Osgiliath 2003 de la C.E.

03 de Diciembre de 2006, a las 00:02 - Ricard
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9. Tullken en el Jardín de las Delicias

Tullken lo sabía y aun así se dejó atrapar.
El dolor y el mareo eran insoportables y parecían bailotear en su cabeza con venenosa alegría. A su alrededor todo era oscuridad, pues mantenía los ojos bien cerrados debido a la presión de los dos “Bailarines”. Para cuando los abrió lo supo.
Se encontraba otra vez en la misma calle en la cual despertó después de la noche en blanco del uno de Mayo. La noche en que murió Arasereg. Su cabeza le decía en su interior que algo fallaba. ¿Acaso aquella situación no debía de ser ya parte de su pasado? Pero aun sabiendo que aquello era un sueño, se dejó atrapar por el Dolor y el Mareo –convertidos ya en inseparables amantes en su cabeza- los cuales le apretaban tanto que le obligaron a desistir de la idea de encontrarse en un sueño, una ilusión o una visión. Parecían querer dejar claro que, por lo menos, ellos eran bien reales.
Encontrándose en medio de esas cavilaciones, Tullken no se percató de la figura que se acercó a él. Solo cuando levantó la vista vio que se trataba de Burtz, el semi-orco, el cual lo observaba con una media sonrisa burlona en el rostro.
Tullken solo entonces tuvo un pensamiento: Esta vez haría las cosas bien y no se dejaría acorralar, a pesar de que Burtz iba solo, como la otra vez. De esta forma, empezó a correr por la calle en dirección contraria en la que avanzaba implacablemente Burtz.
Y como una negación que quisiese confirmar la imposibilidad de esa situación, Tullken se encontró con que una tapia alta y de macizos ladrillos cortaba su huida. Sintiendo que el corazón le martilleaba como el de un conejo en una cacería, se limitó a ver el acercamiento de Burtz, el cual parecía más alto y sombrío a cada paso. Dichos pasos parecían estar acompañados de otro ruido sordo y lejano, como el romper de las olas en una playa invisible y desconocida; aunque cuando más se acercaba Burtz más atronador se volvían aquellos latidos de una especie de corazón que Tullken no llegaba a situar.
Pero en todo aquello dejó de pensar cuando al fin Burtz lo alcanzó y lo acorraló contra el muro. Con un gesto rápido y seco lo agarró por las solapas de la chaqueta del uniforme de instituto y lo mantuvo levantado un palmo del suelo. El semi-orco sonrió y le habló a Tullken, pero éste no oyó la ronca voz de Burtz; en su lugar escuchó la voz más pavorosa y de ultratumba de Denethor:
- ¿Qué, pardillo? Estarás contento, ¿no? ¡Al fin estoy MUERTO!
Espantado por el grito final de Burtz-Denethor, Tullken cerró sus ojos con más fuerza y para cuando los volvió a abrir, la calle, el muro y Burtz habían desaparecido. Solo el Dolor y el Mareo le recordaban que seguían existiendo y que habían sido sus dos anclas con la “realidad”… junto a los secos y regulares sonidos que se oían en la lejanía. Al escucharlos durante un rato, Tullken recordó al fin donde se encontraba.
Lo veía todo de negro debido al vestido de tinieblas de la Noche, pero el vértigo y las nauseas le pusieron al tanto de su lugar en el hombro izquierdo del gigante de piedra. Los truenos púlsatiles que escuchaba eran en realidad el sordo sonido de los pesados pasos del gigante. Quiso levantar la cabeza para ver mejor el paisaje que los rodeaba y para hacerse una idea mejor de donde se hallaban. El cansancio, tercer invitado para atosigar su cuerpo, le “persuadió” de que era mejor no esforzarse mucho y, con un gruñido de resignación, Tullken volvió a bajar la vista para después cerrar los ojos y, sumisamente, dejarse caer en la inconciencia. De hecho, mantener los ojos abiertos o cerrados daba igual cuando a uno le rodeaba la más completa oscuridad nocturna.
Si hubiese podido, Tullken hubiera comprobado que habían dejado muy atrás las Montañas Nubladas. El gigante de piedra, con una determinación de hierro, había seguido caminando toda la noche sin percatarse de su entorno. De esta forma, habían avanzado hacia el Norte, dejando atrás la ciudad de Bree y su polígono industrial y los bastos campos agrícolas en que se habían convertido los antiguos terrenos de la Comarca, desaparecidos ya sus antiguos habitantes.
A esas horas nadie se fijó como el manto estrellado del cielo era escondido por la mole del gigante. Tan solo algunos durmientes de sueño ligero percibieron un rumor parecido al de una tormenta lejana y el suave vibrar de los marcos de las ventanas y de pequeños objetos emplazados en frágiles estanterías cuando el gigante pasaba lo suficientemente cerca para que sus pasos resonaran por las vacías calles.
Las montañas de Angmar pronto quedaron a su derecha como la sombra de un dragón agazapado, y delante de ellos se extendían, hasta el horizonte, las vastas tierras que antaño formaron Arnor. Dichos paisajes eran ahora un lugar salvaje y agreste donde la poca gente que lo habitaba lo hacía en pequeños y aislados pueblos. En esa soledad se movió el gigante por entre los negros bosques, los cuales se hacían más escasos cuando más al Norte se encontraban. Solo un adormilado guardabosque que había permanecido en una plataforma de observación instalada en un centenario abeto se percató de la lejana silueta del gigante recorriendo el bosque a grandes zancadas a la luz de una tímida Luna. Moviendo la cabeza de un lado para otro, el guarda se convenció de que aquello solo era un mal sueño y que para el mes siguiente se desentendería del turno de vigilancia nocturna.
