Osgiliath 2003 de la C.E. (caps. 10-15)

02 de Septiembre de 2007, a las 23:11 - Ricard
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13. Azul profundo:

Después de las tinieblas vino la luz.
Tullken sintió la liviana sensación de estar despertándose de un largo y pesado sueño. Quiso parpadear ante aquel despertar tan cegador, pero sus músculos no le respondieron. De hecho, no sentía ninguna parte de su cuerpo. Era como si flotara en la nada. Eran él y sus pensamientos, y nada más.
Sintiéndose por una parte raro y por la otra a gusto al no tener que sentir la seguridad y torpeza que otorgaban un cuerpo, se dedicó a examinar con más detalle donde se hallaba. Sin duda era un lugar inmenso y a gran altura por donde se deslizaban en silencio enormes bancos de nubes blancas, como bruma marina escapada de sus ataduras. Su espectral palidez había sido la causante del deslumbramiento de Tullken.
Entre aquella niebla omnipresente, el chico también vislumbró las formas vagas de enormes arcos y columnas que parecían esconderse bajo el tenue manto de las nubes. Alzando más la vista, Tullken se maravilló al percibir la sólida como discreta presencia de enormes puentes blancos que cruzaban, de punta a punta, aquel espacio que parecía no tener límites. Irrefutablemente, como reflexionó Tullken por aquel entonces, él debería de encontrarse sobre uno de ellos.
Extasiado por aquella visión, Tullken dejó por unos instantes su mente en blanco; pero pronto el augusto, aunque glacial, lugar le obligó a replantear su situación. Contemplando el vacío que se extendía a sus pies, el muchacho rememoró los fatídicos instantes antes de que cayera en un pozo de oscuridad y reapareciera allí. Entonces la sensación de frío y vacuidad ganó enteros dentro de su confundido espíritu, pues comenzó a ser consciente de que, en el fondo, no quería saber la respuesta a la pregunta “¿Dónde demonios he ido a parar?”
La respuesta podía ser demasiado terrible...
No te atormentes... De todas formas, éste no es tu lugar.
Si hubiese podido, Tullken hubiera dado un bote debido a la sorpresa. Alguien le había hablado y fue como si las palabras hubieran brotado de entre sus ojos, suponiendo que los tuviera. Intrigado por aquella voz, Tullken repasó la inmensidad que le envolvía y su tesón fue recompensado cuando, enfrente de él - siguiendo aquel liviano puente en el que se sostenía -, detectó la presencia de alguien.
Con pasos que no rozaron ningún suelo, se acercó a él, notando el leve calor que desprendía en medio de esa basta nada blanca. Quienquiera que fuera aquél que le había hablado se encontraba de espaldas a él y protegido por una cortina de pálida bruma. Tullken sólo percibió en aquellos momentos los suaves contornos de su cuerpo y, aun a pesar de aquello, reconoció aquella larga y dorada cabellera. Embriagado de júbilo al identificar a Elesarn, quiso acercarse más a ella, pero la elfa seguía permaneciendo de espaldas a él y a una distancia prudente a pesar de los intentos del dúnadan de aproximársele, como si se fuera alejando imperceptiblemente.
Aquello era frustrante; no sólo no sabía donde se encontraba sino que además no podía acercarse a ella y...
Ya sabes donde estás, a pesar de que tu mente aún... no lo haya asimilado.
Perplejo al ver que Elesarn podía leerle limpiamente los pensamientos, Tullken decidió acallarlos. De todos modos, lo más hiriente en el fondo había sido el tono distante y frío de ella al “hablarle”. Al punto el chico se arrepintió de haber pensado aquello.
Siento no haber sido más educada, Tullken; pero tengo que iniciar un largo viaje por este mismo sendero tal y como ya hicieron mis antepasados en los días de antaño, cuando los elfos se enfrascaron en guerras y disputas. Ahora que ellos han vuelto ante la presencia de los Valar, el camino está abandonado... Yo seré la última que lo recorrerá.
Tullken no comprendió muy bien de lo que hablaba la muchacha, aunque si tenía que ir algún lugar, él no dudaría ni un segundo en acompañarla.
No; no puedes acompañarme a donde voy. Éste no es el destino que os ha sido otorgado a los Hombres. Tu tienes que recorrer el camino en dirección contraria a la mía.
Aún más confundido, Tullken oteó el sendero que iban dejando atrás y que, según Elesarn, era el que había de recorrer él. En el horizonte que finalizaba aquella dirección y que parecía marcar el límite de aquel espacio, el dúnadan solamente vislumbró una blancura aún más difusa y cegadora si cabe.
No le gustó.
No se veía nada de claridad en aquel “destino para los Hombres”. Al girarse de nuevo para plantearle sus dudas a la elfa, tuvo una sorpresa al ver como una alta y gris figura, enjuta a pesar de vestir largas y holgadas vestimentas, se alzaba ante ellos, más cerca de ella que de él, y que, con su ominosa planta, parecía poner fin al puente.
Elesarn, quien parecía haberse olvidado de Tullken rápidamente, se dirigía directa hacia aquel personaje. El muchacho, notando un temor al presentir que quizás podría quedarse solo en aquel lugar que empezaba a producirle más escalofríos que confort y, a pesar del miedo que le producía el alto recién llegado, salió corriendo tras los pasos de la chica. A medida que avanzaba iba notando más y más el peso de la mirada de la encapuchada figura, cuya altura parecía multiplicarse a cada paso que daba al aproximarse a ella.
Para cuando Elesarn llegó hasta sus pies, Tullken vio que realmente había subestimado la altura de aquel gigante en muchos metros. Su cuerpo rompía la monotonía del blanco como un enorme pilar gris.
La hostilidad dirigida a Tullken que desprendían los ojos protegidos por el velo de negrura que proyectaba su capucha también aumentó proporcionalmente a la distancia que los separaba y Tullken frenó su carrera preso de un temor reverente. En cambio, Elesarn avanzaba tranquilamente hacia el encapuchado como si éste fuera un conocido de toda la vida. Incluso levantó una vaporosa mano para que él se la cogiera. Estaba claro que a quien esperaba el coloso era a ella y Tullken era rechazado como si de un estorbo se tratara. ¿Por qué tenían que ser así las cosas? ¿Por qué siempre Elesarn tenía que encontrarse tan alejada de él?
Un sentimiento de frustración creció en el interior del muchacho al responderle el silencio aquellas preguntas y al oír las últimas palabras de ella.
No te preocupes, dúnadan; para mí siempre serás un importante pedazo de mi corta vida...
De forma que era definitivo. Iba a perderla de verdad y para siempre. A la frustración le siguió un vacío que la rabia no tuvo dificultades en llenar. En un arrebato, Tullken salió corriendo hacia donde estaba la elfa con el miedo a que el gigante lo aplastara como a un insecto sujeto a sus hombros como un fardo. Pero otro miedo más grande y hondo le espoleaba: El miedo a la soledad y a la certeza de estar perdiendo a alguien importante en su vida y con quien a penas había tenido tiempo de estar.
Y a pesar de todo, Tullken sabía que ya estaba virtualmente solo ante el espectro ominoso y oscuro que quería llevarse a Elesarn más allá de su mísera vida.
No es el momento de desfallecer. Salva a la chica si quieres y desafía al gran Señor Mandos si así también lo deseas, ¡pero recuerda que tenemos una misión que cumplir antes de dejar que nos atrapen!
Girando la cabeza, Tullken buscó el rostro del propietario de aquella nueva y poderosa voz, aunque el regusto áspero y retumbante le era angustiosamente familiar. Pero no halló a nadie y la sensación de que las palabras en verdad habían procedido de su interior se convirtió en certeza a la luz de aquel hecho.
¡Venga, chico! Aleja a la elfa de las Estancias. Yo me ocupo del Señor del Destino... Aunque intentar escapar de su voluntad es imposible, puedo ocultaros por unos instantes de su visión.
Arropado por la seguridad de aquél que le hablaba, Tullken agarró a Elesarn para llevársela (operación más mental que física, pues tanto él como ella no eran más que sombras etéreas en ese paraje). Escapando de la sombra del encapuchado que, en un grito silencioso de indignación se esparció a sus espaldas por el blanco paisaje como una nube de tormenta, los dos jóvenes se alejaron de allí.
Demasiado asustado y excitado para reconsiderar lo que estaba haciendo, Tullken corría junto a Elesarn sin saber a donde ir en aquel sitio de contornos infinitos y en donde el puente que se extendía debajo suyo aparecía como de la nada por muy errática que fuera su carrera, justo para colocarse bajo sus pies.
¿Qué has hecho? ¡¿QUÉ has HECHO?! Le gritó al rato Elesarn cuando parecía que habían despistado a su perseguidor. El tono de la voz tenía un incómodo deje histérico y asustado que molestó a Tullken.
No tienes derecho ha enojarte ahora, dúnadan. ¿De verdad no eres consciente del desbarajuste que has provocado? Volvió a recriminarle ella.
Tullken guardó silencio, notando que se enardecía ante las palabras de la muchacha. ¿Acaso no la había salvado? SU deseo era salir de allí como fuera y no permitiría que ella se perdiera en aquel vacío. Sino, ¿de qué valdría volver al mundo “real”? Entonces vio que en el fantasmal rostro de Elesarn, desdibujado en la niebla, aparecía un semblante de miedo y confusión.
¿Quién eres? No te reconozco... murmuró ella clavándole la mirada que, en aquel lugar, era más oscura y melancólica, mostrando la verdadera edad de la chica.
Yo soy aquel que escapó del Ciclo de la Existencia para cumplir un último cometido. Más allá de esto, mi vida no tiene sentido le contestó Tullken, siendo la primera vez que “hablaba” en voz alta en ese desierto nubloso; y el chico notó como, otra vez, su voz se mezclaba con la del Otro, el que moraba dentro de él y que había vuelto después de despistar al Rey de los Muertos. Eran aquellas palabras terribles por lo que implicaban, pero por ellas Tullken supo, con total seguridad, que volvería a la vida, escapando del Destino de los Hombres que Eru les prescribió y que, al hacerlo, a su lado se encontraría la hoguera encendida del espíritu que era uno con él.

En otro lugar, en otro tiempo, otro Tullken también corría para salvar la vida.
Las muñecas le escocían debido al continuo roce de las manillas con ellas, pero era tan grande su exaltación y terror que casi ni se percataba de ello. Él era ahora un conejo asustado que corría por un mundo que anteayer fue acogedor y familiar pero que se había convertido en un lugar hostil, confuso y grande en el lento y silencioso discurrir de las horas. El mismo parque donde se hallaba, a cada recodo exhalaba murmullos y sombras amenazadoras, como si en realidad fuera un salvaje y abandonado bosque de oscuros y milenarios árboles que alzaran sus ramas para regodearse con la oscuridad que producían con tan sólo extender sus hojas. Tullken ya no sabía cuanto tiempo llevaba huyendo de no sabía tampoco muy bien el qué bajo sus negras copas, notando la garganta llena de los jadeos que le producía el correr sin parar.
A unos metros lejos de él, como una sombra pegada a sus talones a regañadientes, Sin Nombre le seguía preguntándose por qué demonios había ido tras aquel dúnadan que había perdido la cabeza como aquella mujer y que en aquellos momentos se internaba como una alma poseída en las entrañas del parque. Sin duda, la embriagadora sensación de libertad que sentía ahora el haradrim, corriendo a su antojo, tenía mucho que ver con aquella precipitada decisión.
Tullken, atribulado en sacarles punta a sus temores más hondos, casi no se había dado cuenta de la presencia del otro chico y seguía corriendo. El dúnadan sentía el lado perverso de la libertad que Sin Nombre aún no había olido: La falta total de certeza que provocaba el encontrarse en medio de un escenario en que ya nadie, ni nada, respetaba las libertades de los demás. Nublada la visión, y la razón, de aquella forma tan atroz, el que tenía que convertirse con los años en uno de los futuros herederos de oro de las fértiles provincias del Ithilien Norte, no se dio cuenta hacia donde le dirigían sus inquietas zancadas.
Cuando Sin Nombre lo alcanzó, vio que se encontraba quieto y mudo en los límites de un claro entre los árboles del parque.
- ¡Menuda has liado, tío! – le saludó por detrás el sureño entre jadeos; pero entonces comprendió porque el pijo se hallaba tan tieso y sumiso.
Siguiendo su mirada desorbitada, Sin Nombre se encontró ante una escena que se llevaría hasta la tumba. La primera impresión que se le quedó grabada en la retina ante lo que acontecía a pocos metros fue la preponderancia de los colores rojo y negro. Rojo por la coloración de la sangre que salpicaba todo el claro, desde los árboles a la hierba; y negro por el pelaje oscuro de una de aquellas bestias parecidas a perros de los infiernos, uno de los llamados huargos.
Éste, de espaldas a los chicos, parecía estar entretenido jugando a pisotear y mordisquear una especie de gusanos sanguinolentos que se retorcían bajo sus potentes patas. Sin Nombre sintió una violenta arcada al percatarse de que aquellos “gusanos” eran en realidad los policías que habían escapado de la furgoneta siniestrada. El depredador había alcanzado al fin a su presa.
Bajando instintivamente la vista, el haradrim vio, a través de sus manos enmanilladas, que Tullken y él se hallaban sobre una senda salpicada y marcada por la misma sangre de aquellos desgraciados que ahora llenaba el claro como un mar carmesí. Bajo la ciega batuta del azar habían estado recorriendo los pasos de la bestia hacia aquel matadero al aire libre.
- ¡El dolor se paga con el dolor; la vida con la muerte! – gritó entonces el pálido y diminuto jinete del lobo con su estentórea y aguda voz. Al punto, su montura levantó su poderosa testa hacia el cielo dejando escapar un aullido estremecedor que se mezcló con los ruidos del caos que reinaba en la ciudad como un cáncer. La visión de las quijadas y del pecho manchados por el rojo oscuro de aquel salvaje sacrificio hicieron reaccionar a Sin Nombre. El del Ojo Rojo y Sin Párpado aun tendría que esperarle en su reino del Vacío.
Con el poco valor que otorgaba el hecho de que el lobo aún no les hubiera visto, Sin Nombre se permitió el lujo de zarandear a Tullken para despertarle del estado catatónico en que había caído.
- ¡Espabila, tío, despierta! ¡Hemos de salir de aquí pitando! – le gritó y el receptor de aquellas exclamaciones le clavó sus apagados ojos azules bajo el telón de la ofuscación, como si no le reconociera.
Por suerte, aquello no duró mucho. El dúnadan, pálido como una hoja de papel en blanco, parpadeó y, aunque no dijo nada, su mirada revelaba que dejaba el mando de la supervivencia a su improvisado compañero de fuga.
Sin Nombre ya se veía corriendo lejos de aquel monstruo sin acordarse de los otros dos que andaban sueltos. Para cuando volvió en sí después de bajar la guardia en aquellos razonamientos, Tullken volvió a desencajar su rostro en una mueca de pavor al percibir una gran mole oscura detrás de ellos. El endrino no tardó en captarla, viendo como un trozo arrancado de una de las peores pesadillas avanzaba con velocidad entre los árboles, y con la boca abierta, hacia ellos.
Y como en las mejores pesadillas, sus piernas se adormecieron con apacible pasividad, dejándolos clavados en el suelo y sin poder de reacción. Eso dio tiempo para que Sin Nombre contemplara la figura que sobresalía sobre el lomo de aquella avalancha peluda y con dientes. Aquel jinete, negro y delgaducho como las ramas que le rozaban debido a la altura de su montura, se reía con histrionismo y en su rostro los chicos pudieron ver una boca roja y sonriente desfigurada por una fea herida en uno de los costados.
