimo piso debido a ese mismo cansancio.
Pero ahora se hallaban allí, en aquella planta que, como muchas en las que habían estado, parecía haber sido vaciada y reformada. Aquí las paredes que hubieran separado las diferentes habitaciones del piso también habían sido eliminadas, dándole al lugar un aire de solemne grandiosidad, acentuada quizás por el hecho de que en aquel piso el techo era el doble de alto.
La luz que tanto les había sorprendido, y que también contribuía en aumentar la inmensidad de aquel espacio, se colaba por los grandes ventanales que sustituían las paredes que delimitaban los límites físicos de la planta. Los únicos lugares que no habían sido remplazados por cristal eran la pared de donde habían salido de las escaleras y la pared opuesta a la suya, donde se hallaban los ascensores. Los tres avanzaron y sus pasos resonaron y se perdieron en el vacío de aquel vientre de ballena de paredes acristaladas.
Convencido de que en un lugar tan abierto y vacío no podrían esconderse trampas arteras, Dwalin, seguido de Abdelkarr, se dirigió casi sin darse cuenta hacia la pared de cristal que los separaba de una caída de casi cuatrocientos metros. Necesitaba ver el exterior aunque fuese de aquella manera.
Al asomar las miradas en la grandeza del mundo de fuera que rodeaba a la “Torre”, se encontraron con un techo bajo de nubes grises que daban una sensación claustrofóbica de opresión, a pesar de que ellos se hallaran a una altura que les hubiera permitido acariciar los cielos. Pero sin lugar a dudas, lo que les cortó la respiración fue el espectáculo que vieron en la ciudad bajo sus pies.
Intentando competir con las nubes de arriba, grandes bancos de humo negro se elevaban de diferentes y numerosos puntos de la ciudad (Dwalin llegó incluso a divisar un incipiente incendio en el “Circular Park”) y el ruido de las explosiones, las sirenas y la tensión les llegó a sus oídos a pesar de la altura y el grosor de la ventana... o por lo menos eso les sugirió la visión de aquel caos a sus orejas.
Pallando no necesitó asomarse para saber que ocurría. Con imaginárselo le bastaba. Además, había de prestar más atención a su anfitrión, el cual les había venido a recibir en aquella sala sin que ellos no se hubiesen dado ni cuenta. Efectivamente, el flamante primer Consejero de la República de Gondor Alatar había bajado con el ascensor (pues las escaleras finalizaban en aquel piso) y ahora se entretenía en contemplar bien derecho y con una sonrisa torcida en los labios a sus “invitados”. Su enfado era monumental por ver a los tres allí, vivitos y coleando, y Ardarel, que no se apartaba de su lado, sonrió al comprobarlo, dando la sensación de que acompañaba a su señor a la hora de recibir a las visitas con irónicas y falsas sonrisas.
- Abdelkarr, Sr. Piedra Tosca – les advirtió, con vez queda, el viejo mago.
Los chicos se giraron indignados hacia él por considerar que merecían más tiempo para regodearse en su indignación por ver su ciudad convertida en pasto de las llamas a pesar de los esfuerzos que habían hecho ellos para evitarlo. Más afligido se encontraba especialmente Dwalin al acordarse de su familia. Esperó, y más deseó con una esperanza seca y ardiente, que se encontrasen sanos y salvos, aunque bien sabía que el “viejo general” (tal y como llamaba a su padre) se las apañaría para defender a su familia y a un millón más de ellas.
El carraspeo que hizo el Sacerdote, de todas formas, les volvió a poner en su sitio y a los dos les cogió por sorpresa ver la persona de su archienemigo allí mismo, como quien se encuentra con un vecino en las escaleras; aunque su figura, junto a la de Ardarel, se viese tan empequeñecida debido a la distancia. Solamente parecían dos muñecos distantes y vestidos de rojo y azul respectivamente.
Acompañando a Pallando, dejaron atrás el ventanal y se acercaron con pasos calmos a la otra punta de la larga sala donde les esperaba Alatar. En el tiempo que duró aquel recorrido el único ruido que rompió el silencio que les seguía fue el de sus pisadas. Levantando el cuello para admirar el alto y abovedado techo, Dwalin pudo escuchar como aquel sonido se perdía en las alturas como un eco.
A medio camino del trayecto, vieron también que, justo en el centro de la sala, se alzaba una columna del grosor de un dedo humano que unía techo y suelo. El ligero brillo que desprendía dejaba claro su constitución metálica.
Dejando atrás aquel hilo firme y recto que, con su sencilla estructura, parecía soportar el techo para que no se derrumbara, Pallando, Abdelkarr y Dwalin llegaron al final en presencia de Alatar. Éste, que les había seguido todo el rato con la mirada fija en ellos, se cruzó de brazos y esbozó una de las sonrisas más falsas que Dwalin recordase haber visto jamás. A Alatar, como a Pallando, empezaban a caérsele las máscaras con las que se recubría.
- Bienvenidos de nuevo... ¿Qué os parece la Sala de Gala? Aquí es donde el Senescal organiza sus cenas, recepciones y bailes multitudinarios con otros gobernantes, gente importante de Gondor y demás gentuza revestida de oro y poder... Aunque, claro, supongo que todo esto no os debe importar mucho.
Alatar calló y aguardó a la reacción de los otros, mientras los examinaba. Para desagrado y molestia del ex-mago azul, los tres no parecían estar muy malheridos. Él hubiese deseado verlos más manchados de purulentas heridas y sangre por haber podido escapar de las trampas que había ido diseminando a lo largo y ancho de la “Torre”.
Pallando, a juzgar por la mirada fría y penetrante que le lanzaba, estaba claro que también hubiese deseado verle igual que como él esperaba verlos, y el joven humano parecía seguir al anciano “Istar” en su propósito de atravesarle con los ojos. Tan sólo el enano tenía perdida la vista con la visión de Ardarel. ¡Pobre muchacho! – pensó Alatar. Si supiera de lo que ella era capaz de hacer con trozos de carne tan pequeños.
- Alatar, reitero lo dicho en la entrada de la “Torre de Cristal” – exclamó Pallando y como en todas las veces en que hablaba, aunque sólo fuera para decir algo corto y sabido, su potente voz captó la atención de quienes le rodeaban.
La sonrisa de su antiguo compañero se ensanchó y la de la chica la siguió casi al mismo ritmo que aquella. De todos modos, el ceño fruncido de Pallando parecía inmutable y el mago se reafirmó:
- No tienes ninguna posibilidad de vencer, Alatar... Ya hemos superado y traspasado todos los peligros que has ido interponiendo en nuestro camino. Ya nada te protegerá en el “Thoronost”.
- Te equivocas, Pallando. Esta planta es previa a las dependencias del Senescal y a los últimos seis pisos de la “Torre”. Si he bajado hasta aquí ha sido simplemente para ordenar a su vigilante que entre en acción.
Sin permitir que Pallando pudiera replicarle nada, Alatar se dirigió a un panel de control ubicado al lado de los ascensores. Tecleó un código y, de repente, un tramo de la pared se deslizó casi sin emitir ruido alguno, dejando entrever lo que guardaban sus entrañas. Allí, incrustado en un lecho vertical de metal, soportes y cables, se alzaba una figura gigantesca de forma humanoide y piel y carne de metal. Abdelkarr y Dwalin se quedaron petrificados, pero más grande fue la sorpresa de Pallando.
- ¿Qué... qué nueva criatura es ésta?
- Ah, mi pobre y viejo Pallando; olvidé tu ignorancia del mundo moderno. ¡Tan acostumbrado a criaturas de carne y hueso a las que poder combatir! Pero para generar a nuevos seres ya no es necesario saber de los misterios de la carne. Es mejor crearlos a partir del acero y volverlos inmortales, pues pueden ser fácilmente... reparados.
Oliendo como sus minúsculas mentes trabajaban a todo gas para poder afrontar aquel nuevo peligro, con gesto triunfal apretó Alatar la última tecla del panel. Acto seguido se oyó el silbido de los mecanismos de anclaje que lo mantenían sujeto a la pared. Los engranajes y pistones que constituían las articulaciones de la “criatura” se relajaron al verse libres y, por unos instantes, pareció que se hundía de hombros, lo que, de todas formas, no le restaba su presencia amenazante, ya que debía de medir unos cuatro metros largos de alto. Vacilante, dio un primer paso para salir a la luz y así pudieron verle mejor todos.