La carrera del gigante se frenó solamente cuando no hubo más camino que recorrer. Delante de él, a la espera de un nuevo amanecer, se extendía el gran mar del Norte, frío y tormentoso desde su origen hasta aquel día. A la diestra del gigante, lejos de allí, se hallaba la Bahía del Hielo, pero justo a su izquierda, silenciosos y sublimes, se alzaban los picos de las Montañas Azules. Para ser más exactos, se alzaban las pocas montañas que alguna vez pertenecieron a la cordillera de las Ered Luin. El resto descansaba, como el resto de Beleriand, bajo las aguas del océano que se extendía delante del gigante.
Éste avanzó hacia los pies de las montañas como si obedeciera a una invisible voz. Apaciguado su ímpetu inicial, el gigante acabó plantado en la playa que bañaba también el muñón de la cordillera que se sumergía en las aguas.
El Sol era tan solo una niebla roja en el horizonte del Este cuando el gigante, de improviso, comenzó a internarse en el mar, dejando al principio que las olas de la playa lucharan por unos instantes contra sus piernas para frenarlo. Sin embargo, el avance del gigante, el cual parecía moverse con pasos solemnes cada vez que se sumergía más en la glacial agua, continuó sin dificultades. Pronto dejó la costa lejos, cubriéndole el agua hasta el pecho con pasmosa velocidad. Parecía que nada impediría que el gigante quedara sepultado bajo toneladas de agua salada, y quien sabe si seguiría andando por el lecho hasta el fin de los tiempos.
El porque hacía aquello el gigante nadie (con Tullken a la cabeza) lo hubiera imaginado; pero fuera cual fuera la razón, a Tullken todo aquel asunto le atenía en tanto que como continuara dormido en el hombro del gigante pronto lo descubriría al sumergirse junto al coloso.
Al final, tal como lo recordaría más adelante Tullken, no fue el ruido de la espumeante agua que producía el cuerpo en sumergirse a toda velocidad, ni fue él mismo quien se autodespertó, sino la familiar sacudida o calambrazo producido por esa fuerza que parecía dominar su cuerpo cada vez que las cosas se ponían peliagudas. Fue como si alguien, de golpe, le zarandeara violentamente el cuerpo y le golpeara los párpados para que abriera los ojos.
Sin tiempo para desperezarse y analizar su situación, Tullken no pudo ni estremecerse al ver como el gigante se hundía en el océano cual barco tocado. De todas formas, aquella energía interior que lo dominaba como a un títere, le obligó a no entretenerse con las vistas y a saltar del hombro del gigante en dirección a la costa, dejando atrás las anchas espaldas que se hundieron definitivamente.
El contacto con el agua helada fue acaso igual o más aturdidor que el despertar de esa mañana. De súbito, Tullken se vio envuelto por una manta de amarga agua que entumeció casi al acto todos sus músculos, teniendo que luchar también con el inestable ir y venir de las olas.
Unos metros más allá, la cabeza del gigante, la cual parecía ya solamente los restos de una solitaria isla, acabó por sumergirse. El coloso había acabado al fin sepultado por las aguas.
Tullken ni siquiera se percató de aquel hecho; bastante ocupado se encontraba intentando no ahogarse. Braceando como un poseído, dejó que las olas lo transportaran lenta pero seguramente hacia la rocosa costa, pues tenía las piernas tan entumecidas que casi no podía moverlas. Afortunadamente para él, el gigante no se había alejado mucho de la playa para hundirse y, a pesar de que le pareció una eternidad, no pasó mucho tiempo hasta que una ola lo lanzara con desdén contra los guijarros que tachonaban la playa.
A trompicones consiguió incorporarse y alejarse unos metros de las olas que con su continuo golpeteo parecían manos de agua que quisieran apresarlo.
Jadeando como si hubiera recorrido el camino de la Luna a la Tierra, Tullken se giró de cara al embravecido mar, al agreste y salvaje paisaje y al terror del viajero al despertarse en un lugar desconocido y diferente del último sitio en que se tumbó.
Quería saber; saber donde se hallaba, porque el gigante había hecho aquella clase de buceó y cual sería su destino a partir de ya. Luego se arrepintió de desear conocimiento con tanta vehemencia, pues la Llama le volvió a golpear, pero esta vez directo a la mente. Tuvo entonces visiones de un pasado remoto y hostil. Vio el mismo lugar donde se encontraba pero milenios atrás, sabiendo que se hallaba en los confines del mundo, en una tierra que ahora era agua. Se aterrorizó al tener ante el teatro privado de su mente las imágenes de gigantes de piedra levantando una monstruosa fortaleza de rocas. “Angband” fue la palabra que se le apareció entonces y lo que le abrió las puertas de la comprensión.
Hubo una vez una generación de seres gigantescos de piedra, mudos y sumisos, quizá bautizados por el mismísimo Aulë para que le ayudaran en la confección de las cordilleras de montañas de Arda, que empero sucumbió a las redes de Morgoth para que construyeran la Fortaleza de Hierro del Señor Oscuro. Después de esa titánica tarea su número habría ido disminuyendo hasta aquel día y aquel momento, en el que Tullken habría observado como quizás el último de su estirpe se sumergía hacia la tumba de sus antepasados y así poder reposar en un sueño eterno junto a ellos.
