Osgiliath 2003 de la C.E.

03 de Diciembre de 2006, a las 00:02 - Ricard
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8. Guerreros de la Cuarta Edad. Recuerdos:

La noche al fin había caído. Estirado en el suelo, Dwalin contemplaba en silencio las estrellas… y por un momento le pareció estar en verdad tumbado en el campo observando un autentico cielo estrellado; pues lo que en realidad percibían sus ojos era el fulgor pálido de las estrellas dibujadas en el techo de ese refugio secreto, en las entrañas de la “Cueva de Ella-Laraña”. Era ese lugar también una Cámara del Tesoro, escondida y guardada como las cámaras del Tesoro de los relatos de su abuelo, las cuales siempre se hallaban bajo imponentes montañas y eran custodiadas por trolls o dragones, esperando la llegada del grupo de guerreros-enanos-amigos-de-toda-la-vida que recuperaban el tesoro, no tanto como parte de su desmesurada codicia, como para vengar una añeja afrenta al patriarca del grupo.

Todas las historias Enanas eran así de esplendorosas hasta que apareció un hobbit en una de ellas y lo cambió todo, como se lamentaba su abuelo, mientras Dwalin se limitaba a esbozar una escueta sonrisa. “¡Tantas cosas han cambiado, abuelo!” le decía siempre para consolarle.

Y ahora, Dwalin, tumbado en el frío suelo de esa Cámara del Tesoro, no tenía a nadie que le consolara, aunque era sobradamente consciente de que las cosas habían cambiado con un vértigo espeluznante en esos últimos días.

Aquel día, en concreto, había sido un día duro de entrenamiento. Durante toda la tarde se había concentrado en saber como esquivar los golpes del enemigo, como proteger los puntos vitales de su cuerpo en un combate y como asestar él las estocadas que dejaran fuera de juego al contrincante. Para asimilar todo eso, Dwalin tuvo que recibir una buena ración de golpes “de ejemplo” y sudar como nunca lo había hecho. Quizá lo más arduo de todo fue seguir una disciplina casi militar que Dwalin aborreció desde un primer instante; pero en él también bullía la sangre de incontables generaciones de guerreros enanos y el solo hecho de pensar en la posibilidad de que Tullken se lo estuviese pasando “mejor” que él, se encontrara donde se encontrara, lo empujaba a seguir peleando y luchando… Hasta que el día declinó.

Ahora, en teoría, tenía que estar durmiendo y de buena gana lo haría si pudiera, pues cansado y dolorido sentía su cuerpo; pero ¡ay! La cabeza le ardía de pensamientos y sombras de pensamientos… Y el cerebro de Dwalin solo lo cansaba si intentaba estudiar para algún examen del instituto. En cambio, los temores que ahora le rodeaban, más que aturdirle, le excitaban más, impidiéndole alcanzar el reparador sueño.

¡Maldita la noche y sus artimañas para atormentar a los durmientes! Se gritó a sí mismo, y con ojos vacilantes ladeó la cabeza para examinar las montañas de tesoros que le rodeaban silentes en la oscuridad; aunque le pareció, a pesar de la negrura, que eran ellas quienes le espiaban, debido a que los ocasionales destellos del brillo de los objetos le recordaban a ojos. Más amenazadoras eran las columnas que sostenían el lugar, parecidas ahora a troncos de árboles, lo que producía el efecto de que estuvieran en medio de un bosque en plena noche, a merced de hipotéticos osos o lobos. Entre ellas advirtió las formas angulosas de la escalera de caracol que unía el suelo con el techo-salida. Tanteó entonces la idea de salir de allí y dirigirse a su casa, a consolar a su familia y a lanzarse directo hacia su mullida cama (¡una cama de verdad!).

Refunfuñando para sus adentros, al final desestimó esa ocurrencia, aun a sabiendas de que su familia estaría preocupada por él; e incluso era posible que Dwalina hubiese confesado ya sobre su escapada matutina al ser interrogada por las rudas y desesperadas preguntas de unos padres pertenecientes a un linaje en el que los hijos no eran precisamente abundantes a cada año que pasaba. Pero, como había dicho Pallando, un reencuentro familiar prematuro habría sido solo un alivio efímero antes del mazazo que Ratala parecía querer asestar a la ciudad.

Por otra parte, Dwalin había tomado una decisión y su voluntad era terca e inquebrantable como una barra de “mithril”. Los peligros que podían encontrarse mañana ya no le parecían tan terribles ahora que los tenía tan cerca que eran imposibles de esquivar.
Quizás el recuerdo de Denethor convertido en ese hombrezuelo alado aun tensaba las cuerdas de sus miedos más íntimos, pues todavía podía sentir en sus oídos su cavernaria voz lúgubre y la fuerza de sus miembros, la cual lo había mandado volando de una punta a otra de la salita de estar de la casa de Elesarn. ¡Sí mañana se encontraba a Denethor cara a cara pensaba darle su merecido! Luego le contaría a Tullken como se había batido contra el monstruo y lo había vencido. ¡Seguro que a Tullken no le habría pasado nada semejante en su viaje!… o, por lo menos, eso esperaba en lo más hondo Dwalin.
Aunque, por encima de todo, lo que realmente impulsaba al enano a esa loca empresa era poder rescatar a Elesarn y encontrar a Bardo. Por lo poco que había conseguido sacarle a Pallando (el cual seguía reacio a hablar de lo que podría pasar al día siguiente o de cualquier asunto relacionado a bocajarro con este) lo más seguro era que, tanto ella como el hermano de Tullken, se hallasen encerrados en la “Torre de Cristal”. En que estado se encontrarían, Pallando parecía ignorarlo.
Pasara lo que pasara, Dwalin removería montañas y derrumbaría fortalezas para salvaguardar a Elesarn. En cuanto a Bardo… bien, era un soldado de Gondor y Dwalin tenía plena fe en que él ya habría descubierto el Mal y que, en esos precisos instantes, ya estaría combatiéndolo. Mañana sería solo cuestión de encontrarle y apoyarle en su lucha.
Y para eso contaba con su armadura, se reconfortó el enano, echando un vistazo a las piezas que descansaban ahora a su lado, como la sombra metálica de un mudo hermano gemelo.

Un poco más allá de él, dormían también sobre el duro suelo Abdelkarr y Pallando. El haradrim dormía boca arriba, inmóvil y sereno como la oscuridad que los envolvía; y en cuanto al mago… Roncaba ruidosamente a cada resoplido, para sorpresa de Dwalin, el cual no podía conciliar el sueño en parte por culpa de ese concierto de ruidos bocales y nasales que expelía el “Istar”, como si el aire que recorriera su interior se encontrase con un espacio cavernoso, lleno de recodos y huecos. Eso llevó al enano a replantearse de verdad su situación: ¡Estaba durmiendo al lado de un “maia”; un ser tan excepcional que incluso los libros del instituto lo trataban con reverencia y, se intuía, temor! En verdad, un “maia” seguía siendo una cosa tan lejana y “abstracta” para Dwalin que Pallando continuaba pareciéndole solo un vejete cascarrabias y de un anticuado espíritu señorial y pedante. Los siglos que arrastraba a sus espaldas solo los adivinaba por sus arrugas.

Desvelado aún más si cabe por ese remolino de ideas, Dwalin sintió la imperiosa necesidad de hablar con alguien.
- ¡Pst!… ¡Ey, Abdy! ¡Despierta! – murmuró sin ni siquiera incorporarse.
- ¿Mmmm?… ¿Qué sucede, Enano? – preguntó Abdelkarr, el cual hacía rato que campaba por las tierras del Sueño, sin disimular un tono molesto. El sureño no era de los de buen despertar.
- ¿Te has fijado como ronca Pal? Nunca hubiese pensado que un “maia” pudiera roncar de esta forma… ¡Es peor que mí abuelo!

Abdelkarr no dijo nada porqué la pregunta le desconcertó. ¿Era acaso una broma para encabronarle o el Enano en verdad se preocupaba por esas tonterías? Como se encontraba adormilado, el haradrim acabó por seguirle la corriente.
- Piensa, Enano, que aunque sea un espíritu “maia”, Pal tiene un cuerpo de carne y hueso como tú o yo… Yo creo que es normal que después de siglos se le hayan acumulado un poco de herrumbre y mocos en la garganta…
- Pero si entonces tiene un cuerpo igualito al nuestro, ¿crees que tendrá lo que tienen todos los tíos, ejem, entre las piernas?
Allí Abdelkarr se despertó un poco más, con el mosqueo revoloteándole por la cabeza.
- ¡Joder, Enano! ¡Y yo que sé! Supongo que sí… De alguna manera tiene que mear, ¿no?
- ¿Y crees que se habrá enrollado, ya sabes, con alguna mujer? Con tanto tiempo de vida y aunque sea un viejo algún rollito habrá podido tener, ¿no te parece?
Aquello era la gota que colmaba el baso.
- ¡Mecagüen…! ¡Ni lo sé ni me importa, Enano! ¿Pero a que viene todo esto? ¿Para eso me has despertado?

