Osgiliath 2003 (cap. 16-27 y final)

27 de Septiembre de 2008, a las 13:20 - Ricard
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26.

Vientos del Oeste

 

 

Tan veloz como se lo permitían sus piernas, Dwalin recorría en pos de su destinación final la ancha acera de la calle en aquella apacible mañana de principios de Septiembre en la que la luz algodonosa del alba lo alumbraba todo aún con la somnolencia arrastrada de la noche. Sin pararse y con gesto nervioso, sacó una mano del bolsillo de la chaqueta que lo abrigaba y miró su reloj. Las siete y media. ¡ Mierda! Ya llegaba tarde.

Apresurando el paso, el enano se removió para que la mochilla que llevaba a cuestas para la excursión que iba a realizar no le molestara en la carrera de fondo que pensaba hacer, si hacía falta, para no llegar todavía más tarde. Maldiciéndose mil veces, de igual modo no pudo evitar al final frenar su ritmo al captar su interés los televisores expuestos en el escaparate de un centro comercial. Al igual que a un niño y a su padre a su lado – y que seguramente estarían aprovechando juntos los últimos días de vacaciones -, le había atraído en especial las noticias que retransmitían en aquellos momentos.

- “… Los expertos siguen sin explicarse la extraña invasión de cuervos que ha ocupado durante todo el verano Osgiliath. De acuerdo con las hipótesis más recientes…”

Mascullando, Dwalin se apartó del escaparate y continuó su camino. Ya sabía con quien tendría una charla nada más llegar a su destino. Entretenido con aquello, acabó llegando a éste, la plaza Ilmarin.

El lugar se encontraba, incluso en aquellas tempranas horas de la mañana, atestado de gente que, entorno al monumento central de Manwë que presidía el sitio como un eje y punto de referencia de su aparentemente caótico ir y venir, daban color y vida al corazón de la ciudad tal y como lo habían hecho antes del seis de Mayo. La normalidad parecía haber vuelto al fin, pensó Dwalin al pasar entre la muchedumbre, si no fuera porque las acostumbradas palomas que solían pulular por el liso y marmóreo suelo de la plaza habían sido substituidas por saltarines y descarados cuervos.

- ¡ Apártate, que t’arreo! – tuvo que gritarle el enano a uno especialmente gordo que se le había acercado demasiado con rudos graznidos saliendo de su pico.

Y, refunfuñando como el cuervo graznando al salir volando, llegó hasta donde le esperaban Abdelkarr y Pallando, en un extremo de la plaza.

- ¡ Ey, aquí, Enano! – lo llamó Abdelkarr nada más verle y levantando un brazo con entusiasmo.

- ¡ Buf! Buenos días; siento llegar tarde – intentó disculparse Dwalin.

- Yo de usted no habría hecho eso – le contestó con gravedad Pallando al bajar la vista del cielo, donde había estado siguiendo la ruta aérea del cuervo espantado por Dwalin.

- ¿ Qué? – preguntó el enano con extrañeza ante la sentencia del mago.

- Déjale estar, Enano, ¡ Pal y sus cosas de mago!… De todas formas, puedes estar tranquilo; no eres el último en llegar: aún faltan Tullken y Elesarn.

Dwalin se quedó sin réplica para aquello al parecerle más que raro. ¿ Cómo podría ser que dos de los principales interesados en esa excursión –de cuya existencia, el haradrim y él se habían enterado casi por casualidad hacía pocas semanas- faltaran? Además, ya no podría echarle bronca a Tullken por lo de los cuervos.

- Ey, Enano, ¿ pero has visto mi buga, que nos llevará hasta ahí arriba? – dijo de súbito Abdelkarr, dándole unos golpecitos al techo de un pequeño y viejo coche donde tenía apoyado el brazo. A Dwalin se le abrieron los ojos como platos.

- ¿ Cómo que vamos a ir en… esto? ¿ Se supone que va a aguantar hasta que lleguemos a los… a los…?

- A los Puertos Grises – concluyó Pallando, aunque su vista no estaba inmersa en la conversación, sino en la pareja de jóvenes atrapada entre la multitud que, sin embargo, se acercaban con tesón hacia ellos con velocidad.

Siguiendo la inamovible mirada del anciano, Abdelkarr y Dwalin también se giraron para ver como Elesarn y Tullken, al igual que unos pasajeros que estuvieran a punto de perder un tren, se aproximaban entre presurosos, para no retrasarse más, y comedidos, para no arrollar a la gente que tenían delante, hacia donde les esperaban.

- ¡ Perdonad el retraso! Es que nos hemos levantado tarde y, bueno, el metro también llevaba retraso y… - empezó a disculparse Tullken mientras Elesarn se secaba el sudor de la frente.

De igual modo, el dúnadan tuvo que parar ante las miradas extrañadas y de de ceños fruncidos que le lanzaron Dwalin y Abdelkarr.

- ¿ Qué es eso de que “nos hemos levantado”? – preguntó primero Abdelkarr.

- ¿ Y cómo es que venís juntos? – remató Dwalin.

A Tullken se le hizo un nudo en la garganta ante lo embarazoso de la situación, pero al momento un batir de alas a su derecha acabó por llamarle más la atención.

- Dile a tu amigo ése, el enano, que se ande con cuidadito… No hace ni un minuto he ido a saludarle ¡ y el muy animal me ha rechazado con malos modos! Hazle saber también que los cuervos tenemos larga memoria y que nuestras cagadas son igual de perdurables… así que, a partir de ahora, que esté alerta cuando no tenga un techo sobre de él y haya alguno de nosotros sobre su cabeza.

- Eh, esto… Mira, Corb, me parece que ahora no es muy buen momento para…

- ¿ Pero qué haces ahora, Tullken? ¿ Por qué te escaqueas hablando con el cuervo este del suelo? – irrumpió Dwalin, quien cada vez más se miraba a Tullken como si fuera algo tan extraño como un árbol con raíces en lugar de ramas.

Viendo que Tullken se ahogaba en un vaso de agua, indeciso entre contestar al cuervo o a Dwalin, y que Elesarn, sonrojada, tampoco sabía hacia donde mirar, Abdelkarr y Pallando se miraron y con aquel sólo gesto llegaron a la misma conclusión: si querían marchar de allí de una vez por todas, sería mejor cortar de golpe todo atisbo de conversación besugo.

- Bueno, gente, el que quiera venir que venga, que el avión está a punto de despegar – dijo entonces Abdelkarr, colocándose en el asiento del conductor.

Como si aquellas palabras mágicas hubieran hecho saltar el resorte de un instinto fuertemente arraigado, todos se apresuraron en callar y a situarse en cualquier rincón del coche como en el juego de la sillita. A Elesarn, por ser una dama, le tocó el más ancho, cómodo y privilegiado asiento del copiloto, mientras que Pallando, colocado al lado de la ventanilla derecha, y Dwalin en el de la izquierda, se apretujaban como podían, y con Tullken en medio de ellos dos, en el asiento trasero.

- ¡ Tsk! Hosti, Enano, me hubiese ido de perlas que te hubieras puesto tú en medio – dijo Abdelkarr mirándoles por el retrovisor y, con aquella “gran” frase final y el carraspeante sonido del viejo motor al decidir o no si se encendía, abandonaron al fin Osgiliath.

Mirando como pudo por las ventanillas, ahora a la izquierda esquivando la cabeza de Dwalin, ahora a la de la derecha intentando que el perfil de Pallando no le molestara, Tullken contrastó aquella tranquila (y lenta, por culpa del tráfico) salida de la ciudad, en ese día que apuntaba a soleado, con la precipitada, borrosa y nocturna huida, más bien, que protagonizaron Esperanza y él al inicio de su periplo hacia el Norte. Escapándosele una sonrisa triste, Tullken rememoró su segundo encuentro con el ent, acaecido justo en ese mismo verano, junto a sus amigos. Resonando aún en su cabeza lo que le había acabado de decir Elesarn, el dúnadan recordó como, con rostro inexpresivo y notando una presión agobiante en el pecho, se acercó al durmiente “Pastor de Árboles” bajo la expectante mirada de sus compañeros y, con temblorosas manos, se apoyó sobre su corteza recubierta de hiedra y musgo para susurrar las mismas palabras que Pallando dijo aquella noche en el “Circular Park” para despertar de nuevo a su primer Centinela.