Aquello fue la gota que colmó el vaso para Sin Nombre y que le ayudó al fin a volver a ponerse en movimiento para escapar de los perros de caza. Empujando sin saber muy bien el porque al paquete inerte en que se había convertido Tullken para que le siguiera, salió corriendo justo en el momento en que las mandíbulas del lobo negro se cerraban con un chasquido tras sus espaldas.
Resiguiendo el claro donde el otro huargo había detectado ya la presencia de su compañero y se disponía a reunirse con él dejando atrás sus “juegos”, Tullken y Sin Nombre, sintiendo punzadas en las piernas debidas más bien al terror puro que al cansancio, se internaron más en la maraña de jeroglíficos que formaban los árboles a modo de laberinto. En ella, Sin Nombre buscó una salida o algo que les pudiera proporcionar la salvación; pero solamente el tercer huargo acudió a ellos apareciendo a traición por su flanco derecho. Desde la lejanía pudieron escuchar como el hinchado jinete de ese lobo se permitía el lujo de pararse para esperar a sus colegas en la cacería, mientras no paraba de reírse.
- ¡Mirad como corren esos conejitos!
La garganta de Sin Nombre no tardó en secársele a causa del ritmo desenfrenado de la huida y a quejarse con punzadas de dolor. A su lado, Tullken iba acortando distancias con sus perseguidores a medida que iba separándose de él. También tenía toda la piel enrojecida, los ojos oscurecidos por las lágrimas y, a juzgar por sus entrecortados jadeos, hacía rato que había superado ampliamente la barrera de sus fuerzas.
Volviendo a preguntarse por que lo hacía, Sin Nombre frenó su carrera y esperó a que Tullken lo alcanzara. Mascullando, se pasó los enmanillados brazos del dúnadan por encima de los hombros para, de aquel modo, avanzar arrastrando al otro consigo. Ni uno ni otro dijo nada, pero Tullken se hubiera desecho en agradecimientos hacia Sin Nombre hasta deshacerse en humo. De momento, el único sonido audible para ellos era el creciente murmullo de las pesadas pisadas y ronquidos de los cazadores. Con pasos desiguales, finalmente los dos jóvenes llegaron hasta otra plaza que se abría en medio del parque y que estaba ocupada por un gran estanque circular coronado por una fuente central. El lugar parecía solitario, así que abandonaron los árboles y rodearon la pequeña laguna, colocándose bajo la sombra de la alta fuente adornada con esculturas de ninfas, en el extremo contrario por el que habían entrado en la plaza.
Presintiendo que los lobos no tardarían en llegar, Sin Nombre rebuscó un sitio donde pudieran esconderse y sus ojos acabaron por posarse en la temblorosa y opaca superficie de las aguas del estanque que tenían al lado. La idea le quemó el cerebro como una mecha.
- Eh, niño de papa, metámonos en el agua. Bajo el agua esos cabrones no podrán vernos ni olernos.
Tullken, notando que la ansiedad volvía a florecer en su interior, echó un vistazo a la verdosa e inmovible masa de agua que ocupaba el estanque como una plaga y cuya suciedad en verdad no dejaba entrever si era o no muy profundo.
- ¡Ni loco! – exclamó en el último momento y, como en el instante en que se escapó del coche policía llevado por el miedo, salió corriendo hacia los árboles que seguían más allá de la plaza.
Justo en aquel momento, los huargos irrumpieron en el lugar. Amparado por la escultórica fuente que lo cubría de las miradas de los recién llegados, Sin Nombre casi no tuvo tiempo de pensárselo a la hora de lanzarse al pútrido líquido que podía ser su salvación o perdición. Entretanto, los sedientos cánidos no tardaron en rodear el pequeño lago artificial.
Sin Nombre, al sumergirse, notó el frío de aquel medio al instante, así como su poca profundidad. En un acto reflejo encogió su cuerpo para que su espalda no sobresaliera por encima de la superficie. En el suelo del lugar sintió el tacto de oxidadas cañerías que lo tapizaban como gusanos petrificados, y a las cuales se agarró, junto a la de numerosas monedas que los visitantes lanzaban al agua. Los grumos de algas muertas, y de otras cosas que no eran algas que flotaban libres, no tenían un tacto tan agradable como el de las cañerías, pero Sin Nombre se resignó a concentrar su mente para que retuviera el aire en sus pulmones el mayor tiempo posible.
A través del agua le llegaron las voces distorsionadas de aquel trío. A pesar de tener los ojos cerrados, pudo captar también como las sombras de ellos se cernían sobre de él, por lo que supuso que se encontraban justo en el sitio donde habían estado Tullken y él mismo escasos segundos antes. Con toda seguridad estarían comentando que estrategia seguir para capturarles, ya que habrían vislumbrado la figura de Tullken huir por entre los árboles. Por muy cabrón que aquello le hiciera sentir, Sin Nombre deseó que siguieran aquel indicio y se alejaran de allí. Los pulmones empezaban a arderle.
Y, por unos instantes, pensó que así había sido, pues las voces - que no eran más que susurros ininteligibles para él- se habían silenciado. Empero, las sombras permanecían.
Una perturbación en el agua sacudió entonces la calma del líquido en su lado izquierdo. El chico, sorprendido por el inesperado movimiento, abrió los ojos. El agua le hizo escocer los ojos, pero incluso a través de las borrosas imágenes que entreveía en la sucia agua, vio sin lugar a dudas lo que debían de ser las mandíbulas ordenadas, afiladas y coronadas por negros labios de un lobo gigante a escasos centímetros de él, mientras una lengua rosada e hinchada se deslizaba fuera de ellas para penetrar más en aquel reino que había pertenecido al silencio.

Después de las tinieblas vino la luz.
Dwalin, a la cabeza de los Tres Caminantes, parpadeó ante ella. No era que fuera la luz de aquel lugar muy intensa, pero después de haber atravesado aquella caverna informe llena de sombras vivientes (que aún seguían removiéndose dentro de las mentes de cada uno de ellos) y el marco de vaporosos contornos que Pallando había abierto, cualquier cosa del mundo “de verdad” desprendía una dramática tridimensionalidad y presencia.
Pero por mucho que exageraran su situación, solamente habían ido a parar a una planta del rascacielos más bien anodina y normal; o por lo menos aquello dejaba entrever la mortecina luz que penetraba por las semi cerradas persianas de las ventanas a pesar de que el lugar era el inicio del “Thoronost”, donde se decidía el futuro del país. Tanta normalidad escamó en seguida a los tres compañeros, cuya experiencia desde hacía casi noventa pisos atrás les ponía a la defensiva casi al acto ante ella.
En el mismo silencio que llenaba la estancia, y desplegados en un triángulo cuya cabeza visible era Pallando, se internaron en aquella presunta calma.
Desconcertado por la empalagosa quietud, Dwalin empezó a ponerse nervioso a cada metro que avanzaban entre las mesas y sillas de los despachos. ¿Qué nuevo rostro horrendo adquirirían los siervos de Alatar encargados de proteger aquel sitio? El enano, amordazado por aquellas tribulaciones, casi ni se dio cuenta de que habían llegado a la última habitación de la planta sin aparentes contratiempos. Una doble puerta de madera de calidad, iluminada irrealmente por la penumbra que dominaba el ambiente, marcaba el lugar.
Pallando abrió la puerta con un chirrido de ésta, pero sin el entusiasmo y fervor de antes. En lo más alto de la “Torre de Cristal” habían accedido finalmente al Vientre de la Bestia, por paradójico que aquello pudiera sonar, y el viejo “istar” sabía que era mejor obrar con la sutileza y sigilo de un gato al andar.
La habitación que seguía era una amplia sala de reuniones con una gran y alargada mesa en el centro, rodeada por grandes y siniestros butacones. La penumbra también se había instalado allí y la poca luz reinante procedía de las rendijas de las persianas a medio levantar de los ventanales que se encontraban en la pared de la izquierda. Gracias a ella pudieron advertir la figura de una persona, de pie y con los brazos detrás de la espalda, observando el exterior frente las ventanas del extremo más alejado de la sala.
Ensombrecida por la misma penumbra y bajo un leve manto de oscuridad – como todas las cosas de la habitación -, no supieron de quien se trataba hasta que, abandonando su estado de contemplación, se giró de cara a ellos para ir acercándose a la gran mesa central.
Una vez acostumbrados sus ojos a al semi oscuridad, Dwalin reconoció a Bardo al acto; pero no sintió la alegría que creía que iba a sentir en aquel encuentro, pues junto a Bardo descubrió, como Abdelkarr y Pallando, los rostros de quienes ocupaban los asientos entorno la mesa.
Las sombras, hijas de la penumbra, se habían aliado con los anchos y oscuros respaldos de las sillas para camuflarles, pero ahora veían con toda claridad que, hundidos en sus sillones, se encontraban militares de alto rango y consejeros civiles importantes del gobierno (algunos de ellos incluso muy famosos) reunidos bajo el amparo de un mutismo que los unía más que la mesa. Como pudieron comprobar los tres compañeros viendo sus caras pálidas – de un gris apagado-, parecidas a máscaras contorsionadas debido al dolor, y sus ojos inexpresivos, estaban muertos. A muchos de ellos les brillaba aún la sangre del corte en la yugular que todos tenían y otros tantos permanecían con las bocas negras abiertas como si se hubieran muerto en medio de la pronunciación de un ferviente discurso.
Todos menos Bardo, quien, de pie, contemplaba a los tres recién llegados desde la cabecera más lejana de la mesa.
El coronel más joven de la República seguía con los brazos detrás de la espalda, como si quisiera dejar el protagonismo a todas las condecoraciones que le colgaban del pecho del uniforme. Dwalin vio que éste era negro, el uniforme de luto.
A parte de todo aquello, el rostro de Bardo no parecía transmitir emoción alguna y los cuatro intercambiaron miradas durante un largo rato en que pareció que el tiempo se había detenido.
Recuperado de la impresión causada por la visión de los cadáveres, Dwalin exhaló una disimulada bocanada de aire que rompió el encantamiento del tiempo congelado y, por primera vez, tuvo suficientes fuerzas para dirigir la mirada a Bardo. ¡Por Eru, cómo se parecía a Tullken! Como si fuera una versión más adulta y corpulenta. Realmente transmitía fortaleza y seguridad; pero en aquella ocasión se veían empañados por la sombra que le cruzaba el semblante. El enano no supo que decirle. Y, como cogiendo un relevo, fue Pallando quien adelantó un paso para dirigirse al hermano mayor de Tullken.
- Bardo, tú a mí no me conoces, pero yo a ti mucho. Aunque cueste de asimilar, he vivido a través de los siglos pasados como si fueran días en la vida de un hombre, durante los cuales he seguido, una a una, las diferentes generaciones de tu familia. Puede que esto también te cueste de creer y te choque, pero tu hermano menor, Tullken, es ahora el único capaz de parar este mal –y subrayando la última afirmación, el mago señaló con el bastón a los difuntos dirigentes del país, dando por finalizada la explicación.
Después el mago estudió al militar. A pesar de descender de Radagast, Bardo no había heredado el Don y por eso Pallando siempre lo había ignorado en mayor o menor medida. Ahora se arrepentía de haberlo hecho. Él, Bardo, que tan cerca se encontraba de los dos polos opuestos que decidirían el destino de la Tierra Media – pues por un lado era el hermano de Tullken y por el otro siempre se había mantenido cerca de Alatar en su papel de servidor del gobierno en la “Torre de Cristal” – permanecía aparentemente indiferente ante las afirmaciones del “maia”, como queriendo dejar clara su neutralidad.
Sin embargo, Pallando temía (con un temor mezclado con la culpa por haberse olvidado de aquel soldado perdido en la primera línea de fuego) lo que Bardo pudiera decir… Más que nada, por si ya había elegido alguno de los dos bandos.
- Ya sé quien es usted, Sr. Pallando Menelluin … En estos últimos días me he enterado de muchas cosas, con o sin mi consentimiento – dijo al final el coronel con un tono vago, casi académico - ¿Te acuerdas de lo que te dije en el entierro de Arasereg, Dwalin? – continuó Bardo dirigiendo su mirada de ojos castaños al enano.
El aludido, con un gesto mecánico, negó con la cabeza. La tormenta de sensaciones de su mente nublaba sus recuerdos.
- Te dije que indagaría sobre la causa real de la muerte de Arasereg, para saber si realmente se suicido o, por el contrario, fue asesinado… Pues, en fin, llegué hasta el final de la cuestión; más incluso de lo que hubiese deseado y lo que descubrí fue lo mismo que entrevió Arasereg y lo que le llevó a la muerte.
En aquel momento, por primera vez, Bardo dejó caer los brazos y los tres compañeros pudieron ver el brillo apagado de la sangre que le llegaba desde los codos hasta las manchadas manos. En su mano izquierda también pudieron ver un curvo puñal que relucía rojo debido a la misma sangre.
- Ah, esto es un puñal orco que le traje de Mordor a Tullken para regalárselo… pero parece ser que se lo olvidó – comentó con voz distraída y levantando el cuchillo al ver que los tres no podían quitar la vista de él.
Pasaron otro par de segundos de silencio, viscoso y pegajoso silencio.
- Tenemos que continuar, Bardo – dijo entonces Pallando con una frialdad tan hiriente que incluso Abdelkarr y Dwalin se quedaron mirándolo. ¿Acaso el anciano pasaría por alto la evidencia que tenía delante de hasta donde podía llegar el poder corruptor de Alatar sin hacer nada?
Una desolación vasta y fría se extendió en aquel instante en Dwalin, como si se le hubiera roto algo en su interior. La escena que estaba viviendo le parecía irreal y todos sus figurantes (Bardo, Pallando, Abdelkarr, los muertos, él mismo…) parecían ser meras figuras alejadas las unas de las otras por quilómetros en aquella desolación que le invadía. Incapaz de pensar, de actuar o de dirigir la vista hacia el hermano de su mejor amigo, ante la hiriente presencia del puñal en sus manos, el enano permanecía abatido, con expresión ausente en el rostro.
Como intentando sodilarizarse con él, Bardo también mantenía un semblante vacío en la cara, aparentemente ignorante de las palabras que le había dirigido el mago azul.
- ¿Alguna vez habéis visto un nido de serpientes? – dijo al final con el tono de quien divaga, a la vez que se entretenía jugando con el puñal en sus manos – Si alguna vez habéis visto alguno no os costará entenderme si os digo que he caído en uno profundo…
Ellos tuvieron la oportunidad de contestarle que sí, que hacía sólo un par de horas habían tenido que bregar con un ejército entero de culebreantes reptiles; pero en lugar de eso Pallando volvió a hablar:
- Lamento insistir, Bardo, pero tenemos que seguir nuestro camino.
El matiz imperioso de Pallando hizo que Dwalin sintiera como si le hubieran vaciado el cuerpo sacándole las tripas con una cuchara. Primero pensó que era debido a la hiriente muestra de frialdad del mago, su total y reluciente inhumanidad, pero no tardó en darse cuenta de que en realidad se debía a él mismo. El horror había llamado a su puerta con los dos puños tan oscuramente que ahora no sabía que hacer. La idea de que Bardo hubiese cometido aquellas atrocidades, que hubiese sido arrojado a ese fangal infernal a cuatro patas, le descolocaba.
- No hay ningún problema, Sr. Pallando; no seré yo un estorbo. Mi… tarea ya ha sido cumplida. Les hice ver a aquellos que dijeron que la visión del Sr. Alatar no era la correcta que estaban equivocados, tal y como él me lo hizo ver a mi en persona. Sé que queréis acceder a los pisos siguientes… Yo mismo os ayudaré a salir de esta planta para que podáis ver por vosotros mismos la visión – susurró, más que dijo, Bardo con la mirada aún clavada en un vacío que se escapaba de los ojos de los otros.