El destello de imágenes proporcionado por el Don de Radagast desapareció tan bruscamente como había aparecido, como, de hecho, siempre hacía. A Tullken solo le quedaron entonces el frío y el hambre como compañía, sintiendo la mojada ropa pegada a su piel y el continuo ulular del viento, aunque se le ocurrió que quizás podría encontrar cierto cobijo al amparo de las enormes montañas que tenía justo a su izquierda y que se perdían en el mar en grandes acantilados.
Con solo dar unos tintineantes pasos hacia ellas otra explosión en su mente le comunicó que aquellas eran las “Montañas Azules”. Tullken estuvo tentado de contestar “gracias” en voz alta ante la revelación de aquel poder tan hermético y ajeno a él pero que, indudablemente, llevaba dentro de sí mismo.
En la misma lenta progresión con la que el Sol salía por el Este, Tullken consiguió llegar a la base de las montañas con el vaho que le salía por la boca como lo habría hecho el humo de la boca de un dragón. Había recorrido quizás tan solo cien metros a pie, pero el suelo pedregoso, desnudo e irregular había maltratado sus pies, y el viento, que iba y venía en fuertes ráfagas, le acentuaba la sensación de frío que sentía su piel en contacto con su ropa mojada.
Al llegar al amparo de las montañas, se permitió dar un vistazo con más profundidad a las tierras que le rodeaban. Tullken nunca había visto un desierto con sus propios ojos, pero aquello debería ser lo más cercano. Clavara donde clavara su mirada, no veía ni un triste árbol o construcción humana que rompiera la línea del horizonte. Solo rocas y más rocas, con alguno que otro montículo que rompía esa “armonía”. La desolación era extrema a menos que uno desviara la vista, pues entonces se encontraba ante ese mar de aguas grises y la sierra de montañas que, más que azules, a Tullken le parecieron negras y siniestras.
Era también en ellas donde, a parte de romper las olas del océano, chocaban las nubes del cielo, bajas, grises y extensas como todo en aquel lugar, de forma que era imposible ver las cimas de las Montañas y Tullken tuvo la desagradable sensación de tener un agobiante techo sobre la cabeza.
Intentando distraerse de esas preocupaciones y como un viejo de cien años, se sentó en una roca, a modo de sillón, para intentar descansar y ordenar su mente. ¡Aún cabía la surrealista posibilidad de que tuviera una “idea genial” a última hora para encontrar lo que había venido a buscar!
Cerrando los ojos con pesadez, Tullken sintió un alivio que suponía similar a lo que sería si le hubiesen sacado de allí y puesto en una blanda cama; o por lo menos así le gustaba pensar.
En verdad, si se sentía mejor al cerrar los ojos era por el silencio. La calma que reinaba por la zona, acompasada por el rítmico vaivén de las olas del mar, sumado al cansancio que portaba como una carga, domaron sus crispados nervios y le sumieron en un estado taciturno que de lejos se hubiera confundido con el más simple y placentero de los sueños.
También fue de ese modo como pudo oír el leve -minúsculo más bien- ruido de piedras moviéndose de alguien al andar, y que solo consiguió oír gracias a que se encontraba en ese estado de casi perfecta serenidad y concentración en el cual el ruido de un ratón andando sobre cristal pulido habría sido igual de estridente que el vociferante viento que ponía banda sonora de fondo al paraje.
Aquella ínfima evidencia de vida cercana hizo que Tullken abriese sus ojos al acto. No tardó en arrepentirse de haberlo hecho, pues las sienes, y su cabeza en general, se retorcieron de dolor como unos goznes oxidados, vislumbrando por el rabillo del ojo la sombra de una figura que huyó tan buen punto él movió los párpados.
El recién llegado no tardó en desaparecer entre las rocas que poblaban el lugar. Impulsado por una especie de resorte mecánico, Tullken se levantó y empezó a seguir a su misterioso visitante. Pudiera ser que fuera un peligro o no, pero en esa misma incertidumbre vio Tullken la posibilidad de encontrar otro recodo que cambiara su trayectoria en el viaje. Al fin y al cabo, uno no podía hablar solo con las piedras.
Dejando escapar resuellos como un caballo de carreras, Tullken consiguió secarse el agua pegajosa de sal del mar calentando su cuerpo en esa persecución entre desconocidos. Siguiendo los nada disimulados pasos de su “presa” (que, debido a pequeños desprendimientos y al eco que producían en las montañas, eran audibles como truenos), la alcanzó sin dificultades, ya que, como comprobó al momento, sus piernas, y por ende zancadas, eran mucho mayores.
Su “espía” era una figura muy menuda y de cortas piernas, recubierta por unos anchos abrigo y capucha que, de seguro, eran más efectivos para el clima de la zona que las ropas de Tullken. Éste solo tuvo una visión fugaz de las espaldas del otro, de forma que creyó en un principio que perseguía a un niño de no más de diez años.
A medida que iba dándole alcance, la persecución se hizo más fatigosa debido a que empezaban a correr por un terreno más empinado, subiendo en dirección al “techo” de nubes que cubría las cimas y dejando rodar tras de si los guijarros más débilmente aferrados a las laderas.
Así podrían haber continuado toda la mañana si, al girar en un recodo, Tullken no se hubiese encontrado con que el niño había desaparecido. Esfumado. Literalmente volatilizado…
Al desconcierto que lo invadió le siguió una cierta sensación de alivio. ¡Por lo menos no tendría que correr más como un condenado! Pero fue pensar aquello para que el fuego de la Llama Imperecedera volviera a levantarse en su interior como un geiser. Su virulencia se desató como un molesto zumbido en la cabeza de Tullken que le instaba a seguir con ese juego del gato y el ratón. Más enojado que dolorido por esa nueva interrupción, Tullken empezó a rebuscar como un loco en el lugar donde la lógica prefiguraba que tendría que seguir estando aquel crío.