La sonrisa de Tullken no fue por recordar cómo se sintió por aquel entonces, sino por la cálida bienvenida que les ofreció el joven ent y el entusiasmo con que recibió las nuevas que Tullken le traía. Si todo había ido bien, y el dúnadan no se había equivocado en sus más bien vagas indicaciones, Esperanza ya debería de estar en aquellos momentos perdido entre las brumas del Valle Secreto de las Montañas Azules. “Perdido pero no solo” añadió finalmente Tullken, mientras se cargaba de paciencia ante el hecho inamovible de que, para llegar a los Puertos Grises, allá pasadas esas mismas Montañas Azules, a ellos les quedaban aún entre tres o cuatro días de viaje por delante… Si es que, naturalmente, el coche en el que iban encajonados, con más estrechez de la deseada, no decidía pararse de golpe, como parecían querer anunciar las esporádicas toses e hipos de los que era víctima el motor y que sacudían el auto entero.

- Esto, Abdy… ¡¿ Pero se puede saber cuántos años tiene esta cafetera?! ¿ De dónde la has sacado? Es más, ahora que lo pienso, ¿ tú tienes permiso de conducción? – exclamó Dwalin, casi “obligado” ante el continuo traqueteo del que eran víctimas todos, tal cual si montaran más un carro tirado por mulas que un coche. 

- Puedes estar tranquilo, Enano. Este coche perteneció a mi abuelo y ya era viejo cuando él era joven y lo compró. Pasó de sus manos a las de mi padre, y de las suyas a las mías. En la familia nunca nos ha fallado y, decidme supersticioso o lo que sea, pero yo tengo fe en él también… Y sí, también puedo anunciarte que tengo todos mis papeles en regla. ¿ Por qué creéis que falte tanto a clase los últimos meses del curso? ¡ Pues para sacarme el permiso!

- ¿ Pero tú cuántos años tienes? – insistió Dwalin, aún dudoso.

- Dieciocho, Enano, dieciocho, si eso te hace respirar más relajado… cumplidos este pasado cuatro de Marzo, por si te interesa.

- Vaya, yo no los hago hasta el veintiocho de Noviembre – contestó Dwalin.

- Pues yo tendré que esperar hasta el diecisiete de Octubre – se sumó Tullken.

- Yo ya los cumplí el uno de Febrero – dijo Elesarn, despegando la vista de la ventanilla y animada por la conversación.

- ¿ Ah, sí? ¿ Y cuántos fueron? – le preguntó Abdelkarr.

- Cuarenta – añadió, no sin un orgullo mal disimulado, la elfa, a la par que le dedicaba una alegre sonrisa al sureño, quien se había quedado pasmado ante ese dato tanto como Tullken cuando también lo supo la primera vez. A Abdelkarr le costaba aún hacerse a la idea cuando veía a Elesarn de que se encontraba ante alguien que no envejecería ni enfermería nunca… o, al menos, no de una forma rápida y entendible para un mortal como él.

De igual manera, todas las miradas en el coche acabaron posándose en Pallando. Viéndose súbitamente acosado por aquella juventud ansiosa y expectante que lo habían distraído de su contemplación pausada del paisaje, el anciano sólo pudo articular un incómodo “¿Qué sucede?” y sumirse en un malhumorado silencio. Los jóvenes se quedaron así sin la fecha de su aniversario; pero el mago bien podría haberles contestado que, sencillamente, no tenía de eso… a menos que, como “maia” que era, se considerara que el día en que penetró en Eä fura su “nacimiento”.

Aquella charla, convertida en anécdota pasados unos kilómetros, vuelta recuerdo lejano a medio camino, fue uno de tantos y tantos momentos distendidos que surgieron espontáneamente, casi por necesidad, en medio del tedio y el sopor en que transcurrieron las largas jornadas rumbo al Norte. Momentos como aquél, que despuntaban en su memoria con más fuerza que las horas vacías, fueron también todas las paradas que hicieron a lo largo del camino para comer, hablar un poco y estirar las piernas, o la visión de la infinitud verde de las praderas de Rohan que dieron paso a las extensas y variadas tierras de Eriador. Las Montañas Nubladas pronto despuntaron a su vez a su derecha como una sólida muralla que viniera a protegerles de lo que pudiera haber en el Este, más allá de sus altos picos. Fue la visión de éstos, desde las anchas bases de las montañas, que a Tullken le vino con vaguedad el recuerdo de su combate aéreo con Denethor y su caída en ellos junto al hijo del senescal. Asimismo, no fue consciente de cómo el diminuto vehículo en el que viajaba recorría la misma carretera que, meses antes, había pisoteado sin misericordia el gigante de piedra que lo llevó hasta su destino final, siguiendo sus pasos de muerte y destrucción ahora convenientemente camuflados por el paso del tiempo, costándole al dúnadan incluso imaginarse a un gigante de aquellas proporciones moverse con soltura por las vertiginosas pendientes y picos de las Nubladas.

El tramo central del viaje, al igual que el tramo central de un río, volvió a transcurrir entonces con tranquilidad y pereza, hasta que, casi de refilón, pasaron por las cercanías del Bosque Viejo. Fueron en aquel momento los recuerdos de Elesarn los que, dentro de su cabeza, se hincharon y cogieron forma, dibujando formas difusas, borrosas, pero familiares en la mente de la chica. El recuerdo de sus treinta y nueve años anteriores vividos en el pequeño pueblo que asomaba al bosque pasó como una película rápida, sin sonido y, en algunos tramos, descolorida, pero siempre intensa, mientras se mantuvo durante todo momento la imagen de la zona reflejada en los retrovisores del coche. Tal vez no le vinieron los nombres de todos los rostros de las personas que se le iban apareciendo, pero si que retenía de ellos sensaciones y vivencias que, como fogonazos, sacudían su cabeza a medida que iban desfilando a velocidad de vértigo. 

Ahí estaban su primera amiga de la infancia que ahora era una madre casada y con hijos; los amables ancianos de la tienda de al lado de su antigua casa, casi unos abuelos para ella, pero quienes seguramente ya estarían descansando en el cementerio local; su profesora de escuela a la que vio envejecer mientras permaneció casi más de veinte años en su clase, al igual que a sus viejos compañeros de pupitre, los cuales parecían pasar de chuparse el dedo a ponerse a trabajar en un parpadeo a la vista de la elfa. Incluso de entre ellos sobresalió un chico anónimo o, mejor dicho, un temprano amor de juventud anónimo, cuya persistencia en sus recuerdos, a pesar de que aquel joven había sido otra chispa de tantas y que ahora quizás ni se acordara de ella al ser un respetable propietario de un prospero negocio, se debía a la lección que había aprendido la chica de esa experiencia: Para ella, las cosas se volvían efímeras a su tacto por el simple hecho de que su naturaleza y la del mundo iban en direcciones opuestas. Era por eso, por la imagen distorsionada de aquel chico engullido por su pasado, que Elesarn había decidido abandonar aquella tierra para no hacerse más daño y no hacérselo, sobretodo, a Tullken. Aunque lo ocurrido la noche antes de partir hacia los Puertos Grises en su piso iba dirigido a convertir en “inmortal” a Tullken en el libro de su vida por expreso deseo de ella.

El silencio se acabó haciendo al final, y de todas maneras, tanto dentro del coche como de ellos mismos al avistarse durante el tercer día de viaje la silueta de las Ered Luin, las Montañas Azules, delante suyo. Quizás no eran tan espectaculares como las Montañas Nubladas a causa de poseer unos contornos más suaves y no tan altos, pero ahora ocupaban toda la línea del horizonte y todos sabían que significaba su aparición.

- Ya casi hemos llegado – musitó Pallando entonces y no hubo nadie dentro del vehículo que, de distinto o igual signo, exclamara para sus adentros “¡ por fin!”.

