Osgiliath 2003 de la C.E. (caps. 10-15)

02 de Septiembre de 2007, a las 23:11 - Ricard
Relatos Tolkien - Relatos basados en la obra de Tolkien, de fantasía y poesías :: [enlace]Meneame

14. Morinehtar, Rómestámo y el Anillo de Aiwendil:


No era aún de noche y el Sol justo empezaba su descenso hacia la cara oeste de la bóveda del cielo; pero en la faz de la tierra, en la ciudad de Osgiliath, nadie hubiera notado la diferencia.
A trompicones, como las olas al chocar contra la costa, los brotes de violencia, pillaje y vandalismo azotaban la capital del país más poderoso del mundo. La noticia ya se había extendido entre los países colindantes y, más que compasión, había despertado un sentimiento cínico de desdén. Rohirrim y haradrim, los vecinos más próximos, se limitaron a anunciar por los telediarios la “catástrofe humana” que zarandeaba Osgiliath con cierta frialdad, como si aquello pasara todos los días o no fuera con ellos. A su manera, tanto Rohan como el Cercano Harad, se complacían en observar como la soberbia y altanera Gondor se ahogaba en sí misma en un torbellino de destrucción y desmanes.
El caso era que a los habitantes de Osgiliath, en aquellos momentos, les importaba un pimiento la opinión internacional sobre su situación. Bastantes problemas tenían con sobrevivir. Uno de esos ciudadanos era el teniente Beregond, viejo sabueso del cuerpo de policía de Osgiliath; cuerpo cuyo prestigio el hombre no dudaba que se vería más que dañado después de aquel día en que había sido incapaz de frenar la batalla que se había desatado en el corazón de la ciudad; primero entre las bandas callejeras y, más tarde, entre todo individuo que se topara con otro, en un todos contra todos que iba en aumento a medida que avanzaba esa penosa jornada.
Cavilando eso, el crepitar de una rama cercana al caerse colocó de nuevo a Beregond en la realidad y ante problemas más urgentes. Rodeado por la vegetación invadida por el fuego como un cáncer, los árboles envueltos en ansiosas llamas le decían en silencio que tenía que escapar antes de que él corriera la misma suerte. Pero Beregond no se iría hasta que encontrase en aquel sitio a su compañero y al otro detenido.
A su lado, un muchacho y una chica sólo un par de años mayor que éste, se preguntaban quien aguantaría más en ese combate entre el policía y la lógica. Las ideas turbulentas sobre el posible origen de todo aquel revuelo (que el teniente veía extrañamente conectado con las más altas esferas del país) y las ganas de hacerse, en resumidas cuentas, un mapa mental coherente de la situación, eran los responsables de que Beregond ignorase a Tullken y a Arien, sus sufridos compañeros en ese infierno.
Más que la desesperación o el miedo, fue la agobiante sensación de calor que secaba su piel la que hizo que al final el joven Tullken, con un brusco gesto de sus esposadas manos, le recordara al policía su presencia. Para sorpresa de ellos dos, Beregond reaccionó prontamente y, con un movimiento de la mano, les hizo una indicación para que le siguieran, como si conociera un atajo invisible y seguro hacia la salvación.
Desgraciadamente, aquello no era verdad y Beregond se movía por el más puro instinto, sumergido aún en sus pensamientos mientras oteaba con el ceño fruncido los múltiples caminos que se abrían delante suyo. De un modo similar, Tullken se encontraba en realidad demasiado preocupado, en ese orden, en vigilar de no tropezar en su carrera, en maldecir al poli por haber perdido las llaves de las esposas que aun lo mantenían preso y en vigilar que Arien les siguiera. La joven, con más pena que gloria, intentaba mantener su ritmo y, aunque no emitiese queja alguna, su mirada extraviada y sus constantes jadeos indicaban que se hallaba al límite de sus fuerzas.
Siguiendo aquella ruta errática se apartaron un poco más del muro de llamas que les venía siguiendo desde hacía rato, a pesar de que los árboles continuaron rodeándoles como los barrotes de una prisión difusa e infinita y el humo de los incendios les espiaba desde la penumbra creada por él mismo, como la figura diluida de un fantasma curioso. Sin saberlo tampoco, y al ser el parque un círculo, se iban acercando otra vez al lugar de origen del fuego, allí donde se había estrellado el camión de bomberos; por lo que no tardarían en enfrentarse a él de nuevo.
Pero antes se toparon con una fuente. Tullken la reconoció como aquella en la que se había escondido Sin Nombre. Por unos segundos repasó el lugar con los ojos, pero sin muchas esperanzas de encontrar a su compañero de fuga vivo. Beregond se acercó a ella y, aún sabiendo lo poco recomendable que era hacer aquello, se remojó la cara sudorosa con la densa y opaca agua del estanquito que rodeaba la fuente. Si el muchacho no le había informado mal, si seguían por esa ruta no tendrían que tardar en encontrar el coche de policía.
El agua ni tan siquiera le refrescó, pero eso no impidió que su determinación de encontrar a Beren y a Sin Nombre le ayudara a volver a ponerse en camino.
Con un renovado paso enérgico, el policía volvió a desandar la senda que los dos chicos habían realizado instantes antes. Tullken, demasiado cansado para discutir la decisión del hombre de volver al lugar del que había huido, lo seguía torpemente. En su cabeza tan sólo repercutía el eco de sus pisadas sobre el caminito de asfalto que serpenteaba entre los árboles. Ellos eran ahora las tres únicas sombras que lo recorrían, lo que hizo aumentar el sentimiento de alienación del muchacho.
Parecía que recorrieran un espacio irreal en su quietud y silencio, semejante a la ilustración de uno de esos bosques brumosos e infestados de trasgos que aparecían en los libros que la madre de Tullken solía leerle cuando él era pequeño.
