La Sombra Creciente
01 de Diciembre de 2006, a las 22:33 - Silvano
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Las
Minas De Nimrodel
Tras las puertas se
extendía unas grandes escaleras que descendían en penumbra. Los rayos de sol
sólo conseguían iluminar los primeros tramos tenuemente. Los escalones eran de
un tamaño acorde para un enano, pequeños y bajos, que los montaraces y Sithel
descendían de tres en tres. El túnel tenía las mimas medidas que la puerta, de
la anchura de cinco cuerpos y de la altura justa de los montaraces que andaban
un poco encorvados. En las paredes de granito colgaban varias antorchas,
consumidas y apagadas. Dispusieron de diez de ellas y las volvieron a prender
con el óleo sobrante del destinado a las hogueras. Consiguieron iluminaron sus
pasos, pero la luz que irradiaban no era lo suficientemente fuerte como para maravillarse
por el hacer de los enanos.
Todos andaban con
lar armas empuñadas, descendiendo rápida y sigilosamente. El silencio que
reinaba era sepulcral y sólo era perturbado por las lentas respiraciones de la
compañía y el leve rechinar de las cotas de malla.
- No hagáis ruido que
alerte de nuestra presencia. No contamos con las suficientes fuerzas, debemos
ser cautos. – ordenó casi en un susurro Thorbardin.
- ¿Qué significado tiene la
seña de la puerta? – preguntó alterado y desconcertado Sithel.
- Es mejor que no lo sepas,
no ha sido nada cortés por su parte. Táurnil no debe de tener en mucha estima a
tu pueblo...
- Sabrá ahora
porque le llaman el enemigo de los elfos. – constató Mortak sonriente.
- Andemos
juntos en esta oscuridad, maese Náldor. – se acercó Gárneon al montaraz.
- ¿Deseáis
qué os proteja? – bromeó.
- Era parte
de la apuesta. No creerás que ya no sigue en pie ¿Verdad?
- Claro que
lo sigue, para pesar tuyo. – advirtió.
- Silencio, que cesen las
conversaciones. – interrumpió Thorbardin que andaba por delante de ellos.
- ¿Acaso cree que así
pasaremos inadvertidos? Que yo tenga entendido, estas criaturas no tienen un
agudo sentido del oído. Las antorchas son las que nos delatan, los trasgos no
están ciegos, ni tampoco carecen de olfato.
- ¿Insinúas que avancemos a
oscuras? Le recuerdo que los trasgos de igual modo ven en completa oscuridad y
nosotros no del todo, tú menos que nadie... – se burló por la limitada vista de
los humanos.
- Silencio. Si hablamos puede
que nos oigan, con o sin antorchas nos olerán de igual modo, es sólo cuestión
de tiempo y debemos aprovechar del que dispongamos. Discutir es en vano,
démonos prisa en rescatar a los supervivientes y así quizá formar una fuerza
suficiente capaz de repeler un inevitable ataque. – puso paz Mortak –
Intentemos llegar rápido e inadvertidos ahora que descansan en las
profundidades.
Nuevamente se hizo
el silencio y las escaleras parecían no tener fin. Los enanos bajaban con
cautela, evitando en lo posible que sus armaduras provocasen demasiado ruido, y
siempre esgrimiendo con fuerza sus armas. La adrenalina les recorría, el pulso
se aceleraba de la inquietud y sus pupilas totalmente dilatadas intentaban
atisbar el final del túnel. Hacía frío y el aire estaba muy cargado, poco
tardaría Sithel en aborrecer aquel inhóspito paraje. Finalmente, tras descender
innumerables escalones, las antorchas iluminaron el arco final de aquel
pasadizo. Al otro lado no se veía nada, la puerta era de grandes proporciones,
hecha en mármol y era coronada por unas runas talladas:
Aquella frase
únicamente nombraba el lugar en el que se encontraban, alejado del sol y de la
superficie de la tierra y que debiera de ser el glorioso reino de Thorbardin,
ahora destronado.
Entraron en la
primera sala de Nimrodel, avanzaron un poco y se detuvieron. La oscuridad era
tan espesa, que las antorchas apenas lograban iluminar lo suficiente para guiar
sus pasos pero Mortak solucionó el problema.
- Los trasgos ven en la
oscuridad. Veamos nosotros de igual modo con la luz de los fuegos. – y cogiendo
una antorcha se arrimó a la pared cercana al marco de entrada, e iluminó unos
grandes canaletes alargados, que recorrían enteramente la pared de mármol.
Arrimó la llama y prendió el aceite amarillo que corría por los canales y
velozmente se alzaron las llamas, propagándose por toda la sala dejándola a la
luz. Encendió los dos canaletes que había, uno en el suelo y otro a media
altura; éstos seguían sobre sus cabezas, en el techo, formando cuatro grandes
lámparas redondas que terminaron por iluminar completamente la sala.
Era una gran
habitación blanca, con mosaicos de piedras adornando el suelo. Desde donde
estaban, la sala se habría en abanico; en el fondo, tras algunos escalones, se
alzaban tres grandes puertas que daban de nuevo a la sombra, adornadas a ambos
lados con figuras esculpidas en la roca viva. Una de ellas, continuaba recta
penetrando en la montaña; la de la izquierda descendía y la de la derecha
subía. Cada una conducía a los tres niveles diferentes en los que se dividía la
mina. No encontraron indicios de batalla ni nada extraño lo que les reconfortó
y preocupó a la vez, porque podría significar que nadie, salvo Tanders, habría
logrado escapar o tan siquiera llegar hasta allí.
- Este es el portal de las
minas – comunicó Thorbardin – nuestro destino nos lleva por la puerta del
centro, prosigamos...
Este pasillo era
bastante más ancho que el de la entrada y descendieron rápidamente en doce
filas. El mármol había cesado, y tanto las paredes como el suelo eran de
piedra, todo salvo los canaletes trabajados.
Los trasgos
que la habitaron anteriormente, excavaron con gran esmero y profundo,
construyendo galerías independientes distribuidas a diferentes alturas. Los
enanos las comunicaron, excavaron un nuevo nivel y revistieron todas las
estancias de piedras y minerales. Luego convergieron todas las salas, mediante
galerías y túneles, en una sola del nivel central, que estaba en contacto con
toda la mina y que era el centro de la misma. Su ruta los llevaba hasta el
nivel inferior y no podían tomar el paso del portal que iba directamente, los
trasgos sin duda estarían allí. Decidieron emplear, entonces, pasadizos
alternativos que descendían desde la central, por las galerías de excavación; sus
pasos les conducirían a través del corazón mismo de Nimrodel, y de la montaña.
- Ni rastro de vida. Esto
está muy solitario, demasiado solitario. Se me hiela la sangre ante tanto
silencio en unas profundidades en que ni el eco se hace oír. – dijo en voz baja
un desalentado Sithel.
- Cuando empiecen a sonar
los tambores de los trasgos, echarás en falta este silencio. – contestó Ergoth.
- Te digo que no pasará tal
cosa... – bromeó.
- Mucha temeridad
desprendes estimado amigo. No seas víctima de ella en esta cruzada... –
aconsejó el montaraz.
- Que tampoco acarree
nuestra caída, maese Sithel. – advirtió entre un tono autoritario y bromista,
Thorbardin.
Los fuegos de las
paredes, que avanzaba por los canales tallados en mármol, delataban el final
del pasillo, que no era muy largo. Alcanzaron un cruce entre dos avenidas, en
un lugar de grandes proporciones, tanto de diámetro y de altura, donde colgaba
una gran lámpara que tenía encendidas las antorchas.
- ¿Qué mal huele? ¿Trasgos?
– dijo en voz baja Sithel.
- Seguramente...
- Las luces están
encendidas en esta parte. ¿Habrán sido los trasgos?
- No es momento de aguardar
para averiguarlo, prosigamos.
El lugar era
atravesado por varias vías de camionetas mineras y comunicaban dos galerías de
extracción, que se hallaban al este y al oeste de aquel lugar. Sin cesar el
paso, siguieron la ruta que llevaban y continuaron por el túnel que se abría
nuevamente en la pared de enfrente.
El
transcurrir era igual al anterior, parecía que nada había cambiado nunca y que
aquel cruce, que acababan de dejar atrás, hubiese sido fruto de su imaginación.
Las distancias se alargaban a la vista volviendo pesados los pasos. La humedad
empezó a alcanzarles y junto al mal olor que irritó el transcurrir de los
enanos.
En esta
parte, los canaletes estaban apagados y no contenían el aceite necesario para
su combustión, por lo que andaban en la oscuridad, sólo ahuyentada por la débil
luz de las antorchas.
- Curiosas ciudades las
vuestras, Thorbardin – dijo Sithel – todo son túneles que no tienen fin...
- No debemos de estar muy
lejos ya del salón principal de cuatro pilares, allí cambiarás de parecer.
- A muy poco a decir verdad
se encuentra el lugar que citáis...
- ¿Cómo lo sabes, estimado
amigo? ¿Alcanzas a ver su final?
- No, pero me lo dice el
olfato. Conforme vamos avanzando se hace más densa la corriente de aire fresco
y limpio...
- ¿Oyes algo?
- Todo está muy tranquilo,
no oigo ni el sonido de una gota caer, es muy desconcertante...
- Puede significar dos
cosas... – contestó el enano.
- Qué nos preparan una
emboscada o que no se hayan percatado de nuestra presencia... – intervino
Mortak interrumpiendo a su señor.
- O que no hay vida en
estas profundidades y somos los únicos que tenemos la osadía de molestar a la
sombra... – respondió el elfo.
Efectivamente como
había dicho Sithel guiándose por sus sentidos, no les llevó mucho tiempo dar
con el final del túnel. En su tramo final, se ensanchaba para dar cabida a otro
enorme arco tallado en mármol y granito, adornado con oro y plata que brillaban
como pequeñas luciérnagas, a la luz de las antorchas, en la más sombría de las
noches. Era un hermoso contraste en aquel pasillo de granito, donde los canaletes
en mármol desembocaban en el arco fundiéndose con su estructura.
Entraron tímidamente
con Sithel a la cabeza, que disponía del arco preparado. Con cautela, fueron
avanzando lentamente hasta que todos habían entrado. Se colocaron, ya superado
el muro, en cuatro largas líneas aguardando órdenes.
- No se ve absolutamente
nada, parece un manto negro puesto delante de nosotros. Y además huele peor aún
aquí que en la galería anterior. No creo que sean los trasgos los causantes,
bastante bien conocemos su olor. ¿Olerán así las mansiones de los enanos que
tanto se narran en las canciones?... – susurró Geko a Náldor.
- ¡Cállate! te pueden oír y
no les causará mucha gracia tus palabras... – aconsejó entre tímidas risas.
- Esta sala es el símbolo
de nuestra nación, una maravilla arquitectónica, de las mejores de hoy en día.