Las tristes rocas parecían burlarse de él con su inerte silencio cada vez que las removía, sintiéndose más estúpido a cada segundo que pasaba por buscar lo que ya parecía inhallable.
Siguió sintiéndose así incluso instantes después de encontrar la cueva –más bien agujero- en la ladera de la montaña, escondida detrás de una angulosa esquina que había estado a un palmo de sus morros todo el rato. Casi podía ver las huellas dejadas por el niño al penetrar por la cavidad.
Quiso reprocharse algo, pero al no saber muy bien el qué, sencillamente se quedó allí, observando la cuenca vacía, como de calavera, que parecía la entrada a una conejera. La oscuridad que llenaba, como una sustancia sólida, lo que parecía ser el principio de un largo laberinto subterráneo repelieron a Tullken al acto. Era como si hubiese topado contra un muro de fuego o una impenetrable pared de hielo puro.
Imbuido por esa seguridad en su negación de no seguir ese camino, Tullken olvidó la críptica presencia en su interior de ese catalizador que había despertado en su cuerpo después de siglos de saltar de padres a tíos segundos, y de éstos, a los “indefensos” hijos. Sin hacer esperar mucho su acto de presencia, el Don de Radagast volvió a zumbar con fuerza en la cabeza de Tullken, de tal modo que el chico creyó que un enjambre entero de avispas le aguijoneaba el cráneo. El mensaje del místico poder era claro: “ENTRA. Lo que buscamos esta aquí dentro”.
Precipitadamente, Tullken se arrodilló para introducirse con rapidez por esa pequeña cueva. Al instante, el doloroso zumbido desapareció, acrecentándose el alivio de Tullken debido al silencio y frescor que ocupaban el agujero.
Un poco desconcertado y mareado por no haber comido y bebido nada aun, Tullken permaneció unos instantes agazapado en esas tinieblas sin saber que hacer. Solo la inquietud de hallarse en ese lugar le empujó a ponerse en movimiento para salir de allí cuanto antes. Esa topera no tardó en rebelarse más bien como un túnel de gusano que penetraba en las entrañas de las montañas, y cuyo final se perdía entre las sombras.
Aquella evidencia era lo que más inquietaba a Tullken, pues si bien al principio había tenido la ayuda de la mortecina luz que penetraba por la entrada, a medida que iba internándose más la negrura era total; de forma que más de una vez tropezó con rocas que tapizaban el suelo y se golpeó su cabeza con el techo por no verlo. Por lo menos parecía ser que la caverna no tenía bifurcaciones ni ningún otro obstáculo de importancia, por no mencionar que si un niño había pasado por allí con total naturalidad significaba que tendría que haber alguna salida.
Mantener encendida esa idea en su cabeza, permitió a Tullken hallar al fin la salida; y con el ímpetu similar a la de la polilla que se dirige a la luz, salió por una estrecha obertura al exterior.
Más que la caída que siguió a su precipitada salida, lo que más le dolió a Tullken fue la luz radiante que cogió desprevenidos a sus mal acostumbrados ojos. Fue ese deslumbramiento también el que causó que no fuera capaz de entrever el pequeño acantilado al cual daba la salida la cueva, precipitando así su caída.
Aguijonazos de rocas frías y contusiones esperaba haber hallado Tullken en aquel choque, pero en cambió cayó sobre un suelo blando y caliente. Su primer pensamiento fue sorprenderse, e incluso escandalizarse, pero tan abatido y cansado se encontraba que su instinto le mandó, antes que nada, cerrar los ojos y dejarse llevar por la calidez que brindaba ese suelo, mientras la blandura la proporcionaba una bien nutrido manto de hierba (¡pues en verdad era hierba todo lo que rodeaba ahora su cuerpo tumbado panza abajo!).
Bastaron unos minutos de reparador descanso sobre el césped para que, automáticamente, Tullken empezara a preguntarse donde demonios había ido a parar. Con un poco de teatral esfuerzo y dolor, se reincorporó, dejando que el mareo –convertido ya en mera comparsa de una débil fatiga- lo zarandeara unos segundos al levantarse por completo.
Cuando al fin sus ojos se aclararon y su mente se despejó, aun hacía esfuerzos para creer lo que los primeros habían visto de reojo al levantarse él.
Más allá del pequeño prado de verde hierba donde había caído se extendía un frondoso bosque de bajos árboles que la vista no llegaba a abarcar, y cuyo brillante y claro verdor, lejos de la oscuridad que podía reinar en otros bosques, parecía invitarle a uno a perderse por su interior. “ Por Eru… He dado toda la vuelta a la Tierra Media… para volver a casa”, pensó con perpleja alegría Tullken al recordarle ese bosque uno de los muchos parques que florecían en Osgiliath, como islotes de vegetación en medio de la marea de asfalto.
Embriagado por el lugar, no tardó en dejar que la razón y la lógica volvieran a gobernar en su cabeza y le dieran una explicación plausible para todo aquello. Por la conclusión a la cual llegó, debería haber ido a parar a un recóndito valle escondido entre las Montañas Azules, las cuales rodeaban con su gris e imponente presencia todo el horizonte, dirigiera donde dirigiera la vista Tullken. Era la misma sierra de rocas la que frenaba el paso de las nubes y las frías corrientes, permitiendo que el cielo sobre el valle fuera tan luminoso y claro como el de un día de verano. Y la temperatura cálida que dominaba el ambiente era debido, sin duda, al vulcanismo que irradiaba toda la zona. Tullken lo percibió por el leve murmullo que hacía vibrar disimuladamente el suelo donde tenía puestos los pies.
