La Sombra Creciente
01 de Diciembre de 2006, a las 22:33 - Silvano
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En Busca De
Aventuras
25
de Noviembre de 1982 de la Tercera Edad del Sol
El día amaneció soleado, un viento soplaba del
oeste, desde las montañas nevadas. La Meseta del Páramo estaba tranquila; el
agua del Limclaro reflejaba la luz del sol que iluminaba a los habitantes en
sus tareas, a orillas del río.
En Éstaleth, al norte de Calenardhom, provincia de Gondor, fuera de sus fronteras y a orillas
del Limclaro y el Codo Norte, la vida transcurría sin problemas al cesar desde
hace tiempo el ataque de Orientales por esas tierras.
Los hombres mayores desempeñaban
sus trabajos, los soldados hacían guardia en las almenas y patrullaban el
Anduin, las mujeres compraban en el mercado e iban al río, y los niños jugaban
por las calles alegres y despreocupados.
Los edificios estaban construidos
de roca y madera, habituales en la provincia. La ciudad estaba colocada
estratégicamente y custodia el puente de los campos de Celebrant hacia las
Tierras Pardas, por donde entran a Gondor los hombres del Este y orcos. La
muralla era de dura roca traída de las canteras de Nimrodel, de cuarenta y tres
pies de altura perfectamente defendible por el foso inundado con el agua del
Río Grande y por las diez torres defensivas de setenta y un pies con almenas
defensivas.
En un principio era un fuerte
sólo para la defensa de la frontera, pero poco a poco se fue convirtiendo en
una ciudad. De ahí su peculiar plano, nada más entrar se encuentran las
armerías, herrerías, establos y demás emplazamientos militares; y al fondo se
alzaba el castillo, majestuoso, construido enteramente de roca, excepto los
tejados superiores que eran de madera y pizarra. Ante él se extendía otra muralla,
de cincuenta y cuatro pies de altura, la segunda línea defensiva y abundantes
corredores con posiciones elevadas para su defensa y ataque en caso de que ésta
cayera. El castillo tiene una base cuadrada hasta los cincuenta pies, un poco
por debajo con respecto al final de la muralla. En mitad de la base, se alza
una torre redonda en cuyo final se extiende formando una corona con almenas.
Alrededor de la torre, unidas a ella, se alzan hasta su media altura cuatro
pilares que parecen sujetar la infraestructura, con tejados que se extienden
hacia arriba. En estas construcciones se disponen los aposentos del gobernador
y gobernadora de la ciudad, la de sus hijos y la sala de actos.
Tras el castillo se asienta el
pueblo llano con multitud de casas con tejados planos, comercios, salas de
curación, posadas y demás edificios urbanos. Justo a los pies de la orilla del
río, emerge de la tierra el nuevo muro sur; éste último sin torres de defensa
que estaban en construcción ya que fue la última parte de la ciudad en edificar
y convergía en las murallas este y oeste, que fueron ampliadas para abarcar la
nueva urbe.
Las calles principales eran muy
anchas y de ellas derivaban otras más pequeñas, todos ellas con el suelo
empedrado perfectamente que penetraban por todos los recovecos de la ciudad,
formando una grandísima telaraña. En la antigua fortaleza sólo había una gran
puerta en el muro norte, cuyos contornos eran también de roca pero más alta que
la muralla. La puerta de madera, estaba reforzada con hierro en sus puntos
débiles, al igual que en los encajes y goznes. Pero con la construcción del
muro sur y el fin de la guerra contra Sauron, se hicieron dos en esta parte de
la ciudad para aprovechar el río aunque después llegaron los ataques de los
hombres del este.