Abdelkarr miró a Pallando para ver si el viejo se fiaría de aquel tipo. Para el sureño, el hecho de que Bardo fuera el hermano de Tullken era una realidad encubierta, desconocida y comentada solamente por encima. ¡Claro que había oído por ahí que Tullken tenía un hermano! Pero no podía entender por que Pallando y Dwalin estaban tan pendientes de aquel militar loco que se había cargado a todos sus colegas.
Pallando dio un paso adelante y notó el mismo vértigo que si hubiera avanzado por una cuerda floja. Acercarse más a Bardo (no, a lo que quedaba de Bardo) a la vez que éste mantenía la mirada muerta en él, a pesar de los parpadeos y el brillo cristalino del iris que la adornaban, le recordaba que había vuelto a fallar. Una tercera cabeza se había instalado en el nazgûl que habitaba los lugares más recónditos de su mente.
Viéndoles aproximarse, Bardo se giró parsimoniosamente sobre sus talones y se dirigió a una puerta ubicada al final de la habitación y que la penumbra había mantenido oculta. Los tres guerreros se apresuraron a seguirle, pasando al lado de la mesa lo más rápido que pudieron. Desde allí los cadáveres les saludaron con sus rostros blancos, cuyos ojos empañados por la muerte y sus bocas oscuras y abiertas les hacían parecer peces abisales buceando por el mar más tenebroso de todos. “Son figuras; figuras como las del museo de cera” se decía una y otra vez Dwalin a sí mismo, pues estaba haciendo verdaderos y monstruosos esfuerzos para no ladear la cabeza a la izquierda y enfrentarse a aquella tertulia silenciosa.
El enano hubiese deseado mil veces más enfrentarse a un ejército entero de arañas, trolls, súper-orcos y serpientes, por muy mezclados que estuvieran, que a ese espectáculo que lo perseguiría el resto de su vida como una sombra negra.
A la derecha del enano, Pallando también empezaba a sentir, como el propio Dwalin, como un agujero negro ocupaba su interior, dejándole vacío. Alatar ya había empezado a mover la rueda y no pararía hasta que todo el grano estuviera molido. Lo sentía por Dwalin, al cual notaba agarrotado a su lado por la impotencia y rabia de no saber como reaccionar; pero Bardo se había convertido en otra pieza más de la maquinaria de Alatar. No sé podía ayudar a quien ya estaba condenado.
Titubeando como unos desconocidos que entraran en casa ajena, accedieron al fin a la habitación contigua a la sala de reuniones. Allí les recibió un pequeño pero acomodado despacho, bien iluminado por unos grandes ventanales abiertos a su izquierda. A pesar de aquello, el ambiente en la habitación no era acogedor. Una escarcha invisible parecía cubrir el lugar.
Sus ojos, de igual modo, cayeron sobre Bardo, quien ahora estaba de espaldas a ellos (dejando entrever, por desgracia, unas manchas rojas en su vestido al haber apoyado las manos justo ahí) y se dirigía hacia la opulenta mesa de despacho que ocupaba el centro de la sala. Detrás de ella se hallaba girada una enorme butaca de cuero negro, por lo cual sólo podían admirar de ella su amplio respaldo.
Allí sentado había alguien a quien no podían ver. Ese alguien, a juzgar por la posición ligeramente reclinada de la butaca, se encontraba mirando los monitores de televisión que tachonaban la pared del fondo de la estancia, detrás de la mesa, como si el extraño ojo de un insecto gigante se hubiera abierto en ella.
Muchas de las pantallas sólo mostraban nieve; pero en otras tantas se podían ver imágenes en blanco y negro. A pesar de la distancia, pudieron observar que se trataban de lo que grababan las cámaras de vigilancia del edificio. En las restantes se podía ver el exterior en diferentes puntos de la ciudad. El caos era total.
Bardo, ignorando el inmisericorde y continuo bombardeo de luz parpadeante de los televisores, se inclinó sobre el sillón y murmuró un “Ya han llegado, señor”, tan suave como una caricia, a quien estaba ahí sentado. La butaca se giró al instante y al fin pudieron ver a quien estaba sentado en ella.
Un fantasma. Esa fue la palabra que recorrió como una descarga simultáneamente la mente de los tres al ver al ocupante del despacho.
El senescal Imrahil, hundido en aquel gran sillón que parecía que en cualquier momento se doblaría para engullirlo, levantó sus ojos cansados y tocados del gris de la desdicha para contemplar a aquellos que acababan de perturbar su largo viaje al fondo de la desesperación sin importarle lo más mínimo lo que pensaran de su apariencia. De hecho, desde hacía varias semanas, al senescal habían dejado de importarle muchas cosas.
La curiosidad se tornó en extrañeza en la cabeza de Dwalin al examinar aquel hombre que en un principio no había reconocido. No era para menos. Entre el enérgico líder que proclamó aquel inflamado discurso el Uno de Mayo y aquella figura empequeñecida, arrugada como su traje que parecía irle demasiado grande, había un buen trecho. La imagen del muñeco de trapo en que se había convertido el senescal, que los contemplaba con ojos acuosos, y de un erguido y silente Bardo a su lado, se le antojó a Dwalin una postal estremecedora; más que nunca, deseó estar en alguna parte lejos de aquel sitio.
Jamás lo sospecharían, pero Pallando, en aquellos momentos, tuvo un pensamiento muy similar al del enano. La diferencia estribaba en que el mago sí sabía en que lugar quería estar y la visión fugaz de unas playas blancas lamidas por el suave mar turquesa dando la bienvenida a unas tierras siempre verdes le pasó por su cabeza como un aleteo de mosca… Y al abrir otra vez los ojos después de aquel parpadeo, Pallando volvió a encontrarse allí, con la horrible realidad. La cabeza empezaba a dolerle.
Abdelkarr, como los otros dos, contemplaba aquel retrato de las “no-fuerzas” del gobierno que constituían Bardo y el senescal. Aquel era otro callejón sin salida. Ni aunque hubiese tenido toda una semana entera el chico no hubiese sabido acumular más paciencia. Asombrando a todos los presentes, Abdelkarr marchó directo hacia la mesa del senescal; pero su intención no era enfrentarse al gobernante de Gondor, sino continuar el avance hacia Alatar por la salida a las escaleras que se entreveía al lado de la pared saturada de televisores.
Pillado por sorpresa en unos primeros instantes, Pallando no hizo nada y se limitó a pensar que, quizás retrocediendo hacia otros tiempos, él hubiera hecho lo mismo. Con seguridad, Abdelkarr iba a pasar de largo de la mesa (desde donde el altivo y mudo Bardo le clavó una mirada acusadora que el haradrim, sin saber muy bien el porque, le recordó a la de Tullken), cuando, de repente, el senescal, con la cabeza gacha y el mentón hundido en el pecho, le susurró algo. La reacción del senescal le sorprendió y en cierta forma le obligó a detenerse. La angustia que transmitían aquellas palabras, a pesar de que no las había entendido, así lo requería.
Para cuando el gobernante volvió a repetir la frase, Pallando y Dwalin ya se encontraban al lado de Abdelkarr para escucharla.
- ¿Dónde está mi hijo?
En un principio, los Tres Caminantes se miraron con interrogantes en la cara, como si el senescal hubiese hablado en un idioma que no entendieran. Pero (¡Oh, sí!) todos sabían a que hijo se refería. Dwalin bajó la vista y en las baldosas del suelo volvió a ver la imagen danzante y oscura de la gárgola que se llevó a Elesarn. Abdelkarr, por su parte, aún tenía grabados a fuego en el cuerpo los puños del hijo del senescal desde aquel día en que le llamó “negrata” y se enzarzaron en una pelea en medio de un pasillo del instituto Faramir. Se habían perdido tantos otros, y tan valiosos, que la noticia de la desaparición de Denethor VI se perdió en la mente del joven como una burbujita en un océano.
El senescal repasó con la mirada a quienes tenía delante, ignorando a Bardo – convertido más que nunca en una estatua viviente -. Fugazmente el color le fue volviendo al rostro; pero no era el color de la vida, sino el de la desesperación.
- Como… ¿Cómo es posible que entréis aquí, como meros asaltantes, a la Fortaleza del Águila, el corazón de Gondor, y no sepáis servir a vuestro senescal? ¡Yo sigo siendo el Señor de la República! ¡Responded a mi pregunta! ¿Dónde está mi hijo? – les gritó con lo que parecían ser sus últimas fuerzas, clavándoles unos enturbiados ojos, ventanas que mostraban un reino de secreta locura.
Cabizbajos, permanecieron callados. Ser más concientes que el propio senescal del poder de control y manipulación que ejercía Alatar sobre él resultaba doloroso y patético. Incluso Bardo, transformado en un títere cuya conciencia permanecía encerrada en lo más hondo de su ser para que pudiera contemplar todos los horrores que a su amo se le antojará poner en práctica con su cuerpo, les envió una mirada suplicante en aquel entonces, a pesar de que algo le impedía abrir la boca para poder gritar a los cuatro vientos el desgarrador llanto de su alma.
En un último acto de resistencia a toda aquella sinrazón que no comprendía debido a la niebla multicolor de confusión y ofuscación que Alatar se había encargado de tejerle minuciosamente a su alrededor, el heredero de Anárion mantuvo la vista fija en los tres aventureros en busca de una respuesta. Pallando suspiró, a sabiendas de que lo que iba a hacer no iría a arreglar nada; pero, tal y como le dijo una vez a Tullken, “hacer algo es mejor que no hacer nada”. Cerniéndose como una ola suave y brillante bajo un sol de verano debido a la armadura, el “istar” se puso cara a cara ante el senescal y sintió una enojosa sensación en la garganta al ver cuan demacrado y abatido estaba aquel hombre. Éste, por su parte, no podía apartar su mirada de los ojos del mago. La intensidad que fluía en ellos se convirtió en el único sustento en el que el senescal se agarró a la realidad cuando, junto a aquellos ojos azul marino, retronó una voz que le decía:
- Mi Señor… vuestro hijo, Denethor VI, se ha perdido… Ha penetrado en un territorio oscuro. Si permanece en vida o no lo ignoró; pero le puedo asegurar, por doloroso que sea, que aunque volviera a vuestro lado no sería el hijo que recordabais, sino algo que le hubiera robado el rostro y se hiciera pasar por él.
El senescal permaneció todo ese rato con los ojos sin parpadear ante lo que Pallando le iba diciendo y, a cada palabra, se le iba apretando más la mandíbula, de tal modo que incluso se podría haber oído el rechinar de sus dientes. Pallando contempló a su vez aquel señor de hombres con indulgencia. Cuando más quería aparentar entereza más claro veía que aquel hombre se desmoronaría. El pozo en el que lo había hecho caer Alatar era profundo y de paredes resbaladizas. El senescal era un hombre muerto, aunque él aun no lo supiera; un moribundo, acaso un “cadáver reanimado”, que Alatar había estado manipulando tanto tiempo que, en el momento más álgido, se había olvidado de él.
- ¿Dónde está Arien… mi esposa? – contestó, con un hilo de voz, aquel pelele que seguía resistiéndose a ver los trozos de la realidad en la que había vivido pulverizados y esparcidos a su alrededor.
En los ojos del mago brilló entonces un fugaz resplandor que Dwalin y Abdelkarr conocían muy bien.
- Eso es lo que vamos a descubrir ahora, señor… - y, apartando la vista por primera vez del senescal, Pallando levantó la cabeza hacia el techo, hacia el otro lado del espejo de sí mismo que le esperaba arriba.
La posición firme y resuelta que tomó el cuerpo del hechicero puso sobre aviso a los dos adolescentes – que habían observado en solemne quietud la conversación a susurros entre los dos hombres – de la intención de Pallando de seguir hacia delante.
Bardo se los quedó mirando cuando pasaron por su lado. El senescal no, hundidos sus ojos en la nada. Los dos no eran más que dos sombras que no opondrían resistencia.
- ¿Qué será de ellos? – preguntó Abdelkarr, sintiendo por primera vez algo de compasión aunque lo intentara disimular con la dureza de su voz.
Pallando, a la hora de responder, no necesitó simular firmeza:
- Ahora nada. Una vez destruido el manantial de veneno del que han bebido, ya veremos.
Dándose por satisfecho por aquella contestación que esperaba que acallara las dudas del chico, Pallando se giró para continuar. Si alguna vez Abdelkarr se había sentido tan raro dentro de su propia piel ya no lo recordaba. Quizás lo que sintió hacía ya seis años en los límites de la frontera de Gondor se le parecía, pero… Pero la impresión de que, para Pallando, la gente que le rodeaba (incluidos Dwalin y él) se habían convertido en meras sombras se apoderó del muchacho, perturbándolo.
Mas, a fin de cuentas, Pallando luchaba para salvar a esas “sombras”, ¿verdad? Pues a Abdelkarr no se le ocurría que otros motivos, más oscuros y soterrados, podían llevar a alguien a mantener esa lucha durante siglos. Su lado más cínico, maltratado por las últimas situaciones vividas, afloró entonces con timidez para decirle que preguntarse aquello, a esas alturas (tanto las físicas como temporales), era una tontería. Haciéndole caso, Abdelkarr apartó la vista de Bardo, el senescal y las ventanas que mostraban el mundo exterior para seguir al mago.
A sus espaldas, Dwalin estaba decidido a imitarle cuando sintió sobre su hombro el contactó de unos dedos que, a pesar de la armadura, notó húmedos. El cuello pareció anquilosársele a la hora de girar la cabeza y se sobresaltó al ver a Bardo tras él. El hecho de que no hubiera oído como el coronel se le acercaba, y el detalle de la mano ensangrentada sobre su hombro, hicieron que el enano no pudiera reprimir una expresión de temor, acaso también de aversión.
Empero, los ojos de Bardo decían cosas totalmente diferentes. Esa mirada fue lo que ancló a Dwalin en el suelo y evitó que saliera corriendo.
- Dwalin, puede… puede que no volvamos a vernos; si eso ocurriera, hazme el favor de darle esto a Tullken – y, con un gracil gesto, se arrancó la insignia del Árbol Blanco de su brazo.
Dwalin volvió a estremecerse. Ese acto lo hacían los soldados de Gondor que sabían que no regresarían a su hogar. Bastaría que el enano le mostrara un hilo de ese escudo a Tullken para que supusiera que su hermano había muerto. Turbado por el asunto, Dwalin no fue casi consciente de que cogía el escudo manchado de sangre y que balbuceaba un “entendido” parco y carente de emoción alguna. Al volver la vista hacia los ojos de Bardo y leer la despedida que se leía en ellos, adivinó que el militar hubiese deseado tener a su hermano delante de él, pero la media sonrisa que se dibujaba en sus labios decía también que había sido todo un honor que Dwalin fuera el depositario de aquellas posibles últimas palabras.
Tragando saliva, Dwalin se alejó de él. Bardo le siguió con la mirada cálida del color de la madera de un viejo y familiar mueble. Tras él, el senescal, recostado en su trono-sillón, había dejado de mirar los televisores y a cualquier otra cosa de aquel edificio que le envolviera. Ahora se encontraba ocupado observando lo que había más allá de las ventanas y a la luz que, a pesar de entrar a tropel a traves de éstas, parecía tan irreal como si procediera de una pintura y que, cada vez más, iba volviéndose más mortecina debido a las nubes de humo de los fuegos que iban tomando la ciudad.
Pasada la puerta de aquel despacho encontraron unas amplias y blancas escaleras que conducían, en una ligera rampa, hacia arriba. Subiendo por ellas, Dwalin tuvo la sensación de que dejaban al senescal y a Bardo muy por debajo de lo que realmente estaban, en un sótano muy profundo o como si los hubieran enterrado en vida. A costa de engañarse, el enano se dijo que aquello no era así. Una impresión similar a la de Dwalin serpenteó en Abdelkarr y Pallando, pero intentaron sofocarla concentrándose en las escaleras que estaban subiendo.