Fue de noche cuando, por estrechas y serpenteantes carreteras secundarias, las cruzaron. Tullken intentó mantenerse despierto para, desde el escaso marco al mundo que suponían ser las ventanillas del coche, poder atisbar, aunque sólo fuera de refilón, la mole de esas venerables damas de piedra por las que había paseado allí donde morían en el mar del Norte, custodiando con un abrazo de altas cimas y dura roca el Reino Siempre Verde donde ahora estarían dormitando plácidamente Esperanza y Tim Bombadil, quien sabe si después de haberse estado intercambiando antes historias y cuentos bajo la luz de  la Luna.  Pero , para desgracia del dúnadan, cada vez que levantaba la vista al cielo sólo conseguía vislumbrar negrura: la negrura de los picos de las Ered Luin al besar lo que se extendía sobre todas ellas, dando la sensación de que su pequeño coche circulara por un especie de limbo allí donde, cada noche, cielo y tierra se unían.

El sueño acabó atrapando a Tullken y no fue hasta que el olor a sal y el sonido lejano de las olas del mar le despertaron que no volvió al mundo de los vivos. Había tenido otro sueño sobre extensos prados verdes que se extendían hasta el infinito casi como los que habían visto en las antiguas tierras de lo que alguna vez fue  la Comarca ; pero en aquella ocasión, en el sueño no apareció ningún anciano con bastón acercándosele con velocidad desde la lejanía a su encuentro. No, en realidad a Tullken le pareció más bien que aquel paisaje más que desconocido, el avistamiento de un paisaje más que lejano, era el paisaje de otro continente, de otro mundo.

Frotándose los ojos con los dedos, el dúnadan acabó desperezándose y vio que se encontraba solo en el coche, en su puesto en medio del asiento trasero. El aroma y el ruido del mar se habían colado por la portezuela abierta del lado de Dwalin. Con dificultades y arrastrando aún cierta somnolencia, consiguió salir al fin del vehículo para ser recibido por la gris luz de aquella mañana.

Encogiéndose en su abrigo – en el Norte siempre hacía frío -, Tullken inspeccionó entonces el panorama que se desplegaba ante él. Por lo que vio, el coche había sido apresuradamente aparcado a un lado de un camino de tierra rodeado por denso y oscuro bosque a ambos lados y, era justo desde la foresta que tenía delante de donde se filtraba la presencia del mar. Era también allí, sentados en la hierba llena de rocío o en troncos muertos, donde se encontraban sus compañeros.

Todavía con el ánimo nublado como el paisaje que lo rodeaba, gris y tocado por cierta tristeza fría como el aire, Tullken se acercó hacia donde estaban reunidos sus amigos y los colores le volvieron a su cara a medida que fue aspirando aquel olor a salitre que lo impregnaba todo y que, junto al sonido más claro y rítmico de olas al romperse, acabaron por convencer al chico de que, a pesar de que no pudiera verlo, el mar se encontraba más allá de aquella línea de aburridos árboles y de la niebla que, poco a poco, iba desvaneciéndose.

Cuando llegó hasta el borde del camino, Dwalin lo saludó con un “¡ Hombre, el señor marques al fin se ha levantado!”, seguido por el “¡ Vaya, el dormilón se ha levantado!” de Abdelkarr, y que sumió al sureño en un instante de confusión al percatarse de que no había sido más original que el enano. Por otro lado, Elesarn, sentada en un tronco con aire paciente y relajado, simplemente le dedicó una sonrisa cómplice, lo que, para él, fue más que suficiente. Asimismo, Pallando ni le saludó al encontrarse de espaldas a él y de cara al bosque, abstraído al parecer en impregnarse de aquellos indicios a mar que la niebla, como una mensajera entre el océano y el bosque, les transportaba en cuentagotas.

Al parecer, y poniéndose en situación, Tullken vio que quien llevaba la voz cantante y a quien todos prestaban atención en aquella última jornada de viaje cuando él se sumó al grupo, era Abdelkarr, de pie en medio de todos ellos. Por su parte, el sureño prestaba atención a un viejo mapa y a una guía que aguantaba con las manos.

- Bueno, tíos, la cosa está en este estado: Hemos cruzado las Montañas Azules e incluso hemos pasado ya por enfrente de las torres blancas (lo siento, Tullken, te lo has perdido por estar durmiendo) y poco nos debe faltar para llegar a los Puertos Grises. El problema, el “pero” o como lo queráis llamar, es que, desde hace más de dos mil años, nadie sabe donde está la ubicación exacta del lugar… De hecho, en esta guía pone que, desde el 1956, los arqueólogos han desistido en su empeño de encontrarlos y lo único que se ha hecho es declarar toda la zona “Espacio de Interés Especial” al haberse hallado alguno que otro resto de los lugares en donde, en teoría, los elfos y los primeros dúnedain, construyeron sus barcos… nada más que eso.

Todos los jóvenes guardaron silencio entonces, mirando en cualquier dirección sin saber que decir. Fue el turno en aquel momento de Pallando.

- Seguidme – anunció escuetamente el mago y, sin esperar réplica a su orden, se adentró en el bosque que había estado observando casi hipnotizado.

Esos mismos jóvenes se miraron sorprendidos a las caras y, encogiéndose de hombros, siguieron en el más estricto mutismo el rastro del anciano, cubierto ya por la niebla. En fila india y esquivando los obstáculos que se escondían en la espesura en forma de espinosos arbustos, piedras o abultadas raíces, pronto descubrieron lo rápido que había avanzado Pallando por ese terreno de tan difícil recorrido como difícil era seguirle para ellos a través de él. Sólo de ellos cuatro, Elesarn parecía moverse con la suficiente soltura y rapidez por aquel territorio que iba aumentando de pendiente a medida que la presencia del mar se hacía más patente detrás del velo de bruma que parecían entretejer entre sí los troncos de los árboles del camino.

La figura de Pallando, una aparición fantasmal delante suyo en el sendero que les iba abriendo a través de aquella niebla, poco se desvió de su ruta inicial; pero a veces giraba a la izquierda o a la derecha con brusquedad y, en algunos momentos, los fatigados jóvenes, que apenas habían desayunado (Tullken directamente nada de nada), llegaron a perderlo de vista durante unos instantes. Si no hubiese sido por la potente voz del mago tutelándoles, se abrían perdido sin remedio en aquel laberinto de verdes y oscuras hojas.

- Los Puertos Grises no han desaparecido nunca y nunca han dejado de existir tampoco; pero para llegar hasta ellos hay que recorrer senderos velados a los ojos de los mortales. Largo tiempo hace que los Elfos dominaron el arte de esconder sus más grandes construcciones, fueran fortalezas o ciudades, de las miradas de los hombres malvados y de los orcos, aunque no de sus amos, los Señores Oscuros de antaño, cuyas penetrante vistas y brazos largos les sirvieron siempre para robar y saquear. Por esta razón, Círdan, el custodio de los Puertos Grises y uno de los últimos elfos en abandonar  la Tierra  Media  en pos de  la Luz  de los Valar, tejió una red de invisibilidad entorno a ellos, para que en los siglos venideros en los Hombres no volviera a despertarse nunca más la curiosidad por querer atravesar el Gran Océano – les dijo, aún en la carrera y sin detenerse ni un solo minuto, Pallando.

A ese ritmo llegaron pronto a un lugar más despejado de árboles, pero no de niebla. Pallando se había detenido a la sombra de uno de aquellos viejos y gruesos árboles de grises troncos cuyas ramas parecían inclinarse cuesta abajo, hacia el mar, la música del cual podía oírse ahora con más claridad detrás del mago y del muro blanco de la niebla.

- Tullken, ven conmigo, por favor – dijo con sequedad Pallando y, esperando que el cansado y confuso chico se pusiera a su lado, volvió a girarse para retomar el camino.

- Ala, otra vez con sus secretitos – murmuró Dwalin sin toda la fuerza que hubiese querido al no querer malgastar su aliento.

