Osgiliath 2003 de la C.E. (caps. 10-15)

02 de Septiembre de 2007, a las 23:11 - Ricard
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La calma, esa preciada tranquilidad, que reinaba en el valle un día sí y otro también, había vuelto al fin… o, por lo menos, algo que se le parecía.
Pero, ¿para qué engañarse? Aquello era un simulacro de “cotidianidad”. La sensación de que algo raro flotaba en el aire no hubiera desaparecido ni que hubiera pasado un tornado, y Fair sabía, con un dolor profundo y callado, que parte de ese sentimiento enajenante sólo le afectaba a él. El joven hobbit no había digerido aún todo lo sucedido esa mañana y su futuro se le presentaba tan desdibujado como aquel aroma a rareza que, de entre todos los hobbits ahí reunidos, él detectaba con más fuerza.
Tan abstraído, tan aislado de las animadas charlas de los numerosos grupos de conocidos allí juntados, se encontraba que su primo Bungo tuvo que darle una suave palmadita en el hombro para que le prestara atención.
- Ey, primo, no te duermas… Pronto van a llevarse el cuerpo y esperan tu orden – le comunicó titubeante su pariente al ver la mirada de preocupación en el rostro del otrora jovial hobbit.
- ¿Eh? Ah, sí… que lo levanten… Lo enterraremos en la zona norte del valle, lo más lejos posible y en donde crecen los árboles no productivos, entre los pinos y los abetos – respondió sin muchos ánimos. Bien podría ser aquella su última orden y la presencia del Thain a sus espaldas, silenciosa pero no invisible, no paraba de recordárselo. “¡Cómo se lo debe de estar pasando el viejo saco de manteca!” vociferó Fair para sus adentros.
Luego volvió a desviar la mirada hacia el cuerpo de Tullken, postrado en el suelo y cubierto por aquel sudario que empezaba a mancharse a causa del polvo del camino. Todos los hobbits estaban corajudos y excitados, pero cuando pasaban cerca de Fair guardaban silencio y se apartaban sin disimulo de él. El que era (o había sido) su líder más joven mostraba un porte tan sombrío, su mirada ceñuda se encontraba tan condenadamente hundida en el cadáver del extranjero abatido, que no invitaban precisamente a entablar una conversación con él.
Fair, empero, no se hallaba solo en la tarea de examinar concienzudamente los restos de aquella amenaza del valle anunciada y con cuerpo de muchacho. En una rama cercana de una de las ents-mujeres que circundaban el concurrido y animado claro, un pájaro negro también tenía clavados los ojos en aquella dirección y, como Fair, parecía estudiar con aire crítico la tarea de los cuatro hobbits que se dirigieron hacia el cuerpo de Tullken para depositarlo en una tosca camilla confeccionada con ramas y paja, con el fin de poder transportarlo mejor.
Casi sin darse cuenta, Fair se les acercó y poco le faltó para tropezar con la piedra que se había usado para dormir para la eternidad al joven Tullken. Ahora permanecía ignorada, tirada de cualquier manera en medio de la hierba del claro, pero aún mostrando orgullosa las manchas de sangre del muchacho, oscuras y secas a esas horas.
Al llegar junto a los cuatro fornidos voluntarios, Fair se extrañó – como ellos – de que les costara tanto levantar el cuerpo del difunto. Aún siendo grande para la media hobbit, Tullken era un flacucho, casi un esqueleto andante. Uno de los porteadores bromeó entonces, colocándose en el hombro una de las esquinas de la camilla, que en vez de una persona, parecía que estuvieran llevando dos. Fair pareció ser el único al que el comentario no le hizo gracia.
De esa manera, en volandas, los medianos comenzaron el traslado de Tullken a lo largo del claro, en una procesión silenciosa por parte de los ahí presentes, pero que iba acompañada por leves e indulgentes sonrisas que denotaban el sentimiento general: el de “trabajo acabado y bien hecho”. Solamente Fair, acompañando muy de cerca la comitiva y sin quitar ojo del cuerpo, no parecía compartir tampoco esa alegría soterrada y acallada por el decoro. Con malicia, muchos de los hobbits que le vieron pensaron que, al final, el que había sido el promotor de la muerte del chico agarraría la mano que sobresalía del sudario de éste, como si Tullken fuera en realidad una amante herida que llevaran en camilla a la casa del curandero y Fair el diligente marido.
