El último capitán

30 de Enero de 2006, a las 20:03 - Eldaron de Eldamar
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1. Los Sureños

Jandwathe sabía que Alatar escondía algún secreto y estaba deseosa por descubrirlo.
Sin embargo, este secreto se mantenía seguro, pues al parecer solamente lo conocían el Sabio y el Capitán de Rangost en funciones. Sus espías habituales en la ciudad no podían acercarse más a la verdad. Y la Vampira no deseaba de ningún modo enfrentarse a Nakmaring para obtener esa verdad, aún cuando a veces sus orcos y los del dragón se mezclaban y se transmitían mensajes. Si Nakmaring no había dicho nunca nada hasta ahora sobre el Tesoro, no lo diría de buen grado.
Así pues, Jandwathe empezó a observar otras posibilidades.
En los últimos cuatro siglos, pequeños núcleos de población habitados por orientales que procedían del sur, principalmente de Kartaq, se habían extendido por los páramos meridionales del Barnae-qu, en la otra ribera del río Edelkel. Se encontraban a una distancia respetable, pero eran visibles desde las murallas por alguien con vista penetrante. Se trataba de familias de orientales que huían de la represión y del duro sistema de vida que imperaba en sus tierras natales. Estas aldeas constituían pequeños focos de vida que no parecían mantener más relaciones unos con otros que una indiferencia generalizada. Eran gente ruda que quería vivir en paz y aislada, cuidando de sus propios campos y sin ningún tipo de gobernante, salvo la de cabecillas de aldea. Éstos eran generalmente los jefes de las familias más importantes de cuantas configuraban cada localidad.
Varios Capitanes de Rangost habían enviado emisarios a esas tierras en la antigüedad, más para informarse del tipo de vida que llevaban esas gentes que no para establecer ningún tipo de relación con ellos, pues tampoco sus terrenos pertenecían a Rangost. Simplemente se quería saber si podían resultar peligrosos. Pero hacía ya generaciones que ningún ciudadano de Rangost había cruzado el Edelkel hacia el sur, porque se habían convencido que aquellos orientales no constituían ningún peligro real.
Jandwathe decidió usar a esos orientales para sus intenciones.

Una noche del mes de junio del año 2905, los habitantes de las pequeñas aldeas de los páramos observaron asustados como el cielo se llenaba de nubes negras que se movían rápidamente sin ningún viento que las empujara. Hordas de murciélagos gigantes se precipitaron sobre las pequeñas casas y los rudos campesinos que allí vivían huyeron despavoridos. Pronto se llenó la noche de gritos y lamentos, y cuando llegó el día, casi cuarenta personas habían muerto, y sus cadáveres sin sangre se agolpaban en las calles.
A partir de entonces, cada pocas noches, más y más murciélagos atacaban las aldeas, y la gente cogió un pánico visceral.
Jandwathe podía haber capturado y hechizado a aquellas gentes para sus propósitos, pero no lo hizo. Tenía otros planes, aunque no estaban ultimados. Era un espíritu poderoso y astuto, y no quería preparar ninguna estrategia antes de tiempo. Dejaría que el destino actuara y se volviera de su lado.
Pocas semanas después, los cabecillas de las aldeas se reunieron por primera vez después de todos los años que llevaban siendo vecinos, y acordaron entre todos enviar mensajeros a la Gran Ciudad del Norte para llevar una petición desesperada de alojamiento de algún tipo en sus tierras, lejos de los páramos desolados y desprotegidos. Cinco emisarios fueron entonces a Rangost. Cruzaron el Edelkel por el Puente del Sauce, llamado así por el gran sauce llorón que se mecía en la orilla septentrional. Luego siguieron el camino hacia el Barnae-qu, pasando cerca de Los Brezos, y entraron por la Puerta Sur. Dos guardias los acompañaron después hasta las murallas de la ciudad, donde otros guardias hicieron lo propio hasta la Capitanía.

