La Sombra Creciente
01 de Diciembre de 2006, a las 22:33 - Silvano
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Paso
por Lothlórien
La huída fue penosa
y angustiosa, al igual que los momentos que la precedieron. Únicamente pudieron
parar a descansar cuando las neblinas del amanecer clarearon el cielo,
obligando a los trasgos desistir de la persecución y regresar a las oscuridades
de la montaña antes de que los rayos de sol asomaran por el este.
Los retales
de la compañía cayeron agonizando entre sofocos y pesadumbre a la mullida
hierba. Muchas lágrimas la regaron y el dolor por los amigos caídos y la gran
muerte que habían presenciado, y de la que escaparon por los pelos anegó el
valle. El más afectado de todos era Thorbardin, su cara expresaba el más claro
gesto de melancolía que los ojos mortales podían ver en aquel mundo en
decadencia. No escondía su desazón y tan sólo la imagen de su rostro hacía encoger
cualquier corazón.
- Tarnet, Golbag, Golden,
Darkand, Drakens, Tharind, Thormit… – decía temblorosamente, repasando los
nombres de los caídos – Dánlec, Móuner, Gámlot, Gongron, Gamléo, Dúrannel... –
cada nombre le costaba más a su voz pronunciar hasta que al final, apenas
balbuceó los dos que más daño infligía a su templanza y serenidad – ¿Dúndel?...
Dunbarth...
- Mi señor, los que nombras
ya no están entre nosotros por desgracia – contestó Mortak – los primordiales
ahora son los heridos, preocúpese por los que están vivos.
El enano le miró
apenado pero no llegó a contestar.
- Le tenemos que mirar esa
herida...
Pese a la
falta de respuesta procedió a despojarle de la armadura y curarle. Era sólo un
rasguño gracias sin duda a la fuerza del acero de Nimrodel. Después se retiró
dejándole arrodillado en el suelo, con su coraza tumbada, al lado de su
voluntad.
Los demás
intentaban descansar, recobrar las fuerzas y la compostura perdidas en la
jornada anterior. El esfuerzo realizado fue enorme y había pasado una cara
factura. Durante toda la noche estuvieron perseguidos, no desde mucha
distancia, por un enemigo débil aunque numeroso, incansable y despiadado.
Muchos hicieron como Thorbardin y todos los nombres de los caídos resonaron en
la verde tierra, en un recuerdo amargo.
Se montó un
improvisado hospital de campaña, con pocos medios al alcance. Prácticamente
aliviaron contusiones, limpiaron la sangre, tanto de la piel como la de las
hachas, vástagos de la batalla; cortaron hemorragias con jirones de capa
mientras calentaban hierro en hogueras dispuestas para desinfectar y cerrar las
mutilaciones y tajos más considerables. Nadie pudo decir que salió ileso de la
pesadilla agonizante que escondía la montaña.
Los ya
atendidos descansaron maltrechos, intentando evadirse de aquel mundo con el
pensamiento. Los tres montaraces, ya despojados de las cotas de mallas que
restituyeron a sus fardos, junto a Sithel conversaban con Mortak y Câranden,
apartados del cortejo de dolor, una vez acabada las labores médicas.
- Sin duda las cotas han
evitado el fatalismo de la mayoría de las heridas…
- Aún así no todos hemos
tenido la misma suerte…
Asintieron en
silencio.
- Por fin hemos terminado
de sanar el daño ocasionado en la mayor medida de lo posible... – afirmó
complacido en cierto modo.
- ¿Thorbardin sigue sin
reaccionar? Está ciego si cree que es el único que sufre, sólo tiene que mirar
a su alrededor... – la voz de Câranden era un poco tosca.
- No el único pero sí el
que más: ha perdido a un hijo, a todo su pueblo, al reino que construyó con sus
propias manos y en el que había depositado todas sus ilusiones y esperanzas, ha
conducido a su primo a la muerte al igual que a todos nosotros... – le defendió
con tono sereno, Mortak.
- Es innecesario cargar con
todo el peso de lo acontecido en estos momentos, se hundirá bajo él... –
murmuraba Ergoth que se ajustaba una improvisada venda en el brazo colgándoselo
después, con un poco de tela, al cuello.
- Innecesario pero no
desmedido... – arremetió de nuevo Câranden.
- El daño ya está hecho, no
se puede remediar pero si agravar... – respondió Sithel que fue el más
agraciado de todos, con sólo rasguños y heridas sin importancia – muchos de
vosotros necesitan aún tratamientos medicinales...
- ¿Cuándo partiremos y a
dónde? – participó en la conversación Geko, considerablemente herido de una
pierna y del hombro izquierdo.
- Esperaremos un poco más
hasta que el mediodía haya quedado atrás. Partiremos rumbo a Éstaleth... – decidió
Mortak.
- ¿Cuál es el informe final
de bajas y heridos? – preguntó dolorido Náldor debido a la infinidad de
contusiones y golpes que había recibido.
- Únicamente salimos con
vida de las minas veintidós, pero sólo quince pisamos el valle. Y de los pocos
que quedamos con vida... a Gárneon y Thorand les alcanzaron dos flechas al
final de la huída, flechas que se extrajeron de inmediato y que no alcanzó a
ningún órgano por suerte. A Nárlec le repusimos el brazo dislocado a su sitio
tras dejar atrás las puertas y a la mitad de nosotros les hemos vendado las
diferentes hendiduras y roturas. A Balif le hemos cerrado esta mañana las
heridas de su mano mutilada con fuego y, aunque con dolencias, aguantará al
igual que su primo Bolfat, el más grave de todos, los trasgos le cercioraron el
brazo... Gracias al “torniquete enano” ha conseguido llegar hasta aquí...
El método en
cuestión no era otra cosa que una ancha banda de hierro que se ajustaba por
encima del miembro mutilado y se apretaba con una rueca, cortando la
hemorragia.
- Ha perdido mucha sangre y
está muy débil. – continuó – Le hemos desinfectado con hierro encendido por lo
que creo que aguantará el viaje, el muñón ha terminado por cicatrizar... ¡Ésta
fractura me ésta matando! – se quejó finalmente el enano tocándose las
costillas que fueron quebradas bajo un golpe de martillo en la gran batalla.
- Lo que necesita Bolfat
para recuperar la sangre perdida es comer. Vayamos a Lórien, al hogar de los
elfos silvanos, ellos nos ayudarán... – propuso Sithel pero los enanos,
sentados alrededor, discriminaron con la mirada y palabras roncas.
- ¡Ni loco pisaré el bosque
encantado de la vil hechicera!
- ¡Antes prefiero volver a
la montaña! Será mas agraciada la compañía de la oscuridad y de la muerte que
la de los elfos...
Como éstas se oyeron
más discrepancias.
- Iremos a Éstaleth, está a
una semana de camino... – la voz de Mortak se apagó un poco al comprender la
distancia del viaje.
- Eso es mucho tiempo... –
admitió Geko.
- ¡Aguantarán! – repuso de
nuevo el enano con confianza.
- ¿Has dicho que Gárneon y
Thorand fueron alcanzados por sendas flechas, verdad? – intervino Ergoth.
- Sí, eso acabo de decir.
- Ellos no aguantarán. –
dijo haciendo cuentas.
- No corren peligro, sus
heridas han sido tratadas con un punzón al rojo vivo. Tú mismo lo has visto y
oído los gritos de dolor. Incluso Geko y Náldor han colaborado en su
inmovilización...
- Así es pero las flechas
de los trasgos están envenenadas. Parece mentira que no lo sepas...
- Siempre he creído que
suplen su falta de destreza con dardos envenenados... – añadió el más joven de
los montaraces.
- Puedes comprobarlo tu
mismo. – dijo arrojándole un proyectil que cogió de un fardo cercano en donde
aún se erguían – Todos los venenos mortales que usan estas criaturas te termina
matando antes de siete días sino intervienen hierbas curativas. Eso sería en el
mejor de los casos, pero creo que han usado el Telrunya, como los elfos lo
llaman... – prosiguió mientras el olfato del enano no advertía nada.
- ¿Telrunya? Nunca lo he
oído... – se desconcertó Sithel.
- Por tus tierras dudo
mucho que sea conocido, proviene del Suroeste y es bastante letal. Vosotros
decidís, no es una amenaza sino un aviso; podemos llegar catorce a Lórien ó
doce a Éstaleth. En apenas dos días habrán muerto, quizás tiempo suficiente
para intentar alcanzar las fronteras del Bosque de Oro o ni siquiera eso...
- ¿Qué síndromes produce
este veneno? – quiso saber Câranden.
- Primero cambiará la
temperatura del cuerpo bruscamente, cuando su temperatura haya descendido
estrepitosamente se interrumpirán muchas funciones, anulará por completo al
sistema nervioso y perderá el conocimiento, momento en el que morirá a causa de
un fallo cardíaco. – dijo con voz pesada el dúnedain mientras observaba a los
dos enanos en cuestión, tendidos boca arriba sobre el césped.
- ¿Alguno más de nosotros
fue alcanzado por una flecha?
- No, al menos no que
llegase a penetrar en la carne, gracias a la coraza sin duda… Todos los que
resultaron heridos por los proyectiles no superaron la sala del trono, esos
condenados disparaban a las piernas…
- ¿Deberíamos decírselo? –
dudó Sithel.
- Tienen derecho a
saberlo... – replicó el dúnedain con voz cansada.
- Yo se lo diré, son mis
enanos para lo bueno y para lo malo. – advirtió Câranden.
- Deberíamos partir ahora
mismo. Vosotros ir movilizando y ayudando a los demás – ordenó a los montaraces
– yo iré a hablar con Thorbardin.
- Me temo maese Náldor, que
en la contienda disputada a ciegas esas sucias alimañas me arrebataron el hacha
por lo que no podremos sellar la apuesta, en el caso de que la hubieses
ganado... – se lamentó Gárneon al ver aproximarse al montaraz, que venía en
compañía de Câranden.
- No se hubiese podido
saber el ganador de todos modos. No en esas circunstancias...
- ¿Partimos ya? – se
interesó Thorand.
- Así es, hacia Lórien. –
contestó el enano.
- ¿Lórien? ¿Hablas enserio?
- Sí...
- Pero allí viven los
arqueros elfos...
- ¿Crees acaso que no lo
sé? – bromeó.
- ¿Y los demás lo han
aprobado? – el desconcierto les invadió plenamente.
- ¡Claro qué no! Pero
debemos hacerlo...
- ¿Por qué vamos, entonces,
a ese bosque maldito? ¡Yo reniego!
- ¡No será el único! –
afirmó Gárneon.
- ¡No hay otro sitio en la Tierra Media al que mi corazón odie más! ¡Ni loco te seguiré hasta allí! – se sumó al
reproche otro enano, cercano a ellos.
- Vosotros me temo que no
podéis renegar, sois los menos indicados para hacerlo...
- Te juro aquí mismo que
este enano no pisara jamás el territorio de los elfos silvanos.
- ¡Por encima de mi
cadáver! – gritó Gárneon.
- Me es muy difícil decirte
esto querido amigo, pero de eso se trata precisamente...
- ¿Quieres hablar sin
tapujos de una vez por todas, Câranden?
- Debe de ser funesto para
que te cueste decirlo... – se asustó Thorand dibujando una expresión de
intranquilidad en su rostro.
- Las flechas que os
alcanzaron estaban envenenadas...
La nueva recibida
causó gran conmoción y desconcierto entre los enanos que escucharon aquellas
palabras de condena.
- ¿Envenenadas? – repitió
consternado.
- ¿Es mortal?
- Si no lo
fuese no estaría aquí... os quedan dos días de vida a no ser que las artes
curativas élficas intervengan...
- Entiendo. – se
apesadumbró Gárneon.
- Preparaos para partir,
debemos darnos prisa... – continuó falto de ánimos.
- Que lo entienda no
significa que vaya acceder a que unos elfos salven mi vida...
Las palabras del
enano sorprendieron y enmudecieron al resto.
- No hay otra solución.