Abdelkarr y Elesarn no dijeron nada por esa misma razón y para no perder de vista a la pareja de enfrente.

- Sea como sea, ya llegamos al fin – dijo Elesarn sin pensarlo al advertir el final de aquel trayecto que recorrían.

Los dos muchachos la miraron entonces callados. A diferencia de Tullken, no habían tenido un momento de intimidad con ella y, a pesar de que Dwalin la conocía un poco más quizás, para ellos dos la elfa era casi una extraña, directamente un ser de otro planeta para Abdelkarr, cuya marcha hacia un destino tan incógnito y difuminado en sus mentes les sumía en igual confusión: No sabían muy bien el porqué, pero al igual que a Tullken, y como ya había predicho Pallando, ambos sentían como sí con la ida de la joven perdieran u olvidaran algo muy importante, un pedazo de sí mismos.

- Ey, Elfita, pero no te olvidarás de nosotros, ¿ verdad? Nos harás alguna llamada al móvil de tanto en tanto, ¿ no? – dijo en aquel momento Abdelkarr, dándole un cariñoso codazo a la chica para animarla (y animarse).

Elesarn le sonrió y Abdelkarr la vio entonces como la veía Tullken y aquello lo turbó para lo bueno y para lo malo, pues no quiso sentirse como se sentía el dúnadan en esos instantes por una casi desconocida, por muy encantadora que fuera.

- No creo que allí ha donde vamos haya cobertura, pero de todas formas lo intentaré… pero para que vosotros tampoco os olvidéis de mí, te daré un regalito – contestó Elesarn.

- ¿ Ah, sí? ¿ Cuál? – preguntó, a su vez, Abdelkarr.

- ¡ Unas vistas del suelo! – contestó de golpe Elesarn y, dándole un suave golpe a un pie del sureño para que se tropezara con él mismo, aceleró el paso entre risitas y mientras azuzaba a Dwalin con un “¡ Vamos, vamos deprisa, Dwalin, antes de que nos atrape!”. Abdelkarr trastabilló un poco sin llegar a caerse, pero se quedó rezagado unos metros atrás.

- ¡ La madre que la… ¡ - exclamó nada más recuperar el equilibrio y clavando una mirada envenenada a la chica.

Sin embargo, e irremediablemente, el semblante se le acabó suavizando y una sonrisa mordaz de las suyas acabó apareciendo en su rostro. Él, Abdelkarr, el Gran Bromista, se había convertido en el cazador cazado. Acelerando la marcha para no quedarse último, tuvo que reconocerse que la joven empezaba a gustarle de verdad cada vez más.

- Muy bien, Elfita. ¡ esta vez te ha salido bien, pero la próxima vez yo…! – comenzó ha decir nada más alcanzarlos, pero al ver sus expresiones se percató de que no habría próxima vez.

Habían llegado a un lugar llano y despejado de árboles donde la presencia marina se hacía más omnipresente al son de un concierto de olas que era acompañado por un coro de lejanas gaviotas que no consiguieron ver. El haradrim comprendió que habían llegado a su destino.

A paso lento, casi arrastrando los pies, se adentraron todos en ese lugar que se les antojó carente de límites debido a que la niebla –luminosa gracias a la naciente luz solar – los rodeaba hasta donde alcanzaba la vista. Y de tal modo era así que no podían ver más allá de un metro delante de sus narices ni apenas a los compañeros que a esa distancia se encontraban. Dwalin y Abdelkarr les pareció estar entonces en la cámara gemela de aquella Sala de los Espejismos de la “Torre de Cristal” orquestada por Alatar y Ulcolórë; pero donde allí era la negrura quien reinaba, aquí era una blancura fantasmal. Por su parte, a Elesarn y a Tullken les asaltó la sensación de estar volviendo a recorrer los etéreos senderos que conducían a las Estancias de Mandos, suspendidos en alguna zona intermedia entre éste y el otro mundo; lo que no fue especialmente agradable.

Solamente Pallando parecía caminar por terreno conocido, como si la bruma que le rodeaba no existiera. Por eso era también el único del grupo que iba a la cabeza con paso firme, mientras que los jóvenes se apretujaban entre ellos formando una piña y cogiéndose de las manos sin que casi ni se dieran cuenta. A tenor de lo que podían ver, habían dejado ya el bosque muy atrás y ahora sus pies pisaban y andaban sobre lo que parecían ser grandes bloques de piedra que, juntados como las baldosas de un tablero grandioso, formaban una especie de amplia explanada que, gracias también a la niebla, no parecía tener límites.

A pesar de ello, llegó un momento en el que Pallando pronunció un cortante “¡ Alto!” y los chicos comprobaron que, si hubieran continuado felizmente, desoyendo al mago, se habrían precipitado sin remedio por el abrupto borde final de la explanada, la cual acababa en un repentino acantilado. Ahí la niebla era menos espesa y el olor a mar, así como el frío y el repicar de las olas al golpear tierra sin rendirse, más intensos. Movidos por la curiosidad, tanto Tullken como Abdelkarr (Dwalin, aconsejado por su vértigo, se abstuvo) se asomaron ligeramente a lo que había debajo sus pies y comprobaron que el agua, espumosa, oscura y caótica en su ir y venir, estaba más cerca de lo que habían creído en un principio, lamiendo sin descanso la base de aquellos enormes bloques de piedra que formaban una especie de playa de angulosos y verticales confines y que se alargaba hacia el Norte y el Sur, a izquierda y derecha suya, tampoco sin acotamiento aparente que la frenara.

- Ya hemos llegado al punto de encuentro… Ya hemos llegado a los Puertos Grises – anunció Pallando en aquel momento.

Los jóvenes miraron entonces en todas direcciones de aquella nada que los rodeaba, no sin cierto escepticismo y confusión.

- ¿ Esto es todo? ¿ Son éstos los Puertos Grises? ¿ Un descampado de rocas pulidas donde tendría que haber playa? – exclamó Dwalin sin poder esconder un poco de decepción en su voz.

- Estos fueron, son y serán los Puertos Grises… o lo que queda de ellos después de más de mil años de abandono y soledad – le contestó Pallando, perdida ahora su mirada en el mar que se extendía justo delante de ellos, mucho más amenazador y desazonador en cuanto sabían que, más allá de la bruma que también lo cubría, era en verdad mucho más amplio, profundo e incógnito que el desnudo embarcadero en el que se hallaban.

Con aire fatigado, Dwalin fue el primero en sentarse después de oír a Pallando y, al rato, Elesarn y Abdelkarr se le sumaron. Tullken prefirió, al igual que el mago, mantenerse vigilante y de pie contemplando el océano.

- ¿ Y cuánto tendremos que esperar? – preguntó Abdelkarr, sentado sobre su mochilla y al inicio del tedio que intuía que se avecinaba. Una pregunta que, de todas formas, muy bien podría haber formulado Elesarn, quien, más que los otros, clavó una casi suplicante mirada al anciano al esperar la respuesta.

- Envié hace semanas a Landroval a volar hacia más allá de donde una vez se levantó la prospera isla de Númenor con el mensaje de nuestra petición de viaje… Pocos son los que desoyen a las Mensajeras de Manwë, por lo que no creo que tarden… - contestó Pallando sin dejar de escudriñar el mar ante ellos y, a pesar de que no hubo duda en su afirmación, los jóvenes volvieron a mirar el suelo de piedra aburridos ante la incertidumbre de cómo podía llegar a acabar todo aquello.