Pero era el aroma a anormalidad, a pieza desencajada, lo que continuaba atormentando y no abandonaba al joven hobbit; esa desconcertante suma de pequeños detalles intranquilizadores. Todos los demás también lo notaban, claro, pero se lo tuvieron que poner de relieve: Como los perezosos engranajes de una maquinaria grandiosa despertándose para ponerse en marcha, el oscuro pájaro precipitó los acontecimientos y la tormenta del desorden por segunda vez en aquel día en el valle al abandonar su reposo de la rama en la que se había posado.
Fue tan rápido su vuelo que nadie lo detectó hasta que se posó sobre el cuerpo inerme de Tullken. Y todos vieron que un cuervo era, aunque jamás de los jamases hubieran visto uno en su vida. Uno, además, especialmente gordo y majestuoso, un pedazo de noche negra en forma de ave.
Irguiéndose sobre Tullken con la actitud altiva del conquistador que proclama suya una tierra, el animal elevó la cabezota al cielo y, abriendo el portentoso pico a la vez que se le hinchaba el cuello emplumado, lanzó al aire un solitario pero potente graznido; más desagradable aún por ser el único sonido que se oyó por aquel entonces en todo el valle.
Y no fue un grito de amenaza, ni un hechizo para hacer caer la mala suerte sobre ellos, como muchos pensaron en el momento. Fue un grito de llamada, un grito de aviso.
Al instante, el caos estalló en el claro bajo la forma de centenares de cuervos negros que cayeron sobre ellos sin previo aviso, como salidos de la nada y oscureciéndolo todo en su avance bajo una lluvia de plumas negras y roncos graznidos. Confundidos, los hobbits se quedaron paralizados de puro asombro en un primer momento; pero cuando los cuervos se lanzaron directos hacia ellos con la firme decisión de aposentarse en el claro, la histeria se apoderó de los medianos. Las reglas más básicas de altruismo se pulverizaron entonces y, en un desorden total, los niños fueron apartados, los viejos empujados y las damas ignoradas en aquella desbandada para refugiarse bajo los árboles o cualquier otro sitio. Y otra vez fue Fair Hyll el único hobbit que desentonaba en medio de todos sus semejantes.
El joven se encontraba de pie, en silencio a pesar de la boca abierta por la sorpresa, como admirando el baile aéreo de los pájaros revoleteando por todos lados, convertidos en un vendaval de viento viviente, e ignorante de que todos a su alrededor gritaban de miedo y agachaban las cabezas para evitar los afilados picos. Con una lentitud tan agónica como un ocaso, Fair bajó al fin sus ojos al suelo. Enfrente suyo se hallaba el cuerpo de Tullken, otra vez en el suelo después de que los porteadores lo dejaran allí tirado para ponerse a salvo, y aún también con el gran cuervo sobre él. Fair pudo ver que a éste le brillaban los ojos con un tenue color rojo oscuro, un rojo de sangre.
Incapaz de ejecutar movimiento alguno o de pensar con racionalidad, Fair se dejó arrastrar por el devenir de la situación. El gran cuervo, que en verdad parecía el cabecilla de todos los demás, volvió a graznar; pero en aquella ocasión lo hizo al oído de Tullken y, seguidamente, salió volando para sumarse a sus hermanos.
Con estupor, o más bien terror, Fair fue alejándose del cuerpo del chico con lentitud cuando el sudario blanco empezó a agitarse por un viento invisible, inexistente. En su retirada no se tropezó con nadie de puro milagro, aunque de todas formas quizás tampoco lo hubiera notado.
Un arponazo pareció atravesarle el corazón y algo acabó rompiéndose en la mente de Fair al ver como Tullken reincorporaba medio cuerpo con la calma de quien despierta de un largo y reparador sueño. Tenía aún la cabeza cubierta por la tela del sudario, pero unas manos igual de blancas que ésta no tardaron en retirar el trozo de manto que le recubría el rostro, dejándolo al descubierto. Fair, en la distancia ya, no consiguió adivinar cual era la expresión de ese rostro debido a que la sangre seca lo cubría por entero y los cabellos despeinados se esparcían lacios por la frente y un poco más allá… pero si pudo vislumbrar la centelleante mirada que ardía ahí abajo.
