Osgiliath 2003 de la C.E.

03 de Diciembre de 2006, a las 00:02 - Ricard
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5. Las mandíbulas de la niebla.

Los plácidos campos verdes se extendían hasta donde su vista lograba alcanzar, el cielo era de un azul intenso y la temperatura era lo más agradable que uno podía esperar de un día de verano. Pero esta vez, Tullken no se encontraba recostado en una silla, sino tumbado en la apacible hierba, rodeado de incontables y coloridas flores. Por lo que pudo ver, se hallaba en un lugar elevado, extendiéndose delante de sus ojos lo que parecía ser una infinita pradera de verde hierba, en la cual, allí en la lejanía, se alzaba una imponente ciudad, cuyos altos rascacielos brillaban bajo la luz del Sol que se reflejaba en sus numerosas ventanas. En el centro de ellos se levantaba uno de más alto y señorial que los demás. Entonces supo Tullken que estaba contemplando la ciudad de Osgiliath y a su archifamosa "Torre de Cristal". Como si esa revelación le hubiese quitado un velo, descubría ahora sin dificultades el círculo oscuro que era el "Circular Park" y los extensos barrios bajos y periféricos de la gran urbe, como era la "Cueva de Ella-Laraña". Reconfortado por la visión de aquel lugar familiar, se acomodó más entre la espesa hierba. Al cabo de un rato giró la cabeza y se encontró con que Elesarn estaba sentada a su lado. ¿Cómo podía no haberse dado cuenta antes de ella? se preguntó, pero la presencia y belleza de ella parecieron responderle todas sus más recónditas preguntas.
Ella, que no parecía darse cuenta de la presencia de él, también miraba con apacibles ojos a la ciudad, que tan lejana, como cercana a la vez, parecía. Tullken quería decirle algo, algo urgente, pero no se acordaba del qué ni, de hecho, le importaba ya. ¿Quizás que debía enseñarle el interior del instituto? No, era algo indudablemente más importante. Al final, acabó entretenido admirando el vestido blanco que ella llevaba y que parecía fusionarse con su blanquecina piel, que se sonrojaba levemente en las mejillas y en el contorno de los almendrados ojos, que parecían ser más oscuros entre tanta luz resplandeciente. Por suerte (como pensó él), Elesarn tenía ese pequeño paraguas para protegerse del Sol, el cual aguantaba con sus finas manos, recubiertas de unos delicados guantes.
Sin saber muy bien el porqué, Tullken se sentía satisfecho y extrañamente bien. Al mirarse a sí mismo vio que llevaba puesto un vestido negro de gala y no el soso uniforme del instituto que solía llevar incluso los días en que no había clases, por inercia y pereza. Pero lo agradable de todo y lo complacido que se sentía no consiguieron esconder el pequeño sentimiento de que algo fallaba. Para consolarse, Tullken volvió a mirar a Elesarn. Se preguntó entonces si ella no se sentiría molesta porqué la mirara así, con tanta intensidad, pero no podía evitarlo. Empezó entonces a pensar en algo interesante que pudiera decirle. Tartamudo y nervioso para el habla con las mujeres, a Tullken le parecía que con Elesarn todo era diferente. Ella le comprendía, le entendía y pondría las manos en el fuego por él.
- ¿No te parece que estas soñando un poco? - dijo de golpe ella, con una media sonrisa socarrona.
Tullken quedó sorprendido, pues empezaba a ser consciente de que aquello era un sueño y no pudo dejar de preguntarse si se podría soñar dentro de un mismo sueño.
Al tiempo que pensaba en aquello, la Elesarn de su sueño estalló en un mar de carcajadas que se perdieron por la suave brisa que peinaba el prado.
- ¡Pobre Tullken! ¿Eso es solo lo que te preguntas?
- Es que... cuando estoy a tu lado no puedo... "pensar" bien - dijo por primera vez Tullken en su sueño y se extrañó al oír su tono de voz lejano y lo "cursi" de la frase que había dicho, aunque en el fondo era la verdad.
La Elesarn onírica volvió a reír. Tullken tuvo otra vez la sensación de que, a pesar de lo muy juntos que pudieran estar él y ella, la Elfa siempre se encontraría más allá, en algún lugar vedado para los mortales, lejos del tiempo y la memoria de un joven como él. Tenerla tan cerca y lejana al mismo tiempo, en aquel prado, le producía angustia. Necesitaba un trago.
- Aquí tienen, señores - comunicó de repente un camarero de chaleco azul detrás suyo, e inclinándose con habilidad hacia ellos, les ofreció una brillante bandeja con dos copas que apestaban como a colonia: a alcohol.
Estupefacto por esa aparición y por el hecho de haber deseado beber (él, que aborrecía la bebida, y más desde el uno de Mayo), cogió la copa distraídamente, con gestos maquinales. Intentó fijarse en el rostro del camarero, pero debido al reflejo del Sol en la bandeja, solo le vio difuminado y borroso.