Dwalin no supo como excusarse y en el silencio que siguió, Abdelkarr se dio cuenta del porqué el enano no podía dormir.
- ¿Estás nervioso, eh, Enano? – contestó con un tono de voz que, inevitablemente, se volvió más suave y comprensivo - … A mí también me ha costado dormirme, pero será mejor que te relajes e intentes descansar; hoy ha sido un día muy movido que necesita estar seguido de un buen descanso.
- Eso es muy fácil de decir; pero, tío, no puedo dejar de pensar en las clases de Historia… El profe nos rayaba con aquello de que todo Señor Oscuro iba siempre acompañado de sus huestes de monstruos, todos ellas apiñadas como murallas de dientes y pinchos sedientos de sangre. No sé que nos encontraremos mañana, pero en fin… no me deja tranquilo.
- Vamos, que estás cagado de miedo.
- ¡No! ¡No es eso!… Bueno, quizá un poco; ¡pero es que Pal no dice nada!
- ¡Xxxxt! Tampoco hace falta gritar, a ver si lo vas a despertar, aunque ¿sabes que te digo, Enano? En mí pueblo, para los monstruos y los seres sobrenaturales, había un nombre concreto: “kinyamkela”. El mote en cuestión significa “humo” y viene a decir que los cocos y las criaturas que acechan en el Umbral de la oscuridad son una pura cortina de humo, una simple pantomima. Solo los valientes descubren el bicho insignificante que se esconde detrás del “humo”, de los dientes y las garras intimidatorias y saben golpearlo con fuerza disipando la nube de humo donde los “hombres del saco” se esconden.
- ¡Anda ya! Eso esta muy bien y es muy “bonito”, pero esos dientes y garras mañana serán reales… y mortales. Tío, ¿no me dirás ahora que los orcos, los trolls y los huargos son solo “humo” o una panda de chicos incomprendidos y atolondrados, verdad? Ellos son el autentico Mal en estado puro.
- ¿“Mal” dices? Te voy a contar como descubrí yo donde se encontraba eso que tú llamas “autentico Mal”, Enano. Fue en un verano, cuando yo debería tener unos diez u once años y viajé al pueblo de mis padres, en el Cercano Harad. Era un pequeño y polvoriento pueblecito con muy buena gente, pero también con muchas horas de aburrimiento por delante… El caso era que como mis padres estarían ocupados en Gondor todo el verano intentando ganar algo de dinero para que pudiéramos instalarnos definitivamente allí, yo me encontré de golpe en ese rincón perdido del mundo, rodeado por una panda de mocosos como yo que me observaban como a una autentica rareza… Al fin y al cabo, yo había cruzado “la frontera” y había estado “al otro lado”, en Gondor, donde los mayores parecían situar un especie de paraíso. Por mí parte, yo les di lo que querían escuchar. Les hablé de lo que había visto aquí, de las videoconsolas, las bicicletas, los parques de atracciones, las pagas que les daban los padres a los niños gondorianos para que pudieran gastárselo en lo que quisieran y un sin fin de otras tonterías similares… Pero, naturalmente, ellos lo flipaban.
Esto duró un par de días, pero como todas las cosas en ese pueblo, la rutina acabó apoderándose de esas explicaciones de las maravillas capitalistas de Gondor. Hasta que, un buen día y sin que yo lo esperara, se me acercó Azgil, uno de esos chavales de la pandilla que tenía en el pueblo, y volvió a acribillarme a preguntas sobre Gondor. Yo le conté todo lo que sabía ¡y sabe la Gran Serpiente que no mentí ni exageré! Pero mi palabrería acabó entusiasmando tanto a Azgil que al final me pidió, no sin cierta vergüenza y miedo, si quería ayudarle a pasar la frontera de Harad a Gondor esa misma noche.
Yo ya sabía que la familia de Azgil era de las más pobres del pueblo, pero en esa propuesta no vi un intento desesperado de huir de la pobreza, sino la puerta de lo que podría ser una excitante aventura de verano.
Así, esperamos a que cayera la noche y sin más demora nos dirigimos en dirección Norte al salir del pueblo. No tardamos en llegar a la valla de la frontera que separa Harad y Gondor… ya sabes, esa valla electrificada y espinosa que ahora el gobierno va a duplicar en altura y grosor para que no crucen más inmigrantes ilegales. Para nuestra suerte, en esa época la valla era tan solo eso: una simple y alta valla que en ciertos puntos se encontraba en muy mal estado.
Esquivando los focos de luz de los vigilantes, Azgil y yo encontramos uno de esos puntos, en el cual la valla estaba tan oxidada en la base que era posible doblarla con relativa facilidad.
Cuando pasábamos al otro lado de la frontera, escabulléndonos como anguilas por el hueco que conseguimos al doblar esa parte de la valla, creí que la adrenalina nos haría estallar. Pero incluso por mí parte pensé también que nos habíamos salido con la nuestra.
Azgil debía pensar lo mismo, porqué el tío estaba que botaba de alegría… Solo un tiempo después he podido comprender esa alegría, pero entonces pensé que si no se calmaba al final nos descubrirían, como acabó sucediendo… No pasaron ni cinco minutos de nuestra llegada a tierras gondorianas cuando vimos las haces de luz de las linternas de los guardias fronterizos de Gondor.
Sin pensarlo nos pusimos a correr, desobedeciendo los gritos de los guardias, los cuales no paraban de gritarnos. Por segunda vez pensé que lo lograríamos, que podríamos escapar… Y en todo caso, como reflexioné entonces, podría alegar que mis padres se encontraban legalmente en Gondor, lo cual no dejaba de ser verdad.
En aquel momento solo me acordé de Azgil cuando tropezó durante la carrera. Me paré un segundo solo para ver a Azgil suplicándome que le ayudase a levantarse, pues decía que se había torcido el tobillo. Titubeé unos segundos, pero al escuchar los ladridos de los perros de los guardias no dudé en abandonarle allí. Durante mí escapada le oí gritar lastimosamente mí nombre, pero esos gritos fueron rápidamente ahogados por los ladridos de los perros; ¡qué digo perros! ¡aquello parecía más una camada de huargos! Igualmente eso importa ya poco…
Cuando me alejé lo suficiente, me escondí detrás de un árbol, asustado y empezando a comprender a medias el lío en que nos habíamos metido.
El silencio y la oscuridad reinaban ahora el paisaje. Intenté ver lo que ocurría entre las sombras, pero no vi nada. Solo oí un par de voces –de los guardias gondorianos sin duda – que apagaron los ladridos de los perros. Y fue entonces, en esa calma, cuando escuché el disparo… Seco, atronador y terrorífico…
Me quedé clavado en el suelo, simplemente aterrorizado. No sabía y no había visto lo ocurrido, pero podía imaginármelo. Los guardias habrían encontrado a Azgil en el suelo y éste, en un último intento desesperado para huir, habría recibido un balazo de algún guardia novato demasiado nervioso… O quizás… o quizás los guardias habrían encontrado a Azgil allí donde yo le había dejado y decidieron solucionar el problema de raíz con esa idea que se oye tanto por aquí: “El problema de los “sin papeles” solo se solucionará “reduciendo” su número”.
Solo fue en aquel instante cuando me di cuenta de las autenticas motivaciones de Azgil. Te lo creas o no, aún no me había dado cuenta de las intenciones de Azgil de cruzar la frontera y quedarse en Gondor hasta esos instantes. Para mí aquello fue una revelación.
Fue entonces cuando percibí eso que tú llamas “Mal”… Lo percibí dentro de mí; en la negrura de la noche y en las voces de los guardias que ahora, más que nunca, se habían vuelto muy lejanas y extrañas.
Hay noches que, cuando me acuerdo de Azgil, vuelvo a percibir la maldad que inunda este mundo… ¿Dices que los monstruos son el Mal autentico? Mírate dentro de ti, Enano; no hace falta ir tan lejos.