Delante suyo, Beregond, con el pelo alborotado y los ojos abiertos de par en par (en una imagen que a muchos les hubiera recordado a la de un lunático), era atacado por sentimientos similares, pero su instinto de policía le obligaba a hender aquella niebla de humo, a sentir ese silencio que mantenían entre sí los ominosos árboles y a recordarse que sólo le quedaban dos balas en la pistola. Era por eso que miraba al frente sin parpadear y mantenía un ritmo rápido y furtivo que causaba estragos en el frágil cuerpo de Arien; pues de aquel modo no se entretenía a perder un tiempo valioso en escrutar todas las sombras que, sibilinamente, les acechaban desde el velo de humo que formaban las paredes del túnel que les rodeaba.
Bien sabía que ante ellos podían esconderse tanto sus compañeros como las mandíbulas de los lobos; pero la distracción en momentos como aquellos podía suponer la diferencia entre la vida y la muerte. Además, no le hubiera gustado gastar una bala con fantasmas que quizás sólo existían en su mente.
Aún así, al girar un recodo, entrevió entre dos árboles el espacio de un claro que, como una boca, se abría bostezante en la espesura del parque. El hueco vacío entre aquellos árboles parecía invitar a explorar lo que se escondía tras ellos. Dudando por primera vez, Beregond giró un pie en esa dirección, mordido por el gusano de la curiosidad. Ya se encontraba a medio camino, cuando una mano le agarró el brazo para frenar su avance. Al darse la vuelta se encontró con el ojeroso rostro de Tullken y su blanquecina mano que le señalaba el suelo.
En la tierra marrón y seca, a causa de la temperatura que empezaba a subir, se percibía el brillo de la sangre aun fresca de huellas humanas junto a otras mayores, de claro carácter animal, que se seguían mutuamente hacia esa entrada que daba paso al claro.
Parpadeando, Beregond fue consciente, con la rotundidad de un puñetazo en el estómago, de donde se hallaban. En aquella triste mirada del chico, casi suplicante, se leía el cartel de “Por ahí no…”. Si lo que le había contado sobre lo que se escondía tras las ramas entretejidas de los árboles era también verídico, lo que allí había de encontrar no haría más que derruir un poco más su cordura.
Una frialdad súbita empañó la piel del policía, quien, sin embargo, sabía que acababa de salvar sus pocas esperanzas al no asomarse a ese claro maldito. De una forma rudimentaria, se lo agradeció al muchacho estrujándole amistosamente el hombro; pero ya una nueva voluntad se abrió paso en su cabeza: si habían llegado hasta allí, el furgón de policía volcado no debería de estar muy lejos, así como su coche patrulla, si es que Beren no se había alejado con él.
Al igual que un cepo, esa idea atrapó su ánimo y le obligó a avanzar pasando por alto su dolor, su miedo y el agotamiento de sus dos acompañantes. En el teatro mental de Beregond no había cabida para el Fracaso o el Desánimo, pues en un horizonte lejano el teniente aun albergaba la esperanza de encontrar la luz de la salvación en la espesa humareda de confusión que había caído sobre Osgiliath. Y antes, claro estaba, había de reconstruir la compañía que se había roto.
Los árboles que decoraban su reanudada marcha parecieron proliferar, como salidos de la nada, en un último intento quizás de enjaularlos entre sus ennegrecidos troncos. Aquello, naturalmente, sólo era una impresión de sus mentes, cuyo temor a ser asaltados o frenados por un peligro repentino se multiplicaba en la aparente soledad. Pero hubo de llegar al fin el momento en el que los árboles se despejaron ante ellos para mostrarles el claro donde, al igual que el cadáver de un pesado y viejo animal, descansaba el furgón policial volcado en un forzado ángulo.
Sin tan siquiera vacilar, los tres entraron en el espacio abierto al cielo solamente protegidos por sus anhelos de encontrar una escapatoria, al precio que fuera, a ese túnel angustioso en que se habían convertido sus vidas.
Y, casi sincronizándose, la visión del también volcado coche patrulla al lado del furgón se solapó con el destello mental que advirtió a Beregond del error fatal al que habían incurrido al penetrar en el claro con la guardia baja. Y, aún a pesar de ser el más consciente de aquella realidad, el espectáculo de su coche patrulla derribado y arañado en varios puntos como una tierra llena de surcos, empujó al teniente a dirigirse sin pensárselo hacia allí, arrastrando tras de sí a Arien y a Tullken.
Fueron también los jóvenes quienes, viendo que Beregond sólo tenía ojos para el coche, se fijaron en los cadáveres del conductor y el copiloto que descansaban en la cabina del furgón. El copiloto colgaba cabeza abajo de su asiento, agarrado por el cinturón de seguridad. El conductor, que había tenido más mala suerte, era un amasijo de carne en el que no quisieron fijarse. Ambos, en todo caso, descansaban en el sueño de la muerte, ignorantes para siempre del sonido continuo y crepitante que escupía la radio de su vehículo.
Aparentemente inmune a todo aquello y más, el teniente Beregond se hallaba de espaldas a ellos y al furgón, contemplando en silencio el coche patrulla volcado y que tan frágil parecía en aquella posición. Con amargura, el policía bajó la vista hacia sus pies y los vio encharcados en líquido. No era agua lo que rodeaba sus sucios zapatos, pues no había llovido y la temperatura infernal que iba apoderándose de la ciudad había matado la humedad. Fue por el pestazo que desprendía el suelo que Beregond descubrió el escape de gasolina que vomitaba el vehículo siniestrado.
Y en el barro que se había ido formando alrededor del coche gracias a una mezcla de fuel y sangre, pudo también ver las huellas claras e impresas con agresiva arrogancia de los huargos. Deducir que los lobos eran los causantes de ese paisaje más propio de una guerra era fácil, pero a Beregond le importaban más otras cuestiones. Igual que él, con los hombros hundidos, también tendrían que estar Beren y el detenido sin nombre: bajo ese cielo gris que iba oscureciéndose cada vez más entre el humo de la tierra y la tensión acumulada en las nubes de tormenta sobre la ciudad. Y, contemplando el vacío del interior del que fuera su vehículo, Beregond se juró que los encontraría.