Dwalin había oído desde pequeño, y de la boca de los empleados del taller de su padre, que algún día se llegarían a construir máquinas tan perfectas que conseguirían imitar la forma y gestos de cualquier enano o humano. Pero el ingenio que se erguía ante ellos rompía y demolía todas las expectativas. Era un robot, una máquina venida a menos, de equilibrada y esbelta figura. Sobre ella, como grandes planchas de metal, brillaba el recubrimiento de su carcasa parecido a la armadura de los antiguos soldados de Gondor. Sin ir más lejos, en el brazo izquierdo se extendía un gigantesco escudo de casi dos metros de longitud con el emblema del Árbol Blanco cincelado en su superficie.
- Lástima que no haya nadie más aquí a parte de nosotros; así vuestra derrota a manos de él se haría conocida y, quien sabe, si famosa... Pero (por si os interesa) es mejor que, en la refriega, no dañéis la columna de “mithril” que tenéis a vuestras espaldas. A pesar de que sea casi tan fina como un cabello se encuentra unida a la columna central que sostiene este sitio. Si fuera dañada, la estabilidad de estos pisos superiores se vería seriamente afectada y los vientos que azotan en el exterior harían vibrar la “Torre” hasta límites bastante... insoportables para ella.
El engendro mecánico se enderezó tras otra orden de sus circuitos y se alzó tan alto como era bajo un coro de silbidos y pitidos que salían de su interior. Delante de aquello, los tres compañeros casi pasaron por alto las palabras de Alatar, quien se volvió hacia el ascensor, listo para desaparecer de nuevo junto a Ardarel.
A la vez que el robot daba un autoritario paso hacia delante (que casi dio el efecto de que iba a desestabilizarlo, como un niño que aprendiese a caminar), los dos muchachos y el mago dieron uno para atrás. A la sazón, una lucecita roja se encendió en el lugar que tendrían que haber ocupado los ojos, en la rendija del casco macizo de la máquina y que a ellos tres les recordó a las que también acompañaban a las cámaras de seguridad del edificio.
- “ Fui ideado para la completa autoprotección del edificio presidencial y complejo financiero de la “Torre de Cristal”. Fui construido como prolongación física de los sistemas operativos imperantes en la “Torre de Cristal”. Fui programado para no dejar con vida a cualquier intruso que atentara contra la vida del Senescal o sus consejeros en la “Torre de Cristal”. Yo soy... el MÓL”.
Y dicho aquello, el robot desenvainó una espada de filo tan largo como la estatura de Pallando y la levantó amenazadoramente al mismo tiempo que ponía su escudo ante sí, de forma defensiva. Miméticamente, Pallando también alzó la espada y el bastón en actitud combativa. Dwalin y Abdelkarr parecieron olvidar sus armas y se limitaron a contemplar como el MÓL avanzaba otro paso más - esta vez más seguro- hacia ellos, haciendo chirriar todas sus junturas.
- “ Siguiendo el procedimiento estándar, les rogamos que se deshagan de las armas, u otros utensilios de manejo hostil, en el suelo y procedan a tumbarse en el suelo, con los brazos detrás de la cabeza, para una detención y encarcelamiento más fáciles para nuestros cuerpos de seguridad. El incumplimiento en diez segundos de estos mandatos incurrirá contra la ley 07/79/00 de la República de Gondor”.
Pallando, que había esperado un ataque inmediato, quedó sorprendido por aquella parrafada grabada por una simpática voz femenina que la máquina vomitó por un pequeño altavoz instalado en su casco.
- “Los diez segundos han concluido. Ahora se iniciará su arresto por los procedimientos permitidos por la ley 07/66/03 de la República de Gondor. Sepan que cualquier intento de interponerse al MÓL es imposible gracias a sus cincuenta planchas de acero, sus ciento cincuenta protecciones ajustables de plástico y su espada de titanio” – concluyó retóricamente otra cinta grabada por una voz más gris, semejante a la de un funcionario cumplidor pero aburrido, que la de la chica de antes.
- ¡Ja! Alatar cree que puede combatir el “mithril” con sus juguetes de hojalata – se rió Pallando haciendo entrechocar su espada y su cayado.
Más le hubiera válido al mago no haberse jactado con aquel fervor, pensaron al unísono Abdelkarr y Dwalin, sorprendidos por aquella salida de tono tan poco corriente en el “istar”, cuando el MÓL descargó su espada en un movimiento vertical de arriba hacia abajo contra el propio anciano, quien era el que se encontraba más cercano a él.
A punto estuvo la fuerza de aquella acción de partir a Pallando en dos trozos si éste no hubiese sido consciente de su error por haberse dejado llevar por la arrogancia y no hubiese interpuesto su espada en el camino de la otra. Para tal maniobra, el mago tuvo que coger a Celebrinaglar con las dos manos y levantarla contra el filo enemigo. De la mano que no agarraba la empuñadura no tardó en emanar sangre cuando el “maia” apretó los dedos entorno la espada para amortiguar el impacto que le cayó encima.
El chasquido de aquel primer roce perturbó la calma del catedralicio espacio. La tregua, de igual modo, no parecía estar entre los programas del MÓL. El robot, sin esperar a nada más que a sus propias ordenes, volvió a levantar la espada por encima de su cabeza con pasmosa facilidad para repetir el mismo procedimiento. La diferencia fue que esta vez la “descarga” fue más brutal y Pallando – a pesar de que volvió a interponer su metal con el del MÓL- no pudo aguantarlo y cayó al suelo.
La imagen del mago derribado, tan frágil y endeble de golpe, dejó sorprendidos a Dwalin y Abdelkarr. Pero, sin pensárselo, el sureño salió corriendo para ofrecer ayuda a quien había sido su maestro y mentor desde que él recordase. Dwalin se quedó en la retaguardia, demasiado estupefacto por la demostración efectuada por el MÓL. Para un enano, que un artilugio metálico de tanta altura y envergadura mantuviera un perfecto equilibrio y se moviera con la rapidez y soltura de un deportista era un acontecimiento tan terrible como bello.
Al llegar Abdelkarr al lado del mago y de la sombra del robot, se vio bajo los efectos de la intimidante presencia del mecanismo a dos patas. Fue entonces cuando le pareció que la espada negra, que tan fuerte había agarrado al acudir al auxilio de Pallando, se convertía en un juguete al lado del imponente filo que el MÓL hacía girar con maestría en su mano gracias a su muñeca móvil.
Pallando iba a urgirle para que se apartara, pero el chico clavó su espada entre dos junturas de las piezas de la armadura del robot para dañar las partes menos protegidas y por creer que si actuaba con rapidez conseguiría despistar a la máquina y a sus propios temores.
Como ya había supuesto Pallando, aquel sablazo precipitado fue en balde y el MÓL, dándose cuenta por primera vez de la presencia de Abdelkarr, dirigió su ciclópeo ojo rojo hacia él para devolverle el golpe.
El filo de la espada del robot pasó justo al lado del muchacho por un fallo de una milésima de centímetro en los cálculos de precisión de sus circuitos. Los que no se vieron en nada afectados fueron la velocidad y la potencia del golpe: Abdelkarr sólo notó el roce del aire cortado sin ver el filo y una profunda hendidura se abrió en el suelo ahí donde había aterrizado la espada a pocos milímetros de su pie. El haradrim, de modo similar al mago, cayó al suelo debido a la impresión.
Dwalin, de lejos, fue testigo de todo aquello y, viendo que el MÓL se encontraba distraído intentando desincrustar la espada, su mermado valor le pinchó para que corriera en ayuda de los derribados Abdelkarr y Pallando. Confiado, golpeó al MÓL en una pierna con todas sus fuerzas, pero fue como aporrear un bloque compacto de mármol.
