La Odisea de Elfenomeno

19 de Octubre de 2006, a las 12:16 - Entaguas
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EPÍLOGOS

Aquí se recogen los epílogos, tal y como fueron escritos por los aventureros:

Epílogo de Abârmil:

Todo había acabado, o al menos eso parecía, las huestes de Sauron habían sido derrotadas y prácticamente aniquiladas. Las gentes de Harad no volverán a amenazar Gondor en mucho tiempo y los hombres del este se perderán en un sinfín de guerras entre tribus en busca del liderazgo. Los Pueblos Libres, por nuestra parte hicimos lo que teníamos que hacer, celebrarlo por todo lo alto. Se organizó una hermosísima ceremonia de entronización en la que Frodo, el salvador de la Tierra Media, coronó a nuestro rey reunificando el otrora reino de Isildur. Fui invitado por el mismo Aragorn a formar parte de los testigos de honor, dada mi sangre dúnadan, pero mi sitio estaba con mis hermanos de batallas, con los que tanto había sufrido y reído.
Tras las formalidades se dio paso al ansiado festejo. Comimos y bebimos como nunca desde nuestra estancia en Lorién. Cuando toda la pitanza había sido terminada, un bardo comenzó a cantar las increíbles hazañas de la Compañía del Anillo, al terminar, Adan tomó su “instrumento” y se arrancó con un poema de sempiternos versos sobre nuestras aventuras, todos ovacionamos a su conclusión. La fiesta se prolongó hasta la mañana siguiente.
Yo me quede en Minas Tirith durante un tiempo en los que, muy entristecido, tuve que despedir a mis grandes camaradas, el último que se quedó conmigo fue Burzumgad, pues había quedado con él que lo acompañaría en su regreso a Mordor, un montaraz siempre está ávido de nuevos conocimientos geográficos. Para preparar el viaje de la mejor forma posible decidí informarme concienzudamente sobre la región de Ithilien, pregunté quien la conocía mejor y varios hombres me indicaron donde encontrar a esa persona. Cuan grande fue mi sorpresa al serme presentado Faramir, el hijo del difunto Senescal. Nos hicimos grandes amigos y me propuse ponerme a sus órdenes durante algunos años en el recién instaurado principado de Ithilien. Vagué un tiempo con Burzumgad entre los inhóspitos valles de Gorgoroth, más allá de las Ephel Duath. Aprendí numerosas costumbres orcas que desconocía por completo, como rituales religiosos, recetas culinarias y relaciones conyugales. Yo por mi parte le fui enseñando en difícil arte de la exploración, la detección de huellas, ocultación de las propias y la desaparición casi por completo, con su gran olfato podría ser un gran explorador, sin duda. Cuando llegamos a Nurn, decidí tomar el camino hacia el norte para examinar las Ered Lithui. La despedida fue penosa, era el último compañero del que restaba despedirme y al que más me iba a costar volver a ver.
“Toma amigo Burzumgad, es el poema que Adan compuso, podrás traducirlo a tu idioma y cantarlo con los tuyos en vuestras celebraciones. Espero que algún día pueda escucharlo, aunque vuestra lengua siempre me pareció un tanto ruda, por poner un eufemismo. Adiós gran orco, que las estrellas te guíen.”
Tras deambular por Mordor tomando notas de todo aquello que llamaba mi atención, me dirigí a cumplir mi promesa con Faramir, quien me nombró Señor de Ithilien Sur, encargado de custodiar el paso del río Poros. La verdad es que pase gran parte del tiempo yendo y viniendo de aquí para allá, incluso adentrándome en Harondor y navegando hasta Umbar. Pasados siete años el tedio y la nostalgia me abrumaban, por lo que pedí a Faramir que me librara de mi servicio y me dispuse a visitar a mis antiguos amigos, a los que no había visto desde la ilustre boda entre Elessar y Arwen, confieso que aquel día lloré cuando pude ver plantado a un retoño del Árbol Blanco. Marché a Rohan en busca de Lanceloth, Barin y las rohirrim, donde conocí al gran Eomer. Me adentré en Lorién en busca de mis queridos elfos Aikanáro, Rúmil, que encontré por casualidad, pues en breve irían de vuelta a sus lejanas tierras, y Elder. Continué hacia el norte por los lindes del Eryn Lasgalen hasta encontrar a mi bardo favorito, Adan. Con él recorrí el gran bosque entusiasmado, que me dejó maravillado, sobre todo por la comparación con el último recuerdo que tenía de él, “El paraíso de un montaraz”, le dije. Al llegar al otro extremo nos dirigimos al norte, hacia Erebor, para ver a Dimas, convertido en un gran señor enano.
Una vez hechas las visitas me dirigí a Rivendel donde encontré a los hijos de Elrond, compañeros de fatigas mucho tiempo atrás. Rejuvenecí mis músculos y ofrecí mis servicios a Eriador, donde fui nombrado Capitán a cargo de la región entre la comarca y Rivendel, Fornost y Tharbad, puesto que ejercí hasta el final de mis días, aunque nunca estuve más de un año sin viajar fuera de esos límites.