De hecho, solo las brumas de niebla que se mecían por encima de las tranquilas copas de los árboles (y surgidas con toda seguridad de algún deposito de aguas termales) empañaban el azul resplandeciente del cielo.
Notando el sordo rumor del desentumecimiento en sus articulaciones, Tullken dio unos vacilantes pasos hacia el bosque. Ni notaba sus pisadas sobre el acolchado suelo de hierba.
No tardó en oír el casi apagado ruido de un riachuelo que bajaba de las montañas, serpenteaba por el prado y se perdía en el bosque. Tullken se acercó a él y comprobó con jubilo que sus aguas eran cristalinas y frescas, pues procedían directamente de las cimas de las montañas. Después de saciarse se sintió con bastante valor y fuerzas para investigar el bosque.
Allí los primerizos rayos del Sol se colaban con sosegada calma entre las verdes y lustrosas hojas de los árboles, mientras una espectral capa de neblina cubría el suelo y a sus raíces. Tullken pudo corroborar que estos no eran muy altos y que parecían estar plantados en filas ordenadas, tal como en un jardín o huerto. Por lo que también vio, la mayoría eran árboles frutales. La visión de los frutos colgando holgadamente de sus ramas le recordó al mismo tiempo a Tullken que su estómago era ahora como una mugiente bestia ávida de comida.
Un poco cohibido por encontrarse en un lugar desconocido y por el silencio parecido al de un cementerio (no se oía ningún pájaro) que reinaba en el sitio, Tullken se quedó bastante rato sopesando la posibilidad de empezar a coger frutos sin ton ni son hasta quedar satisfecho.
No tardó mucho en imponerse el instinto y Tullken comenzó por arrancar una roja manzana del árbol que tenía más de cerca. La fruta le pareció sabrosísima a su seco paladar y empezó a sentirse un poco más vivo después de haber pasado tantas penurias, percibiendo una pizca de aquello que hacía días que no sentía: paz y sosiego.
Deambulando por el bosquecillo como lo haría el cliente de un supermercado que eligiera los productos de las estanterías, Tullken cogía las frutas que se le antojaban, sin acordarse de casi nada de lo que le había llevado hasta allí.
Por eso, cuando retiró las ramas de un arbolillo para agarrar otra fruta y se encontró con que un rostro le observaba directo a la cara, el respingo debido al susto y al desconcierto fue tan espectacular como aquello que acababa de ver entre las ramas del árbol. Solamente cuando el corazón le volvió a latir a ritmo normal se atrevió Tullken a comprobar si sus ojos le habían engañado.
Con el temblor en sus manos, volvió a apartar las ramas; y las hojas le permitieron ver una cabeza entera que parecía haber sido tallada en la mismísima corteza del árbol. El rostro se parecía al de una mujer joven, poseyendo su piel diferentes tonalidades de color debido a la madera con que se diría que estaba hecha. Tenía los ojos cerrados y parecía estar sumida en un profundo sueño, lo que le confería una aureola de tranquilidad y paz.
En fijarse más, Tullken vio que el tronco del árbol era en realidad la figura en madera de una joven, cuyos pies se perdían en la tierra. Las ramas y hojas le rodeaban la parte superior del cuerpo como un chal o una caperuza, tal como si también llevara un paraguas verde permanente.
Excitado por ese descubrimiento, Tullken empezó a mirar más detenidamente los demás árboles. Todos parecían enormes esculturas en madera de mujeres durmientes y cubiertas por frugales mantos de vegetación. Algunos rostros que vio eran arrugados y pardos como las cortezas de un viejo roble, poniendo en evidencia su vejez; mientras que otros eran lisos y claros como la corteza de los árboles del Sur debido a su juventud.
Tullken no podía llegar ni a creérselo. Era un bosque entero de ents-mujeres.
Una extraña aprensión, mezclada con la excitación, hicieron que Tullken permaneciera quieto en medio de ellas, como intentando el menor acercamiento posible. No sabía muy bien porque, pero tenía la vaga sensación de haber penetrado en un sitio prohibido, solo reservado para ellas; por eso, cuando se dio cuenta de que aun portaba en la mano una pera a medio masticar, la dejó caer al suelo como si fuera de fuego.
Abriendo y cerrando la boca como un pez que se estuviera ahogando debido al estupor, Tullken solo pareció obtener todas las respuestas sobre el lugar donde había ido a parar al descubrir la menuda figura del niño encapuchado que había perseguido hasta allí espiándole detrás del “tronco” de una de las ents-mujeres.
- ¡Eh, tú! – le gritó el dúnadan, saliendo al acto de su aturdimiento.
Incluso Tullken tuvo que reconocer que con la brusquedad y sequedad con la que llamó la atención al niño, él también habría salido corriendo. De todas maneras, eso no impidió que al final Tullken tuviera que volver a correr fatigosamente tras la criatura, la cual se había ya perdido entre las ents-mujeres.
Sus huellas, eso sí, no tardaron en hacerse visibles en el barro que lamía las orillas del riachuelo que Tullken había ido siguiendo para penetrar en el bosque. Éste dio bastantes rodeos recorriendo la trayectoria sinuosa del río entre las ents-mujeres, hasta que al fin lo condujo hasta un extenso prado que se abría al cielo, más allá del bosque.
El riachuelo se perdía en la lejanía por entre la ondulante hierba que crecía por todas partes y los montículos que cubrían el prado como montes en miniatura.