Sin saber que la tormenta ya se había desencadenado (por lo menos en el interior del policía), Tullken y Arien aguardaban el implacable transcurrir de los acontecimientos al lado del furgón, ignorando dentro de lo humanamente posible los dos cadáveres allí encerrados, mientras observaban al teniente – hundido en sí mismo – examinar el coche. Tullken también quedó absortó por unos instantes, ensimismado en la nada que ocupaba su cabeza. Sencillamente, se hallaba tan cansado tanto física como anímicamente que no deseaba pensar.
Sin embargo, la respiración entrecortada de Arien a su lado volvió a situarle, muy a su pesar, en el cuadro gris de la realidad. Por unos momentos arrastró consigo el aturdimiento que lo había invadido, pero enseguida sacó sus buenos modales del lodo denso y pesado en que habían caído. Agarrándola de un brazo con dos manos que se habían vuelto escuálidas después de estar confinadas durante tanto tiempo en las esposas, la ayudó a sentarse en el suelo, dejando que apoyara la espalda en el furgón.
El agradecimiento de la mujer se tradujo en un suspiro de alivio; de alivio y agotamiento, ya que enseguida tiró la cabeza para atrás, cerrando los ojos. En aquel paréntesis de aparente calma, Tullken contempló su rostro blanco enmarcado por la cabellera azabache y se preguntó como podía ser que no se hubiese dado cuenta de lo bella que era hasta ese momento.
Otro suspiro escapó entonces de su garganta y, siguiéndola a ella, también se sentó apoyándose en los restos del vehículo.
Así juntos, se hundieron en un breve lapso de paz, en el ojo del remolino. Tullken, con los ojos entreabiertos, contempló con aquella nueva calma, que actuaba como un sedante, como Beregond se giraba otra vez de cara a ellos después de no haber hallado más pistas en el coche patrulla. El deseo de que aquel oasis de tranquilidad fuera eterno se coló vagamente entre los pensamientos del chico. Sin embargo, en lo más hondo de su cerebro zumbaba otro pensamiento que repetía con indolente malicia que nada duraba para siempre y menos los buenos momentos. Como un heraldo de aquella sombra que se agitaba en la mente del joven, éste, al igual que Arien, notó la sacudida de la que fue presa el furgón en el cual se apoyaban.
Arien abrió los ojos de inmediato y los clavó en los de Tullken, quien tuvo la misma reacción y el mismo miedo reflejado en ellos. Esas miradas asustadas sirvieron para confirmar lo que ambos ya sabían: algo se había movido dentro del furgón. Al acto, Tullken desvió la vista hacia Beregond, transformada la aureola de sosiego anterior en una oleada apremiante de terror.
El policía, desconocedor aún de las “arenas movedizas” en las que acababan de entrar, seguía con el ánimo eclipsado por no haber encontrado nada que le ayudara a saber qué había sucedido en ese escenario desolador. Dirigiéndose de nuevo hacia donde estaban los jóvenes, empero, continuó escrutando los límites del claro en busca de cualquier cosa que significara una diferencia entre la oscuridad más absoluta en la que estaba y la iluminación esclarecedora.
Aspirando una agria bocanada de aquel aire viciado por el humo, el teniente pasó por alto la gesticulación inútil del muchacho con sus manos esposadas y los grititos de la mujer, así como la portezuela lateral del furgón, la cual iba abriéndose desde el interior del vehículo. Cuando Beregond se dignó en el último instante a levantar la vista hacia ellos dos, vio el agujero negro del interior del furgón al abrirse la portezuela y las caras de alarma y espanto de Tullken y Arien.
Pero también se dio cuenta de que los ojos de los jóvenes, y el horror que translucían, se habían clavado de súbito en algo que tenía a sus espaldas. Aturdido, el policía se giró sin mucha gracia, notando como el tiempo se ralentizaba. No le costó mucho detectar la causa de alarma en Arien y Tullken. Más allá de su coche volcado y de la primera hilera de árboles, se movió la sombra gigantesca de un ser cuadrúpedo.
Todos los sonidos se apagaron en la cabeza de Beregond; sólo el gruñido del huargo, seco y bajo, más real ahora que todo lo que rodeaba al hombre, resonaba en aquel paisaje que se volvió angustiosamente más desierto.
La sensación de moverse a cámara lenta se tornó también más asfixiante para Beregond, quien al sacarse la pistola para apuntar al lobo, se sintió como un viejo de cien años con las articulaciones oxidadas… y la memoria agujereada. Tenía que haber recordado que la pistola no le salvaría al no tener suficientes balas.
La figura encorvada, y enfundada en su largo vestido negro como la desesperación, de la jinete reapareció con toda su gloria en el claro junto a su lobo. Incluso desde la distancia, Tullken y Arien notaron como vibraba la tierra al aterrizar el animal con sus cuatro poderosas patas. La cabeza blanca, semejante a una calavera, los repasó a todos y fue como si se les clavaran alfileres invisibles en la cara. Las gafas oscuras habían caído dejando al descubierto un rostro sin ojos o, en todo caso, tan pequeños que parecían no existir. Bajo ellos se abría la gran boca de dientes rojos, largos y echados para adelante que, en el caso de aquella mujer, mostraban una sonrisa aún más amplia debido al desgarrón que le había causado la bala que le había disparado antes Beregond.
El teniente apuntó de nuevo y por instinto, allí mismo; pero bien sabía que, mientras no pudiera neutralizar al huargo, seguirían en peligro. Los ojos verdes y brillantes del animal le estaban atravesando sin parpadear en ese momento mientras gruñía y contraía su cara en una mueca en donde resplandecían unos caninos curvos y magníficamente diseñados para desgarrar carne. Con rabia, Beregond se dijo que los lobos eran los arietes con los que aquellos bastardos golpeaban a los inocentes que caían ante ellos, llenándoles antes de un terror elemental.