El MÓL, enfocando aquella nueva y pequeña amenaza, acabó extrayendo la espada con total tranquilidad y a punto para volver a usarla. Abdelkarr, ante aquella situación, se lanzó desde el suelo a la pierna del robot para distraerlo en su intento de partir al enano en dos gemelos. Empero, el MÓL se deshizo del humano con un ligero movimiento de patada que lanzó al endrino directamente hacia Dwalin, cayendo estrepitosamente los dos chicos al suelo.
Sin tiempo ni para darse cuenta de lo que estaba sucediendo, la pareja de muchachos nunca supo que Pallando les salvó la vida por muy poco. El “istar” había conseguido reincorporarse en el último momento y atacó al robot por la espalda, a escasos instantes antes de que éste dejara caer un golpe mortal sobre los caídos Abdelkarr y Dwalin.
La cabeza del robot volvió a girar, pero esta vez ciento ochenta grados, y contempló al mago, quien volvía a alzar el bastón y la espada más seguro de sí mismo. Al fin y al cabo, como pensó el “maia”, el repertorio de movimientos de una máquina no podría hacer frente a su experiencia de miles de años.
Situándose en posición de ataque, los dos contendientes iniciaron un estruendoso combate en el que las chispas saltaron como lenguas de fuego a cada “caricia” de los dos filos a causa de la fuerza descargada por los brazos que enarbolaban los aceros. A pesar de aquello y de que su caída inicial había tenido lugar por culpa del mal calibraje de las aptitudes de su oponente, a Pallando le costaba muchos esfuerzos mantener el ritmo del duelo contra un enemigo el doble de alto que él y que poseía un escudo protector tan eficaz como una pared de hierro. De aquel modo, el robot cogió la ventaja al inicio, haciendo retroceder al mago; pero éste, escarmentado de su encontronazo anterior, retomó el hilo de la escaramuza a tiempo, dificultándole las cosas a la máquina.
La gran sala de baile de los Senescales no tardó en convertirse en el escenario por donde los dos duelistas bailaron al son de la esgrima, deslizándose por el amplio espacio con sonoros pasos que retumbaron hasta el alto techo. Dwalin y Abdelkarr, ya en la lejanía y aún tumbados en el suelo, se estremecieron ante cada golpe ensordecedor que resonaba en la estancia cada vez que se ejecutaba una estocada.
Una vez levantados, vieron también que los dos se habían alejado de ellos y se habían perdido en la inmensidad de aquel lugar. Aunque lo más llamativo sin duda fue comprobar la descorazonadora e injusta diferencia de estatura entre los dos campeones. Mientas que Pallando había de levantar a Celebrinaglar y a su cayado para volver a entrecruzarlos en una X que frenase la espada del MÓL, la táctica de éste tan sólo consistía en dar bandazos con su imponente arma sobre el enemigo, como quien golpea con un garrote.
Enrabiado, Abdelkarr se apresuró en levantarse completamente del suelo para lanzarse en apoyo de Pallando. Dwalin le siguió pisándole los talones a pesar del encogimiento que sentía en el estomago a cada paso que daban hacia el MÓL, quien parecía crecer al acortarse las distancias. Con decisión no tardaron en pasar de largo de la fina y brillante columna que había en el centro de la sala y plantarse junto a Pallando y del mecanismo. Sin estrategia preparada alguna, se precipitaron en un ataque directo al costado del robot.
El MÓL, sin ni siquiera distraerse del combate que mantenía con el mago, se deshizo de ellos interponiendo su escudo entre él y ellos y lanzádolos de nuevo lejos con un empujón del mismo. Más dolorosa que la caída, lo que realmente le dolió a Abdelkarr fue descubrir una cruda realidad. Tanto Dwalin como él no representaban un serio peligro para el MÓL, cuyos sensores así lo habían juzgado y que habían sido los mismos que le recomendaban concentrarse solamente en el viejo, quien si podía ser una amenaza.
Descubrir aquello, que no dejaba de ser una verdad tan grande como la misma “Torre de Cristal”, no ayudaba a la hora de afrontar otras dos duras realidades: Por mucho que el MÓL no fuera en verdad un gran enemigo ante el poder de Pallando, tampoco había de ignorarse que el mago se encontraba agotado y exhausto, y allí estribaba la gran diferencia. El robot no se fatigaba. Su poco poder o dominio de la situación lo compensaba el hecho de que podría seguir atacando indefinidamente sin que ninguna gota de aceite resbalara por su frente.
Si las cosas seguían de aquel modo, Pallando no tardaría mucho en verse de nuevo en el suelo. Medio aturdido aún, Abdelkarr estrujó su mente a la búsqueda de un punto débil que consiguiera derrumbar aquella fortaleza andante de cables y metal.
- Dwalin, tú familia tiene un taller mecánico, ¿no?... – le dijo de golpe el sureño al enano al venirle a la cabeza aquel hecho.
Dwalin, tan abatido como podía estarlo alguien que hubiera corrido, peleado y que, finalmente, hubieran derribado miles de veces, abrió los ojos en una expresión de horror al comprobar hacia donde quería llegar Abdelkarr con aquel comentario.
- Sí, pero nosotros no nos encargamos de máquinas tan complejas.
- ¡Pero no dejan de ser máquinas! Todas ellas tienen unos componentes básicos... Y si uno de ellos falla...
- ... el resto cae.
El enano, ante aquellas nuevas palabras de Abdelkarr, volvió a dirigir la mirada hacia el MÓL con otros ojos, a pesar de que en su interior una vocecita le decía que aquello era una locura. En resumidas cuentas se trataba de frenar a un robot el doble de alto que cualquier patas largas que hubiese conocido y más blindado que una tortuga. En todo caso, si se le obstruía la fuente de energía, el androide se convertiría al instante en el armatoste más preciosamente intrincado que existiera. ¿Pero dónde podría hallarse la hipotética batería? Dwalin descartó brazos, piernas y cabeza por ser puntos demasiado “visibles” y vulnerables. De la zona del tronco también desechó la parte baja, pues allí estaba claro que se encontraban los mecanismos de las caderas que hacían que el MÓL pareciera un equilibrista en el borde del mundo por sus gráciles y seguros esfuerzos por mantenerse derecho.
Así que sólo quedaba la zona torácica, la cual, a su vez, era la parte más protegida.
- En el corazón...
- ¿Qué?
- Que digo que la batería, o lo que tenga de pilas este monstruo, debe de estar en el pecho, en el lado izquierdo para ser más concretos, ya que es la zona protegida por el escudo y no en el derecho, donde está el brazo ejecutor... Supongo que también debe de encontrarse echada para atrás, pues el blindaje del pecho debe de ser casi tan grueso como mi brazo y la batería en si tiene que ser una bestia de mi tamaño, más o menos, rodeada por una maraña de cables más electrificados que los de los postes de mi vecindario.
Una vez dicho aquello, Dwalin se giró de cara a Abdelkarr. Éste le miraba con una radiante cara de asombro.
- ¿Ves qué cuando quieres eres bueno? – le soltó finalmente el endrino y, renovada su vitalidad, se levantó de un bote.
- ¿Qué vas a hacer? – le preguntó alarmado Dwalin.
- Pues parar el jueguecito. Si le quitamos las pilas a ese bichejo poco le quedará de vida, ¿verdad?
- Claro, ¿pero cómo llegaremos hasta ella? Deberíamos arrancársela del todo.
- Déjamelo en mis manos.
Seguidamente, Abdelkarr se quitó las piezas de la parte superior de su armadura y Dwalin comprendió que el sureño quería ganar ligereza. Ligereza para saltar sobre el robot, naturalmente.
- Estás como una puta cabra... peor que Tullken – murmuró Dwalin incrédulo y con los ojos que parecían haber sido olvidados por los párpados.
De igual modo, Abdelkarr ya no le escuchaba. El chico se había lanzado ya en dirección al MÓL, quien había conseguido que Pallando se defendiera de sus ataques con una rodilla en el suelo. Aquello, paradójicamente, fue de ayuda al muchacho pues, al estar el robot casi agazapado, acceder a sus anchas espaldas no le supuso un gran esfuerzo.