– dijo Thorbardin dirigiéndose al elfo – Sabia y eficazmente iluminada por
multitud de acequias que canalizan ríos de fuegos y por una lámpara en lo alto
que refleja los rayos de sol conducidos por largos conductos. Temo que los
inmundos trasgos hayan destruido todo esto...
- En verdad esto está más
oscuro que la tierra de Mordor... – se burló – ¿Qué rayos van a reflejar si no
hay ninguno?
- Puede que la lámpara esté
intacta y lo que hayan hecho es impedir que los rayos bajasen hasta aquí. Abran
obstruido las aberturas...
- Confío en que vuestros
conocimientos sobre esta sala sean seguros y no caigamos en un abismo de los
que soléis abrir, y así continuar la marcha sin luz.
- ¿Continuar sin luz?
Aguarda – se mofó con una risa sarcástica – ¡Encended las acequias!
Los enanos que
portaban las antorchas retrocedieron a la pared, dejando a la vista tres
grandes canaletes: en el suelo, a media altura y en lo alto. Arrimaron las
antorchas y rápidamente el fuego nació y se propagó, pero a las pocas yardas
cesaron su carrera. No había combustible en ninguno de los dos lados de la
puerta y sólo quedó iluminada la primera parte.
- Me temo que seguiré
aguardando... – rió abiertamente – ¿Es la combustión lo que huele tan mal?
- El aceite huele muy bien
aún cuando se está quemando, no sé lo que quieres decir; yo no huelo nada...
¿Acaso lo que percibes no será el hedor de los trasgos?
- ¿Crees que no sabría diferenciarlo?
- Eso mismo me preguntaba
yo antes. – hizo acto de presencia Geko.
- Es cierto, y ahora yo
también lo noto... – señaló Náldor.
- ¡Silencio! Oigo algo. –
interrumpió Sithel bajando la voz.
Todos enmudecieron y
los sonidos débiles parecían resonar más fuerte en aquella parte del mundo, en
aquella profunda oscuridad, como el rugir de las antorchas. Pero lo que alarmó
a Sithel fue un pequeño ruido en el suelo, un sonido que no podía describir y
que era acompañado de algunos leves tintineos metálicos.
- ¿Qué es? ¿Qué pasa? – se
impacientó Thorbardin.
- ¡Silencio! – ordenó otra
vez – no podré averiguarlo con tu alboroto.
- Ni sin él tampoco lo
conseguirás. Los elfos ven de noche y en la oscuridad pero no en tales extremos.
La sala es excesivamente grande como para que tus ojos escudriñen y consigan
verla enteramente.
- Es cierto, no logro ver
del todo, por lo que tendré que ingeniármelas para crear luz.
- ¿Cómo? Las acequias están
secas, las antorchas y lámparas si no consumidas, rotas. La única luz de la que
disponemos es la que portan nuestros propios brazos...
- ¿Conoces la palabra
ingenio? – el enano no contestó molesto y ofendido.
Sithel cogió la
flecha que tenía tensada desde que entraron en la sala y se aproximó a un
canalete. Untó toda la punta y media flecha con el aceite, la aproximó a la
antorcha más cercana prendiéndola y la tensó nuevamente.
- Ahora entiendo. La sala
es muy alta, puedes apuntar al techo para que llegue al otro lado y así ver la
puerta por donde continúa nuestro camino...
- No quiero saber la
ubicación de ninguna puerta, solamente descubrir que hay en el suelo que causa
ese ruido, por lo que no la lanzaré a lo alto... – el enano se mordió la lengua
nuevamente.
Sithel, agachado,
tensó la flecha paralela al suelo, a la altura de la cabeza y disparó. El vuelo
del proyectil, a tan baja altura, horrorizó a los enanos. La fugaz escena les
encogió el corazón y les enmudeció el habla, haciéndose el más absoluto de los
silencios. Incluso las antorchas parecían callarse ante lo descubierto, ni se
oían las respiraciones. La superficie estaba completamente llena de cadáveres,
bañados en un mar de sangre roja y negra, amontonados unos sobre otros, con las
armas ensartadas en los cuerpos vencidos y por el suelo, con las mortecinas
manos aún empuñándolas. La flecha pasó fugazmente como el rayo de un sol al
alba hasta perforar, por caprichos del destino, una mano que empuñaba una
espada, clavada de canto en su enemigo. Con la fuerza que llevaba el proyectil
atravesó la mano y el mango, donde permaneció incrustada el suficiente tiempo
como para poder dejar ver tenuemente a los causantes del ruido: las ratas se
daban su festín. Al poco tiempo, la espada perdió el equilibrio y cayó al suelo
mudamente, sin omitir ruido alguno salvo el de la sangre que extinguió las
llamas de la flecha.
Sithel no
supo que hacer y permaneció inmóvil y en silencio hasta que los enanos
reaccionasen. Pero estos no reaccionaban y el único que tuvo el valor o la
osadía fue el inoportuno de Geko.
- E ahí la respuesta ante
nosotros, vaya panorama. Al final no era de los trasgos el hedor... tampoco
huele tan mal como debería... – su compañero Náldor le propinó un codazo para
que se callara pero los enanos le escucharon.
- ¡¿Quieres sumarte a la
“respuesta”, joven montaraz?! – enfureció uno.
- Ten respeto con los
muertos o la muerte se hará contigo... – amenazó otro.
- ¡Eso está fuera de lugar,
Geko! – le reprochó Ergoth.
- Todos sabíais que habían
atacado las minas y que se plantó batalla, ¡En toda batalla hay muertos! – se
defendió el dúnedain.
- ¡Silencio! – gritó el rey
destronado – Por muy bocazas que sea este humano en cierto modo lleva razón.
Toda batalla conlleva bajas y es mejor que cesemos la disputa y continuemos
rápidamente o acabaremos por acompañarlos. Me temo que no serán los únicos
cadáveres que nos toparemos por el camino, pero tranquilos camaradas que sus
muertes serán vengadas...
- ¡Venganza! ¡Venganza! –
se oía a coro alzando las hachas en señal de desafío.
- ¡Silencio! ¡No seáis
insensatos! ¡Al próximo que dé una voz yo mismo haré que acompañe a nuestros
congéneres en el suelo! – Thorbardin estaba encolerizado y su voz acomplejó a
todas las demás – Continuemos lo más sigiloso que podamos y alejémonos
rápidamente de estas estancias. No tardarán mucho en enviar tropas a causa de
los gritos y las lámparas no nos ayudarán, están destruidas o inservibles. Usad
la cabeza si no deseáis la muerte, no os comportéis como un loco llamando a
gritos al enemigo... – aunque ahora hablaba en voz baja, mostraba el mismo
enfado y su tono era igual de autoritario y severo. – Darme una antorcha y
seguidme, yo os guiaré a través de la oscuridad. Que todos los que tengan
conocimiento del lugar me acompañen en la cabeza. En marcha.
Era una sala
cuadrada enorme, más de cuatrocientas yardas de largo. Las paredes y el techo
eran de mármol y estaba ricamente adornado. El suelo no era apreciable debido a
los estragos de la gran batalla acontecida, en donde habría casi tres millares
de cadáveres. En los cuatro puntos cardinales a los que miraban los muros, se
alzaban cuatro grandes puertas, seguidas de multitud de escaleras: una bajaba
desde el nivel superior y la otra subía del inferior. Las otras dos eran por la
que entraron y la que era su destino, la que seguía en el mismo nivel y que se
encontraba al lado opuesto. En el centro de la estancia, se habría un gran
pozo, redondo de diez yardas de radio que no poseía ninguna protección. Cuatro
grandes pilares de granito, desde el suelo al techo, sujetaban la habitación y
provocaban un hermoso contraste entre tanto mármol que ahora permanecía en
penumbra. Entre los cadáveres había mesas de piedra y roca destruidos, comida
podrida abundaba entre los cadáveres por los que las ratas corrían libremente.
La compañía avanzaba
lo más rápido y apartado de los muertos, posible. Se arrimaron a la pared del este,
en la que se encuentra la puerta que da a la sala superior. No habría trasgos
en aquel nivel y los cadáveres eran menos numerosos en esa zona.
- Paraje desalentador... –
susurraba Mortak.
- Esperemos que sea el
único... – contestó su señor Thorbardin.
- Parece que atacaron
cuando estaban comiendo descuidadamente...
- Me temo que eso nunca lo
sabremos...
- Esta batalla aconteció no
hace mucho, quizá seis o siete días, ocho como mucho ¿No habremos llegado
demasiado tarde? – el enano se deprimió y Mortak no supo que contestarle.
- Los trasgos usan una
especie de sal de cultivo propio con lo que evitan la descomposición de los
cadáveres. Por eso no huele tanto como debería aunque no consigue evitarlo
completamente. Haz el favor de tener más cuidado con tus comentarios o saldrás
mal parado... – le dijo en voz baja Câranden, quien no había abierto casi la
boca, a Geko.
- Ha sido una situación muy
violenta. No deseo vivir otra igual, un sentimiento extraño ha surgido en mí
hacia los enanos...
- Puede que sea compasión.
– inquirió Ergoth a Sithel que andaba a su lado.
- Podría ser... Veo mucha
furia en los ojos de los enanos aunque parezcan desanimados y acobardados;
cuando ésta estalle... será irrefrenable. Estos muertos tendrán su venganza...
- Y nosotros
contribuiremos. – concluyó el montaraz.
- Lo pagarán... los trasgos
lo pagarán... mi hacha se hará cargo... – decía una y otra vez Gárneon que
siempre había andado junto a Náldor.
- Debemos permanecer unidos
y ser cautos. No es muy aconsejable ir gritando en estos lugares, en estas
situaciones... no de momento.
- Tienes toda la razón pero
nosotros los enanos nos encendemos enseguida y una vez que nace el deseo de
venganza y se desata nuestra ira... alejamos todo juicio que podamos poseer...
- Intentad entonces no
hacerlo hasta entrar en batalla...
- Observa... – señaló a una
gran roca que las antorchas dejaron a la luz a su lado – Me pregunto que habrá
pasado. Algo a de haber ocurrido en el nivel superior para que se desprendan
piedras tan grandes del techo...
- ¿Piedras? – decía con tono
burlesco – Eso no son piedras... lo que tus ojos ven es el cadáver de un
troll...
- Y no es el único que
hay... – interrumpió Sithel que andaba dos filas por delante de ellos – he
conseguido distinguir cinco cuerpos de trolls, tumbados boca abajo en el suelo
pareciendo grandes rocas, sobre varios cadáveres que quedaron sepultados en su
declive...
- Eso dijo Tanders, que los
trasgos no irrumpieron solos... Démonos prisa antes de que los despertemos de
su sueño y nos acosen... – Mortak puso fin a la conversación y todos
asintieron.
Grandes charcos,
formados por la sangre de los caídos, se distribuían por toda la sala. Habían
emanado desde los cadáveres hasta asentarse en los hoyos y golpes producidos en
el suelo o entre algunos cadáveres, conservando casi por entero su condición
liquida debido a las bajas temperaturas que allí daban lugar. La gran mayoría
de estos agujeros los habrían provocado, sin lugar a dudas, las artes de los
trolls que yacían cerca. Y en donde no se abría ningún socavón, la sangre
reseca tintada de negro y rojo anegaba toda la superficie.