Ese prado parecía ocupar la extensa zona central del valle, se dijo Tullken a la vez que se ponía en marcha por entre la hierba, la cual le llegaba hasta las rodillas. Olvidada ya su obsesión inicial para dar alcance al niño, Tullken decidió subirse entonces a uno de aquellos pequeños montículos para poder tener una visión más amplia del extraño paraje al cual había ido a parar.
Mucho más grandes de lo que le habían parecido de lejos, los cerros se alzaban con ominoso silencio, como si entre ellos tuvieran alguna conversación secreta y muda. Tullken escogió el que tenía más cerca para su propósito de exploración, subiéndolo con más dificultades que maña.
Arriba dejó que una casi intangible brisa matutina le secara el sudor y las ropas mojadas, dispuesto ya a escudriñar los alrededores. Pero justo al llegar al punto más alto, Tullken sintió como el suelo cubierto de hierba parecía crujir a cada paso suyo. Antes de que ni pudiera aparecer un interrogante en su cabeza debido aquello, el chico se hundió con todo su peso en el suelo.
Tan asustado como sorprendido, vio con impotencia como la tierra se lo había tragado con gran estrépito hasta la altura del pecho en un abrir y cerrar de ojos. Al punto, comenzaron a oírse unos gritos que confundieron más a Tullken, que ya ni sabía como tomarse aquello.
El chico, al encontrarse semienterrado e inmovilizado en la tierra, no pudo ver bien el origen de los gritos y la actividad que había empezado a desencadenarse a su alrededor.
Tan solo consiguió ver unas borrosas formas que empezaban a aparecer de súbito al pie de las lomas, y que no tardaron a trepar por ellas en dirección a él.
En pocos segundos, se vio rodeado por más de una docena de ojos curiosos que lo observaban desde la altura privilegiada que permitía estar entero sobre el suelo. Asimismo, era Tullken quien contemplaba a los recién aparecidos con ojos como platos y sin poder ejecutar habla alguna. Vio entre ellos al niño encapuchado que había estado persiguiendo, aunque, como muchos de los que ahora le rodeaban, no era en realidad un niño, a pesar de su corta estatura. La realidad era más simple y acaso perturbadora: sencillamente había ido ha encontrarse a la merced de lo que parecía ser un pueblo entero de Hobbits.
Tragando saliva y sin ni siquiera parpadear, dejó que los, tan sorprendidos como él, Medianos lo examinaran con una mezcla de sorpresa, curiosidad y aprensión, chismorreando entre ellos en voz baja.
Desde su posición, observó Tullken que se trataba de una amplia comunidad, pues había tantos viejos como jóvenes, pasando por todo el abanico de edades intermedias; aunque todos iban vestidos igual, con ropas anticuadas y rústicas, dejando a la vista sus descalzos y grandes pies; tan feos y peludos como siempre se los había imaginado Tullken.
La verdad era que ninguno de ellos sobresalía por su belleza, pues los adultos parecían niños envejecidos prematuramente, con profundas arrugas que ponían de manifiesto la dureza de la vida de campo. Solo los niños, de grandes y redondos ojos, parecían concordar con su minúscula estatura.
A pesar de aquello, lo que quizá era lo más desquiciante fueran los comentarios que se dirigían entre ellos, haciendo referencia, sin duda, a él, como si fuera un sapo rosa brotado de la nada. Incluso Tullken divisó a una pareja de ancianos que lloraban desconsoladamente cada vez que posaban sus miradas en él.
Cansado de ese panorama, el muchacho reunió el suficiente valor para dirigirse a esa comunidad, sin saber muy bien aun que iba a decirles..
- Ehem, esto, uh… eh… perdonen, ¿pero alguien podría ayudarme a salir?
Esa escueta frase que Tullken había pronunciado con más timidez y lentitud de las usuales para evitar su tartamudeo nervioso, provocó un nuevo revuelo entre los hobbits, que se tradujo en una nueva oleada de murmullos, más ruidosa y excitada que la anterior. Solo los chiquillos parecían divertidos ante el “descubrimiento” de que la “cosa” clavada en el suelo podía hablar.
En estas, se plantó delante suyo un hobbit robusto, grueso como un barril, de ancho rostro enmarcado por unas gruesas y rizadas patillas, y con cara de pocos amigos. Lo examinó por unos instantes con sus pequeños y oscuros ojos como de sapo y, acto seguido, cogió aire para hacerse oír por encima del chismorreo de la multitud.
- ¡Creerme no quería yo las palabras que he oído hoy tan solo levantarme; pero parecen verdad los rumores que ahora nos azotan! ¡Un extranjero ha ido a parar donde nosotros! ¡Cara veo que posee, al igual que ojos y boca; siendo de ese modo, contésteme, intruso, ¿Cómo te llamas?
El hobbit había hablado una variante del Común, bastante arcaica y con potente voz, que bastó para acallar a los demás y que a Tullken le recordó el acento y modos de Pallando. Eran lenguajes de otros tiempos.
- M-me llamo T-tullken…
Otra ola de sorpresa recorrió las filas, pero esta vez fue más contenida; mientras que el hobbit obeso los miraba a todos con una sardónica sonrisa en el rostro como intentando decir “¿Lo veis? Yo ya lo sabía”.
- Y decidme, maese Tullken, ¿cómo habéis conseguido llegar a nuestra morada? – preguntó, con casi una reverencia, ese mismo hobbit.
Un poco nervioso por ese interrogatorio, Tullken contestó apresuradamente.
- Pues… Le he seguido a él – contestó señalando al hobbit de la capucha.