En unos primeros instantes, Abdelkarr pensó que sería muy difícil trepar por la máquina y que ésta reaccionaría con hostilidad contra él, pero para su sorpresa la retaguardia del MÓL era la zona más accesible y desprotegida del autómata. Con un salto atlético nacido de las horas de juego en las calles, el haradrim se aferró con fuerza al torso inclinado y frío del robot y, desde allí, pudo ver, casi en primera fila, la espantosa visión del rostro contraído y resquebrajado por la fatiga de Pallando a causa de la lucha sin cuartel que le ofrecía el androide.
Dwalin, después de la sorpresa inicial de ver la osada idea de Abdelkarr puesta en práctica, también fue consciente de la dificultad creciente del mago para impedir ser aplastado por los “garrotazos” que propinaba el MÓL valiéndose de su espada. Tragando saliva, volvió a sentir el rígido mango del martillo Khazad entorno a sus dedos y, sin dudarlo, salió corriendo en ayuda de Pallando.
Encaramado como podía sobre el robot, Abdelkarr casi ni se fijó en la menuda figura de Dwalin cuando éste se puso delante de la máquina; pero si notó que ésta última titubeó por unos segundos, los cuales fueron aprovechados por él para intentar meter una mano en una de las junturas del MÓL en busca de algún cable que le condujera al corazón frío del mecanismo.
Aquellos instantes aprovechados por Abdelkarr nacieron gracias a la intromisión de Dwalin en el combate. El enano, viendo la espada del robot sobre la cabeza de Pallando suspendida como el dedo cruel del destino y sólo contenida por la debilitada fuerza de los brazos del mago – los cuales sostenían a Celebrinaglar y el cayado como unas tijeras ante el avance del filo enemigo-, se apresuró en levantar el mazo a modo de muleta que reforzara la defensa de Pallando.
La renovada energía con la que realizó aquella acción el enano debilitó el ataque del MÓL, quien retiró unos centímetros el arma, confundido. Resollando, sudando, y aun con la vista nublada, Pallando vio que aquel era su momento. Con la rapidez de un parpadeo, volvió a erguirse confiando en el apoyo de Dwalin y, sin vacilar, clavó Celebrinaglar en la ranura que se abría en el casco del robot aprovechando que éste se había aventurado a inclinarse para perpetrar su muerte.
La hoja argéntea de la espada se hundió hasta que su punta se topó con el duro extremo contrario del casco, atravesando toda la cabeza. La luz titilante y roja del visor del MÓL se apagó, indicando la ceguera que se adueñó del robot. Aún así, las tinieblas fueron rápidamente substituidas dentro de la cabeza de la máquina. Anunciándose con suaves siseos, un seguido de chispazos de electricidad culebrearon por la ranura extendiéndose al resto de la cabeza.
Aguijoneado por el cosquilleo que empezó a sentir en el brazo que sostenía la espada, Pallando la retiró para evitar que aquel fuego silencioso y enormemente poderoso se extendiera por su cuerpo, abrasándolo con espasmos. Quien ya no tenía escapatoria era el MÓL. El robot se agitó por unos momentos presa del desconcierto y de la ceguera súbita de la mitad de sus sensores.
Con horror, Abdelkarr pudo ver como coronas intermitentes de electricidad adornaban el sobrio casco. La imagen tardó un segundo en quedársele grabada en la retina debido a que, desde el suelo, Pallando le gritó algo que no entendió y, seguidamente, le lanzó Celebrinaglar. Cogido por sorpresa, el sureño casi cayó de los hombros del gigante de hierro cuando la agarró por la empuñadura. Para su asombro y alivio, el arma, a pesar de su intimidante y largo filo, era ligera y manejable.
Reordenando las ideas a velocidades que sólo podían dañar la mente, Abdelkarr llegó a la conclusión de que Pallando esperaba que acabase de una vez por todas con el robot... clavándole la espada en su fuente de energía. Aturdido por aquella responsabilidad, el haradrim intentó enderezarse y mantener un mínimo de equilibrio en el espasmódico mecanismo.
Éste, cada vez más ciego y enloquecido por el desbarajuste de señales que recorrían sus circuitos, dio pasos en falso y sablazos que no llegaron a ningún lugar. Notando que no dañaba a nada ni a nadie y hundidos sus sensores en un embrollado mutismo, el robot lanzó la espada y, a tientas, empezó a andar por la sala con pasitos impropios de su envergadura. Había algo tremendamente patético y humano en aquel armatoste animado, pensó Pallando y a su memoria acudió también el recuerdo de la anónima, y ya lejana, muerte de la araña-madre y el troll de las nieves.
Fuese como fuere, la incertidumbre del MÓL duró poco. Como una luz en la oscuridad, la última señal, la última “sensación”, que captó el robot apareció y se marchó, pero su claridad fue abrumadora: Un dolor venido de la espalda se extendió hasta su pecho, hasta su batería. Fue sólo un momento, como un pinchazo realizado por un cristal del suelo sobre un pie desnudo, pero al MÓL le bastó para ser consciente de la espada que alguien le había clavado por una de las finas junturas de su dorso.
Dejó caer entonces su escudo y, aún de pie, permitió que la electricidad se escapara a borbotones y sin control por todo su cuerpo. Dwalin vio en aquellos instantes como el robot iniciaba una extraña y descontrolada danza aun con Abdelkarr a los hombros. Pero algo iba mal. El sureño parecía que no podía soltar la espada. Pallando también lo vislumbró y fue corriendo hacia el MÓL. Cuando llegaron hasta él, vieron que el haradrim intentaba desenganchar a Celebrinaglar de la espalda apoyando con firmeza los pies en ésta y estirando con las manos fuertemente entrelazadas entorno a la empuñadura. Empero, la expresión de dolor en la cara del joven parecía demasiado exagerada.
Pallando y Dwalin comprendieron que, al dar directamente al corazón de la criatura metálica, la electricidad había alcanzado al muchacho a través de la espada. Abdelkarr, agarrotado por los miles de electrones que intentaban atravesar su cuerpo a bocajarro, oyó como el mago y el enano le gritaban para que soltara el arma y saltara del robot. ¡Qué más hubiese deseado él! Pero, literalmente, la electricidad, como una amante celosa, impedía que pudiera despegar sus manos de la empuñadura. ¡Qué demonios! ¡Sí tenía que morir así, que por lo menos fuera intentando soltar la llama de plata de Pallando!
Así, apretando los dientes (los cuales le rechinaban a causa de la corriente) volvió a hacer fuerza con las piernas y, sin que lo notara, soltó a Celebrinaglar de aquel cepo electrificado. Ni de cuando cayó a los brazos del mago y le separaron de la espada fue consciente Abdelkarr, pues perdió el sentido del tacto por unos minutos.
El MÓL, por otra parte, fue menos afortunado. Grandes serpientes de electricidad recorrían ya su cuerpo como rayos de una tormenta contenida por mucho tiempo. Pero el robot no podía gritar por el dolor, pues ni tenía boca ni sentía dolor. Tan sólo podía andar como borracho por la amplia estancia mientras la etérea savia que le daba vida le hacía estremecer y titubear ahora que se encontraba libre de las ataduras de un circuito y buscaba a la desesperada una salida.
Juntos y en silencio, los Tres Caminantes fueron testigos de aquel deambular que acabó justo en la columna plateada. Horrorizados, los tres pensaron que el robot se desplomaría sobre ella, destrozándola; pero en cuanto los dedos del MÓL notaron el tacto del pulido metal, la rodearon con delicadeza, como si intentaran agarrar un hilo de seda.
Entonces la columna entera se iluminó con un rabioso fulgor y se volvió a apagar de igual modo que la “vida” del robot. El MÓL permanecía ahora quieto y en silencio, como la estatua de un coloso, apoyado de forma un poco ridícula en la fina columna, como si la acariciara.
Acercándose con un andar cauteloso – o más bien miedoso -, Dwalin se aproximó con reverente timidez a su enmudecido atacante. Mientras Pallando y Abdelkarr se preguntaban que demonios podía haber sucedido, el enano se hizo una vaga idea de lo que podía haber ocurrido. Si la máquina se encontraba perdiendo electricidad por todas partes, era lógico pensar que, al tocar la columna de metal, ésta hubiera absorbido toda la corriente que guardara el robot en su interior; y más a sabiendas de que el “mithril” era un muy buen conductor.