Llegaron a la altura
de la puerta que conducía al nivel superior que estaba lleno de enanos
acribillados a flechazos en su huída. En este tramo no tuvieron más remedio, si
querían continuar, que atravesar un grupo de cadáveres que yacían a sus pies.
Más de uno agradeció que la luz fuese tan débil para ver solo así las siluetas
de los cuerpos; pero aún de esa manera, muchos no pudieron evitar vomitar de la
angustia al caminar por entre tantos cuerpos, entrañas y miembros mutilados.
Era muy desagradable y el hedor, que no conseguía sofocar la sal de los orcos,
era insoportable. La sangre era resbaladiza y pegajosa, a veces los cadáveres
estaban muy juntos, lo que provocó caídas y pérdidas del equilibrio. Los ojos
evitaban mirar al suelo más de lo necesario para avanzar y no caer de bruces;
nadie quería ver las caras ni los despojos de sus congéneres, ni de tan
siquiera de sus enemigos. Fue el momento más horripilante de todas sus vidas y
seguramente muchas noches volverían aquel macabro lugar en sueños. Pero entre
todas las lágrimas que caían de los ojos de los enanos, se juraron palabras de
venganza y echaron el aplomo y el valor necesario para continuar por aquel mar
de metal y sangre, siguiendo a sus señores hasta la muerte, representada bajo
sus pies en aquella remota profundidad.
Dejaron atrás
aquella puerta y los cuerpos inidentificables. La oscuridad y el estado de
éstos hacían imposible reconocer, ni tan siquiera, el bando. Muchos estaban
mutilados y sus miembros se mezclaban con los de sus enemigos y aliados. Las
corazas y armaduras estaban rotas o abolladas y las armas melladas. Las capas
de los enanos estaban pisoteadas, llenas de sangre y desgarradas. Tuvo que ser
una batalla sin cuartel y muy violenta. Aunque no sólo había guerreros, mujeres
enanas y lo que parecían niños también yacían sin vida, acompañando al resto.
Los únicos que soportaban ese lugar eran las ratas, que se movían por donde
querían, a su antojo; e incluso nadando en ciertas partes.
- Fíjate, Ergoth, en estos
animales. Se acostumbran y adaptan a cualquier paraje y en cualquier situación.
Deberíamos aprender de ellos...
- Deberemos hacerlo para
sobrevivir aquí abajo, no dejarnos desanimar ni amedrentar por los horrores con
los que nos topemos en este macabro lugar.
Las antorchas
chisporroteaban y el vaho salía en las cadenciosas respiraciones de los enanos.
Por fin, tras un corto periodo que se les había hecho eterno, llegaron a la
puerta norte, por donde habían fijado su ruta. Una vez fatigado el olfato, la
marcha fue más ligera y fácil. Las débiles luces que portaban descubrieron en
las sombras unas grandes siluetas frente el pasillo a tomar. Solo cuando
estuvieron las diez antorchas reunidas delante justo de aquellas figuras,
pudieron descubrir de lo que se trataba.
- Son trolls. – susurró uno
de los enanos.
- Trolls convertidos en
piedra... – contestó otro.
- Su aspecto es
espeluznante...
- Quedaron convertidos en
piedra en el momento justo de atacar...
- Grandísimas estatuas para
adornar un salón serían... – incluso se atrevió a bromear uno de ellos.
Cinco grandes
criaturas de esa raza estaban petrificadas delante del corredor. Los dos del
centro, sostenían el gran mazo por encima de sus cabezas en el momento justo en
que lanzaban sus intimidatorios gritos de guerra. El de la esquina derecha
arrastraba el mazo por el suelo mientras con un brazo se cubría la cara. El de
la izquierda estaba vuelto hacia el otro lado, con el mazo apoyado en el
hombro; seguramente intentando escapar corriendo presa del pánico como se
reflejaba en su cara.
- Intentarían atacar de día
con la luz de las lámparas... – terminó por decir Ergoth.
- Ahora sabemos porqué ya
no lucen... las romperían dada su derrota en el primer ataque... – concluyó
Mortak – Seguramente se habrían recluido aquí gran parte de enanos sabiendo que
no entrarían en esta sala de día. Sería una sorpresa el que los rayos de sol
dejaran de iluminarla...
- No hay tiempo para
suposiciones y conjeturas, no debemos detenernos. ¿Están bloqueando la entrada?
– preguntó Thorbardin.
- Están varios pasos por
delante de la puerta. Podremos pasar sin problemas por detrás... – informó
Sithel que era el mejor que veía en aquella oscuridad.
- Continuemos entonces
amigos míos. – y dicho esto, todos bordearon las cuatro monstruosas figuras.
Penetraron en la sombra del gran túnel del que vinieron los trolls que era de
la anchura de aquellas cuatro criaturas dispersas codo con codo.
- Seguramente habrían
descendido en carrera para atacar, lo que no les dio tiempo a reaccionar al ver
los rayos. – supuso Sithel en voz baja dirigiéndose a Ergoth.
Aquel nuevo pasaje
era el más corto de los recorridos hasta el momento. Convergía en una gran
calle en la que había muchas viviendas enanas encima de dos grandes altillos,
de la altura de un enano, uno a cada lado, accesibles por escaleras que se
alargaban con el camino. La avenida era de proporciones muy grandes y la ancha
carretera que la recorría, se perdía entre la oscuridad que era poco espesa.
Por rendijas entraban algunos tímidos rayos de sol iluminando la destrucción
del lugar. Todas las puertas de las casas estaban derribadas, el relieve de las
fachadas llenaban las pasarelas de escombros y las estatuas estaban partidas
por la mitad. Más cadáveres yacían en el suelo, pocos soldados pero muchos
ciudadanos: ancianos, mujeres y niños.
- El ataque debió comenzar
aquí, o por lo menos uno de ellos; tuvo que ser un ataque sorpresa. Muchos
enanos yacen sin vida y pocos trasgos, en verdad, de igual modo lo hacen. Los
demás se debieron retirar hacia el gran salón perseguido por los trolls. Allí
se vieron protegidos por los rayos de sol y les dio tiempo a reagruparse y
fortalecerse hasta que, de alguna manera, los trasgos consiguieron cortar la
luz y se libró entonces la batalla... – dijo en voz alta, aunque melancólica,
Câranden.
- Pudo ser así, pero en
cualquier caso saber lo ocurrido no servirá de nada. – respondió Sithel.
- Ya lo sé... pero si
servirá para alimentar la furia con la que será devuelto el ataque... – su voz
recobró fuerza.
- Sigamos avanzando, a
pocas yardas se abre un pequeño túnel que baja hasta la bóveda. Por allí
debemos de continuar, rápido... – movilizó a las tropas, Mortak.
La desolación de la
gran calle era abrumadora. Ésta no parecía tener fin al igual que su
destrucción, y la compañía caminaba por ella alerta y en guardia. Todos temían
que los trasgos pudieran salir de entre las oscuridades de los hogares enanos,
o de muchas otras aberturas que se abrían en la pared. Ningún ruido molestaba
al silencio y casi que preferían la oscuridad anterior, oscuridad que ocultaba
los estragos de la invasión.
Al llegar a
la galería, entraron ordenadamente en una larga fila con paso lento y
cadencioso. En él, se volvía a cernir la oscuridad pero el rail del suelo les
guiaba. Fue un brusco cambio respecto a las demás estancias visitadas. Ésta no
estaba pavimentada y el techo era soportado por estructuras de madera. Las
paredes relucían a la luz de las antorchas y algunas gotas caían sobre las
pesadas armaduras. La galería descendía y giraba a la derecha leve y
prolongadamente. A ciento cincuenta pasos de distancia, la luz emanó por el
extremo del túnel. Llegaron a una de las grandes bóvedas de extracción. La luz
aquí pegaba con fuerza a través de una gran abertura en lo alto. A las pupilas
totalmente dilatadas les costó acostumbrarse y todos se llevaron las manos a
los ojos. La gran sala tenía la forma semicircular, como una media naranja,
aunque más larga que ancha. Por sus contornos descendía un camino en espiral,
rodeado de tinglados y andamios rotos, conectados entre sí por cuerdas y
escaleras. La bóveda era de gran altura y en ella se abrían multitud de
galerías, todo en la roca viva que tomaba un color rojizo y brillante a la luz
de las antorchas.
- Debemos de llegar hasta
el fondo, no os paréis... – ordenó Thorbardin.
Varias banquetas
volcadas, cargadas de minerales, se amontonaban en el camino; al igual que
picos, espadas, martillos, rocas, cascos e incluso los papeles de las listas y
turnos. En el fondo de la bóveda se abrían cuatro caminos, uno de ellos de
varias proporciones que continuaba rodeado pilares en sus costados. Los otros
tres eran la continuación de altos arcos tallados y coronados con runas,
situados enfrente del anterior. La superficie era circular y el centro estaba
anegado por una pila de cadáveres.
- Fijaros,
sólo son trasgos; no hay ningún enano... – comentó uno.
- Así es, a los enanos
muertos aquí se los habrán llevado a su mesa... – respondió otro con gran pesar
en sus palabras.
- ¿Por cuál hemos de
seguir, Thorbardin? – preguntó Thorand.
- Por la de la izquierda.
La del centro lleva a las herrerías y fraguas, por la derecha se llega a una
cantera.
- ¿Y la que sigue rodeado
de pilares? – preguntó otro.
- Esa lleva a los aposentos
de los mineros y la guardia. – contestó Mortak.
Un gran corredor
emergía de la constante y agobiante oscuridad, de grandes proporciones y
equipado de raíles y grúas en el techo. Poseía muchas derivaciones y en primera
fila iban los conocedores del laberinto. Cualquier otro se habría perdido, no
había ningún cartel ni palabra, seña o pista que te alertara del lugar al que
te conducías. Como el anterior, el túnel era de tierra y roca viva, salvo los
contrafuertes yacentes a pie de las bifurcaciones. Algunas vagonetas volcadas y
maderos rotos estorbaban el paso. Continuaron por la galería principal un largo
rato hasta tomar un desvío que descendía hacia el oeste. De éste pasaron a
otro, y luego a otro nuevo que descendía más y más en una curva sin final.
Alternaron entre tantas galerías que todos quedaron desorientados. Para alivio
de todos, estas zonas estaban limpias de cadáveres y escombros y se podía
respirar el aire limpio que entraba por muchos agujeros de ventilación. De
repente, un inquietante silencio momentáneo salpicado por extraños golpes y
ruidos metálicos puso la piel como escarcha a la compañía. Eran golpes vacíos y
opacos, un cabo o una vagoneta chocar contra alguna superficie en los rincones
ocultos. Al ser distantes e irregulares todos acabaron por olvidarlos y
siguieron caminando por los angostos senderos en perfecta formación, todos
menos uno.