Éstaleth está a una semana de camino y no hay otra población más cercana ahora
que Moria no existe como reino...
- Si es inevitable evitar
mi muerte, no os preocupéis por mí y partir a Éstaleth sin temor y demora; hay
más heridos necesitados de cuidados. No tenéis por qué cargar conmigo, ya me
procuraré un lecho digno al pie de la montaña...
- ¿Qué pretendes que
hagamos? ¿Abandonarte a tu suerte hasta que te haya llegado tu hora? En Lórien
salvarás la vida, los elfos tienen los medios... – intentó convencerle de
corazón mientras los demás aguardaban expectantes.
- ¡¿De veras crees que
aceptarían curar a un enano?! ¡No seas necio!...
- Así lo cree Sithel, él
intercederá por ti.
- ¿Sithel?...
- No nos hagas cargar con
más muerte, Gárneon... Ninguno de nosotros quiere ir a ese lugar, bien tú lo
sabes Pero la cuestión así lo requiere y merece la pena, al menos intentarlo;
que no se pueda decir que no hicimos todo cuanto estuvo en nuestras sangradas
manos por evitarlo...
El gesto de la cara
del enano tornó hacia un sentimiento más positivo pero no pareció que le
hubiera convencido. Thorand permanecía cabizbajo, intentando comprender por
completo la difícil situación que estaba viviendo, en la que no trataban otra
cosa que sus propias muertes. Náldor intentaba asimilarlo al mismo tiempo que
observó que una situación parecida estaba viviendo Mortak con Thorbardin, al
otro lado del pequeño asentamiento.
- Los enanos y los elfos
están enemistados desde hace miles de años y guardan gran rencor... ¿Tú
pedirías a los orcos, Câranden, que sanaran tus heridas?...
- No te sumes a la
testarudez y cabezonería, Thorand. De sobra sabes que con los elfos sólo hay
rencor y desconfianza no el odio a muerte como el que sentimos por los
trasgos...
- El ejemplo viene a ser el
mismo... Moriré por los estragos de la batalla y no por mi testarudez, estimado
amigo... Partir si queréis a Éstaleth... – concluyó con voz grave.
- ¿Será cierto lo que oyen
mis oídos? – interrumpió Náldor – ¿Preferís morir a tragaros el orgullo? ¿Un
orgullo, por otro lado, innecesario e incoherente? ¡¿Perder la vida por una
estúpida enemistad con los elfos, he oído bien?! Os recuerdo que viajáis en
compañía de uno y gracias a él no caímos en la emboscada...
- Te equivocas maese Náldor
pues si caímos en ella... ¿De qué nos ha servido tener conciencia del peligro
que acechaba en la sombra si a pesar de ello no hemos podido evitar las
bajas?...
El montaraz no
contestó y todos dieron por sentado el final trágico al que iba a llevar ese
silencio.
- Vuestra elección está
hecha a pesar de ser la muerte... – respondió afligido, Câranden – Por lo menos
partir con nosotros y así estar, llegado el momento, juntos en la hora final...
para portar posteriormente vuestros cuerpos y darles sepultura como demandan
nuestras costumbres... Demasiados cadáveres hemos abandonado ya por el camino
como para dejar dos más...
- Angustiosas serán las
últimas horas en verdad, me temo... – entristeció Gárneon.
- Así es esta vida
traicionera... – afirmó Câranden.
Dicho aquello
fue a reunirse con Mortak, que había terminado de hablar con Thorbardin, para
ponerle en antecedentes y reemprender el largo regreso de vuelta que ninguno se
imaginó llegar a hacer salvo los montaraces y Sithel, quienes no tenían pensado
quedarse en Nimrodel.
Náldor le dio
alcance por la espalda tras mirar con tristeza la cara de los dos enanos
conscientes de su muerte inminente, aceptada con resignación, desestimando la
única vía de salvación de la que disponían.
- ¡¿Vas a dejar que
terminen así?! ¡¿Qué mueran?! – preguntó incrédulo.
- ¡Claro qué no! ¿Me crees
capaz de ello? Tú conoces el veneno, antes de que mueran les habrá dejado
inconscientes. Tenemos el tiempo justo para alcanza Lórien, el camino que lleva
hasta allí es el mismo que el que conduce a Éstaleth... Es una extraña
paradoja, tener que llevar a tus camaradas engañados a la vida... cuando
debería ser al contrario, normalmente se lleva engañado a uno hacia la muerte,
traicionado...
- No les traicionaremos...
Mortak se aproximó a
su señor lentamente que yacía en la parte oeste del pequeñísimo campamento,
postrado ante el sol y observando la cadena que formaban los picos nevados con
semblante pálido. Había permanecido las horas inmóvil, en esa humillante
posición, arrodillado, bañado pos los haces de luz y por el aire procedente de
su pesadilla, la montaña. Se puso a su altura y por unos instantes únicamente
reinó el silencio.
- ¿Cómo están los heridos?
– tomó la palabra finalmente Thorbardin con voz queda.
- Fuera de peligro... –
mintió para no agrandar la culpabilidad de sus sentimientos – Pero debemos
partir de inmediato para terminar por atender algunas heridas – se apresuró a
añadir con el fin de meterle prisa.
- No estoy seguro de
acompañaros en ese viaje...
- ¿Cómo? ¿No
piensas venir?
- No tengo fuerzas para marchar
de nuevo...
- La herida no es tan grave
y de todas formas no podemos ir a paso ligero, ninguno ha salido totalmente
ileso...
- No lo digo por eso...
- ¿Entonces por qué, mi
señor?
- Ni siquiera tengo fuerzas
para seguir viviendo... yo he muerto en esa mina, Mortak... – respondió con la
voz rota por la angustia.
- No digas
tonterías, si estuvieras muerto esta conversación no tendría lugar...
- Puedo que la muerte no me
haya llegado en cuerpo pero si en alma y sin alma no hay vida...
El enano aguardó
inquieto y muy preocupado por la reacia postura de Thorbardin.
- ¿Significa esto el fin? –
inquirió tímidamente Mortak pero no obtuvo respuesta – ¿Qué pretendes? – se
encaró con él – ¿Morar por estas soledades hasta que la muerte haya alcanzado
también a tu cuerpo? No seas burro, todos hemos sufrido y lloramos la misma
pérdida... No pretendas cargar con la responsabilidad de lo sucedido o acabarás
hundiéndote bajo ella... No nos hagas cargar con más muerte y abandono... –
añadió bajando el tono de sus palabras.
- Ya no tengo nada... No
tengo familia, ni ilusión ni esperanza... ¡Lo he perdido todo!
- No cometas el error de no
ver más allá de tus propios ojos, señor... – dijo con tono despectivo.
- ¡Tampoco cometas tú el
error de creer conocer el dolor que me aflige! – vociferó – ¡Tú no sabes lo que
es perder a un hijo! ¡Ellos son los que deben enterrar a sus padres y no al
revés, va en contra de la ley de vida!... Pero si ni siquiera le he podido dar
sepultura... – rompió nuevamente en sollozos.
- Puede que no conozca el
dolor por la pérdida de un hijo pero le recuerdo que yo tenía familia en
Nimrodel y muchos amigos partían conmigo en este viaje... Pero no por ello
debemos desistir de todo y dejar esta vida terrenal...
- ¿Y qué he de hacer, según
tú? – reprochó.
- Esa respuesta no tiene
que salir de mí... pero no te amargues en un sentimiento ya de por sí amargo.
Debes seguir adelante, regresa con nosotros a las montañas donde aún tenemos
amigos, donde nuestros hermanos nos acogerán con los brazos abiertos... Debemos
de portar las nuevas sobre la caída de Moria, seguro que sabiendo que no existe
reino enano en toda la Tierra Media se deciden por reunir a todos nosotros en
uno... Que la cultura enana no se termine extinguiendo...
- Sería un sueño por lo que
luchar... – admitió.
- Y con el que tenemos que
alzarnos. ¿Es o no un motivo para vivir? En cierto modo sería una forma de
recordar a aquellos que nos han abandonado, luchar por su sueño más anhelado...
seguro que ellos apoyarían ese cometido.
- Sí...
- Vamos aprisa, tenemos que
continuar. – dijo mientras le ayudaba a levantarse.
- ¿Cómo se lo han tomado? –
quiso saber Mortak.
- Con resignación,
prefieren morir al ser tratados por elfos...
- Me lo temía, ¿Los
abandonaremos pues?
- No, les he convencido
para que nos acompañen con la excusa de dar sepultura a sus cadáveres. El
veneno los dejará inconsciente antes de dos días, hasta entonces intentaremos
pasar relativamente “lejos” del bosque...
- ¿Dos días? No llegaremos
a tiempo...
- ¿Cómo dices? – se
preocupó Câranden.
- Tardamos poco más de dos
días desde el bosque hasta aquí a paso ligero, muy ligero. Aunque ahora seamos
muy pocos todos estamos heridos, no creo que lleguemos antes de tres días como
muy pronto...
- Entonces en verdad
vendrán con nosotros para recibir sepultura...
- No te desanimes, no aún.
- Eso es fácil decirlo...
- Ánimo. He convencido a
Thorbardin para que nos siga también, aunque no tiene aún buen juicio. Nosotros
daremos las órdenes a partir de ahora...
- Eso ya lo hiciste tú en
las minas... – respondió con voz débil mientras se encaminó a reunirse con
Thorand y Gárneon – tú eres el líder ahora...
Penosamente se
reincorporaron y reemprendieron una ardua marcha baja de ánimos y fuerzas. No
acababan de asimilar lo sucedido en aquel duro día y sus humedecidos ojos no
conseguían diluirse. Atrás quedaron las agradables jornadas y la noble empresa
que en sus pies se habría, atrás dejaron también a familias y grandes amigos.
Todos murieron de alguna forma en aquella montaña y sus secuelas no les
dejarían descansar a gusto en las largas noches de sus cortas vidas...
Anduvieron largo
rato apoyándose en las armas y compañeros, en un intento de facilitar la
lisiada marcha. Lo único reconfortante de aquella mañana fue ver la luz del
sol que tanto habían añorado en el día anterior. Al ser el transcurrir lento,
no pararon para comer o beber agua, o tan siquiera para descansar las heridas.
Aparte de que no tenían comida que llevarse a la boca, teniendo que disimularlo
con agua y las migajas que no se comieron en la ida por esas mismas tierras, en
las que centenares de huellas aún permanecían dibujadas. Todo los llevaba al
recuerdo amargo por lo que no se cruzaron muchas palabras ni miradas. Avanzaban
en estado autista prácticamente, uno detrás de otro ayudándose como podían. La
prisa urgía si no querían perder a nuevos amigos pero eso era algo de lo que no
se veían en situación de cumplir, para mayor pesar suyo.
El tiempo pasó muy
rápido y pronto se vieron andando bajo el crepúsculo, con la luna en yerme
aparecía en el cielo. Algunos enanos hicieron amago de tumbarse en la mullida
hierba que coronaba un gran montículo pero Mortak se lo recriminó con la mirada
haciéndole continuar, “No pararemos hasta dar alcance al río” dijo. Esta
posición no la alcanzaron hasta que la noche hizo su entrada triunfal, una
noche oscura y nublada como la que se cernía en sus corazones. Se sirvieron de
sus frías aguas para limpiar las impurezas que recorrían todas las ropas,
armaduras, armas y rostros.
- No creo que a este ritmo
logremos alcanzar Lórien en el día que resta...
- Deberemos darnos prisa
pero no podemos pedirles más, aún son recientes las contusiones... Pero quizá
lo logremos, el camino que seguimos a la venida estaba muy abierto hacia el
oeste por lo que tuvimos que andar más para llegar a esta altura... Ahora que
vamos en línea recta quizá... – Mortak no terminó la frase y su voz atisbaba
gran incertidumbre e inseguridad.
- Partiremos antes del
alba, diré a los muchachos que dejen aquí sus armaduras y cotas de malla junto
a sus armas para no cargar peso e ir más ligeros...