Asimismo, los huargos servían de ojos y de olfato a sus amos. Pasando por alto al policía y al chico, el animal detectó al acto a la muchacha que buscaban gracias, primero, a su portentoso morro y, luego, a sus ojillos enterrados en el denso pelaje negro. Con un ligero arqueamiento de su lomo, comunicó a su jinete el hallazgo y ésta, como el lobo, ignoró a los demás presentes en el claro ante la noticia.
La jinete masculló algo para sus adentros al reparar finalmente en ellos y, sobretodo, al reconocerles. Inclinando la cabeza hacia delante con la misma sinuosidad de un mimo o una mantis religiosa, los estudió para cerciorarse de que sus miopes ojos no le mentían. Debajo de ella, su montura se movía inquieta arañando el suelo, ansiosa por entrar en acción. Con un estirón de las riendas, formadas por cadenas que abrieron heridas lacerantes en la boca del animal, dio premio la jinete a su huargo por su paciencia y permiso para realizar la embestida contra esos, cada vez más, pequeños inconvenientes.
Beregond se quedó quieto, con la pistola alzada, al ver como el lobo se lanzaba contra él con el ímpetu de un tanque o, peor aún, como una cosechadora rápida y desbocada cuyas afiladas hojas manchadas de sangre no tardarían en segarle como a una mera y triste espiga. Solamente el coche se interponía ahora entre él y aquella mole de carne que bufaba y hacía retronar gruñidos de muerte en su poderosa garganta.
Notando como una gota de sudor frío le acariciaba la sien en su agónico viaje hacia su mejilla, el teniente acabó por confundir los latidos de su corazón con las pulsaciones que desprendían las pisadas del lobo, las cuales hacían estremecer el suelo bajo sus pies.
Nublada su mente, Beregond tuvo una visión de Arien y Tullken detrás suyo aterrorizados y paralizados como él y, por unos segundos, se olvidó de la presencia, cada vez más cercana, de la Muerte y su sonriente jinete; pero, también principalmente, de su pistola. Al instante, la fugaz imagen de las dos últimas balas, cómodamente instaladas en el cargador, soñolientas a la espera de entrar en acción, cruzó por su cabeza. No sin grandes esfuerzos, obligó a brazos y a manos a volver a ponerse en situación; así como a afinar la puntería… lo que no fue difícil, habida cuenta del gran tamaño del objetivo y de que cada vez estaba más cerca.
Dos balas. Dos blancos a los que disparar. Dos balas malgastadas y dos blancos peligrosos lo mirara como lo mirara. Si disparaba a la jinete, pudiera ser que la matara, pero esta vez al lobo poco le importaría la muerte de su guía. Y en cuanto a éste… bien sabía Beregond que si no podía colarle una bala por el ojo que fuera directa al cerebro como en la ocasión anterior, el anquilosado cráneo del animal funcionaría a modo del chaleco antibalas más duro del mundo.
Deshaciéndose de todos aquellos pensamientos basura que la desesperación hacía girar en su cabeza en un mareante tiovivo, el policía finalmente se fijó en la roja boca abierta que se precipitaba hacia él. Si no podía colarle una bala en su cabecita, por lo menos haría que aquella maldita mala bestia tuviera que ir al dentista después de que se lo ventilara.
Una risa seca y desgarradora inundó por último su mente, pues no podía mover ni los músculos del cuello de tan agarrotado como lo mantenía la tensión. Luego disparó una de las dos últimas.
Beregond había notado antes como el tiempo parecía adquirir la velocidad de un caracol; ahora, en esos instantes postreros a que su pistola vomitara una lengua de fuego, le pareció que se había detenido del todo al son de un trueno que había resonado detrás suyo. Pero en el frenesí del ataque del lobo, sólo pudo apreciar como un trozo de piel saltaba de la ceja del animal para perderse en el aire y mostrar una porción del hueso del cráneo, teñido del bermejo de la sangre y del dolor.
Tan perplejo como el huargo y su jinete, el teniente se preguntó como su minúscula arma podía haber abierto aquella brecha que ralentizó la carrera del lobo.
- ¡¡Señor, señor!! ¡Apártese y corra hacia aquí!
Cada vez más embargado por una intoxicadora sorpresa, Beregond se giró y vio encaramado en el furgón a Beren; el leal y serio Beren. Un poco más despeinado y sucio, era verdad, pero leal y oportuno al fin y al cabo.
Y lo que era mejor, entre sus manos sostenía una Narsil-7, el arma más manejable del cuerpo de policía; un poco más pequeña que “Lhachruin” pero en todo caso más eficaz que su pistola-de-una-sola-bala. Sin duda había sido con ella que el subteniente había sorprendido con el ruido del disparo a todos y había herido al monstruo.
Beregond ya se estaba pensando las reprimendas amistosas que dirigiría a su subalterno por dejar que ocurriera lo que hubiese ocurrido en ese claro, y por haberles asustado antes al esconderse en aquel furgón, cuando el aullido de rabia – una rabia que, a buen seguro y tal y como lo pensó Beregond, podía haber derruido murallas enteras – hizo estallar, como si de vasos de cristal se trataran, toda emoción que albergaran en sus cabezas y corazones.
Presa de la descarga de adrenalina que el dolor de la herida sobre su ceja le producía, el lobo dejó que el eco de su aullido se perdiera en la vastedad del parque, de la ciudad entera, para luego dirigir toda su furia hacia los hombrecillos que le habían sorprendido tan amargamente. Ni su jinete quiso por aquel entonces ponerle freno y, sin más, la bestezuela reanudó de nuevo su carga.