De inmediato, una exclamación de asombro se elevó en el grupo y todas las miradas acusatorias se clavaron en el indefenso hobbit encapuchado.
- Yo… yo… solo había salido al exterior para… para ¡Vigilar las fronteras!… ¡Pero ha sido él quien me ha seguido! – proclamó, con temblores, el pobre hobbit.
- Sea como sea, el extranjero parece haber venido de muy lejos para saquear nuestros huertos – indicó el hobbit grande echando un vistazo a los restos de pulpa de fruta que “adornaban” la bufanda gris del chico – Y no solo eso, sino que, además, entra en nuestro pueblo y destroza el tejado y la casa de los señores Oswin – puntualizó señalando a los ancianos que se lamentaban sin consuelo.
Al fin, Tullken pudo comprender un poco más. Los túmulos del prado constituían los “smials” del pueblo hobbit; y él, en su impulso de exploración, se había subido encima de uno, con tan mala fortuna que las vigas de la casa no habían podido aguantar su peso. Ahora entendía el alboroto de todos ellos al oír su “caída” y el lamento de los vejetes. ¡No debía de ser muy agradable ver aparecer un par de piernas gigantes por el tejado de tú casa solo empezar la mañana!
- ¿Y qué vamos a hacer con él? Según nos dijo el…
- ¡Perdone, maese Thain, pero espere! – exclamó de repente un joven hobbit de rubios cabellos y más alto que los demás, cortando al hobbit de las pobladas patillas.
- ¿Qué ocurre, Fair Hyll? Todos sabemos desde hace generaciones que lo que él era…
- Sí, sí, ya lo sé, Thain, pero ¿cuánto hace que no recibimos la visita de alguien de fuera? Y ya no digamos noticias del exterior… Creo justo que perdonemos las posibles afrentas del señor Tullken (hechas, indudablemente, sin la más absoluta mala fe) y que intentemos hacerle lo más cómoda posible su estancia en el seno de nuestra humilde villa.
El inesperado discurso del joven Fair Hyll, acompañado por el fervor ingenuo y contagioso de la juventud, halló su aceptación entre sus semejantes en forma de exclamaciones de aprobación.
El hobbit corpulento que respondía al título de Thain se limitó a arrugar el ceño y a gruñir confuso.
- Mmm… No lo veo claro, pero en fin… - dijo con un suspiro final; y con un gesto ordenó a unos cuantos que ayudaran a salir a Tullken del agujero.
Agradecido sinceramente por el súbito cambió de la situación, Tullken dejó que por unos minutos los hobbits se quedaran embobados observándole como si fuera un “bicho raro”. Les sorprendía su altura, sus extrañas vestimentas y, sobretodo, su calzado, algo inexistente para ellos.
Finalmente la sorpresa murió y todos ellos volvieron a sus tareas. Solo Fair se quedó junto a Tullken.
- Bienvenido a Nueva Hobbiton, maese Tullken – le saludó cordialmente el hobbit, el cual casi le llegaba a la altura del hombro y poseía un rostro más agradable que el de los demás medianos, adornado por unos ojos azules como el cielo que los cubría.
- Gracias, eh, por todo – contestó Tullken, un poco fuera de lugar aún – Uh, esto… ¿No podría hacer algo para esos señores? – indicó refiriéndose a la pareja a la cual había agujereado la casa.
- Tranquilo; los señores Oswin obtendrán el respaldo de toda la comunidad para la reparación pronto. Pero largo y tortuoso parece haber sido tú viaje ha juzgar por tú aspecto. Tiempo atrás aun manteníamos un contacto con el exterior, pero nos hemos ido quedado poco a poco aislados. ¿Se dignaría a venir a mí casa para desayunar, descansar y quizás contarnos sucesos de más allá de las Montañas, maese Tullken?
- Eh, claro que sí – respondió Tullken de parte de sus intestinos que aun rugían de hambre.
Bajando por la pendiente del “smial” acompañado de Fair, Tullken se dejó llevar por la tranquilidad y el entusiasmo otra vez, pues así se lo pedía su cuerpo después de todas las desventuras que había vivido para llegar hasta allí, y que tan irreales y distantes le parecían ahora que podía reflexionar sobre el tema.
También pudo al fina fijarse mejor en el pueblo, tan bien disimulado bajo el manto de hierbas del prado. Allí y allá se podía vislumbrar la familiar y redondeada forma de las entradas de las viviendas a los pies de los minúsculos montes, junto a sus habitantes, que, a medida que iba avanzando la mañana, volvían a sus actividades cotidianas. “La verdad es que es Fair quien tiene que contarme más cosas. ¿Cómo es posible que exista un lugar así? ¿Cuál debe ser su origen?” reflexionó Tullken al dar un vistazo más detenido a su entorno.
Fue en esa misma ojeada cuando su vista se posó sobre un bosquecillo que crecía justo en el centro del valle, más allá de los límites del pueblo hobbit y el campo. Entornando más los ojos, la luz limpia y transparente de la mañana que se alzaba lejos de las montañas y las negras nubes del exterior para iluminar el valle, le reveló la inquieta y movediza superficie de un lago semi escondido por ese bosquecillo. Casi al acto desvió la mirada, pero volvió a notar el zumbido de alerta en su cabeza. Había algo en el centro del valle que perturbaba el equilibrio de la Llama.

Por extraño que incluso le pareciese al propio Dwalin, esa noche no soñó nada. En cambio sí se fue despertando intermitentemente durante la madrugada solo para volver a sentir el dolor de su cuerpo sobre el suelo duro y el sueño que lo dominaba, el cual, al acto, lo volvía a dejar frito.