- Es una buena idea... –
admitió el enano cuando Câranden ya se daba la vuelta para hablar con los
enanos.
- No les queda demasiada
esperanza... – dijo Ergoth mirando a Gárneon y Thorand.
- ¿No había una manera de
retardar los efectos del veneno? – preguntó Náldor sobresaltándose con el
recuerdo.
- Sí pero solo con una
planta que no crece en estas latitudes...
- Las flechas les
alcanzaron en las extremidades... a lo mejor tarda un poco más de tiempo en
hacer efecto... – inquirió Geko.
- Seguramente – afirmó
Ergoth – pero no será mucho más del que disponemos...
- No sé porque paran a
descansar, deberían avanzar, el deseo de salvarles debería de empujarles... –
comentaba Sithel extrañado y decepcionado por la raza enana.
- Un poco de compasión, no
pueden andar...
- ¡Pues arrastrándose si
fuese preciso! Esa es la verdadera amistad... – respondió el elfo.
- Puede que tengas razón
amigo Sithel – apareció Câranden que se acercaba desde donde yacían los enanos
envenenados – Si por mí fuese estaríamos andando sin parar hasta caer sin
conocimiento si fuese menester... pero no podemos con esta lastre... – el enano
estaba enfadado y decepcionado con todos.
- ¿Qué quieres? ¿Qué
partamos nosotros cinco con los Gárneon y Thorand al bosque dejando atrás a los
heridos?
- No sería mala idea.
Podríamos adelantarnos nosotros que no estamos maltrechos, ya llegarían luego
Mortak con los demás...
- ¿Mortak no vendría?
- No creo que se separe de
Thorbardin...
- ¿Entonces
partimos a Lórien nosotros? – preguntó animado Sithel.
- Pero... tendremos que
cargar con los cuerpos de Gárneon y Thorand... – advirtió Ergoth.
- De momento no, se valen
perfectamente de sí mismos...
- Ya pero en cuanto el
veneno empiece a...
- Por el camino hay muchos
árboles desperdigados – interrumpió – haremos camillas con las capas y
maderos... Avisaré a Mortak, vosotros hacer lo mismo con Gárneon y Thorand.
- ¿Cómo? ¿No les habías
dicho que nos acompañaban para darles sepultura? ¿Qué les decimos? – se desconcertó
Náldor.
El enano
quedó pensativo por ese detalle que se le había escapado.
- No lo había pensado...
Inventaros algo... – Câranden se alejo y se puso en camino buscando al capitán,
de la ya antigua Nimrodel, que conversaba con los primos Balif y Bolfat.
- ¿Cómo llevas ese brazo? –
preguntó al enano que se miraba el muñón.
- Me arde un poco pero
bien... aún no me e acostumbrado a estar sin brazo... – dijo con una mueca que
intentaba esbozar una risa irónica. Bolfat estaba muy apesadumbrado y
consternado.
- Tranquilo, todo se
resolverá... los elfos tienen hiervas que...
- ¿Qué que?
¿Qué recomponen el brazo? – enfureció el enano apartándose de allí.
- Perdónale,
no debe ser nada fácil perder un miembro... ¿Partiremos al alba?
- No Balif, lo haremos de
noche... y lo haremos sin armaduras ni armas, hay que ir ligeros...
- Mortak, tu parte una vez
hayan descansado todos. Yo, los montaraces y Sithel nos llevaremos a Gárneon y
Thorand al Bosque de Oro. Les salvaremos la vida. Os esperaremos allí, ya
estamos preparados para irnos... – señaló a pocas yardas donde aguardaban todos
los nombrados.
- ¿Cómo que te vas?
- ¿Está claro no? No
quiero verles morir cuando su salvación ha estado al alcance de mi mano...
- Pero Câranden... – le
intentó persuadir con el brazo.
- ¡Qué no! No insistas...
quédate con los desvalidos como Thorbardin que han perdido las ganas de vivir.
Hazle un favor y mátalo si tal es su deseo... – el tono de sus palabras
resultaba extremadamente brusco y le empujó con el hombro para abrirse paso
hacia el centro del montículo donde le esperaban ante la impasible mirada de
Mortak.
Al paso de Câranden,
los enanos cercanos se ponían en pie ante el desconcierto de éste.
- ¿Qué pasa? – preguntó
cohibido al oído de Náldor.
- As dado orden de partir
inmediatamente al bosque de los elfos ¿Recuerdas?
- ¿Cómo?
- La única forma de
convencer a Gárneon y Thorand era decirles que partíamos, todos. Le hemos dicho
que solo habíamos parado un momento y que nos urge la prisa por llegar a
Éstaleth.
- Pero si están desvalidos
y no pueden ni con sus almas...
- Quizá no podamos con
nuestras almas – dijo desde atrás Nárlec, que tenía el brazo colgado del cuello
con un jirón de tela – pero si con nuestros corazones... Partiremos aunque sea
a rastras, y eso que tengo el brazo inútil y morado... – se atrevió a bromear
el joven enano.
- No entiendo nada...
- No solo hablamos con
Gárneon y Thorand sino también con Nárlec y Thorbardin que estaban con ellos
reunidos...
- Todos conocemos la
trágica noticia y no vamos a quedar impasibles... – añadió seriamente Nárlec –
Todos opinan así... y no dudes que tenemos el mismo interés que tú en
salvarles...
- Me alegra oír eso de
veras, aunque es triste que montemos esta farsa...
- ¿Partimos? – se aventuró
Náldor.
En ese preciso
instante Mortak apareció por la espalda con el pequeño fardo a al espalda y sin
la armadura, listo para partir.
- Vamos amigo. – le dijo
poniéndole la mano en el hombro. Câranden afirmó con la cabeza y rió feliz –
¡Dejar las corazas y las cotas de malla los que estén heridos! ¡Lar armas
también, no las necesitaremos!
Los más graves, con
contusiones y roturas dejaron de lado con alivio aquella pesada carga, portando
solo los fardos y las hachas a las que tenían especial cariño.
- Toma maese Náldor – le
extendió Mortak su arma al montaraz – que ella selle nuestra apuesta. Es una
buena arma, ligera y resistente...
- ¿Cómo sabes que os gané?
- Eso nunca lo sabremos...
– dijo con una tímida sonrisa en los labios y se dirigió a la cabeza del
pequeño grupo que empezaba a descender el montículo.
Siguieron el cauce
del río que los amedrentaba con su susurro en una marcha un poco más animada,
en apariencia pues en verdad todos se sentían desconsolados y fuera de lugar.
Todos se comportaban de forma normal y charlaban amenamente dentro de lo
posible en aquellas circunstancias. Atrás quedaron apiñadas varias corazas y
cotas de mallas junto a algunas armas, incluida el hacha de Náldor, que
carecían de gran valor salvo únicamente la armadura de Thorbardin, de plata y
oro. De la guardia especial de Nimrodel solo quedaban tres con vida aparte de
él: Mortak, que solo se había desecho de la cota de malla, y dos enanos más que
no recibieron graves heridas, Hárgot y Halén.
Soplaba un aire
extremadamente frío lo que obligaba a los viajeros a agazaparse bajo las capas,
ropas y mantas de las que disponían. La gran mayoría tosía y se lamentaba y
Gárneon y Thorand intentaban apurar la que podría su ser su última noche con
vida. Hacía ya más de un día que aquellas malditas flechas les alcanzaron y ya
se hacían la idea de que no volverían a contemplar una luna más. El cielo se
aclaró para que el astro tuviese su despedida mientras la pequeñísima compañía
transcurría bajo su manto.
- No nos habéis contado los
efectos del veneno... – dijo con voz tenue Thorand.
- No sufrirás si es eso lo
que te aterra... – contestó Ergoth con la voz más piadosa que pudo poner – Te
sumirás en un sueño antes del fin, no sentirás ni tu cuerpo ni dolor...
- ¿No pensáis en parar para
descansar? – se intrigó Gárneon.
- Necesitamos llegar cuanto
antes a... Éstaleth, ya habrá tiempo de sobra para descansar... – respondió Câranden
sin volverse hacia su interlocutor.
- ¿No pretenderás llegar a
Lórien?
- Si te sirve de consuelo
amigo mío, aunque quisiese no llegaríamos a tiempo... – intentó bromear el
enano.
- ¿Qué haréis con nuestros
cadáveres?
- Os llevaremos al este, a
las montañas donde deberemos hacer un nuevo reino...
- Es un viaje largo...
podéis enterrarnos en estas tierras... demasiada carga lleváis...
- Cambiad de tema, es
macabro; por favor... – interrumpió Mortak viendo que a Câranden, que andaba a
su diestra, le afloraban algunas lágrimas.
Detrás de todos
ellos andaban Náldor y Geko, hablando en voz baja.
- En el hipotético caso de
que lográramos alcanzar Lórien en el tiempo estimado... ¿No crees que se
enfadarían? – se preguntaba el joven dúnedain.
- ¿Cómo se van a enfadar?
Deberían estarnos agradecidos... – replicó.
- Cualquier persona normal
sí... pero ellos no quieren ser salvados y si su deseo es el de morir no somos
quién para doblegarlo...
- No digas tonterías
Geko...
- No son tonterías...
- Quizás pero... es lo
correcto... – intento disculparse a sí mismo balbuceando aquellas palabras.
- A lo mejor es lo
moralmente correcto, pero no es lo que se debería hacer... Yo en su lugar
cumpliría sus últimas voluntades...
- Dile eso a Câranden, te
responderá que no quiere cargar con el suicidio de un amigo, porque no es otra
cosa que un suicidio...
- ¿Pero como va a ser un
suicidio si no se van a quitar la vida? Si se la está quitando un veneno... no
tiene nada con lo que cargar... – pero Náldor no contestó y Geko calló.
La noche dio paso a
las oscuras neblinas del alba. El paso lento no cesó y continuaron siguiendo el
curso del Nimrodel que se internaba yardas más adelante en Lothlórien.
Ahora los enanos no
poseían ninguna imagen de esplendor o ni tan siquiera de soldados. Ropas
harapientas y enmarañadas, trenzas deshilachadas y sucias, ánimos rotos y
hundidos... era una imagen bastante pobre. Parecía una partida de esclavos
protegida por los pocos enanos que poseían aún, la armadura de oro y plata. Ya
tendrían oportunidad de arreglarse y comprar ropas nuevas a su llegada a
Éstaleth, ahora lo que a todos preocupaba era la tardanza de llegar al bosque
maldito de los elfos en aquel día que acababa de empezar. Los fardos pesaban ya
bien poco, a la salida de las minas habían cogido todas las migajas que poseían
para el viaje de vuelta pero estas sobras no eran suficientes como para lidiar
el hambre de la compañía. Encima, los enanos que cayeron bajo las flechas en el
descenso se perdieron con sus mochilas y bolsas, por lo que tuvieron varias
raciones menos de alimentos. Todos intentaron engañar al estómago y la mayor
base de éste era el agua del río, por lo que a Gárneon y Thorand no les
sorprendió que siguieran aquel camino que terminaba en el Bosque de Oro. De
igual modo, no se quejaron por el cansancio que asolaba sus piernas, creían
abiertamente en que alguno necesitaban cuidados médicos para algunos cortes que
tenían mala pinta, contusiones o fracturas. Aunque sentían un dolor lacerante
en los muslos, ya tendrían tiempo para descansar, pensaban, en su letargo
eterno.
La mañana por tanto pasó rápido.
Conforme avanzaban iban descendiendo al sur, dejando de lado el río, para
encarar la frontera de los elfos. La mayoría iba como un sonámbulo y andaban
siguiendo al de delante. A la hora de la comida fueron varios los que tuvieron
nostalgia de los pequeños festines que se daban a la ida, cerca de esas
tierras. Finalmente, hicieron un pequeño alto en el camino para descansar los
músculos y tumbar la espada en la cómoda y suave hierba. Algunos se intentaban
relajar y ya les hubiese gustado a más de uno poseer algo de tabaco para sus
hambrientas pipas.
