Osgiliath 2003 (cap. 16-27 y final)

27 de Septiembre de 2008, a las 13:20 - Ricard
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21.

Héroes de  la Cuarta  Edad.  Revelaciones

 

 

La ciudad se extendía en medio de la planicie verde como un solitario bosque en donde los rascacielos parecían haberse apropiado del papel de gigantescos y pelados árboles. A su vez, y atravesando el prado y la propia ciudad, el río Anduin reptaba por el suelo de éstos como si de una gran serpiente de plata se tratara al reflejarse en sus aguas la luz del Sol.

Así se desplegaba ante los ojos de los tres muchachos la ciudad de Osgiliath que, desde una elevación del terreno a las afueras de la urbe, la admiraban en silencio y disfrutaban del soleado y claro día donde las nubes, restos de espuma de una ola que llegó hasta el cielo, surcaban perezosamente el horizonte y producían pálidas sombras sobre el prado y la ciudad. Y si los tres chicos hubieran afinado más la vista, hubieran conseguido vislumbrar también las lejanas montañas de Mordor a su derecha y las Ered Nimrais a su izquierda. Pero los tres tenían otras cosas en las cabezas más candentes que la geografía; rememorando sueños, pensando en que pensarían los otros dos o, simplemente, deleitándose en aquel día que abría las puertas del buen tiempo, puesto que se encontraban a finales de Junio, justo unos días pasado el solsticio de verano.

De ese modo, erguidos los tres, sonrientes, más altos quizás de lo que en realidad eran y más mayores de lo que en verdad quisieran ser, parecían en verdad tres grandes señores del pasado que se regocijaran y contemplaran sus dominios.

- Bien está… - dijo entonces Abdelkarr, con los puños en las caderas.

- … lo que… - continuó Dwalin, en medio de ellos dos y con los brazos cruzados sobre el pecho.

- … bien acaba – finalizó Tullken, quien se encontraba más a la derecha y con las manos detrás de la espalda.

Después de dejar que pasaran unos segundos más de silencio entre ellos en los que sólo se oyó la brisa al deslizarse por la hierba del ancho prado que tenían a sus pies y cuyo relieve iba descendiendo en una gran pendiente hasta llegar a la ciudad, Abdelkarr dejó escapar un suspiro y se giró hacia los otros.

- En fin, así que, ¿ cómo os fueron los exámenes de ingreso a la universidad?

- Psche, bien, tirando a muy bien… - contestó Dwalin sin poder esconder su satisfacción.

 - Supongo que bien, pero en estos casos trae mala suerte hablar de notas, así que mejor me callo – dijo Tullken.

- Muy seguros os veo, pimpollos… Por mi parte, les puedo asegurar que este Septiembre que viene volveremos a vernos los jetos en la universidad de Osgiliath sin ningún problema; ¿ por qué entrareis en ésa, no? 

- Hombre, si la nota me lo permite, no haría ascos a irme a la de Minas Tirith.

- ¡ Pero qué dices! Si allí sólo hay ruinas y piedras viejas – respondió Dwalin a la contestación de Tullken.

- Ya lo sé, pero, no sé, me haría gracia. Minas Tirith siempre me trae buenos recuerdos.

- ¡ Ya habló el sentimental!

- O el nacionalista gondoriano – indicó, punzante, Abdelkarr.

- Joder, ¿ pero qué he dicho ahora?

- Yo, la verdad, es que teniendo mi casita aquí y con lo caros que son los pisos incluso de alquiler, me conformo con Osgiliath de sobras – dijo Dwalin, pasando por alto al indignado Tullken.

- Por no hablar de que todos los locales de fiesta que valen la pena están aquí – remarcó Abdelkarr señalando a la ciudad – Pero tranquilo, Tullken, también tú podrás divertirte con… con lo que sea que te divierta.

- Je-je; pero que sembrados nos hemos levantado hoy, ¿ no?

- ¡ Venga, Tullken; no te mosquees, hombre, que sólo es coña! Cambiando de tema: ¿ Ya has pensado qué carrera harás?

- Lo estoy pensando aún, pero si pudiera, y no hubiera ninguna traba, creo que sólo estaría satisfecho haciendo arqueología.

- Vaya, y yo que te veía más haciendo derecho o alguna chuminada parecida… ¿ Y tú, Enano, qué?

