Star Wars y la Tierra Media: Universo mítico y mundos posibles

15 de Agosto de 2003, a las 00:00 - Eduardo Segura
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STAR WARS Y LA TIERRA MEDIA1: UNIVERSO MÍTICO Y MUNDOS POSIBLES

La construcción de mundos posibles es quehacer del artista. En las páginas que siguen nos acercaremos a la elaboración de universos deseables desde dos perspectivas distintas: las de George Lucas y J.R.R.Tolkien. Se trata de poéticas de diverso matiz, y precisamente lo que pondremos de relieve son las desemejanzas, que a menudo se pasan por alto y que inducen a error por la simplificación —fácil por otra parte— que conlleva una visión superficial de la historia, de lo narrativo del mito, tal y como Lucas y Tolkien lo presentan.

  Llevaré a cabo la lectura narratológica de Star Wars de la mano de la poética tolkieniana, aplicando los conceptos que el Profesor de Oxford expone de modo más sistemático en su ensayo Sobre los cuentos de hadas2, a la obra de George Lucas. De modo que se impone en primer lugar una aclaración somera de los conceptos clave que Tolkien emplea para definir lo que es la Literatura de ficción o fantasía.


1 Me referiré con estos términos a la Trilogía como un todo, y al mundo creado por Tolkien, en sentido global. Emplearé el título separado de cada una de las películas estrenadas —y reestrenadas— hasta ahora, cuando deba remitir a detalles porque, como aspiro a mostrar, cada una de ellas posee matices que las distancian de las demás y de la Tierra Media como universo mítico, término éste que empleo como sinónimo de narración. Para Tolkien, El Señor de los Anillos no fue nunca una trilogía: su presentación en forma de tres volúmenes puede inducir a error. En Cartas de J.R.R.Tolkien, pág. 259, afirma explícitamente la unidad de sentido que para él tenía toda su obra. Asimismo, la carta 131 es un resumen, en aproximadamente diez mil palabras, acerca de la unidad de sentido y concepción que formaban El Silmarillion y El Señor de los Anillos.

 

2 La edición del ensayo que he manejado es la que aparece en Árbol y Hoja, obra publicada por Minotauro, Barcelona 1994. El ensayo se extiende de la página 13 a la 100. Las referencias se harán siguiendo esta edición, cuya lectura es, en última instancia, la mejor manera de acercarse al mundo poético de Tolkien.


Los conceptos clave en la poética de Tolkien

 

Hay algunos puntos básicos sobre los que se apoya la poética de Tolkien; conceptos que se deben verificar en toda historia bien narrada. Son éstos: subcreación, Mundo Primario, mundos secundarios, Fantasía, Evasión, Recuperación y Consuelo; y eucatástrofe. No es mi intención convertir estos prolegómenos en un glosario; de manera que definiré brevemente tales nociones, para que sirvan de guía útil en la lectura de estas páginas.

Para Tolkien la subcreación es la tarea primordial del artista: la elaboración de mundos posibles en los que enmarcar y desarrollar una historia. Deberá tratarse de un mundo verosímil y coherente, a fin de evitar que la magia en que consiste la experiencia estética se trunque, y el Arte fracase (cf. Sobre los cuentos de hadas, pp. 49 ss. En adelante esta obra se citará por las siglas CH). Este estado de creencia secundaria es una experiencia común al Cine y la Literatura, y nos interesa por tanto para el análisis de las semejanzas y diferencias entre los dos mundos que son el objeto del presente estudio.

El Mundo Primario es nuestro mundo real. Podríamos considerarlo el punto de referencia desde el que el lector-espectador realiza su personal interpretación de lo que contempla y vive como obra de arte. A su vez, los mundos secundarios son los universos de ficción, tan variados como variadas son las artes, las capacidades de crear belleza.

Fantasía no es para Tolkien tan sólo «la capacidad de conferir a creaciones ideales la íntima consistencia [coherencia interna me parece una traducción más fiel al original] de la realidad» (CH, p. 60). Esa tarea precisa del Arte; no basta la pura imaginación. De hecho, y como veremos, la destreza de Lucas y Tolkien se plasma en la elaboración de mundos profundamente coherentes, fieles a sus propias leyes internas, de manera que el Mundo Primario resulta fácilmente reconocible en ellos —son verdaderos— y la historia proporciona la experiencia del placer estético —son deseables—.

El siguiente concepto clave que Tolkien emplea es el de Evasión. Define con él la legítima fuga hacia la verdadera realidad, que va más allá de la visión chata de las cosas de todos los días. De modo que no se trata de la huida del desertor, sino de la fuga lícita del prisionero, a quien nadie puede echar en cara si «estando en prisión, intenta fugarse y regresar a casa (...), si piensa y habla de otros temas que no sean carceleros y rejas» (CH, p. 75). Unido a este concepto va el de Consuelo: la superación de tantas limitaciones que el ser humano experimenta a lo largo de su camino. Los buenos cuentos de hadas ofrecían, para Tolkien, el consuelo definitivo: la posibilidad de escapar de la muerte. Es lo que él denomina la Gran Evasión. En las páginas 80 a 83 de su ensayo, Tolkien explica las profundas aspiraciones del espíritu humano a las que los buenos cuentos de hadas dan salida (o escape). Porque, no lo olvidemos, en definitiva los cuentos de hadas han sido escritos por seres humanos.