- ¿Nos conocemos? - le preguntó cuando empezaba a retirarse.
El camarero se giró de golpe, con lo que Tullken pudo percibir una gran sonrisa en su cara.
- ¡Oh, sí, señor! Nos vimos en el Museo de Historia Natural, entre los restos de generaciones de criaturas caducas y olvidadas por el Tiempo. En cierta forma yo soy su heraldo, pues también pertenezco al reino de los muertos, como todos ellos... como todos nosotros.
Tullken, que hubiese jurado que el camarero tenía una extraña relación con la discoteca Utumno, dejo de mirarle para volver a admirar la lejana ciudad. Al fin y al cabo, aquello era un sueño: ¡Pensar en buscarle un sentido a todo era inútil!
- ¿Brindamos?
Tullken respondió sin muchas ganas al ofrecimiento de Elesarn. Parecía estar aún tan lejos...
- No te preocupes, dúnadan, para mí siempre serás un importante pedazo de mí corta vida... De hecho, ocupas el último capítulo.
- ¿Corta vida? Pero si eres una elf...
El ruido de hierba pisada distrajo a Tullken, que clavó en un acto reflejo la vista en las dos figuras que, con pasos vacilantes y tuertos, avanzaban por el prado en dirección a ellos. La diferencia de estaturas entre ellos los delató enseguida.
- ¡Dwalin! ¡Abdelkarr! - gritó con sincera alegría Tullken al verlos.
Pero no obtuvo respuesta. Sus dos amigos se pararon a unos cuantos metros de ellos. Pudo ver entonces Tullken que los dos iban ataviados con brillantes armaduras, que parecían espejos del Sol. Su desconcierto y felicidad por verlos vestidos así se convirtieron en horror al percatarse de que el brillo no provenía del metal, sino de la sangre fresca que los recubría. Sus pálidos rostros (incluso el de Abdelkarr) y sus sombrías miradas le confirmaron sus peores temores. Estaban muertos.
- ... Dwalin... Abdelkarr... - consiguió murmurar con un hilo de voz.
Y sin previo aviso, Dwalin abrió una negra boca de la cual escaparon alaridos en una desconocida lengua. Sin duda, como pensó Tullken con terror, era la Lengua de los Muertos.
Paulatinamente una oscuridad fue reduciendo la intensidad de los rayos del Sol y el esplendoroso verdor de los prados. Sin que le hubiera dicho ni media palabra, Elesarn le señaló la ciudad, la cual podía ver aún entre los dos fantasmas de aquellos Dwalin y Abdelkarr. Pero ya no había ciudad.
En su lugar, ocupando su puesto en la planicie, se alzaba un negro árbol, de monstruosas proporciones, pues por más que Tullken levantase la mirada hacia el cielo, no conseguía vislumbrar el fin de sus ramas, ocupando estas la totalidad de los cielos y el horizonte, mientras las nubes se arremolinaban como jirones de una rota sabana blanca entre las ramas más bajas. Así debieron ser en su mejor época Laurelin y Telperion, pensó Tullken; pero cualquier otra semejanza entre los Árboles de los Valar y ese acababa allí.
Este era Uno, Solitario y Negro, pues entre sus ensortijadas ramas y gigantes hojas fluía una especie de niebla negra que ahogaba cualquier luz o color que intentasen prevalecer allí donde se extendían sus ramificaciones.
Sintiendo la sombra de esa titánica torre de oscura madera, Tullken tuvo ganas de gritar, pero la oscuridad parecía apretarle la garganta para que se asfixiara...

- ¡Tullken! ¡Tullken! ¿Estás bien?
Con un respingo, Tullken abrió los ojos. Le costó sus buenos momentos recordar donde se hallaba.
- ¿Tullken, estás bien? He notado que te habías dormido y por eso no te he molestado... Pero has gritado con tanta vehemencia...
- Lo siento, Esperanza, pero solo ha sido una pesadilla... - intentó disculparse Tullken, que aún sentía las gotas de sudor en su cuerpo y el malestar por haber dormido entre ramas y espinas en movimiento.
- ¡Ay, pobre de aquel que ignore los mensajes de Lórien, Señor de los Sueños y las Visiones! - sentenció el Ent, con la voz de quien ya ha vivido muchos años.
Tullken miró con desconcierto el paisaje que los rodeaba en esa carrera que no parecía tener fin. El cielo era aún de un azul oscuro, pero Tullken presentía que no faltarían muchas horas para que saliese el Sol. Bajo ese mismo cielo se extendían ahora campos de oscuros arbustos, limitados por negras montañas allí donde alcanzaban a ver.
- Llevas toda la noche corriendo, Esperanza... ¿No té cansas?
El Ent sonrió bajo su nariz.