Un joven encapuchado llegó a la
ciudad. Bajo la capa marrón verdoso se podía apreciar una aljaba con flechas y
un arco se adivinaba en la espalda, sobresaliendo por ambos costados. Por la
capucha asomaban unos largos y finos cabellos rubios mientras que el rostro iba
en penumbra. Una espada a dos manos de hoja fina y larga le colgaba del cinto,
la empuñadura era de plata recubierta con cuero azul y se alojaba en una vaina
también de cuero, del mismo color que el de la capa. Los pantalones eran marrón
oscuro y encima de esta llevaba una cota de malla muy fina y flexible de un
derivado del mithril, mucho menos resistente y cerrada al centro con cordones
de oro. Debajo de la cota llevaba una camisola de color verde apagado y oscuro,
con hombreras en marrón verdoso bordadas, por encima de la armadura. Atravesado
todo por una correa marrón con un broche en plata que sujetaba el carcaj de la
espalda.
Iba montado en un gran caballo
blanco sin silla ni nada con lo que pudiera dirigirlo, como los elfos montan a
sus corceles. Un pequeño fardo colgaba detrás con algunas pertenencias.
El individúo atravesó la puerta
cruzándose con muchas personas que se quedaron mirándole debido al misterio que
desprendía. Sin inmutarse por los susurros y comentarios continuó por el paseo
del oeste que bordeaba al castillo. Tampoco alzó la cabeza para admirar la
belleza y altura de la fortaleza, con sus innumerables arcos por encima y
contrafuertes que unían las murallas exterior e interior.
Tras de dejar el corazón de la
urbe a su espalda y haber recorrido una parte de la calle principal oeste, se
acercó a un guardia que patrullaba por la calle.
- ¿Alguna posada confortable por aquí? He hecho un
viaje muy largo, hace tres semanas que no duermo en una cómoda cama. Y que
sirvan buena comida, por favor.
- Le aconsejo la posada del viejo Duning, es la más
conocida por estas tierras. Ya se la ha pasado, está justo cuando acaba el
castillo. Vuelva por donde ha venido hasta llegar al final de la calle y suba
por la derecha, esta en una plazoleta semicircular a poca distancia, no tiene
perdida.
- Muchas gracias.
Siguió las indicaciones del guardia y llegó
rápidamente al lugar nombrado. Era una plaza grande, cuadrada y en un lado
circular. En el centro de esta parte estaba la posada, un edificio de tres
plantas que sobresalía por encima de las demás casas bajas. Estaba construida
por bloques de piedra con adornos, ventanas, alfeizares y tejados en madera.
Se bajó de su montura y se acercó
a la puerta, el caballo se quedó de pie esperándole en mitad de la plaza. Un
joven que había en la puerta le salió al paso.
- Buenos días señor, me llamo Mackey. Soy el encargado
de los caballos, si me deja su montura la llevaré detrás, al establo y me
ocuparé personalmente de que no le falte ni agua ni comida.
El muchacho, un chico de
dieciséis años, se quedó mirándole a la cara maravillado por la magia que
desprendían los ojos azules del caballero. El individúo echó atrás la capucha
dejando a la vista su melena rubia, sus orejas puntiagudas y su hermoso rostro.
El elfo le hizo un gesto a favor de su caballo indicando que procediera. El
muchacho hizo caso de este ademán y fue a coger al animal pero se dio cuenta de
que no llevaba montura.
- Señor, ¿Cómo quiere que lo lleve al establo si no tiene
ni silla ni correas?
El elfo sin contestarle se acercó
a su caballo y le susurró algo al oído, cogió el fardo y se acercó al muchacho.
- No te preocupes, él te seguirá, condúcele al establo.
– dijo con voz suave y dulce.
- Vale, como guste, ¿Señor...?
- Llámame Sithel.
- De acuerdo, señor Sithel.
Mackey se fue al establo y el animal
efectivamente le siguió como había dicho.