Al finalizar el relato de Abdelkarr nadie dijo nada. Dwalin parecía que iba a decir alguna cosa, pero al final solo abrió la boca para carraspear. Luego otra vez el silencio.

El enano no tardó en notar como Abdelkarr se volvía a dormir. Dwalin intentó seguirle, pero la narración del sureño le había dejado aun más pensativo. Realmente, Dwalin admiraba al haradrim, aunque le costase admitirlo. Si era cierto todo lo que le había contado estaba claro que el chaval no había tenido una existencia “cómoda”; y si, a pesar de eso, podía dormir con total tranquilidad, estaba claro que Abdelkarr valía mucho más que Dwalin.
Reflexionando sobre las luces, pero sobre todo las sombras de Abdelkarr, Dwalin llegó a la conclusión de que el haradrim se la había vuelto a jugar. Por muy bromista y desenfadado que pareciera por fuera Abdelkarr, Dwalin sabía que debajo se escondía una zona más profunda y siniestra. Y esa parte era lo que siempre dejaría desarmado a Dwalin, pues era lo que permitía al sureño “leer” los sentimientos del enano como si este fuera un libro abierto; y eso, siendo el carácter natural de los Enanos reservado, lo dejaba intranquilo. Aunque el mismo sentimiento le transmitía Pallando…
Volviendo a carraspear, Dwalin selló con firmeza sus párpados decidido a dormirse de verdad; a pesar de que no pudo evitar que, en el progresivo y mágico paso de la vigilia al sueño, su atribulado cerebro le diera vueltas, y más vueltas, al tema de la amistad, rescatando un recuerdo muy hundido en las profundidades de su mente… Regresó de esta forma a los pasillos de su antiguo colegio, al cual había acudido en el último curso, pues hacía poco que su familia se había trasladado a Osgiliath. Por aquel entonces Dwalin era un crío enano rechoncho, pero robusto, y de redonda cara siempre sonrojada y aun lampiña, aunque empezaba a dejarse crecer una rebelde cabellera pelirroja.

Así como se acordaba de sus pintas, de ese primer día en el nuevo colegio de la capital, Dwalin recreó a la profesora que vino a recibirle; una mujer menuda, de grandes y redondas gafas y con cierto aire ratonil.
- Buenos días y bienvenido a Osgiliath, Dwalin. Soy tú tutora en las clases para Alumnos Especiales – fue lo primero que le dijo, y...
- ¿“Alumnos Especiales”? –… fue lo que, inmediatamente, él le replicó.
La tutora frunció el ceño como si no hubiese acabado de entender la pregunta.
- Las clases para Alumnos Especiales son para los alumnos con problemas físicos o con dificultades en su aprendizaje – acabó contestándole la mujer.
- ¿Y qué? – le volvió a replicar Dwalin, un poco mosca.
- Que tú eres un enano – contestó con total naturalidad ella.

Al oír eso, Dwalin pensó que el mundo se le caía encima. ¡Si su futuro en Osgiliath tenía que marcarse por esos parámetros iba bien servido!
Enfurruñado y en silencio, Dwalin siguió a la tutora hacia su primera y oficial clase… la clase para Alumnos Especiales. Al entrar, vio que a parte de él solo había otro alumno. ¡Genial! No solo lo trataban como a un tarado sino que, además, no iba hacer ni amigos.
- Bien chicos, os tengo que dejar un momento – les comunicó la profesora, justo en el instante en que Dwalin estuvo a punto de gritarle (¡incluso de suplicarle!) que le dejase ir a cualquier otra clase “normal”.
Pero en veZ de eso, vio como la tutora desaparecía por la puerta.
Con un gruñido de fastidio, Dwalin se giró con cara de pocos amigos hacia el que sería su compañero de clases. Por lo que observó a primera vista, se trataba de un chaval bastante flacucho, de unos doce o trece años de edad y que poseía unos largos y despeinados cabellos castaño oscuro. Pero lo que más resaltaba en él era una camisa de camuflaje con manchas verdes del ejercito de Gondor, la cual le iba bestialmente grande se mirase por donde se mirase. De hecho, solo el escudo con el Árbol Blanco bordado en el hombro le ocupaba casi todo el brazo. “Vaya, espero que no sea uno de esos niñatos que imitan a esos capullos del GPPN poniéndose botas y chándales del ejercito” pensó el enano, a pesar de que en verdad el chico no tenía pinta de ser uno de esos. Más bien todo lo contrario. En su mirada se podía leer una serenidad y templanza que llegaron a sorprender a Dwalin.
- H-ho-hola – cacareó el muchacho con grandes esfuerzos empeorados por la timidez.
- Hola – contestó con sequedad Dwalin. No estaba de humor para hacer de “relaciones públicas”.
- ¿Co-c-cómo te ll-llamas? – preguntó al rato el chico al ver que Dwalin solo se dedicaba en estar sentado en su pupitre con los brazos cruzados y con un gesto de enfado permanente en el rostro.
- Dwalin – volvió a contestar con brusquedad el enano, sin ni siquiera mirarle a la cara.
- Y-yo soy T-tu-tu-Tullken – dijo con un hilo de voz el chico.
- Pos vale – contestó Dwalin, cuya forma de hablar del tal Tullken empezaba a ponerle de los nervios.
- ¿Y-y po-por-por qué es-s-estás aquí? Y-yo te-tengo un pr-pro-problema e-en el ha-habla, p-pe-pero la pro-profesora dice q-que po-podré so-sol-ucionarlo con el ti-tie-tiempo…
“¡Por Eru! ¡Qué no diga más de dos palabras seguidas!” se dijo Dwalin, aunque al final decidiera contestarle.
- Estoy aquí por ser un “enano”.
- ¿Lo-lo eres d-de ver-verdad? ¿Un en-enano c-co-cómo los qu-que vi-vi-viven en l-las mon-montañas?
Dwalin se quedó asombrado. ¿Realmente el chaval ese se pensaba que los Enanos seguían viviendo en las montañas? ¿Acaso nunca había visto a un enano? La mirada de Tullken, de ojos abiertos como platos por la sorpresa, le respondió la pregunta. Esa misma mirada transmitía un genuino estupor… y también cierta admiración; y por un momento, Dwalin no se sintió tan mal.
- Eh, pues sí, soy un enano… pero no vivo en una montaña; de hecho mí familia acaba de abrir un taller mecánico en esta ciudad.
- Ah… - replicó Tullken totalmente embelesado, pues no era para menos, ¡había conocido a un enano de verdad!
Dwalin notó ese sentimiento y paulatinamente fue apartando su malestar del principio por la fanfarronería típica que invade las palabras de los enanos cuando se encuentran a gusto y a sus anchas para hablar de lo que quieran.
- … Pues sí, Tullken; el taller de mí familia es el mejor. Solo te diré que mí padre consiguió arreglar un motor Shadowfax-X9 en una sola tarde… - se podía escuchar a Dwalin comentar en la dilatada charla que, seguidamente, le dio a Tullken como si este fuera su amigo de toda la vida.
- … Uau… - respondía invariablemente Tullken, absorbido completamente por el discurso del enano.
En medio de ese torrente de palabras, Dwalin dejó que su nuevo compañero también le contara un par de cosillas sobre él, aunque era difícil seguirle con ese desquiciante tartamudeo.
- P-pu-pues cu-cuando s-sea ma-mayor seré un so-sol-soldado de Gg-Gondor, co-como mí pa-padre y mí her-hermano… A-ahora mí he-her-hermano es sar-sargento… ¡Pe-pero pue-puede que al-algún di-día ll-lle-llegué a s-ser ge-general! E-él mismo me-me ha pres-prestado es-esta ca-camisa.
- Pos vale… - contestó por segunda vez Dwalin ante esa historia sobre los siempre “eficaces” y “valientes” soldados de la República de Gondor. El ejercito y su disciplina nunca habían gustado a Dwalin e inconscientemente empezó a figurarse que el hermano mayor de Tullken (un tal Bardo) sería un gorila de mandíbula cuadrada y cráneo rapado para que su cerebrín tuviera un poco de ventilación. De lo que Dwalin no fue consciente por entonces era de que el espíritu y respeto a todo lo militar en Gondor se debía a la larga “tradición” de guerras y batallas que tachonaban la Historia de los descendientes de Númenor, y que parecía perseguirles como una maldición eterna.
Al cabo del rato reapareció la tutora y los dos chicos tuvieron que dejar la conversación; aunque a medida que iba avanzando la clase, Dwalin fue sintiendo que aquel no sería quizá un mal año, y Tullken presintió que podría ser que ya no volviera a estar tan solo nunca más…
No, no había sido un mal comienzo. Juntos, Dwalin y Tullken, habían soportado las insufribles clases para Alumnos Especiales del colegio y también las burlas de los matones del instituto con estoica perseverancia… Y ahora les tocaba enfrentarse a un mago enloquecido. Fuese como fuere, Dwalin tuvo la certeza de que, pasara lo que pasara, ellos avanzarían hacia el futuro, a veces a trompicones, otras directos como flechas, pero al menos siempre “el Sol nunca dejaría de salir por el Este…”, tal como había dicho Pallando, para ellos dos.