Dwalin levantó entonces los ojos hacia el cielo con aire circunspecto y pensativo, provocando que sus amigos se lo quedaran mirando expectantes ante su repentino silencio.

- Creo… creo que haré la carrera de filología – dijo al fin con aire grave.

Tanto Tullken como Abdelkarr no pudieron refrenar la incredulidad que les produjo esa respuesta y, abriendo bocas y ojos, quedaron petrificados delante del enano durante unos segundos.

- ¡¿ Pero qué coñ…?! ¡ Pero qué demonios dices, tío! Yo ya contaba con que harías ingeniería mecánica conmigo. ¿ Pero no ves que estudiando eso vas a morirte de hambre? – dijo Abdelkarr, el primero en reaccionar.

- Yo sólo me pregunto como se lo tomaran tus padres cuando se enteren – murmuró a su vez Tullken.

- ¿ Algún problema? Ahora sois vosotros los prejuiciosos. No por ser un enano tiene que encantarme la mecánica. Además, nunca ha habido en  la Historia  grandes escritores ¡ o poetas! enanos. ¡ Quién sabe si yo seré el primero!

- ¡ Pero que querías si tenéis vuestra lengua “secuestrada”, que no la traducís ni que os paguen!... Joder, sabía que no tenía que haberte dado “Hierba de  la Alegría ” aquel día – contestó Abdelkarr, aún intentando hacerse a la idea e indeciso entre reír o llorar.

- Un enano poeta… La verdad es que… la idea es sugerente – comentó simplemente Tullken, como ensimismado.

- Pensad lo que queráis, pero ya lo tenía decidido de hacía bastante – refunfuñó Dwalin apretando de nuevo los brazos sobre el pecho y, en el gesto, no pudo evitar rascarse el hombro dolido, causa y motivo, en parte, de su extrema decisión.

Los tres chicos guardaron silencio de nuevo mientras otra vez dejaban también sumergir los ojos en el vasto paisaje. Por más que lo contemplaran, cada vez les parecía encontrarse delante de un lugar diferente, un espejo que cambiaba los colores y las formas, crisol de sus recuerdos de infancia y juventud.

- Poetas, ingenieros o arqueólogos, eso no quita que nunca, nunca os digo, debemos olvidar que, al menos una vez, fuimos los héroes de la ciudad… los puñeteros héroes que la salvaron – dijo Dwalin al rato con media sonrisa en el rostro y la brillante mirada clavada en la lejanía.

- Tienes toda la razón, Enano. Por una vez no podría estar más de acuerdo contigo – se le sumó Abdelkarr, también dejando que sus palabras se las llevara el viento. Y, de repente, el sureño y el enano dirigieron sus respectivas miradas hacia Tullken, acompañándolas de sonrisas maliciosas.

- ¿ Qué? – dijo éste último al sentirse incomodado por la insistencia de los otros.

- ¿ Ahora no es cuándo nos sueltas uno de esos rollos sobre el deber desinteresado, la humildad, etc, etc…? – le contestó Abdelkarr.

- ¡ Pero a mi que me contáis! ¿ Tan así me veis? 

- Ha, ha, ha, no te sulfures, hombrecito. Es que mola meterse contigo, Tullken. ¡ Te picas con nada! – no pudo callarse Abdelkarr, entre risas – Ey, pero no te lo tomes a mal… Al fin y al cabo, estamos entre colegas, ¿ no? – remató, dándole una palmadita en el hombro al otro chico.

Tullken no contestó nada y se limitó a observar a sus amigos con ojos suspicaces. Más que aquellas bromas pesadas, lo que más molestaba al dúnadan era que intuía que detrás de ellas se escondía aún esa desconfianza que parecían mostrarle de tanto en tanto, como si él fuera un desconocido para ellos. 

Sin pensarlo, Tullken abrió y cerró entonces repetidamente su mano derecha, enguantada para aquella ocasión y para siempre a fin de esconder sus perennes cicatrices, nacidas de la destrucción de un alma. Quien sabe si había sido aquel pequeño detalle el que había perturbado a Dwalin y a Abdelkarr.

- Hablando de picarse, a mi se me está acabando la paciencia. ¿ Dónde está Pal? Después de desaparecer durante semanas, va el tío y nos cita aquí para decirnos algo importante ¡ y al final no aparece! – dijo Dwalin, mirando a sus alrededores.