Entró en la posada, estaba llena
de ciudadanos y un gran albedrío reinaba en la estancia. Era una amplia habitación,
a la izquierda había una gran construcción de madera desde el suelo hasta el
techo, desde la entrada hasta casi el final de la sala que servía tanto de
mostrador como de barra. En ella una hermosa mujer y un hombre ya mayor,
atendían a los humanos sentados a ésta. En la pared, había una ventana muy
alargada que comunicaba con la cocina en la que había mucho ajetreo, era la
hora punta. A la derecha estaban las escaleras que daban a los pisos
superiores, a las habitaciones. El resto de la sala estaba llena de mesas y
sillas y una gran chimenea, al lado de un improvisado escenario dispuesto al
fondo.
Como pudo Sithel se acercó al
mostrador y esperó a que le atendieran. Aguardo un buen rato hasta que
finalmente la mujer reparó en él.
- ¿Qué desea un elfo tan misterioso y apuesto? No vemos
muchos elfos por aquí, es una lástima...
- Quisiera una habitación. ¿Les quedan libres?
- Ahora mismo se ha ido un hombre, si espera un momento
ordenaré que la recojan y limpien; mientras tanto, puede comer algo. Son diez
monedas de plata la noche.
- No hace falta que la recojan ¿Me da la llave?
- ¿De verdad que no quiere tomar algo? Tenemos el mejor
ciervo con salsa y la mejor cerveza importada de los campos de cebada de
Eriador...
- ¡Le he dicho que no! ¿Me da mi llave?
Duning, al oír el grito se
acercó.
- Salne, ¿Ocurre algo?
- No se preocupe señor no la estoy molestando y perdone
mi enojo, sólo quiero la llave de un cuarto.
- Yo te la daré aunque si no se comporta de una forma
civilizada le tendré que pedir que se marche… Anda Salne hija, ves a atender a
aquellos hombres, ¿Qué cuarto le ibas a dar?
- El quince papá. Ya veo que no eres muy simpático,
señor elfo. – contestó con discriminación y bufa al oído de Sithel.
La bella hija de Duning se fue a
atender a los hombres que acababan de llegar. Sithel cogió su llave y subió la
escalera, buscó la puerta con el número quince y se dispuso a descansar.
- Hola, ¿Qué desean? – preguntó la mujer a los recién
llegados.
- Pues... nos vas a poner tres cervezas y ese
maravilloso ciervo que hacéis aquí. – contestó uno de ellos.
- A perdona, también si tienes alguna habitación triple
o tres individuales. – se acercó un segundo.
- Lo siento pero la última libre se la acaba de llevar
aquel elfo que acaba de subir las escaleras.
- Oye guapa, a mí siempre me podrías hacer un sitio en
la tuya ¿Verdad?
- Sigue soñando Geko.
- ¿No te alegras de verme? Ha pasado mucho tiempo...
- No el suficiente. – se burló – Si queréis podéis
esperar a que le pregunte si se va a quedar más días. Esperar dos horas a que
duerma, o lo que hagan los elfos, y ya tenéis habitación. La quince es muy
amplia, tiene dos camas y se puede montar otra, podréis instalaros los tres sin
problemas.
Salne se fue a servirles las
cervezas y a pedir los platos a la ventana. Aquellos hombres iban mucho por
allí, les era conocidos, eran tres montaraces dúnedains del norte: Geko, Náldor
y Ergoth.
Los tres recorrían las zonas de
Gondor, las Tierras Pardas y las montañas Nubladas en busca de aventuras. Lo
que más les gustaba, sobre todo a Geko y Ergoth, era ir a cazar orcos; les
tenían un gran odio y los trataban como piezas de caza.
Geko era el más joven, sesenta
años; de pelo negro y piel oscura, la cara lisa y fina, sin barba. Más bajo que
los demás aunque bastante corpulento, se podía apreciar perfectamente bajo sus
harapos. Llevaba unos pantalones de piel negra, un poco desgastados y sucios,
vestía un chaleco de cuero negro cerrado al centro con cordones, recogido en la
cintura con un gran cinto verde oscuro. El chaleco estaba acolchado con hierro,
haciendo de armadura, mucho menos resistente que una cota de malla pero sí más
ligera. Debajo de ella, una vestimenta que le llegaba a la mitad del muslo,
blanca, aunque por la suciedad aparentaba color ocre. De la vaina que le
colgaba a la izquierda, asomaba un mandoble con empuñadura de cuero negro y
adornos en plata. Era un joven extrovertido guerrero que se desenvolvía bien en
el campo de batalla pero muy orgulloso y un poco mezquino.