Por último Tolkien analiza el concepto de eucatástrofe: el «Consuelo del Final Feliz (...). La eucatástrofe es la verdadera manifestación del cuento de hadas y su más elevada misión» (CH, p. 83). Como veremos, el final feliz no tiene que ver, en la mente de Tolkien, con el happy end simplón e irreal, sino que debe guardar una conexión perfecta con la coherencia interna del relato: debe concluir como lo exija la historia hasta entonces contada. El giro gozoso de los acontecimientos, que ocurre cuando toda esperanza parece haberse desvanecido, es capaz de provocar la sim-patía del lector, que ve corroborada en un relato esencialmente bello su íntima experiencia vital: en la vida real (Mundo Primario) las cosas no ocurren como las habíamos planeado, sino que se traban como las hebras del siempre misterioso tapiz que tejen la Providencia y la libertad personal. Aunque al final del presente artículo volveré sobre este controvertido punto, no quiero dejar de adelantar aquí la opinión del Profesor José Miguel Odero, en su ensayo J.R.R.Tolkien: Cuentos de Hadas (Pamplona 1987), donde clarifica este concepto tolkieniano, saliendo al paso del general prejuicio que suele servir de anatema contra las fairy-tales. En la p. 55 afirma:

 

«Pero, ¿esos relatos no son cuentos de niños? —Son cuentos de fantasía, pero contienen una poética recuperación de tantas realidades elementales humanas y cósmicas en íntima conexión con deseos fundamentales del hombre.

Y ¿tienen algo de verdad? Tiene[n] tanto de verdad como verdaderas y perdurables son esas realidades fundamentales. Entre ellas, un sentido mistérico del elemento providencial de la historia, que se manifiesta en los momentos eucatastróficos inequívocamente —coinciden con los puntos de tensión—, cuando en el conjunto de la acción y más allá de los actores inmediatos que obran libremente, es dado percibir una mente unitaria que dirige toda la representación. Y lo casual deviene Providencia, cuando el dolor y la apariencia de catástrofe ceden paso a la alegría del final feliz nunca sospechado. Una alegría que podemos experimentar realmente casi cada día: porque la vida es realmente así».

Así pues, delimitados los aspectos conceptuales del análisis, me referiré en primer lugar al condicionamiento que, para una historia, supone el método narrativo del Cine y el propio de la Literatura. Mi conclusión será que los momentos eucatastróficos de Star Wars están mediatizados por esos elementos tan característicos del Séptimo Arte: la banda sonora, los efectos especiales —lo visual—, la exigencia propia de Hollywood del final feliz de un modo más irreal —más alejado del Mundo Primario— que todo lo que acontece en la Tierra Media; el juego de primeros planos y la puesta en escena, etcétera. La posibilidad de eucatástrofe en un relato escrito se apoya en la propia experiencia vital del lector, y su consecución requiere una suerte de magia por parte del autor, que debe ser capaz de provocar la identificación subjetiva por medio de la sola palabra (lo que Tolkien llama aplicabilidad).

 

 

«Érase una vez...» el cuento de hadas

Se ha afirmado que Star Wars es un cuento tradicional, una fantasía espacial —sólo en cuanto a la ambientación y a los escenarios— y un mito “modernizado”. Esta apreciación no me parece del todo acertada. La historia se sitúa en extraños sistemas solares, pero la trama es profundamente humana, de modo que el drama podría presicindir de la puesta en escena, sin perder por eso un ápice de su carácter vital primario (es decir, real, existente en el mundo que conocemos).

La Trilogía comienza con el inmenso cosmos a modo de telón de fondo. Sobre él, unas letras que se pierden en el vacío nos explican la situación de forma somera. Se trata de colocar al espectador en un lugar diferente del que le es familiar (lo que se ha llamado space travel, el alejamiento espacial, abordado bajo el ropaje de una narración en la Trilogía de Ransom, de C.S.Lewis). Pero una visión más atenta permitirá ver que también se nos está invitando al time travel, al alejamiento temporal: “Hace mucho, mucho tiempo...” es el eco de aquel «Érase una vez» con que comienzan los cuentos tradicionales. En este aspecto Star Wars y la Tierra Media coinciden: los universos míticos se desarrollan en un ámbito ucrónico: no existen, pero podrían existir, y eso los hace válidos en sus elementos esenciales (y menos aparentes) para todas las épocas.

En ese escenario se va a establecer «un conflicto entre el hombre y la máquina», en opinión de Joseph Campbell. Disiento de este parecer, que simplifica en exceso el fondo de la historia. El conflicto no es una mera confrontación bien-mal/hombre-máquina; o la simple lucha entre el Imperio, y las fuerzas de la Alianza. Esta visión adolece de un maniqueísmo que no resiste un análisis más en profundidad de los elementos narrativos y argumentales. Volveremos sobre ello.

George Lucas asegura que cada artista trabaja de acuerdo con una poética, en busca de las verdades que se esconden bajo la superficie. Emplea para eso figuras de la mitología, arquetipos. Han Solo ejemplifica esta tendencia, sin contrapartida en la Tierra Media, donde apenas se puede hablar de caracteres secundarios o “extras”: la fuerte presencia de una historia que sirve de background explicativo del presente, hace que hasta Háma, el Ujier de armas de Théoden, por ejemplo, deje de ser alguien anónimo. Es éste otro de los elementos que distancian la Trilogía del mundo de Tolkien. Las limitaciones narrativas, sobre todo de tiempo, que impone el metraje de una película hacen que los personajes de Star Wars “representen” tipos humanos, y en ocasiones su obrar apenas se justifique de acuerdo con un modo de ser peculiar. De todas formas, vista en conjunto, la Trilogía permite analizar la riqueza de matices con que George Lucas adornó a sus caracteres. Los personajes de Tolkien no son, por contra, arquetipos, sino que contienen elementos de humanidad profundamente coherentes, que los hacen seres creíbles cuya evolución como agentes de la historia se sigue de manera lineal, haciendo más asequible la aplicabilidad al propio microcosmos personal, de lo que sucede en la narración. Su libertad en el tiempo los convierte en seres individuales, identificables a lo largo de la historia en sus acciones y reacciones frente las nuevas exigencias que el desarrollo de la narración les impone.