Bastó que el enano hubiera dicho aquello para que los tres sintieran, más que oyeran, la presencia de alguien a sus espaldas, en el despejado bosquecillo que crecía sobre la loma donde se hallaban. Al girarse vieron como la oscura figura del anciano mago aparecía de entre los claroscuros que bailoteaban bajo las brillantes, y más bien bajas, copas de los árboles y, aun a pesar del Sol que les calentaba las nucas, no pudieron evitar sentir un escalofrío ante la visión de la austera y ominosa figura del hombre al acercase a ellos, abandonando el acogedor bosque.

- Como odio que haga eso – dijo entre dientes Dwalin y lo más flojito que pudo, aunque todos sabían que, si ellos lo habían oído, Pallando lo habría escuchado incluso a kilómetros de distancia.

El mago, una vez delante de ellos y bajo la luz del día, sin su bastón ni su picudo sombrero de ala ancha, parecía ser casi otra persona; más alta al no tener que fingir la necesidad de apoyarse en un bastón, pero también más siniestra e inquietante: sin la sombra del ala de su sombrero, su penetrante mirada de ojos acerados era bien visible, así como las cicatrices de su rostro. Y su blanca cabellera, nacida de debajo de su calva, se encontraba libre para extenderse tan frondosa como era, dándole un tono más amenazador a la expresión del anciano al fusionarse con su barba. A Tullken, el “istar” le recordaba a un león blanco que, aun siendo viejo y decrépito, transmitía todavía una aureola de peligro y dignidad.

- Se os saluda, “paladines guardianes” de Osgiliath – comenzó diciendo Pallando, no sin cierto tono irónico al haber oído toda la conversación anterior entre los jóvenes – Me alegra veros sanos y salvos al fin… y después de todo lo ocurrido. ¿ Se encuentra igual la joven Elesarn Oioél? – siguió, clavando una nada disimulada mirada a Tullken, pues de él esperaba la respuesta.

- Eh, sí. Ya pronto abandonará el hospital… de aquí un par de días como mucho – contestó titubeante el muchacho al sentirse acorralado de golpe por la pregunta de Pallando.

- ¿ No va a ir a la universidad entonces? – le preguntó Abdelkarr a su lado.

- Eu, supongo que sí, en la convocatoria de Septiembre espero; aunque tampoco hemos hablado de ello en las visitas – volvió a contestar con aire perdido Tullken. No había esperado que tendría que subir hasta ahí para hablar sobre las (numerosísimas) visitas que le había hecho a Elesarn en el hospital en esas últimas semanas y que eran, dentro de sus recuerdos, un tesoro protegido por mil cadenas de oro.

El incitador de aquel “interrogatorio” se limitó a callar, pero todos vieron, por el brillo en su mirada, que estaba rumiando algo para sus adentros. Acto seguido, pasó por delante de ellos y se plantó justo en el punto donde antes habían estado los jóvenes, en el límite donde los prados descendían como una gran ola parada en el tiempo hacia terreno más llano. Desde allí contempló las vistas que instantes antes también habían disfrutado ellos. La amplitud del paisaje que se extendía más allá de aquel montículo en el que se hallaban encaramados sólo era interrumpida por la irrupción súbita, como todas las obras del Hombre sobre la naturaleza, de la ciudad de Osgiliath y por el horizonte más allá de ésta. El cielo, sin fisuras, se abría ante y sobre todos con toda su infinitud, cobijando en su impenetrable techo de color azul los vientos y las ciegas y mudas nubes. El recuerdo de las vistas de las que había gozado antes del combate decisivo encima de la “Torre de Cristal” sacudieron a Pallando, así como la brisa agitó sus largos ropajes que, de tener el tono grisáceo del desgaste, se habían tornado del color negro de la melancolía desde aquel día: Pallando, ante la vastedad del mundo que se vertía ante él, se había convertido en una pequeña y trémula llama de fuego negro como lo fueron los nazgûl que una vez lo capturaron en una ya lejana y olvidada aldea de Harad.

Muchas cosas podría, y habría querido, haber dicho por aquel entonces, porqué muchos eran los sentimientos que fluían por su interior; pero, dejando escapar un suspiro que la brisa engulló sin misericordia, se convenció para sólo dejar libres aquellas dos cosas por las que había hecho venir hasta allí a los muchachos.