Ergoth por su parte era el más
longevo, ochenta y dos, aunque no era muy viejo para su raza. Era el más alto y
corpulento. Tenía el pelo castaño oscuro, no muy largo, con una barba plana por
las mejillas, no tanto como en los contornos de la boca. Era un honorable
guerrero y líder de aquel trío. Su manejo con la espada era envidiable, el más
feroz en ataque y el que más sangre fría poseía. Llevaba una vestimenta de
acorde a los montaraces y a su amigo Geko. Encima de la armadura de cuero
acolchado llevaba placas de metal livianas a modo de hombreras. Su espada era a
una mano, ligera y de fácil manejo y terriblemente eficaz. La hoja era larga y
ancha al principio, estrechándose paulatinamente conforme se iba alargando el
filo. La cruceta de la empuñadura en vez de estar en ángulo recto con la hoja
como la de Geko, estaba inclinada hacia ella formando un leve cuna, de la cual
crecía el acero que tanta sangre había derramado. Esta poseía unos grabados
élficos de las edades antiguas que crecían como llamaradas ondulantes, llenas
de historia...
Náldor era el punto medio de sus
dos amigos y no sólo en edad y altura. No era tan orgulloso ni mezquino, ni tan
honorable y reservado, pero al igual un gran guerrero. Tenía la cara ancha,
pelo negro no muy largo con dos trenzas a imitación a la de los elfos pero más
gordas; una en la nuca y otra en un lateral. Iba con las mismas prendas que
Geko, pero en su cinto no colgaba ninguna vaina; era el único montaraz que no
empuñaba una espada. Usaba un hacha de doble filo de guerra convencional como
la de los enanos de antaño; aunque eso sí, desgastada con el paso del tiempo y
mellada por sus víctimas. Con su rapidez y agilidad la convertía en un arma
mortífera, aunque no tan potente como cuando la empuña un enano. Naldor llevaba
el hacha en la cintura, en unos enganches que el mismo hizo y que acopló al
chaleco; solo eran unas tiras de cuero reforzado con la abertura del mango.
A los pies de los montaraces
había tres pequeños fardos.
Salne se acercó al rato con tres
cervezas y más tarde con los tres platos de ciervo.
La tarde iba pasando y lo que
antes era un ir y venir por parte de Duning y su hija ahora era su tiempo para
comer; mientras, el sobrino del dueño se encontraba en la barra. Sólo quedaban
en la sala los tres dúnedains y seis personas más distribuidas entre las mesas
que no necesitaban de servicio alguno. Todos se habían ido a dedicarse a sus
labres o, en su defecto, subido a echarse la siesta.
Sithel bajó las escaleras al cabo
de poco más de dos horas. No llevaba ni el arco ni la espada, únicamente una
daga oculto bajo las ropas, su expresión denotaba intranquilidad y estado de
alerta. Se dirigió hacia la barra y se sentó en un taburete.
- ¿Perdone, algo para comer les queda? Y si tiene... un
poco de néctar, por favor.
- Algo queda, pero no tenemos néctar, ni siquiera sé lo
que es.
- Pues entonces tráigame un poco de vino.
El sobrino de Duning se retiró y
le preguntó a su cocinera si había algunas obras que se pudieran comer,
entretanto Salne se acercó al caballero.
- Perdone señor elfo, ¿Ya ha terminado su trance?
Sithel no contestó.