Traspasado por aquellos ojos, Fair quiso entonces sumarse a los demás en esa huida loca a ninguna parte. Girándose toscamente, consiguió al fin poner en movimiento sus piernas. “¡Matadlo! ¡Matadlo de nuevo!” gritó en aquel momento, pero todo el mundo se encontraba más preocupado en salvarse a sí mismo e, incluso, parecían haber olvidado las herramientas que habían utilizado antes como armas, tiradas a lo largo y ancho del claro, indiferentes al revuelo que se vivía a su alrededor.
Impasible como los cuervos a todo el caos que hervía entorno a él, Tullken acabó levantándose del todo del suelo, deshaciéndose de los últimos restos del sudario y permaneciendo luego quieto y en silencio. Parecía seguir más muerto que vivo, pero Fair continuaba sintiendo el abrasador poder de sus ojos. El chico, convertido más que nunca en una figura oscura debido a la sangre reseca que le recubría la piel, la ropa y la desgarrada bufanda entorno al cuello, se asemejaba en verdad a un “Rey de los Cuervos”, acaso el más poderoso y grande de ellos.
Sin embargo, en unos primeros instantes la actitud taciturna del muchacho parecía mostrar una desorientación profunda por no saber en que lugar estaba y su inmovilismo era similar al del mareado que evita dar un paso para no caerse. Fair creyó captar, frenando su histerismo inicial y desde una distancia prudencial, ese titubeo en la actitud del intruso y, animado por aquello, estuvo tentado de volver a arengar con más decisión a sus asustados compatriotas para que reaccionaran y se defendieran de esa clara invasión a su amado valle.
Como leyendo esos pensamientos, Tullken volvió a clavarle la mirada y entonces fue Fair a quien le costó mantenerse en pie. Le pareció que nunca tanta fuerza, celo e intensidad podrían estar concentrados en unos ojos y que el chico lo mataría con ellos para saciar su sed de venganza. Pero Tullken pareció cansarse de contemplarlo y no tardó en ladear la cabeza hacia otro lado, dedicándose a repasar el resto del claro con aquellos ojos semejantes a dos ventanas que conectasen dos mundos: el real y el que se escondía detrás de la piel del joven; una dimensión más arcana y aterradora que la que merodeaban los otros mortales.
Todos aquellos en los que posó su vista notaron su peso como si una súbita llamarada hubiese pasado cerca de ellos. Pero pronto Tullken perdió también el interés por lo que sucedía en el claro y, como si no oyera el griterío ni viera a los cuervos revolotear en peligrosas y arriesgadas piruetas a escasos centímetros de él, acabó dirigiendo la mirada hacia el camino que conducía a las orillas del lago; el camino que había estado siguiendo antes de que le interrumpieran los hobbits.
Con expresión ausente, la boca cerrada con fuerza y los ojos bien abiertos en su cara sucia y negra de sangre, Tullken levantó una mano con lentitud y parsimonia. Al instante, todos los cuervos, como conducidos por una fuerza invisible, dejaron de acosar a los medianos y, con una disciplina y silencio estremecedores por su súbita implantación, se posaron ordenadamente en las ramas de las ents-mujeres que rodeaban el lugar.
Así, en el claro sólo quedaron los hobbits rezagados que se arrastraban por el suelo confundidos y aún más desconcertados por ese nuevo cambio en el rumbo de las cosas, y dos figuras de pie e imperturbables como dos estatuas: Tullken y Fair. El hobbit observaba el chico y éste, a su vez, tenía la vista perdida en dirección al lago que se escondía tras los árboles. El gran cuervo se posó en aquel momento sobre el hombro de Tullken sin que el muchacho aparentemente se hubiera apercibido de su presencia y, como siguiendo un mandato secreto encomendado por el propio dúnadan, fue él quien se dedicó a devolverle la mirada a Fair, con aquellos ojitos rojos que transmitían burla y desafío.
Fair se escuchó gritar finalmente un “¡Vamos, ahora está indefenso! ¡A por él!” mientras agitaba un brazo e, incluso, le pareció ver que algunos hobbits que estaban próximos intentaron contestar a su desesperada llamada recogiendo, trabajosamente, las herramientas-armas del suelo para volver a la carga. De todas formas, un clamor mayor no tardó en imponerse en el claro.
Los cuervos, desde las ramas donde descansaban, empezaron todos juntos a gorgojear, a graznar y a cantar en un coro terrible y atronador. Lo más horrible de todo, de igual modo y tal y como le pareció a Fair, fue percibir como aquel tumulto se convertía en palabras, en una canción desafinada, pero potente, cuyo claro destinatario era el joven resucitado, el cual parecía ignorar a esa corte que lo agasajaba.