- Salgamos de este corredor
cuanto antes, aquí somos carne de cañón. – Náldor estaba intranquilo.
- ¿Por qué? Si se puede
saber... – respondió Gárneon, que caminaba junto a él.
- ¿Oyes esos ruidos? Si a
los trasgos se les ocurriese lanzar una camioneta pesada contra nosotros por el
rail... sería una catástrofe, no la podríamos evitar...
- Exageras amigo mío. – se
burló como de costumbre, Geko.
- Suerte que los trasgos no
son muy inteligentes. – comentó locuazmente.
- Ya pero esos ruidos no
ayudan a confiarse... – añadió sobrecogiéndose en el preciso instante en el que
sonó uno con gran brusquedad.
Rápidamente
alcanzaron una gran sala cuadrada y lisa en sus paredes y suelos, de piedra
vulgar aunque trabajada. Una pequeña lámpara de oro situada en el bajo techo
debería de iluminarla pero estaba apagada, y no había ningún canalete.
Despejada de cadáveres y escombros, en la sala convergían varios raíles en un
semicírculo. Al fondo, entre la oscuridad se alzaban dos arcos, tallados en
mármol de color apagado, que daba paso a escaleras que descendían aún más si
cabe en la montaña.
- Ya estamos llegando. Tras
estas escaleras llegaremos a un largo pasillo que conduce a las puertas del
arado, como vulgarmente le llamamos. Allí formaremos una gran fuerza y
limpiaremos de trasgos el nivel inferior, haciéndoles retroceder hacia el
primero donde los rayos de sol nos ayudarán en la batalla... – decía como para
sí mismo, Thorbardin.
Continuaron por la
puerta de la izquierda y descendieron por los escalones que se alargaban en
cono conforme se iba descendiendo. En ellos, reposaban los cuerpos de algunos
orcos que fueron víctimas de varios puntapiés y remates por parte de los
enanos, que hervían de rabia al ver el anterior daño causado. Nadie los refrenó
e iban mutilando cada cadáver que se encontraban en aquella penumbra y humedad
creciente, precisamente porque se aproximaban a las propias raíces de la
montaña por donde transcurría un río subterráneo.
- ¡Quieto todo el mundo! –
alertó Mortak – Hemos llegado al por qué este camino no lo han podido tomar
nuestros enemigos.
Todos se pararon al
borde de los últimos escalones, escuchando a su compañero que se había vuelto
hacia ellos.
- Esta ruta es privada a la
realeza y algunos cargos importantes, aquí se encuentra la puerta de atrás del
arado que no se usa salvo en caso de necesidad. La plazoleta que se abre a
continuación es una trampa puesta para los invasores o ladrones si los hubiera.
Si no se desactiva, el suelo cederá deparando una muerte segura y todas las pasarelas
siguientes variaran su posición, haciendo retornar de nuevo hasta el laberinto
de galerías, al principio.
Mortak se agachó
junto a la pared y presionó un interruptor oculto en la roca, Thorbardin hizo
lo mismo en el otro lado. Acto seguido se arrimaron a dos de las estatuas
empotradas que representaban a los siete padres y velaban el paso, y
presionaron las gemas de dos anillos.
- Sigamos. – animó
Thorbardin.
En pocos pasos
alcanzaron la bella plazoleta en las que se abrían dos marcos y una gran
avenida, guiada esta por grandes columnas mordidas.
- ¿Tantas molestias para
proteger la puerta trasera de una granja? – se desconcertó Sithel.
- No mi nuevo amigo, al
final de esta avenida que ves se encuentran las arcas reales de Nimrodel, todo
el oro, la plata y el mithril se guarda ahí. Allí más adelante hay otra trampa
y solo yo y mi hijo conocemos donde reside la llave que abre la cámara.
- El arado y las arcas… –
masculló de nuevo – ¿Y la otra puerta?
- Conduce a la sala del trono,
el camino habitual hasta aquí es desde allí, por aquí se llevan las riquezas.
- ¿Y cómo lográis que las
pasarelas cambien su destino?
- No pretenderás que te
revele todos nuestros secretos, ¿Verdad? – rió complacido por la curiosidad que
había despertado.
- Démonos prisa.
Los enanos
que iban a la cabeza guiaron al resto por el pasillo de la izquierda, que era
un poco estrecho y en el que colgaban antorchas en las paredes, intactas pero
consumidas. El suelo estaba perfectamente pavimentado, el techo estaba
artesonado en piedra, y en un lateral había una acequia por la que transcurría
el agua silenciosamente.
A los pocos
pasos, el eco de sus pisadas llegó hasta sus oídos.
- Debemos de estar cerca de
una gran sala... – supuso Câranden.
- Entonces, ya hemos
llegado al arado. No nos debe separar mucha distancia de sus puertas... –
respondió Mortak.
Con estas felices
nuevas, aceleraron la marcha; a pocas yardas estaba su destino. No tardaron
mucho en alcanzar la entrada al arado. Un arco enorme, con grandes bisagras y
goznes, y una puerta muy alta de madera con láminas de metal, se alzaba ante
sus ojos. A baja altura había dos argollas. Thorbardin se adelantó nervioso y
entusiasmado y las hizo sonar varias veces, pero no tuvo contestación desde el
interior.
- ¡Abrid! Soy el rey de
Nimrodel, Thorbardin. ¡Abrid! – ordenó con voz alegre, pero el silencio era lo
único que es interponía a una contestación.
- ¡Abrid! – se sumó Mortak
– Soy Mortak Dalek, capitán de la guardia de Nimrodel. ¡Vamos abrir! – alzó la
voz mientras hacía sonar una gran argolla.
- Parece no haber nadie...
– se impacientó Câranden, preocupando a Thorbardin.
- La sala es muy grande
puede que no nos oigan, es más comprensible que estén en el almacén y
recolector que en mitad de las parcelas, y eso se encuentra en la otra punta
del arado...
- Pero no todos, me resulta
difícil de creer que hayan dejado las puertas sin vigilancia...
- Los orcos no conocerán
estas galerías, no esperarían un ataque desde aquí...
- Posiblemente.
- Tenemos dos posibilidades
si queremos entrar en el arado. O bien hacer otro rodeo y entrar por la puerta
este ó echar abajo ésta que nos impide el paso...
La respuesta fue
obvia y muchos se alejaron de allí para buscar algo con lo que derribarla.
Algunos quisieron usar a los propios orcos muertos, pero con eso no
conseguirían nada. Al rato, retornaron varios enanos portando una pieza de
hierro con dos grandes cabezales con la superficie plana y redonda.
- ¿Qué es eso? – preguntó
uno intrigado.
- Era los parachoques de
una vagoneta...
- No creo que sirva. No hay
ningún troncó del que forzar todos...
- No perdemos nada en
intentarlo... – se excusó.
- ¿Qué no perdemos nada?
Perdemos tiempo y corremos el riesgo de que nos descubran...
- Callaos – intervino
Ergoth – que varios enanos sigan buscando hasta que encuentren algo más
apropiado. Tres pueden empujar con los parachoques mientras tanto...
Así se hizo. Tres
enanos cogieron el parachoques mientras los demás les hacían pasillo. Cogían
carrerilla y embestían una y otra vez consiguiendo sólo que se desprendiera el
polvo y abollando un poco la puerta. Tras varios intentos retornaron todos los
enanos participantes en la búsqueda, contentos. Entre veinte portaban un gran
fuste de una columna de buen tamaño, que acababa en punta. Fueron recibidos con
alabanzas y varios echaron mano del improvisado ariete y golpearon con gran
fuerza. El sonido retumbaba estrepitosamente, sin duda alertaría a los trasgos,
pero tenían que hacerlo. La punta del fuste terminó por romperse pero logró
abrir un agujero en la puerta. Tras otras tres embestidas con el ariete, las
puertas cedieron y se abrieron. Los enanos, agotados, depositaron la columna en
el suelo y echando mano de sus armas, se internaron en el arado.
Tras la puerta,
seguía una carretera empedrada, bordeada por las acequias que regaban la
multitud de parcelas. La oscuridad era menos densa, pero aún así solo
consiguieron distinguir las primeras parcelas que se encontraban de entre la
nada. Debía de ser una sala enorme, en verdad, y el aire estaba menos cargado y
era más... puro. El arado estaba recorrido por redes de caminos y acequias, con
algunos edificios como molinos, cuadras, graneros... e incluso algunas norias
por lo que informaron los enanos de Nimrodel.
- Lastima que la luz no
acompañe para poder contemplar esta estancia... – se lamentó Sithel que por
primera vez, ponía interés en contemplar una obra enana.
La humedad allí era
grande y el susurró del agua domaba a los corazones enanos. Pero esa
tranquilidad no duró mucho. Los cadáveres empezaban a aparecer y la destrucción
tomaba forma. Muchas lanzas y espadas clavadas en la tierra, todos los
sembrados pisoteados, agua tintada de rojo, acequias destruidas al igual que lo
estaban algunos almacenes y arados.
- Nuestro mayor pesar ha
adquirido forma... – se desanimó y entristeció Mortak.
- No pierdas la esperanza
tan pronto, ni la fe... la necesitarás. – advirtió Sithel.
- Aún queda un trecho hasta
el recolector. Se ha podido producir una batalla pero no tiene por qué
significar que no queden enanos con vida. – Thorbardin aún no quería perderla.
- ¿Y por ello tampoco
funciona aquí la lámpara? – inquirió el enano pero no tuvo contestación de su
señor.
Conforme iban
avanzando, más cuerpos asolaba la tierra sin distinguirse tan siquiera el
bando. Y más adelante, era aún peor. Grandes socavones se abrían en la tierra y
algunas grandes grietas. Piedras y escombros del techo se esparcían por los
surcos de la tierra, que en algunas zonas estaban quemadas, al igual que
algunos cadáveres yacían calcinados.
- ¿Qué demonios ha pasado
aquí? – se preguntaban los enanos al ver la excesiva destrucción.
- Aquí habrán saciado su
hambre los trasgos. No hay ningún animal muerto y pocos enanos hostigan el
suelo, para ser la última defensa... – dijo invadido por la tristeza y el pesar
otro enano.
La desolación y las
cenizas se hacían más palpables a medida que avanzaban, hasta que llegaron al
recolector y almacén, completamente destruidos. Sus ruinas se encontraban a
ambos lados de la carretera, en aquella zona si que había muchísimos cadáveres.
- Parece como si hubiese
acontecido un gran incendio... – comentó uno.
- Tuvo que ser hace muy
poco, aún se respira humo en el aire y sin embargo, todos los fuegos están
extintos... – añadió Sithel.
Thorbardin se había
quedado sin palabras al descubrir la desolación del arado. Cogió una antorcha y
recorrió rápidamente por todas las parcelas para descubrir in situ con sus
propios ojos, los restos de su reino.
- ¡No! – desgañitó su voz
en un grito prolongado y desesperado.