Los trabajos del héroe o la vida como aventura

Los personajes deben llevar a cabo, una vez enmarcada la acción, una transformación de sus modos de ser y pensar: actuaban de un modo, y deben supeditar su forma de vivir a un interés mayor, que les supera por todos lados. En El Hobbit y en El Señor de los Anillos se puede ver un paralelismo —que no es exclusivo de esos personajes en la Tierra Media; también está presente en Niggle, Túrin Turambar o Beren— en la progresiva maduración del protagonista o héroe: Bilbo, Frodo y Luke Skywalker muestran rasgos comunes que matizaremos a continuación.

La cercanía con que el héroe aparece ante los ojos del espectador facilita la identificación subjetiva. Los agentes principales de estas narraciones no son los lejanos héroes de la mitología griega. Al contrario, se presentan como seres incapacitados para realizar la misión que se les encomienda, externa a ellos, pero que termina por revelarse como el sentido último de sus vidas. La lealtad entre ellos se convierte en sustento de su esperanza; así, se podrían citar como ejemplos la creciente amistad de Han Solo hacia Luke —y, por ende, su lealtad a la Alianza Rebelde—; la fidelidad de Chewbacca hacia Han; o el ejemplo cumbre de fidelidad inquebrantable que Sam ofrece a Frodo a lo largo de El Señor de los Anillos. En Star Wars vemos a R2D2 y a C3PO dirigirse al cumplimiento de una misión que no han buscado; R2 por lealtad, y C3PO por lealtad a R2 y en contra de su inclinación. Si ambos robots son capaces de lealtad, entonces no son máquinas, sino una síntesis imaginativa de seres racionales con esqueleto y “piel” mecánica. Son personas disfrazadas de máquina. Los comentarios de C3PO ofrecen un contrapunto ciertamente profundo sobre lo poco que cabe esperar de las cosas del mundo, y la necesidad de cumplir con el deber. «Estamos hechos para sufrir; es nuestro destino en la vida», dice C3PO mientras camina desconsolado por el desierto. Y Frodo es consciente de esto cuando, al despedirse de Sam, asevera: «Intenté salvar la Comarca, y la he salvado; pero no para mí. Así suele ocurrir, Sam, cuando las cosas están en peligro: alguien tiene que renunciar a ellas, perderlas, para que otros las conserven» (El Señor de los Anillos, vol. III, p. 412).

Dicha misión —que adopta la forma literaria de un viaje, lo cual facilita el desarrollo de la narración, y guarda un paralelismo evidente con el modo de transcurrir de la vida— se presenta en un momento más o menos inesperado, como un molesto añadido que viene a complicar una existencia aburguesada; una vida que por otra parte se mueve en unas coordenadas bastante rutinarias. El viaje encamina a los personajes hacia el lugar al que nunca habrían elegido ir: Mordor o la Estrella de la Muerte. La toma de conciencia personal del papel que se desempeña en la evolución de los acontecimientos a partir de ese momento, se torna dolorosa: la certeza de la propia pequeñez, la falta de talento, el miedo a lo desconocido, a una muerte posible, etcétera. Y la seguridad de que en la empresa deberán emplear todo su ser: sacrificarse, comprometer sus vidas por algo más grande que ellos mismos. «El destino del mundo está en las manos de los pequeños, mientras los ojos de los poderosos miran hacia otro lado» —Elrond (autor de estas palabras, que el propio Tolkien consideraba en una entrevista concedida a la BBC como «lo más inteligente» que se decía en El Señor de los Anillos) y Gandalf, son ejemplos egregios de personajes sabios, capaces de entender el modo en que las cosas funcionan en el mundo (Real y secundario)—. Frodo y Luke son también paradigmas de esto, de una forma quizás más elevada que Bilbo. Y asimismo, quizá Frodo más que Luke: éste es animoso y cuenta con sus fuerzas, quiere ir con Obi Wan; anticipa a Yoda sus deseos de aprender, y cree tener la certeza de ir más rápido de lo que su maestro se atreve a reconocer, cuando en realidad no es así. De algún modo, para él es más fácil abandonar su mundo. Tras la muerte de sus tíos dirá:«nada me ata ya a este lugar». Quiere aprender los caminos de la Fuerza. Con todo, se conoce poco. Frodo en cambio no quiere salir de la vida cómoda que lleva en la Comarca. Ve quizá con más claridad que Luke los peligros que le aguardan, y es más consciente de su propia ineptitud. De hecho es más inepto: Luke cuenta con la Fuerza, que le asiste en el ataque final a la Estrella de la Muerte y en otros momentos de la Trilogía. Frodo tan sólo con su lealtad, y adquiere así una altura moral tanto más elevada cuanto que es sometida a duras pruebas que parecen anegar su voluntad, siempre al límite.