Fue entonces Tullken quien, encontrándose en el borde de ese muelle aspirando las fragancias y oyendo los murmullos de posibles aventuras que le traían el mar, que vislumbró, entremedio de la niebla que sólo con timidez empezaba a disiparse, las sombras de grandes moles oscuras deslizándose por el agua, enmarcadas por leves y tenues luces anaranjadas, y que venían directamente hacia donde se encontraban ellos. Excitado por el descubrimiento, quedó paralizado por un momento por culpa de su parte más maliciosa. ¿ Y si guardaba silencio y dejaba que, con suerte, los barcos pasaran de largo? ¡ Conseguiría que Elesarn se quedara ahí con él por siempre! “¡ No!” tuvo que gritarse Tullken al final a sí mismo, asustado por aquella tentación; no, si había conseguido aceptar la partida de Elesarn hasta aquel momento no era la hora de comportarse como un crío. Así que, con gesto pausado – y no con el ademán eufórico con que abría dado la noticia si no le hubieran asaltado esos oscuros pensamientos-, se dirigió a Pallando, susurrándole la nueva:

- Ya han llegado…

- Ya lo sé – fue lo único que le respondió, también con un susurro, el mago, hundida su mirada en los casi invisibles botes de grandes velas que se aproximaban – Elesarn, ven aquí, por favor – le indicó luego, y también sin estridencias, a la elfa.

Sin comprender en un principio, la chica se quedó sentada, pero al desviar la vista hacia donde las tenían clavadas Pallando y Tullken, se levantó de un salto, cogiendo desprevenidos a Dwalin y Abdelkarr. Cuando éstos al fin se levantaron también, Elesarn ya se encontraba, expectante, al lado de Pallando y Tullken, oteando de igual forma las oscuras siluetas de los barcos que, dibujando con sus velas enormes aletas de tiburón en la niebla, rompían la monotonía del horizonte.

Tullken se giró entonces para observar al mago y a la elfa. Los admiró, más que verlos, bajo la luz lechosa de la mañana, filtrada por la distancia y la bruma, y sintió como si ya se encontrara contemplando un pedazo de aquel paraíso terrenal vedado a los mortales a los que se dirigían. Sus portes serenos, los ojos semicerrados de ambos ante la creciente lumbre que comenzaba a abrirse paso entre la niebla, la casi sonrisa en el rostro de ella (la más cercana al dúnadan) y la expresión de regia espera de la de él le hicieron sentir a Tullken otra vez tan lejos de ellos como si se hallara viéndoles desde una gran distancia; a pesar de que él compartía con ellos también un pedazo de ese fuego inmortal que ardía dentro de los que descendían, o habían sido parte, de los habitantes más allá de las aguas del Belegaer.

Elesarn fue quien entonces desvió la vista hacia él y sus miradas quedaron suspendidas por unos segundos. El chico leyó en sus ojos azules que ella estaba buscando la manera de despedirse antes de que los barcos atracaran, pero que, al igual que él, no encontraba el modo o las palabras adecuadas, aun sin que eso apagara la luz que iluminaba su rostro.

- Bueno… parece que ya está – dijo ella al cabo de esa pausa con un hilo de voz y una media sonrisa triste en los labios.

- Sí, eso parece – contestó él, sin saber muy bien que decía en realidad.

Abdelkarr y Dwalin, detrás ahora de Tullken, se miraron en aquel momento entre escandalizaos y comprensivos a un tiempo ante la sosería que estaban presenciando. En lo más hondo, ellos también se encontraban atrapados por aquella tesitura. Tullken, incómodo por esa situación que le hacía agudizar aún más la sensación de frío que sentía, se puso las manos en los bolsillos de su chaqueta y, en el fondo de una de ellos, su tacto se topó con un pequeño polizón. Extrañado, lo extrajo y, bajo la mortecina luz del naciente día, vio que se trataba de una insignificante flor. Reseca, quebradiza y aplastada, pero aún así seguía reconociéndose en sus contornos a la flor de “simbelmynë” que arrancó, en aquel ya lejano día, del borde de la carretera que circundaba el bosque de Fangorn cuando, junto a Esperanza y Corb, arribó a él por primera vez. El aroma de esos recuerdos hizo que la sostuviera delante de sus ojos mientras la hacía girar en las yemas de sus dedos, con un reflejo de fascinación en su semblante.

Tan sincero fue el inocente arrebato de Tullken por la flor que consiguió arrastrar con él a Elesarn, quien no tardó en quedarse también embelesada con la contemplación de aquel minúsculo cadáver vegetal; un fantasma que había conseguido pasar inadvertido cada vez que la madre de Tullken puso aquella chaqueta a limpiar desde los días de su aventura. El dúnadan, al percatarse del interés de la elfa, tuvo un destello dentro de su cabeza y, como si ejecutara un acto premeditado y largamente estudiado, le alargó la flor a Elesarn.

- Toma, es para ti….¿ Te acuerdas de lo que me dijiste aquel día, en Fangorn? Esto es, pues, un recuerdo para que no olvides  la Tierra  Media  – le dijo entonces.

- Gracias – contestó ella y, sin que nadie lo esperara (Tullken el primero), besó al chico en los labios.

Abdelkarr y Dwalin, atónitos, reprimieron enseguida los comentarios mordaces que estaban a punto de soltar sobre la flor de Tullken; pero sobretodo fue Pallando quien, ajeno a asuntos de aquel calibre por su naturaleza, se quedó sorprendido y petrificado.

La joven, ignorando todas las miradas de los demás, susurró algo rápido y cálido (sin duda) a la oreja del también estupefacto Tullken y, después de guardarse la flor, se encaró ante el sureño y el enano para, a su vez, despedirse de ellos.

- Como me solía decir mi padre, y tal y como se lo decía también el suyo, “anduve solo por el mundo, y por más gente que me rodeara, hasta que no hallé a mis amigos entre la muchedumbre”. Poco tiempo ha sido el que hemos pasado juntos, pero agradezco que hayáis querido pasarlo a mi lado a pesar de ser una “niña de papa” algo consentida, convaleciente y encima elfa. Cuidaos mucho ¡ y aprovechad la vida ahora que yo me voy lejos! – les dijo entonces Elesarn con aquel tono de humor tan cáustico y que les hizo estremecer por no saber si sonreír o degustar el sabor amargo de la despedida.

Seguidamente, Elesarn besó la frente de Dwalin y luego le dio dos besos a cada mejilla a Abdelkarr, quien, quizás esperando otra broma de la muchacha o por culpa del sentimiento de extrañeza que aún seguía asaltándolo al estar delante de la elfa, hizo un amago de apartar la cabeza, pero enseguida rectificó para quedarse anonadado después del roce mejilla con mejilla.

- Sólo me resta desearos buena suerte… y que cuidéis de él, pues mi instinto me dice que, en el futuro, os va a necesitar tanto como ahora – les susurró, casi con confidencialidad, Elesarn a los dos, señalándoles a Tullken con los ojos, el cual restaba ahora en silencio y con la mirada contemplando algo más lejano que incluso las Puertas de  la Noche.  

- Tranquila, Elfita, eso está hecho… Pero tú cuídate también mucho allá… - dijo Dwalin con la voz grave y cascajosa de un viejo y los ojos oscurecidos por las lágrimas reprimidas.

- Sí… aunque, si no te es molestia, me gustaría que también cuidarás de él – contestó, a su vez, Abdelkarr con una sonrisa amarga y señalando con la vista al mudo y expectante Pallando, difuminado casi como una sombra unos metros lejos de ellos – El hombre ya está muy mayor y todo eso…

Coronando aquellas despedidas con un intercambio silente de miradas, finalmente Elesarn cogió su escueto equipaje (una pequeña mochila con enseres de primera necesidad para el viaje por mar) y, alejándose de los chicos, se fue otra vez al lado de Pallando, justo en el borde del muelle. El viejo mago, desviando por primera vez la mirada de los barcos que tan cerca se encontraban ya, les clavó aquellos ojos ojizarcos que habían perdido una parte de su frialdad. Alatar se había equivocado cuando dijo que Pallando quería ser como Gandalf. Pallando no era un mago de discursos o de grandes palabras como lo fue el sublime Mithrandir. Pallando era… simplemente Pallando. Claro que habría querido darles una gran charla final en aquellos momentos sobre su futuro deber con  la Tierra  Media , a la que tendrían que cuidar y proteger junto a todos sus habitantes, pero el tiempo de las grandes proclamas ya había pasado. El “istar”, libre ya de sus deberes y de las cadenas que lo ataban a esa tierra, se sentía realmente cansado después de siglos y siglos de deambular de aquí para allá. Aquella mirada sería tal vez su única despedida, pero los chicos bien la aceptaron: Si una imagen valía más que mil palabras, la mirada del mago valía más que mil discursos seguidos.