- Llevo decenas de años dormido en ese parque, Tullken. Una carrera para despejarse no esta nada mal... Además, mi cuerpo no tiene nada que ver con el de los Kelvar, que necesitan reposar a cada momento. Nuestro ritmo de vida, al ser más lento, nos permite guardar muchas fuerzas, las cuales obtenemos del Sol, del agua y de la tierra que pisamos.
- Vaya... O sea que vuestro metabolismo no necesita oxígeno para obtener energía para los grandes esfuerzos, ¿no?
- Umm... Si lo quieres llamar así - declaró Esperanza, desconcertado por todas esas palabras nuevas, pero sin dejar de fatigarse al hablar corriendo, cosa que maravillaba a Tullken.
Este, reanimado por la fresca corriente de aire que los acompañaba, subió a lo más alto de la grupa del Ent, acomodándose en una silla natural formada por dos ramas. Desde esa posición podía controlar una buena porción del territorio.
De pequeño, como casi todos los niños de Gondor, había jugado a escalar árboles, afición que se había ido perdiendo en las nuevas generaciones; pero esa era la única vez que había subido a lo más alto de todo, y encima, en un "árbol" en movimiento. "¡Si mis antiguos amigos pudieran verme!" pensó, sintiéndose como un rey en su trono de madera.
A lo lejos vio, al rato, las luces distantes de una pequeña ciudad. ¿Dónde deberían estar? ¿Habrían pasado ya por Minas Tirith? Sí, seguramente que sí; ya que la Ciudad Blanca era apreciable como una enorme fuente de luz desde muy lejos, debido a los focos que se habían colocado en la antigua capital de Gondor para resaltar la blancura de los edificios de la milenaria ciudad, a pesar de que en los últimos años habían sido ennegrecidos por culpa de la contaminación. Tullken recordó con nostalgia una visita que hicieron con su familia cuando él era pequeño y su padre aún estaba vivo. Recordaba las imponentes murallas y torres de la "capital espiritual" de todos los gondorianos, declarada Patrimonio de la Humanidad a partir del año 1945, convirtiéndose la ciudad entera en una especie de museo al aire libre, donde los pocos habitantes que la ocupaban se encargaban de mantener los esplendorosos vestigios de los antiguos monarcas de Gondor por los siglos de los siglos, bajo la atenta mirada del ya crecido y viejo Árbol Blanco de Gondor. En concreto, Tullken recordaba la expresión férrea y dura de la escultura de un guerrero de los días pasados, que al ser él pequeño, le sorprendió sobremanera, pero su padre le consoló diciéndole que gracias a hombres como aquel, esculpido en piedra, podían estar todos ellos, su familia y él, juntos y en paz. Entonces, el más calmado y pequeño Tullken preguntó a su padre de quien era esa estatua de una rica Dama, la más bella que Tullken hubiese visto en su corta vida, silenciosa y solitaria, que se alzaba en una punta casi escondida de la ciudad. "Esa mujer es una Elfa, hijo"- le dijo su padre-"Es la reina Arwen...". Qué amargos y perdidos le parecían ahora todos esos recuerdos.
En cambio, la hermana "gemela" en el Este, la ciudad de Minas Ithil, reconquistada después de su período como Minas Morgul, permanecía también casi igual de desierta, pero, sobre todo, abandonada, pues nadie quería ir a vivir en un lugar "maldito" y cercano al desierto al cual asomaba. Casi en ruinas y llena de barrios marginales e industriales, Minas Ithil se había convertido en una especie de "gueto" de inmigrantes sureños y orientales. Incluso se rumoreaba que el gobierno tenía la intención de convertir toda la ciudad entera en un gran centro penitenciario, convirtiéndose así en la "Prisión de Gondor".
Pero Tullken ahora ya no pensaba en aquello. El silencio del viaje en esa gran soledad lo había sumido en un sueño en vigilia. En ese estado pudo percibir dos ojos clavados en él. Instintivamente se tensaron todos los músculos de su cuerpo, mientras rebuscaba por entre el follaje al causante de su temor. Con horror descubrió que justo en la rama derecha de su trono de madera lo vigilaban dos pequeños y luminosos ojos, como destellos de una joya en la oscuridad. Presa de un miedo irracional, que afloró con violenta fuerza debido a lo inesperado, Tullken intentó apartar de un manotazo a la cosa que lo espiaba desde la seguridad de las hojas. Para desagrado de Tullken, aquel ser no eran imaginaciones suyas, pues respondió con furia y contundencia, cosa que a su vez alarmó y asustó más a Tullken.
Esperanza, que había vivido estoicamente tempestades donde los truenos y los rayos entonaban su espectacular baile y a las idas y venidas de miles de pequeños animales por sus ramas, no podía hacerse una idea clara del porqué del movimiento brusco, continuo y molesto que sentía encima de su espalda. Con su cuello rígido le era imposible girarse para ver que le ocurría al joven Tullken, de forma que optó por la decisión que juzgó más correcta. Con suavidad frenó sus potentes piernas y se quedó parado en medio de un prado, cuyas hierbas parecían un mar de plata debido a la luz lunar. Diríase que el Ent era el último árbol, superviviente y naufrago, de un bosque que antaño hubiese ocupado ese prado.