Removiéndose en el suelo para ponerse más cómodo, al fin Dwalin concilió el sueño con ese último reflejo de esperanza grabado en su corazón.

Ahora, tanto Abdelkarr como Dwalin, dormían con placidez como demostraba el movimiento regular de sus pechos debido a la pausada y rítmica respiración. Dicha respiración no era ya empañada por el cercano y quejumbroso sonido de los ronquidos de Pallando. Efectivamente, el mago estaba despierto. De hecho, lo había estado desde el mismísimo instante en que Dwalin empezó a hablar con Abdelkarr. Esa era una de sus habilidades, consiguiendo dominar su cuerpo dormido para mantener viva la llama de su conciencia, alerta a las señales exteriores.
De esta forma, subrepticiamente había escuchado las “preguntas” en torno a su persona que tanto “inquietaban” a Dwalin y la historia de Abdelkarr de su llegada a Gondor; y solo por la leve agitación que sacudió a Dwalin después de ese relato intuyó que el enano se encontraba rememorando viejos acontecimientos, mientras llamaba a las puertas del sueño.
La atmósfera de la Cámara del Tesoro, asimismo, estaba llena de recuerdos que Pallando, como “maia” que era, podía percibir como una esponja que absorbiera agua. Era esa inquietud en los hechos del pasado lo que ahora le impedían volver a conciliar el sueño, a pesar de que su anciano y maltrecho cuerpo se lo pedía a gritos. Pero, a diferencia de Dwalin o Abdelkarr, la mente de Pallando albergaba recuerdos de siglos y siglos para atormentarle o rememorarle capítulos dolorosos.
Su memoria era tan compleja como lo era un bosque entero frente a un árbol solitario que, en comparación, equivaldría a una memoria humana o incluso a la del elfo más viejo. Tantas imágenes y sensaciones podían ser “enterradas” o “archivadas” en lo más profundo de su mente para que Pallando pudiera razonar y centrarse en el “aquí” y en el “ahora”, pues la marea de recuerdos de milenios enteros le hubiera hecho enloquecer a lo largo del tiempo. A pesar de eso, y de que todos los “istari” procuraban no dejarse invadir por la nostalgia o la melancolía por el peligro de la locura, de tanto en tanto dejaban abrir una puertecita a su basto pasado si de allí podían sacar sabiduría o conocimiento. En el fondo, los magos eran de los que no olvidaban con facilidad favores o afrentas.
Esa noche en concreto, Pallando se sentía especialmente proclive a dejar la “puerta” abierta del todo y que entraran sin control a su cabeza todos los nombres, caras, lugares, hechos y emociones que había vivido desde su llegada a la “Tierra Peligrosa”, la Tierra donde el Tiempo lo marchitaba todo, como si de un fuego abrasador se tratase, a lo largo de la agonía de la existencia. Pero en un último momento frenó ese acto, dejando pasar solo chispazos de su grandioso almacén de vivencias.