- Mi señor, debemos de
salir de aquí en cuanto antes. Me sorprende que los trasgos no nos hayan
asaltado todavía...
- ¡Seguiremos buscando!
¡Estarán en otra sala! – se enojó Thorbardin.
- Dudo mucho que alguien
quede con vida en este infierno...
La fila ordenada se
había deshecho y muchos investigaban el paraje lleno de escombros,
mutilaciones, cenizas y muerte.
- Estos eran los últimos
enanos con vida, estas cenizas aún están calientes y el mar de sangre que
cruzamos al principio no sucedería ni hace tres días... – informó Sithel
arrodillado observando la desolación.
- ¿Qué haremos ahora? –
preguntó Câranden azuzando inquieto su hacha.
- De momento salir de
aquí... – contestó Mortak.
- Puede que el arado haya
caído pero no la mina entera... – dijo Thorbardin, mientras seguía andando,
para consolarse a sí mismo cuando de pronto, quedó paralizado y horrorizado.
Entre los despojos y cadáveres distinguió un símbolo semienterrado en la
tierra, por desgraciada fortuna y suerte, que reconoció de inmediato – ¡El
amuleto de mi casa! – sus ojos se anegaron en lágrimas - Me lo regaló mi padre antes
de fallecer y yo se lo concedí a mi hijo antes de partir... eso significa
que... – no pudo acabar la frase, la voz le temblaba y el corazón se le
desbocaba. Desenterrándolo vio que un trasgo tiraba de él mientras la cadena
residía en el cuello de un cadáver enano que yacía al lado, calcinado, bajo
otros dos trasgos que propiciarían su caída, abalanzándose por la espalda –
¡Dunbarth! – gritó con voz desgarradora arrodillándose ante él, afligido por la
pena, liberando a su hijo de su pesada tumba – ¡Kilmin
malur ni zaram kalil ra narag! ¡Kheled-zâram...Dunbarth tazlifi! – dijo dándole
el triste adiós entrecortadamente, derramando lágrimas sobre el cadáver que
descansaba ahora entre sus brazos. Nunca antes se habían escuchado allí unas
palabras tan melancólicas y tan graves como las de aquel día, y nunca se
volverían a entonar.
Los enanos
que vinieron de Nimrodel se acercaron a su rey. Mortak le puso la mano en el
hombro a modo de consuelo y sin mediar palabra, con las lágrimas recorriendo
las mejillas, todos los enanos entonaron a la vez un último llanto por Dunbarth
hijo de Thorbardin, el príncipe perdido.
- ¡Kilmin
malur ni zaram kalil ra narag! ¡Kheled-zâram...Dunbarth tazlifi!
Acto
seguido hicieron una larga y solemne reverencia, mientras Thorbardin veía
cumplida su peor pesadilla.
Todos se vieron
conmovidos por la escena presenciada y despidieron de igual modo a todos los
enanos que permanecían sin vida en el suelo, rodeándolos. La congoja había
conquistado los corazones y un nudo se les entrelazó en las gargantas.
- Debemos irnos, ¡Rápido!
Oigo multitud de pasos a la carrera que se acercan hacia aquí por donde hemos
venido... – informó Sithel intentando movilizar a los enanos.
- Trasgos.
- Por fin han dado con
nosotros...
- Es el fin...
Decían los enanos
apenados.
- ¡Rápido! ¡Hacia Moria! –
ordenó Mortak.
- ¿Hacia Moria? – se
extrañó Câranden.
- No hay otra solución. Una
escalera aquí cerca conlleva de nuevo al nivel intermedio, cerca del paso de
Moria.
- Moria os atacó. ¿Crees
que os darán ayuda y refugio?
- ¡No! Combatamos aquí y
ahora por nuestros hermanos...
- La gran inferioridad
numérica nos perdería...
- No si antes les hacemos
desistir, es mejor luchar que huir como cobardes...
- Es lo único que podemos
hacer si no queremos morir.
- ¿Y si sus puertas están
cerradas?
- Tendremos que
intentarlo...
- Regresemos – respondió
Thorbardin secándose las lágrimas y reincorporándose, haciendo esfuerzos por
recuperar la compostura – demasiada sangre se ha vertido ya en Nimrodel...
- ¡Rápido se acercan! – se
apresuró a decir el elfo.
La compañía recobró
la formación y echaron a correr por la carretera empedrada.
- Por favor dime que este
era el mal augurio... – pidió Ergoth a Sithel.
- Me temo que no pero nos
estamos acercando...
El paso cadencioso y
silencioso llevado hasta el momento pasó a ser una alocada carrera por la
salvación y la vida. La luz de las antorchas centelleaba y rugía ante el viendo
consumiéndose a cada paso.
El leve viento les
susurraba los chillidos de los trasgos que les iban ganando terreno. Las
puertas destruidas reposaban en el camino, rodeados de miles de astillas y
rocas desprendidas, algunas partes aún estaban sujetas en los goznes. Para una
destrucción así tuvieron que haber sido arrancadas de cuajo llevándose por
delante, incluso, el propio arco de la entrada. Las rocas estaban ennegrecidas
como por un gran incendio y ninguno pudo imaginar lo ocurrido en aquel lugar.
Alrededor había muchísimos cadáveres, dispersos en semicírculo que
probablemente resistían e intentaban evitar que las puertas cayeran.
Tras atravesarlas
corrieron por la oscuridad a tal velocidad y con tal desesperación que nadie se
percató del entorno, únicamente seguían a los enanos en la cabeza. Al ritmo que
llevaban no tardaron mucho en llegar a la gran escalera que citó Mortak. Ésta
parecía una enorme estalactita de medidas portentosas por la cual, ascendía en
espiral una escalera, rodeada por una pequeña vaya de piedra. En aquella sala
entraban algunos rayos de sol lo que les trajo esperanza y aliento. Todo lo que
habían descendido entre salas y galerías anteriormente, lo ascendía la escalera
en vertical. Comenzaron el ascenso cuando nadie había avistado aún a ningún
enemigo; quizás los haces de luz los habían retrasado. La escalera parecía no
tener fin y se sumergieron en la agonía de intentar alzarse con la libertad y
no lograrla alcanzar.
De repente, tras más
de doscientos escalones, sonaron tambores que retumbaron por la enorme estancia
en la que se encontraban. Parecía provenir desde abajo y seguramente estarían
comunicando la presencia de carne fresca en la mina. Mucho tiempo les llevó
subir al nivel intermedio, las escaleras eran estrechas y tenían que subir en
filas de dos. A los tambores contestaron otros más tarde, cosa que retractó el
paso firme llevado hasta el momento pero ya era demasiado tarde para volverse,
casi habían alcanzado la cima.
Sus pasos vacilaron,
una vez alcanzado el nivel intermedio bien por el cansancio bien por el temor.
De nuevo, la agobiante oscuridad se alzó ante ellos y fueron guiados en ella
por los enanos de Nimrodel. Los enanos desafiaban a sus enemigos invisibles,
perdidos en la penumbra, alzando sus hachas, intranquilos. La luz de las
antorchas no complacía los arduos deseos de contemplar las amenazas
concernientes. Gran inquietud y pesar oprimía sus corazones y su pulso se
aceleraba mientras esgrimían sus armas con fuerza, sin apartar la mirada de las
sombras presentes.
Más túneles y
pequeñas galerías atravesaron en aquella agonía hasta dar, por fin, con la
puerta que les unía con Moria a través de una pasarela pendiente en el vacío.
Un corredor se interponía entre
la puerta y su posición, una pequeña plaza redonda con la desembocadura de tres
pasadizos. El camino seguía por entre dos altillos de la estatura de los
montaraces, que lo estrechaban y canalizaban hasta un imponente marco de mármol
con una gran estatua delante; Durin VI, señor de Moria. Aquella estancia estaba
pavimentada y revestida con granito y tenuemente iluminada por una lámpara en
el techo al que sólo le llegaba uno de los diez haces de luz.
Tras pasar por el
gran arco ascendieron unas escaleras que conducían hasta el puente. Éste era
una gran construcción que salía de un muro de roca para penetrar en otro,
atravesando un enorme vacío de ochocientas yardas de largo. Era bastante ancho
y de roca blanca, limitada por dos pequeñas barandillas. A ambos lados de la
pasarela había dos paredes a cierta distancia que abovedaban el puente. Por
estas corrían dos canaletes impregnados de aceite que encendieron para
facilitar la huída. Era una superficie llana y pulida, y discurrieron
velozmente en filas de cinco enanos. El rechinar de las armaduras y armas
volvió a retumbar en la roca y a marcar el ritmo que dictaban a la par los
corazones. Las respiraciones jadeantes acompañaron de igual modo al poco tiempo
de penetrar en aquel inhóspito sendero que flotaba en la inmensidad que se
habría bajo ellos en la que ningún pilar ni contrafuerte aguantaba la obra
arquitectónica enana.
Aún no se
había avistado a los primeros trasgos cuando asomaron por las penumbras unas
escaleras en un tramo más amplio, coronadas por una enorme puerta abierta, con
antorchas muy extrañas creadas por grandes artífices en la dura roca. En lo
alto aparecía el emblema de Khazad-dûm: siete estrellas en formación
triangular, la central sobre una corona que representa a Durin el inmortal, y
bajo ella un yunque y un martillo. Grandes runas, talladas en piedra, rodeaban
el símbolo:
- Mirad, las puertas de
Moria están abiertas. Los trasgos ni se atreverán a entrar en este puente, bajo
la sombra de la poderosa Khazad-dûm. Estamos salvados... – dijo feliz y
sonriente, Mortak.
Sus palabras cesaron
la carrera. Todo estaba de nuevo tranquilo y no se oían tambores ni pasos.
Entraron
lentamente, recobrando el aliento, contemplando la maravillosa puerta,
esculpida en la pared rocosa, de grandes envergaduras. Acabada ésta, se alzaban
dos estatuas: dos enanos con grandes hachas que vigilaban el camino. Una
pasarela le seguía y convergía en un puente junto a otras tres, formando una
cruz sobre un pequeño abismo. No se vislumbraba los contornos de aquella
estancia salvo únicamente el suelo, todo era vacío atravesado por caminos que
serpenteaban la oscuridad.
- En esas torres debería
haber enanos vigilando, y soldados patrullando el puente... – se extrañó
Thorbardin mientras se adelantaba hasta el comienzo del precipicio.
- Ahora entiendo porque le
llaman Moria, el abismo negro; al igual que en Nimrodel todo es sombra... –
comentó Sithel.
- Al igual que Nimrodel...
– repitió Geko sopesando las palabras – ¿Moria también ha caído?
- Esto es una pesadilla...
Khazad-dûm no puede haber caído... ¿Qué mal se oculta en las profundidades
capaz de...? – balbuceó consternado Thorbardin.
- Si Moria ha caído no
estaremos seguros en estas montañas, debemos de salir de ellas cuanto antes...
– aconsejó Câranden.
- Atravesemos Moria. –
sugirió el montaraz.