- ¿Ocurre algo, Tullken? - preguntó con resonante voz, para que el chico le pudiese oír por encima del jaleo que estaba organizando.
- Sí... digo ¡¡Sí!! ¡Ayuda, Esperanza; hay algo aquí!... ¡Y no me deja! - contestó este, aún intentando apartar a la revoltosa cosa que no paraba de acosarle mientras emitía unos desagradables gritos.
- Pues entonces agarrate, Tullken - dijo con sequedad el Ent, y sin medir más palabras, empezó a sacudirse como lo haría un perro para sacarse el agua de encima.
El zarandeo cogió por sorpresa a Tullken y a su acosador, de forma que poco les falto a los dos para salir disparados de un lado del Ent y caer desde una altura de cinco metros.
- ¡Basta! ¡Basta! ¡Piedad! - gritó con estridencia la pequeña y oscura criatura al verse envuelta en un mar de ramas y hojas bamboleantes. Si no lo hubiera dicho ella, más pronto lo habría gritado Tullken.
Con la misma rapidez con que había empezado a moverse, Esperanza paró en seco.
- Muy bien, ¿Nos haría ahora el favor de presentarse y las razones de su presencia aquí, Sr. Polizón? - declaró con aspereza y forzada cortesía el Pastor de Árboles. Fue entonces cuando Tullken pudo ver la impaciencia de Esperanza para proseguir el viaje. Realmente, el Ent era más consciente de la urgencia y necesidad de la misión que él mismo.
Con una mezcla de curiosidad y miedo, también pudo ver al fin a aquel que moraba entre las sombras; y con otra mezcla de sorpresa y decepción, comprobó que se trataba de un pájaro: un cuervo de inquietantes ojos y plumaje gris y maltrecho. Durante unos instantes, los dos mantuvieron sus miradas fijas entre sí.
- ¿Q-Quién eres? - surgió de la garganta de Tullken, que aún no podía creerse que interrogase a un cuervo.
Éste abrió su oscuro pico y empezó a hablar, dejando aún más estupefacto a Tullken, que a lo largo de su vida solo había oído repetir las palabras que les enseñaban a los loros venidos del Sur en el zoo de Osgiliath. Pero ese cuervo era diferente, pues en verdad hablaba como lo haría cualquier persona de a pie, pero con un tono que pasaba del grave al estridente sin prejuicios.
- Mi nombre es Corb, uno de los últimos descendientes del clan de Roäc el Cuervo; y aunque por mi aspecto no lo parezca, soy el más joven de mi linaje, incluso más que vosotros dos juntos... En cuanto a mi presencia aquí, ent, es la búsqueda del último descendiente de Radagast el Pardo... ¡El cual al fin he hallado!
- Pero... ¿Cómo...? - intentó preguntar Tullken para saber como el cuervo sabía todo eso.
- Me imagino que has estado escuchando la conversación que hemos mantenido en el bosque fortificado de la ciudad... Es más, puede que hayas vivido toda tu vida encima de mí, como otras muchas generaciones de criaturas.
- Así es, ent... Hace siglos, durante el fin de la Guerra del Anillo, el mago Radagast, al cual ahora respetamos y maldecimos a partes iguales, descubrió que algunos de nuestra estirpe habían servido como espías al traidor de Saruman, al cual él mismo había reverenciado antes de su caída. Presa de una especie de frustración al ver la volubilidad que podía apoderarse incluso de los espíritus "maiar" más excelsos, el que se creía amo de todas las aves de la Tierra Media la cogió con nosotros. En un arrebato de rabia y locura que, seguramente, él creía tutelado por la venganza justa y la justicia, profetizó que nuestro clan desaparecería al cabo de dos milenios si ninguno de nuestros miembros... bebía de su sangre, de una herida no provocada por él o nosotros. Así supimos que estábamos condenados, pues él nunca se habría abierto una herida por nosotros; y nosotros tampoco ganaríamos nada atacándole. De esta forma, nuestro linaje fue decayendo en pocos años, al igual que la vida de aquel que nos maldijo, pues tuvimos noticias de su muerte en el hogar de una familia de mortales, de la cual había sido patriarca. Desesperados, durante años habíamos pensado que nuestro futuro estaba ya escrito, pero el gran Eru ha querido que esta noche me reúna con el último heredero de Radagast... tú, Tullken... Con tú sangre podré salvar a mí pueblo.
Llegados a ese punto, la distancia entre Corb y Tullken se había acortado aún más en el espacio reducido que dejaban las ramas, para el gusto del dúnadan, teniendo el chico el pico del ave a un palmo de su cara.