- No lo digo por meterme con usted, una es educada y
respetuosa. Sólo quisiera saber si tiene pensado quedarse. Esos hombres de allí
quieren una habitación, es para ver si les doy la suya o no, en cuanto se valla
claro.
- No tengo planeado el futuro, joven dama, ni el rumbo.
Cuando me vaya ya le avisaré – el joven ayudante ya venía con las sobras bien
presentadas en un plato: un poco de conejo, otro de pollo... todo con patatas y
condimento junto a un vaso de vino – y ahora si me disculpa quisiera comer
tranquilo.
La muchacha se acercó a los
hombres allí expectantes y les comunicó la respuesta del elfo que se disponía a
almorzar gustosamente, parecía no comer desde hace días.
Una compañía de más de un
centenar de enanos llegó a la ciudad, todos con cotas de mallas que cubría todo
el cuerpo y petos de cuero encolchado desgañitadas o de hierro desgastado,
menos unos pocos que lucían corazas de plata y oro. Grebas, brazaletes y yelmos
completaban la armadura. A sus espaldas llevaban las armas que variaban de unos
a otros: algunos llevaban un hacha de doble filo de extraña forma, con la hoja
rudimentaria pero acabado en dos cuernos con lo que se podía agredir
frontalmente típica de la antigua Nogrod, derrumbada en la Guerra de la Ira; otros un martillo de guerra, grandes y lujosas hachas de forma
convencional, mazas y demás armas contundentes. En el cinto colgaban hachas pequeñas
y demás proyectiles junto a varios fardos. Iban ordenadamente, en una formación
rectangular, en filas de cinco. Entraron en la ciudad por la puerta grande del
norte mientras muchos ciudadanos allí congregados se atemorizaban y huían. Los
centinelas, guardias y jinetes les salieron al paso con las armas en alto
mientras los arqueros les apuntaban desde las torres.
- ¿Qué hace una tropa de enanos por estos parajes?
- Venimos en son de paz. Me llamo Thorbardin y soy el
líder al que sigue este pueblo errante del norte, de las Montañas Grises. Nos
dirigimos a las minas de Nimrodel, al oeste de Moria, según nuestros puntos
cardinales. No deseamos ocasionar problemas, estamos de paso.
Para los enanos el este está
situado arriba y han de leerse en el sentido de las agujas del reloj: este,
sur, oeste, norte; como está indicado en todos sus mapas.
- Sólo venimos ha comer un poco antes de reanudar la
marcha. – añadió.
- Está bien, perdone la desconfianza. Hoy en día la
sombra de la guerra vuelve a cernirse sobre nuestras cabezas. Entenderá nuestra
desconfianza... no todos los días se ve una tropa de enanos pasar pos nuestros
campos vestidos para la guerra, más bien nunca...
- No se disculpe, comprendo vuestras miras. – y dicho
aquello se volvió a los enanos que aguardaban en formación tras él – ¡Ir a
comer y descansar! ¡A la caída del sol partiremos!
Todos asintieron con la cabeza y
se perdieron por las calles. Con él, sólo quedaron siete enanos que vestían
lujosas armaduras y largas capas.
- Perdone guardia. ¿Cuál es la mejor posada de la
ciudad?
Cuando Sithel terminó de comer
Salne se acercó a recoger el plato. Su padre y su primo estaban dentro
terminando de recoger y fregar.
- Has terminado de almorzar, ya se te puede hablar ¿No?
- Una pregunta ¿Cuál es vuestro nombre? – preguntó
Sithel con el único interés de conocer la identidad de tan irritable mujer.
- Salne Agüeren, para servirle. ¿Y usted, señor elfo?
- Sithel hijo de... solo Sithel.
- Y dime solo... Sithel. ¿A qué ha venido? ¿De dónde
es?
- Mis asuntos son cosa mía. ¿De dónde soy?... ¿Qué mas
da?
- ¿Por qué eres tan descortés? ¿Su padre no le enseñó
modales?