A pesar de que el interior del teniente se había convertido en un yermo carente de ideas debido a la intimidación producida por el aullido del huargo, éste dio un vistazo rápido a los dos caminos que se le abrían delante. Por un lado, el lobo, cegada su visión del ojo izquierdo por el reguero de sangre de su herida abierta en la ceja, se abalanzaba sobre él a gran velocidad y el coche allí tumbado poca barrera podía significar para el animal, pues muy bien sospechaba Beregond que había sido él el causante de tal destrozo y de obligar a Beren a refugiarse en el otro vehículo.
Y, por otro lado, girando la cabeza hacia la dirección contraria, estaba la otra cara de la moneda: ahí se encontraba el furgón echado de lado y a Beren encaramado en él, como un rey en su castillo. A sus pies, Tullken y Arien se habían levantado ya y, junto a Beren, le lanzaban miradas suplicantes para que corriera hacia donde se hallaban ellos para refugiarse en esa caída fortaleza a cuatro ruedas. Beregond los vio agitar los brazos, pero no los oyó; su mente estaba demasiado pendiente aun del muro de erizados pelos y dientes que se levantaba a su izquierda.
Inmóvil como un espantapájaros plantado en campo desierto, Beregond sólo tuvo un escaso segundo para decidir qué haría. Con gesto grave dio un último vistazo a sus compañeros que le esperaban con el corazón encogido debido a su aparente inactividad. Luego, con decisión, se lanzó a la carrera en dirección al huargo.
Todos los aposentados en la furgoneta contrajeron el rostro en una expresión de turbación y puro pánico. Casi más que la estupefacción que les supuso ver precipitarse a Beregond directo a las fauces del lobo, fue la terrible sospecha de que quizás el teniente hubiese enloquecido, lo que hizo que se les encogieran aún más las entrañas.
Beregond pudo imaginar que pensarían ellos estas cosas y muchas otras mientras iba acortando la distancia que lo separaba del lobo. Ahora, el teniente sólo percibía la boca de la criatura como una gran y roja flor abierta, con peligrosas espinas que transpiraban saliva y rodeada por el campo de pelos negros y lustrosos del resto del cuerpo. Arrugando la nariz con asco ante esa visión, Beregond se agazapó en el último instante para introducirse dentro del coche volcado. Él, como Beren, también tendría su propia fortaleza en donde atrincherarse; así lo había decidido en el momento en que vio que la distancia que lo separaba del furgón era exasperantemente superior a la del otro vehículo.
Por eso, y porque esperaba con esa maniobra desviar la atención del huargo de ellos, se acomodó como un gusano en una manzana en el estrecho y angosto interior del coche tumbado, donde el “perfume” a gasolina era más penetrante y molesto.
De igual modo, poco tiempo tuvo Beregond de lamentarse de las incomodidades que sufría ahí metido, de las cuales quizás el reducido espacio era la que más agobio le causaba. Sin dejarle casi tiempo de cerrar la estrujada portezuela por la que había entrado y examinar bien el lugar donde se había metido, la sombra del lobo oscureció la poca luz allí presente. Como una niebla negra y densa, Beregond captó la amenazante presencia del monstruo a escasos centímetros tras el metal del vehículo.
Preguntándose qué haría seguidamente el animal, el policía recibió como respuesta un repentino impacto en un lado del coche que hizo que él perdiera el equilibrio y que el metal del vehículo gimiera más lastimeramente ante esa nueva agresión. Mientras intentaba recobrarse de la traidora maniobra, Beregond se dijo, no sin cierta ironía, que por lo menos había conseguido uno de sus objetivos: más entretenida no podía estar la bestia.
El suelo enfangado que antes había sido el techo del coche se llenó también de los minúsculos cristales rotos de las ventanillas, clavándose éstas sin misericordia en sus rodillas, lo que, a su vez, no le permitió apoyar las manos en aquella brillante superficie llena de barro, gasolina y esos mismos fragmentos de cristal que, como ojitos, parecían espiarle curiosos. Ante la imposibilidad de descansar con las manos a cuatro patas en el angustioso espacio, Beregond acabó finalmente aferrándose a uno de los respaldos de los asientos de la parte delantera del aparato. De una de sus manos colgaba ahora su pistola, convertida más que nunca en un juguete inútil.
La conciencia de su precaria situación empezó a corroerle el cuerpo al mismo paso que las incomodidades de aquel refugio se cebaban en él. Resoplando y sudando, el teniente bajó entonces un poco la cabeza para examinar el exterior a través del marco deformado y de bordes irregulares de la ventanilla del vehículo. Aún cabía esperar la posibilidad de que su acosador hubiera partido.
Por unos segundos entrevió el turbio paisaje de árboles y hierba grises a causa del humo. No eran unas vistas para tirar cohetes, pero Beregond sintió gran congoja cuando la gruesa pata del lobo le impidió seguir disfrutándolas.
Llenando el hueco de tiempo, entre que el huargo volvió a plantarse delante el coche y descargó todo su peso en él, con una nada nacida de la ofuscación, Beregond no pudo hacer mucho más que agarrarse más fuertemente al respaldo - que tantas veces había dado reposo a su maltrecha espalda - ante la sacudida de la que fue presa toda la coraza de metal del vehículo al embestirla el lobo.
Como muy bien descubriría el teniente, la criatura había atacado para quedarse. Arañando el castigado fuselaje, el lobo apoyó toda su masa en el coche. En su interior, Beregond oyó el rechinar triste del chasis y como éste mismo empezaba a doblarse lentamente. Moriría aplastado en un ataúd de hierros y metal. A Beregond no le vino a la cabeza otra manera de morir más estúpida.
Ahogado por la claustrofobia, el policía acercó otra vez la cabeza a la ventanilla para encontrar un mínimo consuelo en la luz y el aire que ahí esperaba hallar. Pronto hubo de lamentarlo.