Dwalin sabía que si rozaba ahora el pilar, recibiría una descarga nada desdeñable, y como prueba de ello se encontraba el nuevo brillo que recubría la columna como una luz que emanara de su interior.
- Fíate de un alternador de corriente alterna – susurró el enano con una media sonrisa, y entre dientes, al contemplar al gigante mudo y apagado; pero enseguida se apartó de él debido a un miedo supersticioso surgido del inquietante porte que ofrecía el MÓL a pesar de estar ya desactivado. ¡Quién sabe si el robot podría despertar de nuevo!
Al volver junto a sus compañeros les explicó a grandes rasgos las razones de su victoria y les tranquilizó asegurándoles que la columna no había recibido daño alguno, tan sólo una descarga de unos cuantos centenares de voltios. Al mago y el otro chico les pareció importar muy poco los datos técnicos, y más en el caso de Abdelkarr, que aun se hallaba un poco abotargado mientras volvía a colocarse las piezas de su armadura y recogía su espada.
- ¿Cómo te encuentras? – le preguntó Dwalin dándole un golpecito en el brazo. Entonces el enano recibió un calambrazo que le hizo apartar la mano del otro chico con violencia.
- ... Electrizado... – le contestó Abdelkarr intentando esbozar una sonrisa irónica pero que solamente transmitió una especie de somnolencia.
Pallando puso una mano en su hombro y, para asombro de Dwalin (que seguía acariciándose la mano dolorida), la electricidad no parecía tener un efecto muy grande en él.
- Ya falta poco – dijo y sus ojos repasaron los decaídos rostros de Dwalin y Abdelkarr.
No añadió nada más y, con gesto discreto, se separó de ellos y se encaminó hacia los ascensores, en dirección al piso superior.
El humano y el enano se miraron por unos segundos sin decirse nada y seguidamente siguieron al mago en la estela de silencio que había dejado el hechicero tras sus pasos. A pesar de las palabras de éste último, ellos sabían que el final distaba mucho de estar cerca, pues todo dependía de Tullken, del que no sabían nada... A menos que Pallando se refiriera al final real y con mayúscula, aquel del que sólo pueden dar testimonio los que quedan para contarlo.
Al llegar al ascensor, los tres se acomodaron en su luminoso interior y dejaron perder sus miradas en el gran salón que dejaban atrás, antes de que la doble puerta del elevador se cerrara. Allí dejaron al MÓL, tan inerte e inofensivo como cabría esperar, pero también junto a un descuido mortal. Si Dwalin se hubiera fijado mejor, habría visto como las manos del MÓL habían quebrado ligeramente la columna.
Se trataba de una rotura mínima, de escasos milímetros, pero que separaba la delicada punta del soporte de la “Torre de Cristal” en dos desequilibrados fragmentos que señalaban, como un abismo, la diferencia entre la estabilidad y el caos.

Eran los mismos ojos y los mismos protagonistas de lo que había acontecido aquella mañana en el tranquilo y apacible valle secreto de las más septentrionales de las Montañas Azules; pero el significado, y los sentimientos, que transmitían las miradas habían cambiado.
Tullken y los hobbits (o los hobbits y Tullken, pues tanto daba en aquellas circunstancias) volvían a observarse y a examinarse, aunque ahora era el dúnadan quien los veía desde la privilegiada posición que le otorgaba su altura; y su mirada sólo transmitía indiferencia, una honda y sabia indiferencia. Contrariamente, los ojos de los medianos ya no reflejaban estupor y perplejidad y sí una expectación temerosa hacia su “invitado”.
Dando un último repaso a las relucientes puntas de las armas y utensilios con los que los hobbits le tenían rodeado en un círculo casi perfecto, Tullken finalizó aquella inspección dirigiendo la vista hacia Fair Hyll, quien destacaba en la masa casi indiferenciable de pelos rizados y pies velludos por su excepcional altura y por ser el único, de entre los que rodeaban al chico, que no llevaba ninguna arma; aunque Tullken percibió que era el más peligroso de todos los medianos.
El propio Fair le observaba con ojos acusadores, como si esperara a que Tullken empezara una confesión. El silencio entre ambos era el colofón de una larga lista de silencios en que ninguno de los dos había contado al otro sus verdaderas motivaciones.
Molesto por aquella parada inoportuna y el silencio denso y amargo como un mar, Tullken decidió ser el primero en hablar, si es que con ello conseguía quitarse de encima aquellos hobbits y así podía avanzar hacia la orilla del lago, donde la fuerza de su interior le decía (le aullaba más bien) que encontraría el final de muchas cosas.
- Me preguntaba quien podría haberos traído realmente hasta este recóndito valle y lo acondicionó para que vivierais en él, ya que todo se ve un poco forzado y artificial... Aunque, recordándolo ahora, alguien ya me contó, en una noche estrellada y bajo árboles muy parecidos a éstos, la historia del mago renegado que deambuló durante años por el Norte, maquinando a cada paso que daba. No, no me extrañaría nada de nada que hubiera sido él quien os trajo aquí, junto a su fuente de poder... junto a su alma. Lo que se me escapa es el porque eligió a unos guardianes tan inofensivos. Supongo que ya no le quedaban suficientes orcos para formar un ejercito competente y se tuvo que conformar con lo que quedaba de la Tercera Edad.
A medida que avanzaba en aquel discurso pronunciado con pretendida sequedad, Tullken pudo percibir como era el Otro – aquel o aquello que le llamaba ya desde las orillas del lago y que era capaz de otorgarle tanto poder como quitárselo en un parpadeo – el que hablaba por su boca. El dúnadan, como el resto de los presentes, escuchó con estupefacción la explicación que sus labios habían escupido casi por su cuenta.
- No nos subestime, maese Tullken. Tiene razón en casi todo si ha estado refiriéndose al señor Alatar; pero él también nos contó una historia interesante. La historia del intruso de las mil caras. Puede que este intruso aparezca más tarde o más temprano y que tenga la apariencia de un niño o la de un viejo, que sea hombre o mujer, pero el maestro Alatar ya nos alertó de que se presentaría con amables modales y que, siempre e indudablemente, provendría de más allá del final de las Montañas Nubladas. Fuere como fuese, su llegada sólo anuncia la destrucción de este valle, de nuestro valle. Lamento comunicarle que usted se ajusta demasiado al perfil que he descrito y, sintiéndolo aún más, tendremos que frenarle... a cualquier precio – fue la replica de Fair.
- Muy bien – contestó Tullken sin pensar en lo que había dicho.
De hecho, Tullken ya había empezado a hastiarse con aquella conversación desde que había visto las intenciones de los hobbits de retenerle como a un preso. Las cruentas revelaciones de Fair le afectaron menos que el hormigueo constante y chirriante que sentía en su cabeza y que, como un imán, le hacía moverse como un títere.
De aquel modo, con decisión, el dúnadan dio la espalda a Fair y comenzó a andar de nuevo. Los medianos, cogidos por sorpresa por aquella reacción tan repentina del chico, dieron un paso atrás alarmados, pero empuñando aun sus armas. Entonces Tullken clavó en ellos sus ojos y pareció que de ellos emanaran llamas, pues los hobbits se apartaron definitivamente de su camino con un mal disimulado sobresalto colectivo.
Sin tiempo para sorprenderse del aparente y repentino poder subyugador que se había apoderado de su mirada, Tullken volvió a reprender el camino que había estado siguiendo antes de que le interrumpiera Fair. Avanzó varios metros hasta llegar a los primeros árboles que rodeaban y poblaban las orillas del lago y, en aquel momento, oyó débilmente a sus espaldas como Fair decía algo. Inmediatamente después de eso, un objeto pasó volando cerca de su mejilla, rozándola. Cuando se estrelló en el suelo, delante suyo, pudo ver que era una piedra. El aire no tardó en llenarse con el sonido silbante de centenares de otras piedras, rasgándolo en dirección a él.