- ¡Déjame en paz! – dijo enfurecido mientras se
levantaba del asiento bruscamente tirando el baso que la joven limpiaba entre
sus manos.
Al ver y oír esto, enseguida se
levantó Geko y corrió hacia donde estaban ellos, al otro lado de la barra. Al
llegar empujó al elfo que fue a parar a la pared en un golpe seco.
- ¿Te está molestando este individuo? – dijo haciendo
ademán de sacar la espada.
- ¡Geko no! – se apresuró a decir Ergoth mientras
corría para impedir que desenvainara.
Sithel recuperó la compostura y
echó mano de la daga pero no la sacó.
- ¡Nada de sangre Geko y menos la de un elfo! – dijo
Náldor ayudando a su amigo a detenerle.
Geko apartó la mano de la
empuñadura, Sihtel hizo lo mismo aunque no se percataron.
- No le iba a matar, sólo a darle una lección para que
sepa como tratar a una dama.
- Sé tratar mejor a una dama que tú, rudo montaraz. –
se apresuró a contestarle Sithel con desprecio.
Geko enfurecido llevó otra vez la
mano a la espada, pero sus dos compañeros le frenaron el intento.
- No busco pelea, solo descanso y comida. He hecho un viaje
muy largo desde el Bosque Verde como para pelearme con un montaraz infantil con
los nervios a flor de piel – giró sobre sus talones y se dirigió a la puerta, y
abriéndola dijo – sólo busco aventura para huir de mi hogar, olvidarme de mis
problemas y ver mundo.
- ¿Quieres aventura? Entonces acompáñame. – dijo un
personaje que estaba al otro lado de la puerta.
- ¿Quién eres? – preguntó el elfo mirando hacia abajo,
hacia su nuevo interlocutor.
- Soy Thorbardin, y un pueblo nómada de enanos me
siguen a las minas de Nimrodel a una cacería de orcos, nos vendrán bien un poco
de refuerzos; el número de trasgos es ingente por lo que tengo entendido. ¿Qué
me dices?
- Digo... – se lo pensó un poco – ¿Cuándo partimos? –
no parecía estar muy entusiasmado pero aceptó de igual modo.
- En cuanto haya comido un poco, no tan raudo. Mientras
puedes ir a recoger tus cosas ¿Señor...?
- Sithel, del Reino de los Bosques. – tras decir esto,
se retiró a prepararse.
El enano y sus acompañantes
entraron y pidieron a Salne que les sirviera carne de cerdo y cerveza. Los tres
montaraces se quedaron mirando.
Thorbardin era un enano
corpulento y muy alto para su raza. Tenía el pelo canoso por la edad y una gran
barba muy prominente. Llevaba un casco con algunos adornos y runas que le
dejaba a la luz el rostro, aunque se lo había quitado al sentarse en una mesa.
Iba equipado con una armadura de acero con incrustaciones y adornos de oro
sobre una cota de malla. A la espalda iba enganchada el hacha en unos enganches
diseñados artesanalmente, bajo la capa azul. Las piernas iban cubiertas por dos
grabas de plata, atadas a unas botas altas de cuero adecuadas para correr sobre
roca dura.
Ergoth y Geko se miraron,
asintieron y preguntaron a la vez:
- ¿Ha dicho que hay muchos orcos en esa mina?
Thorbardin se giró hacia los
montaraces.
- Si debe haber para convocar una gran cacería. – fue
la respuesta que obtuvo – Será un agradable evento que no ocurre desde hace
bastante tiempo. – rió.
- ¿Le vendría bien dos espadas y un hacha? Acabamos de
regresar de una refriega en las Tierras Pardas.
- Toda ayuda será bienvenida, podéis venir si queréis
pues según tengo entendido hay enemigos para todos.
- De acuerdo. – dijo Geko.
- Eso está hecho. – añadió Ergoth.