Molestamente comprobaron que la calma que reinaba allí, como en todos los otros tramos de escaleras que habían ido subiendo por el edificio, les resultaba extrañamente perturbadora y desquiciante. Arriba, por encima de ellos y aguardándoles como una serpiente enroscada en su cúbil, un hombre que en realidad no era un hombre, soltó una risita desafiante y se ajustó su corbata azul.
Los tres casi hubieran jurado que la habían sentido delante de sus narices, pero al girar el postrero recodo de las escaleras no se encontraron con quien esperaban encontrarse, sino con el siempre desconcertante imprevisto.
Al final de las escaleras se hallaba la entrada de los últimos pisos de la “Torre de Cristal”. Dwalin se sorprendió al comprobar que dicho acceso era casi tan grande y esplendoroso como los que se encontraban en la base del rascacielos. Aquello le transmitió una sensación de desequilibrio, como si se intentara hacer un edificio a la inversa o con dos entras principales, una abajo y otra arriba.
De todos modos, todo esto eran detalles menores ante el espectáculo que ofrecían las dos estatuas vigilantes que flanqueaban los lados de la puerta. Al verlas el recuerdo de los Argonath pasó como una estrella fugaz por sus cabezas para desvanecerse ante la evidencia de que entre aquellas dos esculturas y los Pilares de los Reyes habían pocos más parecidos. Aunque altas ( de unos cinco metros aproximadamente), las estatuas distaban de ser gigantescas y no representaban a dos reyes, sino a dos magos. Los mantos cincelados que cubrían sus cuerpos habían sido pintados de un homogeneo azul que terminaba en sus pálidos rostros coronados a la inversa por largas barbas blancas. Las inexpresivas y vacías miradas de sus ojos de mármol parecían vislumbrar el infinito y su imponente presencia daba un toque más decorativo que amadentrador.
“Mil monedas de oro para quien sepa quienes son ese par” volvió a rechinar la voz sardónica en la mente de Abdelkarr al contemplar las efigies de los Ithryn Luin y después, al igual que Dwalin, desvió la mirada hacia Pallando para observar la reacción del mago. Aparentemente, éste parecía hacer caso omiso de ellas. ¡Cualquiera diría que ni las había visto!
Un poco decepcionados, los dos curiosos acompañaron a Pallando a la hora de atravesar el majestuoso pórtico. Las, hasta el momento, mudas estatuas susurraron en aquel instante un saludo que sólo sintió Pallando y el mago fue víctima del dardo de la incógnita que planeaba sobre aquellos pétreos guardianes. ¿Eran acaso un ofrecimiento de última hora de Alatar para que se uniera a él? ¿O, en cambio, eran un recordatorio de los viejos tiempos (los buenos tiempos)? Pallando, al final, tuvo que reconocer alegremente que lo ignoraba, pero para su bien, tal y como añidió para que su armazón mental le protegiera de las artimañas subliminales de Alatar.
Un detalle a priori secundario de las esculturas, empero, no pasó desapercibido para Abdelkarr y Dwalin. Si las dos representaban fidedignamente los rasgos de los dos magos azules tal y como llegaron por primera vez a la Tierra Media, dejaban entrever entonces una notable evidencia que se resumía en la palabra que coronó el comentario que le hizo confidencialmente Abdelkarr a Dwalin, de espaldas a Pallando, cuando ya habían dejado el arco de entrada unos cuantos metros atrás:
- ¿Es posible que sean gemelos?

Una incómoda sensación de retorno al “punto de partida” asaltó a Tullken cuando volvió a encontrarse corriendo como un loco y rodeado por los árboles, silentes testigos que empezaban a languidecer bajo una sibilina nube de humo procedente de un incendio gestado en las propias entrañas del “Circular Park”.
Las diferencias en aquella ocasión estribaban en que ahora el muchacho si sabía porque corría y en que la soledad era su nueva compañera en substitución de aquel pandillero que (¡Sorpresas de la vida!) sentía en falta. A Tullken le hubiese gustado lamentarse más y escalar una montaña de autocompasión, pero en verdad la situación era apremiante.
La mirada de un oscuro jinete acabó por posarse en él cuando llegó a un espacio abierto entre los árboles. Alarmado al principio, Tullken acabó por darse cuenta, entre resoplidos entrecortados, de que en realidad se trataba de la escultura ecuestre de Boromir. Examinando cada rincón de la plaza como si se pudieran esconder regimientos en ellos, el jovenzuelo, resollando y aguantándose unos quejumbrosos sollozos, fue corriendo a paso ligero hacia el amparo de la sombra del imponente pedestal de mármol blanco que sostenía la efigie del antiguo capitán de Gondor.
Ni el fervor más patriotero lo salvaría y, aún siendo consciente de aquello, Tullken se apretó contra una de las paredes de la peana como si fuera el lugar más protegido y seguro de la Tierra. Más calmado, su respiración volvió a la normalidad y el ruido de los jadeos cesó. Su lugar no tardó en ser ocupado por otro tipo de sonidos. La sola captación de aquéllos puso a cien a Tullken, quien juzgaba su momento de tranquilidad desesperadamente corto.
Atrapado por la atracción de la escultura, el muchacho se negaba a salir corriendo de nuevo; de forma que, pareciéndole los ruidillos poco intimidantes para pertenecer a alguna de aquellas bestias gigantescas, se armó de valor y, a base de pasitos, rodeó la pétrea plataforma para llegar a la fuente del ruido en la pared opuesta del bloque en la que se hallaba él.
Las fauces de un lobo enorme se abrieron entonces ante él, al girar la última esquina. Tullken quedó fascinado por los redondos, brillantes y grandes ojos, antes que por los descomunales dientes del animal. Al pronto de que éstos cayeran sobre su carne, Tullken parpadeó y al volver abrir los ojos, el lobo había desaparecido. Tan sólo había sido un espejismo creado por su alterada mente.
El chico ahogó una risita de alivio ante el asombro que le producía su imaginación. Eso no secó la capa de sudor que llenaba su frente.
Al escudriñar más a fondo la sección del pedestal que tenía delante (y esta vez de verdad, sin fantasías caninas), Tullken se sorprendió más incluso que al imaginarse el lobo: El sitio estaba vacío. Lo inquietante, y hasta molesto, era que se seguían oyendo aquellos sonidos apagados; los sonidos alargados y dolientes de un lamento.
Al fijarse mejor, descubrió para su asombro a una chica acurrucada, casi invisible, en la base del monumento, en la zona más alejada de él. La joven, aún tapándose la cara, fue reconocida por Tullken. Se trataba de Arien, la esposa del senescal.
Sin saber muy bien que hacer, Tullken permaneció con expresión ausente pegado en su sitio. Aparentemente, Arien no se había percatado de su presencia y seguía llorando quedamente con las manos cubriéndole el rostro. La situación incomodó y violentó en seguida a Tullken. En su estado, rayano al histerismo, afrontar una circunstancia como aquella era como exigirle a un pez que escalara una montaña.
Atrapado ante la responsabilidad de tener que hacer algo y el miedo atroz, casi abstracto, que le infundía ahora su alrededor, el chico fue súbitamente consciente del lugar desprotegido donde se encontraban, a la vista de todo el mundo.
Tullken, sopesando aquel hecho, se imaginó cuanto se habrían reído sus amigos del instituto privado al que acudía si le hubieran visto de aquella manera; ¡con lo gallitos que se mostraban todos cuando iban juntos!
Acordarse de ellos hizo que Tullken se centrara más (aunque la mujer y el escenario donde se hallaba seguían pareciéndole tan perturbadores como si hubiesen surgido de otro planeta) e intentara hacer alguna cosa para salir del atolladero en el que había caído aquella mañana, cuando tuvo la “estupenda” ocurrencia de entrar a robar en esa tienda sólo para poder contarlo luego a esos mismos amigos que, a buen seguro, ya no se reirían, sino que se carcajearían hasta que se les deformase las mandíbulas, ante su patetismo.
- Uh, eh… señorita, ¿está usted bien?- preguntó, acercándose a ella con el tono de voz que consideró más delicado.
Ella, sin embargo, parecía preferir ignorarle. Tragándose un suspiro de paciencia, Tullken le puso una mano en el hombro para consolarla, pues la muchacha no dejaba de temblar. Al sentir su contacto, Arien apartó las manos de su cara y clavó unos enrojecidos ojos grises en Tullken, con la misma expresión de confusión con la que les había observado en el coche policía la primera vez que se vieron.
Tullken se zambulló por unos instantes en aquellos ojos que no parecían reconocerle. ¿Qué horrores podría haber visto aquella mujer que fueran superiores a la carnicería que el haradrim y él acababan de presenciar? ¿En qué ventana del Vacío, dónde reposaban los condenados, habría asomado su pálido rostro? No pudo evitar identificarse entonces con aquella mujer que parecía haber padecido un terror semejante al suyo y que, a juzgar por su vista nublada, perduraría por siempre en su mente.
Como única contestación a esas preguntas – que tuvieron un extraño efecto balsámico en él -, Tullken obtuvo un grito espeluznante, hinchado de un miedo que llegó incluso a herir los nervios del joven dúnadan. Espoleado por aquel inesperado alarido que, con toda seguridad, procedía del mismo abismo que había perturbado de aquella forma a la muchacha, Tullken, en un acto más reflejo que consciente, la abrazó con su cuerpo, rodeándola con sus brazos enmanillados, y con una mano le tapó la boca.
Unos lentos segundos pasaron en los que permanecieron pegados, mudos e inmóviles bajo los orgullosamente alzados cascos del caballo del noveno miembro de la Compañía del Anillo, paralizado y silencioso como ellos. En aquella pausa el remolino de caos que les rodeaba pareció parar también por unos instantes. Pasado el hechizo mágico de la relatividad del tiempo, éste volvió a su ritmo normal y Tullken también volvió a ser nuevamente consciente de la situación paso a paso.
Primero sintió el cuerpo caliente de la chica, de su abultado vientre y de los latidos de su corazón que latía con la fuerza del aleteo de un pájaro atrapado en una jaula demasiado estrecha. Un fuego procedente de las brasas de sus instintos más bajos se removió en el interior de Tullken al notar plenamente ese tacto tan intimo. Ahora eran sus propios latidos los que le resonaban en sus tímpanos; lo que no impidió que acabara captando un jadeo suave y candente que los acompañaba.
En su mayor punto de excitación animal se les había unido, como comprobó con desagrado el muchacho, un animal de verdad.
Levantando la cabeza, sintió la presencia del lobo al otro lado de la escultura. La criatura se encontraba con toda su norme mole agachada, oliendo el trozo de tierra donde antes había permanecido Tullken, manteniendo, en apariencia, a su jinete ocupado también en aquella búsqueda. Que les encontraran sería cuestión de segundos.
El miedo resurgió en Tullken como una fuente a presión y, sintiendo que le fallaban las piernas, por lo menos mantuvo la suficiente calma como para pegarse contra la pared de mármol junto a la chica y taparle la boca a ella. No quería ni imaginarse que ocurriría si se ponía a gritar o a llorar.
Apretando aún más el morro en el suelo, el huargo olisqueó ruidosamente el terreno. Sí hubiese querido, con sólo levantar la cabeza del todo podría haber arrancado las patas delanteras del caballo de la estatua. Como supuso Tullken, la tranquilidad con que se tomaban el animal y su jinete aquel rastreo era debida a la plena confianza que tenían en el convencimiento de que sus presas no tenían ninguna posibilidad de haber ido muy lejos; por no hablar del apoyo de sus camaradas, los cuales no debían de andar muy lejos.
Uno a uno, esos pensamientos gotearon en la cabeza del joven como gotas de plomo, dejando una marca de fatalidad que agarrotaron el ánimo y el cuerpo del dúnadan. En ese estado, la idea de alcanzar la línea de árboles que tenía delante, a unos cuantos metros, se convirtió en una obsesión. El corazón volvió a latirle con más fuerza al sopesar esa posibilidad. Mentalmente se le aparecieron las imágenes en las que él salía corriendo y cogía por sorpresa al lobo, quien no era capaz de entender lo que ocurría hasta que él se encontraba ya desaparecido entre la vegetación.
El plan parecía perfecto menos por un detalle: ¿Qué hacer con la chica?
La primera ocurrencia que tuvo Tullken, marcada por la brújula egoísta que había gobernado buena parte de su vida, fue la de dejarla allí mismo, abandonada a su suerte… Pero al volver a sentir su cuerpo tembloroso, pegado al suyo, y el latir, ya no el de su corazón, sino también el del bebé que reposaba ajeno a todo en su vientre, los sentimientos del muchacho respecto a la mujer cambiaron y supo, con total certeza, que sí la dejaba tirada ahí no podría verse en un espejo jamás en su vida.
Cogiendo una silenciosa bocanada de aire, Tullken dejó que su maltrecha conciencia le felicitara por la decisión de no dejarla, pero otra importante parte de su mente seguía planteando la pregunta de cómo escaparían de aquel sitio. El agobio de aquel dilema dio paso a un ultimátum que se autoimpuso el chico: Con que apareciera sólo un centímetro del morro negro de la bestia tras una de las esquinas de la pared donde estaban, saldría corriendo, con la chica a cuestas o como fuera, hacia los árboles. Después, cuando se encontrasen en medio de esa nueva huida, ya vería como se espabilaba.
Obedeciendo el plan que se había planificado ya en la mente del dúnadan, el lobo sacó con timidez una parte de su sensible morro al seguir una pista confusa que le llevaba a andar pegado a la base de la escultura como si fuera un perro olisqueando un árbol para orinar. No obstante, dicha cautela no era más que una forma de alargar el instante previo antes del salto sobre su indefensa victima y, traidoramente, giró con brusquedad todo el cuerpo hacia ese lado del monumento. Pero, extrañando a montura y jinete, allí no encontraron nada; y tampoco parecía haber movimiento en la línea de árboles que asomaba ahí y único punto de escapada para hipotéticos fugitivos.
Casi oliendo el desconcierto de sus perseguidores, Tullken apretó más su cuerpo (y con el suyo el de ella, atemorizada como una liebre en una trampa) contra la fría superficie, de un blanco puro, de la pared que seguía en el bloque que sostenía la estatua de bronce a la anterior de donde habían estado. Sí habían de dar vueltas eternas entorno a ésta, Tullken no dudaría en hacerlo por tal de evitar el espinoso pozo de la boca del lobo.
Una simple gota de saliva que cayó en su hombro, en todo caso, fue a dar al traste con todos los planes que quisiera o pudiera planificar. Sus vértebras crujieron de angustia cuando levantó la cabeza, aún a sabiendas de lo que iba a encontrarse, sólo para comprobar el origen del goteron. Sobre de ellos, la cabeza triangular del lobo se extendía como un parasol. No sería muy largo el tiempo que tendría que pasar para que la inclinara y sus mandíbulas se cerraran sobre sus cuerpos.
Cuando el pinchazo paralizador que sintió por todo el cuerpo remitió, Tullken se vio lo suficientemente capacitado para salir corriendo de allí con la chica acuestas. Parecía ser que al final aplicaría el plan A de huir hacia los árboles.
El lobo, que muy bien había sabido romper el juego del gato y el ratón que podían haber mantenido él y sus presas alrededor de la escultura, falló, sin embargo, a la hora de reaccionar. Al intentar abalanzarse sobre los dos jóvenes que huían patosamente de él no se acordó de que su cabezota estaba encajonada debajo del cuerpo de bronce del caballo y, con su ímpetu de saltar sobre el pedestal, casi lanzó por los suelos a su propio jinete.
Tullken, atreviéndose a girar por unos instantes la cabeza, vio con alivio aquel enredo del animal con las patas de la efigie y sonrió para sí mismo. Desgraciadamente, el dejar de prestar atención a su carrera hizo que tropezara con la chica justo en el momento en que el huargo se libraba de la “trampa” de Boromir. Caídos a medio camino, el tacto rasposo de la arena del suelo se les antojó más seco y abrasivo de lo normal.