A las ocho de la mañana empezó a desperezarse de verdad, ignorante de que a muchas millas lejos de donde se encontraba él, Tullken viajaba a hombros de gigantes. Diez minutos después se estiraba en el suelo para desentumecer sus articulaciones, justo en el instante en que Tullken se hallaba saltando del hombro del gigante de piedra hacia un incógnito mar.
Al estiramiento le siguió un “descanso” de cinco minutos más que acabó con un gran bostezo, mientras más allá de allí, Tullken intentaba sobrevivir a las olas.
Cuando finalmente Dwalin se levantó de su lecho dispuesto a empezar de verdad el día, Tullken se levantaba mojado y exhausto en una lejana y olvidada playa del Norte. Y a pesar de todo aquello, si le hubiesen preguntado a Dwalin, éste habría dudado sobre cual de ellos dos había tenido más mal despertar.
De pie en la oscuridad de la Sala, sólo con el sonido de sus pensamientos, el enano intentó volver a “reflexionar” sobre como había acabado en ese embrollo. “ Mierda, no solo puede que muera, sino que, además, acabare paranoico” caviló Dwalin, dejando que esos pensamientos se hundieran en esa misma oscuridad.
Una vez que sus ojos se adaptaron a la penumbra descubrió la figura de Abdelkarr, el cual también se había despertado y permanecía sentado en el suelo en posición de loto, no muy lejos de Dwalin y de espaldas a él. Pallando parecía haber desaparecido.
Arrastrando los pies, se acercó al haradrim y le puso una mano en el hombro.
- ¿Qué, concentrándote para el gran final? – comentó Dwalin, intentando hablar con un tono distendido para inculcarse a sí mismo algo de fuerza y confianza.
- ¿Mmmqué?… Ah, ya estás despierto. Buf, tío, intentaba concentrarme para lo de hoy pero me he quedado sobado… ¿Querías algo?
- Eu, no, tranquilo; ¿pero dónde esta Pal?
- Je… Ha ido a “cambiarse” – contestó Abdelkarr, con una sonrisa sarcástica, al levantarse del suelo.
Y antes de que los dos chicos pudieran decir alguna palabra más, de una punta de la extensa sala apareció una Llama. Era solitaria, fría y de luz leve pero permanente. Los dos se quedaron absortos contemplando esa nueva lumbre aparecida de golpe, la cual iba acercándose a ellos sin producir ruido alguno.
Dwalin no tardó en darse cuenta de que era Pallando a quien tenían delante. El fulgor que rodeaba el mago lo producía el templado metal que ahora le recubría el torso en forma de armadura de “mithril”. El Enano no supo si fue por las profundas tinieblas que les rodeaban o por las aciagas y oscuras horas en las cuales se encontraban, pero el “istar” parecía resplandecer más, como sí un aura blanca de fuerza le rodeara. Más noble y joven le parecía ahora la apariencia de Pallando, así como más terrible y distante.
- Será mejor no demorarse; poneos vuestros atuendos de combate. La hora esta cercana – anunció el mago tan buen punto llegó hasta ellos.
Éstos parecieron despertar de su sorpresa y corrieron hacia donde reposaban sus armaduras. Gracias a la práctica del otro día no tardaron casi nada en colocárselas; incluso a pesar de la poca luz reinante.
- Tomad – les dijo Pallando cuando acabaron de encajarse todas las piezas – Éstos mantos ayudaran a que pasemos desapercibidos en nuestro trayecto hacia la “Torre de Cristal” - Y al punto, les pasó a cada uno una pieza extensa de tela, cuyo origen era indudablemente élfico a juzgar por su tacto suave y firme, como notó Dwalin.
Sin decir nada, se colocaron los mantos, escondiendo de esa forma las armaduras y los rostros, pues las capas élficas incluían una capucha para resguardar la cabeza. “Míranos, nos hemos convertido en una especie de mini-nazgûls” pensó, con desazón, Dwalin, a la par que recogía su arma, el martillo Khazad. Abdelkarr hizo lo mismo con su espada de filo negro y un carcaj lleno de flechas.
Pallando hacía rato que ya había ocultado Celebrinaglar bajo los pliegues de su capa. Parecía que al colocarse los ropajes sobre la armadura la luz en la estancia hubiese disminuido, aunque el rostro del viejo parecía brillar todavía bajo la capucha debido al continuo fulgor de la lumbre que intentaba ocultar. A Dwalin esa sensación le dio escalofríos, pues la barba del mago resplandecía más pálida y senil que nunca, dando la sensación de que el anciano fuera un fantasma.
El propio Pallando se encontraba sumergido en un mar de pensamientos turbios. Planeó darles un último discurso de ánimo a los dos chicos, pero las ensombrecidas miradas que adivinó bajo sus capuchas le convencieron de que lo último que necesitaban en aquellos definitivos momentos era una charla paternalista. Así, sin dudarlo más, el hombre sabio espetó un escueto “¡Vamos!” y encabezó la marcha hacia el exterior y todo lo que les esperaba allí.
Lo postrero que se oyó en la Sala de las Estrellas fue el hechizo que exclamó Pallando para abrir la trampilla del techo, mientras subía por las escaleras seguido de Dwalin, y éste, a su vez, por Abdelkarr. Al momento, una cascada de grisácea luz les dio la bienvenida desde el techo-salida repleto de estrellas artificiales de un cielo que quizás ni ellos, ni nadie más, volvería a ver jamás si fracasaban en su cometido.


Continúa en el Capítulo 10

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