- ¡A no ni hablar! ¿Qué sacaremos de todo esto? Ya sé
que cazar trasgos es suficiente diversión, pero ir a unas minas... no me gustan
las minas, tanta oscuridad, tanta humedad... me pone los pelos de punta y en
las profundidades de la tierra se entierran grandes males del mundo y viles
criaturas.
- Lo que tengo claro es que no te voy a obligar ni
suplicar, si quieres venir serás bienvenido.
- Cuenta con la espada de Geko, hijo de Zârandon.
- Y con la de Ergoth, hijo Éarnor.
- Bueno yo soy Náldor... y aunque no muy conforme os
acompañaré en esta empresa.
Sithel bajaba ya por las
escaleras con la espada al cinto y su aljaba llena de flechas con penacho verde
oliva y el arco a la espalda, por encima de la capa. Largo, de madera de gran
calidad y resistencia. Tallado en las puntas donde se aloja la cuerda, de la
que nacen dos leves ondulaciones. Entre ellas una parte recta y lisa por donde
se cogía y apoyaba la flecha.
- Estoy listo. – informó dudoso al ver que los montaraces
también irían, titubeó si quedarse pero ya había aceptado.
Esperaron a que los enanos
terminaran de comer, mientras los demás revisaban su equipo. A Sithel le
quedaba un pan del camino y una cuerda élfica muy fina pero que podía soportar
el peso de tres personas adultas. Los dúnedains cogieron un barril de cerveza
pequeño, por cabeza y comida de la posada; carne en abundancia y pan al igual
que los enanos, con mantequilla y otras delicias. El elfo llenó su cantimplora
de piel con vino, ya que el néctar se le había acabado, y también cogieron
agua. Después de pagar sus respectivas cuentas, los doce salieron de la posada.
El sol les cegó, acostumbrados a
la tenue luminosidad de la posada. La calle estaba tranquila, más bien
desierta. Sin más dilación se dirigieron a las puertas de la ciudad. Sithel y
los montaraces tuvieron que dejar los caballos en el establo, dieron órdenes a
Mackey de que los cuidara en sus ausencias. Hubiese sido una falta de respeto y
consideración hacia los enanos llevarlos consigo, aparte que una mina no está
hecha para llevar caballería.
Enfrente de la puerta aguardaban los demás
enanos llenando la gran plaza rectangular de más de cien yardas, listos y
preparados. Al ver a Thorbardin se pusieron en pie e hicieron una reverencia.
- ¡Escuchadme! Sithel del Reino de los Bosques – se
oyeron murmullos cuando fue presentado el elfo – Ergoth hijo de Éarnor, Geko
hijo de Zârandon y Náldor el “minero” – los montaraces sonrieron al escuchar la
sutil broma del enano – nos acompañarán en nuestra cacería. ¡En marcha!, ¡Son
más de siete jornadas de aquí a las minas a pie! ¡No perdamos más tiempo!
La compañía se puso
inmediatamente en camino. Los tres dúnedains y Sithel se colocaron a la cabeza
del comité junto a Thorbardin. Salieron de la ciudad como habían venido, en
rigurosa formación, uno detrás de otro, ahora cantando con las profundas voces
enanas una canción popular de presentación y pregón.
¡Abrid paso,
llegan los enanos!
¡Los grandes
mineros, de las cavidades montañosas!
¡Somos del norte,
errantes entre montañas!
¡Oradores de la
cerveza, artesanos del mithril
y las riquezas de
la tierra!
Las gentes allí congregadas no
sabían el motivo de su cruzada pero les despidieron con júbilo. Los enanos,
ahora con las fuerzas recuperadas, andaban a buen ritmo sus voces se elevaban
por encima de las murallas. A ambos lados de la puerta, ascendían dos de las
diez torres defensivas en la que había arqueros, ahora con el arco desarmado,
al contrario que a su llegada.
Anduvieron por el camino principal
un gran trecho para luego atravesar las largas y hermosas praderas de
Calenardhom.
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