Epílogo de Burzumgad

La ceremonia de la coronación del rey Elessar fue todo lo fastuosa que puede imaginarse. Mis camaradas parloteaban y reían; yo, por mi parte me mostraba cauteloso: sabía que, de no mediar la presencia de mis compañeros, más de un concurrente de aquella innúmera multitud caería sobre mí con un arma en la mano.
Más grato fue para mí el banquete posterior, pues allí estaba rodeado de mis amigos, incluidos Farahir y las muchachas de Rohan. Y si que nos divertimos recordando la noche de parranda que precedió a las agitadas batallas finales.
En el día siguiente oí rumores acerca de la intención de sus majestades de mandar descombrar Minas Morgul. El tema me preocupó y Abârmil, solícito, concertó para mí una audiencia con el rey.
Apenas si había yo visto al soberano en la ceremonia y muy de lejos, y me hallaba muy nervioso en los momentos previos a la entrevista, acompañado de mi amigo el dúnadan, pero su majestad resultó un hombre excepcional, que no sólo atendió a mis súplicas sino que me pidió que, de regreso a Tirith lo anoticiase acerca los míos prometiéndome, en caso de obtener yo resultados positivos acerca de mi intención de crear una "nación orca", una substancial ayuda económica.
La compañía pasó algunos días en la ciudad simplemente paseando y recomponiendo fuerzas. Si que nos costó separarnos: es que sabíamos que, una vez que partiésemos, sería ya harto improbable que volviésemos a reunirnos todos de nuevo.
Al fin me abracé con Elder, Aikanáro y Rúmil, mis amigos elfos...entrañables amigos...quién diría.
Con los rohirrims Lanceloth y Barin me despedí entre gritos de júbilo y golpeando mis palmas con las suyas. Felices de esos heroicos y alegres guerreros. Lanceloth bromeó largamente conmigo acerca del trato preferencial que él y los suyos darían a los orcos...a los que declarasen ser mis aliados, claro.
Un par de inclinaciones me bastaron para saludar a las muchachas, reidoras y jubilosas tanto como sus connacionales varones, a los que acompañarían a su patria.
Adan me despidió con una canción, tal su costumbre...y un efusivo abrazo.
Farahir bromeó conmigo tanto para disimular la tristeza de la despedida.
Con Dimas la cosa resultó particularmente difícil: es que yo había cobrado especial afecto a ese enano tan duro en la batalla como alegre y ocurrente en los momentos de ocio y solaz. Juntos recordamos el principio de la travesía, cuando tanto él como yo nos sentíamos solitarios en el seno de aquella extraña compañía. Dimas me aseguró que podía contar con él y los suyos para la reconstrucción que, de seguro, habría de propiciar yo en mis tierras.
Al fin Abârmil me dio la alegría de acompañarme hasta Morgul. Y lo hicimos a buen paso de cabalgadura y con una escolta de lujo: nada menos que la procurada por los hombres del capitán Faramir.
Al fin contemplé, a lo lejos, la singular estampa de mi ciudad: se la veía ruinosa, pues los temblores que siguieron a la destrucción del Anillo Fatal le habían arrancado parte de su torre giratoria, pero también lucía libre de malignidad.
Fue una emoción reencontrarme con los míos, a quienes alguien había anoticiado de antemano de mi llegada. A la cabeza del comité de recepción estaba mi amada Marzdaph, y aquel abrazo justificó con creces toda aquella magna empresa.
Abârmil se quedó en casa largos meses. La comida escaseaba y tan sólo podíamos convidarlo con carne de pequeños animales silvestres, y pan oscuro, pero el montaraz aceptaba todo aquello con el buen talante de un agasajado de banquete real.
Del lado interno de las montañas la torre de Cirith Ungol se mantenía en pie, y también algunos castillitos orcos con sobrevivientes. Un buen principio para nuestro naciente país.
Acompañé a Abârmil a través de las destrozadas llanuras de Gorgoroth, todas recorridas de costurones de roca y fumarolas asfixiantes hasta las inmediaciones del mar de Nurn, dónde los ex esclavos del Poder Oscuro se organizaban como país bajo la supervisión de funcionarios del rey Elessar.
Y bien, había llegado la hora de despedirme del último de mis amigos. Os confieso que los dos lloramos en medio de los llanos abruptos de Mordor iluminados por el alba variopintada. Marzdaph, quién nos acompañaba, también lo hacía.
De lo que sigue hay poco que contar: viajé a Minas Tirith un par de veces, puse al tanto a su majestad de mis acciones, y él me aseguró asistencia total a cambio de un juramento de vasallaje que no podía ser más ventajoso para los míos y para mí.
Tal como me lo había asegurado, Dimas me visitó al cabo de unos años, preocupado por mi comunidad, y si que él y sus arquitectos y picapedreros harían, un tiempo después, un trabajo excelente.
En años posteriores viajé con Marzdaph y nuestro primer hijo, aún pequeño, y visitamos, uno tras otro a mis antiguos camaradas de armas. Esos, fueron mis años más felices.