Tolkien —que conocía profundamente la literatura nórdica, y era capaz de iluminar los porqués de determinados pasajes oscuros en obras escritas cientos de años antes que él— elaboró el personaje de Frodo inspirándose en los antiguos héroes de la literatura del Norte de Europa: héroes que luchaban por sentido del deber, apoyados en una fidelidad que iba más allá de toda esperanza y recompensa. Podríamos decir (con Shippey) que Frodo es la síntesis literaria cristianizada del límite al que puede llegar un personaje modelado sobre la base de un mundo pagano (ajeno a una Revelación) sin la asistencia de la gracia, sin la Providencia. La historia de El Señor de los Anillos —como la de Fëanor, Túrin o Beren; como la de Beowulf o Kullervo— alcanza así una mayor fuerza épica, más cercana a lo real-primario que las acciones de Luke, que son más fácilmente identificables desde los puntos de referencia del espectador, en el mundo de lo deseable-superficial. En la presentación de las limitaciones de la vida de Luke, quedan claras sus aspiraciones de adolescente, muy comprensibles desde el Mundo Primario. En cualquier caso ambos —Luke, Frodo— deben salir de lo cotidiano: romper con un pasado más o menos cómodo, para salvar algo. En el viaje evolucionarán como individuos, ganando en madurez y en riqueza interior. Esta madurez se manifiesta de manera especial en la progresiva adquisición de la verdadera sabiduría y de un espíritu esencialmente misericordioso: al final de ambas historias encontramos a dos personajes inclinados a la piedad y prontos al perdón, purificados por el dolor que supone vivir. De los dos depende el destino último de sus universos. En salvarlos deben empeñar la vida entera, sin esperar a cambio ni una palabra de agradecimiento. Pero su libertad para decir sí o no es algo intocable. Así, Ben Kenobi hace presente a Luke la necesidad de que se adentre en los caminos de la Fuerza, con el fin de salvar la galaxia —«Luke, te necesito»; pero le dice: «Debes hacer lo que tú creas justo, por supuesto»—. Del mismo modo, Gandalf deja ver su alegría al comprobar el talante leal de Frodo, por dos veces: en Bolsón Cerrado y, más tarde, en la decisión firme de ir a Mordor que Frodo manifiesta ante el Concilio de Elrond. Pero Luke y Frodo podrían haberse negado, dejando que la historia evolucionase de otro modo, también verosímil.

El análisis de Yoda como personaje aporta nuevas luces al estudio de la evolución personal de Luke. George Lucas mantiene la opinión de que el maestro siempre impresiona más que el héroe, y ejerce su influencia desde cierta filosofía. Yoda procedía de una época arcana, más ordenada y más sabia (Obi Wan presenta el sable láser de los Jedi como un «arma noble —elegant— para una época más civilizada»); es SABIO y PRUDENTE. Pero no está por encima de todo. En especial, no está por encima de la muerte, aunque —al igual que Aragorn— dé la impresión de haber elegido el momento de abandonar el mundo. Luke, en su evolución como personaje, ganará en prudencia y en sabiduría, en misericordia y piedad, como Frodo. Al final los dos se nos presentan como personajes esencialmente serenos, llenos de paz interior. El combate entre Luke y el Emperador descubre un último matiz, decisivo, en el conflicto de fondo que se está dirimiendo en la secuencia cumbre de El retorno del Jedi. Luke dice: «Tu presunción es tu debilidad»; a lo que el Emperador replica: «Tu fe en tus amigos es la tuya». En definitiva lo que anda en juego es la pugna entre soberbia y humildad —vehículo de la catarsis o purificación en Star Wars y en la Tierra Media: todos los personajes centrales avanzan y progresan por el camino de la humillación voluntariamente aceptada—, entre contar con las propias fuerzas, o desconfiar de ellas. La enormidad del Imperio o del poder de Melkor o Sauron en Tierra Media, se apoya en la nada de la apariencia de poder, que es la negación de ser en que consiste el Mal. Por eso su ruina es absoluta. El Bien, aunque de apariencia frágil (Yoda es un buen ejemplo), es poderoso porque no busca su apoyo en sí mismo, no presume una fuerza que no tiene. Desconfía de sí para colocar su confianza en los otros, en la propia idea que defiende y que es su Fuerza —en Star Wars—, o la libertad —una de las constantes [patterns] de El Señor de los Anillos y de todo el universo tolkieniano—. La muerte de Obi Wan en bien de los demás, y en especial de Luke, muestra ese desprendimiento voluntario de todo lo propio en favor ajeno. Es normalmente de los más débiles de quienes depende el triunfo de un ideal. La verdadera batalla se libra entre el Emperador y Luke, no entre los cruceros y las naves de la Alianza; y de modo incluso más patente, en el caso de Frodo y Sam: todo está en vilo mientras ambos avanzan como dos diminutos insectos hacia la Grietas del Orodruin, aunque parezca que la batalla decisiva es la que enfrenta a las huestes de Sauron con los Pueblos Libres en los campos del Pelennor o, luego, ante la Puerta Negra de Mordor. Hay, además, otro profundo paralelismo entre las dos escenas que acabamos de considerar, y entre dos personajes que guardan cierta similitud (más adelante volveremos sobre ellos). Por un lado, ambas ocurren en el momento de la aparente derrota definitiva que, en el caso de El Señor de los Anillos, es presentada bajo la forma de una esperanza que abandona los corazones (cfr. La Puerta Negra se abre, cap. 10, vol. III), el lugar donde se forjan, para Tolkien, las victorias y las claudicaciones. En segundo lugar, lo que está en juego en los dos casos es el poder entendido como pasión de mandar, de subyugar, en oposición al servicio, a la negación de lo personal a la que antes hacíamos referencia. Es como el eco del bíblico “seréis como Dios” (cf. Génesis 3, 1-11). Entre las dos escenas hay incluso lo que podríamos llamar un paralelismo escénico: el Emperador es arrojado al abismo por Darth Vader; el Anillo por Gollum. En ambos casos, los sujetos de la acción son los dos personajes de quienes menos cabría esperar una actuación así (siendo las dos escenas perfectamente coherentes de acuerdo con las reglas narrativas impuestas por Tolkien y Lucas). De su mano llega el giro eucatastrófico de los acontecimientos. Aunque, podríamos matizar, en el caso de Vader hay un arrepentimiento, que no media en la acción de Sméagol. Los dos experimentan la catarsis definitiva, necesaria, coherente; una especie de redención interna dentro del mundo secundario. En este sentido, Sméagol-Gollum guarda cierto paralelismo con Darth Vader. Dominado por el deseo posesivo del Anillo, desempeñará un papel decisivo en su destrucción. Pero es también un personaje con sus momentos de lucidez, destellos del pasado feliz en que todavía era libre de ir donde quería, y en su fuero interno. En Fantasía hay que ponerlo todo en juego si se quiere vencer. Los mundos de Lucas y Tolkien constatan la verdad vital de este hecho.