Lo que ya no pudieron soportar los jóvenes fue el tener que permanecer en un segundo plano; pues si bien al principio se habían quedado a unos cuantos metros detrás de Pallando y Elesarn para contemplar su ida, al final no pudieron evitar colocarse a su lado para admirar también, y junto a ellos, la llegada de los navíos del otro lado del Océano.

La brisa del mar los acarició entonces, haciéndoles estremecer por su frescor y por las fragancias que arrastraba. Aquel mismo viento del Oeste que empujaba los barcos hacia ellos hizo que, cada uno de ellos y a su manera, percibiera una parte de lo que se escondía más allá del horizonte, tras un velo de plata. Dejándose despeinar por ese soplo de Manwë, Tullken sintió que quizás ya no se hallaba tan alejado de Elesarn o de Pallando… O que, más bien, él (todos nosotros) no se encontraba tan apartado como creía del Reino Bendecido.

Ese sentimiento, sin embargo, pasó tan rápido como la brisa y, como a los demás, al dúnadan lo asaltó la sorpresa al comprobar que, después de haber entrecerrado los ojos en aquel último trance, los barcos habían avanzado hasta alcanzar prácticamente la costa.

Ahora los tenían delante, a cinco escasos metros del límite de sólida piedra del muelle, sin hacer ruido tal y como habían navegado. Bien pareciera que hubieran volado sobre las aguas del mar sin perturbar su superficie ni levantar olas que delataran su presencia. Con aquel mismo sigilo se acercó el más grande de las tres embarcaciones que sus ojos descubrieron y, sin siquiera rozar la roca del embarcadero, permaneció ahí, a la espera, mientras los otros dos, naves de soporte sin duda, permanecían un poco alejados.

Aunque lo tuvieron allí delante por largo tiempo, a los tres jóvenes mortales les costó retener un recuerdo fijo del barco. Si les hubieran preguntado entonces, incluso hubieran dado descripciones contradictorias. De hecho, parecía como si aquella omnipresente niebla brotara de los mismísimos barcos para convertirse en una coraza que los protegiera de miradas indiscretas y los sumiera en una sombra perpetua que desdibujara sus contornos a pesar de las linternas de anaranjadas y melancólicas luces que portaban encima y que en nada les ayudaron en captar detalles reveladores.

Tampoco consiguieron ver a sus tripulantes, aunque sí sintieron en cambio su presencia y el peso de sus miradas sobre ellos. A Tullken incluso le pareció descubrir la forma vaga de una sombra alta y de brillantes ojos en la zona de cubierta que más cerca tenían, a la espera de que Pallando y Elesarn subieran a bordo; pero, como todo en ese lugar, fue más bien un presentimiento que una realidad tangible.

Sin demorarse más, fue Pallando entonces el primero en adelantarse para embarcar; pero, en el último momento, pareció pensárselo y, girándose apresuradamente, se acercó a los muchachos. Ahora tenían delante a un Pallando muy diferente del que habían conocido. El Pallando que estaba a punto de viajar a su patria, en la tierra de los dioses, sin su bastón, sin su sombrero picudo y con un pequeño zurrón que sustituía al que Tullken le había perdido, parecía más que nunca un mortal en vez de un glorioso espíritu “maia” encarnado, nervioso y dubitativo ante aquel improvisado adiós que parecía haberse decidido a hacerles al final.

- Sé que no os daré una despedida digna de ese nombre y que, lo que os pediré como última “voluntad” os parecerá una carga, pero os rogaría que velarais siempre que podáis por  la Sala  de las Estrellas y el esplendor que allí se guarda para que, en los días venideros, os sirvan de inspiración: Los tesoros, los tesoros que más valen la pena, no se hallan fuera, sino encerrados, sepultados, dentro de todos nosotros – y, diciendo aquello, alargó una mano hacia Dwalin – Tenga, Sr. Piedra Tosca, creo que esto le interesaba sobremanera.

Y, sin añadir nada más, se giró de nuevo para desaparecer al fin y definitivamente de  la Tierra  Media  y de sus historias.

- Hostia puta, hostia puta – no podía dejar de murmurar Dwalin al contemplar el pequeño y brillante objeto que el mago había depositado en la palma de su mano.

Abdelkarr y Tullken pudieron ver, al inclinarse sobre el enano, que se trataba de un diminuto trozo de plateado metal. Era una minúscula falange, última superviviente de la punta de uno de los dedos del guantelete a la que perteneció de la armadura de “mithril” de Pallando. Aquello era lo único que había sobrevivido del Juicio de Eru. Aún así, Dwalin, sin poder parpadear, incrédulo, casi asustado se diría, no sabía si gritar o reír.

- Somos ricos, tíos, jodidamente ricos – fue lo único que consiguió articular en aquel momento, entre bufidos ininteligibles.

Sus amigos, menos avezados a la codicia, acabaron por levantar la vista de ahí para contemplar como la figura del mago desaparecía al saltar sobre el paciente buque. No fue entonces Elesarn quien dudó a la hora de embarcarse – como todos sospechaban (¡ y hubieran esperado!) –, sino Pallando, a quien lo asaltó la duda, una indecisión latente que lo hizo titubear por unas milésimas de segundo, antes de poner un pie firme en la cubierta de madera. Naturalmente sentía un gozo profundo por regresar a Valinor, pero el resquemor de intuir el juicio por sus actos durante los largos años de su estancia transcurridos en  la Tierra  Media  que lo esperaba nada más llegar allí –en donde, de igual modo, residía la dicha y la bienaventuranza- le culebreó por la cabeza. Había fallado en su primera misión, había ayudado a Radagast a camuflarse de la mirada de los sicarios de Melkor, pero también de los vicarios de Eru, y todo aquello no debía de olvidársele mientras suspirase durante el viaje de regreso a la tierra natal, embriagado por la añoranza.

Pisándole los talones al mago, Elesarn no se demoró en seguirle y, justo antes de embarcarse, al pasar por delante de los jóvenes, se giró por última vez hacia ellos con una sonrisa pícara en el rostro, a la vez que el viento hacía hondear su cabello rubio delante de sus ojos, perlado ahora de minúsculas gotas escapadas de las olas del mar.

- Yo también os he dejado un regalo… Lo encontraréis en el maletero del coche.

Luego de decirles aquello, y como Pallando, les dio la espalda y saltó a la embarcación para fundirse con la penumbra que allí moraba. 

Con grave crujir de sus maderas, el barco se puso entonces otra vez en movimiento nada más la elfa tocó con sus ligeros pies su cubierta y, al igual que había venido con aquella pausada lentitud, sin provocar ruido alguno, fue de nuevo engullido por la niebla de la que había surgido, seguido de los otros dos, perdiéndose todos pronto en la distancia de las llanuras del ancho mar y desdibujándose allí donde éstas se confundían con el cielo.

Antes de que eso sucediera, empero, los chicos pudieron oír con claridad las voces de Elesarn y Pallando elevándose sobre la quietud de aquel paisaje. “¡ Namárië!” les gritó la elfa, seguido de un ronco y grave “¡ Estel!” proclamado por el mago. Ellos, desde la costa, también les gritaron a pleno pulmón, despidiéndose y agitando los brazos como creyeron que hacían dos sombras en la barandilla de aquel gran barco que sólo verían una vez en su vida y que, sin dejar paso a las dudas, pensaron que eran Pallando y Elesarn respondiéndoles.

Después, cuando ya todo volvió a la calma, permanecieron allí, en el borde y límite de la tierra conocida y delante del océano tal y como lo habían hecho meses antes delante de la ciudad de Osgiliath, el día en que Pallando les anunció su marcha (Tres grandes Señores oteando lo incógnito), durante un tiempo que no pudieron determinar; pero para cuando los barcos hubieron desaparecido del todo, el Sol brillaba bien alto justo sobre sus cabezas y la niebla se había disipado lo suficiente como para que pudieran comprobar que el embarcadero donde se encontraban, aunque lejos de ser infinito, era en verdad una gran explanada desnuda del tamaño de un campo de fútbol que delimitaba por un lado con el bosque y por el otro con el mar. Lo que le faltaba de gloria y grandeza al lugar se lo habían quitado sin duda el tiempo y el mar.