Como un rayo, el lobo se lanzó hacia allí, abandonando su proyecto de dejar plano el vehículo y, encogiéndose como un ratón en su madriguera, Beregond contempló con ojos desorbitados como éste introducía el morro entero en aquel abrupto lugar.
Hubo entonces un sonido como de desgarramiento y el teniente vio como los restos de cristales rotos de la ventanilla laceraban la carne de la descomunal boca en su intento de penetrar en el reducido espacio. Pensando que aquello echaría para atrás al animal en sus propósitos, descubrió también en aquel instante, y con consternación, como clavos herrumbrosos y otras piezas de metal adornaban ya las enrojecidas encías que el lobo dejó al descubierto para mostrar unos dientes oscurecidos por vetas y grietas.
Por una escasa distancia, la punta del morro no alcanzó al policía y éste pudo admirar la negra y brillante punta de la nariz, palpitante como un negro corazón. Tuvo intenciones de golpearla, pero la vaharada de aliento caliente y hediondo que sopló el huargo dentro del coche lo mareó junto al continuo ronroneo que bailaba en la misma boca de la bestia, el cual no tardó en volverse insoportable y ensordecedor en el pequeño habitáculo, embotando aún más los sentidos de Beregond.
El lobo, frustrado por no haber dado alcance a su presa, apretó todo lo que pudo la enorme bocaza; pero sólo consiguió aumentar las heridas del hocico, de las cuales empezaron a gotear ríos de sangre que se precipitaban con tranquilidad por encías y dientes. La boca del huargo era ahora una cueva de estalactitas sanguinolentas de la cual Beregond se creyó a salvo, a pesar de que aquella reciente embestida había hecho tambalear el vehículo como si de una barcaza entre olas se tratase.
Fue entonces que la lengua del lobo abandonó su reposo de entre las espantosas quijadas de su amo y, como un tentáculo musculoso y fuerte, caliente y ciego, comenzó a inspeccionar sus alrededores con el firme propósito de enroscarse ávidamente una vez encontrara a su víctima.
Irritados los ojos por culpa del salado sudor que no paraba de caerle desde la frente y por el aire viciado por el aliento de la bestia, Beregond sintió como sus intestinos se removían con violencia de estremecimiento y repulsa ante esa nueva treta de su enemigo.
Ya inspeccionados la guantera y el asiento del copiloto, dejando a su paso un rastro de baba similar al de una babosa monstruosa, la lengua, en su tanteo mudo, se dirigió directamente hacia el hombre. Aún habiéndolo de lamentar después, el policía descargó su última bala en aquel repugnante apéndice. El atronador ruido del disparo le dejó sordo por unos segundos, por lo que no pudo oír el rugido de dolor del lobo ni la voz de reproche que sonó en su cabeza acusándole de idiota por haber malgastado la bala y por el peligro que había supuesto disparar en ese sitio impregnado de combustible.
Una vez vuelta una aparente quietud, y atenuadas las olas de dolor, el teniente abrió los ojos para comprobar con alivio que el huargo había retirado su testa, aunque el olor a quemado y a sangre que impregnaba ahora el aire le volvió a recordar la estupidez de su maniobra. ¡Tanto mejor! Pensó descarnadamente el policía; si con la explosión del vehículo hubiese conseguido llevarse con él a los dos engendros, poco le hubiera importado sacrificar su vida para salvaguardar a quien había jurado proteger – y a toda la ciudad entera – de ese peligro.
Con aquellos pensamientos y la imagen que se hizo en la mente del cómico y sanguinolento agujero redondo que a partir de entonces luciría en su lengua el animal, a Beregond se le escapó una risita ronca y entrecortada. Poco le duró la alegría: desde la ventanilla que había dejado libre el lobo, vio el policía como un fulgor escarlata, brillante y tentador, empezaba a iluminar el paisaje que se escondía tras la primera hilera de árboles que flanqueaban el claro. El fuego, como un invitado inoportuno, consciente de eso y de su timidez, les había vuelto a encontrar, siguiendo (¡quién sabe!) el rastro de muerte dejado por el huargo y su jinete; y muy pronto habría de reunirse de nuevo con ellos.
Sólo de pensar en el entusiasmo con el que el fuego se acoplaría a la gasolina allí desparramada, a Beregond volvió a helársele la sangre en las venas.
Fuera de la pequeña cueva que era el coche patrulla y que iba hundiéndose a cada momento que pasaba aún más en el fango, las cosas tampoco iban mucho mejor. Absorbidos por lo que en el pequeño vehículo de los dos policías acontecía, ninguno de los presentes parecía capaz de mover tan siquiera un músculo. Incluso Beren permanecía paralizado en su puesto, inerte su arma entre sus dedos. Al fin y al cabo todo sucedió tan rápido que, desde oyeron el disparo en el interior del coche y vieron como el lobo se retiraba en una danza frenética con la que casi derriba a su jinete, pasó un escaso minuto.
Y, mientras Beregond contemplaba desde las entrañas de su jaula como el fuego se aproximaba, ellos se quedaban embelesados ante el espectáculo que ofrecían ahora jinete y montura. Poco tardaron en descubrir el motivo de los renqueantes jadeos del huargo y de su aparente y súbito enloquecimiento. Grandes y visibles se habían vuelto los espumarajos de sangre que vomitaba la herida en su boca y que salpicaban abundantemente la hierba del claro.
Por todo esto, tanto el policía como los dos jóvenes habían permanecido – y permanecían – inmóviles en sus puestos, como inhábiles para cualquier reacción. Sosegado un poco el dolor, o llevado por éste hasta un estado de insensibilidad, el lobo pareció ser al final el primero en centrarse y, su jinete, recobrada de la zarandeada y de la oscura furia que le corroía por verse en aquellos trances, consiguió dominarlo con sus riendas. Más claro que todo lo demás eran ahora sus próximos objetivos. Si la cucaracha de ese poli no quería salir de su cubil, comprobarían entonces si se vería capaz de vivir con la conciencia de ser el único superviviente de la matanza que querían llevar a cabo con sus compañeros.