- Puede que no lleguéis a comprender lo que os voy a decir ahora, pero para no aburriros con largas peroratas y batallitas, solamente os diré que los caminos de Eru Ilúvatar son inescrutables o, más que eso, son extraños; y cuando se ha vivido tanto como yo, uno acaba por comprender que todos son parte de uno solo… Así que, aunque os choque, no os sorprendáis si os digo que una de las razones por las que estamos aquí hoy y ahora es para realizar un canto mortuorio, una despedida, a nuestro enemigo, a Alatar Ëarluin… O, como en realidad se llamaba, Morinethar.

Pallando calló para juzgar con la mirada la reacción de los jóvenes. Éstos se miraron con ojos confusos durante un segundo y, aunque sí les pareció rarísimo rendirle honores a quien tanto mal había hecho, guardaron un respetuoso silencio. A Pallando le hubiera gustado hablarles sobre el verdadero Alatar, aquel servidor de los Poderes de Valinor, ese “istar” de azul atuendo que recorrió junto a él distancias que sólo las aves migratorias se ven capaces de afrontar y que, sólo por todo aquello, Alatar, a pesar de lo que hubiera hecho, se merecía una despedida como sólo un “maia” merecía, allá donde Eru se lo hubiera llevado, ya fuera en los Palacios Intemporales o arrojado más allá de sus murallas, en el Vacío. Pero les había prometido que no los aturdiría con extensas explicaciones, así que el mago se limitó a girarse de nuevo hacia el paisaje ante ellos y a coger una larga bocanada de aire para desear un buen viaje al Otro Mundo, fuera cual fuera su destino, a su antiguo amigo.

El lamento para Alatar salió volando entonces de la boca de Pallando en una lengua que no conocían ninguno de los tres muchachos, pero que les hizo estremecer de lo antigua que intuían que era; aunque quizás también fuera más bien por la tristeza, por cierta nostalgia, que evocaba con sutileza y gravedad y de la que no pudieron escapar ni ellos. Esas palabras se fueron entretejiendo en el viento melódicamente formando una canción que Pallando acompañó lanzando un puñado de negras cenizas al aire sacadas del bolsillo de su gabardina. No eran las cenizas de Alatar, naturalmente, del que no había quedado nada, pero, esparciéndose en la grandiosidad del espacio que tenían delante gracias al viento, formaron por unos momentos una fina línea negra en medio del aire que acabó desapareciendo en el azul del cielo, como si fueran el inicio de un diáfano y estrecho puente que condujese al Más Allá.

A Dwalin, pillado por sorpresa por la profundidad que le hizo sentir el canto, se le quedó por unos instantes la mente en blanco y sólo permaneció en su cabeza, junto a ese sentimiento de paz, la idea de que aquella elegía proseguía y era parte de  la Música  de los Ainur, iniciada al principio de los tiempos; una humilde y minúscula estrofa, se podría decir, que se añadía a las restantes y ponía punto y final a ese apartado concreto de  la Historia.  Tullken , en cambio, al oír el nombre de su archienemigo en tan arcana y poderosa lengua, sintió sólo un resquemor en la mano derecha que le obligó, tensando todo el cuerpo debido al súbito dolor, a apretar la enguantada mano en un puño. Y Abdelkarr, por su parte y como siempre, cauteloso y precavido, se reservó para sí mismo lo que pensaba y le hizo sentir aquel canto.

Cuando Pallando hubo silenciado su cántico, y a pesar de su brevedad, ninguno de los jóvenes podría haber jurado cuanto había durado de verdad, se giró de nuevo de cara a ellos para volver a hablarles:

- Como antes os he dicho, el camino sigue y sigue y no parece acabarse nunca. El de Alatar finalizó, pero tampoco os he hecho subir expresamente hasta aquí para eso, no. Lo que os quiero decir es que debo continuar mi senda, pero ya no en estas tierras. Finalicé mi misión en ellas, más mal que bien quizás, pero no soy yo quien debe juzgarme. Mi camino sigue, pues, allende los mares, allí donde pie humano jamás ha ollado la tierra: Me vuelvo a casa, regreso a las Tierras Imperecederas.