Aquella primera lluvia de piedras fue bastante soportable al haber sido perpetrado por los más jóvenes de los hobbits, los cuales no portaban armas y habían atacado con lo que habían tenido más a mano, siendo la mayoría de proyectiles casi piedrecitas. Empero, enseguida los adultos le cogieron también gusto a la idea y parecieron olvidar por unos instantes sus armas, comenzando a apedrear a Tullken con la seguridad que daba la distancia. Estaba claro que querían evitar el cuerpo a cuerpo como fuera.
Nuevas y viejas heridas se abrieron entonces por todo el cuerpo de Tullken, adueñándose de él unos instantes de confusión. Nunca hubiera imaginado que sus enemigos iban a ser precisamente hobbits. Viéndole así, éstos aprovecharon para organizar un ataque más contundente.
En un literal abrir y cerrar de ojos, Tullken se volvió a ver rodeado por todo el pueblo entero y esta vez los filos y los pinchos tenían intención de clavarse en su carne. Los primeros tajos no le dolieron; solamente sintió como si unos dedos fríos intentaran hacerle cosquillas. Al fin y al cabo, los objetos cortantes eran de un tamaño muy reducido y sólo alcanzaban a hacer cortes de poca profundidad. Además, los hobbits parecían cohibidos y se notaba que poseían poca práctica en aquellos menesteres.
Habiendo llegado a la conclusión de que aquella torre sería difícil de derrumbar, Fair ordenó incrementar la virulencia de los ataques. A pesar de que, en unos primeros instantes pareció que la vieja bufanda que portaba el chico se endurecía como una cota de malla – protegiéndole de los ataques a la parte superior de su cuerpo -, sus pantalones ya estaban teñidos de un color granate debido a la abundante sangre surgida de las numerosas heridas que empezaban a recubrir sus piernas.
Paulatinamente debilitado, Tullken cayó de rodillas, lo que significó el incremento del tormento, pues entonces su cabeza estuvo al nivel adecuado para que los hobbits más atrevidos le propinaran allí garrotazos con hoscos y duros palos de madera.
La parte consciente y racional fue apagándose en el cerebro de Tullken, debido en parte por su incapacidad de coordinar tantas señales de dolor como le llegaban, y en parte también por culpa del eco sordo y furioso de la Llama que empezaba a ocupar todo el interior del dúnadan. A pesar de aquello, finalmente fue su cuerpo el primero en ceder ante el cansancio y las heridas infligidas por el corro de medianos. Así, pesadamente, Tullken se desplomó totalmente en el polvoriento caminito de panza abajo, sintiendo como los hobbits seguían golpeando su espalda (la cual intentaba imaginarse como un punto muy lejano para mitigar así el dolor). Mientras, los agresores, para animarse en aquella paliza y dirigidos por el inefable Fair, entonaban una especie de cántico:
- ¡Salve Alatar Ëarluin, auténtico enviado del Oeste! ¡Muerte a los cuatro traidores! ¡Muerte a Gandalf, quién nos engañó! ¡Muerte a Saruman, quién nos esclavizó! ¡Muerte a Radagast, quién nos ignoró! ¡Y muerte al mil veces maldito Pallando, quién nos quiere aniquilar!
Aquella salmodia repetitiva era lo único que podía sentir ahora Tullken, de forma que se agarró a esas palabras para permanecer aún consciente. Al comprobar que el joven seguía parpadeando en sus intentos para mantenerse despierto a pesar de la tunda, Fair levantó un brazo para que pararan. Obedientemente los demás hobbits retiraron los palos y pies que habían estado atizando el cuerpo del chico. Un extraño silencio se desparramó entonces entre ellos y en el cual Fair hizo una señal a un enorme hobbit, perteneciente a la raza de los fuertes, para que se acercara hacia él. El corpulento hobbit se plantó al lado de aquel que blandía una antorcha de poder mayor que la del Thain y todos sus antepasados juntos, esperando con expectación las ordenes.
- Coge una piedra grande y aplástale la cabeza – fueron éstas y, presto, el hobbit fuerte fue a uno de los bordes del camino y agarró una enorme roca gris, a la vez que los demás hobbits se apartaban de él y cuchicheaban nerviosos sobre aquel mandato tan terrible.
Tullken, cuyo instinto – junto a las heridas – le recomendaba permanecer quieto y tumbado a la espera de un giro más propicio de la situación, no había oído bien las susurrantes palabras de Fair; a pesar de lo cual empezó a sospechar que algo terrible estaba a punto de suceder por el súbito enmudecimiento de los medianos y por la sombra amenazante de alguien que se le acercaba.
Lo siguiente que vio Tullken fue la pareja de pies peludos, por donde serpenteaban abultadas venas, de aquella figura que se cernía sobre él. Entonces el cielo se le cayó encima.
Movidos por la curiosidad de aquella primera pedrada, los hobbits volvieron a acercarse más a Tullken. Fair, incapaz de disfrutar en realidad del espectáculo, comprobó con angustia que el muchacho, a pesar de estar aturdido por aquel golpe, continuaba moviendo el cuerpo con intención de levantarse.
- ¡Otra vez, dale otra vez! – casi le gritó al hobbit fuerte, el cual recogió la piedra, que aun descansaba sobre la cabeza de Tullken, para volver a dejarla caer allí mismo.
Aquella segunda pétrea descarga despejó, por contradictorio que pudiera ser, la mente de Tullken, pues el dúnadan fue consciente entonces del dolor profundo que empezaba a extenderse por cada rincón de su cráneo y del objeto pesado y contundente con el que se entretenían en lapidarlo. Como un ser sin alma intentaba levantarse en vano, pero el atontamiento debido a los siguientes golpes que siguieron a aquellos dos le restaba reflejos. Aún así, Fair comenzó a sentir un creciente miedo al ver que no dejaba de moverse de una vez por todas y, repetidamente, ordenó a su subordinado que dejara caer la piedra sobre la cabeza del chico como sí fuera a moler el grano.
Cada vez más ofuscado por el nerviosismo contagioso de Fair, el hobbit fuerte hizo lo que se esperaba de él y, por unos instantes, le dio la desagradable sensación de que se encontraba solo en el lugar (menos por su víctima), debido a que el silencio se había intensificado entre los reunidos y tan sólo se oían los secos golpes de la roca contra la piel y el hueso. Ni tan siquiera se quejó el chico en ningún momento; aunque, a juzgar por la sangre que ya le recubría los cabellos y media cara, pudiera ser que no lo hiciera nunca más.
En verdad, Tullken había dejado de patalear ya y permanecía como un raro maniquí tumbado en el suelo. Sintiendo una especie de alivio colectivo, los medianos se inclinaron más hacia él. “¿Está muerto?” preguntó alguien, pero nadie le contestó. Para todo el mundo estaba claro que la amenazante simpatía de aquel curioso muchacho ya no volvería a levantarse.
De hecho, el propio Tullken les hubiera dado la razón si hubiera podido contemplarse desde fuera. Acompañado por el martilleante ruido de la piedra al aterrizar sobre su cabeza, el chico se había sumido en un pozo negro y tan vasto como la oscuridad que se escondía en los pliegues infinitos que se extendían más allá de la esfera de Arda.

Bruscamente abrió los ojos y no recordó donde estaba ni quien era.
Por suerte, los rostros perplejos de sus compañeros de viaje volvieron a situarle y Pallando pudo, al fin, despejarse completamente de la duermevela en la que había caído durante el suave ascenso del elevador. ¡Demasiadas tensiones y esfuerzos para su maltrecho cuerpo!
En todo caso, en su cuerpo permanecía la sombra de una inquietud que había arrastrado del mundo de los sueños. Con vaguedad, el mago recordó entonces que al cerrar los párpados en aquel ligero sueño había oído el grito lejano de dolor de alguien conocido. Alguien cuya voz se apagaba cada vez más rápido bajo el ruido del martilleo constante y rudo de un objeto al golpear algo.
Un escalofrío recorrió su cuerpo y notó una súbita sensación de fracaso en el espíritu. Intentó recordar cual había sido la última vez que había sentido una sensación similar y a su cabeza le vino el recuerdo aislado de la muerte del tatarabuelo de Tullken, muerto en unos cenagales por unos “Labios maulladores”. La familia creería por muchos años que el viejo hombre había muerto solamente ahogado en una de las lagunas del Norte de Arnor; y hasta cierto punto, Pallando también creía que había sido de aquel modo en sus esfuerzos por liberarse de los remordimientos por no haber podido salvarlo.