- ¡La maldición ha terminado, Aiwendil! ¡El día del fin de la maldición ha llegado, Aiwendil! ¡Aiwendil! ¡Aiwendil! ¡Salve, Aiwendil, nuestro amo y señor! – coreaban las hordas de pajarracos y a Fair se le introdujo ese sonido hasta lo más hondo de la cabeza.
Intentando sobreponerse, Fair se obligó a permanecer bien fijo en su puesto, combatiendo el miedo y la rabia que luchaban en su interior como dos perros rabiosos. Aún así, la sensación de estar padeciendo un fiasco, de falta de fe, que sentía, era mucho mayor. Sí, lo habían adoctrinado desde pequeño sobre las Enseñanzas del Amo Alatar, poderoso mago y salvador de su pueblo, y de cómo su familia había de defenderlo de los intrusos en ausencia del hechicero. Pero en vista de esa ausencia prolongada, del sosiego con el que había transcurrido su vida y gracias a que el sentido práctico hobbit se había acabado imponiendo, Fair nunca había creído del todo en aquellas historias de magos y fuerzas venidas de allende el mar… Y ahora se veía desbordado y arrinconado en un callejón sin salida como castigo a esa falta de fe.
No obstante, el joven mediano tuvo tiempo en aquel momento de ver como algunos de los que habían oído sus órdenes – exclamadas a voz en grito para que se oyeran por encima de la algarabía de los cuervos – se lanzaban con hachas alzadas y guadañas bien afiladas hacia el intruso, el cual no parecía mucho más peligroso que cuando lo habían derribado antes.
Fair pensó, con un recién estrenado miedo supersticioso, que el muchacho los fundiría con aquellos ojos centelleantes mucho antes de que pudieran llegar hasta él; pero en verdad no hizo falta ni eso.
De repente, la luz a su alrededor se atenuó como si una gran nube hubiese pasado por delante del Sol y una gran sombra cayó en el claro acompañada de un súbito vendaval que zarandeó los cabellos de las cabezas y los hierbajos de la tierra. Mecánicamente, Fair había cerrado los ojos ante la repentina corriente y, al abrirlos, se preguntó si en verdad no se hallaría aún durmiendo, preso de una de las peores pesadillas.
Los bravos hobbits que habían decidido convertirse en héroes habían vuelto a frenar su carrera, paralizados por aquella gran sombra arrojada por las alturas y que ahora se levantaba ante ellos. Sólo Fair, gracias a su cultura y educación, pudo saber que la enorme criatura que se aposentaba detrás del chico, protegiéndolo con sus dos grandes alas, era una Gran Águila. Y, aunque de los relatos escuchados de su infancia sabía que eran seres terroríficos y majestuosos, a Fair simplemente le pareció terrorífica.
Realmente no había nada de majestuosidad en el coloso emplumado y de pico curvo recién llegado. Tenía las plumas revueltas, sucias y erizadas como las púas de un puerco-espín o las afiladas puntas de un mar de lanzas, siendo su coloración de un tono rojizo oscuro que no parecía ser el natural y que le daba la apariencia de una gran ave de fuego. Los medianos no tardaron en descubrir que era debido a la sangre de mil heridas abiertas en su vasto cuerpo. Además, como pudieron comprobar los atrevidos que consiguieron aguantar la mirada del animal, tan penetrante e intimidadora como la de Tullken, alguien le había arrancado un ojo. Así, mientras el ojo izquierdo era un Sol resplandeciente, el derecho se había convertido en una Luna Nueva; un pozo de oscuridad del que surgía un río de roja sangre que salpicaba el dorado pico.
Fue con ese mismo pico, tan rotundo y poderoso que parecía cincelado en oro, que el águila dejó escapar un fuerte y agudo grito que sonó a advertencia. Advertencia para que nadie se atreviera a tocarle ni que fuera un pelo al joven que, como aislado de todo, permanecía en silencio y quieto, protegido a la sombra de las grandes y ensangrentadas alas del ave de presa.
La exclamación de advertencia fue tan grande que reverberó por todo el valle e, incluso, las ents-mujeres, dentro de su sueño y aún manteniendo los ojos bien cerrados, se agitaron inquietas, dando el efecto de que un gran temblor sacudía el bosque entero ante el despertar de Tullken.


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