Epílogo de Elder

La tranquilidad y la paz habían llegado al fin a nuestros corazones, las diferentes razas de la Tierra Media podían mirar al cielo claro y luminoso después de tanta oscuridad. La ceremonia de entronización del rey Elessar fue todo lo grande que se podía esperar de tan importante acontecimiento, y allí fuimos invitados los miembros de nuestra compañía por la ayuda ofrecida. La ciudadela estaba engalanada con estandartes y banderas por todos lados y la gente vestía sus mejores trajes, era un día que sería recordado.
No queríamos que la disolución del grupo fuese tan rápida, así que nos quedamos un tiempo en Minas Tirith, ayudando en su reconstrucción, hablando, comiendo y dando largos paseos por sus preciosas callejuelas. Quería ofrecer un regalo a mis compañeros antes de nuestra separación y los reuní a todos para hacerles entrega de un pequeño libro a cada uno. Estaba revestido con unas tapas duras de color oscuro y en su portada podía leerse el título "La extraña alianza". Gracias a mis contactos en la ciudad conseguí que me hicieran los ejemplares utilizando la piel de la bestia alada que abatimos frente a las puertas, un buen trofeo de guerra. Dentro de aquellas páginas se encontraba relatado el viaje que comenzamos semanas atrás y que nos llevaría a vivir tantos peligros, así podríamos recordarnos a pesar de estar alejados unos de otros. Para agradecer a Burzumgad su unión al grupo, le entregué un tomo igual al de los demás salvo por estar escrito en lengua negra, un detalle que le alegró.
Antes de marcharme invité a todos a visitar mi hogar en Bealfast, donde serían recibidos con los honores de auténticos reyes, a Adan y Abârmil, a mi nuevo amigo enano Dimas le prometí un banquete suculento sólo para él, y especialmente a mis compañeros elfos Rúmil y Aikanáro, de los cuales me costó bastante despedirme después de todo lo vivido con ellos, sobretodo en Lórien.
Así pues partí de Minas Tirith montado a lomos de un imponente caballo de color negro regalo del rey Aragorn, con el que además tuve el privilegio de poder elegir su nombre, le puse Elros en homenaje al hermano de Elrond, un medio-elfo que eligió el camino de los hombres y dejó atrás su inmortalidad. Decidí que antes de volver a casa debía regresar a Lórien, ya que la última vez que la vi se encontraba en llamas, no quería que aquella fuera la imagen que quedara en mi recuerdo de tan precioso lugar.
Pase largo tiempo con los elfos ayudando en lo que estuviese en mi mano para darle de nuevo el esplendor que tenía antaño.
Por fin regresé a mi hogar listo para volver a ver a mi familia y mis queridos súbditos, preparado para seguir disfrutando de todo por lo que había luchado meses atrás y que hubiera desaparecido de haber fracasado en nuestra misión. Pero sabía que mi tiempo en la Tierra Media estaba llegando a su fin y pronto debería partir con los de mi raza lejos de mis tan queridas tierras, el momento de los elfos debía dejar paso al momento de los hombres.