La sorpresa se había apoderado de los tres: Corb por descubrir al redentor, antaño considerado perdido; Tullken por descubrir esa historia tan terrible de su antepasado y Esperanza por no saber como sacarse el cuervo de encima, haciéndoselo saber:
- Tu historia es triste sin duda, Corb, pero supongo que estarás al corriente de que, si has estado escuchando lo que hemos dicho en la ciudad, nosotros tenemos una misión urgente que cumplir.
- ¡Ya lo sé, maldito ent! ¿Pero qué sabrás tú del sufrimiento, de la lente muerte, de toda una dinastía? - graznó Corb.
- Olvidas, cuervo, que pertenezco a uno de los Pueblos Desaparecidos... Yo fui el último de los entandos. Mí padre siempre albergó la esperanza de que algún día yo encontrase a las ents-mujeres, de allí mí nombre... Pero ya hace mucho tiempo que me he mentalizado de mí solitario futuro.
Se produjo un incomodo silencio, roto solamente por el cantar de los grillos en la hierba.
- Eu... esto, Corb, sé que no sería de ayuda que me abriese una herida para que pudieras beber aunque solo fuese una gota de mí sangre, pero te aseguro que sí por mí fuera, yo... "eliminaría", o lo que fuera, esa maldición... pero ahora tenemos otro objetivo enfrente y... - dijo Tullken al final, como intentando disculparse.
- Lo sé, Tullken, lo veo en tus ojos... Por eso te pido solo un favor, descendiente de Aiwendil; déjame ser tú guía en el viaje hacia el Norte, para así tener la ansiada oportunidad de beber tú sangre si se diera el caso en que salieras herido involuntariamente... Solo pido esta gracia, pues de todos es sabido el conocimiento que tienen de las tierras del mundo los cuervos.
Tullken tragó saliva ante la expectativa de pasarse todo el viaje con ese siniestro guardián pendiente de su "salud". Por su parte, Esperanza dejó suelto un profundo suspiro, pues no eran del gusto del apacible Ent los cambios imprevistos.
Así, con todos los enigmas aclarados, la compañía formada por el chico, el cuervo y el Ent volvió a emprender la marcha con ánimos renovados, mientras el cielo iba tornándose de un color azulado a medida que el Sol nacía en el horizonte.
- Oye, una pregunta, Corb, ¿cómo es que puedes hablar? Sé de pájaros que imitan la voz humana, pero tú... hablas - comentó Tullken al rato, viendo que las tensiones iniciales se habían aflojado.
- Y aunque no pudiese imitar el habla de los hombres tú podrías entenderme, Tullken. Eres descendiente de Radagast, y una de tus habilidades heredadas es el entendimiento del lenguaje de las aves.
"Vaya... ¿Y cómo es que no he heredado otros poderes más fuertes?" se preguntó Tullken con franqueza, pues el corazón le empezaba a latir más fuerte a medida que el viaje proseguía y el hogar quedaba lejos. Era entonces cuando hubiese deseado los poderes de un gran mago del pasado, al precio que fuese.
La luz del alba fue borrando poco a poco todos aquellos acontecimientos, a medida que un tímido Sol levantaba un mar de niebla debido a su calor, haciendo más sombrío ese amanecer.
- Bien, hemos traspasado las fronteras que unen Rohan y Gondor; solo nos queda llegar más al Norte, al bosque de Fangorn, donde os tendré que dejar... Allí encontrareis al siguiente Centinela - comentó con seca voz Esperanza, sin dejar de avanzar por los interminables campos.


Tullken y Corb recibieron la noticia en silencio, adormilados por el frío y la monotonía. Un rato más tarde, solo Tullken se lamentó de no haberse fijado en el Este, donde se encontraban los Argonath, ahora unidos por una presa hidroeléctrica que, gracias al Anduin, abastecía de energía parte del Gondor Norte. Esa era una construcción no faltada de polémica, pues muchas de las ruinas que rodeaban a los dos imponentes reyes-pilares habían quedado sumergidas al frenarse el paso al Gran Río.
Aunque, bien mirado, el problema más urgente que tenían ahora era haber cruzado una frontera ilegalmente, por todo el morro. "¡Qué no nos pille la policía fronteriza!" fue el último pensamiento de Tullken, antes de que se topasen con un cercado de espinosos alambres que, con toda seguridad, rodeaba la propiedad de algún granjero de Rohan.
Esperanza, con un elegante e inquisitivo paso que parecía querer decir "¡Ninguna enclenque valla va a poder frenar nuestra marcha!", la saltó sin esfuerzo, internándose en esa propiedad.
- ¿No es peligroso entrar en un lugar privado? - dijo con timidez Tullken, al darse cuenta de donde se habían metido.
Ni Corb ni Esperanza le contestaron. Estaba claro que a ellos poco les importaba lo que pudiese pensar un simple humano al cual hubiesen invadido su par de hectáreas de terreno; de hecho, en esos últimos siglos la humanidad se había convertido en una especie de plaga que se encontraba hasta en los sitios más recónditos de la Tierra Media, de forma que siguieron avanzando.