Con un siseo de serpiente, agudo y penetrante como un fino taladro, la jinete ordenó y obligó a su montura a que la obedeciera para que se encarase hacia esas nuevas víctimas.
Beren, volviendo a despertar de su atolondramiento, contempló en directo el mismo espectáculo que antes había tenido que admirar Beregond; pero a diferencia de su jefe, Beren no se amedrentó en absoluto. Su temperamento frío y pragmático volvió a fluir como un torrente relajante y helado. Observó al lobo que se acercaba a ellos, todo su cuerpo convertido en una máquina de músculos y tendones contraídos y estirados como muelles y que contrastaba con su bocaza abierta, de la que salían despedidos a lado y lado – y debido a la velocidad- goterones de densa y escarlata sangre.
Sin dejarse intimidar por aquello, Beren bajó pausadamente la cabeza para contemplar a los jóvenes allí aposentados. La mirada pacífica y distante que les dedicó el policía les confundió un poco, con todo no cejaron en su empeñó de pedirle ayuda para que les subiera encima del furgón y así poder refugiarse en su interior… Pero volviéndoles a sorprender, Beren desvió la mirada de ellos en esos momentos tan críticos para clavar sus ojos en la Narsil-7 que descansaba, casi como un inservible trozo de madera, en su regazo y, por unos instantes, el subteniente Beren, de la policía de Osgiliath, se aisló del mundo.
De igual forma que a Beregond, a Beren se le habían abierto dos caminos. O podía ayudar a los chicos a resguardarse con él o podía intentar derribar al huargo con su arma. Y, también como Beregond, la decisión a tomar tenía que caer en un espacio de tiempo tan fino como una hoja de papel: no había tiempo de ayudar a los jóvenes, pues el lobo estaría sobre ellos una vez hubiese subido al primero; e intentar dispararle hasta vaciar el cargador podía ser una maniobra totalmente inútil en vista de la robustez de las carnes y huesos del animal.
Notando el sabor amargo del arrepentimiento, al final Beren se decidió por la segunda opción, aunque no renunciaría al as que tenía escondido en la manga. Porqué, aun sabiendo lo ineficaz que sería atacar al lobo, aquello daría tiempo a Arien y a Tullken de ponerse en buenas manos. De aquel modo, dirigió una postrera y severa mirada a los jóvenes.
- Huid hasta la primera hilera de árboles que hay detrás del furgón y no miréis para atrás – les anunció a los cada vez más atónitos Arien y Tullken.
En unos primeros instantes el muchacho creyó que era una broma, cruel y fuera de lugar, aunque broma al fin y al cabo. Pero al ver el semblante impertérrito y estólido del policía supo al acto que hablaba en serio. Aún a pesar de ser tan consciente como Beren de que los dos no podrían subir de golpe en la furgoneta, aquella orden del subteniente sembró una inhóspita desazón en el interior de Tullken. Nunca se había sentido tan abandonado.
Y más que los primeros (y ruidosos) disparos que lanzó Beren o que la peligrosa proximidad del huargo, fue la presencia de Arien lo que finalmente puso en movimiento a Tullken.
Sin saber muy bien cómo, el recorrido entre el furgón y los árboles lo hicieron con una rapidez asombrosa y con el telón de fondo de los tiros que Beren dirigía al lobo. Sí algo recordaría Tullken de esa huida fue la imagen del alto y escuálido policía apuntando su arma y como ésta iba disparando destellos de fuego hacia la masa – ya no visible para él – de la bestia. A Tullken le pareció también que nunca en su vida había visto a alguien que le pareciera tan indefenso.
La llegada a la base de los negros troncos volvió a situar a Tullken en la realidad. Sin saber muy bien qué encontrarían allí y ya viéndose de nuevo a la carrera en aquel laberinto de verdor cada vez más oscuro, el joven dúnadan casi ni reaccionó cuando alguien le llamó por su nombre. Fue en verdad Arien quien, con los nervios afilados y desquiciados, descubrió la fuente de aquella voz alzando la vista con un espasmo hacia las copas de los árboles que se extendían por encima de sus cabezas.
En unos primeros momentos, Tullken, al seguirla a ella, no vio nada entre el denso brancaje, pero pronto le asaltaron unos vivaces ojos que acompañaban a una sonriente boca de dientes blancos.
- ¡Tú! – exclamó, sin fuerza, Tullken.
- Sí, yo – respondió a su vez, y con toda la exigua jovialidad que permitía la situación, un Sin Nombre encaramado en el grueso árbol que se alzaba a su izquierda.
Sorprendido por encontrar allí vivo a su compañero que consideraba muerto en la fuente del parque, sorprendido por encontrarle en aquellas circunstancias, pero, sin lugar a dudas, aún más sorprendido por hallarle sin las ataduras que representaban las esposas, Tullken se quedó por unas milésimas con la boca abierta, sin saber qué decir o hacer.
- ¿Cómo lo has conseguido? – fue lo único que consiguió articular al fin.
- ¿El qué? ¿Estar de una sola pieza hasta ahora? Pues teniendo la suerte de que esas bestias sólo tuvieran sed y no hambre.
- No, eso no – y, con más vehemencia, Tullken le señaló las manos.
- ¡Ah, las esposas! Pues ha sido el poli larguirucho quien me las ha quitado cuando nos hemos vuelto a encontrar; y cuando hemos vuelto al coche para buscaros nos hemos encontrado este panorama, y cada uno se ha escondido donde ha podido, y…
Tullken ya no prestaba atención a Sin Nombre. ¡Vaya mala pata! pensó al girarse para ver donde se hallaba Beren… Ya no podría hacer marcha atrás para pedirle las llaves de las esposas; y menos aún en aquellas circunstancias tan desesperadas, por decirlo con suavidad, y que hacían estremecer su espinazo en un espasmo de angustia.