Todo aquello, de todas maneras, les daba igual. Ahora, solos como se hallaban sobre el sitio, tres solitarios peones en un tablero de ajedrez demasiado ancho para ellos, aguantaron sin queja las salpicaduras de unas olas que parecían haber recobrado el vigor después de la pausa que había supuesto la venida de las embarcaciones. El silencio entre ellos tres era así roto y acompañado por su sonido primario y el canto de mil y una gaviotas blancas que, como a cámara lenta, parecían realizar un baile de cometas vivientes justo sobre sus cabezas.

- En fin, otro capítulo de  la Tierra  Media  que se acaba aquí, en los Puertos Grises – dijo al rato Dwalin, rompiendo los confines de porcelana del momento.

- Sí… Bien, será mejor que nos pongamos en marcha. A ellos les queda un largo viaje por delante como a nosotros hasta que lleguemos a Gondor – dijo Abdelkarr sin emoción alguna, con el tono de quien dice una verdad limpia y dura.

Tullken no dijo nada y fue el último en dar media vuelta para dar la espalda al mar, desandando como sus compañeros el camino cabizbajo, en silencio y con las manos en los bolsillos para protegerse del frío que, en el Norte e incluso en esa época del año, siempre azotaba. Recorriendo el gran tablero de piedra mientras seguían sus sombras que justo empezaban a alargarse ante ellos, pronto llegaron así a la primera hilera de árboles del bosque, en el cual se internaron también sin ruido alguno.

- Espero que ahora no nos perdamos. Con el rollo ése de que éste es un lugar escondido, secreto y tal, a ver si no sabremos encontrar el coche – comentó Abdelkarr a la vez que esquivaba piedras, baches y raíces.

Ninguno de los otros dos le respondió, decididos a guardar las fuerzas por si al final, efectivamente, tenían que dar muchas vueltas entre troncos y arbustos. La única guía que siguieron por aquel entonces fueron los senderos que conducían hacia arriba, ascendiendo por la pendiente, y pronto esa estrategia les llevó a una carretera donde, a unos cuantos metros, y descansando como un gran escarabajo de tierra, les esperaba el destartalado coche de Abdelkarr a un lado de ésta, en el mismo punto donde lo habían dejado.

- Je, nunca pensé que me alegraría tanto de verlo – dijo Dwalin al ir acercándose al vehículo.

- Siempre hay una primera vez para todo – comentó Tullken con tono sombrío. El dúnadan, durante todo el trayecto de vuelta, parecía que siguiera recorriendo un camino de sombras y brumas, lo que no pasó inadvertido a sus amigos.

En todo caso, el sentimiento general entre los tres chicos era el de haberse despertado de un difuminado sueño que les había dejado como único resquicio una extraña melancolía, una sensación de perdida, de estar dejándose algo muy importante ahí atrás, en el camino. Asimismo, los tres sabían que si ahora volviesen para atrás en busca de ese algo, vagarían perdidos por el bosque sin colmar nunca aquel anhelo y buscando sólo un espejismo, un quimera que nunca existió más allá de los cuentos de los Elfos, a ojos del resto de los mortales. 

De aquella manera, mecánicamente, intentando olvidar esa pesada sensación de súbito ofuscamiento, Abdelkarr se dirigió a la portezuela del conductor, listo para poner en marcha el coche y así poder alejarse cuanto antes de esa nostalgia, de ese pesar, a la que no encontraba sentido ni significado.

- Ey, Abdy, ¡ el regalo! – le gritó entonces, excitado y con un extraño brillo en los ojos, Dwalin.

- ¿ El qué?

- Se refiere al regalo… al regalo de Elesarn… Dijo que nos lo había dejado en el maletero – le contestó al sureño Tullken, como despertando de golpe de su hastío al caer él también en la cuenta.

Rápidamente, despertados de la ilusión de su amodorramiento, los tres jóvenes se juntaron tras el coche y, como piratas a punto de abrir el baúl del tesoro, se prepararon para recibir aquello que ahí les esperaba.

De buenas a primeras no vieron nada que les llamara la atención, pero al remover un poco entre los bultos de las tiendas de campaña que les habían dado cobijo durante el viaje, descubrieron un paquete alargado y envuelto en una suave tela blanca que la elfa había podido camuflar muy bien entre su escaso equipaje al abultar más bien poco. Abdelkarr fue el primero en cogerlo para retirar la tela y lo que ésta les descubrió le era desconocido para él, pero no para Tullken o Dwalin. A pesar de eso, y como a ellos dos, se quedó atónito ante su visión. Lo que el haradrim había dejado a la vista eran las empuñaduras finamente labradas de dos espadas que alguna vez combatieron a las fuerzas de  la Oscuridad  de aquel mundo para luego vivir un placido retiro colgadas en una pared. Indudablemente, como pensó Tullken, Elesarn había deseado que, antes de que cogieran polvo en algún museo, era mejor que aquellas dos reliquias familiares cayeron por lo menos en manos conocidas.

- Jo, macho, entre el regalo de Pal y esto nos podríamos hacer en verdad multimillonarios si los vendiéramos – dijo Abdelkarr, pero al ver las miradas asesinas que le lanzaron Dwalin y Tullken al unísono, decidió torcer entonces hacia otro caminos – Eu, bueno, esto, nosotros somos tres y las espadas dos… ¿ Cómo nos las repartimos?

- Yo las dejaría guardadas y a buen recaudo en  la Sala  del Tesoro, para cuando las necesitemos (y quien sabe cuando será eso) y así sepamos de seguro donde están – contestó Tullken con un tono neutro, grave.

- Pues entonces mejor que se las quede quien sepa más de esgrima y así no tendremos ni que ir a buscarlas; y, como ya sabéis, el mejor en el manejo de la espada de los tres soy yo, de manera que…

- ¡ Y un cuerno! Si nos guiamos de esta manera, ¿ por qué no el único de los tres que las ha blandido? Porqué entonces deberían ser mías – replicó Dwalin, alargando ya una mano hacia ellas.

- ¡ Míralo, el avaro éste! ¡ A ti Pallando ya te ha regalado el dedal de “mithril”! A esto de quedarse además con las espadas yo lo llamó abusar y…

- Parad los dos. Ahora mismo. Las espadas irán a donde les corresponde, junto a las otras armas del tesoro de los reyes de Gondor – dijo en aquel momento Tullken con esa voz casi carente de emoción, profunda y cavernosa, y que dejó parados al sureño y al enano.

Seguidamente, el dúnadan cogió las espadas de las manos de Abdelkarr – a quien le costó por un segundo soltarlas y despegar la mirada de ojos asombrados del otro chico- para volverlas a cubrirlas con la tela blanca.

- ¡ Parecéis críos! Mira que discutir por algo así – dijo a continuación el dúnadan, pero sin la fuerza anterior proporcionada, momentáneamente y sin lugar a dudas, por el Don de Radagast. Y para evitar las miradas suspicaces de sus amigos que siempre   levantaba su otro “yo”, apresuradamente y con pasos más bien patosos, lejanos de la dignidad que se había apoderado de su porte hacía un escaso medio minuto, entró en el coche para sentarse en el asiento trasero y así acabar con todo rastro de discusión.

- ¡ Gracias por consensuar tanto con nosotros tu decisión, Tullken! Me encanta ese sentimiento taaan democrático que tienes – exclamó Abdelkarr bien alto y con su hiriente tono sarcástico para que Tullken lo oyera dentro del vehículo después de recuperarse del pasmo que les había provocado, tanto a Dwalin como a él, aquella manifestación del poder que se ocultaba dentro del joven dúnadan.

- Mira lo que has conseguido, tío. ¡ El que menos a luchado de todos se queda al final con las espadas chulas! – se quejó entonces Dwalin.