Entre las ondulantes colinas del prado, no tardaron en vislumbrar unas grandes sombras que se paseaban por en medio de los tenues bancos de niebla.
- Tranquilos, son vacas. Seguramente las habrán hecho salir de un establo por la mañana temprano - comunicó Corb, encaramado en una rama alta.
Más relajados, la compañía siguió su andadura entre los bóvidos, los cuales parecían más concentrados en pastar que en la presencia de un gigante recubierto de musgo y hojas. Esa calma contagió a Tullken, que quedó otra vez en un estado adormilado ante ese espectáculo bucólico.
- Vaya vacas más gordas - comentó él mismo sin ni siquiera darse cuenta de lo que decía - Pero lo rápido que se mueven... Mirad esa de allí, a lo lejos; va a una velocidad de bólido...
- ... Y no tiene cuernos - añadió Corb, desconcertado.
- ¡Es un huargo! - exclamó Esperanza, parándose de golpe.
No tardaron en oír el mugir de las vacas asustadas, seguido del retumbar de sus pezuñas contra el suelo en la desbandada que se empezaba a formar. A pesar de eso, Esperanza se mantuvo inmóvil y tenso, dejando que las vacas pasaran incluso por debajo de sus piernas. El verdadero peligro estaba más adelante.
Tullken y Corb notaron como todas las fibras del cuerpo del Ent se tensaron aún más, haciendo crujir la piel de corteza. Estaba claro que Esperanza quería plantar cara y batalla a la sombra grandullona y oscura que, a una velocidad de vértigo, se precipitaba hacia ellos.
Esperando lo peor, Tullken cerró los ojos, pero al abrirlos en un momento de flaqueza pudo ver que una enorme boca de centelleantes y descomunales dientes se lanzaba directo hacia él. Con un contundente y certero puñetazo, Esperanza frenó el potentísimo salto del huargo. Este gruñó y cayó pesadamente entre la hierba. Tullken, que notaba el latir de su corazón incluso en las sienes, vio durante unos segundos al atacante derribado. Nunca había visto algo tan grande y que inspirara un miedo tan irracional.
- ¡Muy bien hecho, Ent! - oyó que graznaba al mismo tiempo Corb, en algún punto encima de él.
- ¡Hay más de uno! ¡Hemos de salir de aquí! - bramó Esperanza por encima de los mugidos histéricos de las vacas y de unos estridentes gruñidos, cuya procedencia ya sabían de donde venía, a pesar de no ver a sus causantes.
Con asombrosa agilidad, Esperanza volvió a ponerse en movimiento, esquivando y saltando por encima a las cada vez más aterrorizadas vacas, que corrían en un caos total por el prado; pero a pesar de eso, Tullken consiguió detectar el espeso pelaje de algunos huargos camuflados entre las reses, de las cuales no se diferenciaban casi en tamaño.
- ¡Se acercan, se acercan! - gritó con la desesperación que proporciona la frustración por no poder hacer nada.
- ¡Oh, no! - escuchó que musitaba Corb.
- ¿Qué...? - la pregunta se heló en los labios del chico.
Allí, en medio de esa batalla campal, distinguió una mata rubia de pelo: una chica rohirrim, sin duda hija del granjero, se balanceaba en equilibrio entre la vida y la muerte en medio de un desorden que no había esperado al bajar a ver como estaba el rebaño.
- ¡Esperanza, Esperanza, hay una...!
- ¡Ya la veo, Tullken! - resopló el Pastor de Árboles, dirigiéndose bruscamente hasta la chica, justo a tiempo para agarrar con ambas manos a dos huargos que estaban a punto de saltar sobre ella. Con un crujido, el Ent los hizo chocar entre ellos mismos, dejándolos caer inconscientes a sus pies.
La rohirrim quedo paralizada de terror al verse envuelta por la sombra del gigante de los bosques, que extendió sus brazos para protegerla de las posibles embestidas de vacas y huargos.
- ¿Estás bien? - le preguntó Tullken, colocándose en un hombro de Esperanza para poder hablar mejor con ella. Esto fue demasiado para la chica, la cual se echó las manos a la cabeza, acurrucándose en el suelo y gritando algo que, al ser rohírrico, ellos no entendieron.
- ¡Hemos de sacarla de aquí como sea!
- Eso es fácil de decir, Tullken, pero... - Esperanza no pudo acabar la frase, pues un huargo había agarrado con las fuertes quijadas su brazo derecho con enloquecedora rabia y furia.
Con no menos fuerza, Esperanza intentó sacárselo de encima, pero el lobo no quería desprenderse con facilidad.
- ¡Le va arrancar el brazo! - no podía dejar de gritar Tullken.
- ¡Más vale que nos ocupemos de salvarnos nosotros mismos! - le gritó a la oreja Corb.