- Si avanzamos a este ritmo
o lo incrementamos... si todo va bien esta noche podríamos dar alcance el punto
de unión entre los dos ríos... – suspiró Câranden.
- Demasiado bien deberían
irnos... sería bien entrada la noche y sin hacer más altos en el camino... no
creo que podamos pedirles eso en este estado...
- Muy entrada la noche
sería me temo... no sé a que altura estamos exactamente pero... esperemos en
que nuestra huída a la carrera de las montañas nos haya servido para ganar
terreno suficiente como para llegar a tiempo...
- Puede que sí podamos
alcanzar ese punto en la noche pero... mucho me temo que para entonces Gárneon
y Thorand... – su voz se entrecortó – que el veneno ya haya actuado... De
todas formas aún quedaría un gran trecho desde allí hasta la linde del
bosque... – constató Mortak apenado.
- No nos demoremos pues...
¡En marcha!
- Ergoth, ¿Cuándo perderán
el conocimiento? – quiso saber Nárlec.
- Teniendo en cuenta que
fueron heridos hará poco más de un día... creo que con el sol ya en pleno
declive pierdan constancia...
- Deberíamos prepararnos
para entonces... aún no hemos visto árboles o marañas con lo que improvisar una
camilla... – se inquietó Mortak nuevamente.
- Thorbardin sigue sin
levantar cabeza del todo... está desvariando... habla solo y de repente empieza
a llorar... – interrumpió Halén, que junto a Hárgot se habían convertido en su
escolta y compañía.
- Dura ha sido su carga...
ya curará el tiempo sus heridas y resurgirá de sus cenizas... dejarle a solas
con sus sentimientos... – aconsejó Mortak mientras se echaba el fardo
nuevamente a la espalda.
Por enésima vez se
pusieron en pie y no perdieron tiempo en bajar a paso ligero la loma en la que
se encontraban, ahora cuesta abajo. A pesar de su penoso aspecto y estado, no
cesaban sus ánimos de cruzar la meta propuesta y poco les faltaban para ir a la
carrera. A Thorbardin lo tuvieron que ayudar en alguna que otra ocasión, más
que nada dirigiéndolo ya que estaba ensimismado en sus pensamientos y
recuerdos.
- Sithel, tú eres rápido y
no estás herido... adelántate raudo y veloz en busca de...
- Si quieres improvisar dos
camillas no cuentes con madera... – interrumpió el elfo – vas a tener que
hacerlas con la tela o las capas de las que dispongamos y a puño... no hay un
solo árbol hasta el comienzo del bosque, solo fina hierba...
- ¿Ves Lórien?
- Claro que sí, lo que
queda de trayecto es en pendiente y se puede apreciar perfectamente, hasta tú
deberías verlo...
- Yo no veo nada... – se
indignó Câranden – ¿Sabrías decirme a que altura estamos con respecto al río?
- Aun quedan varias yardas
para estar a altura de la desembocadura del río... – le señaló con el brazo el
horizonte – A este ritmo no llegaremos, muy rápido tendríamos que ir...
Pero no podían ir
más rápidos, estaban al límite de sus fuerzas y solo su propio peso les hacía
avanzar a tal velocidad. El tiempo siguió pasando y todos intentaron hacer el
último esfuerzo por sus compañeros que ya empezaban a tener los efectos del
veneno, los sudores fríos y mareos se apoderaron de sus semblantes y tenían que
ser ayudados por los demás. Todos cargaron con todos, y el dolor solo era
enmendado por el deseo. Rápidamente perdieron el aliento y al comienzo del
anochecer estaban extenuados. Los resoplidos fueron los actos parejos a la
impotencia que les poseía y encolerizaba en lo más hondo. Rabia de intentar
vencer la barrera invisible que acababa por inmovilizar las rodillas y no poder
cargar con tu cuerpo, rabia de estar tan cerca y a la vez tan lejos de la vida
de dos de sus amigos. Pero el momento fatídico no se hizo mucho de rogar.
Cuando Sithel comunicó que estaban a la altura de la unión de los dos ríos, el
veneno entraba en su fase terminal. La noche ya reinaba en el cielo cuando
Gárneon y Thorand eran incapaces de dar un paso más, cuando cayeron rendidos
sin sentir sus extremidades. Todos cesaron la marcha preocupados, imaginando lo
peor, e hicieron un círculo alrededor de ellos que fueron tumbados en la
tierra.
- Se acabó querido amigo...
– pronunció Gárneon con voz rota.
- No... aún es pronto...
- No Câranden... no se
puede evitar una muerte anunciada... – contestó Thorand.
- Descansad en paz... no os
preocupéis, vuestro sufrimiento ya tiene fin... – dijo Mortak.
- Ha sido un orgullo pelear
junto a ti, Mortak. – Thorand hizo ademán de hacer una reverencia pero su
estado se lo impedía.
- Lo mismo digo... – afirmó
Gárneon – pero ha sido un orgullo mayor haberte tenido como amigo Câranden, y a
ti Mortak y a todos... y también haberte conocido maese Náldor... me hubiese
gustado entregarte mi hacha en estos momentos... siento que no haya sido así...
– le dedicó una mirada al montaraz que se encontraba a sus pies.
- Has hablado por los
dos... – respondió el enano con aspecto de bárbaro intentando reprimir el
sollozo.
- Adiós
amigos...
Al acabar
estas palabras Thorand quedó sin sentido, su cuerpo dejó de moverse y sus
párpados se cerraron. Gárneon lo miraba de reojo, tenía miedo y su corazón no
encontraba consuelo. Sus lágrimas si afloraron y empezó a mirar a todos sus
amigos presentes, a los que había tenido bajo su cargo antes del fin.
- Tengo
frío... – se quejó el enano blanco como la nieve.
- Pronto
desaparecerá...
- Volveremos a vernos,
amigo... amigos... – refiriéndose a todos y usando el resto de sus fuerzas para
hacerse escuchar – os estaremos esperando...
El veneno no le dejó
decir nada más. Fueron heridos casi al mismo tiempo y de igual modo se fueron
de este mundo. Los dos yacían en el valle, uno junto al otro, cogidos de la mano
para infundarse ánimos pero no sintieron nada, el Telrunya les inutilizó sus
sistemas nerviosos. Todos permanecían de pie, cabizbajos en una solemne y
emotiva despedida en la que muchas lágrimas acabaron por desprenderse de sus
cuencas. La tristeza impidió que pudiesen articular palabra alguna y no sabían
como proceder ante tal situación. Finalmente, Câranden secó su pena y se puso
en pie.
- Estamos cerca de las
fronteras de Lórien. No están muertos sino en coma, pero pronto lo estarán si
no intervinimos. ¡Cargaremos con ellos! ¡Rápido!
Cogieron varias
mantas, una sobre otra, y depositaron el cuerpo en ellas. Entre todos
levantaron las improvisadas camillas, una para cada uno, y a puño reanudaron
una difícil e incómoda carrera.
- Aún queda tiempo antes de
que los perdamos para siempre... todo depende de los fuertes, resistentes y
sanos que estuviesen... tengamos confianza... – intentó dar ánimos Ergoth que
estaba entre los que cargaban con Thorand.
Los pasos que los
llevaron a un nuevo amanecer iban siendo más fáciles. Llega un momento en que
el cerebro siente tanto dolor, penas y miserias que entra en un estado de
sedación como defensa, para protegerse. Claro que aquello acarreaba el problema
de que las piernas vacilaban mucho y no sabían como ordenarles que siguieran
andando. No existían palabras para aquello, para expresar y describir el
esfuerzo titánico que un cuerpo puede llegar a desarrollar en los momentos
difíciles. El gran responsable de aquello era la amistad y lealtad, aunque para
los montaraces y Sithel casi todo era compromiso.
El sol siguió
su monótono ascenso aliviando en cierto modo el gran frío que acusaban los
enanos. Estaban en pleno invierno, en pleno valle al pie de las montañas
nevadas. Muchos estaban enfermos y resfriado, con fiebre pero no podían parar.
Todos llegaron a desear dar sepultura a sus amigos y descansar largo y tendido,
no tener que soportar con aquella carga. Soportaron dolor, hambre, cansancio,
sed... incluso reprimieron la inevitable necesidad de retirarse al excusado
como habían hecho a lo largo de todo el viaje, quedándose atrás del resto.
Tenían miedo de parar y no se decidían. Lo único que les alentaba era la idea
de conseguir el milagro y poder decir con la cabeza bien alta que fueron
protagonistas de una gran hazaña, y que sacaron algo en limpio de aquella sucia
cruzada.
- Tres de Diciembre... hoy
debería dar comienzo la cacería... – dijo en un tono melancólico Thorbardin
pero nadie le contestó para no volver a recordar aquellos sucesos.
La verdad es que
pocas o ninguna palabra se cruzó en aquel día nublado. Tenían la cabeza evadida
en el pensamiento y no apreciaban ni el paisaje que parecía ser el mismo, hasta
el punto de rozar la hipnosis. Fue por lo tanto una marcha ardua y pesada para
el cuerpo y veloz para el distraído entendimiento.
Pero tarde o
temprano tenían que llegar a Lórien, asombrosamente llevaban una marcha
acelerada. El anochecer era un hecho cuando tras superar un paso entre dos
colinas, apreció a no muchas yardas el bosque de Oro con sus destellos. Eso
daba muchos ánimos pero no sabían si lo habían conseguido a tiempo. Los cuerpos
de los enanos estaban blancos completamente, con los labios morados. El corazón
latía muy por debajo de lo que debería hacerlo estando en el más absoluto
reposo. No cesó el viaje y echaron el aplomo necesario para alcanzar la
siguiente parada, que les devolvería a dos amigos y en el mejor de los casos
aliviaría el hambre y el dolor de la compañía. Ninguno había imaginado o quería
imaginar la reacción que tendrían los elfos, pero esperaban que el esfuerzo no
fuese en balde y la llave la tendría Sithel.
El día daba su fin
cuando les llegó el aroma del bosque. Que bien olía, era una fragancia
embriagadora que desinhibía la mente. Extraños destellos de entre las hojas
surcaron la vista y la primera línea de árboles no tardó en abrirse ante ellos
imponentes. Sus troncos eran grises y lisos y el follaje de un color amarillo
rojizo. En aquella parte del mundo no importaba la estación en la que se
encontraba el mundo, pues siempre lucían los árboles que bajo el poder de la
hechicera, burlaban la oscuridad del mal. Más al norte se oía el fuerte
murmullo de los saltos del Nimrodel que se unía al Celebrant de aguas tan frías
en aquella época. Pero el destino no les concedió el placer de admirar la
belleza de aquel paraje durante mucho tiempo. Una flecha salió silbando de
entre las copas, clavándose delante de la compañía, cortándoles el paso.
- ¡Alto! ¡Ningún enano
pisará Lothlórien! – gritó una voz autoritaria en lengua común.
- ¡Bien sabe Aulë que jamás
pisaría su suelo dorado si no fuese una situación de extrema gravedad!
¡Necesitamos vuestra ayuda! ¡Tened piedad! – contestó también a gritos Câranden
mientras animaba a los demás a continuar.
- ¡Ni un paso más! – se
alzó la misma voz a la vez que otra flecha se clavó a modo de último aviso
delante de ellos.
- ¡Dartho!
– dijo Sithel en élfico – Boe ammen veriad lîn... – se adelantó a los demás.
- ¿Le
aphadar aen? – preguntó el elfo que permanecía oculto.
- Lau.
- Man nach?
- Im Sithel o Gardh-in-Taur. Henio, aníron boe ammen i dulu lîn...
- A sithel i mor-taur istannen
le ammen. Gwennin
in enninath...
La voz de aquel elfo
le era conocida y titubeó un momento.
- ¡¿Qué demonios estáis
diciendo?! ¡Hablad algo que entendamos los demás!
- Está pidiendo ayuda...
Creo que le conocen... – aventuró Ergoth – aguarda...
- Esa voz... – masculló –
¡Por Eru! ¿Élonil? – exclamó Sithel.
- Tancave mellon.- dijo la
hermosa voz mientras un individuo asomaba del bosque.