Quien sabe lo que hubieran esperado escuchar los tres jóvenes de la boca del mago, ¡ cualquier cosa quizás! Pero aquello los dejó literalmente petrificados. A Dwalin se le escapó un flojo “¿ Qué?” que el viento no tardó en engullir; pero, como los otros, no pudo hacer más que permanecer ahí de pie, con la boca y los ojos abiertos debido a la sorpresa. Tanto el enano como Tullken conocían a Pallando no haría ni dos meses justos, pero imaginarse ahora los paisajes de sus vidas sin él les pareció tan raro como raro se les antojó al principio aquel extraño viejo al irrumpir en ellas. Y Abdelkarr, quien más bien conocía al mago y desde hacía muchos más años, como siempre nada dijo y, a pesar de que por fuera ninguna emoción parecía afectarle como a los demás, el joven haradrim fue el que más paralizado se quedó ante la nueva del “istar”.

Este mismo juzgó la reacción de los muchachos un simple instante dando un rápido vistazo a cada uno de ellos y, sin perder más tiempo, se adelantó hacia Tullken.

- Tullken, acompáñame un momento, por favor; he de decirte un par de cosas – continuó el mago, sin inmutarse y clavando una mirada al dúnadan que, implícitamente, dejaba bien claro que aquella charla sería sólo entre ellos dos, sin nadie más.

Un poco desorientado al principio, Tullken no se demoró al final en seguir a Pallando para internarse unos cuantos metros en la ondulante y alta hierba del prado que los rodeaba, dejando atrás a unos Dwalin y Abdelkarr que fueron empequeñeciéndose a medida que se alejaban más de ellos.

Pequeñas y remotas también les parecieron al humano y al enano las figuras de Pallando y Tullken cuando éstos se separaron de ellos; como incómodo también les resultó que se les apartara de aquel modo de la conversación. Aún así, los dos estaban tan consternados como sorprendidos todavía por el giro de los acontecimientos, por lo que se limitaron a quedarse allí, expectantes y a la espera: Dwalin andando de un lado para otro, lanzando miradas desconfiadas hacia los otros dos, y Abdelkarr justo en el mismo sitio, los brazos cruzados sobre el pecho y una severa, como profunda, mirada clavada también en el dúnadan y el anciano.

-¿ Qué coño le estará contando? – no pudo guardarse de decir Dwalin al rato.

- Le estará diciendo la lista de la compra – le contestó distraídamente Abdelkarr y, aunque había intentado ser un chiste, ni la voz ni el ceño fruncido del haradrim se apartaron un ápice de la gravedad que se había apoderado del chico.

El enano, a su vez, masculló algo ininteligible en su secreta lengua materna y dejó que el silencio volviera a instalarse para que nada le impidiera un buen escrutinio de lo que tan detenidamente se encontraba también mirando el haradrim. Pallando y Tullken, a casi cincuenta metros lejos de ellos y ajenos, en apariencia, al peso de sus miradas, parecían discutir acaloradamente aunque no se les oyera a esa distancia. Al principio había sido el mago el único en hablar, pero luego Tullken, gesticulando muy efusivamente, se sumó a la conversación. 

Cierta crispación hizo que, tanto Abdelkarr como Dwalin, juzgaran aquella charla a sus espaldas (aunque la tuvieran delante de sus mismos ojos) como larga, a pesar de que en realidad fue bastante breve y, casi sin que se dieran cuenta, se encontraron con que el anciano y el dúnadan regresaban de nuevo hacia donde estaban ellos; aunque antes, Tullken paró a Pallando a medio camino para, al parecer, hacerle un último comentario.

Cuando los tuvieron otra vez delante, fue Pallando quien primero se encaró a ellos más imponente que nunca, por lo que Abdelkarr y Dwalin se abstuvieron de increparle vehementemente con preguntas. Detrás del mago, como si quisiera esconderse de ellos, se encontraba Tullken, cabizbajo y silencioso. Al parecer, lo que le había dicho el “istar” lo había dejado hondamente impresionado, pues tanto el sureño como el enano no recordaban haber visto jamás a alguien tan pálido y abatido de golpe, habiendo estado Tullken tan animado durante las últimas semanas hasta ese preciso momento.

Pallando, por su parte, dio la impresión entonces de que tuviera que decirles algo importante, pero también parecía súbitamente cohibido e indeciso.

- ¿ Estás seguro, Tullken? ¿ Seguro que quieres que lo sepan? – le preguntó al final al joven, girándose tan sólo levemente hacia éste.

El dúnadan asintió en silencio y, como queriendo reforzar su decisión, se adelantó un paso, colocándose al lado del mago y mirando con fijeza a sus dos amigos, aunque en realidad parecía no verles.