Los momentos de la narración en que se presenta el dilema interior de los personajes son, por parte de Frodo, la visita que Gandalf le hace en Bolsón Cerrado en el capítulo La sombra del pasado, en el primer volumen, La Comunidad del Anillo. En el caso de Luke habría una presentación en La Guerra de las galaxias, desde la aparición de Ben Kenobi, hasta el progresivo perfeccionamiento de Luke como caballero Jedi en El Imperio contraataca, y su madurez en El retorno del Jedi. Las escenas en que Luke dialoga con Yoda muestran el modo en que un personaje debe desconfiar progresivamente de sí mismo para apoyarse más en la Fuerza. Yoda no es el gran guerrero que Luke esperaba encontrar —«la guerra no le hace a uno grandioso» es el lacónico comentario del maestro Jedi a Luke en el momento de su primer encuentro—. En definitiva lo que Yoda pide a su discípulo es un salto de fe, algo presente en los universos diegéticos de Lucas, como se constata en la serie de Indiana Jones, o en Willow. Cuando Luke se dispone a sacar su nave del fondo del lago, titubea: «Lo intentaré», dice. «¡No!», replica Yoda; «hazlo o no lo hagas; pero no lo intentes». Luke fracasa, no porque la nave «es demasiado grande», sino porque le falta fe. «Tú siempre dices que no se puede», le reprocha Yoda. Mover la nave es sólo imposible en la mente de Luke. Yoda responde con la demostración de que no es la apariencia lo que debe guiar los juicios, tantas veces vanos y falsos: «Tú me juzgas por el tamaño; no importa el tamaño». La Fuerza les hace «seres luminosos», y Luke está llamado a descubrir su presencia entre el árbol y la roca, entre él mismo y su maestro... Cuando, al terminar la secuencia, con la nave X-wing de Luke ya fuera del agua, Luke comente «Yo... no puedo creerlo», la respuesta de Yoda será concluyente: «Ya; por eso has fallado». El obstáculo nunca es el problema; las trabas para vencer están siempre dentro del corazón.

Luke siente ya la Fuerza, pero no la puede controlar. Su impaciencia le convierte en presa fácil ante la tentación del Reverso Tenebroso (sinónimo de «ira, miedo, agresión»), porque «hay mucha cólera en él», algo de lo que el Emperador ya se ha percatado. El lado oscuro de la Fuerza es «más rápido, más fácil, más seductor». Y dominará para siempre el destino de los que se dejen vencer por él: anulará su libertad, les hará esclavos de la propia ambición. Como el Anillo, que consume la mente de los sucesivos Portadores; de ahí la piedad que siente Frodo hacia Gollum: conoce perfectamente los padecimientos interiores por que está pasando, porque él mismo siente cada vez más fuerte la tentación de reclamar el Único para sí. La radical maldad del Anillo o del Reverso se apoya en que incapacitan para el bien, para una elección verdaderamente libre.

La propuesta de Ben y Yoda es la paciencia, cuando Luke decide marchar a salvar a sus amigos sin haber concluido su entrenamiento: «Si honras aquello por lo que luchan, sí puedes dejarles morir» —Luke quiere, en el fondo, ser providencia para sus amigos: controlar su parte de y en la historia. Pronto comprobará la verdad de las cosas—. De modo que, ante su obstinación, la última recomendación es: «Que no te invada el odio».

Otro hito importante en la formación de Luke como Jedi es la entrada en el ominoso bosque donde debe introducirse, impelido por Yoda: «Tienes que entrar», le dice. «Siento frío, muerte», dice Luke. Y, aunque había repetido con frecuencia que no tenía miedo, va a ver hecha realidad la advertencia de Yoda: «Lo tendrás...». En el bosque va a encontrar «sólo lo que lleves contigo». Es una escena que guarda un paralelismo agudo con El Espejo de Galadriel, en El Señor de los Anillos. Tanto Frodo como Luke van a encontrar en sus visiones atisbos de cosas por venir, cuyo significado actual se les escapa —depende en gran medida de su libertad; por eso el futuro está siempre en movimiento—. Luke enfrenta a Vader, y ve en el casco arrancado del tronco su propio rostro: su realidad de hijo de Vader, y la posibilidad de llegar a ser él mismo un alter ego de aquél, si se deja seducir por el lado oscuro de la Fuerza. Poco obtienen los dos héroes para resolver sus enigmas: «El Espejo es peligroso como guía de conducta», le dice Galadriel a Frodo, a modo de conclusión.