Justo cuando iba a preguntarle el porqué de esas palabras, Tullken se giró para comprobar con horror que un huargo había saltado a la espalda de Esperanza, empezando a abrirse paso entre las ramas que la ocupaban, dirigiéndose directo hacia ellos. Con torpeza, Tullken intentó subir más arriba en el brancaje de Esperanza, hasta llegar a su "trono de madera", un verdadero callejón sin salida. O saltaba del Ent, con la posibilidad de partirse la crisma, o esperaba que el lobo los alcanzara; pues pedir ayuda a Esperanza era imposible: bastantes problemas tenía en deshacerse los demás huargos y proteger a la chica.
Inmovilizado por el miedo, Tullken se quedó mirando las blancas mandíbulas que iban escalando hacia él. Incluso podía sentir el caliente aliento que removía levemente las hojas de su alrededor.
- ¡Muévete, muévete! - le chillaba Corb, dándole picotazos en la cabeza.
Con pesadez y temblores, Tullken se movió de posición, topándose con la mirada del huargo.
- ¡No lo mires, no lo mires! - graznó Corb.
A pesar de las dificultades y de estar atrapado entre las ramas, el huargo hizo un último intentó desesperado para atrapar su presa, y con una rabia que se tradujo en un gran gruñido, lanzó una potente dentellada hacia Tullken. Este pudo sentir el chasquido de los dientes en cerrarse la boca y la cálida saliva que le salpicó, estando a punto de caerse debido a la impresión y el continuo forcejeo de Esperanza con el otro huargo.
- ¡Patéale, patéale! - le repetía machaconamente Corb, mientras no para de revolotear.
Tullken miró hacia las ramas de abajo, donde sobresalía la cabezota del lobo y, en esta, sus dientes. Si resbalaba o hacía un movimiento en falso, caería en esas cuchillas de trinchar carne, las cuales se encontraban realmente demasiado cerca de sus piernas. Fue también entonces cuando vio a Corb posado en una rama, esperando a que golpease al lobo. Comprobó con desespero, viendo su mirada, que las intenciones del cuervo no iban dirigidas hacia su protección y salvación, sino a las posibles consecuencias de meter el pie en ese cepo viviente.
Con todo, Tullken reunió todo el valor posible y tragó aire como si fuese a sumergirse para darle una patada certera al morro negro y húmedo del animal. Según había visto en un documental, era su parte más sensible. La estrategia dio resultado, pues el depredador emitió un aullido de dolor y se dejo caer con violencia del Ent.
Dejando escapar la bocanada de aire que había mantenido encerrada en sus pulmones, Tullken solo debía de preocuparse ahora de no caer también de Esperanza.
El Ent, con un último esfuerzo, "adormeció" de un puñetazo al huargo que tenía enganchado en el brazo, el cual dejó una visible marca en la parda corteza del brazo. Hecho esto, comprobó que la mayoría de huargos estaban fuera de combate o habían huido, mientras que las vacas se habían dispersado por el prado.
- Bien, ya hemos terminado aquí - murmuró al final, cuando vio que la chica estaba bien, aunque seguía acurrucada entre la hierba, temblando de miedo.
Y con un par de largos pasos se alejó rápidamente de allí. Para cuando la rohirrim levantó la vista, solo los distinguió como una leve sombra que se alejaba entre la niebla.
- ¡Has estado muy bien, Tullken! ¡Y tú también, Ent! - chilló con júbilo Corb, revoloteando alrededor de Esperanza.
- Es muy fácil hacer esos comentarios cuando no se ha hecho nada - sentenció Esperanza; y aunque no dijese nada, Tullken corroboraba esas palabras, pero si hubiese hablado entonces, los temblores y su tartamudez le hubiesen impedido hacerse entender.
Pero como todo a lo largo de ese viaje, el encuentro con los huargos fue quedándose atrás, en las pantanosas aguas del tiempo pasado. Ahora, al mediodía, después de horas de caminata, la inmensa mole oscura del bosque de Fangorn se extendía delante de ellos, marcándoles un puente por donde proseguir la aventura. De hecho, el lugar donde se detuvo Esperanza para contemplar mejor la majestuosidad de esa selva era, o mejor dicho, había sido parte del bosque de Fangorn. Los granjeros y agricultores de Rohan se habían encargado de ir reduciendo poco a poco la superficie del paraje, hasta que el gobierno se vio obligado a declararlo Parque Natural en el año 1976 de la Cuarta Edad. De esta forma, lo que podían admirar en esos momentos los tres viajantes era el auténtico corazón de Fangorn, despojado de sus arboledas más periféricas y con los árboles más viejos y altos, siendo algunos de hasta ochenta metros de altura, los cuales dejaron ensimismado a Tullken, que tuvo retazos de recuerdo del sueño que había tenido esa noche.