Sithel se había
adelantado con cada palabra que había dicho y ahora estaba frente a otro de su
raza. Era alto y con el pelo rubio claro, vestía ropas grises bajo una armadura
de cuero, tira sobre tira, cerrada al centro. Por encima pasaba una pequeña
clámide y un manto con capuchón colgaba a la espalda. Portaba un arco largo de
color blanco, tanto la cuerda como la madera, y la aljaba también del mismo
color se adivinaba en el hombro. Así vestían todos los exploradores silvanos
que se confundían entre la arboleda.
- Mae govannen iaur mellon
dor nín. – saludó feliz el elfo tras fundirse en un abrazo con su viejo amigo –
Manen nach?
- No hay tiempo Élonil –
dijo en lengua común para que los demás se enteraran – Tenemos dos heridos
graves que se sumergen en un veneno mortal, el Telrunya...
- No queremos trato con los
enanos... – respondió de igual modo.
- No te estoy diciendo que
nos acojáis... solo que le deis medicina élfica...
El elfo titubeó y
pensó echando una mirada a los árboles en los que se encontraban compañeros
suyos.
- Aen mabathon, tûr gwaith
nîn beriatha aen. – dijo al fin, hizo una seña y
varios elfos salieron del bosque, al rato, para recoger a los heridos con unas
camillas.
-
Hannon le.
-
¡No irán solos! – protestó Câranden, entre otros, cuando iban a alzar a
Gárneon.
-
Iest ammen na glenno na le. – pidió Sithel atendiendo al deseo de los
enanos.
- Lau, dihena... En el
bosque solo seréis bien recibido tú y los montaraces si van contigo... – alzó
la voz – los demás permanecer tranquilos en nuestras fronteras, son tierras
seguras... – dicho esto giró sobre sus talones y se encaminó junto con los
demás que portaban los cuerpos inconscientes de los enanos.
Sithel se volvió con
la pequeña compañía.
- ¿Y bien? ¿Qué haremos? –
preguntó Thorbardin.
- Ya lo habéis oído...
tendréis que esperar en el valle... nosotros les acompañaremos y nos haremos
cargo de vuestros amigos... no os preocupéis os haré llegar alimentos y
medicinas... – el elfo ya se volvía en aquella dirección, feliz y ansioso por
visitar nuevamente aquel maravilloso lugar.
Los montaraces le
siguieron con algunas más reservas pero en el fondo sentían lo mismo y deseaban
con ímpetu comida en abundancia y un confortable lecho. Apretaron el paso para
no quedarse atrás mientras los enanos se resignaron y enfadaron.
Les dieron alcance
por detrás y siguieron entre los árboles por un camino asfaltado por hermosas y
rojizas hojas. Avanzaban un poco a tientas pues el sol se había ocultado hace
ya tiempo. Entre las copas atisbaron alguna que otra luz pero muy leve y
tintineante. El bosque parecía un laberinto, y no había a priori forma de
orientarse. La compañía de elfos que portaban las camillas tomó otro rumbo y
los tres dúnedains siguieron a Élonil y Sithel que conversaban en la lengua de
los elfos. En poco tiempo dieron alcance a un árbol de gran envergadura desde
el que a un silbido cayeron dos escalas. Treparon por ellas con más o menos
dificultades hasta alcanzar una plataforma suspendida en el aire entre cuatro
frondosos troncos a vertiginosa altura. Las escalas se abrían en el centro de
la plataforma, en un pequeño círculo. Era de color gris y no era limitada por
barandillas. Era muy grande y de ella nacían dos pasarelas que se perdían entre
las hojas. Era un puesto de vigilancia a entender de los montaraces, en él
había una pequeña mesa con varias copas y platos con comida. Cuatro cojines lo
rodeaban para sentarse. En el otro extremo había tres camas, dos arcos enfrente
con sus correspondientes aljabas descansaban en la blanca y lisa madera. En la
estancia había otro elfo a parte de Élonil que saludó a los recién llegados.
- Ai
Sithel! Anann! Gwennin in enninath! – exclamó sorprendido, él también le
conocía lo de su estancia anterior.
- Aiya Nelron.
- Tolo, havo dad a mado
aes... – ofreció.
- Por favor usemos la
lengua común para que todos podamos ser partícipes... – pidió Sithel.
- Como quieras... – dijo
Élonil.
- Eso puede ser un
problema... hace muchos largos años que no uso la lengua común – bromeó Nelron
– el mundo cada vez está más loco y solo tenemos trato con los elfos que se
refugian en nuestro bosque. Casi en su totalidad vienen del nordeste, de tu
hogar... ¿Qué tal andan las cosas por allí?
- Allí cada día está más
difícil, muchos parten en barco desde la costa...
- Cada día el mundo se
vuelve más loco... si hasta los enanos parecen que se han cansado de vivir en
las profundidades...
- ¿Por qué dices eso? – se
extrañó Ergoth.
- Vuestros amigos no son
los primeros enanos que vemos o recogemos... – respondió Élonil – últimamente
hay mucho movimiento, y en grandes números...
- ¿No sería el primo de
Thorbardin? - preguntó Náldor.
- Nuestros hostigadores del
Oeste nos avisaron de que un gran número de enanos procedentes del norte
entraron en Moria o Hadhodrond como la llaman en sindarin. También nos habían
informaron, tiempo antes, que otro contingente avanzaba desde el sureste hacia Nimrodel,
aunque este llegaría más tarde...
- Esos éramos nosotros... –
interrumpió.
- Ya me imagino, decían que
no solo iban enanos sino también hombres, pero nunca imaginé que un elfo... –
dijo Élonil mientras miraba maliciosamente a Sithel.
- Pero ese no ha sido el
único movimiento avistado. Hace muchas semanas, varios meses, cientos, miles de
enanos abandonaron la montaña y pusieron rumbo al norte bordeando nuestro
bosque... Salieron de Moria, varios contingentes... ¿Qué ha ocurrido?
- Estas nuevas mejor
comunicárselas a Mortak y Thorbardin... – pensó Ergoth.
- Moria ha caído al igual
que Nimrodel, infinidad de trasgos junto con trolls vencieron a los enanos.
Nosotros íbamos a una gran cacería para erradicarlos pero parece que no conocían
muy bien el peligro al que se enfrentaban y llegamos tarde...
- Mejor hablamos mañana,
estaréis cansados. Comed y bebed tranquilos, hoy podréis pasar aquí la noche...
mañana ya veremos. Vamos a ver que pasa con los tres heridos, Nelron...
- ¿Has dicho tres? – se
extrañó Ergoth.
- Sí, a uno lo trajo
arrastrando la corriente, lo encontramos en la orilla del Río de la Plata. Han llegado muchos cadáveres enanos pero solo uno lo hizo con vida... ya os he dicho
que ha habido mucho movimiento en los últimos días y no sois los primeros a los
que recojo... Mañana continuaremos, descansad. Losto bein. – Élonil se perdió
por una pasarela seguido por Nelron y Sithel, que tomó una copa de vino y
lembas.
Los tres
montaraces quedaron solos bajo la copa de los árboles que ocultaban las
estrellas. Un pequeño farol iluminaba el flet como los elfos llamaban a las
pasarelas. El ruido de los insectos era constante al igual que el del río que
pasaba cerca, más al norte. Demasiado lejos para comprobar in situ las
historias que hablan de ese río en el cual se formaba una niebla plateada sobre
el agua debido al curioso fondo y el reflejo de las estrellas.
Echaron mano de
algunas frutas y pasteles, sirviéndose generosas copas de vino.
- ¿Quién será el enano al
que arrastró el río?
- Seguramente sea del
pueblo de Dúndel – supuso Ergoth – al parecer se introdujeron en Moria y allí
no correrían mejor fortuna que nosotros... De todas formas ya nos contará lo
sucedido, pero según lo que acaban de decirnos... muchos escaparon de Moria y huyeron
a las Montañas Grises o las Colinas de Hierro…
- Se me ha olvidado
pedirles alguna hierba para los músculos... Salí de la batalla con las manos al
rojo vivo y montón de agujetas en el brazo. Y ahora tras el viaje tengo todo
agarrotado, no puedo cerrar bien las manos y las tengo llenas de durezas... –
se quejó Náldor.
- Yo también acabé muy mal.
El brazo se me quedó atrás en una estocada y tengo todo el codo dolorido, al
igual que las piernas y los brazos... – se sumó a la ronda de quejas Ergoth.
- Hasta esta noche no
habíamos hablado de la batalla en la oscuridad... han pasado dos días y aún lo
recuerdo como si acababa de pasar... Nunca he visto tan de cerca la muerte... –
dijo tembloroso Geko – En la batalla librada en la oscuridad me hirieron en la
pierna y avance a trompicones, agónicos trompicones... acabé estampándome
contra una columna con todo el hombro cayendo al suelo violentamente... no sé
cuantos orcos me pisaron o cuantos cadáveres se me echaron encima pero
milagrosamente sobreviví, después empezaron a huir y pude reincorporarme y
daros alcance... – terminó casi en lágrimas el montaraz.
- Tuviste suerte... muchos
cayeron o se perdieron y no están ahora para contarlo...
- Ya lo sé... por eso os
digo que me alegra seguir vivo, aquí con vosotros, amigos...
- A mí también, eso no lo
dudes... – añadió Ergoth.
- Compañeros hasta que la
muerte nos lleve... hermanos de armas... – pasó los brazos, Náldor por encima
de los dos.
Permanecieron en
silencio algunos minutos y tras terminar de saciar el hambre y sed, se
acostaron en las finas camas élficas aunque sorprendentemente cómodas. No
tardaron mucho en dormirse, a pesar de que les sobresaltaron desagradables
visiones y recuerdos el cansancio logró imponerse.
La fuerte luz del
día despertó a los montaraces que se encontraban dormidos en la gran placidez
producida por tan cómoda cama. Los rayos de sol incidían con la suficiente
fuerza como para atravesar el espeso techo del bosque, inundaban el flet junto
al canto de los pájaros que le estaban dando la bienvenida al nuevo día. Los
tres se estremecieron molestados por el cambio de luminosidad y se
reincorporaron casi a la vez. Frente a ellos permanecía bebiendo Nelron.
- Mae arad,
sois muy dormilones... hoy es cinco de diciembre... – rió.
- ¿Cinco? – repitió
incrédulo Geko.
- Es decir que hemos
dormido un día entero...
- Dos noches y un día para
ser exactos, jamás vi a un hombre dormir tanto...
- ¿Y los enanos? – se interesó
Ergoth.
- Están bien, han dormido
más o menos lo mismo que vosotros y Sithel les llevó algo de comida y hierbas
medicinales...
- ¿Y los que trajimos
heridos? – inquirió Náldor.
- Me temo que solo ha
sobrevivido uno de ellos, llegaron muy tarde... la salvación dependía de la
resistencia física que poseyeran...
- ¿Quién está vivo? Teníais
tres heridos...
- Eso yo no lo sé, todos
los enanos me parecen iguales... Comed algo, tenemos que ir al claro del río
donde esperan Élonil, Sithel y el capitán Iswirn que traerá al enano con vida.
Esta tarde podréis partir...
- Hannon le... – contestó
Ergoth con el poco élfico que sabía.
Entre bostezos se
pusieron en pie y siguieron a Nelron a través de una pasarela que se perdía
entre los árboles. El bosque era un maravilloso collage con follaje verde,
amarillo, rojizo... los más grandes y en donde habitaban los elfos eran los de
tronco gris y hojas doradas, eran los más altos y empequeñecían a los demás. La
pasarela giraba entre las copas y hacía difícil ver el suelo. Era una mañana
fría y el sol era aún muy joven. Los montaraces estaban totalmente descansados
y sus dolores musculares habían desaparecido, luego se enteraron que Sithel les
administró un remedio élfico mientras dormían.