Al lado de Tullken, Arien se agarró instintivamente el vientre debido a una súbita punzada. El rostro de dolor que puso estremeció al joven dúnadan. Por su parte, él casi no notaba que le llegase la sangre a sus manos presas.
El Sol volvió a oscurecerse por segunda vez sobre ellos, pero esta vez debido a toda la envergadura del lobo. Desviando la vista hacia su futuro verdugo, Tullken lo percibió a contraluz como una sombra negra que se alzase sobre la montaña de carne de su montura, irrealmente rodeado por el baile de un tenue velo de humo que, sin disimulo, les rodeaba.
El chico, a pesar de no verle bien la cara, sabía que el jinete estaba sonriendo con aquella gran boca de sanguinolentos dientes que poseía. Sí aquél tenía que ser el final que fuera, pero que pasara de una vez por todas y rápidamente.
El jinete, bien instalado en su silla de montar como un buitre, apretó las bridas de cadenas del lobo para que, llegado el momento, apartara a aquel entrometido muchacho aunque tuviera que ser incluso con delicadeza y lo destrozara después. Luego se preocuparía de la chica. A ella la quería con vida.
Antes de iniciar el ataque y apretando los labios en una sonrisa carnívora, el jinete oyó una detonación seca y el zumbido de una especie de moscardón que se acercaba a toda velocidad hacia él por su derecha. El impacto de la bala en su cabeza lo sintió como un fogonazo de dolor curiosamente frío, con la misma repelencia que se recibe al hundir un par de dedos en agua heladísima. Después, un telón negro se precipitó en el interior de su cabeza, acallando de golpe todo rastro de pensamientos, deseos o voluntad.
Tanto el huargo como Tullken habían oído el disparo, pero antes de darse cuenta de sus efectos, su atención se desvió hacia su origen; y tanto el lobo como el chico vislumbraron la figura erguida de Beregond al borde del claro, semi escondida entre los árboles, de cara a la brisa que evitó traer su olor al animal y con los dos brazos alzados con su consecuente par de manos agarrando una pistola de la cual aun salía un hilo de humo por el cañón.
La mirada seria del policía se encontraba clavada en la del jinete, quien permanecía quieto y con la misma expresión de estúpido triunfo en el rostro, mientras un apacible chorro de sangre manaba del agujero que la bala le había producido en uno de los lados de la cabeza. La bala, a parte de la muerte casi inmediata del tipo, parecía haberlo convertido en una estatua, un triste emulo de la de Boromir; como si el disparo hubiera sido el “flash” de una cámara que lo hubiera paralizado en aquella pose para siempre.
La extraña alegría que embargó a Beregond y a Tullken no les duró mucho. Ambos eran conscientes de que seguían en peligro. El teniente había actuado con sangre fría y rapidez, pero saber que era lo que pasaría ahora era como lanzar una piedra en un profundo pozo e intentar deducir cuando duraría la caída; y Tullken, aun tumbado en el suelo con Arien a merced de las mandíbulas del huargo, temía por la reacción de éste último una vez se percatase de que su jinete había muerto.
Efectivamente, el lobo parecía ser el único que aún no se había dado cuenta de que soportaba, con macabra literalidad, un “peso muerto”. La expresión de desconcierto y desorientación que adoptaron aquellas quijadas que encarnaban el más puro terror a la devoración casi hacía parecer al huargo un cachorro desvalido y separado de la manada. A Beregond, que había estado huyendo de ellos desde que había visto el camión de bomberos estrellarse en el parque, vio en aquel depredador convertido en un adorable peluche bobalicón, la oportunidad para actuar.
Sin desviar la mirada de la bestia, Beregond empezó una carrera directa hacia ella, manteniendo la pistola baja. Hubiese preferido tener en sus manos a “Lhachruin”, pero una vez perdida ésta, el teniente había comprendido que la única manera de poder herir a aquellas criaturas era con cautela, velocidad… y que se presentase una situación como aquella.
Desde su “privilegiado” puesto en el suelo, Tullken se preguntó por qué el policía se lanzaba directamente hacia el lobo; pero antes de que pudiera pensar en nada más, el hombre alzó de nuevo su arma (que tan inofensiva parecía al lado del animal) a un par de metros del huargo y, sin dejarle ni girar la cabeza hacia él, descargó todo su cargador en su cabeza. Tullken se estremeció ante el súbito estruendo de los disparos, sintiendo como Arien se apretaba un poco más a su cuerpo. Así abrazados, los dos percibieron a su vez el ruido seco del cuerpo del lobo al derrumbarse definitivamente en el suelo. Como un añadido, su escuálido jinete también se dejó caer al final al suelo, tan fiambre como su montura.
Los brazos le dolían a Beregond a causa de la tensión al disparar, y le siguieron doliendo incluso cuando se aproximó – sin dejar de apuntarle con la pistola – al lobo derribado. Acercarse a él para poder introducirle una ración de balas por el ojo y que ninguna rebotara de aquel modo en el duro cráneo no le había gustado, pero la comprobación de la muerte del monstruo era obligatoria en un caso como aquél.
Las tripas casi se le aflojaron de alegría cuando descubrió que la mayoría de sus disparos habían acertado y que el ojo derecho del animal era un agujero rojizo similar a un parche sanguinolento. Beregond se preguntó en aquel momento cual podía ser la causa por la que el pelaje y el morro del animal estubieran también llenos de sangre. Entonces echó un vistazo a los árboles de más allá de la plazoleta en donde se había escondido. En un par de segundos se levantaron allí unas altas llamas de fuego que, si no hubiera sido por su tacto destructor, se podría haber asegurado que avanzaban con precaución y timidez. El fuego le había estado siguiendo desde su huida y era muy posible que acabará ocupando todo el parque. Beregond esperó que Beren estuviera bien por donde anduviera, aunque si el joven rico estaba allí con la chica en aquellas condiciones, significaba que los percances también le habían alcanzado a él.
Girando la cabeza, el teniente se encaró hacia ellos, quienes intentaban levantarse. Casi instintivamente, Beregond fue a ayudarles. Los dos estaban pálidos, ojerosos y parecían incapaces casi de valerse por sí mismos. El estado de conmoción en que se encontraban era tan grande, que Beregond no creía que ellos fueran plenamente conscientes de aquello. A pesar de eso, el policía se moría por preguntarles que les había sucedido y, sino hubiese sido por el deseo de escapar de allí que expresaban sus miradas, no hubiera mantenido la boca cerrada.
Soterrando su vena detectivesca, Beregond se obligó a posponer el interrogatorio para más tarde; lo más importante en aquellos momentos, en verdad, era salir de allí, pues Beregond notó como el fuego que empezaba a rodearles había traído el lejano sonido de los aullidos de lobos que no se demorarían en encontrar el cadáver de su compañero.


Era ligera, casi imperceptible y absolutamente real.
Abdelkarr se paró en seco nada más sentirla y, desviando los ojos, vio que Pallando también se había detenido al notar aquella suave vibración que estremeció paredes y suelo. Detrás de ellos, Dwalin, al poseer la sensibilidad para el terreno más acusada al ser un enano, había percibido mucho antes que los demás aquel suave balanceo del suelo.
Al instante, todos miraron hacia el ventanal alto que tenían a su izquierda. A primera vista todo parecía estar como siempre; pero fijándose más pudieron comprobar que el paisaje de rascacielos enmarcado por el ventanal no tenía un borde fijo. El edificio se movía acompasadamente como la cuna de un bebé.
Ninguno de los tres dijo nada, aunque dentro de sus cabezas se dibujó la imagen de un reloj de arena que empezaba a vaciarse poniendo una prematura fecha límite a su misión mientras resonaban las amenazadoras palabras de Alatar sobre lo endebles que resultaban el acero y el cemento a más de cuatrocientos metros de altura. O quizás hacía rato que el reloj funcionaba y, antes de que llegaran al mago azul, el rascacielos ya habría entrado en un estado de vibración tal con los vientos que lo zarandeaban que no tardaría en partirse en mil cachitos como una copa de cristal.
Todo aquello tuvo como primer efecto significativo distraerles momentáneamente de la tiesura de la que eran presa en aquel punto de no retorno. Y por más que les hubiera gustado abstraerse hasta olvidar el lugar en el que se hallaban y lo que habían venido a hacer, al final no tuvieron más remedio que afrontar la gran sala a la que daba acceso la entrada de los dos magos azules. Era aquel lugar exasperantemente alto para estar situado en las alturas del edificio; pero a diferencia de la Sala de los Senescales, no era una bóveda amplia y vacía, sino más bien el interior de un templo, con numerosas columnas blancas que les trajeron la imagen de la Sala del Tesoro en la cual habían pasado la noche. Empero, el sitio permanecía solitario y en la penumbra, ya que la única fuente de luz parecía ser el ventanal que habían encontrado nada más entrar y cuya lumbre apenas llegaba a iluminar las columnas que se hallaban al fondo de la planta.
Por primera vez desde que habían asaltado la “Torre de Cristal”, Pallando no fue el primero en tomar la iniciativa e internarse en “territorio enemigo” con paso resuelto y fuerte. Los dos chicos notaron incluso que parecía dudar. De igual modo, tampoco les extrañó. Todo estaba en su contra y muy bien sabían que si nada cambiaba (y nada parecía indicar que el desorden en la ciudad remitiera o que Tullken hubiese triunfado), ellos no podrían destruir a Alatar, que se sabía fuerte y seguro en su guarida.
Dwalin fue al final quien, gruñendo y apretando el martillo en manos y pecho, decidió dar el primer paso. Había visto demasiadas cosas que no le habían gustado y ya no esperaba encontrarse horrores mayores, por no hablar de que por encima de todo, estaba decidido a volver a ver a Elesarn - si es que estaba extraviada en ese bosque de columnas en las sombras -, a su familia y a ese pringado perdido por el Norte de nombre Tullken.
Un poco confundido, Abdelkarr le siguió mientras se preguntaba como podía ser que fuera el enano y no Pallando quien encabezara el último asalto. El mago también se lo preguntó, pero a ese interrogante se le sumó la grata sorpresa de ver que al fin Abdelkarr y Dwalin habían decidido coger las riendas de todo aquel asunto. Pallando sonrió entonces quedamente a la vez que movía la cabeza en un falso gesto de disgusto. Segundos después seguía a los dos muchachos rumbo a lo desconocido.
Sin lugar a dudas aquel era el lugar que daba más grima de todo el rascacielos, sentenció Dwalin al internarse entre las columnas cuya imponente presencia le recordó al enano los dedos de la mano de un gigante que jugueteara con sus víctimas antes de aplastarlas con su palma. A Abdelkarr, contrariamente, no le preocupaban las columnas y sí la oscuridad ligera y danzarina que lo impregnaba todo. Bastante mala experiencia había tenido con la ausencia de luz en pisos inferiores y ahora solamente veía siluetas amenazadoras con traje azul detrás de cada columna.
En aquel cuadro, Pallando, en la retaguardia del grupo, parecía ser el único que miraba al frente, a la vez que los vigilaba a los dos. Así, debido a que Dwalin sólo tenía ojos para el techo donde acababan las arcadas de las columnas y Abdelkarr parecía buscar un ratón invisible por el suelo, el viejo mago fue el primero en descubrir delante de ellos la figura de una persona de pie, quieta y silente, que parecía esperarles desde hacía rato cómodamente instalada en la penumbra.
Dwalin se sobresaltó al descubrirla de súbito enfrente sus morros; pero más le desconcertó ver que iba vestida con una desgastada gabardina gris y un sombrero de ala ancha que sumía la mitad de su cara en las sombras, a la par que su mano izquierda mantenía erguido a un desgastado cayado de madera. El extraño levantó seguidamente la cabeza y dejó que el enano se le abriera más la boca en un grotesco gesto de sorpresa.
- ¿Cómo se encuentra, Sr. Piedra Tosca? – le preguntó con confianza aquél a quien tenía delante y que, hasta en la más mínima arruga y cicatriz, tenía los rasgos de Pallando.
El enano iba incluso a responderle cuando una sombra de plata pasó por su lado y se precipitó con saña contra a ese Pallando. Como descubrió el cada vez más perplejo Dwalin, había sido el otro Pallando – el que se suponía verdadero y que les había guiado hasta allí – quien, a la velocidad del pensamiento, se lanzó contra ese doble con el bastón y Celebrinaglar a punto para morder a ese inesperado anfitrión. El violento y veloz ataque fue rápidamente repelido y convenientemente contestado por el segundo Pallando con destreza y agilidad gracias a su propio bastón.
Abdelkarr y Dwalin fueron testigos de aquel raro baile de espejos en que se convirtió la escaramuza que empezaron los dos ancianos barbudos. Si no hubiese sido por la coraza reluciente y la espada, ambos no hubiesen sabido distinguir a su Pallando en ese repentino intercambio de violentos razonamientos.
Además, el frenesí vertiginoso pareció crecer paulatinamente en el seno del combate, haciendo que las dos figuras se fundieran más a través de la cortina de golpes de cayado y estocadas que se lanzaban mutuamente. “¡Lo han conseguido; ya no sé quien es quien!” se lamentó mentalmente Dwalin, dejando caer los brazos impotentes a lado y lado de su cuerpo.
Unos pasos detrás de él, Abdelkarr se sufocaba ante cada movimiento de la escena que tenía justo delante. Intentando digerir la angustia sorda que le apretaba la garganta, el muchacho no podía quitarse de la cabeza el rostro carente de emociones, la naturalidad y casi necesidad con los que Pallando se había lanzado a luchar contra ese otro Pallando. Más que el enano, Abdelkarr era consciente de a quien tenían delante. No era un simple espejismo, no era un enemigo menor o un mero obstáculo. Era él; Alatar en persona, el excelso “maia” y antiguo servidor de los Poderes de Arda con todo lo que aquello conllevaba. Enfrentársele era como combatir al fuego o a la lluvia y, por lo visto, se limitaba por el momento con divertirse en aquella escaramuza tan “informal” con Pallando.
- Vamos… vamos a ayudar a Pallando – consiguió articular el haradrim cuando se puso al lado de Dwalin y su garganta seca se lo permitió.
La turbación en la voz de Abdelkarr pasó desapercibida para el enano por la misma agitación de aquellos últimos minutos en los que él también se había hundido. Sin saber aún a quien tenían enfrente, Dwalin notaba que algo trascendental estaba ocurriendo, aunque el desconcierto no se lo dejara ver.
Siguiendo una mecánica retorcida, los dos jóvenes pusieron en marcha el protocolo que habían seguido en cada enfrentamiento y en el cual se habían entrenado para ese preciso instante. Pero mientras uno de ellos desconocía donde se metían, el otro lo era sobradamente consciente tal y como le recordó su pulso acelerado que le hinchaba las venas de las sienes, mareándole levemente.
Las diferentes percepciones de la situación no impidieron que los dos se encontraran con el mismo problema a la hora de incorporarse al duelo: ¿Cuál de ellos era el verdadero Pallando? Turbados por la rapidez de movimientos – sorprendente por el vértigo que provocaba -, ninguno de ellos hubiera podido asegurar tampoco donde terminaba uno y donde empezaba otro.
Finalmente, Dwalin, quien no se encontraba tan intimidado por el desafío que significaba entrar en aquel juego, fue otra vez el primero que, decidido, se tiró de cabeza a la marea. Su mazo se balanceó indeciso en el aire por unos escasos instantes, como dubitativo, para desplomarse después contra uno de los dos combatientes.
La pelea, y con ella el tiempo, se paró bruscamente y el silencio que acompañó el momento les quemó los oídos. Con la inquietud de que quizás se hubiese equivocado, Dwalin suspiró de alivio al percatarse de que su martillo había aterrizado en la espalda del Pallando correcto, el que no llevaba ni armadura ni espada. Éste permanecía quieto y todos a su alrededor parecían estar igualmente congelados, como a la espera de que aquel falso Pallando, con un nuevo movimiento de su cuerpo, reactivara de nuevo el devenir del tiempo.