- A no ser que conozcas sus
dominios, cosa que dudo, es muy poco aconsejable adentrarse en sus galerías. –
replicó Mortak.
- ¿Qué haremos ahora? –
dijo desesperado Thorbardin llevándose las manos a la cabeza.
- ¡Cuidado! – Ergoth se
lanzó hacia él apartándolo. Una flecha silbó por el aire y rebotó en el lugar
que había ocupado instantes antes el enano.
- ¡Retrocedamos, volvamos
por donde hemos venido y salgamos por el nivel inferior! ¡Los trasgos nos
estarán buscando por el intermedio! – aconsejó Sithel mientras abatía al
arquero orco de un certero disparo en la cabeza a la vez que los cadáveres
amontonados en las lomas de piedra llamaban la atención de sus ojos – ¡Moria es
ahora una tumba! ¡Huyamos si no queremos que se convierta en la nuestra!
- Los trasgos nos pisan los
talones, no nos dará tiempo... – se apenó el anciano enano.
- Llegó la hora de empuñar
con valor las armas amigo mío, ¿No reclamabais venganza? Desatar la destreza
enana en el campo de batalla y salgamos con honor de estas soledades... – decía
Ergoth dando ánimos a la compañía.
- ¡Sí! – Câranden se vio
regocijado y alzó su maza al aire.
- Tienes razón – contestó
Thorbardin – demasiada sangre han derramado estas inmundas criaturas como para
quedar impunes.
- Así es mi señor. –
respondió Mortak – ¡A la batalla!
- ¡Rápido! ¡Trasgos se
acercan también desde Moria! – gritó Sithel mientras disparó otra flecha que
alcanzó el corazón de otro arquero que se intentaba apostar, haciéndole
precipitarse al vacío – ¡Corred!
La compañía giró
sobre sus talones y se encaminó de nuevo hacia el túnel de unión cuando varias
flechas sobrevolaban sus cabezas y los trasgos asomaban por las tres
bifurcaciones del puente, subiendo en tropel por los senderos que trepaban por
el abismo.
Los horripilantes gritos y
chillidos orcos les dieron alcance por la espalda y por el frente, más de dos
centenares de enemigos se abalanzaban desde las minas de Nimrodel.
Los enanos corrían a
toda velocidad, en filas de cinco, con las hachas cortando el aire preparadas
para infligir el golpe mortal. Sithel cubría la retaguardia con su arco
saldándose la vida de dos nuevas víctimas. Abrían la marcha los enanos de
Nimrodel, con las relucientes armaduras y sus bellas armas. Estaban rodeados en
un estrecho cuello de botella, con sus adversarios avanzaban por ambos lados;
pero los enanos son de recio carácter y no se detendrían a no ser que la muerte
los interceptase primero.
En poco
tiempo las llamas de los canales iluminaron a los trasgos que vestían sus
toscas y oxidadas armaduras de metal, sus escudos acabados en punta y empuñaban
sus quebradas espadas. Pocas yardas faltaban para el fatal desenlace cuando los
enanos entonaron sus gritos de guerra.
- ¡A muerte! – alzó la voz
el primero haciéndose escuchar en todo el pasadizo – ¡Por Nimrodel! ¡Por el
príncipe! – respondió la guardia de Thorbardin.
El
encontronazo entre las dos huestes fue mortífero. Al instante ocho orcos
cayeron muertos junto a dos enanos. Al grito desgarrador del primero se le
sumaron otros, acompañados todos del sonido metálico de la batalla. Los enanos
eran muy fuertes y rechazaron a los trasgos obligándoles a retroceder. Algunos
cayeron por los lados de los puentes a causa del impacto, perdiéndose entre las
sombras mientras que otros cayeron encima de los canaletes inflamando sus
cuerpos. Los escudos que portaban no servían de nada y se hundían bajo la furia
de los ataques. Los ejércitos mezclaron sus filas y comenzó el combate cuerpo a
cuerpo en espacio reducido, decenas de gritos fueron silenciados por el filo de
un hacha o una espada mientras no se cesaba la carrera. Los cadáveres en el
suelo eran pisoteados por los enanos que no hacían más que avanzar, tiñendo el
suelo negro de sangre orca. Nuevos vítores fueron entonados mientras las
vísceras y miembros mutilados anegaban el puente y a la orden de avanzar, se
abrían paso violentamente.
Los trasgos
de retaguardia fueron dando alcance a la compañía, cerrada por Sithel y los
montaraces. No podían plantarles cara, detenerse significaría la muerte dado la
gran inferioridad numérica, y las certeras flechas del elfo no bastaban para
mantenerlos a raya. Debido a la feroz batalla que se estaba produciendo, se
había detenido casi por completo la huída por lo que las tropas de Moria
terminaron por alcanzarlos. En el momento en el que la primera fila de trasgos,
levantaban las espadas tomando impulso para atacar, los tres montaraces los
mataron en el aire con tres contundentes golpes. Acto seguido aconteció un
hecho que paralizó a todos por igual.
La roca se
estremeció y el puente tembló, atemorizando a trasgos y enanos que se quedaron
completamente inmóviles dados los rugidos que se escucharon provenientes del
abismo. Se escuchó un nuevo gruñido que enmudeció los estragos de la batalla,
un grito de una criatura muy poderosa que nadie había oído antes en esa edad.
Los
orcos de Nimrodel fueron vencidos por el pánico y huyeron de vuelta a las
minas.
- ¡Seguid
avanzando! – gritó desesperado Sithel – ¡Un poder maligno hay bajo nosotros!
¡Corred! – su voz no se escuchó en todo el puente pero algunos enanos fueron
repitiendo la orden y todos siguieron avanzando tras la retaguardia orca.
Los enemigos
que habían penetrado en las líneas enanas quedaron atrapados, intentaron
escapar vanamente siendo su paso cortado por las hachas. Las huestes de Moria
no supieron que hacer y se encontraron en un dilema. Algunos se volvieron y
otros siguieron a los enanos en la nueva carrera. Pero no pudieron dar
demasiados pasos porque el puente se convirtió en fuego y fue absorbido por las
sombras junto a los cadáveres que cayeron mudamente, abatidos por las
llamaradas. Muy pocos trasgos quedaron con vida para huir hacia Khazad-dûm, la
mayoría perecieron en la parte del puente que se acababa de desprender para
asombro y consternación de los enanos que quedaron solos en la oscuridad y que
se habían salvado gracias al elfo.
No quisieron
averiguar lo ocurrido ni tampoco tentar a la suerte por lo que dejaron
inmediatamente aquel emplazamiento.
Ochenta y
siete enanos consiguieron salir del pasillo de unión con vida; diez enanos de
la guardia de Thorbardin, que iban a la cabeza, perecieron y ahora la compañía
sólo portaba ocho antorchas.
Pararon para
recobrar un poco el aliento aprovechando que los orcos se habían dispersado y
tenían la retaguardia protegida. Atendieron algunas heridas y limpiaron las
hachas de sangre con sus capas.
- Éste era mi
presentimiento, Ergoth.
- ¡¿Qué era eso?!
- Nos hemos salvado por muy
poco... no debemos permanecer aquí mucho rato, continuemos.
Rápidamente
descendieron por una de las tres entradas de la plazoleta que se abría más
adelante. Tras algunas galerías con raíles y vagonetas, entraron en una red de
grandes cavernas de extracción de mineral. Aquí la oscuridad era aún mayor, al
igual que el grado de humedad. Atravesaron puentes colgantes hechos piedra que
se elevaban sobre profundos mares negros. El eco de los tambores e inquietantes
chillidos perturbaba la tranquilidad y transcurrían raudos, agazapados entre sus
hombros intranquilamente. El día estaba acabando, mucho tiempo se demoraron en
aquella oscuridad que las antorchas eran incapaces de escudriñar. Los tambores
no dejaron de sonar y a veces se escuchaban muchos pasos en las galerías
cercanas. Ascendieron paulatinamente mediante las cavernas y eternas escaleras
que subían en espiral, abrazando a los cimientos de la montaña. No atisbaron a
ningún enemigo ni ningún indicio de destrucción o batalla, a decir verdad
apenas lograban ver el suelo mismo que pisaban.
- ¿Dónde estamos? –
preguntó en voz baja, Câranden.
- No lo sé exactamente, no
logro orientarme muy bien con esta luz. Pero yo diría que nos encontramos
debajo de la sala principal de los cuatro pilares... – respondió Mortak.
- Esa sala está ahora mismo
llena de trasgos, quizás vosotros no los escuchéis pero yo sí... – añadió
Sithel.
- ¿Qué hay al final de
estas cavernas?
- Superada una escalera
otra bóveda de excavación como la que cruzamos al principio... Esperemos que no
nos estén buscando por esa zona... – dijo Thorbardin.
No tardaron mucho en
llegar al extremo meridional de las grandes estancias subterráneas. Se
introdujeron por algunas pasarelas y galerías de diámetros reducidos y poco a
poco, les llegaba un hedor insoportable y vomitivo.
- Trasgos...
Los tambores seguían
con su cadencia de ritmo, sonando cada cierto tiempo, a los que contestaban
otros más lejanos.
- Me pregunto qué se
estarán diciendo... – dijo irritado, Naldor.
- ¿Acaso no lo imaginas? –
respondió Sithel con cierto sarcasmo – Debemos de estar cerca de campamentos
orcos – informó – cada paso me es más difícil por el repugnante olor que les
caracteriza...
- Ya sabíamos que los
campamentos estarían en este nivel, pero los trasgos estarán patrullando como
locos las demás salas... – contestó Thorbardin.
- Tuvimos que ir por el
superior, allí no irían temiendo la luz... – se quejó Geko.
- Eso mismo pensarán ellos
y estarán buscando precisamente allí. No cuentes con los rayos de sol, te
recuerdo que han arrasado con la mayoría de las lámparas. Estamos más seguros
aquí abajo. ¿No has oído el dicho: Cuanto más cerca del peligro, más lejos del
daño? – incluso se atrevió a bromear el elfo.
Continuaron en
aquellas penosas circunstancias, hasta llegar a un sendero que salía de la
pared rocosa, y lo bordeaba, con pilares de piedra circundándolo. Desde abajo,
les llegaba la luz de grandes hogueras instaladas en el suelo, que rugían con
fuerza. Varios trasgos iban de un lado a otro, era un campamento; a lo lejos se
podían ver sus casuchas.
- Esto parece ser las
cocinas... mirar. – señaló impresionado Ergoth hacia una hoguera en la que
había una especie de parrilla en la que desmenuzaban a dos enanos. Cercana a
ésta, había una gran viga de madera de la que colgaban varios cadáveres,
clavados en ganchos.
- Es horroroso...
- Salvajes...
- Alimañas...
Decían los enanos
afligidos y apenados viendo el final de sus congéneres.
- Rápido, sigamos antes de
que nos descubran... – aconsejó Sithel.