A pesar de que unos veinte metros les separaban del furgón que habían dejado atrás, como las oleadas de la honda expansiva de una lenta explosión pudieron sentir el fragor y la furia que allí se habían desencadenado. Y, como de hecho, ya había previsto él mismo, los disparos de Beren no parecieron tener un efecto significativo sobre el lobo; por no hablar de que su jinete, apretando el cuerpo sobre su silla de montar, se había escondido de esos mismos disparos en el mar de pelaje del animal. Aún así, Beren vació el cargador hasta el último momento, en el que tuvo el abismo carmesí de la boca del huargo a un palmo.
Entonces se zambulló en el interior del furgón, cerrando de golpe la portezuela corrediza – ya que, al estar el vehículo tumbado de lado, servía ahora de techo -, tal y como ya había hecho antes de que Beregond y los jóvenes aparecieran en el claro, justo en el momento en que el huargo les sorprendió a él y a Sin Nombre y había volcado, simulando una rabieta, su propio coche patrulla.
Sumergido de nuevo en la oscuridad de la furgoneta y acompañado de chalecos antibalas y diversas armas ahí desparramadas sin orden (y de entre las cuales había elegido a la Narsil-7), atrancó con una de ellas la portezuela para que no se pudiera abrir. Mientras oía los gruñidos retumbantes, que el grosor del chasis del vehículo no podía atenuar, al igual que las violentas sacudidas de las que era presa el furgón ante las embestidas secas y contundentes de la criatura, el policía dejó definitivamente que el sudor y el miedo que sentía (¿acaso nadie llegaría a sospechar nunca que, tras su máscara de afable calma, se escondía un mundo de emociones que se peleaban como demonios en un llameante infierno bajo una fina capa de hielo?) se dispersaran tanto dentro como fuera de su cuerpo, en aquella extraña intimidad que proporcionaba el estómago vacío de la furgoneta.
Beren recordó en aquel momento como, de joven y una vez demostrado ese carácter “glacial” ante situaciones tan extremas como la que acababa de vivir (y que le podía haber costado la vida por el error de un segundo), todos sus amigos y compañeros le pedían favores arriesgados como rescatar gatos en árboles altos o cruzar ríos crecidos. Todos ellos creían en su valentía y temple y, hasta ese día, la confianza en sí mismo en verdad no le había fallado nunca; pero estar hundido en ese espacio cerrado y oscuro, sin poder hacer nada más, le hizo entrever al subteniente la delgada línea que separaba la vana autoconfianza del tenebroso pozo de la cruda realidad. Eso le llevó a pensar otra vez en los jóvenes que se encontraban afuera, a merced de la alimaña.
Y, en el exterior, puestos los ojos de esos mismos jóvenes en el furgón, no llegó ninguno de ellos a pensar en el hombre que los había cubierto para darles tiempo en su escapada. Se encontraban demasiado absortos ante el ruidoso juego que mantenía el lobo con el cada vez más deforme bloque de metal y neumáticos que era la furgoneta.
De entre los del grupo, quizás era Tullken, con un nudo en la garganta, quien más se preguntaba cuanto duraría todo aquello. La ansiedad prendió entonces en su interior al cerciorarse de que el momento – aquél en que el lobo se cansara de apoyar sus fuertes patas delanteras sobre el furgón, a la vez que dejaba escapar una dentellada ocasional, y su jinete, enganchada en su lomo como una gigantesca araña parásita y negra, le ordenara volver a fijarse en ellos-, no tardaría mucho en llegar. ¿Y qué posibilidades habría de escapar entonces? Subir al árbol, como Sin Nombre, hubiese sido una opción, pero teniendo él las manos esposadas y estando ella embarazada…
Y entonces un fogonazo cruzó la mente de Tullken.
Ella. Los lobos la querían a ella. Bien alto lo habían dicho cuando habían aparecido en medio del humo y la destrucción. La clave estaba, pues, en alejarse cuanto más mejor de ella. O entregarla.
Un malestar más doloroso que el que cientos de dientes de huargo podrían producir en la carne fue desparramándose lentamente en Tullken. Era tan consciente de la mezquindad de su plan como de las ganas que tenía de vivir; y allí, en ese escenario de teatro descarnado donde la vida y la muerte se intercambiaban los papeles con suma facilidad, la balanza de la moral sólo favorecería la decisión más fácil.
Mientras Tullken cavilaba inmóvil al pie del árbol junto a sus ignorantes compañeros, el lobo levantó su mirada de ojos centelleantes de furia hacia ellos. No tardó en localizar a Arien y, como si presintiera los pensamientos de Tullken, gruñó con satisfacción.


1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 14 15 16 17 18 19

  
 

subir

Películas y Fan Film
Tolkien y su obra
Fenómenos: trabajos de los fans
 Noticias
 Multimedia
 Fenopaedia
 Reportajes
 Taller de Fans
 Relatos
 Música
 Humor
Rol, Juegos, Videojuegos, Cartas, etc.
Otras obras de Fantasía y Ciencia-Ficción

Ayuda a mantener esta web




Nombre: 
Clave: 


Entrar en el Mapa de la Tierra Media con Google Maps

Mapa de la Tierra Media con Google Maps
Colaboramos con: Doce Moradas, Ted Nasmith, John Howe.
Miembro de TheOneRing.net Community - RSS Feed Add to Google
Qui�nes somos/Notas legalesCont�ctanosEnl�zanos
Elfenomeno.com
Noticias Tolkien - El Señor de los AnillosReportajes, ensayos y relatos sobre la obra de TolkienFenopaedia: La Enciclopedia Tolkien Online de Elfenomeno.comFotogramas, ilustraciones, maquetas y todos los trabajos relacionados con Tolkien, El Silmarillion, El Señor de los Anillos, etc.Tienda Amazon - Elfenomeno.com name=Foro Tolkien - El Señor de los Anillos