Libertad y responsabilidad personales

Otro aspecto interesante es la relación que existe entre la peculiar providencia que preside estos mundos posibles —en general, todos los universos del Cuento de Hadas— y la libertad de cada personaje. La lógica interna exige que la libre actuación de cada uno quede a salvo en todo momento, aunque el narrador (Lucas, Tolkien) actúe como prestidigitador, previendo en cierta medida lo que va a ocurrir. De todos modos, en el caso de Tolkien el respeto por la coherencia propia de El Señor de los Anillos le llevó a redactar varios finales distintos para la historia; y el que aparece en la forma que conocemos no es ninguno de ellos. Hay poco de diseño general en un buen cuento: las cosas ruedan hacia su conclusión por la propia fuerza de los hechos. Como en la vida real. Así pues los personajes se hacen merecedores de la alabanza —el premio que esperaban los héroes de la literatura nórdica, aquella lofgeornost, lastworda betst con que concluye Beowulf; y que es lo que anima a Sam a continuar cuando toda esperanza parece haberse desvanecido: sus gestas serán dignas de ser cantadas por los poetas en épocas por venir—; o del castigo, de acuerdo con sus propias acciones. Este modo de actuar permite que lo que Tolkien llamaba «el Consuelo del Final Feliz», quede a salvo: Darth Vader debe “morir”; como debe morir Boromir, con una muerte gloriosa, a la medida de sus exigencias como personaje, según ha sido presentado por el autor desde el inicio de la narración. Es evidente que las premisas del cine comercial hacían imposible, por poner un ejemplo, que Han Solo muriese en El Imperio contraataca. Sin embargo Gandalf muere, como muere Frodo, y son sucesos que forman parte de una lectura esencial de la obra, no simples artificios para hacer que la trama siga adelante. Al ver la película sabemos que todo se arreglará; leyendo El Señor de los Anillos o la Gesta de Beren y Lúthien, y aun más la historia de Túrin Turambar en el Narn i Hîn Húrin de Los Cuentos Inclonclusos, la esperanza nos abandona de plano. De modo que la eucatástrofe —en los dos primeros casos— es tanto mayor cuanto que más inesperada, mientras que la muerte de Túrin resulta plenamente coherente con lo trágico del destino que acompaña a un personaje que, con todo, es responsable de sus acciones: no hay fatum en la Tierra Media.

El personaje de Darth Vader nos sirve para el análisis de la libertad que estamos llevando a cabo. Campbell afirma que es un personaje que no puede desarrollar su albedrío —de hecho, es casi del todo máquina—: rige un sistema totalitario, uniformizado. Ha sido seducido, pero sigue siendo libre. Cada elección que lleva a cabo es un acto voluntario, si bien equivocado; y por tanto, imputable desde el punto de vista moral. De hecho, su evolución interior —motivada, entre otras cosas, por la ternura— culmina con la opción voluntaria por el bien antes del fin (no demasiado tarde; nunca lo es). Annakin Skywalker-Darth Vader proporciona uno de los momentos eucatastróficos de la historia, y su muerte llega, ya redimido, como un paso más en la catarsis de Luke y en su madurez como personaje y como caballero Jedi: pierde un apoyo más, el futuro sigue abierto y en sus manos; él sigue siendo libre, y el Reverso Tenebroso de la Fuerza continúa siendo una amenaza. Cada acción compromete más con la propia libertad y, por tanto, con la personal responsabilidad, de manera que se puede volver la cara atrás. Pero se corre el riesgo de llegar más lejos en la senda del mal que el propio Emperador. Porque se es más poderoso, esto es, más capaz de hacer el bien, de servir; y se corre entonces el riesgo de trocar ese poder en propia vanidad: es la tentación a que sucumben Morgoth y Sauron; pero también la que se insinúa a Saruman, Boromir y Denethor; y la que en última instancia afrontan Gandalf, Galadriel, Aragorn o Faramir. En el combate que enfrenta a Vader con Luke en El Imperio contraataca, el argumento de fuerza para tentar al joven Skywalker es que el Emperador le teme. Y la consecuencia: «únete a mí, y juntos acabaremos con esta beligerancia, y pondremos orden en la galaxia». Es el paso lógico: el dominio según las propias leyes. Como Saruman, quiere usar la Fuerza (el Anillo) para su bien. Pero no se puede. Se trata de la presentación en forma de narración de aquella tentación suprema de ser ley para sí mismo: el eco del bíblico «seréis como dioses» (Génesis 3, 5, una vez más). Gandalf, Elrond y Galadriel, o el propio Aragorn, personajes todos de elevada talla moral y profunda sabiduría, son por eso mismo los que más desconfían de sí mismos, sabedores de las consecuencias que, dentro del cosmos secundario, tendría su búsqueda del Anillo, su posesión y el intento de emplearlo para el bien. Todos ellos vencen la tentación por la vía de la humildad y el servicio al interés común. Luke se lanza al vacío, pero no traiciona. Hay que hacer todo lo que esté en las propias manos, mucho o poco; pero todo, aunque duela y por encima de los más elevados sentimientos —aun lícitos, como el amor que Luke siente por su padre y por Leia—; y aunque el abismo sea inmenso y las certezas de salvarse parezcan nulas. En los cuentos de hadas no hay certezas, como no las hay en la vida: porque no hay nada más arriesgado que vivir una vida verdaderamente libre. Y por eso hay esperanza. Cuando Frodo, refiriéndose al Anillo, afirma: «Hubiese preferido no haberlo visto nunca. ¿Por qué vino a mí? ¿Por qué fui elegido?», Gandalf le responde:

«Preguntas que nadie puede responder (...) De lo que puedes estar seguro es de que no fue por ningún mérito que otros no tengan. Ni por poder, ni por sabiduría, a lo menos. Pero has sido elegido y necesitarás todos tus recursos: fuerza, ánimo, inteligencia». (La sombra del pasado, vol. I p. 93).

La única garantía en Fantasía es un lóbrego camino plagado de incertidumbres.