Congratulándose por lo fácil que había sido sacar fuera de combate a ese enemigo, Dwalin iba a abandonar aquella solemnidad cuando, de golpe, su víctima giró la cabeza para encararse directamente a él.
- ¿Por qué me haces esto, Dwalin?
El oír y ver la voz y el rostro lloroso de su hermana Dwalina en aquel decrepito cuerpo de anciano, que él mismo había golpeado con tanto entusiasmo, descolocó a Dwalin. Retrocediendo unos pasos asustado y alarmado, el enano dejó que su arma cayera al suelo. Timoratamente empezaba a entrever el hecho de que habían llegado al final de su viaje y que su objetivo se alzaba ahora ante ellos, tan dispuesto a pelear como un perro rabioso y acorralado.
Los tres se apartaron unos metros de él ante aquella realidad y porqué su cuerpo, después del ataque de Dwalin, había empezado a ser presa de grandes espasmos. Un gemido comenzó a escaparse de su garganta mientras ellos intentaban contener el sudor que no paraba de chorrearles por la piel. Las contorsiones de las que era victima claramente se tornaron más exageradas a la vez que su gemido degeneraba en un grito cargado de la misma vehemencia que un ladrido. El cuerpo no tardó en hincharse y ondularse en exceso bajo la atónita mirada de los compañeros. Entonces la figura del viejo se diluyó en el aire en espirales y remolinos, cogiendo los más variopintos colores y formas.
Sólo por unos segundos el humo en que se había desvanecido su enemigo volvió a coger una forma concreta. Así, en medio de ellos aparecieron una horrible criatura alada – cuyas alas replegadas casi tocaban el techo -, Azgil, Tullken, el hombre con el maletín y el móvil que les había venido a recibir en la entrada, el senescal, Pallando otra vez e, incluso, un nazgûl poseedor de mil ojos que brillaban como estrellas al amparo de su capucha negra.
Y luego nada más. Tal como había aparecido, desapareció en la nada.
Los nervios no dejaron hablar a ninguno de los tres, pues ninguno se creía que con un simple golpe de martillo hubiesen derrotado a Alatar. ¿Acaso Tullken había triunfado y Dwalin había dado el golpe de gracia que derrumbara todo el castillo de naipes? Esa idea pasó por unos instantes como una brisa fresca por sus cabezas; pero el sonido monótono y amplificado hasta la agonía en la amplia sala de unos aplausos les despertó del sueño de aquella esperanza.
Sonriente, impoluto bajo la protección de su sempiterno traje azul y tan pálido como un fantasma, Alatar apareció risueño de detrás de una de las columnas más alejadas de ellos y, aplaudiendo con gesto teatral, no dejaba de sonreír con ironía tras el velo de la penumbra.
- Muy bien; lo habéis hecho pero que muy bien. Al fin me habéis matado.
Con andar ceremonioso se acercó a ellos dejando que el sonido de sus pisadas sustituyera al de las palmadas. Los otros le siguieron con la mirada, incrédulos. Después de todo, ¿quién les podía asegurar que ése era el verdadero Alatar? Y el que se hacía más aquella pregunta era Pallando, el cual se había dejado engañar como un principiante por la repentina aparición de su doble y sentía, con gélida ansiedad, el poder acrecentado de su antiguo colega. En verdad se había convertido en un autentico Señor de las Ilusiones.
Aquellas impresiones, en lugar de echarle para atrás, inflamaron todavía más los deseos de descubrir hasta donde había llegado Alatar en su búsqueda de poder y la malsana curiosidad de comprobar cuantas barreras estaría realmente dispuesto a cruzar un servidor de Morgoth. Alatar leyó esos sentimientos en el rostro de su antiguo amigo como unas llamas que le recubrían la cara y entonces él también sintió miedo por lo que, inevitablemente, se avecinaba y un anhelo enfermizo de que se precipitaran los acontecimientos.
A lado y lado de Pallando, Dwalin y Abdelkarr parecían dos espantajos inexpresivos que no llegasen a entender, incluso habiendo llegado hasta allí, donde se habían metido y Alatar no pudo dejar de volver a sentir por ellos una compasión similar a la que uno siente al ver un perro meterse, con toda la ingenuidad del mundo, en medio de los carriles de una autopista. Fuese como fuere, tampoco se había olvidado de esa pareja y sabía como los mantendría ocupados.
- Ey, no me miréis así… Soy yo, sin aditivos ni conservantes – añadió ante las insistentes miradas de escepticismo que le enviaban – Y podéis estar tranquilos: no huiré. De hecho, aún aceptando que mi poder se ha acrecentado en estos últimos años, la técnica de la arquitectura se me escapa y la habilidad de ir añadiendo pisos, uno encima del otro, para entreteneros no entra dentro de mis dominios… Pero, por favor, escojamos un lugar menos lúgubre para jugar. Venga, no seáis tímidos. Seguidme.
Y sin esperar su respuesta, Alatar se giró y volvió a internarse entre las columnas. Viendo que no tenían más alternativa, los otros le siguieron. Dwalin se sorprendió en aquel momento de lo relajado que estaba su espíritu. Había sentido unos segundos de ahogo ante la aparición de aquel espectro multimorfo, pero las palabras distendidas de Alatar - casi amistosas – y el aire a colegismo con que se impregnó aquel encuentro, hicieron que el enano se sintiera extrañamente bien, calmado incluso.
Habían padecido mucho para llegar hasta allí; ¿de qué servía ponerse nervioso ante el enemigo final, quién, además, no tenía nada que perder a parte de un traje azul? Dwalin no sabía si sus compañeros sentirían tales sentimientos, pero si fuera por él, Alatar ya podía aplastarles traicioneramente con una roca de una tonelada ahora que le seguían como perritos falderos. Nadie podría decir que los Tres Caminantes no habían llegado lejos. Aún así, los negros presagios del enano no se cumplieron y, sin más retardos, dejaron la solemnidad de la sala de las columnas para entrar en otra estancia.
Ligeramente más elevada que el resto de la planta, la habitación a la que accedieron se encontraba tan bien iluminada como vacía. Solamente Ardarel, apoyada en uno de los altos y grandes ventanales que recubrían las paredes laterales de la sala, rompía el ascetismo y monocromía que impregnaba el lugar. La muchacha destilaba una aura de extraña y distendida marcialidad debido a su ajustada armadura roja y a sus ojos rasgados que, con desden y paciencia, se clavaron en ellos. Que era lo que pensaba la “pequeña princesa” de Alatar escapaba incluso al conocimiento del propio Sacerdote. Igualmente, la actitud, en apariencia, despreocupada de la chica acabó por ser eclipsada por el devenir de los acontecimientos.
Como el director de pista de un circo, Alatar se colocó en el centro de la estancia, mirando hacia la pared opuesta a la que habían entrado. Allí se hallaban dos puertas. La de la derecha era blanca y la de la izquierda azul. A parte de esas notas de color, la vacuidad y desnudez de la habitación seguían siendo acuciantes.
- Henos aquí, apartados del mundanal ruido y a quinientos metros de altura como sufridos monjes de Eru en retiro, mientras en la ciudad se está liando una fiesta de las gordas – dijo de repente el consejero de la República, girándose de cara a ellos – Pero, en fin; el mundo es cruel y la vida una mierda, así que, después de haberos hecho de guía turístico gratis por la “Torre de Cristal” (y que sepáis que entrar aquí cuesta una pasta y permisos especiales), ahora os toca a vosotros actuar y esforzarse. O bien os matáis voluntariamente vosotros mismos (cosa que dudo que hagáis) o ya podéis empezar a dar saltitos y gritos contra mí, como habéis estado haciendo todo el rato.
Pallando, sin dejar que acabara de hablar Alatar, avanzó con pasos resueltos hacia éste y, sin medir palabra, le asestó un golpe de espada directo al calmado Alatar. Una chispa saltó cuando el Sacerdote frenó el filo con una sola mano, de un brazo que parecía haberse vuelto de hierro, y un movimiento rápido pero calculado. Abdelkarr y Dwalin se rascaron las orejas para sacudirse de encima el estruendo nacido de aquel choque, a la vez que los dos magos se mantenían quietos.
La mano de Alatar que aferraba la hoja empezó a sangrar con lentitud y Celebrinaglar comenzó a refulgir con una luz tenue y azulada. Pero, ni Alatar sentía el dolor en su mano, ni Pallando la empuñadura de su arma; ambos se estaban estudiando, escrutándose mutuamente los ojos azules casi idénticos en los dos a pesar de la diferencia de edad de los rostros donde se hallaban. Alatar sonreía desafiante, pero Pallando mantenía el ceño fruncido sin pestañear. Parecía que muy pronto saltarían también chispas de aquel juego de aguantar la mirada que practicaban en una estrategia más psicológica que ofensiva. Los dos adolescentes podían percibir la tensión asfixiante que transpiraban aquellas dos figuras aparentemente inmóviles. Ardarel, en cambio, bostezó.
Aislados del tiempo y el espacio, de igual forma los dos “istari” hacía rato que no prestaban atención a lo que les rodeaba. Alatar, por un lado, veía confirmada su teoría de la obsesión y las prisas de Pallando para dañarle y que convertían todos sus actos en maniobras desesperadas, como si fueran las últimas que fuese a ejecutar; como un suicida en busca de la última bala en la recamara. Buena prueba de aquello era ese recibimiento con un espadazo.
Lejos de la frialdad de análisis de su compañero, Pallando sentía un odio en su interior que le consumía y, aun a sabiendas de que las sendas de la ira acaban en acantilados por donde despeñarse, el mago no podía – o no quería – reprimir aquel torrente visceral, pues era lo que, cada vez más, le impulsaba a seguir adelante en aquella larga agonía que ya duraba más de dos mil años. Y su cura era sencilla: sí destruía a Alatar, todo, de una o cualquier forma, se acabaría. Sí, por el contrario, era Alatar quien le destruyese a él daba lo mismo. El dolor acabaría igual.
La mano y el trozo de espada que agarraba ésta empezaron a ponerse al rojo vivo y a desprender un resplandor cegador como el que habita en el interior de los hornos de los herreros. Pero ninguno de los dos magos estaba dispuesto a ceder ni un milímetro.
- Eso ha sido un golpe bajo, monseñor – murmuró Alatar con suave y melosa voz que sólo pudo escuchar Pallando. Éste no contestó al oler la rabia, la maldad innata, de aquellas palabras recubiertas de miel envenenada.
A una señal invisible, finalmente los dos se separaron con aparente acuerdo y tranquilidad. Al acto, la mano de Alatar dejó de refulgir como si fuera metal candente y volvió a coger la consistencia y el color de la carne. Ni siquiera había una cicatriz allí donde la hoja del arma había impactado. Celebrinaglar también se apagó retornando a su textura fría y límpida, aunque Pallando no la envainó, manteniéndola bien aferrada a un lado de su cuerpo.
- Sí tantas ganas tienes de lidiar conmigo, sí tanto crees que luchando contra mí vas a solucionar algún problema, Pallanado, viejo amigo, no te tortures que muy pronto te complaceré; pero antes de eso me gustaría dejar claras un par de cosas, asuntos no resueltos del pasado, equívocos que hayan podido llevar a confusión… Como el hecho de que sea yo el chivo expiatorio y no tú, Pallando. Por raro que os pueda sonar, y sólo por una broma del destino, muy bien podía haber sido yo quien os acompañase a vosotros ahora, chicos, a combatir al maléfico Pallando.
- Eso es irrelevante ahora… - musitó Pallando, pero su susurro fue eclipsado por el repentino silencio, hijo de la curiosidad que había despertado las palabras de Alatar en Dwalin y Abdelkarr, que se instaló en aquel instante.
- Vamos, vamos, Pallando… Ahora es el momento ideal para confesarse, de desahogarse antes de los truenos del huracán; o ¿acaso temes lo que yo pueda contar? Lo que sucedió, sucedió y ya nada ni nadie podrá cambiarlo.
» Por eso, muchachos, imaginaos esta escena: tres tipos encerrados en lo alto de una alta torre, más o menos como estamos ahora nosotros. Fuera, grandes olas de humo negro se extienden por los alrededores y los gritos de sufrimiento de víctimas anónimas son la melodía que parece sostener el lugar. Más o menos también como aquí y ahora. Pero en este lugar son permanentes. Además, la torre no es de cristal, ni mucho menos, y supera a ésta en una decena de metros.
» El interior de la estancia de la que os hablo también está más mal iluminada (y decorada con peor gusto, añadiría), pero para el tipo al que sirve de morada ya le va bien… Supongo que ya sabéis de quien os hablo, pues dudo que Pallando se haya reprimido de contaros sus batallitas. Sin duda es él, ése del que tanto habéis oído hablar en los libros de Historia. El Nigromante, el Señor Oscuro, el Amo Negro; el Ojo, cuya mirada cae, desde las sombras, sobre las otras dos figuras que, a su lado, parecen minúsculas. Pero a pesar de esto, no deja de ser una llamarada amorfa en la oscuridad; poderosa, pero indefinida y temblorosa, prisionera de esos muros que él mismo construyó y que le protegen del mundo exterior, al que odia con tantas fuerzas como las que le impulsan a conquistarlo.
» Ahora observa la pareja de ancianos encadenados, de heridas lacerantes y molesta tendencia a meterse en líos ajenos, que tiene ante sí. Él, Sauron el Grande, normalmente ni se digna a echar un vistazo a la masa, tan desdibujada como su cuerpo, de prisioneros y esclavos que, como una manta de hormigas, parece sostener los cimientos de Barad-dûr, su atalaya desde los infiernos. Pero los dos viejos son una excepción; son sus “invitados”. O incluso diría que sus semejantes. Sabe que son y de donde vienen y, en un arrebato de pueril nostalgia, el Señor de los Anillos tiene tentaciones de preguntarles como van las cosas por su antiguo hogar, antes de caer en aquel remolino en que se había convertido su existencia, y si Aulë sigue creando formas maravillosas en su fragua en la que antaño él mismo trabajó.
» La tentación, en todo caso, pasa rápida. Hay unos sentimientos más fuertes, más accesibles y de más veloz saciamiento: la rabia, el odio y el deseo de ver sufrir a criaturas ajenas. La comprensión, la paciencia, quedan aisladas y frías en esa pequeña habitación. Sin esperar explicaciones, el Aborrecido se relame sus aún inexistentes labios pensando en las torturas a que someterá a ese par de espías enviados desde Oeste para desbaratar sus planes.
» Empero, antes quiere saber la respuesta a una pregunta que le retuerce la cabeza con los tentáculos espinosos de la obsesión: ¿hay más cómo ellos correteando sus futuros dominios?
» Fórmula la pregunta con una carga nada disimulada de ansias de saber más del asunto y las cotas de traición que eso implica. Como respuesta, la vieja anciana que es el silencio le besa las orejas con su boca desdentada. Eso sirve para mantener vivo el horno de la furia, cuya alimentación ha de ser constante; pero incluso en su ajetreada mente, el Amo de Mordor tiene que ser pragmático.
» Mira de nuevo a los dos magos (de los que ya ni se acuerda de los nombres) y les propone un trato: Quien le contesté la pregunta será mantenido en lo alto de la fortaleza como prisionera “político”, con todos los privilegios que eso conlleva. El que se niegue, acabara en lo más profundo de los calabozos que agujerean las raíces de Barad-dûr. Como os podéis imaginar, los dos “istari” se negaron en redondo; sus prístinos y puros principios se lo impedían. ¡Ah! Pero alguien cedió, sino la cosa no hubiera acabado como estáis viendo ahora mismo vosotros…
Alatar calló y dejó que el silencio se deslizara por sus aposentos. Le divertía la cara de lobos ansiosos que ponían los dos jóvenes ante aquellos viejos y vetustos métodos para dejar en vilo la narración. En el extremo opuesto de esa atención se encontraba Pallando. Sí no hubiese sido porqué tenía que sostener su bastón y su espada, Alatar estaba seguro de que el anciano mago habría apretado los puños hasta clavarse los dedos en las palmas. Por otra parte, su mirada, de un azul letal, era bastante elocuente.