La pasarela más
adelante se volvía a introducir en la pared rocosa y dejaron atrás aquella
horrible visión. Maldecían el destino que les había conducido hasta esas
cavernas, habiendo contemplado la crueldad de los trasgos cocinando a los que
eran sus hermanos...
No tardaron mucho en
llegar a las grandes escaleras que mencionó Thorbardin. Éstas, ensanchaban el
camino y ascendían en línea recta, atravesando pilares y ascendiendo bajo un
techo hermosamente artesonado. No eran muy largas y no tardaron demasiado en
cruzarlas. Los escalones chocaban contra una pared, que poseía un pequeño arco
prolongándose hacia una oscuridad endeble.
Entraron en una gran
sala circular y abovedada, llena de andamios y tinglados, con una pequeña
carretera que ascendía por sus contornos en los que desembocaban multitud de
galerías. Estaba un poco iluminada con algunas antorchas y débiles rayos de sol
que lograban hacerse paso, en el techo.
Se encaminaron a
ascender rápidamente cuando varias flechas silbaron en el cielo, saldándose la
vida de dos enanos a los que no les dio tiempo reaccionar y llegando a perforar
las armaduras de otros cuatro sin llegar a herirles. Varios arqueros, sin
armadura, estaban apostados en los tablones repartidos en tres tinglados a lo largo
del camino. Desde el más alto hicieron sonar un cuerno dando la alarma.
- ¡Arriba! – vociferó
Câranden.
La columna se
abalanzó corriendo sin verse frenados por los proyectiles que se saldaron cinco
víctimas más tras varias salvas. Sithel se quedó abajo para abatir a los tres
trasgos que se encontraban en el andamio final de la sala. Uno de ellos lo vio
pero el primer proyectil voló hasta atravesarle el hombro lo que impidió
contestar al fuego; otro orco abría fuego contra la compañía que subía por el
corredor y una fugaz flecha le entró por el costado cayendo seco mientras que
al tercero, el que estaba dando la alarma, el nuevo, rápido y preciso disparo
le impactó bajo la mandíbula con lo que dejó de soplar al instante, ahogándose
en desagradables gorgoteos mientras un hilillo de sangre salía escupido por el
cuerno. El cuerpo sin vida se precipitó al vacío y reventó al impactar contra
el suelo, a pocas distancia de Sithel, a quien le alcanzó la salpicadura de la
sangre.
La compañía
alcanzó el primer puesto desde el que disparaban seis orcos. Éstos soltaban sus
flechas desesperadamente sobre los enanos, intentando acribillar a las primeras
filas que derribaron los apoyos de los soportes con un potente golpe,
destruyendo la construcción y enviándolos a todos al frío suelo entre tablones
e inaudibles gritos.
Siguieron avanzando
para dar alcance al andamio restante, cuyos trasgos alcanzaron a cuatro enanos
más e hiriendo a otros dos, atacaban a las zonas más vulnerables: piernas,
cuello y cara. Sithel ayudaba con sus flechas mientras corría para
reincorporarse al grupo; logró abatir a uno y desestabilizar a otro con dos
certeros disparos.
De repente
algunos trasgos con armadura y cimitarras salieron de una galería de improviso
y acometieron contra los enanos. Tres fueron recibidos con la muerte pero el
cuarto, un trasgo alto y fornido, que esgrimía un mayal, alcanzó en el segundo
giro del arma a tres enanos en el parietal y en el pómulo al tercero,
desfigurándoles los yelmos y la cara. Ergoth que iba en la segunda fila,
esquivó el nuevo giro de la bola con pinchos, ahora ensangrentada, y le hundió
la espada de canto en el esternón. Mientras el montaraz sacaba la hoja del
cadáver, ayudándose con el pie, los enanos continuaron el ascenso hasta el
último puesto de los orcos.
Geko, que se
puso a la cabeza, saltó hacia el tinglado y atravesó a uno con su espada, con
un giro cortó la vida del segundo y decapitó al tercero. El único que quedó con
vida fue acribillado por un hacha arrojadiza de Mortak que le destrozó el
cráneo.
- ¡Corred! ¡Vienen más por
las galerías! – dio la alarma Sithel que finalmente se situó a la cola de la
compañía.
A once ascendió el
balance de bajas en aquel conflicto, estando dos heridos gravemente y otros
tantos con cortes superficiales. Tres antorchas se consumieron mientras
ascendieron por la caverna quedando solo cinco para iluminar sus pasos.
Salieron de la
bóveda y penetraron en un desfiladero que formaban dos enormes paredes rocosas,
repletas de caminos, escaleras y pasadizos por los que asomaban y corrían los
orcos. Algunos disparaban flechas aisladas pero sin acierto alguno.
A varias
yardas volvían a subir varias escaleras, anchas y largas en las que había
algunos cadáveres. Los estaban acosando y Sithel corría disparando a las
posiciones elevadas, cuando sus flechas empezaban a escasear. No se podían
detenerse a combatir, el desfiladero estaba lleno de enemigos.
- ¡Geko vuelve! ¡Loco! ¡No
es momento de hacer actos suicidas! – gritó Náldor impidiendo que su amigo se
dispusiese a luchar en dos ocasiones. Aunque eso no lo desestimó de abatir a
dos más, cercenándoles las piernas con lo que cayeron de bruces.
Los trasgos gritaban
excitados y escupían palabras en su negra lengua y a la vez que los tambores
sonaban con más énfasis. Lograron abatir a un enano por la espalda de tres
flechazos y a otro lo dejaron herido de una pierna. Ninguno lo pudo socorrer
cuando trastabilló, era de los últimos, y dada la cercanía de sus perseguidores
lo tuvieron que dejar atrás, siendo arrollado y rematado cruelmente por las
huestes enemigas.
Superada la escalera
se abrían tres grandes puertas, coronadas por una bella estatua y un friso, en
la que había varios arqueros ocultos disparando por pequeñas aspilleras.
Rápidas descargas de docenas de flechas supuso el fin para muchos enanos
impactándoles en la cara o en las piernas. Las demás rebotaban en las corazas o
penetraban levemente en las cotas de mallas.
Se
introdujeron en tropel por la puerta del centro, que era un estrecho pasadizo.
Al otro lado se abría una pequeña sala cuadrada, con algunos bancos de piedra y
otras tres bifurcaciones: dos de ellas conducían a galerías de extracción,
bajando de nuevo a las cavernas subterráneas con raíles que crecían hacia ambos
lados, en espiral; el del centro seguía recto. Esta sala poseía una puerta
intacta y una vez se hubo introducido la compañía entera, las cerraron a cal y
canto. Todos respiraban agotados y agobiados por la gran oscuridad. Sólo
poseían tres antorchas ahora, las demás si no se habían consumido habían caído
junto a sus portadores. Los arqueros apostados en las puertas ocasionaron
muchas bajas y redujeron sus fuerzas a cincuenta y siete.
Tras tomarse un
momento de respiro se encaminaron por el pasillo central, cuando de pronto los
tambores cesaron al igual que los trasgos que golpeaban las puertas. Todo quedó
en silencio nuevamente.
- ¿Y ahora qué? – se
preguntaron los enanos.
Continuaron por la
galería cautelosamente.
- Mi señor, las antorchas
se están consumiendo... es sólo cuestión de tiempo que se apaguen para dejarnos
en la más absoluta de las oscuridades...
- ¿Por qué no usáis los
aceites de los canales? – sugirió Sithel.
- Eso no serviría de nada
me temo. Estas antorchas están completamente consumidas y no pueden
reutilizarse...
- ¿No podemos hacer más
antorchas con jirones de tela?
- El combustible de los
canales no se adhiere a ninguna tela, aparte de que no disponemos de él, por lo
menos en esta sala, ni siquiera hay antorchas, debimos cogerlas en las otras
estancias...
- Está visto que la fortuna
nos es adversa. – se apenó Thorbardin.
- Salgamos rápidamente de
aquí, estamos cerca del camino que conlleva al portal de entrada, quizás
aguanten lo suficiente. Huyamos antes de que los orcos regresen.
El camino seguía en
línea recta y estaba salpicado por algunos escalones. Había vigas de madera
sujetando la parte superior siendo el suelo de tierra. Las paredes centelleaban
a las debilísimas luces de las antorchas, el aire era más fresco y se volvía
menos pesado. Dieron muchos pasos hasta alcanzar el final del túnel que
conllevaba a una gran sala en la que entraron todos, colocándose posteriormente
en varias filas. Aquella gran estancia permanecía en silencio total y sin
ninguna iluminación.
- Qué pena de no gozar de
la suficiente luz. Ésta es la sala del trono, uno de los salones principales...
– decía con nostalgia Thorbardin – Éste se encuentra encima de un altillo,
delante de un corredor dirigido por seis columnas, rodeado de algunos escalones,
tanto en el techo como en el suelo. La sala entera es de mármol con multitud de
adornos en plata y oro, diamantes y rubíes, en este lateral en el que estamos
hay un enorme mosaico de bronce tallado artesanalmente. Es la sala más grande
tras la principal de cuatro pilares, se extiende trescientas yardas a lo largo
y ancho y cincuenta en altura. Es sin duda la más hermosa... o al menos lo era
cuando partí. El techo forma dibujos geométricos y de ellos penden cadenas de
oro que sujetan multitud de brasas... Y el trono amigo mío, una enorme silla de
marfil con sillones de terciopelo y adornos de oro y cuarzo...
- En efecto es una lástima
no gozar de la luz suficiente como para ver el camino con claridad. Demasiada
paz, demasiada tranquilidad... – desconfió Ergoth.
- Continuemos la libertad
nos aguarda, el portal está al otro lado de la sala, en línea recta. ¡Rápido! –
ordenó Mortak quien fue el que llevó la voz cantante en todo el día,
movilizando a las tropas.
- ¡Esperar! – dijo Sithel.
- ¿Qué ocurre?
- ¿Tiene canaletes esta
estancia? – preguntó el elfo.
- Sí pero estarán vacíos
como todos. Con suerte quedará un poco de aceite, y únicamente en algunas
partes... – respondió un enano.
- Suficiente.
Cogió una de las cuatro
flechas que le quedaban y se acercó a la pared. La untó con el poco del
superinflamable líquido, que encontró tras recorrer una sección el canalete, y
le prendió fuego en la antorcha más cercana que estaba haciendo amagos de
apagarse. Volvió a la primera fila y sin mediar palabra la tensó y disparó
hacia la oscuridad. El proyectil recorrió la enorme sala como una estrella
fugaz a baja altura, iluminando un nuevo pesar para la compañía. Al llegar a la
mitad del salón, donde nacían las columnas, la flecha no hizo otra cosa que
iluminar trasgos durante todo su recorrido. El lucero terminó finalmente por
rebotar en la pared y caer en el canalete del suelo, incendiando una parte. Los
orcos estaban totalmente inmóviles y en silencio, aguardando a tender la emboscada,
ahora descubierta.
- ¡Es una trampa! – gritó
Sithel extenuado.
- No podemos volvernos,
debemos luchar. ¡Corred hacia las llamas del otro lado! – ordenó Mortak.