Con pesados pasos que contrastaban con la rapidez habitual con que corría, Esperanza fue acercándose al límite del bosque, la gran muralla verde tan solo "frenada" por una carretera secundaria de asfalto y unos postes de la electricidad que la bordeaban, pareciendo minúsculos al lado de los imponentes árboles.
- Por qué... ¿Por qué no descansamos aquí un momento? - dijo de golpe Esperanza, notando Tullken y Corb la duda y el temblor en esas palabras.
El dúnadan y el cuervo se miraron por unos instantes, desconcertados, pero finalmente se bajaron de la espalda de Esperanza. El Ent permaneció de pie allí, al lado de la carretera, frente al bosque, con una inmovilidad y quietud estremecedoras. Por la herida de su brazo se escapaba un líquido parduzco que ni los más sabios hubieran podido asegurar si era savia o sangre; pero sin duda, por sus ojos caían lágrimas, tan silenciosas y densas como la calma que transmitía su dueño.
Incapaces de entender o identificarse con los sentimientos de Esperanza o saberlos responder, Tullken y Corb se separaron un poco de él, siguiendo la solitaria carretera, para dejar al Ent solo, con sus pensamientos y, sin duda antiguos, recuerdos del bosque.
En ese menester, Tullken iba a preguntarle a Corb por las confianzas que se había tomado para posarse sin permiso en su hombro izquierdo, cuando vislumbró las flores blancas que parecían crecer con timidez en el borde de la carretera. Al agacharse, Tullken las reconoció. Eran las flores que los rohirrim llamaban "simbelmynë": la flor blanca que según decían, solo crecía sobre las tumbas de los reyes de la Marca. Su presencia allí indicaba que tan pequeñas joyas vegetales incluso podían crecer al lado de la más humilde y abandonada carretera. Aún así, Tullken arrancó una y se la quedó mirando largo rato. No sabía muy bien que haría con ella, pero en un acto casi inconsciente, instintivo, la guardó en el bolsillo de su chaqueta del uniforme del instituto.
- ¿Continuamos la caminata? - le preguntó a Corb, levantándose y sintiendo que los ánimos le volvían después del incidente de esa mañana.
- Parece que la fuerza no te abandona, joven Tullken, a pesar de no saber que nuevos peligros pueden aguardarte en cada esquina... Me gusta - charrasqueó Corb.
- Porque sé que hay una persona que esta sufriendo más que yo - contestó Tullken, acordándose de Elesarn.
- Mira por donde... Pues me parece que nuestro transporte con patas también se acuerda de muchas cosas - exclamó a voz de grito Corb cuando llegaron al lado de Esperanza.
Este pareció ignorarle y con aire distraído declaró que habían de seguir el camino.
- Pero esta vez será mejor que vayáis a pie... Será más cómodo tanto para vosotros como para mí.
- Como quieras - anunció Tullken, que tenía ganas de poner en movimiento las piernas después de una noche sentado entre ramas.
Y sin más preámbulos, se introdujeron en el bosque. Lo primero que notó Tullken fue el descenso de temperatura. Al ser una zona casi en sombra permanente, el frescor y la humedad habían instalado su reino. Seguidamente, notó también el tacto acolchado y suave del suelo, debido a los tapices de musgo y barro que cubrían el sotobosque. Eso le recordó a Tullken que el de Fangorn era el bosque más antiguo de todos, habitado por seres que muy bien podrían considerarse fósiles vivientes. Mirara por donde mirara, siempre se encontraba con el verdor de las hojas, que lo recubrían todo. Desde otras plantas a rocas y suelo, de forma que Tullken ya no sabía donde poner el pie para no aplastar a un pequeño helecho o enredadera. Incluso la figura de Esperanza se difuminaba y camuflaba en medio del extenso follaje que, en vez de disminuir, aumentaba a medida que se internaban más en la espesura.
- Ah, luz y espacio... ¡Al fin! - le comunicó Corb a Tullken al divisar un claro entre las columnas de madera de los árboles.
Cuando entraron en él se enfrentaron a la mirada fija de un gigante verde. Se trataba en realidad, como pudieron comprobar más tarde, de una escultura de piedra de un hombre gigantesco y sentado que, debido a los líquenes y al musgo, había adquirido un tono verdoso, observándoles con inertes ojos de piedra y semiescondido entre los árboles que rodeaban el claro. Por el estilo del tallado, Tullken dedujo que aquel guardián de Fangorn debió ser esculpido por los mismos antepasados de los dunlendinos que hicieron las esculturas del Sagrario.
Esperanza aspiró una gran bocanada de aire, pareciendo recuperarse del combate con los lobos. Tullken también respiró ese aire tan lleno de fragancias y olores de bosque.
- ¡Bienvenidos a Fangorn! - exclamó al final Esperanza, con un tono que mezclaba el entusiasmo y la melancolía y que, tal como lo sintieron Tullken y Corb, marcaba el verdadero inicio de su viaje.



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