No recuperó los recuerdos de su etérea vida en Aman (recuerdos que, por otra parte, eran tan lejanos que incluso Radagast fue lo primero que olvidó cuando se convirtió en un hombre corriente en carne y espíritu); ni su viaje por el Gran Océano o la bienvenida que les dio Círdan en los Puertos Grises a su llegada a la Tierra Media.
El entusiasmo de sus compañeros y los ánimos con los cuales él y Alatar decidieron marchar a las tierras del Este sí que los tenía más claros y definidos, resonando con fuerza dentro de su cabeza. Recordaba también la llegada al Este, a Rhûn, y como todo les parecía nuevo y asombroso a la vez para los dos. El cielo con las estrellas era el mismo que podían observar desde Valinor (aunque les sorprendió la salida del Sol, el cual jamás habían visto bien desde su hogar del Oeste), y las llanuras y praderas de hierba verde que se extendían hasta el horizonte, solo frenadas por lejanas montañas, podían encontrar sus primas gemelas en las Tierras Imperedeceras; pero había algo diferente que podía palparse en el aire. Aquello eran las Tierras Mortales y cada momento, cada segundo, que viviesen no volvería a repetirse nunca jamás. De esta forma, los dos magos recorrieron el amplio continente oriental, maravillándose del trabajo hecho por los Valar, a pesar de que estaban en conocimiento de la larga huella que allí había causado la Sombra desde los tiempos de Morgoth.
Cuando llegaron a las orillas del Mar Interior de Rhûn y se dieron a conocer para los pueblos de pescadores que allí vivían, hacía muchas millas que ellos ya se habían reunido con numerosos pueblos y caravanas nómadas por las inacabables praderas de Rhûn para hacerles saber el mensaje de paz que debía destruir la influencia de Sauron. Al principio quedaron impresionados y un poco intimidados ante esa tarea, debido al gran número y diversidad de las poblaciones y por lo dispersos que se encontraban unas de otras. Pero al final, entre los dos, consiguieron reunir suficiente paciencia para continuar. Por eso habían ido los dos juntos. Si un solo “istari” se hubiese enfrentado a la misión en solitario, la desesperación y el olvido lo habrían engullido.
Así, saboreando con las gentes de ese pueblo costero el extraño vino ahí criado y un manjar consistente en los negros huevos de un raro pez del Mar Interior, Alatar y Pallando vieron recompensados con creces sus esfuerzos. En verdad, y a pesar de saber, como sabía ahora, que muchos de los orientales fueron a la Guerra del Anillo contra los reinos del Oeste, Pallando veía en esos pueblos personas sencillas y afables, con un carácter fuerte como el de los enanos, curtido desde la primera generación de la humanidad que vio salir el Sol en el Este y a la maligna sombra que lo cubrió poco tiempo después de su “despertar”.
Esas mismas personas les aconsejaron que no fueran más al interior del Este, pero ellos, habidos de conocimientos, se internaron aún más en el Este profundo, allí donde nunca había estado nadie cuerdo antes. De esta manera llegaron a las ruinas de la fortaleza de Utumno. Encaramados en las negras rocas que formaban la derruida muralla de montañas que alguna vez encubrieron los horrores guardados por Melkor, fueron testigos de un rojo amanecer mientras eran capaces de respirar la desolación y los residuos de maldad que allí residían como violentos e invisibles vientos. En esa ocasión, Alatar le dijo a Pallando que, en cierta forma, ellos habían llegado antes que nadie al “fin del mundo”, el lugar donde, verdaderamente, jamás nadie había estado antes…
Fue por esa época, década más, década menos, cuando Saruman fue a su encuentro a su vuelta del Este más lejano. Les halló no lejos del apacible pueblecito de los pescadores y los viñedos, pues volvieron a las orillas del Mar Interior, donde su fama se había ya extendido con lentitud, pero con perseverancia, por toda la región, siendo conocidos como los “sabios del Gran Azul”, pues eran los sabios procedentes del lejano Gran Océano.
El gran Curunir se presentó bajo unas vestimentas grises, acaso aun más ennegrecidas por el viaje, que siempre llevaba en sus periplos para esconder su rango y así pasar desapercibido. Pallando ignoraba si ya por entonces se encontraba controlado por la ponzoñosa influencia de Sauron, pero por aquel entonces los dos magos azules consideraron todo un honor que el jefe de su Orden se dignara a buscarles en lo más perdido de las tierras de Arda.
El Mago Blanco, después de los convenientes saludos de bienvenida, les habló con melodiosa y fluida voz durante largo rato, mientras el viento hacía soplar una brisa que traía aromas del Mar Interior sobre las planicies de hierba, felicitándoles por el gran trabajo que habían hecho en esas tierras y del cual se sentían tan complacido. Aún así, al final de su discurso les clavó su profunda y poderosa mirada para resaltar un solo “pero…” de todo aquel asunto: Pallando y Alatar habían conseguido su objetivo, pero él, Saruman, veía que también habían perdido el tiempo… A sus ojos, las gentes de Rhûn no constituían un peligro, pues no consideraba que esos pueblos, muchos de ellos nómadas y, por tanto, dispersos, llegaran a unirse para convertirse en un poder unificado (como, de hecho, acabó sucediendo en la Guerra del Anillo). A su juicio, la autentica amenaza se encontraba en el Sur, en las tierras del Harad. Allí, como les aseguró, las fuerzas de Sauron habían arraigado con más contundencia y empezaban a prepararse para lo que Saruman intuía como la madre de todas las batallas. “¿Y cómo sabes tú todo eso? ¿Acaso lo has visto? ” inquirió, en un momento de la conversación, Alatar con insultante falta de respeto al no ver muy claro todo ese asunto. Entonces Curunir se sumió en un silencio reflexivo. “Tengo… tengo muy buenos servidores y espías a mí servicio” contestó, casi en un susurro, al final.
Para el final de ese encuentro, tres cosas quedaron claras: Aquel era su último día en tierras de Rhûn; su siguiente paradero sería Harad y algo grande y peligroso se estaba cociendo ya en el extremo occidental del mundo, en la Tierra Media.
Movidos por ese nuevo objetivo, los dos magos no se demoraron a la hora de bordear las negras tierras de Mordor para llegar a Harad. El primer cambio que notaron al llegar allí, a parte del paisaje, fue el clima. Si en Rhûn las temperaturas solían ser extremas según fuera invierno o verano, en Harad solo se podía sentir el calor, tan sofocante y denso que casi parecía que pudiera palparse en el aire. Tampoco tardaron en descubrir el carácter furtivo y desconfiado de los sureños, pues si bien los orientales también fueron desconfiados en un principio, los habitantes de las secas tierras del Sur se mostraban aun más hoscos y reacios a mantener conversaciones con los recién llegados.
Solo por el ambiente que se percibía por los diferentes poblados, y por otros pequeños detalles, consiguieron percatarse de la influencia de Sauron en esas gentes, aunque una animadversión más antigua hacia los gondorianos y sus tierras se extendía aun muchos años más para atrás.
Aquello no iba a ser un trabajo sencillo, pero a pesar de eso perseveraron y, a fuerza de largos años, se hicieron un hueco entre esas gentes, las cuales empezaron a abrirse un poco más ante esos extranjeros y a escuchar lo que decían. Hasta incluso les pusieron un mote. Si para el Oeste ellos serían recordados como los “Ithryn Luin”, en el Sur eran y serían los “Anaz”, que, como descubrieron preguntándole a un niño, significaba “Los Muertos”. Al preguntarle el porque de ese nombre el muchacho respondió que era debido a que ellos tenían la piel pálida como la de los cadáveres secados por el viento del desierto… y por otro motivo que se guardó de decirles, enmascarándolo bajo una impertinente y enigmática sonrisa.
No volvieron a recordar ese incidente hasta mucho tiempo después, en el día en que todo se torció…
Como todos los malos recuerdos, Pallando tenía grabado cada minúsculo detalle de ese fatídico día. Recordaba el pueblo donde se hallaban, cercano a la frontera de Gondor y lleno de casas de barro y tejados de paja. Era una calurosa tarde de verano y el polvo bailaba en medio de la vacía plaza del pueblo donde, justo esa mañana, se habían instalado los mercaderes del mercado ambulante. Aun se podían ver algunas mujeres recubiertas por vistosos ropajes de múltiples colores paseando a sus hijos pequeños. Todo parecía indicar que aquella sería otra sosegada tarde de verano; pero, sí de un aciago preludio se tratara, Pallando recordó que fue entonces cuando tuvo que espantar una negra y gorda mosca con el dibujo de un ojo rojo en el lomo. Una mosca de Mordor.
Y de repente, como la súbita aparición de un relámpago en una nube de tormenta, surgieron dos figuras de la otra punta de la plaza que parecían querer rivalizar en posición con los dos magos, los cuales se encontraban en la punta opuesta. Pallando, como Alatar, no tardó en reconocerlas.
Una era baja, huesuda e iba recubierta de pinturas rituales que le cubrían el cuerpo junto a huesos, conchas y otros amuletos. Era el brujo local, al cual muchos cabecillas de la frontera escuchaban y honraban, pero cuyo nombre nadie sabía, pues era secreto.
La otra, más alta y fornida, era Mûmakilhrin, el “Jinete de Olifantes”, un renombrado guerrero y “señor de la guerra” de la zona, el cual iba revestido con una elegante armadura rojinegra que nunca antes los dos magos le habían visto llevar.
Con esos dos, Pallando y Alatar habían tenido alguno que otro encontronazo, juntos o por separado, pues de momento eran las dos únicas personas que más habían entorpecido la misión de los dos magos. Parecía que volverían a tener otra discusión sobre lo divino y lo humano con ese par, los cuales veían peligrar su autoridad enfrente de los cada vez más influyentes “Istari”.
Siguiendo una especie de rutina, los cuatro se colocaron en el centro de la plaza, a punto de iniciar otro combate verbal. Solo la arrogancia crecida dentro del brujo y Mûmakilhrin les extrañó. El primero en hablar fue el brujo. Lo hizo a grandes voces y gesticulando mucho para que toda la gente de los alrededores le escuchara y para hacer mover con violencia los amuletos que colgaban de su cuerpo.