Tras un buen rato
andando y habiendo pasado bifurcaciones y otros flets, llegaron a un árbol
extremadamente grande. La pasarela se abrazaba a su tronco y la bajaba en
espiral con escalones grandes y cómodos. Todas sus construcciones estaban
encajadas en la naturaleza y la pasarela no bajaba recta ya que evitaba alguna
que otra rama. Unos arcos tallados bordeaban las escaleras y la adornaban,
algunos faroles colgaban aún encendidos pero no parecía haber nadie en aquella
parte del bosque o por lo menos los montaraces no vieron a ninguno. Una vez
descendido todo el árbol, pisaron una fina hierba que les llegaba a las
rodillas y el sonido del agua se hizo más grave. Nelron los guió un poco más
entre algunos árboles y obstáculos hasta llegar a un pequeño claro donde dos
individuos charlaban sentados en un tronco viejo.
- Ya era hora de que
amanecierais... me imagino que después de dormir tanto tendréis que ir al
excusado, podéis hacerlo allí... El río está cerca, podéis acudir a asearos
también. – dijo un sonriente Élonil que rozaba la burla.
Los montaraces
volvieron al cabo de unos minutos más desahogados y despejados. Al claro habían
llegado siete jinetes ataviados con capas grises y armados. Iban sobre unas
formidables bestias de color blanco y en la grupa colgaban unos paquetes; uno
de ellos arrastraba una camilla.
Se acercaron al
grupo que se había formado en el centro y los jinetes dieron la bienvenida sin
bajarse de sus monturas. Una vez se habían acercado pudo ver mejor a los elfos
que estaban encapuchados. Bajo la capa portaban una espada típica de Lórien, un
mandoble con la hoja ondulada al lado contrario que el mango, también
ligeramente en curva. Llevaban casi las mismas ropas que los exploradores, gris
sombra cerrado con un broche, una hoja enzarzada en oro. Sus armaduras parecían
más completas y resistentes pero no supieron averiguar de qué estaban hechas
pero parecían escamas que se fundían en interminables abrazos de un color oro
viejo marrón.
- Aiya, mi nombre es Iswirn
Dhorather.
- ¿Silvano? – preguntó
boquiabierto Geko.
- Sí, así me llamaban
algunos fuera de estas tierras... – sonrió.
- Es un honor conocerte...
– afirmó Náldor.
Iswirn era un famoso
guerrero que luchó en la guerra contra Sauron con una edad extremadamente joven
y en la que desempeñó un gran papel. Acabó capitaneando parte de las tropas
silvanas y la efigie de su espada causaba terror en los orcos, llegó a ser muy
temido y sus enemigos le apodaron el Silvano.
- No todo lo que se cuenta
sobre mí es cierto joven montaraz... perdonad, estos son: Fáeloth, Gáldet,
Béleg, Halim, Nóstar y Nellin. – presentó Iswirn a los demás jinetes que
hicieron una reverencia al nombrárseles.
- Yo soy Ergoth hijo de
Earnor, éste es Náldor hijo de Núreber y él, Geko hijo de Zârandon. – devolvió
las presentaciones.
- Hemos traído a vuestro
compañero, está inconsciente pero a salvo.– señaló a la camilla donde había un
cuerpo totalmente cubierto por sabanas y mantas – imagino que vosotros
conoceréis el veneno y su recuperación, ahora es mejor que no pase frío,
dejadle tal cual está hasta que se levante el mismo.
- ¿Quién está inconsciente?
- Nosotros trajimos dos
heridos pero según tengo entendido otro vino arrastrado por la corriente...
- Supongo que será uno de
los dos que trajisteis, estaba envenenado por el Telrunya y en las últimas,
gracias a su resistencia se ha salvado... Aún no tiene todas sus funciones
estabilizadas…
- Conocemos su cura... –
respondió Ergoth.
- Bien, nosotros debemos
partir de inmediato, nos aguardan en otro sitio. Suerte...
- Adiós.
- Namarië.
Se despidieron los
montaraces mientras Nelron desataba la camilla.
- Élonil. – llamó Iswirn
acercándose con el caballo.
- ¿Sí, capitán?
- ¿Qué hay de los demás
enanos?
- Están en nuestras
fronteras.
- ¿Les habéis llevado
alimentos y suministros?
- Sí señor, Sithel les
llevó lo justo para pasar la noche junto a algunas hierbas, para el dolor
muscular, sedantes…
- ¿Lo justo? – preguntó
incrédulo – ¿Había algún otro herido de gravedad? – se volvió de nuevo hacia
los montaraces.
- La verdad es que ninguno
de nosotros salió ileso... – contestó Ergoth.
- Élonil que los arqueros
apostados en el oeste dejen pasar a los enanos y curarles todas sus heridas y
dadles comida en abundancia.
- Mi señor, los enanos no
pueden pasar y ver nuestros secretos, va en contra de nuestras leyes y tú lo
sabes mejor que nadie. – decía incrédulo el joven elfo.
- Vendadles los ojos – fue
la simple respuesta que obtuvo – atendedles y conducidlos hacia el sur para que
retomen el camino de vuelta a casa. Yo asumiré las consecuencias si las hay. No
tienen por qué enterarse en Caras Galadon. Decídselos a los demás, es una
orden.
- Sí señor. – dijo Élonil
bajando la cabeza y desapareciendo a la carrera acompañado de Nelron que le
siguió de inmediato.
- Os reuniréis con vuestros
amigos enseguida. – informó aquel majestuoso elfo encapuchado, a los
montaraces.
- Un noble gesto el tuyo
capitán. – dijo Náldor.
- En los tiempos que corren
no podemos negarnos la ayuda entre los pueblos libres. Hay que dejar de lado
las indiferencias, cada día el mundo es más peligroso...
- Eso es cierto, ojalá
todos pensaran igual...
- Namarië. Un importante
cometido nos espera, transmitidle a los enanos mis formales disculpas.
- Aen Ilúvatar beriatha le.
– se despidió Ergoth como había oído hacerlo entre ellos.
Los siete caballos
empezaron a cabalgar hacia el sureste y se perdieron de inmediato entre los
árboles cantando con júbilo una cancioncilla de pregón.
¡Somos
elfos silvanos, señores de los arcos!
¡Dueños
de la destreza, de la agilidad suprema!
¡Sigilosos
como el viento, acechando te encomiendo
que
huyas sin descanso o en la noche te abatiremos!
¡No
pises nuestros bosques o muerte te daremos
a
no ser que seas, amigo de los elfos...!
Cuando ya se perdía
hasta el sonido de sus voces cinco elfos aparecieron para conducir a Sithel y
los dúnedains.
- Vamos, os llevaremos a un
pequeño cuartel situado al sur del bosque, desde allí podréis salir a la
llanura y seguir el cauce del río grande.
Los enanos estaban
muy molestos por el trato de los elfos y aguardaban expectantes las noticias de
sus amigos. Solo Sithel les llevó algo para acometer contra el hambre pero no
fue suficiente. El largo descanso les vino muy bien pero estaban con el corazón
en un puño, allí sentados con resignación todo el día ante aquel bosque
maldito.
Diez elfos se
abrieron paso rápidamente en dirección al pequeño campamento instalado en el
valle. Los enanos se levantaron bruscamente alzando las pocas hachas que les
quedaban pero enseguida Élonil les tranquilizó en lengua común.
- Tranquilos, tenemos orden
de dejaros pasar y conduciros con los demás.
- Ansiadas nuevas.
- Pero tenemos que privaros
del don de la vista. Solo con los ojos vendados podréis pasar...
Aquello causó nueva
resignación pero los más sensatos convencieron al resto y procedieron de
distinta gana. Tomaron la senda más rápida y segura, ningún elfo disfrutaba de
aquella compañía y el sentimiento era recíproco. Solo obedecieron por ser el
capitán Iswirn quien había dado la orden, si ésta la hubiese dado cualquier
otro capitán se abrían negado y sublevado, relevándole del mando. Pero Iswirn era
muy respetado y admirado y nadie jamás osaría a cuestionar sus decisiones y
deseos.
Los enanos avanzaban
a tientas, al verse privado de la vista sus demás sentidos se agudizaron en
cierto modo para apreciar el paraje. La fauna jugaba con el oído animosamente y
las hojas y mullida hierba hacía las delicias del tacto. A pesar de lo
agradable de aquel lugar, los enanos jamás llegarían admitir ni para sí mismos
que sintieron gratitud y aprecio pos pisar el bosque de los elfos, todos se
empeñaron en odiarlo y se comportaban con altas muestra de desagrado.
Los elfos hablaban
en voz baja en su lengua materna y no hicieron caso de las pesquisas de los
enanos como Câranden que estaba preocupado por el final de sus amigos.
Los cinco
elfos dirigieron a los montaraces a una pequeña explanada donde había otro gran
árbol con una escalera en espiral. En aquel lugar había un pequeño cuartel a
baja altura, colgando entre árboles bajos; no era un flet como el anterior,
este estaba cubierto y había una gran escalera que llegaba al suelo. Del techo
de aquella hermosa construcción emergía otra escalera de caracol que se perdía
entre las ramas y luces.
- Hermoso lugar... – se
fascinó Geko.
- Todos los rincones lo son
gracias a la Dama, ella protege estas tierras del mal. Esperemos que sea así
por muchos años... – suspiró un elfo.
- Sentaros en aquellas
raíces mientras bajo algo de comer para facilitar la espera.
Sithel y los
montaraces obedecieron. Tres elfos volvieron por donde llegaron a cumplir otros
asuntos mientras los otros dos restantes subieron a la casa del árbol. En un
lado del claro, unos árboles pequeños y retorcidos constituían casi a propósito
varios asientos alrededor de una piedra lisa.
- ¿Qué ha pasado en este
día que nos hemos perdido? – quiso saber Náldor.
- Hice una pequeña visita a
la compañía en la frontera, os terminé de curar a vosotros y me maravillé de
nuevo con el bosque mientras charlaba con viejos amigos... – respondió Sithel
feliz.
- ¿Y en lo referente a los
enanos?
- Yo tampoco conozco su
identidad... – dijo mirando la camilla – Los que vivían en Moria abandonaron su
hogar hace mucho tiempo... si entre sus pueblos tuviesen mejores relaciones y
formas de comunicación se habría podido evitar este baño de sangre...
- Entonces, ¿El por qué los
enanos de Moria se abalanzaron sobre Nimrodel era que buscaban refugio?
- Nadie sabrá jamás lo que
pasó allí abajo pero terminó por afectar a Nimrodel, apuesto a que todas esas
hordas provenían de Khazad-dûm.
- ¿Y la criatura que nos
atacó en el puente?
- No estoy seguro –
respondió a Ergoth – pero creo que esa criatura ha sido la culpable de que
Moria y Nimrodel hayan caído. Seguro que los trasgos la obedecen, los orcos
solo son el instrumento y él el artífice, aunque al final tuviese que actuar la
propia criatura. ¿Os acordáis del estado del arado? Estaba todo quemado y
despedazado, cadáveres calcinados... los enanos resistieron a los orcos y
trolls pero no al fuego.
- ¿Pero de dónde salió
semejante bestia?
- En el mundo hay muchos
males que quedaron sepultados en la tierra tras la batalla contra Morgoth, el
primer Señor Oscuro tenía un gran bestiario a su disposición...
- ¿Un dragón?
- No lo sé pero bajo el
puente había un abismo y la bestia tenía que estar volando a no ser que hubiese
alguna plataforma escondida. Y esa potencia de fuego...
- La mina es un lugar
pequeño para un dragón...
- No tiene por qué, que yo
tenga entendido Moria es un gran pozo y los dragones han conquistado muchas
mansiones enanas atraídos por sus tesoros...
- ¿Qué han hecho los elfos
con los cadáveres que vinieron arrastrados por la corriente?
- Creo que los
incineraron... pero no me hagas mucho caso, hay temas más espinosos y
preocupantes...
- ¿Cuáles? – inquirió Geko
picado por la curiosidad.
- Hay tensión entre los
elfos, algo pasa en nuestro mundo y pone en peligro a nuestra raza...
- ¿Volverás a
tu tierra? – la pregunta de Ergoth no le gustó al elfo.