Pallando dejó escapar en aquel momento un largo suspiro.

- ¿ Qué? ¿ Qué? ¡ Maldita sea! ¿ Qué ocurre? – estalló Dwalin ante tanto prolegómeno mientras agitaba las manos y levantaba los ojos hacia los dos que tenía enfrente.

- Seguramente cuando Tullken regresó de su misión del Norte os preguntasteis como era que podía hacer… bueno, como pudo hacer todo lo que hizo. Puede incluso que lo encontraseis un poco raro.

Abdelkarr y Dwalin se miraron por unos instantes, incrédulos, acaso sorprendidos. Nunca hubieran esperado que se les hubiera notado tanto… Aunque, claro, si a ellos el cambio de Tullken les había parecido tan evidente, ¿ cómo iba a ser el suyo menos visible?

- Dicho sin miramientos, quien actuaba en tales ocasiones no era Tullken, sino Radagast – dijo, sin ambages, Pallando.

Haradrim y enano volvieron a mirarse.

- ¿ Radagast? ¿ Radagast Radagast? ¿ Radagast el mago? Vamos, ¿ Radagast tu compañero? – dijo Dwalin, enarcando las dos cejas.

- Él mismo.

- ¿ Pero cómo puede ser eso? Radagast se volvió humano y murió como tal. Lo único que heredaron sus descendientes fue sólo parte de su poder, como una medida de protección contra Alatar – concluyó Abdelkarr, sumándose a la conversación.

Pallando se giró para ver de nuevo el paisaje y Tullken clavó los ojos en sus pies hundidos en la hierba.

- Así os dije, sí; pero ni los “maiar” podemos escapar de decir mentiras, por piadosas que creamos que serán. El cuerpo de Radagast murió cuando le llegó su hora, eso es cierto; pero su espíritu intacto prevaleció en sus hijos, y en los hijos de éstos a su vez… hasta el día de hoy, hasta Tullken.

El silencio se posó entonces entre ellos hasta que Dwalin cogió suficientes fuerzas para romperlo.

- O sea que Tullken, técnicamente, es un mago, ¿ no? ¡ Qué digo! ¡ Es Radagast mismo!

Pallando se giró bruscamente otra vez hacia ellos con la mirada encendida. 

- En ningún momento, Sr. Piedra Tosca, yo he insinuado tal cosa. Tullken contiene en su interior el hálito vital de Radagast, pero no por eso deja de ser Tullken de  la Casa  del Norte.

- ¿ Entonces que es Tullken? – preguntó Dwalin, igual de indignado que Pallando por lo desconcertado que le estaba dejando la situación. Nunca se imaginó que algún día tendría que formular una pregunta como aquella sobre quien consideraba que era su mejor amigo.

- Tullken es… un ser con dos almas – contestó, con parsimonia, Pallando.

Intentando digerir toda aquella nueva discusión que asomaba a otros prados más extensos e ignotos – al menos para los tres jóvenes -, todos se callaron por unos momentos.

- ¿ Y ya puede darse un caso como éste? – preguntó, perspicaz e incisivo, Abdelkarr, quien, tras años de deambular con el viejo mago comenzaba a comprender cómo funcionaban los entresijos de éste y el otro mundo.

- Como diría el Sr. Piedra Tosca, técnicamente no, y ésa fue, quizás, la más grave jugarreta que le jugamos a Alatar en nuestra lucha contra él; pero la presencia de Radagast no elimina la esencia de su portador, y su manifestación en este último mes fue debida a causas mayores que los Valar juzgarán propicias o no en su momento – sentenció, más serio que nunca, Pallando.

Eso no evitó que Abdelkarr se lo quedara mirando con aquella irónica mirada de quien descubre la trampa tras las palabras y que Tullken pareciese no saber ya muy bien donde meterse o mirar: Eso de que hablasen de uno sin que en realidad fuera él, se le antojó incómodamente desorientador. Dwalin, en cambio y como el sureño, se había quedado pensativo ante lo que suponía la postrera afirmación de Pallando si uno sabía leer entre líneas: no sólo que Tullken era como una “blasfemia viviente o andante”, sino que el final del viaje de regreso de Pallando a su hogar no iba a ser precisamente placentero.