Alatar y Pallando escucharon con paciente estoicidad e indulgencia el discurso del brujo sobre la presunta “maldad” y “falsedad” y otras palabras denigrantes de las cuales eran portadores los dos “Anaz” según el brujo. Mûmakilhrin apoyó con orgullosa y potente voz lo dicho por el hechicero, consiguiendo lo que buscaba: en pocos minutos la plaza se llenó de gente de todas las condiciones, atraídos por las estridentes voces del brujo y el guerrero.
Entre los curiosos, Pallando divisó a Lizharr, un humilde alfarero con el cual Alatar y él habían trabado amistad, siendo la única persona en la que los magos confiaban en ese territorio. El artesano era, o más bien sería, el antepasado más directo de Abdelkarr.
Empero, Pallando tuvo que desviar la mirada de Lizharr, el cual mantenía sus preocupados ojos sobre la escena, para escuchar las increpantes palabras del brujo, que era el que ahora hablaba. Preguntó a los magos que poder, que fuerza, les respaldaba para autoproclamarse apóstoles de la Verdad.
Alatar, con el entusiasmo ingenuo e impulsivo que solía caracterizarle, no aguantó mucho más y empezó un esforzado discurso sobre las dichas y bendiciones de los Valar, y de todo lo bonito y fresco que crecía en las Tierras Imperecederas. Pallando, por su parte, prefirió guardar silencio. Como había previsto, aquel discurso solo encandiló a los niños y a pocos más. Esa gente estaba demasiado endurecida y acostumbrada a la sequedad y al calor para dejarse conmover por una historia sobre prados verdes y criaturas pálidas como la carne de un pez llamadas “elfos” que se paseaban por ellos.
El brujo notó también ese sentimiento en la muchedumbre, la cual formaba ya un círculo entorno a ellos, y vio su oportunidad para alabar otro poder… un poder mucho más cercano, accesible y fuerte del que habían hablado los “Anaz”, y del cual, y eso era lo más importante, tenía contactos y aliados.
Entonces, de una punta de la plaza, la gente se apartó de golpe, llevados por un súbito calambrazo de frío glacial que sorprendió a todos, incluidos Pallando y Alatar, que también percibieron, a pesar de la distancia, esa nueva presencia helada y cortante como el más frío de los metales. Solo Mûmakilhrin y el brujo parecían contentos, como una familia que recibe la visita de un pariente muy querido, pero desaparecido largo tiempo.
Fue de esta forma, y no de otra, como se presentaron “Ellos”. No eran ni diez ni ocho, sino nueve; tampoco eran grises ni blancos, sino negros como el ala de un murciélago, y sus ropajes, colgantes como las telas de un sudario ennegrecido por las cenizas de los muertos, ondeaba placidamente al son del cálido viento de la tarde, haciéndoles parecer nueve llamas de negro fuego que se alzasen del suelo hacia el cielo.
Eran los Nazgûl, y con ellos habían traído el Silencio, el Estupor y el Miedo. Un miedo irracional que azotaba a los presentes, yendo en aumento debido a que su origen desconocido aterrorizaba aun más a esas gentes.
Hubo entonces tumulto y habladurías entorno al círculo de presentes. Nadie conocía bien en profundidad ni a los dos magos ni al hermético brujo o a Mûmakilhrin, pero, sobretodo, nada se sabía casi de los nueve recién llegados, de los cuales circulaban muchas leyendas terribles pero pocos hechos.
Ahora estaban todos ellos juntos y nadie sabía que era lo que podía pasar.
Pallando y Alatar enmudecieron debido a la sorpresa. Habían previsto un enfrentamiento con los Espectros para mucho más adelante. Lizharr, en percatarse del giro que iban cogiendo los acontecimientos, se colocó al lado de los dos magos. Si algo sucedía, él quería estar allí para ayudar en lo que fuera.
Envalentonado por la presencia de los Nazgûl, el brujo empezó a vociferar sobre las “bendiciones” del Gran Señor, el Amo y otros eufemismos bajo los que se escondía el Aborrecido. Por su parte, los Nueve se mantuvieron en silencio y aparte. Eran más prudentes que el brujo que usaban de títere, como reflexionó Pallando que, sin embargo, pudo notar el peso y la maldad de los dieciocho ojos que se escondían bajo la eterna negrura de sus capuchas, demasiado miopes y débiles para la luz del Sol. Se notaba que los Jinetes Negros preferían estar en algún otro lugar lejos del abrasador Sol y de la, sobretodo, hiriente y molesta luz diurna. Pero aguantaban… aguantaban porque algo o alguien les oprimía la voluntad para que siguiesen hacia delante, en una carrera sin destino final, en la cual los Espectros habían perdido la conciencia de sí estaban vivos o muertos.
Mientras el brujo iba seduciendo al público con su charlatanería y los Nazgûl mantenían su autoridad inquebrantable mediante el Terror que infundían, Lizharr se giró de cara a los dos “Istari”. El buen hombre era consciente de que las cosas se pondrían peliagudas para los dos sabios y quería decirles solamente que él jamás les traicionaría ni les buscaría mal; ni él ni ninguno de sus descendientes. Esa declaración conmocionó sobremanera a Alatar y no tanto a Pallando, cuya visión de la situación le obligaba a apreciar las buenas intenciones de su único “aliado”, pero también en discernir que poco podía hacer un solo hombre ante la tempestad a punto de desencadenarse.
Y, sin embargo, Pallando se alegraba con la más sincera alegría, y con cierta envidia, del optimismo y renovadas esperanzas que se encendieron en Alatar y Lizharr en aquellos precisos instantes. Fue el mismo Alatar quien tomó la mano de Lizharr, la “herramienta” más preciada para su trabajo, para hacerle participe de un juramento bajo el ardiente Sol y de los ojos de los No-muertos. “Júrame, Lizharr hijo de los Kehndi, que jamás ni tú ni ninguno de tus parientes de ahora o de futuras generaciones querrá mal contra los Enviados del Oeste bajo ningún pretexto”. Más o menos aquel era el juramento tal y como lo recordaba Pallando, y Lizharr, sin dudarlo, lo juró solemnemente.
De repente, todas las miradas se centraron en Mûmakilhrin, que le había tomado la palabra al brujo. Con ademanes casi teatrales afirmó a los cuatro vientos que, solo bajo el amparo de Sauron, el pueblo Haradrim prosperaría. Como prueba lucía esa armadura forjada en las tierras del Amo y convertida en un regalo para él, el gran guerrero Mûmakilhrin. Con “regalos” similares del Amo se podría alzar un ejercito lo bastante poderoso como para combatir a los odiosos dúnedain del Norte y así conquistar sus tierras de una vez por todas.
Lo dicho por el guerrero interesó mucho más a los Haradrim allí reunidos, los cuales empezaron a apiñarse más entorno al grupo. Viendo eso, Lizharr, en un acto desesperado, se puso delante Mûmakilhrin y el brujo, y empezó un nuevo discurso. Haciéndose oír entre el populacho, Lizharr dijo que él sí creía en los “Anaz” y que las ansias de poder de Mûmakilhrin y su “Amo”, el cual parecía tutear a los pueblos como a ovejas, no traerían más que destrucción y muerte a los Haradrim.
Por unos segundos, se hizo de nuevo el silencio. Alatar y Pallando se quedaron estupefactos ante la reacción de Lizharr; los Nueve se removieron levemente ante ese aluvión de críticas y la gente calló solo para saber que dirían el hechicero o el “señor de la guerra”.
Mûmakilhrin, viendo esa expectación, sencilla y llanamente se puso a reír. Eso encendió aun más los ánimos de Lizharr, haciendo que se plantase justo delante del guerrero. El alfarero era un hombre menudo y Mûmakilhrin, imbuido por su estrenada armadura, parecía un gigante, por lo que la gente rió ante el efecto cómico del contraste de tamaños. Eso no amilanó a Lizharr, que le gritó a la cara del militar todas las injusticias perpetradas por los hombres bajo su mando y por la casta guerrera en general, pues por aquel entonces, la sociedad Haradrim se encontraba muy jerarquizada. Mûmakilhrin no pudo evitar reír aun más ante todas esas tonterías, según su criterio.
“- Algún día… algún día, asesino, puede que incluso mis hijos, y los hijos de mis hijos, puedan llevar las armaduras “regaladas” por tú Amo, el “pastor de bobos”, sin tener que ser alguien de las Grandes Familias o algún mercenario solo admirado por los hombres que haya muerto” exclamó, con arrolladora lucidez y frente a las risotadas que le envolvían, Lizharr.
La gente se carcajeó más de lo que acababa de decir, pero tanto el artesano como el guerrero guardaron silencio y se mantuvieron quietos con las miradas clavadas el uno al otro.
Solo el silencio volvió a reinar cuando Mûmakilhrin, sin previo aviso, desenvainó su espada con pasmosa velocidad y decapitó de un solo tajo a Lizharr. El soldado había dejado de tomarse las “bromas” de Lizharr a la ligera para pasar a considerarlas insultos a su clase social. Y aquello era imperdonable.
La cabeza rodó unos cuantos metros y se paró con silenciosa resignación, mientras del cuello cercenado brotaban, como de una fuente, chorros de sangre que se secaron y coagularon casi al acto en contacto con la ardiente arena del suelo. El único ruido que se volvió a escuchar por entonces fue el zumbido de las moscas de Mordor que acudieron en masa al muñón del cuello. Tanto Pallando como Alatar se habían quedado boquiabiertos y con los pulmones sin aire.
Viendo que aquella era su oportunidad, los Nazgûl se distribuyeron en un círculo perfecto para rodear a los dos magos, listos para proceder en su misión de captura.
Pallando solo guardaba retazos del combate que siguió para evitar caer en manos de los Espectros. Tan solo recordaba que al ver la cabeza de Lizharr tirada en el suelo, todas las fuerzas, todas sus esperanzas, habían desaparecido de su cuerpo. En medio de esa desolación pudo ver, a lo lejos, una mujer. La mujer, que sostenía una niña de pocos meses en los brazos, había sido testigo de todo lo ocurrido en esa plaza. Esa mujer era la esposa de Lizharr. En ver a la joven niña, Pallando recordó la promesa que habían hecho Lizharr y Alatar… Esa misma promesa que obligaría a romper a Abdelkarr, último descendiente de Lizharr, al día siguiente porque, aunque investido con la armadura del asesino, tendría que enfrentarse al hacedor de la Promesa.