- ¡Avanzad juntos!
¡Dispersos en línea! ¡No os separéis! ¡Cargad! – vociferó Thorbardin con gran
rabia.
Las tropas de enanos
se abrieron en abanico ocupando gran parte de la sala. Sithel desenvainó por
primera vez en todo el día su espada y se abalanzó hacia los trasgos, junto a
los montaraces. Tras conocerse ya su presencia, los orcos se abalanzaron contra
sus enemigos dando fin al silencio. Las antorchas dijeron su última palabra
aquel día en el momento más inoportuno, justo antes de que las dos huestes se
encontraran, como si no quisiese presenciar la batalla. En la más absoluta
oscuridad los dos ejércitos intercambiaron los golpes intuidos por el oído y la
desesperación, blandiendo sus armas en todas direcciones silenciando varios
gritos.
Los enanos no
pararon de correr y embestían con tanta fuerza y furia que la penumbra se llenó
de chipas al son de cada golpe. Los alaridos de dolor se alzaban hasta gran
altura al igual que los de rabia. La perdición de los orcos fue su gran número
y proximidad; al no distinguir muy bien a sus enemigos y siendo cegados
momentáneamente por aquellas luciérnagas de guerra, esgrimían la espada sin ton
ni son matándose entre ellos. En cambio los enanos no tenían ese problema y
gracias a la corta distancia existente entre sus enemigos, cada ataque suyo se
saldaba más de una vida.
Al final de la sala,
las llamas señalaban el destino que fue el centro de mira de todos y así lo
gritaban los capitanes:
“¡No os detengáis!”
“¡Qué las llamas os guíen hacia la libertad!” “¡Alzaros con ella con
valor!” “¡Avanzad sobre nuestros enemigos, sin temor a la sombra
infestada de su presencia!” “¡Agarraros a la vida con todas las fuerzas!”
“¡Coraje!” Estas fueron las últimas órdenes de algunos de ellos, que
acabaron sus frases de valor con agonizantes gorgoteos...
Fue una lucha
muy desgraciada. Muchos se estamparon contra las columnas y tropezaron con los
escalones, muriendo aplastados por los trasgos. Más de uno corrió en la
oscuridad siendo frenado por las lanzas enemigas. Ninguno tomaba conciencia de
lo que hacía exactamente y la desesperación, el instinto de supervivencia y la
suerte fue lo que les permitió avanzar ilesamente. Los que estaban heridos no
corrieron fortuna y fueron abatidos rápidamente, perdiéndose en la sala.
Cruentos
fueron todos los sucesos acontecidos en aquel día pero éste fue el más doloroso,
agónico y desesperante. Años más tarde algunas canciones recordaban esta
batalla como “La batalla de lo ciegos”, aunque escucharla provocaba gran pesar
y tristeza.
Los orcos
habían sufrido muchas bajas por filo amigo y enemigo y acabaron por dispersarse
e incluso huir en algunas zonas. Los cadáveres anegaban el suelo y la sangre se
encharcaba entre los cuerpos, e inmediatamente a todos les vino a la cabeza la
imagen de la sala de los cuatro pilares.
Treinta y
cinco grandes guerreros perdieron la vida valientemente en aquella lucha
encarnecida con los trasgos que habían sufrido diez veces más bajas. Únicamente
quedaron dieciocho enanos para escapar del que debía ser su amado hogar, junto
a los tres montaraces y Sithel. Se reorganizaron rápidamente y reemprendieron
la huída ahora a muy pocos pasos de distancia.
Los orcos
volvieron a aparecer en su incansable persecución, con sus desquiciantes
chillidos. Todos los supervivientes ascendieron deprisa por las escaleras que
terminaban en el portal de la entrada, seguidos de cerca por los trasgos. No
tardaron mucho en alcanzar aquella estancia, estaba despejada y aún poseía los
canaletes encendidos. Sin más demora y sin mantener la formación, corrieron con
fuerzas renovadas por las escaleras que daban a la superficie, por las que
corría aire fresco y limpio y desde la que se podían ver las estrellas.
Todos pisaban
ya los escalones cuando empezaron a salir sombras de dos de los túneles.
Thorbardin, movido por el dolor y la ira se abalanzó contra ellos dando un golpe
mortal en el pecho a uno, haciéndole añicos la armadura. La hoja quedó
aprisionada en el cadáver impidiendo que se pudiera defender de un trasgo a
punto de darle la letal estocada. El enano estaba ya perdido pero un silbido
del aire le perdonó la vida. El orco gritó dolorido por la flecha lanzada por
Sithel, grito que Thorbardin acalló posteriormente con el filo de su hacha.
Varias sombras rodearon al enano viéndose desbordado, éste alzó su arma
desafiante gritando con voz desgarradora. Todos arremetieron brutalmente contra
él hiriéndole en el costado cuando, súbitamente, los montaraces aparecieron por
detrás para salvarle la vida y con tres barridas horizontales se deshicieron de
los seis orcos que cayeron mutilados al suelo.
Los demás
habían alcanzado ya las puertas y aguardaban para cerrarlas.
- ¡Aprisa! – gritaron desde
arriba.
Ergoth y
Náldor cargaron con Thorbardin y emprendieron la escalinata, seguidos por Geko.
Sithel les cubrió la fuga desde las escaleras, tensando las dos únicas flechas
que le quedaban y abatiendo a otros dos trasgos que salieron de la penumbra, en
el cuello. Varios enemigos subían detrás vociferando e intentando que no
lograran escapar.
Los escalones
se hacían interminables y las piernas vacilaban. Con grandes esfuerzos llegaron
por fin a la superficie. Mortak dijo la seña y las puertas empezaron a
cerrarse, Sithel las atravesó de un salto. Dos orcos lograron salir detrás de
él pero no les sirvió de mucho, un par de enanos aguardaban con las armas en
alto y con un alarido dieron su estocada mortal, deteniéndolos en el aire. Uno
calló decapitado mientras que el otro recibió un hachazo en la cara que le
rompió el yelmo. Un trasgo que venía por detrás intentó alcanzar las puertas de
igual modo pero no llegó a tiempo y murió entre ellas, siendo aplastados sus
huesos y armadura con aparente facilidad, salpicando de sangre a los enanos
cercanos. Desde el interior se oyeron golpes y gritos pero no temieron, nunca
conseguirían atravesar aquellas losas de piedra.
- Mi señor, está herido...
– le dijo preocupado Mortak a Thorbardin.
- Es sólo un rasguño, la
armadura ha evitado que fuese algo peor... ¿Cuántas bajas hemos sufrido?
- Noventa y dos enanos han
muerto en total. Únicamente los más jóvenes han logrado sobrevivir a la batalla
en la sombra y salir con vida, salvo vos... – respondió con gran pesar.
- Noventa y dos... –
repitió temblorosamente – Yo lo he conseguido por los pelos... gracias a los
dúnedains y Sithel.
- Debemos de alejarnos
cuanto antes de aquí – sugirió Câranden – Si Moria ha caído estas montañas ya
no son seguras y los trasgos pueden salir por cualquier sitio y en cualquier
momento. El sol no nos acompaña para descansar tranquilos, ya es de noche...
- Tienes razón. ¡Recoger
todos los víveres y cantimploras que haya en los fardos! Regresamos a Éstaleth.
- ¿A Éstaleth? Es un viaje
muy largo para los heridos...
- A los heridos graves se
les ha practicado un torniquete mientras salíais y aguantarán hasta el
amanecer, ya en el valle les atenderemos. Después iremos a Éstaleth para
terminar de curarles...
- Alejémonos pues. – dijo
al fin otro enano.
La reducida compañía
emprendió la marcha, descendiendo por el peligroso camino empinado, tras
recoger los alimentos de los fardos apiñados a la izquierda de la puerta, al
pie del torrente de agua que constituía el final de aquel callejón.
- La noche es joven. Me
temo que no podremos descansar hasta el alba, cuando los rayos de sol eviten
que los trasgos nos persigan... – dijo Sithel concienciado.
- Descender paralelo a la
pendiente, ayudaros de vuestras armas a modo de bastones.- aconsejó Ergoth en
las zonas más empinadas, a mitad del descenso habiendo dejado atrás hace rato
las puertas de Nimrodel.
- Y bien maestro enano.
¿Cómo se decidirá el resultado de la apuesta? – preguntó Náldor a Mortak.
- No tengo la cabeza ahora
para apuestas estúpidas. Mira a tu alrededor, solo quedamos veintiuno de los
más de cien que entramos... Hemos perdido mucho en esta larga travesía hacia
tan anhelado hogar. ¿Qué será de nosotros ahora?
Náldor sintió
remordimientos y no quiso molestarle más con sus impertinencias.
Siguieron andando y
descendiendo entre afiladas rocas rodeadas por una densa bruma, bajo aquella
triste noche. Las aves rapaces graznaban por encima, alterando a los enanos ya
de por sí intranquilos, siempre vigilando por si veían sombras salir de la
montaña, pero no fue eso lo que salió. Desde varios sitios, acompañando a las
aves, las flechas silbaron atravesando la espesa niebla y alcanzando a la
pequeña compañía. Pillados por sorpresa dos enanos cayeron acribillados
mientras los demás echaron a correr por el angosto camino. Se cubrieron las
cabezas con los fardos, parando las flechas que quedaron clavadas aunque no
todas, una alcanzó a un enano en la espalda. Éste cayó delante de un compañero
que corría por detrás, enredándole las piernas y haciéndole caer en mala
postura con la consecuencia de una fractura en la pierna. Ninguno se percató de
lo sucedido por la poca visibilidad y prisas, y sus gritos quedaron atrás al
igual que su socorro.
- ¡¿De dónde vienen?! –
gritó Sithel.
- ¡De las torres de
vigilancia! – contestó Thorbardin.
- ¡¿Y dónde se encuentran?!
- ¡Por todos sitios, están
ocultas! ¡Y ahora son menos imperceptibles por la neblina!
- ¡Condenados enanos
siempre con su secretismo y ocultándolo todo! – vociferó con sumo desprecio el
elfo mientras corría veloz.
En la precipitada y
ciega huída tres enanos cayeron y rodaron por el camino: uno se precipitó al
vacío, perdiéndose en la oscuridad; los otros dos resbalaron y resbalaron hasta
que los mortecinos riscos pararon en seco su descenso.
Gracias a la poca
visibilidad de la noche, los proyectiles no se saldaron más vidas. Dejaron
rápidamente atrás el alcance de las torres, ya a pocas yardas del final del
sendero.
- ¡Vamos! ¡Varios trasgos
bajan a trompicones por la pared de la montaña! – informó Sithel mientras
oteaba con su aguda vista.
Así llegaron al
valle, avanzando vanamente, perseguidos por los trasgos que descendían
corriendo excitados tras sus presas y reduciendo aún más a la gran compañía que
entró esa misma mañana con firmeza y entusiasmo, cantando y proclamando su
llegada.
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