- No.
Los dos elfos que
habían subido, interrumpieron la conversación. Trajeron ánforas de vino, pan
tostado, mermelada, fruta y algo de carne, una carne tierna y blanca que
devoraron con gusto. Cuando terminaron de comer, los elfos volvieron a irse,
esta vez acompañados de Sithel, para traer lo necesario para los enanos que
estaban a escasas yardas, según informó un explorador mediante silbidos. Los
elfos se podían comunicar entre ellos con agudos sonidos parecidos a los de
algunos animales, era una forma segura y eficaz de avisar y dar información.
Mientras tanto, los montaraces aprovecharon para asearse en una fuente cercana.
Los tres aguardaron
solos, casi en silencio, a que llegaran los elfos con los enanos ciegos que no
hicieron esperar mucho. Al rato aparecieron en el claro, llevándolos en fila.
Avanzaban con miedo y las palmas de las manos extendidas como si quisieran
evitar algún golpe. A una voz empezaron a desatar las vendas. Algunos subieron
a los árboles y otros tomaron asiento, vigilando con arco en mano. Los enanos
no tenían buena cara y peor aún era su aspecto. Sus ojos tardaron unos
instantes en acostumbrarse al grado de luz que entraba con fuerza. A Câranden
se le iluminó la cara al ver a los tres montaraces y corrió hacia su posición
para conocer las nuevas deseadas. Mortak lo siguió y los demás terminaron por
hacer lo mismo y en pocos instantes rodearon a los tres dúnedains que
permanecían sentados. Ninguno reparó en la camilla depositada al otro lado,
lugar donde dos elfos habían parado a charlar.
- ¡Ergoth! ¡Por Aüle!
¿Dónde están Gárneon y Thorand?
- Me temo que solo ha
sobrevivido uno...
Aquella noticia
causó gran conmoción, otra pérdida más se apuntaba a la larga lista, pero
también sintieron el regocijo de haber salvado a uno de ellos con tanto esfuerzo.
- ¿Quién no lo consiguió?
- No sabría decirte...
- ¡¿Cómo que no sabrías
decirme?! – se encolerizó Mortak.
- El veneno Telrunya tiene
una extraña recuperación, si se coge tarde su vida pende de un hilo. Allí
tenéis el cuerpo completamente tapado y con bolsas de agua caliente, necesita
el calor y cualquier cambio de éste por muy mínimo que sea podría complicar su
estado... – dijo señalando con el dedo la camilla echa de madera y piel, ancha
y con todas las mantas perfectamente dispuestas.
- ¿Me quieres decir que no
sabéis quién está allí tendido?
- Así es, hasta que él no
se levante por sí solo no lo sabremos…
- ¡Pero si esta
empaquetado! ¿Qué clase de cura puede ser esa?
- Eso no tiene nada que ver
con la cura, sino con la estación. Estamos en invierno y saldremos a campo
abierto, hará mucho frío y no es aconsejable. Su temperatura corporal ahora es
muy baja, hay que subirla con calor externo…
- ¿Cuánto tardará?
- Depende del cuerpo...
- ¿Cómo sabremos si aún
sigue vivo o muerto?
- El veneno se compone en
su totalidad de dos toxinas, una ataca el cerebro dejándolo en coma, congelando
primero todo el cuerpo y sus terminaciones nerviosas, y el segundo provoca el
fallo cardíaco una vez el sujeto está inconsciente. Los elfos han puesto
remedio a esta segunda toxina pero la primera es capaz de matar por sí sola. Si
la persona no sale del coma en una semana entrará en muerte cerebral. Tenemos
que esperar...
- ¿Una semana a partir de
cuándo?
- Del envenenamiento.
Haciendo cálculos... si en dos o tres días no despiertan tendremos un nuevo
entierro...
- Tristes noticias...
- Aún hay más... Los elfos
nos dijeron que los enanos de Moria dejaron la montaña hace algún tiempo y
partieron al norte. Dúndel se internó en Khazad-dûm y no se sabe nada de ellos
pero muchos cadáveres llegaron arrastrados por el Celebrant hasta el bosque...
- aquellas palabras fueron oídas con gran pesar por Thorbardin.
- Si en vez de cruzar el
Río por el puente de Celebrant lo hubiésemos hecho más al norte nos podríamos
haber topado con ellos y se habría evitado un baño de sangre. Cuando nosotros
partimos no llegaron noticias de Moria... aún...
- Ahora en el norte están
todos nuestros hermanos, fundaremos un nuevo reino en las montañas... – comentó
Mortak – Si en Nimrodel no hubiesen desconfiado de Moria ellos también habrían
huido...
- ¿Qué puede hacer a una
civilización enana huir como cobardes dejándolo todo? – se preguntaba
irónicamente, Câranden.
- Un enemigo implacable que
comandaba un ejército de orcos y trolls, apuesto que la criatura que nos atacó
en el puente... A veces la victoria es una huída a tiempo... – las palabras de
Náldor quedaron en el aire y todos permanecieron en silencio, intentando de
asimilar la información y haciendo conjeturas.
Los elfos volvieron
con un montón de cuencos e infusiones para curar las heridas y la comida que
pudieron reunir. Los enanos llegaron a darles las gracias y su ánimo subió un
poco, por lo menos todos estaban ya completamente curados y fuera de peligro.
Los remedios élficos eran buenísimos y en con las manos apropiadas podían
curarlo todo pues aún quedaba magia en aquella raza. Los montaraces informaron
de que todo aquello fue posible gracias al capitán Iswirn y les transmitió sus
disculpas que fueron recibidas de muy buen grado y lamentaron no haberle
conocido en persona. Antes de que cayera la noche estaban todos listos y
dispuestos para partir sin problemas, habían saciado todas sus necesidades. Los
enanos decidieron esperar las luces del día siguiente para emprender la marcha
pero la amabilidad y hospitalidad de los elfos tenía un límite y se negaron.
Así que les volvieron a vendar los ojos y los condujeron a las fronteras del
país para que pasasen allí, si tal era su deseo, la noche.
Eran altas horas de
la madrugada, poco distaba para el alba, cuando los elfos volvieron a destapar
los ojos de aquellos nueve supervivientes, ya curados y reconfortados. Sithel y
los montaraces portaban la camilla, agarrando las cuatro asas de ésta. Echaron
las últimas miradas a aquel maravilloso lugar en donde los árboles crecían
abrazándose unos a otros, formando caminos hacia el techo verde y amarillo que
producía los hermosos destellos a la luz de la luna.
Los exploradores
silvanos sintieron gran regocijo en terminar aquella tarea encomendada y tras
despedirse brevemente de Sithel, partieron de nuevo hacia Lórien.
Quedaron por tanto los trece en
aquel valle, donde silbaba el viento junto a los pequeños insectos. Al Oeste se
adivinaba el cauce del río grande, que atravesaba aquella tierra entre un
florecido cañón. Anduvieron un rato hasta encontrar un lugar cómodo alejado de
la línea de los árboles, ahora sin prisa ninguna, avanzando en una relajación
que se les hacía extraña. No tardaron mucho en asentarse en un pequeño desnivel
hacia el sur. Los fardos los llenaron en el bosque con lo suficiente para
llegar a Éstaleth y echaron mano de algunas de esas provisiones.
No se cruzaron
muchas palabras en lengua khuzdul, la lengua secreta de los enanos, aquella
noche. Todos estaban ensimismados en sus pensamientos y asimilando las nuevas
recibidas, corroídos por la incertidumbre y diabólica curiosidad sobre la
identidad del compañero postrado sobre las telas, que se debatía entre la vida
y la muerte no pudiendo interceder en esa lucha. Hicieron un gran fuego con
yesca y pedernal que tenía Geko, y se aproximaron todos alejándose del frío.
Los enanos tardaron en dormirse rápidamente quedando despiertos solo los
montaraces y Sithel, que harían las guardias hasta el completo amanecer, para
el cual quedaba poco.
- Rumbo a Éstaleth ahora
¿No? – preguntó Geko.
- Sí, allí se
dividirán nuestros caminos. Los enanos tras comprar ropas, armaduras y
provisiones partirán a las montañas. ¿Tú qué harás, Sithel? – se interesó
Náldor.
- No lo sé...
- ¿Volverás a
tu bosque?
- Es la
segunda vez que me lo preguntas… ¿Volveréis acaso vosotros al norte?
- No,
seguiremos en Gondor... – participó Ergoth.
- Es la misma situación… ¿Qué
pasa? ¿No podéis volver al norte o no queréis?
- No podemos... fuimos
considerados enemigos del norte y tuvimos que exiliarnos...
- ¿Por qué? – su tono de
voz perdió toda antipatía.
Se hizo un corto
silencio en el que los recuerdos y sentimientos afloraron.
- Todo empezó hará ocho
años, cuando Arnor aún existía como reino de los hombres...
- ¿Mil novecientos setenta
y cuatro? ¿La derrota de Fornost?
- Cuando el Rey Brujo de
Angmar tomó la ciudad, todos nosotros huimos a las montañas y a Eriador. –
empezó a narrar Ergoth – El enemigo se estableció contento por sus victorias en
Fornost, pero aún quedaba poder en mi pueblo. Aún teníamos un ejército fuerte,
aunque oculto y dispersado. En la primavera del año siguiente naufragó en la
bahía de Forochel la nave que devolvía al sur a Arvedui, nuestro último rey,
aunque formalmente solo de Arthedain. Con él se perdieron dos tesoros del reino
de gran importancia, las palantiri de Amon Sûl y de Annúminas. Con lo cual, en
esa misma primavera se planeó un ataque sobre la capital para retomarla y
expulsar al enemigo fuera de Arthedain. Eärnur llegó con un ejército de Gondor
y tropas élficas comandadas por Círdan y Glorfindel que se unieron al ejército
de Arthedain, desembarcando en Lindon, donde también había tropas establecidas.
Tras la feroz batalla, los ejércitos del Rey Brujo huyeron de nuestras tierras
siendo perseguidos hasta las Landas de Etten. Hubo algunos nobles que
ofrecieron a Aranarth, hijo mayor del rey Arvedui, el cetro del norte...
- Yo estuve presente en esa
ofrenda... – interrumpió Náldor – “Ahora que el enemigo de Angmar ha sido
derrotado, vos podréis reinar de nuevo sobre todo el norte. Aceptad el cetro de
Annúminas y nosotros reconstruiremos el reino para vos.” Fueron sus
palabras...
- Pero Aranarth consultó su
decisión con Elrond quien aconsejó que el reino del norte pasara a las sombras,
pues “si el poder de Arnor se alza de nuevo, Angmar volverá a atacarlo con
más fuerza, pues su Señor no es un simple capitán de orcos, sino el mayor
servidor de Sauron, el enemigo del Oeste. Su voluntad, férrea como el destino,
está tras los ejércitos de Angmar, y, si se lo permitimos, su odio contra
nuestro pueblo os destruirá, no solo a vos, sino a todo el linaje de Elendil, hasta
que nadie sobre la tierra pueda reclamar el señorío de los Númenóreanos.
Escuchad mi consejo, y tal vez aun quede una esperanza. Ocultaros en las
sombras, ayudaros de ellas para esconder los restos de los Dúnedain, y mientras
vuestra casa sobreviva, brillará una esperanza para los Dúnedain” Aranarth
entregó a su custodia el cetro de Annúminas y la Elendilmir, símbolos de la realeza en el norte, pero guardo para sí y para su descendencia el
anillo de Barahir, para que nunca olvidasen su origen y llegara un futuro
resurgir.
- Por lo tanto se creó el
cuerpo de los Montaraces, con el único fin de defender el reino del norte, tal
y como eran sus fronteras de antaño, desde el Bruinen al Lhûn, desde el
Belegaer a los páramos del norte, y desde las Ered Luin a las Hithaeglir.– tomó
la palabra Geko – Siendo Aranarth nuestro primer capitán.