Carraspeando, el anciano movió la cabeza de un lado para otro para despertarse del todo. Si la comodidad del ascensor lo había relajado de aquel modo, era conveniente que la batalla que tuviera que librar arriba le vigorizara como una espada recién salida de la forja.
Notando que pronto llegarían al siguiente nivel, Pallando dio un repaso a los silenciosos Abdelkarr y Dwalin, quienes, como él, parecían expectantes y con los ojos inconscientemente dirigidos hacia el techo, como si pudieran presentir las amenazas que les esperaban encima de sus cabezas. Viéndoles así, Pallando no pudo evitar estremecerse. Sobretodo sintió una punzada de culpa al ver el rostro de Abdelkarr. Para un humano normal y corriente aquella aventura lo habría consumido casi al acto y Abdelkarr llevaba casi toda una vida con aquel ritmo desde el día en que se enteró que, al igual que Tullken, debía convertirse en un eslabón más de su familia para remendar los “errores” del pasado.
Débiles y enfermizos consideraron los elfos que eran los hombres. Y sí, en verdad (una verdad desgarradora pero inmutable), sus vidas no eran más que destellos en la larga cadena del Tiempo. ¡Pero como deslumbraban algunos de aquellos destellos! Pallando estaba seguro que aquel era el destino de Abdelkarr, fuera cual fuera su final.
En cuanto a Dwalin, el “istar” no se preocupó en demasía. Pudiera ser que el enano se sintiera muy cansado, pero el mago conocía la verdadera fibra de la que estaban hechos los enanos. Su resistencia y dureza eran incluso desconocidas por muchos de los miembros de este pueblo, que ignoraban que un enano podía resistir el fuego mejor que otras criaturas y soportar golpes y temperaturas que hubieran pulverizado a cualquier elfo u humano. Aquella fama se había incluso extendido por los campos de la leyenda y el mismo Pallando había escuchado relatos en los que se contaba que, en plena batalla, se habían visto a enanos ya muertos por las flechas enemigas o por el agotamiento seguir avanzando y corriendo con una determinación ciega, y que los orcos odiaban doblemente a esos guerreros enanos, pues intentar desaferrar las valiosas armas de un enano caído en combate sólo se conseguía serrándole los dedos con sierras que luego habían de tirarse. Tal era la fortaleza de sus cuerpos.
De golpe, todas las preocupaciones, quimeras y postales mentales de los tres se esfumaron al abrirse las puertas del ascensor. La tranquilidad con la que se abrieron éstas no hizo más que poner más nerviosos a los que se encontraban en su interior. Pero allí, más allá del marco del elevador, no había nada por lo que alarmarse; o por lo menos nada que pudieran ver ellos, pues una espesa negrura cubría aquella nueva planta. Pallando, a pesar de aquello, percibió algo en aquella oscuridad.
- Vamos, pero no nos alejemos mucho los unos de los otros, ni os fiéis de lo que os muestren vuestros ojos y oídos – les comunicó a los chicos y, decidido, se internó en aquel agujero negro.
Dudando por si debían abandonar la seguridad de la luz del ascensor, Dwalin y Abdelkarr permanecieron indecisos en su marco. Sólo cuando la figura del mago empezó a ser engullida por las tinieblas se decidieron a lanzarse de nuevo a la boca del lobo.
Una vez volvieron a situarse a lado y lado del mago, ellos también notaron que aquella oscuridad no era normal. Era como si el negro constituyera, no sólo el color de las paredes, sino también el del mismísimo aire del lugar: Una negrura densa, casi sólida y palpable. Y respecto a las paredes, aquella noche eterna no parecía tener límites y ninguno de los tres compañeros distinguió ni esquinas, ni techo ni nada de nada. En cambio, de forma extraña, si podían ver sus manos y brazos y al compañero de al lado sin problemas, como si ellos mismos fueran el único foco de luz entre tanto oscuro vacío.
Al no tener ninguna referencia por la que guiarse a parte de sus cuerpos, el grupo avanzó en línea recta dejando atrás el rectángulo de luz del ascensor, el cual también desapareció al rato cuando sus puertas se cerraron. Mas allí, saber si giraban a izquierda o a derecha parecía un acertijo retorcido y cruel. Aquella situación empezó a marear a Dwalin, quien comprobó que sus pisadas tampoco sonaban en aquel pavimento de ébano, el cual, por lo menos, seguía siendo firme.
La sensación de estar recorriendo una caverna separada del espacio y el tiempo – sin luz, sin arriba o abajo, cerca o lejos – también acabó atrapando a Abdelkarr y los dos muchachos no tardaron en avanzar a trompicones, a pesar de que no encontraban ningún obstáculo.
Solamente Pallando seguía su andadura con paso firme, aunque también él sentía una molesta sensación en el cuerpo: La impresión de haber perdido la noción del tiempo. ¿Cuánto llevaban caminando en “línea recta”? Los pisos de la “Torre” no eran tan anchos como para no haber topado ya con sus límites.
Frotándose los ojos para despejarse, Dwalin también empezó a notar aquel sentimiento y, justo cuando iba a comunicárselo a Pallando (aunque fuera tan sólo para romper aquel silencio mortal), se encontró con que a su lado sólo había oscuridad. Es más, estaba solo y perdido. Extrañamente, como pensó sorprendido el enano, aquella repentina situación no le causó una alarma inmediata. Con toda la paciencia que pudo reunir, intentó mantenerse en el mismo punto en el que se encontraba y comenzó a gritar los nombres de sus compañeros. Las tinieblas se tragaron el eco de sus palabras.
Aquella desolación fue lo que finalmente rompió los nervios de Dwalin. Con pasos inciertos, el enano comenzó a avanzar por aquel paraje desdibujado por la niebla de la oscuridad. Pensando ya que se pasaría toda una eternidad condenado a deambular allí, confuso y perdido, Dwalin no supo mesurar la alegría que le produjo ver, a unos cuantos metros enfrente de él, la figura de alguien remarcada en la negrura.
- ¡Eh! – gritó el pequeño guerrero y la figura, que se encontraba de espaldas, se giró para encararse hacia quien le había gritado.
Dwalin se paró en seco al descubrir quien era la persona que tenía delante.
- ¿Tullken? – preguntó con la voz balbuceante que otorgaba la sorpresa.
- Hola, Dwalin. Vaya suerte que ya todo haya terminado, ¿verdad?
- ... ¿Qué?... ¿Cómo qué terminado?
- ¡Venga, Dwalin! ¿Cómo esperabas que terminara todo esto? Soy yo quien tenía que acabarlo y aquí estoy, en el corazón de las tinieblas, para cumplir mi misión...
- Uh, sí; supongo que sí... Tiene su lógica.
- Claro que la tiene, enano. Mira que si llega a ser por el cara-carbón, el viejales y tu, todo podría haberse ido al carajo.
Entonces Tullken estalló en un sonoro ataque de carcajadas salidas de tono y fuera de lugar. Cuando acabó de reírse, aún conservaba una sonrisa burlona en los labios, y sus ojos, brillantes y feroces, volvieron a clavarse en el cada vez más perplejo Dwalin.
- ¿Qué has dicho? – consiguió articular, finalmente, éste último.
- Que tu y los otros sois unos inútiles de cuidado. Eh, pero te lo digo sin querer ofender, pero está claro que, según en que tipo de... “gente”, no se puede confiar.
- ¿Qué quieres decir? – volvió a preguntar Dwalin con el tono de voz más duro y avanzando un paso al frente. El martillo Khazad centelleó en sus manos.
- Joooder, mira que eres cortito, chaval. Pero en fin, supongo que no tiene importancia y, en el fondo, aquí reside la ventaja de tener un amigo enano. ¿Por qué sabes la razón por la cual me hice amigo tuyo? ¡Para tener la seguridad de que, por muy patético que fuera yo, siempre habría alguien más despreciable y marginado debajo mío!
Dwalin sonrió; una sonrisa salvaje y terrible que parecía combatir con los ojos de Tullken. El cuero de sus guantes se estremeció cuando apretó con sus dedos el mango de su martillo.