- Como os iba contando, el Señor Oscuro nos tenía felizmente presos y prestos para convertirnos en… ¿Cómo los llaman las bandas callejeras? En unos chivatos, unos soplones… unos traidores. Su paciencia se agotaba, así como nuestra esperanza de salir vivos de allí. ¡Cuánto pesaron esos angustiosos minutos! Tanto o más que nuestras cadenas.
» Pero al final, el gran Señor, después de apartar su oído de sus negros y, hasta el momento, silentes consejeros, cambió de estrategia. Sí por las buenas no podía exprimirnos información, probaría métodos aún más dóciles y sutiles. Con una mano de cuatro dedos ordenó que Pallando, quien nos regala este día de hoy con su presencia, se aproximara a su persona. Modulando su voz hasta alcanzar notas que hubiesen hecho enrojecer de envidia a un trovador elfo, le expuso la misma cuestión pero desde un ángulo un poco diferente.
» En resumidas cuentas, lo que vino a proponerle fue: “Cuéntame todo lo que sabes o sino torturaré a tu compañero hasta el punto en que, cada vez que abra la boca, no consiga más que vomitar charcos de sangre.”
» ¿Os lo imagináis? El Señor Oscuro, Sauron el Terrible, fue finalmente quien cedió, el que se dobló y se rebajó a “negociar” con dos andrajosos presos (por muy “maiar” que éstos fueran; hecho que, bien mirado, acabó por importarle muy poco). Sí, mis queridos oyentes; vuelvo a ver el asombro en vuestros ojos. Os estáis preguntando, con retórica lógica, sí Pallando cedió a su vez y sí el hombre que habéis seguido con fe ciega hasta ahora es, consecuentemente, una sucia sanguijuela capaz de delatar a sus compañeros. Pues bien, Pallando, cuya presencia hoy aquí – repito – nos llena de satisfacción, permaneció impertérrito, estólido, mudo, y cuantos adjetivos se os ocurran, ante las amenazas de Sauron y de su corte de consejeros, pertrechados como buitres a lado y lado de su amo.
» En verdad el bueno y viejo de Pallando demostró una determinación e integridad dignas de mención. Podríamos también perdernos ahora en elogios sobre los titánicos esfuerzos que tuvo que hacer para soportar el escrutinio del Ojo, el cual buscaba una grieta en esa entereza sin mácula por donde colarse, pero el caso es que pronto el foco de atención cambió rápidamente y recayó en el encorvado y gimiente compañero de Pallando.
» Olvidado por todos, añadiría incluso que ninguneado, no se demoró el momento en que se le aplicó la advertencia de Sauron y las mazmorras de Barad-dûr se abrieron para recibir a un nuevo inquilino. Lo gracioso de todo el asunto es que, a pesar del esmerado “sacrificio” de Pallando, ignorábamos que a Sauron poco le costó compilar información más tarde gracias a la “palantír” que obraba bajo su poder… aunque, bien mirado, poco le sirvió al final, rizando el rizo de la ironía.
» Así que, queridos míos, sólo por el hecho de que Sauron le señalara a él, y no a mí, es la razón de este entrañable encuentro. ¡No niego que me hubiera encantado haber estado en su lugar y que se me recordara por mi frialdad a la hora de condenar amigos al abismo, pero…!
- ¡¡Basta!! – todas las miradas se giraron hacia Pallando. La vehemencia contenida con la que había escupido esa exclamación bien lo valía – Hicimos un juramento, Alatar. Recuerda, ¡recuerda, maldita sea, las palabras como yo las recuerdo! ¿Acaso no nos comprometimos a mantener el silencio pasara lo que pasara? ¡Yo habría esperado que hubieses hecho lo mismo que yo sí hubieras caído tu en las redes de ese chantaje en lugar mío!
- ¡Qué bonitas palabras! Pero por tu silencio ahora un mundo ha de pagar. ¡Oh, sí! Fue un sacrificio muy “grande” para el “gran” Pallando callar como el cadáver que siempre has sido… Y un sacrificio inútil. Los muertos de la guerra no te agradecerán ser tan escrupuloso, “amigo”. Sí tanto te enaltecen, es posible que llegues a ser testigo de un sacrificio mucho más portentoso. Os diría de poneros cómodos en vuestros asientos, muchachos, pero dada la improvisación de la tertulia más vale que plantéis las piernas, bien sujetas a los pies, en el suelo. Ahora viene lo mejor del relato, amenizado además con detalles que ni Pallando conoce. No os entretendré con las sutilezas de las torturas que padecí. De igual modo, ¿a quién le importan los pormenores de cómo arrancar mejor las uñas de un preso o conocer las mejores técnicas para clavarle clavos ardientes en la columna vertebral sin matarlo, para que el tormento sea más duradero?
» No; la verdad es que lo más interesante de los sótanos de Barad-dûr no se hallaba en lo que podía verse u oírse a primera vista.
» En lo más hondo, en lo más profundo, que os podáis imaginar, capte el latido, el resuello somnoliento, de quince presos como yo. No eran cadenas como las mías lo que les mantenía atados y, aunque a los necios les pudiera parecer que estaban muertos, se me fue revelado la vitalidad que alentaba bajo los caparazones de hierro y roca que les sirven de morada carnal. Dormían como duermen las semillas a la espera de la lluvia revitalizadora… Y, en su caso, sólo una lluvia de sangre les desperecerá.
» Ellos eran y son los Quince Olvidados, los Quince Lugartenientes. Fueron ellos los primeros renacidos en las fraguas de Angband. Ni vivos ni muertos los crió Melkor para que los conceptos vida y muerte escaparan de su entendimiento y no les ataran. Compañeros de dragones y cabecillas de los balrogs, fueron ellos los que acompañaron a su Señor en la destrucción de la gran Gondolin y accionaron la maquinaria de hierro y fuego que derribó sus blancas murallas. Sobrevivieron incluso a la caída de Angband y a la desaparición de Beleriand; y, como niños o perros serviles en busca de un dueño, se dirigieron a Sauron cuando éste cogió el testigo de Morgoth.
» Pero Sauron les temía, pues tiempo atrás había visto de lo que eran capaces, recordando que habían sido ellos – y no balrogs – quienes expulsaron a la anciana Ungoliant de la presencia de su Maestro, que la portentosa arquitectura de Utumno y Angband, así como los fuegos de Thangorodrim, eran obra suya y que ellos fueron los únicos que no se amedrentaron cuando Tulkas penetró en la fortaleza de su “padre” adoptivo.
» Temeroso, el Nigromante los confinó bajo tierra, con un hechizo de sueño que ellos escucharon en su infantil e incondicional servilismo al Señor de las Tinieblas. En Mordor los sepultó y en tierra seca e inhóspita se convirtió Mordor por permanecer ellos en sus entrañas. Sauron construyó encima suyo Barad-dûr con la vana esperanza de que aquella mole pudiera frenarles en caso de que despertaran.
» Pero, como supe en mi cautiverio, el fin de Sauron estaba cerca y la hora del Despertar aún más próxima. Se me comunicó como podía suceder tal cosa y cual debía ser mi papel. Cuando finalmente se derrumbó la fortaleza de nuestro carcelero, acompañé a Pallando en su júbilo de creerse libre al escapar de allí. Sabía que ellos también habrían olisqueado el aire del exterior por las viejas grietas, conscientes dentro de su sueño, de que su momento estaba cerca.
» Si revele mi cambio de bando tan rápidamente, Pallando, fue por una sencilla razón: no tenía nada que ocultar porqué los eventos de los que iba a formar parte serían tan portentosos como imparables y, requerían una atención tan plena, que hubiese sido de estúpidos embarcarse en una espiral de engaños. Sí, Pallando; sí tan poco me preocupabais Radagast y tú era debido a que sabía más bien que nadie cuán aterrorizados estaban vuestros amos mientras vosotros tan sólo os escandalizabais por mi… díscola conducta.
» He aquí la verdad, Pallando: no pretendo ser el dueño de la Tierra Media (Por Eru! Sí cómo consejero de Gondor ya lo era!), sólo intentar que los Quince se desvelen y preparen el terreno para la llegada de Melkor de su exilio forzado. Pero esto, nosotros, meros espíritus menores, no lo veremos y yo de ti, Pallando, empezaría a hacerme a la idea…
» En el fondo, el mundo de hoy en día, tal y como lo conocemos, es la herencia de Morgoth, de Sauron y Saruman. Es su legado el que lo hace moverse, guste o no guste la idea. Te diré más, la música de los Ainur no ha terminado, ni mucho menos. Melkor quiere, y puede, continuarla; pero para ello necesita de un instrumento y aquí es donde entro yo.
» Mi simple y humilde cometido es propiciar el alumbramiento de Moralda, el Árbol de las Almas, el Árbol Invertido. Sí, veo que reconoces el nombre, Pallando. Como tu, yo antes pensaba que su existencia era un mito. ¡Qué Melkor quisiera emular a los Valar con la creación de un Árbol propio sonaba demasiado esperpéntico! Pero ya ves, viejo amigo, los caminos de Ilúvatar son inescrutables. El Árbol existe. Sin ir más lejos, se encuentra a mis espaldas, tras una de las puertas, creciendo gracias a la fuerza que irradia la inmortalidad de la pequeña Elesarn.
Al oír el nombre de su amiga, los sentidos de Dwalin se encendieron aún más, pero no atinó a relacionar todo aquel barullo. ¿Árboles que crecían en rascacielos, con la ayuda de una elfa? La mezcla de conceptos era demasiado brutal y la voz melodiosa de Alatar volvió a invitarle a seguir escuchando su explicación.
- Como puedes deducir de los rumores, Pallando, el árbol, en su plena madurez, no emitirá haces de luz como una farola, sino que oscurecerá el Sol con su envergadura y cubrirá la tierra de un manto de tinieblas como no se viera desde los tiempos de la Primera Edad. Hasta aquí llegan las leyendas, empero no acaban de esclarecer la función real del Árbol.
» Él es la alternativa de Melkor al destino que Eru les impuso a los Hombres y causa primera de los… desordenes que me he encargado de alumbrar, en el día de hoy, en la ciudad. No hay mejor manera de propiciar un sacrificio que dejando que la víctima se autoinmole convencidamente; y así harán los habitantes de Osgiliath durante toda la jornada: se mataran entre ellos en un frenesí de destrucción tan atronador que olvidaran rápido el motivo primero que lo causó y, felizmente, seguirán aporreando el cráneo de su vecino con algún ladrillo que habrán encontrado.
» No sospechan, ni sospecharan jamás, que el lugar donde viven se ha convertido en un altar gigantesco en donde ellos se lanzarán a su propia hoguera con la facilidad que la ignorancia otorga. No, no te alarmes, Pallando; sus muertes no serán en vano. Su sangre será el alimento de Moralda, su carne se convertirá en abono y sus almas reposarán en las hojas y frutos de sus ramas, por lo que cada muerte no hace más que incrementar su crecimiento… y recordad la cantidad de gente que vive en Osgiliath.
» Una vez adulto, y que su brancaje se haya aposentado por encima de los rascacielos de la ciudad desierta y silenciosa, esos frutos negros cargados de fuerza vital habrán de servir de alimento a los Quince; quienes podrán despertar entonces con la total garantía de encontrar una fuente de energía y poder con la que saciarse.
» Y, más o menos, éste es el plan para restaurar una nueva era de oscuridad en el mundo. Como, al fin y al cabo, no ha sido ideado por mi, tampoco me importa exponerlo a la luz. Sí queréis una opinión personal, me da igual como acabe todo esto – Pallando se sobresaltó por unos segundos al percatarse de que su misma mentalidad dominaba la cabeza de Alatar. Sin embargo, el Sacerdote, al ver la expresión que se adueñó del rostro de su compañero, no tardó en torcer el gesto en una mueca lobuna – Lo que no quiere decir que luche hasta mis últimas fuerzas para ver como llega a buen puerto… tal y como creo que vosotros haréis al intentar frenarme.
Pasaron unos segundos que a Dwalin le gustó clasificar de sosiego, aunque bien sabía que aquello era mentirse. El enano se sentía como si una enorme vastedad blanca se extendiera ante él. ¿Y ahora que iba a suceder una vez Alatar les había explicado sus planes? ¿La pálida neblina del futuro se llenaría sin freno de la negrura presagiada por el mago renegado?
- Sr. Abdelkarr, Sr. Piedra Tosca, ¿harían el favor de retirarse? El combate que pretendo entablar puede ser bastante… arriesgado – inquirió Pallando en el último instante, como si hubiese acabado de entrar en la estancia y no hubiera escuchado el discurso de Alatar. Esa calma, ese aparente desinterés por las artimañas del enemigo, escondía una agitación tan tumultuosa que los dos muchachos no pudieron hacer más que estremecerse ante la frialdad con la que fue dicha aquella sugerencia.
“¡Vaya manera de pedirnos que le dejemos solo! ¿Nos va abandonar ahora? ¿Hemos llegado hasta aquí para nada?” fueron los interrogantes que asolaron a Abdelkarr. Dwalin hacía rato que había ignorado los suyos y paseaba la vista por toda la habitación como una ancianita perdida en una desconocida y atestada terminal de autobuses.
Poniéndose las manos en los bolsillos, Alatar comenzó a moverse con despreocupación por la sala, intercambiando miradas y sonrisas cómplices con Ardarel. La chica contemplaba la escena con los brazos cruzados sobre el pecho y apoyando la espalda en el ventanal, lo que daba el efecto de que estuviera suspendida en el vacío. Como los de Alatar, sus ojos acabaron recayendo en el grupo de los tres tipos, pero –como siempre- fue el consejero quien acabó por tomar la palabra:
- ¿Sigues con el capricho de batirte conmigo, Pallando? Bien, entendido, te complaceré. Tiene razón, chicos; es mejor que os vayáis. ¡No sabéis lo aburridos que pueden llegar a ser los combates entre magos!
Dwalin y Abdelkarr intercambiaron unas rápidas miradas de preocupación. Ninguno de los dos se imaginaba quedándose quieto en un rincón de la habitación para ver el devenir de los acontecimientos.
- Os veo angustiados, chavalotes. Tranquilos; sí tenéis miedo a aburriros, la señorita Ardarel, mi fiel y servicial ayudante, se encargará de erradicar ese problema para siempre – añadió el Sacerdote con aquel aire casual, de familiaridad, con el que embadurnaba sus palabras.
- ¿Ahora utilizas a chiquillas para escudarte? – profirió Pallando a la vez que observaba a Ardarel despegarse de la pared de cristal con desgana, como si los combates diarios fueran algo rutinario en su vida.
Alatar, en unos primeros momentos, pareció hacer caso omiso de la sentencia del mago azul y se colocó de espaldas a él, contemplando las dos puertas de la pared del fondo.
- Duras palabras son ésas. Sé que no las dices de corazón, Pallando. Tú sensiblería es demasiada acusada para despreciar de este modo a una dama, aunque ésta fuera una vieja jorobada y purulenta. Pero has notado algo en Ardarel ¿verdad? Desde el día en que os enfrentasteis con ella en el exterior de la “Torre de Cristal” te has estado preguntando a cual de los linajes de los Edain, o incluso de los Eldar, podía pertenecer. Pues bien, ella es mi más preciada creación, suma de años de investigación y de callejones sin salida en el laberinto de la experimentación…
La sonrisa desdeñosa en la cara de Ardarel se ensanchó mientras se ajustaba las protecciones de su armadura. Aquél a quien podía llamar creador, mentor (pero jamás “padre”) llevaba en la sangre la labia de los políticos. Era un genuino bastardo, tal y como puso de manifiesto el teatral giró que hizo para encarase de nuevo a los demás y poder así continuar su explicación:
- Cuando después de la Guerra del Anillo intenté reunir un ejército competente para poner en práctica el nuevo proyecto que, tan vehementemente, se me había encomendado, me encontré con el problema de que, ya a finales de la Tercera Edad, los orcos eran una raza en decadencia. De poco servía hipermuscularlos como hizo Saruman con sus “uruk-hai”; de forma que emprendí nuevos caminos para conseguir más variantes.