- Tranquilo, Enano; esta noche, mientras duerma, lo amordazaremos, lo ataremos y de propina le robaremos su cutre reloj digital – le contestó de broma el sureño acariciándole su pelambrara pelirroja como si fuera un perrito al aprovecharse de su baja estatura.

- No-vuelvas-a-hacer-eso-NUNCA- más – musitó Dwalin, arrastrando cada una de las palabras y con los puños blancos de tanto apretarlos debido a la rabia contenida que lo prendió. No soportaba que la gente le hiciera aquello.

- Perdona, tío, perdona. Venga va, mejor nos vamos ya, ¿ vale? – intentó disculparse Abdelkarr, pillado por sorpresa por la reacción del enano.

Una vez metidos en el vehículo y en marcha por la carretera, Dwalin no pudo guardarse tampoco un último e insidioso comentario dirigido al reservado Tullken.

- ¡ Anda que no estarás contento, ¿ no?! Tú le regalas a ella una florecilla de nada y, a cambio, recibes dos espadas. Por lo menos, al despedirte, podrías haberle dicho algo así como: “Siempre nos quedará Lothlórien o…”

- ¡ Oh, vamos, Dwalin, por favor! – le cortó el dúnadan con tono indignado.

Tullken, de todas formas, le podía haber contestado también al enano que en ese momento la flor era lo único que tenía a mano, que no sabía que les iba a obsequiar con las dos armas o un sinfín más de otras razones; pero el chico decidió guardar silencio. No era esa parte de su despedida a la elfa la que le hacía sumirse en ese estado, sino el beso final de ella y que, a diferencia de a sus amigos, hizo que aquella tristeza por haber abandonado los Puertos Grises se le mantuviera viva aún habiéndose alejado ya de ellos. Abdelkarr, desde delante del volante y sólo con dar un rápido vistazo por el retrovisor, intuyó el porqué Tullken se encontraba detrás mohíno, con la cabeza gacha y la mirada perdida, mientras distraídamente acariciaba con su mano enguantada las dos espadas envueltas en tela que descansaban sobre sus rodillas. Y fue justo también en aquel mismo instante en el leía el rostro del dúnadan como si fuera un libro abierto que vio claro el sentido de las últimas palabras que les había dicho Elesarn a Dwalin y a él antes de partir.

- ¡ Eh! “Tierra llamando a Tullken, tierra llamando a Tullken; se le ruega que deje de dar esos suspiros bajo peligro de que el resto de pasajeros caigan en una depresión”. ¡ Tío, no digo que la olvides ni nada de eso, pero piensa que el mar está lleno de peces! – no pudo reprimirse de espetarle al fin.

- Abdelkarr, tú no lo entenderías…

- No, tienes razón, no lo entiendo. ¿ Es que te molan sólo las cuarentonas? ¿ Es que te ponen cachondo las orejas puntiagudas?

- ¡ Abdelkarr! – le gritó Dwalin, indignado por el atrevimiento del sureño, pero también por la aparente pasividad de Tullken. Y fue tanta su vehemencia que incluso duchó al conductor con una batería de perdigones de saliva.

- ¡ Vale, vale, pido perdón, me he pasado! Pero sólo quería hacer un poco de coña… Bueno, un poco de coña y ayudarle un poco también para que reaccionara, que solamente de verle quitan las ganas de todo, la verdad – dijo, como defensa, Abdelkarr.

A la espera de la reacción de Tullken, el haradrim y el enano guardaron entonces silencio y observaron por el retrovisor al afectado. Pero éste continuó con la mirada de soñador, perdida en el vacío y acariciando las espadas como si no hubiese oído nada de nada.

- Uh, esto, Tullken, ¿ estás bien?... Si me he pasado, te vuelvo a pedir disculp…

- “En un combate, la primera herida es siempre la que más duele” – dijo, ensimismado, Tullken sin haber prestado atención a las palabras de Abdelkarr.

Éste y Dwalin se miraron, por un momento, asustados al pensar que quizás su amigo se había dejado arrastrar del todo hacia las redes de la locura. No obstante, el joven, parpadeando varias veces como si despertara de un sueño, levantó de nuevo los ojos y pudieron ver, para su alivio, que la expresión ausente había desaparecido en ellos, substituida por una animada sonrisa.

- Perdón, no os he estado escuchando… Es que, de golpe, me he acordado de una frase que me solía decir Bardo, mi hermano, hace la tira – dijo, a modo de disculpa, el dúnadan con aquel tono inseguro, pero dicharachero, de siempre.

- Ah… - le contestó Abdelkarr, pillado por sorpresa, aunque Dwalin y él no tardaron en dejar escapar suspiros de tranquilidad. Ya era suficientemente malo que dos de sus amigos acabaran de partir por mar para que, encima, el que tenían ahí presente le diera por “irse” hacia páramos al que no podrían seguirle.

- Bueno, si todo está en el lugar donde debería estar, y si no lo está, da igual, porqué algún día acabará estándolo, será mejor amenizar el largo viaje con un poco de buena musiquilla – anunció Dwalin sacando un casete –el coche de Abdelkarr era tan viejo que sólo tenía reproductor de casetes- de la guantera.

- ¡ Alto ahí, Enano! ¿ No volverá a ser otra vez ese disco del grupo ése, “El Guardián Ciego”, verdad? – inquirió entonces Abdelkarr.

- ¡ Pues claro que sí! ¿ Quién te pensabas, si no?

- Joder, me da igual ya lo que digas, pero de lo que sí estoy seguro es de que no quiero volver a escuchar más a esos greñudos y sus canciones de más de diez minutos llenos de gritos de falsete.

Dwalin, como tocado por su orgullo en lo más profundo, no supo que responder a aquello durante un segundo, pero enseguida saltó al contraataque, enfrascándose en una larga discusión con el haradrim. Intuyendo que la gresca estaba asegurada por lo que restaba de viaje, Tullken, sonriendo y relajado, dejó perder su mirada en el agreste y neblinoso paisaje que se percibía tras el pequeño recuadro de la ventanilla de su derecha, mientras el minúsculo vehículo recorría con placidez solitarias y sinuosas carreteras secundarias, desconocidas al parecer para el resto de los mortales, a juzgar por la soledad que les acompañó durante un buen trecho.

En esos vistazos al mundo que se extendía más allá del microcosmos del coche, el muchacho a veces podía percibir la cada vez más lejana línea del horizonte que conformaba el mar en el Oeste, si es que ninguna ondulación caprichosa del terreno decidía apartársela de golpe de la vista. En aquellas ocasiones, le volvían a la memoria esas palabras que su hermano le había dicho hacía ya tanto tiempo y que él acababa de descubrir a sus amigos. En el combate de su vida, él había recibido ya su primera herida de verdad, más dolorosa y profunda incluso que la de su mano derecha; pero, tal y como había comprendido, no iba a ser la última, ni mucho menos. 

Y, al pensar en heridas, el dúnadan no podía tampoco impedir acordarse de las mil llagas reales y físicas que recubrían el cuerpo de Elesarn, reconfortándose al menos por saber que allí adonde ella iría tendrían, si no una cura, por lo menos alivio para aquel dolor crónico que en  la Tierra  Media  no tendría remedio ni fin.

“Todo va bien si acaba bien” habían dicho una vez los tres compañeros ahí reunidos y Tullken, contemplando a Abdelkarr y a Dwalin discutiendo delante suyo en una espiral de bravuconadas sobre gustos musicales cada vez más delirante, acabó intentando imaginarse lo que debería estar viendo a su vez Elesarn en aquellos momentos, que maravillas desfilarían ahora delante de sus ojos, a pesar de que, por más que lo intentara, la única imagen plausible que le venía a la cabeza sobre el paraíso provenía paradójicamente de un recuerdo de las tierras mortales. El recuerdo de un paraje gris azulado que parecía no tener fin y que rodeaba a una joven elfa que, indiferente a ese escenario, contemplaba la lejanía que se extendía ante ella, acariciada por vientos del Oeste.

     

 

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