- Aha, eso es lo que piensas...
- No es que lo piense, enano; es que es lo que hay, es la verdad desnuda y sin apelativos.
- Pues yo también querría decirte un par de cosas...
A la forzada sonrisa de Dwalin se le sumó un extrañó brillo a sus ojos. El brillo de lágrimas nunca derramadas. Luego, el enano se lanzó con un grito en los labios y el mazo en alto contra aquel impasible Tullken.
Abdelkarr, desde la lejanía, oyó aquella exclamación, pero no supo situarla ni identificar su posible origen o causa. Al igual que Dwalin, él se había encontrado de repente solo en la oscuridad y a tientas y con todos los sentidos de su cuerpo alerta, avanzaba por aquel campo ilimitado de noche. En su estomago se removía el gusano de la inquietud, pero en su corazón aleteaba la llama de la esperanza de que volverían a reunirse los tres para poder salir de aquel lugar.
En medio de esos pensamientos, el chico escuchó otro ruido procedente de la negrura que lo rodeaba. Al principio sonó apagado y lejano, pero a medida que pasaban los segundos se fue haciendo más alto y claro.
Abdelkarr permaneció quieto y con todos los músculos tensos, agudizando todo lo que pudo sus oídos. No pasó mucho rato hasta que oyó claramente que aquel sonido era una voz humana que le llamaba desde aquel pozo de oscuridad. Inquieto y sorprendido, el haradrim se giró bruscamente al notar que la voz que le reclamaba se situó súbitamente a sus espaldas. Entonces pudo ver al fin a su compañero de soledad.
- ¡Abdelkarr, Abdelkarr! ¿Dónde estás?
Incapaz de parpadear y arrugando el gesto en una mueca de incredulidad, Abdelkarr estuvo a punto de responderle la pregunta aquel recién llegado. A Azgil, que había sido quien le había estado llamando desde las tinieblas, aquello pareció importarle poco. Sencillamente siguió permaneciendo allí, tumbado en el suelo pero con la cabeza bien alta, como si buscara algo.
Abdelkarr vio con espanto que en medio de la frente de su antiguo amigo se abría un agujero de bala por donde emanaba un chorro eterno de sangre. Rodeándolo, los dos ojos pálidos seguían oteando todo lo que le rodeaba con una especie de ansia enfermiza.
- ¡Abdelkarr! ¿Dónde te has metido? ¿Por qué me has dejado solo? – gimoteó Azgil y, con un gran esfuerzo, se arrastró por el suelo en dirección a Abdelkarr, a pesar de que parecía estar ciego. Éste, inhábil para moverse debido a que el terror lo paralizaba, solamente consiguió salir corriendo cuando los fríos dedos de Azgil rozaron sus pies en su tanteó.
El sureño corrió y corrió por los campos de la nada, pero el lamento de aquel espectro le mordía los talones y siempre que giraba la cabeza se encontraba con que Azgil se hallaba a pocos metros de él, a pesar de que se arrastrara a paso de caracol y él corriera como nunca lo había hecho en su vida.
Cansada quizás de aquella carrera inútil, la oscuridad decidió intervenir e hizo surgir un muro de inabarcable negrura delante de Abdelkarr. El endrino chocó contra él, consternado al comprobar que, por más que siguiera los contornos de aquel punto de referencia, éste no parecía tener fin. Desesperado por aquel hecho, Abdelkarr abandonó todo intentó de huida y se apoyó de espaldas a la pared, decidido a hacer frente a su perseguidor.
Azgil, aunque pareciera perdido en medio de la oscuridad, no se demoró al dirigirse directo hacia Abdelkarr, arrastrando con él su cuerpo y sus quejidos plañideros. Cuando ya se encontraba a menos de un metro del otro chico, Abdelkarr ya no pudo aguantar más y se desmoronó. Frías lágrimas en aquella oscuridad inundaron sus ojos a la vez que su cuerpo era presa de unos incontenibles temblores.
- ¿Por qué me abandonaste, Abdelkarr? – volvió a gemir el fantasma de Azgil, pero en aquella ocasión clavó sus vacíos ojos en Abdelkarr.
- Yo... lo siento... nunca quise dejarte allí tirado... – susurró entre sollozos contenidos el aludido, viendo como Azgil se acercaba más y más a él para atraparle en un abrazo que los uniera en la tierra de los muertos.
Y en verdad ya tenía Azgil los brazos abiertos como las pinzas de un escorpión para atrapar a Abdelkarr, cuando, de entre las sombras, apareció repentinamente otra figura. Ésta, con la rapidez de un rayo y la contundencia de un trueno, aplastó a Azgil. Al punto, éste se esfumó como si fuera una nubecilla de vapor y su cuerpo se fundió con la oscuridad.
- ¡Humo! ¡Sólo es humo! – gritó aquel nuevo recién llegado con feroz convencimiento.
Abdelkarr parpadeó y sintió florecer en su interior una oleada de alivio al comprobar que era Dwalin (el único y verdadero, sin duda) quien le había salvado de caer en los remolinos de la locura y quien se hallaba ahora frente a él, examinando con decisión el lugar donde había aplastado con su bota de hierro aquella ilusión enfermiza.
- Gra... gracias – consiguió decir al final Abdelkarr, intentando que su corazón volviera a latir con normalidad.
Dwalin le miró con indulgencia, aunque la imagen de tipo duro y cínico del haradrim había sido finalmente destruida en la mente del enano.
- Ya, bueno, tranquilo... A mi también me ha costado darme cuenta que sólo son espejismos. Antes me he topado con uno de estos... “fantasmas”; aunque mejor no te cuento como ha acabado el encuentro... En fin, ahora lo importante es encontrar a Pallando.
Sintiendo que le picaba una oreja al estar alguien hablando de él, el mago se la rascó y volvió a examinar la soledad y oscuridad en la que, como Dwalin y Abdelkarr antes, había caído. De repente, ante él, apareció la alta figura de una nazgûl encapuchado. Pallando levantó levemente su espada, a pesar de que intuyó que se trataba aquella súbita aparición.
El espectro se quitó la capucha y dejó al descubierto dos cabezas allí donde sólo tenía que haber habido una. Sintiéndose un poco más viejo al verlos, Pallando se enfrentó a los rostros que presentaban Alatar y Lhizarr en sus recuerdos del día en que fueron capturados en aquella villa del Cercano Harad.
- ¿Qué ocurre, viejo? ¿Qué harás para salvarlos si ni pudiste salvarnos a nosotros? Estás condenado, viejo... condenado desde hace dos mil años.
Suspirando, finalmente Pallando levantó su bastón hacia aquel ser bicéfalo y, con un suave movimiento del cayado, lo hizo desvanecerse en la nada junto a sus palabras.
Alatar había jugado la tramposa carta de las ilusiones creadas por la mente de sus víctimas. Una especie de “Espejo de Galadriel” invertido que mostraba los miedos y culpas más recónditos de quienes asomaban sus ojos en su negra superficie.
Bien, Alatar ya se había divertido un buen rato con sus truquitos; era el momento de que él pusiera en práctica los suyos e iluminara un poco aquel vacío. Así, con una melodiosa orden, el extremo de su bastón dio cobijo a una límpida llama que iluminó más allá de su cuerpo. Entonces descubrió a su lado a unos desconcertados Abdelkarr y Dwalin que lo miraban con tanta sorpresa como él a ellos. En realidad, habían permanecido los tres juntos durante todo el rato, pero el hechizo les había hecho divagar por los parajes menos transitados de sus mentes, aislándolos de los demás.
Si aquel era el proceder de aquel lugar, tal y como reflexionó Pallando, era muy posible que su salida no fuera un sitio físico y palpable; de forma que levantó más su cayado y, recitando otro conjuro, la luz y la llama se extendieron e intensificaron, abriendo un rectángulo de luz surgido de la nada ante ellos: La salida mágica de aquel laberinto sin paredes y su acceso final a la guarida de Alatar.
Sin perder más tiempo, cruzaron su umbral y en su más hondo interior, Pallando no pudo dejar de pensar que las auténticas tinieblas empezaban allí.



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