» Reducí a los orcos que quedaban a meros trozos de carne con los que pude experimentar para obtener resultados interesantes. Logré que volaran como aves, que nadaran como tiburones e, incluso, que se alzaran como gigantes, tal y como lo demuestra el “súper-orco”. Pero continuaban pareciéndome insatisfactorios y, por un tiempo, me decanté con “innovar” con los humanos; aunque si vosotros les habéis podido derrotar, fuertes medidas habré de tomar con los “Dragones azules”.
» No fue hasta hace algunos años que tuve una idea luminosa: una vez sacado todo el potencial a la carne orca, ¿por qué no volver a los orígenes? ¿Por qué no obtener una nueva raza de orcos que atesorara el esplendor de sus antepasados? Así, cruzando y descruzando, poco a poco fui sacando a flote los rasgos prominentes del pasado élfico que todo orco, por muy deformado que esté, esconde en sus entrañas.
» Ardarel es el resultado de ese buceo hasta la simiente élfica. Sin dejar de ser un orco y sin poder alcanzar la inmortalidad de los Primeros Nacidos, ella es el punto más álgido en el linaje de los orcos; un punto de inflexión que, desde la podredumbre de su pueblo, ¡se elevará como valuarte de una nueva era gloriosa!
A Dwalin le costó reaccionar por unos instantes y la mandíbula le colgó por un rato en una expresión de sorpresa tan genuina como estúpida. De igual manera, con sus diferentes variantes, se mantuvieron Pallando y Abdelkarr. Ardarel, lejos de las hinchadas y melifluas palabras de Alatar, seguía preparando sus armas para aquello por lo que le habían entrenado desde pequeña, ignorando esas miradas de estupefacción del trío de payasos. Alatar ya se había divertido y exhibido lo suficiente con esa arenga tan vacía como ridícula. Ahora era su turno.
Los guantes rojos crujieron cuando se los ajustó en sus manos, de largos y finos dedos blancos, de forma similar a las espadas negras que reposaban en su espalda y que había revisado por enésima vez. Los otros dos jóvenes la observaban ahora con una mezcla confusa de indecisión y titubeo, como si, tras la revelación de Alatar, envés de ver a una chica vieran a un espécimen exótico tras la vitrina de un museo. A Ardarel poco le importaron aquellas miradas. Las había soportado durante toda su vida y, a menos que los planes de Alatar triunfaran, no le cabía la menor duda de que tendría que seguir soportándolas hasta el fin de sus días.
- Hace años que Sus deseos están puestos en marcha y nadie es ajeno a ellos, Pallando. Incluso el coronel Bardo, el hermano del tan cacareado Tullken, acudió con júbilo a Mordor pensando que su estudio de la zona sólo serviría para aumentar el conocimiento acumulado en nuestras bibliotecas a las que ya nadie acude. ¡Pobre iluso! Su informe me puso al corriente de la situación del lecho de los Quince. Será descendiente de Radagast, pero se doblegó ante mis propósitos como si fuera de papel… Como, de hecho, ya hizo antes el senescal – atajó de repente Alatar con la mirada perdida y como si hubiera olvidado el lugar donde se encontraba, arrastrando las palabras una a una con tono grave y siniestro.
Pallando se tomó aquel parlamento como una confirmación de la entrada de Alatar al ruedo para batallar contra él. En lo más hondo, Alatar, al igual que Pallando, se estaba mentalizando para lo que era inevitable.
Abdelkarr y Dwalin contemplaron entonces como Pallando se alejaba de ellos, sin medir palabra alguna, para aproximarse a Alatar, mientras que Ardarel, desafiante, se encaraba a su vez enfrente suyo. El humano acató aquel hecho, no como un abandono, sino como una llamada a su entereza. La suerte estaba echada, parecía querer decir el silencio del mago y, a menos que ellos dos no se espabilaran, poco podría hacer Pallando para protegerles y pelear contra Alatar a la vez.
En el otro lado de la moneda, Dwalin notó que el aire se atrancaba en su garganta. De golpe se sentía incómodo tras la armadura, como si todas las piezas hubieran dejado de encajar bien, y comenzó a ahogarse en un mar de angustia.
La indiferencia de Ardarel, su aparente falta de emoción o sentimiento alguno que pudiera traslucir su rostro, al plantarse directamente ante ellos alimentó ese resquemor y borró de su atención las figuras – ya tan lejanas a pesar de permanecer en la misma habitación – de Pallando y Alatar.
- Bien, chicos, os dejamos solos; los “mayores” van a discutir sus cosas en un lugar más discreto y… despejado que éste. Sí salís victoriosos, podréis encontrar el premio a tanto esfuerzo detrás de la puerta azul… Allí descansa la razón y causa de tanto revuelo, así como también cierta señorita conocida de ustedes… - comentó Alatar antes de desaparecer definitivamente con el otro mago por la puerta blanca.
Como Pallando, Alatar no dirigió ninguna palabra de ánimo a su pupila, aunque al final Abdelkarr pudo leer en la mirada de su mentor una llamada a la esperanza, un hálito que suspiraba un “¡hasta la vista!” más que una despedida fría. Recordó que aquella fue la misma mirada que le clavó el mago el día –¡hacía ya tantos años!- en que le comunicó el deber de su linaje a lo largo de la Historia de ese maltrecho y viejo mundo. Sin saber muy bien el por qué, sonrió ante aquellos recuerdos y Ardarel, pensando que aquello era una muestra de soberbia, le imitó. Abdelkarr rememoró a su vez su primer combate con ella; su rapidez, agilidad y bravura de pantera a la hora de batirse y que se tornaban en muros infranqueables cuando ella se veía acorralada. Un escalofrío sacudió su cuerpo y su sonrisa se ensanchó al percibir que la joven seguía rezumando aquel halo de peligrosidad, así como ellos, Dwalin y él, eran invadidos por un nerviosismo cerval, embriagador para el sureño y paralizador para el enano.
Éstas, y muchas más cosas, sintió Abdelkarr entonces y, bajo la mirada de ella, desenvainó su espada. ¡Qué bien sentaba sentirse vivo!
Unos sentimientos similares a los de los tres adolescentes que, formando un triángulo perfecto, se interrogaban con los ojos para ver cual de ellos se atrevería a hacer el primer movimiento para atacar (y quien sabe si matar) se arremolinaban tras la puerta blanca que, poco antes, habían cruzado los dos últimos “istari” sobre la faz de la Tierra Media.
Sin embargo, la estancia a la que accedieron parecía transpirar una tranquilidad discordante con la atmósfera que se respiraba, no tan sólo en el edificio, sino en toda la ciudad entera. Aquel sitio, aislado y silencioso como los abismos del océano, era más bien un lugar de recogimiento y meditación, parecido a la celda de un monje, tal y como reflexionó Pallando. Lo que le mostraban sus ojos era un pequeño despacho, de decoración discreta y vacío de adornos superfluos.
Su acompañante, y a quien sin duda pertenecía aquel pequeño refugio situado en lo más alto de todo, apartado de sus compañeros e, incluso, del despacho del senescal, dejó caer los hombros y su porte altivo se relajó ahora que había dejado de representar el papel de “malo” ante los chicos.
Pallando sonrió con tristeza para sus adentros. ¿En qué se habían convertido los dos? ¿Era verdad que no eran más que dos muñecos de paja, ciegos y mudos, que se peleaban en la oscuridad de lo fútil? El viejo mago no quiso responderse a esas preguntas, lo que provocó que la desazón invadiera su espíritu. Ahora él, como Alatar, podía dejar de hacerse el duro, lejos como estaban de la mirada de extraños y conocidos.
Alatar, mudo y más decrepito de lo que quería ocultar con sus hechizos, se dirigió con aire ausente a la sencilla mesa que ocupaba el centro de la habitación e, ignorando a Pallando por unos minutos, se entretuvo tecleando las teclas de un pequeño ordenador que, a parte de la silla y la mesa, constituya el único mobiliario de la estancia. La pantalla le ofreció imágenes de lo que las diferentes cámaras de vigilancia captaban del propio rascacielos y de ciertos puntos de la ciudad. Muchas se encontraban ya inutilizadas y sólo mostraban nieve. Las otras, las supervivientes, le enseñaron al “maia” resquicios de la depravación y destrucción que corroían las entrañas de cemento y asfalto de la ciudad.
Sólo las últimas le ofrecieron escenas más sosegadas. Una de ellas era la que mostraba la habitación donde habían dejado a los tres chicos, quienes seguían en sus posiciones, y la otra la de la habitación de esa misma planta y que era vecina de su despacho; la sala que se escondía tras la puerta azul. Alatar esbozó una sonrisa por lo que allí vio y, con un estudiado gesto del dedo, apagó la máquina.
Luego, distraídamente, abrió un cajón del escritorio y sacó de él un simple manojo de llaves. Agachándose un poco más, agarró también lo que más ávidamente andaba buscando y, alzándolo con indiferencia, se lo mostró a Pallando.
El otro mago, de pie y firme delante de la puerta, tensos todos sus músculos a pesar del relajamiento y apoyando una mano en Celebrinaglar mientras ésta descansaba su afilada hoja en el suelo, no pudo esconder su asombro y sus viejas y pobladas cejas se arquearon por unos instantes.
- ¿Qué te parece? Hace siglos que perdí mi bastón… De todas formas, uno acaba aprendiendo que la madera se pudre – le comentó Alatar enarbolando con su mano derecha una barra de metal larga y cilíndrica que desprendía reflejos brillantes en contacto con la luz.
Pallando asintió con la cabeza. Ahora los dos estaban en condiciones similares para dirimir sus diferencias y ya no quedaba nada más que decir.
Al igual que los jóvenes, los cuales seguían luchando primero consigo mismos que con el enemigo, los dos antiguos amigos y compañeros conocían lo que se avecinaba. Con un suspiro, Alatar le indicó a su “invitado” que le siguiera al fondo de la habitación. Unas escaleras metálicas que conducían directamente a la azotea de la “Torre” les esperaban allí.
Mientras subían dichas escaleras hacia la puerta que daba acceso al exterior, Pallando volvió a contemplar la figura que tenía delante y que, con profunda resignación, rebuscaba en el manojo de llaves la que tenía que abrir la puerta. Como a Tullken o a Dwalin, la sensación de encontrarse ante un simple hombre, cansado y agobiado por la gris vida rutinaria, lo asaltó aún a sabiendas del gran espíritu “maia” que era (o que fue) Alatar.
De igual modo, Pallando tuvo que recordarse, a su vez, que lo que tenía enfrente no era ni un cuerpo verdadero, sino un muñeco de arcilla moldeable e indestructible hasta el infinito.
Notando la mirada del otro y dejando apoyado su cayado de metal a un lado mientras se peleaba para encontrar la llave correcta, Alatar se giró hacia Pallando. En su rostro, de contornos élficos, pálido y tan falso como deliciosamente joven, habían aparecido unas súbitas ojeras que dejaron sorprendido al anciano.
- ¿Qué? ¿Ocurre algo? – le preguntó de mala manera el Sacerdote.
Sin saber que responder, Pallando carraspeó y apartó la vista. Alatar, confundido por aquella reacción, se lo quedó mirando por unos segundos.
- Si no quieres pelear, dímelo, Pallando. Los dos sabemos que ninguno de nosotros va a dar marcha atrás precisamente ahora; así que… intenta, por lo menos, mirarlo por el lado poético de la situación: los Hombres han ido cortando árboles durante siglos y ahora serán ellos quienes sean “talados” para servir a un árbol – dijo, dulcificando el tono.
- No digas tonterías, Alatar…
El aludido sonrió con sarcasmo ante su propio ingenio y por haber escandalizado de forma tan pueril a su acompañante, aunque los dos eran conscientes de que las frases habían dejado de tener fuerza o relevancia.
Y, aún a pesar de aquello, Alatar no pudo dejar escapar un postrero comentario cuando al fin halló la llave que ansiaba y la introdujo en la cerradura:
- De todos modos, da igual que nosotros nos golpeemos como guiñoles o que Melkor e Ilúvatar se retuerzan en abismos sin fondo. Ahora todo está en manos de un jovencito de diecisiete años perdido por el Norte, ¿no es verdad, Pallando?

El leve oscurecimiento del cielo hacia un azul más denso, más profundo, indicó la entrada del Sol en la cara oeste de la bóveda celeste y el declive del día.
Un extraño pesar invadió a Fair Hyll al despegar sus ojos de aquel hecho y volver a fijar la mirada en el suelo. Había cumplido el cometido que toda su familia había perseguido durante generaciones y por el cual le habían adoctrinado desde pequeño y, aún así, se sentía vacío, incómodo dentro de su pellejo.
Volvió a fijar los ojos en el cuerpo inerte de aquel chico llamado Tullken. Éste descansaba ahora en el suelo del mismo caminito en el que lo habían interceptado, recubierto por un sudario blanco con el que había sido rápidamente cubierto en el preciso instante en que dejó de emitir señales de vida. Pero la figura de su primo Bungo lo tapó de su campo de visión al acercársele para felicitarlo.
El ambiente entre los hobbits no era de fiesta, pero todos charlaban animadamente sobre lo que acababa de acontecer y que nadie esperaba que pudiera llegar a presenciar en su vida. La irrupción de un agente desestabilizador del exterior no era algo que sucediera todos los días. Viéndolo desde fuera, en nada se diferenciaba aquella reunión a un entierro normal y corriente, con el cadáver de Tullken en el centro de todos y de todas las conversaciones.
Quizás era por eso que Fair se sentía tan abatido. Después de la tensión que había sufrido al haber cumplido su objetivo sin más, ahora se había quedado sin perspectivas de futuro, sin otra meta en la vida. El Thain, desde la lejanía, le lanzó una mirada socarrona. A partir de aquel momento, él podría ejercer el poder impunemente una vez la misión de los Hyll había finalizado.
Un brote de rabia nació en el interior de Fair al percatarse de que el fin de ese muchacho intruso podría muy bien ser su propio final (por lo menos, socialmente) en el pueblo. El fuego de una nueva determinación creció desde sus entrañas y, decidido a plantar las raíces de un nuevo sendero para su futuro, se encaminó directo al Thain para intercambiar unas palabritas cuando, desde el cielo azul y eterno, percibió un movimiento.
Alzando la vista vio que, por encima de sus cabezas, un pájaro sobrevolaba en círculos el claro donde se hallaban todos ellos, dejando que el viento meciera en silencio las plumas de sus alas negras.

En la hora final, decididos y sin más dudas que nublaran su entendimiento, los “Ithryn Luin”, reunidos otra vez y con el sonriente Morinehtar a la cabeza, seguido de cerca por el más taciturno Rómestámo, ascendieron hacia la azotea de la “Torre de Cristal”. Allí encontraron, junto a vientos huracanados que azotaron sus cuerpos, un lugar apartado y recogido cuyo techo sólo tenía como límite el cielo y en donde entablarían un duelo tan inútil como singular.
Sin decirse nada, dejaron perder sus miradas por la inmensidad del espacio al que habían accedido; un momento de paz que aprovecharon al ser la “Torre” la atalaya más alta en toda la ciudad de Osgiliath.
Sólo el regusto a combate inminente hacía más dulces aquellos instantes previos a la refriega.



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