La importancia del lenguaje en los universos de ficción

A continuación analizaremos otros puntos de conexión entre ambos mundos secundarios. En primer lugar, la importancia que en ambos tienen los lenguajes inventados. Aportan a la historia visos de verosimilitud, autenticidad. En el caso de la Tierra Media este elemento se sitúa en la génesis de toda la cosmovisión tolkieniana. La subcreación en Tolkien siempre se supeditó al poder evocador de las palabras; y los Pueblos que habitan este mundo secundario se entienden en y desde su idioma e historia propios. Para Tolkien, lo mismo que para George Lucas, la coherencia interna era absolutamente imprescindible. Y la sonoridad de los nombres responde a esa necesidad de una correspondencia entre lo designado y el lenguaje: Darth Vader, Moff Tarkin, la Estrella de la Muerte; Skywalker, Leia Organa, Obi Wan, Yoda, Tatooine, Alderaan; Jabba el Hutt, Endor. El idioma de cada grupo define su carácter en la narración: la lengua áspera de los moradores de las arenas (los guerreros tuskens), la rudimentaria forma de comunicación de los jawas, simple e inocente, como la de los ewoks; las voces sintetizadas de los soldados del Imperio; el modo de hablar sereno de Ben Kenobi y Yoda. Y en la Tierra Media, las dulces y complejas construcciones lingüísticas del Quenya y el Sindarin, o la lengua dura como la piedra de los Naugrim; y el perverso idioma de los Orcos, áspero y cruel.

Un personaje como C3PO resulta ser un privilegiado porque es capaz de hablar prácticamente todos los idiomas de la galaxia. Star Wars pone como condición inicial que aceptemos la existencia de robots humanizados, capaces de comunicarse. Tolkien, por su parte, señalaba como rasgo distintivo del Cuento de Hadas la satisfacción de deseos inalcanzables para el hombre: volar libre como los pájaros, comunicarse con otros seres vivos, o nadar como un pez por los fondos del océano. Radagast es un ejemplo de ese deseo que encuentra Consuelo en la Tierra Media.

Los escenarios míticos y el respeto por la Naturaleza

En relación con lo anterior hay que hablar del tratamiento que recibe la naturaleza en estos universos míticos. Ya me he referido al modo como el escenario cósmico donde se desarrolla Star Wars es secundario. George Lucas concede mucha importancia a los paisajes naturales, a lo exótico de los lugares y planetas donde sitúa a los personajes. La naturaleza es presentada como un medio hostil o agradable, a menudo simplificada (desiertos de hielo, o de arena; asteroides; frondosos bosques; pantanos). En el mundo de Tolkien la riqueza de matices es mayor. La sola presencia en un paisaje es capaz de alegrar el corazón o de hacerlo zozobrar. Los entornos opresivos (el Bosque Viejo, el Bosque Negro, Fangorn, Mordor, Isengard o la Comarca destruida por Zarquino), los lugares llenos de una melancólica belleza (Lothlórien, Rivendel), los escenarios agresivos (Helm, el Rauros, Caradhras), son ejemplos ilustrativos de esta personificación de la naturaleza que adquiere consistencia ontológica en la Tierra Media.

Frente a una naturaleza idealizada, o presentada en un estado más o menos puro, la máquina deviene lo uniforme, lo deshumanizado. Ya lo hemos visto al hablar de Vader. Pero lo encontramos también en los marcos y la puesta en escena de todo lo referente al Imperio: las tropas no tienen rostro personal (como no lo tienen los Jinetes Negros), todo obedece a una ley de dominio basada en el miedo y la mentira, que oprime y esclaviza (frente al eco de aquel «la verdad os hará libres» (Juan 8, 32), que resuena en las palabras de la Princesa Leia ante Tarkin: «Cuanto más fuerte sea su opresión más sistemas estelares se le escaparán»). Los Pueblos Libres de Tolkien o la Alianza rebelde muestran esos rasgos que definen el Bien en el mundo mítico: su poder aparente es pequeño; pero atesoran una resistencia inquebrantable que se apoya en la tenacidad y la fuerza que la verdad y la libertad poseen en sí mismas.

Barad-dûr y la Estrella de la Muerte representan esta visión de lo mecanizado anónimo. Y, en menor medida, Isengard, con su progresiva y grotesca degradación en el plano moral interno del mundo tolkieniano. En resumen, aunque se trate de una definición un tanto esquemática, se pone en juego una dualidad: Tecnología frente a Fuerza; Degradación frente a Naturaleza.

El Bien, el Mal y la esperanza: el porqué de un no al maniqueísmo

Como en cualquier cuento tradicional, la oposición entre el Bien y el Mal aparece como una de las constantes de la narración, si bien no es la constante. Y uno de los medios de presentar ese conflicto es la contraposición de tamaños. El Mal abruma, sus dimensiones son inabarcables, de modo que el gozo de la eucatástrofe resulta siempre afilado, como lo es la alegría de la esperanza recobrada en la vida real. Momentos eucatastróficos son, por ejemplo: la destrucción de las Estrellas de la Muerte, la presencia de Obi Wan en el ataque final, y después; el encuentro de Han y Luke en el hielo; o el rescate de Han Solo. Desde el principio mismo de Star Wars encontramos esa oposición de tamaños: el crucero imperial que persigue a la pequeña nave consular; la Estrella de la Muerte; la estación nodriza de El Imperio contraataca, junto a la que palidecen las dimensiones de los cruceros. Sus paralelos en la Tierra Media podrían ser los ejércitos de Sauron en los campos de Cormallen, la fortaleza de Barad-dûr, o la omnipresencia de los Nazgûl. Tenemos un atisbo de la alegría que seguirá a la victoria final, pero desconocemos los caminos por los que la narración nos va a llevar a la consecución del triunfo final —un triunfo que nunca es definitivo—, y sabemos con dolorosa certeza que en el trayecto encontraremos el sufrimiento, acechando a cada paso. La esperanza en Fantasía siempre pende de un hilo finísimo; si bien muy resistente.