El Capitán Gurunthar los recibió y escuchó sus peticiones.
Gurunthar era prudente en sus decisiones, y quiso consultar esos extraños ataques con Alatar. Éste interrogó a los emisarios al respecto, y en sus palabras no encontró mentira ni intenciones escondidas. Aunque no por eso dejaron de extrañarle también a él los ataques a las aldeas. Pero como ni la misma Jandwathe había previsto nada para un futuro inmediato, no supo encontrar ningún objetivo oculto de la Vampira y pensó simplemente que lo que ella quería era despoblar los páramos, por alguna misteriosa razón. De este modo, Gurunthar accedió a que los habitantes de las aldeas emigraran al norte, pero no quiso aún darles cobijo dentro del Barnae-qu pues quería estar totalmente seguro de sus intenciones. Así que les anunció:
Vuestras gentes podrán vivir al este de las Tierras de los Cazadores, en las praderas que se extienden al norte del Último Puente. Esas regiones no están bajo nuestro gobierno, por lo tanto no debéis ningún tributo a Rangost. Sin embargo, tampoco contaréis con la protección de los Cazadores, a no ser que volváis a ser atacados en vuestras nuevas tierras. Si así ocurriese, se estudiarían las medidas oportunas.
Los cinco mensajeros se despidieron y dijeron que llevarían su propuesta a sus gentes.
Pocas semanas después, pequeños grupos de caravanas, con hombres, mujeres y niños montados en poneys y algún caballo, y con bueyes tirando de carretas cruzaron el Edelkel por el Puente del Sauce y siguieron su cauce hacia el noreste, hasta encontrar el Último Puente. Allí giraron hacia el norte y se instalaron en los campos cerca del Bosque de Galsir. Nadie recordaba en Rangost el origen de ese nombre, pero según Alatar probablemente era un derivado del élfico antiguo Galadâ-etsiri, los Grandes Árboles de la Desembocadura.
Los Sureños, como fueron llamados en Rangost, vivieron al lado del Bosque de Galsir a partir de entonces, con bastante tranquilidad. Alatar, sin embargo, viajaba a menudo hacia los páramos de donde habían sido expulsados. No encontró nunca ningún signo de la vampira, y quedó desconcertado.

Sucedió entonces que en 2911 llegó un invierno tan duro como no se recordaba en casi dos siglos. El hielo descendió hasta pocas millas al norte de Rangost, y la nieve arremetió con fuerza. El viento aullaba y gemía sin parar, y así siguió durante muchos largos meses, y la temperatura bajaba varios grados bajo cero durante todo el día y todos los días, y así por tiempo indefinido. 
La Ruta Comercial sufrió importantes pérdidas, aunque pudo mantenerse a base de limpiar los caminos de nieve. Sin embargo, tanto Esgaroth como las Colinas de Hierro quedaron totalmente helados, y esto dificultó mucho la marcha de los carros.
Un día especialmente gélido del mes de enero, un campesino montado en un robusto poney llegó tiritando a las puertas orientales del Barnae-qu. Dijo que se llamaba Quolhad y pidió ser llevado a la Capitanía.
Cuando estuvo delante de Gurunthar, Quolhad le dijo:
Señor, vengo en nombre de todos los pueblos que habitamos en las tierras al otro lado del bosque. Vengo solo, pues nadie quería atravesar las frías millas que nos separan de Rangost. Y es que nuestro pueblo pasa por graves apuros y bastante tienen con sobrevivir. Pero yo he recordado vuestra benevolencia.                                                                                                                               Señor, vos os encontráis protegido en vuestra gran ciudad, pero nosotros sufrimos todas las penalidades en los campos abiertos. Nos proporcionasteis un lugar para vivir, pero también prometisteis considerar, en caso de absoluta necesidad, la posibilidad de ayudarnos. No nos atacan murciélagos ahora, pero nuestra gente muere de hambre y de frío. Ya hace tres noches que los lobos nos rondan y cada vez son más temerarios. La gente está muy asustada y los niños lloran delante de fuegos que no logran prender.                                                                                 ¿No nos permitiríais resguardarnos dentro de vuestros dominios?
Gurunthar, sin embargo, aún tenía sus dudas, alimentadas por los informes de Alatar, que no encontraba ningún motivo por el cual la Vampira podía haber expulsado aquellas gentes. Así que le dijo al campesino:
Siento no poder escuchar vuestras súplicas, pero nosotros también pasamos penalidades y nuestros campos son tan fríos como los vuestros. Pero no seré ingrato: os mandaré carros con alimentos y un destacamento armado para defenderos de los lobos.
Nuestra gente preferiría que fuera la piedra quien hiciera frente al frío y a los peligros del páramo, y no la comida y los hombres. Pero si ésta es vuestra respuesta, así sea. La comunicaré a los pueblos.
Y yo mandaré los primeros carros ahora mismo. Los soldados llegarán dentro de pocos días. Os deseo toda la suerte del mundo.
Y se despidieron. Quolhad volvió a los campos de Garsil junto con dos carros llenos de comida, y la gente, aunque algo decepcionada, se alegró por la ayuda.



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