- Bueno, pero de todas formas Tullken no deja de ser como otro miembro más de los “Istari”, ¿ no? Técnicamente, como ha dicho el Enano, es un mago – concluyó, animado en contraste con el tono de cementerio que los iba rodeando, Abdelkarr.

- Eh, supongo que… sí, claro – respondió Pallando confuso, pues nunca se había planteado ver la situación desde aquel ángulo e, incluso Tullken, levantó al fin los ojos ante esa nueva perspectiva.

- Un mago… ¡ Hostia, un mago! Si se lo contara a Dwalina fliparía en colores. Entonces, tío, creo que deberías casarte con ella – añadió Dwalin abatido, pero con una media sonrisa en la cara. 

- Bueno, bueno, eso está muy bien; pero si es un mago, ¿ qué lugar ocupa en  la Orden ? Nosotros, para las crónicas somos y seremos ya para siempre, los Tres Suicidas, pero y él? ¿ Tullken el Violeta? ¿ El Ocre? – prosiguió Abdelkarr, cada vez más embalado.

- O Tullken el Verde… ¡ o mejor: “el de color Pistacho”! – se sumó alegremente Dwalin.

- Si tiene que ser un color, que sea el Rojo – les interrumpió tímidamente Tullken y, a pesar de que su tono de voz seguía siendo reflexivo, el dúnadan sonrió con disimulo.

- ¿ Tullken el Rojo?... Mmm, ¿ y por qué no Tullken el Rosa? – le respondió Abdelkarr ante ese nuevo campo de posibilidades.

- O Tullken el Fucsia, el Morado… - continuó Dwalin.

- Eh, eh, eh, vale ya, otra vez os estáis cebando; parad, ¿ no? – dijo Tullken, viendo que la cosa se le había ido de las manos y que sus amigos aprovechaban de nuevo, e incluso en aquellas circunstancias, para picarle y hacer gracias a su costa. Pero cuanto más intentó imponerse más rieron sus compañeros, increpándole para que el “Sr. Mago” no los castigara convirtiéndoles en sapos.

- Aprovechad el tiempo de las risas ahora, si queréis, porqué más tarde o más temprano el de las lágrimas viajará raudo hacia vosotros – cortó por lo sano Pallando, quien no soportaba, ni entendía en verdad, el sentido del humor juvenil o que un tema como era el de la orden de los “Istari” se tomara tan a la ligera.

- Ya está, ya está, Pal, lo sentimos – intentó disculparse Abdelkarr por los dos, aunque a ambos les costaba todavía contenerse y las lágrimas de la risa no tardaron en asomar por sus pestañas.

- Será mejor que no os toméis el asunto a broma. Nadie, a parte de nosotros, lo sabe o ha de saberlo. Aunque el peligro haya pasado, no es recomendable que la revelación viaje a todos los oídos.

- ¿ Por esta razón nos has hecho subir hasta aquí arriba? – dijo Dwalin, más como queja que como deducción.

Pallando ya iba a replicarle cuando, poniéndose las manos tras la cabeza, Abdelkarr lo cortó.

- Pues vaya… ya sólo nos faltaba toda esta historia para dar más la nota – comentó desdeñosamente, como intentando quitarle importancia al asunto. Y es que, realmente, tanto él como Dwalin, no parecían muy afectados por aquella revelación, aunque ni ellos mismos se percataran de ello. Tal vez habían sobrepasado tantos límites de incredulidad durante el seis de Mayo que ya pocas cosas podían impresionarles.

Pero en el otro extremo se hallaba Tullken, quien continuaba como abstraído en sus preocupaciones, pálido y callado como si se encontrara en un velatorio. La idea de que quizás supiera algo más que, tanto él como el viejo mago, se estaban callando, pasó fugazmente por la mente de Abdelkarr, pero el joven juzgó que el momento y el lugar en el que se enteraran de ello no iban a ser ésos y, expresando lo que también estaba pensando Dwalin, puso punto final a la conversación.

- Bueno, con todos mis respetos y ya que nos hemos “confesado” ya todos, no estaría mal volver pa’ casita porqué, no sé vosotros, pero el menda se está muriendo de hambre.

- Has dado en el clavo, Abdy. Vamos ya, porqué a este paso se nos hará de noche – dijo el enano entusiasmado al haber dado el haradrim voz a sus anhelos.