Fuera, en el exterior del subsuelo y de las Cámaras del Tesoro reales o ficticias, la noche profunda también reinaba con sosegada calma sobre la ciudad. Alatar, en su despacho, veía en silencio como la luminosa pantalla de su ordenador parpadeaba sin descanso, archivando, clasificando o ejecutando ordenes en números binarios: “Código de seguridad#Entrando-79%… Activado. Funciones de MÓL limpias de interferencias=Indique su activación, por favor”. Alatar presionó una tecla de la consola. “Autorización aceptada#Código 60-61-62 MÓL activado# Listo y en funcionamiento”.
Bien, ya casi estaba todo listo para mañana. Entonces, ¿por qué el Sacerdote se encontraba inquieto y temeroso? Por una sencilla razón.

Al igual que un ordenador, Alatar podía ordenar sus pensamientos con un orden y precisión milimétricos, pero a veces perdía ese control y su mente empezaba a girar descontrolada, colándose sus recuerdos por doquier en su cerebro para atormentarle; sobre todo en noches como aquella, donde el sosiego de los durmientes no le permitía a él mismo descansar. El mago azul hacía, como mínimo, dos mil cien años que no dormía. Ello era consecuencia de su estancia en Barad-dûr.
Y no dormía para no soñar; y no soñaba porque no quería que las pesadillas (¡las malditas pesadillas!) entraran en sus sueños de forma cibelina y le enloquecieran más de lo que ya estaba. Si había de recordar malos tragos, que por lo menos fuera despierto.
De este modo, Alatar permanecía sentado en el sillón de su despacho, en lo más alto de la “Torre de Cristal”, despierto y con los ojos bien abiertos, sin parpadear. Y, aún así, no pudo evitar recordar, debido a que su mente se mantenía en constante movimiento y revuelo. Por ella no tardaron en desfilar los recuerdos de aquel día… Un día que Alatar solo recordaba con vaguedad. Estaba junto a Pallando en un lugar donde hacía mucho calor y delante suyo había alguien más. Esa persona estaba jurando algo sobre una promesa que Alatar no lograba descifrar. Luego, como en un sueño, el escenario cambiaba y el único sonido que podía escucharse era el de miles de alas de mosca, mientras estas revoloteaban y se apilonaban sobre algo tirado en el suelo. Después solo veía como los Nazgûl los encadenaban a Pallando y a él con gruesas cadenas llenas de inscripciones blasfemas, al cabo de lo que intuía un corto y brutal combate.
Más allá los recuerdos se hacían más nítidos. Veía entonces con total claridad la torre de Barad-dûr perfilándose en el horizonte de Mordor, junto a la mugiente montaña Orodruin. De aquello, Alatar prefería solo recordar retazos, como era la separación con Pallando, ya por aquel entonces convertido en una mera sombra azul encadenada a su lado, debido a otra promesa que –esta vez sí- recordaba como si la hubiera dicho escasos minutos antes.
A raíz de ese segundo juramento vino el descenso; el eterno descenso hacia las mazmorras subterráneas de Barad-dûr. Allí, Alatar se encontró completamente solo, excepto por la presencia de sus captores y de los demás encarcelados, los cuales nunca vio pero cuyos gritos y lamentos de dolor podía oír en la oscuridad que dominaba esas estancias.
Así, mientras en el exterior, donde aun se podía ver la luz del Sol, se libraban épicas batallas y se forjaban los nombres de héroes legendarios para la posteridad en la Guerra del Anillo, en esas profundidades agonizaban las víctimas del Señor Oscuro en un anonimato más horrible que el peor de los olvidos. La mayoría eran simples personas que habían estado en el lugar y el momento equivocados o combatientes feroces contra el crecimiento del poder de Sauron, convenientemente silenciados. Y en medio de todos ellos se encontraba Alatar, pendido de las cadenas mágicas que le mantenían preso y colgado de un precipicio que se extendía en las ya de por sí abismales mazmorras, hacia un pozo negro como los ojos de los tiburones que merodeaban por los océanos de Arda. Fue allí donde escuchó por primera vez la Voz del Vacío y se empezaron a formarse las pesadillas que le perseguirían durante toda su vida noctámbula.
De tanto en tanto, los carceleros ponían en práctica una rutinaria costumbre: dejaban caer al vacío que se extendía bajo el colgante Alatar la sangre de los reclusos muertos. Alatar contemplaba, siempre en silencio y desde sus cadenas que habían hecho jirones ya su piel, las cascadas de sangre que se precipitaban en la oscuridad. Según había oído a los carceleros, esa sangre iba dirigida a “algo” enterrado y dormido en los mismísimos cimientos de Barad-dûr, mucho más antiguo y aterrador incluso que las artimañas ingeniadas por Sauron.
Pero lo peor de todo aquello era escuchar los gritos de los desgraciados sacrificados para ese fin; y más cuando, al final de las torturas, esos gritos se convertían en carcajadas debido a la locura.
Fue entre esas demenciales risas cuando Alatar escuchó también la Música. La Voz y la Música parecían ser una sola cosa en su cabeza cada vez que “él”, el Hacedor de Desorden, quería hablar con Alatar.
Escuchando la Música del Vacío, el mago dejo de ser el que era y empezó a entender un poco más la sinrazón y sufrimientos que parecían dominar con tiránica autoridad ese lugar. No fue por influencia de Sauron, como creían todos con Pallando a la cabeza, que Alatar se convirtiera, simplemente, en… “otro” .
Supuso de esta forma que la sangre iba dirigida a los Quince mencionados por la Voz, los cuales aguardaban, inconscientes como su Gran Señor, en los abismos. Y él, Alatar, sería la llave que les despertaría para dejarles sueltos por la Tierra. Para tal fin tendría que ser paciente, no como lo fue Sauron, pues solo de ese modo, cuando los tiempos del propio Sauron hubiesen pasado a la Historia, Alatar podría volver a intentar abrir las Puertas del Vacío al Mundo.
Viéndolo con perspectiva, las pesadillas eran un pequeño precio ante tal magno acontecimiento. Esa misma noche, sin ir muy lejos, Alatar haría el primer movimiento que pondría en marcha el resto de la orquesta.