Epílogo de Dimasalang

Dimas acudió con sus compañeros a los fastos de la coronación de Elessar en una Minas Tirith que poco a poco se desperezaba de su anterior postración de los tiempos de Denethor. Como si una nueva Edad hubiera nacido, lo que a la postre se verificó, los rayos del sol bañaban el Mindolluin y hacían refulgir a la ciudad blanca, espolón soberbio varado en el inmenso Pelennor. La compañía pasó varios días de reposo y atenciones en la capital de Gondor hasta que fue llegando el momento de las despedidas.
Con un gran macuto a cuestas, en que el enano incluyó pertrechos del viaje y algunas adquisiciones de última hora en la ciudad, se dispuso a partir. Emocionante y triste fue el momento de las despedidas. Dimas era consciente de que sus compañeros habían dejado de serlo para convertirse en algo mayor: en amigos, porque no otro apelativo se podía dar a aquellos que habían sangrado con él y habían arriesgado sus vidas en ocasiones sin cuento. Aunque su corazón se había forjado en mil batallas desde Azanulbizar a las profundidades de Moria, pasando por las recientes del Pelennor y la Puerta Negra, era ésta, la de los adioses, la batalla que más odiaba el viejo enano. Y ello porque era muy consciente de que esta pequeña comunidad nunca se volvería a juntar en los lindes del mundo. Ceremoniosa y vibrante fue la separación de los amigos elfos, Elder, Rúmil y Aikanáro, a quienes deseó un futuro feliz, en la Tierra Media o en las Tierras Imperecederas del oeste a donde habían comenzado a partir los de su pueblo. Iguales sentimientos compartió Dimasalang con Abârmil, culto y cumplido, y Adan, que entonó un himno elegíaco que conmovió más de un corazón. Para Barin, Lanceloth, Farahir y las rohirrim también dedicó el enano sendas reverencias.
Más sentida fue la despedida con Burzumgad, con quien había compartido desde el principio un especial afecto. Ambos recordaron el primer encuentro en el Bosque Negro, cuando la daga élfica del enano se iluminó ante la presencia del orco. Gracias a Burzumgad, Dimas comprendió la nobleza de los orcos y la tiranía de sus dictadores, y sobre todo que este pueblo se merecía un destino mejor que el de la aniquilación. De todo lo que había hablado con Burzumgad el enano recordaba especialmente aquella historia que el orco le relatase al poco de conocerle sobre Gashdag y Dig en la batalla de Azanulbizar, que tanto había impactado al enano. Momentos antes de partir, Dimas sacó de su macuto su hacha de doble filo con inscripciones rúnicas, y, sin dudarlo, se la entregó a Burzumgad como prenda de amistad.
- Ésta es la primera y última vez que me separo de mi hacha en los últimos treinta años. Recíbela como prenda de amistad y rúbrica de paz entre nuestros pueblos. En su filo, en rúnico antiguo están escritas las inscripciones: “No hay libertad sin sacrificio”.
Tras estas palabras, y no sin congoja en su corazón, Dimas cruzó el enorme portón de Minas Tirith, mirando una última vez para atrás. Varios días después pudo llegar por fin a su morada de las colinas de Hierro. Allí salieron a recibirle su esposa Dugna, y sus hijos Ancar y Zanar, quienes habían luchado junto a los elfos en las Montañas Nubladas. Por ellos se enteró de la muerte de Dáin, pie de hierro, rey de Erebor, en las luchas contra las huestes de Sauron y de otras desgracias y alegrías acontecidas durante su ausencia.
Dimas encontró paz y felicidad junto a los suyos. Al poco de llegar cumplió su juramento y envió una armadura engastada con joyas de la vieja ciudad de Nogrod a Lorién para los familiares del desaparecido Bronceliande, en pago a la hospitalidad élfica y en cumplimento de su promesa. Igualmente a los pocos años visitó a Burzumgad a sus tierras para ayudarle en las tareas de reconstrucción, labor que igualmente acometería en Minas Tirith al frente de una compañía de fornidos mineros.
En los años que le restaron de vida realizó numerosos viajes y conoció en profundidad las culturas de la Tierra Media, logrando la reinstalación de los enanos en Moria, que se convirtió en un paraje de luz, música, mithril y poesía. Al final de sus días, Dimas -hijo del general Thranios, capitán imbatible de la Guardia de Durin III de Khazad-Dûm- comenzó a escribir sus memorias a orillas del río Entaguas, en donde tantas cosas había vivido tiempo atrás, dedicando un largo capítulo a una aventura que tanto le marcó en el pasado junto a un orco, varios elfos y hombres. Dicen las crónicas enanas que en posteriores edades del sol, con todos los protagonistas de esta historia ya fuera de los márgenes del espacio y del tiempo, las hazañas narradas se convirtieron en mito, y el mito en leyenda imperecedera...



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