Y, sin esperar a nadie, solos como cuando combatieron en la ya lejana “Torre de Cristal” a trolls y a “maiar” de las tinieblas, el sureño y el enano comenzaron, sin prisa pero sin pausa, el descenso por la colina en dirección a la ciudad. Pallando y Tullken se quedaron parados unos segundos y, después de mirarse desconcertados, les siguieron. Ante el pasotismo (y el hambre) de aquel par, ni el ser magos les ayudaría a imponer ni un mínimo de respeto.

Durante ese viaje de vuelta a la civilización en el que fueron espantando a hordas de insectos que se escondían en las ciudades de hierba de los prados y olieron el aroma de éstos mismos al ser pisados, el silencio fue su quinto acompañante por un buen rato hasta que, ya cubriéndoles casi las sombras de los rascacielos de la ciudad, Abdelkarr volvió a formular una pregunta que en realidad carcomía más a Tullken.

- Pallando, de todo este asunto sigue habiendo una cosa que no me cuadra: ¿ Por qué Radagast?... Quiero decir, ¿ por qué Radagast se arriesgó, se arriesga vamos, a liarse con toda esta situación si era él el más pasota de todos los magos? Ya sabes, ese rollo de que le molaba más estar allí, en su bosque, con las plantas, los pajarillos y tal…

Pallando guardó silencio, reflexionando sobre un asunto con el que no se había parado a pensar mucho en el pasado. En verdad era una muy buena pregunta y Pallando se alegró de ver lo sagaz que se había vuelto Abdelkarr. Sin querer admitirlo, el mago se había vuelto casi un padre substituto para Abdelkarr, quien perdió el suyo siendo él muy pequeño.

- Um, si quieres que te diga la verdad, Abdelkarr, no lo sé. Como tú has dicho, Radagast era el más reservado de todos nosotros y no era de trato fácil, así que sus motivos aún los sigue guardando él mismo – y, al decir eso, el “istar” echó una ojeada disimulada a Tullken – Tal vez… o lo que sólo se me ocurre para explicarlo, es que intuyó, o vio, el futuro… como los Grandes Bosques irían menguando cada vez más rápido junto a sus ancestrales habitantes bajo el filo de hachas y sierras y decidió hacer algo antes que enloquecer; un acto suicida a mi parecer: unirse con los causantes de toda aquella destrucción… Ya sabéis lo que dicen: “Si no puedes contra ellos, únete a ellos”. Aunque, claro, todo esto no son más que suposiciones mías, pues quien vive en el secreto, quizás es para esconder sus propios secretos.

- A mí lo que más me descoloca de todo es sentir que, de alguna forma, Alatar ha triunfado. Lo digo porqué él quería quitar a los senescales de en medio, revolucionar a toda Gondor y todo eso. Y, bueno, creo que lo ha conseguido en parte – musitó seguidamente Dwalin, después de haberle dado muchas vueltas.

- Mí querido Sr. Piedra Tosca… Dwalin, ya os he dicho antes que los caminos de Eru son inescrutables. Todo lo que fue, es y será está en  la Música  que fluye desde el principio de los tiempos. Hay cosas que han de suceder algún día, y de hecho suceden aunque casi no nos demos cuenta y por más que Melkor y sus secuaces las desvirtúen y deformen con sus gritos en medio de toda la canción convirtiéndolas, a veces, en algo horrible, pues ellos son aún, mal que les pese, servidores de Eru – le contestó el mago poniéndole una mano en el hombro y sonriéndole con una de sus escuetas sonrisas que tan caras de ver se hacían.

El silencio se les volvió a sumar cuando el anciano acabó de hablar y les siguió otro buen trecho hasta que una sombra pasó volando sobre sus cabezas dejando escapar un ronco graznido. Se trataba de un cuervo que, tal cual fuera un heraldo, parecía estar dándoles la bienvenida a la ciudad.

- ¿ Y ahora que harás, Tullken? – preguntó al momento Dwalin, dirigiéndose a su amigo que durante todo el camino de vuelta había permanecido callado, immerso en sí mismo.

- Mmm, creo que primero cumpliré una promesa que me hice para ayudar a un compañero, por lo que tendré que volver a Fangorn; y luego, bueno, quien sabe… el verano es largo.

- Vale, todo eso está muy bien, “Sr. Mago”, pero yo me refería a los malditos cuervos que trajiste. ¡ Los jodíos se han hecho fuertes en la ciudad como si fueran sus dueños!

         

   

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