La espera para que llegara la mañana se hacía interminable en los ahora solitarios pasillos que recorrían los numerosos pisos de la “Torre de Cristal”; y esa espera impacientaba, como la calma del edificio, a Ardarel. Muchos habrían sido los que se hubiesen dejado engañar por el aspecto frágil de la chica, pero la verdad, su verdad, estaba muy lejos de salir a la luz, o, por lo menos, hasta que Alatar la convirtiera en reina del Mundo como siempre le prometía, medio en broma, desde que ella era pequeña.
Pero, por lo que iba viendo, Alatar solo se preocupaba de ocupar él mismo el trono de regente de lo que fuera con tal de ganar poder. Y cuando más se acercaba el día de mañana, más tenso y crispado estaba. Ardarel lo intuía con facilidad con solo pasar por delante de la puerta de su despacho. Era como presentir una ola de aire frío o caliente.
Ella, en todo caso, prefería ignorarle e ir a lo suyo; de modo que empezó a bajar las laberínticas escaleras que conducían a los pisos inferiores de la “Torre de Cristal”. En el piso cincuenta y seis entró en un despacho vacío y a oscuras, aunque eso no supuso ningún problema para sus ojos. Se estiró su larga y lisa melena negra hasta juntarla en una coleta y sin más dilaciones examinó las dos espadas que había traído con ella. Eran largas pero no gruesas y el negro metal se encontraba afilado por los dos filos.
Una vez terminada la revisión de las armas que mañana utilizaría contra los dos llamados, simplemente, “alborotadores” por Alatar, Ardarel reparó en unas manchas de un pálido color rosado en las yemas de sus largos y delgados dedos. Eran los restos de sangre del chico al que clavó la mano en la pierna hacía ya un día, cuando al fin Alatar la había dejado salir al exterior. Una oleada de ira la invadió en recordar aquel encontronazo. Más que alborotadores, el viejo y el chico que la asaltaron durante su “comida” eran unos entrometidos que no sabían ni comprendían nada. ¡Qué viniesen si querían! Ella les estaría esperando y esta vez no se conformaría con clavarles solamente los dedos. Entonces Ardarel sonrió en pensar como abriría la oscura piel del chico para ver el color rosado de su carne y como arrancaría de cuajo la barba del viejo.
Sí; pudiera ser que Ardarel se riera y se jactase de esos pensamientos, pero, más que por el orgullo, estos eran provocados por la rabia. Rabia por ver truncada su libertad en salir de la “prisión de Cristal” por el miedo que olía en el viejo y en el chico, los cuales no veían ni entendían nada más allá del lugar del cual ella había salido.
Bajando con mudos pasos, de tal forma que parecía que caminase con algodones en los zapatos, hacia los cimientos de la “Torre”, rescató de su memoria los días de su infancia. Uno de ellos, en concreto y el cual tenía grabado en su memoria con fuego, era su primer y último día en la guardería. Ese día era soleado para su disgusto y llevaba puesto un vestidito rosa como todos los niños de allí, siendo el de las niñas de color rosa y el de los niños azul.
La había traído él, Alatar, ignorando ella las razones de tal acto, aunque a lo largo de los años, Ardarel pensó que quizás él esperaba hacer de ella una chica “normal”. Igualmente en ese día, el mago guardó silencio durante todo el trayecto al centro y en el primer encuentro con las profesoras. Ardarel casi las odió al acto, pues en sus caras se podía leer su estupidez innata que ella, a pesar de ser tan pequeña, captaba casi tan bien como las “olas” de preocupación que rodeaban a Alatar cuando estaba tenso. Durante todo el rato de la presentación, las mujeres estuvieron sobándole su pelo negro con sus manos como si fuera un perro, y no paraban de decir cosas como “¡Oh, qué niña más mona!” “Seguro que aprenderá las cosas con rapidez”. Alatar siguió sin decir nada, solo mostrando su sonrisa más diplomática. Era su forma de armarse de paciencia.
Las profesoras la dejaron después en el patio de juegos, junto al mismo maldito Sol abrasador y los demás niños. Como era de esperar, su instinto infantil les hizo advertir algo raro en Ardarel que las profesoras no habían visto. Ellos lo sabían tan bien como Ardarel, la cual podía ver su asombro y curiosidad en sus ojos.
Esperando que la ignorasen, se fue a una punta del patio, a la sombra; pero un niño, uno grandullón y muy corpulento para su edad, no tardó en dirigirse a ella, seguido de un nutrido grupo de otros niños y niñas.
El niño le preguntó como se llamaba. Ella respondió. El niño le preguntó después como era que ella tenía las orejas puntiagudas. Ella le contestó que no lo sabía. “¿Y los ojos? ¿Cómo es que te brillan? Parecen los de un gato de noche”. Ardarel no supo que responder a eso y, simplemente, se mantuvo allí, en la sombra, observándoles con sus grandes ojos que brillaban “como los de un gato”. Los demás niños también se quedaron observándola, fascinados por sus facciones dulces y exóticas y desconcertados ante aquellos ojos que parecían guardar el mayor de los secretos para sus cortas vidas.
El niño grandullón, viendo que la cosa había llegado a un punto muerto, decidió acercarse a ella. Ardarel siseó como una serpiente acorralada y le avisó que no se acercara más. Pero el niño, como buen crío que era, se inclinó a hacer lo contrario de una advertencia o prohibición.
Ardarel movió los brazos para apartarle, pero él la agarró con facilidad y fuerza uno de ellos. Entonces algunos niños empezaron a ponerse nerviosos y le dijeron al grande que aquello que hacía estaba mal y que sino paraba avisarían a las “profes”. Pero el niño les ignoraba, pues empezaba a experimentar el sabor del poder del más fuerte sobre el débil. Ahora él dominaba el objeto de novedad y sorpresa del patio -la niña nueva y misteriosa- y esa sensación de superioridad era difícil de abandonar.
Unos cuantos niños ya se dirigían corriendo a avisar a las profesoras cuando sucedió lo inesperado. En contraposición a lo que tendría que ser más lógico, oyeron aullar al niño grandullón de autentico dolor. Lo que sucedió seguidamente, como reflexionaba a veces Ardarel, debió quedarse tan grabado en lo más profundo de su mente como a ella.
Lo que los demás niños vieron fue como el grandote se separaba bruscamente de la niña nueva para llevarse las manos a la boca. Cuando las apartó para gritar su lamento de dolor, todos vieron como le faltaba el trozo de carne de la mejilla, de forma que era posible ver el interior de su boca, con dientes y lengua incluidos. El efecto parecía cómico, pues daba la impresión de que el niño tuviera una sonrisa permanente en el rostro. Pero nadie rió.
Todas las incrédulas miradas se dirigieron a ella, que más que nunca, intentaba acurrucarse en la sombra para que no la vieran. Eso no evitó que todos contemplaran como chorreaba la sangre de su boca, llegando a teñir esta el vestido rosa de rojo. Sí; había sido ella la que había arrancado la mejilla del niño de un bocado, pero le hubiese gustado gritar que solo lo había hecho en defensa propia; que ella no quería hacer daño a nadie y que solo quería que la dejaran en paz; aunque sabía que, invariablemente, nadie la creería, siendo el primero de la lista el propio Alatar.
Gracias a sus influencias en el gobierno, Alatar pudo tapar el asunto, pero en el viaje de vuelta de la guardería a la “Torre de Cristal”, Ardarel temió más que nunca por su vida. Ella le había decepcionado. Una falta imperdonable.
Caminaban en silencio y agarrados de la mano como si fueran en verdad padre e hija, a la vez que el Sol decaía en el horizonte. Alatar le habló entonces con voz serena y dulce sobre lo mal que se había portado ella ese día. Ardarel sabía que cuando más calmada y tranquila sonaba su voz, más cabreado quería decir que estaba Alatar.
Cuando al fin llegaron, la “Torre de Cristal” se encontraba ya casi solitaria de personal. Él la condujo a los sótanos más profundos del edificio, allí donde residían las calderas, las alcantarillas y las abandonadas y enterradas columnas de los cimientos. Y allí la dejó, sola y en la más absoluta oscuridad. “Me has fallado, Ardarel. Ya que no sabes controlar tú apetito, es justo que busques ahora comida por tú cuenta” fue lo último que le dijo Alatar antes de irse y encerrarla.
De esta forma, mientras arriba, en la “Torre de Cristal”, los burócratas, los secretarios, los dirigentes, los magnates o simples becarios vivían en el más absoluto lujo con sus trajes caros y sus zapatos bien encerados, y siempre rodeados por su “palacio” de cristal, abajo, más abajo, Ardarel malvivía alimentándose de las ratas y las cucarachas que, como ella, habitaban las “raíces” del centro de poder de Gondor.
En los años que vivió y creció allí, Alatar fue a verla pocas veces y Ardarel llegó a la conclusión de que Alatar les tenía miedo a los sitios profundos y oscuros.
Y aunque no fuera una nostálgica, Ardarel se encontró bajando hacia esos mismos sótanos de su infancia. Por segunda vez se vio rodeada de nuevo por esa negrura perpetua que solo algún técnico de mantenimiento despistado profanaba de tanto en tanto. Allí mismo, como entre bastidores, Alatar guardaba la “artillería pesada” que pensaba lanzar contra los tres “entrometidos” al día siguiente.
Ardarel podía escuchar sus bufidos y gruñidos de impaciencia y resignación en medio de la oscuridad. Entonces se acercó a una enorme jaula incrustada entre dos viejas y apagadas calderas. Los barrotes eran enormes y gruesos, y el espacio entre ellos también. Ardarel acarició con suavidad y con los mismos dedos que hirieron a Abdelkarr la pared de piel que se extendía más allá de los barrotes y que pertenecía a una gigantesca criatura, la cual se removía inquieta en el limitado espacio de la jaula.
- Xxxxt, no pasa nada, “Grandullón”… Espera un poquito más –le susurró Ardarel con dulzura y unos ojos inyectados en sangre, muy parecidos a los de ella, la observaron fijamente en la penumbra.
Complacida, Ardarel volvió a mirar a su alrededor, al espacio cavernoso, como de catedral, que había sido su hogar y cuya oscuridad vibraba ahora llena de criaturas que, al igual que ella, pedían a gritos cuentas al mundo. Mañana sería su gran día.

Eran las seis de la mañana cuando los dos hombres se reunieron. Lo hicieron en un solitario punto en la frontera del barrio de la “Cueva de Ella-Laraña”, donde la niebla matutina añadía un toque de tristeza al ya de por sí triste gris del amanecer y el cemento.
Durante unos segundos se miraron a la cara sin decirse nada, pero al instante hicieron lo que tenían que hacer. Uno de ellos sacó una navaja y se la clavó al otro en el estomago. El herido, en un último esfuerzo, sacó una pistola y le pegó un tiro en la cabeza a su atacante. Los dos cayeron juntos sin quejarse, dejando que la muerte aliviara el dolor de sus heridas.
Ninguno de, los ahora muertos, hombres se conocía o se habían visto antes. Lo único que tenían en común esos hombres era la visita que les había hecho esa misma mañana, y por separado, el Hombre de Azul.
El mismo Hombre de Azul les había dicho donde encontrarse y que hacer una vez que se encontrasen. Lo dijo con una voz tan suave y encantadora que fue imposible resistirse…
De este modo, uno de los dirigentes más importantes del GPPN y uno de los jefes más influyentes de los “Puños de Sauron” morían juntos y felices, cumpliendo con lo que se les había “ordenado”.
Al pasar las horas del amanecer y una vez encontrados sus cadáveres, por toda la zona los GPPN acusaban a los “Puños” del asesinato y los “Puños” viceversa. La mecha había sido encendida y por las nueve de la mañana circulaban tantas versiones sobre lo sucedido que culpaban a una u otra banda que se podría haber escrito un libro con ellas.
La guerra había sido declarada. Aquello era lo único claro al final de la mañana.



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