Quiero hacer notar que los buenos cuentos de hadas presentan esta pugna con todos los matices de gris que posee la lucha entre el Bien y el Mal en la vida real: no hay simplificaciones al estilo de buenos y malos —que restarían credibilidad secundaria a los universos míticos—, sino que el autor procura presentar la pugna interna que cada personaje padece, con la intención de mostrar cómo su libertad es siempre lo que está en juego, y de qué modo misterioso queda a salvo en el propio fuero interno la posibilidad de obrar en un sentido u otro. Boromir y Frodo en Amon Hen son dos buenos ejemplos (cfr. El Señor de los Anillos, vol. I, págs. 564-579, passim), como lo es la evolución interior de Darth Vader en Star Wars.

Cabe, en cualquier caso, una matización en el caso de la Trilogía. Las fuerzas del Imperio, con sus uniformes al estilo nazi, muestran una concepción totalitaria del poder, apoyada en el terror —«El miedo mantendrá en orden los sistemas locales», afirma Tarkin ante la amenaza de una posible revuelta general— un tanto simplificada, en una polarización que no tiene paralelo en la Tierra Media.

Historia y tradición

La importancia de la historia y la tradición se presenta en estos universos míticos a través de pequeños atisbos del pasado. Obi Wan nos informa, como sin querer, de las guerras Klon, acaecidas hace años; mientras afirma que «durante más de mil generaciones los caballeros Jedi fueron guardianes de la paz y la justicia frente a los tenebrosos tiempos del Imperio». Tras el velo de la historia inmediata adivinamos un mundo que se explica a partir de su propia memoria arcana. En la Tierra Media gran parte de la impresión de realidad que domina la narración, radica en la existencia de tres Edades anteriores a aquélla en cuyo extremo se sitúa la acción de El Señor de los Anillos. Los acontecimientos anteriores dan respuesta a las preguntas del presente. Y en ese contexto es donde cada personaje va a descubrir su papel, personal e intransferible, para llevar la historia adelante. Personajes como Ben Kenobi, Gandalf, Yoda o Elrond sirven como teloneros de un pasado que llega muy lejos: conservan la memoria explicativa del presente, y son capaces de entrever el futuro —aunque, como afirma Yoda, «siempre en movimiento el futuro está»: la libertad hace imposible la predicción de lo que está por venir. Yoda será quien más tarde manifieste su sorpresa («Inesperado», dice) ante la noticia de que Vader le ha dicho a Luke que es su padre. Como Sméagol, cuya actuación decisiva antes del fin había predicho Gandalf, aunque sin saber a ciencia cierta el modo en que se realizaría—.

Los cuentos de hadas... ¿cosas de niños?

Un último aspecto, antes de concluir: ¿son los cuentos de hadas “cosas de niños”? Lo sean o no, ¿son los niños sus destinatarios, siquiera principales? Es evidente que analizar esta polémica excede los límites del presente artículo. Sin embargo, sí quiero hacer una breve reflexión sobre el concepto de “niño” que Tolkien explica en el ensayo al que he hecho referencia al inicio de estas páginas (CH, págs. 45 a 60). George Lucas defiende un concepto semejante, y eso se refleja en la elaboración, por ejemplo, de mundos éticos que coinciden en muchas de sus ideas de fondo.

«Si algún interés tiene la lectura de los cuentos de hadas como género específico es que merece la pena escribirlos por y para los adultos. Pondrán en ellos, sin duda, y de ellos extraerán más de lo que los niños puedan poner y obtener» (CH, pp. 58-59).

Tildar despectivamente los cuentos de cosas de niños responde a una mentalidad que desprecia la condición infantil apoyándose precisamente en una de las virtudes más maravillosas que posee la infancia: la inocencia, el acercamiento a la Verdad (literaria o de cualquier ciencia o saber humano) sin prejuicios. El niño es lo más cercano que nos queda al puro deseo de sabiduría. Ya Chesterton había escrito que el infantil es público exigente —probablemente el que más demanda—, y que muchas veces sus juicios sobre la coherencia de las actuaciones de los personajes de ficción resultan inapelables. Al establecerse el acercamiento a la verdad literaria desde un plano epistemológico, la “niñez” pierde su conexión con lo meramente biológico, para enraizarse profundamente en el deseo de conocer, de aprender.

Habla Tolkien de nuevo: «(...) en mi opinión, los cuentos de hadas no han de estar particularmente asociados con niños. Existe una relación de tipo natural, porque los niños son seres humanos y los cuentos son algo connatural a la sensibilidad humana (aunque no tenga por qué ser universal)» (CH, p. 55). Así pues, ni todos los cuentos han de gustar a todos los niños, ni la clave del problema reside en la edad. Quizá lo más justo sea reconocer que la base del gusto por este tipo de literatura está en tener corazón de niño: un ánimo valeroso y justo, recio y abierto a la verdad; no la ñoñería del chaval mimado, sino el coraje del que está dispuesto a enfrentar la vida de todos los días, el cuento de hadas de la existencia personal, en el camino que es cada vida singular. En ese caminar, los cuentos de hadas nos proporcionan quizá el Consuelo, como un eco de lo que no es, pero que llegará a ser. Y, mientras tanto, lo deseamos con todas nuestras fuerzas. Como los Niños.

Eduardo Segura
Traductor
Doctor en Filología


  

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