- Pero no todos aceptaron
la idea de ocultarse y permanecer en la sombra, recorriendo las tierras para
protegerlas, dejando atrás la imagen de esplendor de los reyes de antaño para
tomar la de vagabundos de tierras baldías. La idea de los montaraces era vivir
ocultos, combatiendo la sombra sin atraerla, para poder, llegada la hora, salir
una vez más a la luz del brillante día...
- Déjate de ideales,
Ergoth. Te estás desviando del tema... – volvió a interrumpir Geko – Athân, un
noble que no quiso adaptarse a esa nueva forma de vida, reunió a todos sus
súbditos, a él se les unieron otros nobles, y congregaron un importante número
de dúnedains para habitar en las quebradas del norte, más al norte que Fornost,
en una poderosa fortaleza, la única intacta, aunque mucho más pequeña que
nuestra capital. Tenía un amplio plano cuadrado con las esquinas curvadas, con
numerosas torres entre las que la mampostería de la muralla iba tornándose. La
puerta se alzaba entre dos gruesos torreones que sobresalían del muro y estando
la puerta por detrás de la línea defensiva. Entre estos dos torreones había un
puente comunicante en lo alto, para apuntalar la defensa del emplazamiento y que
le daba a la par un hermoso detalle. La ciudad estaba respaldada por las
montañas y poesía dos niveles divididos por los altos muros grises, el segundo
sin almenas. Arriba se alzaba una alargada y achatada ciudadela a la que se
accedía por tres grandísimas escaleras y puertas presididas por un cuello de
botella...
- Yo entonces no conocía a
estos dos bribones – rió retomando la palabra Ergoth – fue allí cuando tuvimos
contacto pues los tres no teníamos extrema ilusión por convertirnos en
montaraces. Yo llegué a la ciudad con Neith, una compañera de infancia, juntos
superamos la pérdida de nuestros respectivos padres y nos ayudamos el uno al
otro a lo largo de los años... Me pregunto qué habrá sido de ella...
- Queríamos seguir viviendo
como siempre y solo allí podíamos hacerlo sin abandonar el reino. – continuó
Geko ya que su amigo se quedó hendido en la incertidumbre al recordar a aquella
persona a la que tenía tanto afecto – Nuestro número rondaba los tres mil
habitantes, reparamos los estragos de la guerra, sembramos las tierras y
reparamos algunas estructuras y restablecimos el orden en nuestras vidas.
Aranarth no tardó mucho en ir hacia Ernost, pues así se llamaba aquella
fortaleza, para pedirnos que desistiéramos, que estábamos demasiado cerca de
Angmar y podríamos provocar una nueva masacre si crecíamos en poder. Pero Athân
y los demás hicieron caso omiso. Incluso llegaron a burlarse diciendo que ellos
protegerían la frontera norte del enemigo que había huido de esas tierras, que
no se preocupasen por ellos, “Podréis dormid tranquilos” dijo. Aranarth
nos llamó entonces enemigos de la paz y del pueblo de Arnor y que tendríamos
nuestro justo castigo y no intentásemos volver a formar parte del pueblo de los
dúnedains...
- Y no se equivocaba... –
se lamentó Náldor – Vivimos en paz más de dos años, en ese tiempo algunos más
se unieron a nosotros al comprobar que no había peligro y llegamos a formar un
buen ejército. Aranarth nos avisó, si crecíamos demasiado nos atacarían. Los
nobles lo tomaron a broma pero encargaron la fabricación de armamento y
armaduras, defensas en las murallas y amaestraron a grandes caballos de guerra.
Nuestro ejército final constaba de mil solados de infantería, setecientos
arqueros, otros setecientos de caballería y trescientos lanceros con robustos
escudos.
- Esos números nos
infundían tranquilidad y confianza, todos pensaban que haríamos a Aranarth
tragarse sus propias palabras. Pero fueron las suyas las que se nos
indigestaron a nosotros... – se apenó Geko – Otoño de mil novecientos setenta y
ocho, seis de Octubre... la noche ya cerrada, una de las más oscuras que
recuerdo... Yo pertenecía a la caballería y patrullábamos la llanura. Al
anochecer atisbamos un mar de fuego bajar desde el norte, al acercarnos vimos
contingentes de orcos, eran unos cuatro mil y avanzaban con gran estruendo.
Volvimos al galope a la ciudad a dar la alarma, el ejército tenía que estar
armado y listo antes de que llegaran...
- Yo estaba en la muralla
haciendo guardia cuando me despertaron los sonidos de las campanas. – siguió
Ergoth riendo tímidamente – Varios caballos cruzaban al galope por la puerta y
en la ciudad empezó a cundir el caos. En el horizonte aparecieron entonces las
luces de la tormenta que se avecinaba. Portaban cientos de antorchas y estaban
dispersadas en una anchura similar al del plano de la ciudad. Las puertas se
cerraron y enseguida empezaron a subir los arqueros, los primeros en armarse,
junto a las guarniciones de los dos lanza-piedras y tres lanza-virotes de la
muralla baja.
- En las armerías reinaba
el caos, todos los soldados buscaban sus armas y armaduras precipitadamente y
soñolientos. – retomó el relato Náldor – Nos enfundamos las cotas de mallas,
nos abrochamos los brazaletes y grebas, nos ajustamos las corazas y salimos
corriendo con el yelmo en la mano y las armas en el cinto. Salimos al patio y
colocamos varias barricadas por si los orcos conseguían superar nuestras
defensas. Las puertas fueron cerradas a cal y canto y reforzadas, la infantería
formó llenando la plaza central y la gran avenida transversal. Para las
barricadas usamos las mesas del mercado que se extendía por toda la muralla a
ambos lados de la plaza. Las mujeres, ancianos y niños fueron despertados y
conducidos a la ciudadela...
- En esa labor participamos
nosotros para hacer tiempo mientras sacaban a los caballos de las cuadras y los
demás se armaban. Los capitanes ya impartían las órdenes y dirigían a sus
hombres, las nuestras eran aguardar a pie de la escalera del nivel superior
para cargar si se torcían las cosas. Desde donde nos encontrábamos, ya
colocados en nuestro lugar correspondiente, a pie del cuello de botella, se
veía todo el campo donde se produciría la batalla...
- La peor visión la
teníamos nosotros... Los orcos se pararon fuera del alcance de las piedras,
escuchando sin duda la arenga y órdenes del que sería su caudillo, y ese no
podía ser otro que el Rey Brujo... A la muralla subieron muchos soldados de a
pie por si los orcos traían escalas, y formaron detrás de los arqueros. Aunque
debido a la estrechez entre las almenas era muy difícil tomarlas de ese modo,
aparte de que la ventajosa posición adelantada de las torres era propicia para
castigar a todo aquel que subiera por ellas. Cada sección, limitada por los
cubos, tenía puertas de hierro para su aislamiento y para descender a la plaza
había que hacerlo pos las torres. En éstas había estrechas escaleras de caracol
difíciles de subir con armadura, menos aún a la carrera, y abajo más compuertas
por lo que era poco aconsejable entrar por ahí. Las guarniciones ponían apunto
las defensas, los tres lanza-virotes estaban cercanos a la puerta: uno en el
puente y dos en torreones cercanos, a ambos costados. Los dos lanza piedras
yacían en los cubos más altos, en las esquinas de la ciudad, éstos fueron
girados y dirigidos hacia las huestes orcas que permanecían inmóviles en la
llanura. Colocaron grandes piedras y tensaron los virotes al igual que los
arqueros colocaban las flechas en la madera de sus arcos.
- En el patio estaba todo
dispuesto, los lanceros formaron tras la puerta y la infantería, en varias
líneas, aguardábamos acontecimientos. Los de la muralla nos informaban de lo
que acontecía fuera y todos apretábamos con ansia los mangos de nuestras
espadas...
- Nosotros estábamos ya
subidos a nuestros caballos divididos en tres grupos, uno por cada escalera. En
la ciudadela había bastante movimiento, las mujeres estaban nerviosas y
consolaban a los niños. Las voces de abajo nos contaban lo que se veía desde el
muro, era una cadena de información. En poco tiempo todos sabíamos que su
número era de cuatro mil o cinco mil enemigos. Aquellas estúpidas criaturas se
estrellarían sin duda contra nuestras murallas, pero no las penetrarían
fácilmente, podríamos sobrevivir. En el caso de que lograsen entrar ya
estaríamos en igualdad numérica, con suerte, había esperanza...
- El viento arrastraba las
grotescas palabras que gritaban los orcos a la vez que agitaban las antorchas y
armas. “Gurz” decían junto al estruendo metálico que anegó la noche.
Acto seguido las luces fueron apagadas y una horrible y atronadora voz se hizo
escuchar en todos los sitios: “¡Tuls Uruks!... ¡Egur!... ¡Gash!...
¡Drep!”
- Algunos soldados dijeron
reconocer aquella misma voz en la caída de Fornost – interrumpió brevemente
Náldor – Esa poderosa voz no era de otro que del mayor enemigo de los hombres
ahora que Sauron no existía...
- Los orcos corrieron hacia
nuestra muralla velozmente. Al principio solo era una masa negra, pero poco a
poco fue adquiriendo forma hasta diferenciarse lanzas, escudos y hachas, que
eran portadas por innumerables sombras. Alcanzaron la barbacana, el muro de
poca altura que impedía hacer pasar armas y torres de asedio. Saltaron la
estructura y cayeron al foso que había detrás. “Aplastad a esas carroñas”
gritaron en la muralla y las piedras alzaron el vuelo. Los arqueros tensaron y
apuntaron al cielo, esperando a que estuvieran a la distancia necesaria para
acabar con aquellas repugnantes criaturas. Las piedras cayeron silenciando
muchos gritos, gracias al desnivel rodaron, acabando con muchos más en la cava.
Cuando los orcos dieron algunos pasos más los lanza-virotes abrieron fuego
cayendo en las primeras filas atravesándolas violentamente. Los arqueros estaban
deseosos por disparar pero aún estaban un poco lejos, los lanza-piedras ya
cargados volvieron a soltar su mortal carga sepultando a dos docenas. Los
virotes volvieron a surcar el cielo y terminaron con todo a su paso. Por fin la
ansiada orden llegó: “¡Arqueros disparad!”
- La información cesó y ya
no sabíamos que ocurría. Teníamos el corazón encogido y no podíamos abandonar
la posición para subir a la muralla. Mientras, veíamos a nuestros hermanos
entablar fuego, llenando el cielo de flechas...
- Nosotros esbozábamos
leves sonrisas al ver desde la ciudadela, a los orcos arrollados por las
piedras y curtidos por los virotes...
Sithel escuchaba el
relato de la batalla con la admiración de un niño pequeño. Habían conseguido
ganarse su atención y guardaba sepulcral silencio.
- Las flechas acabaron con
casi un centenar. Algunas compartieron blanco, otras fueron detenidas por los
escudos o cayeron a tierra. Al rato, otros setecientos proyectiles volvieron a
silbar, las descargas se sucedieron rápidamente y ocasionaban más muertes
conforme los orcos se acercaban a la muralla. Sus armaduras no eran
extremadamente fuertes, no portaban pesadas corazas de hierro, parecían
preferir lo liviano. Con las filas desechas alcanzaron finalmente el muro. Los lanza-virotes
siguieron causando verdaderos estragos pero los lanza-piedras solo pudieron
abrir fuego una vez más contra las últimas filas, se pasaba ya de alcance. El
ejército abrazó la ciudad, extendiéndose, y formaron un techo de escudos que
detenían casi todas las flechas, “¡Alto el fuego! ordenaron. Las
guarniciones de las catapultas cogieron las piedras sobrantes y las volcaron a
través de la muralla con la ayuda de muchos arqueros, aplastando y derruyendo
aquel mar de madera y hierro que acababa de levantarse. Algunas órdenes orcas
se alzaron locuazmente desde abajo: “¡Bal! ¡Bogs gash! ¡Grafa!” Los orcos
abrieron entonces por momentos los escudos y escupieron sus negras flechas
saldándose sus primeras bajas. Nos pusimos a cubierto, no podíamos hacer nada,
nuestros arqueros no lograban acertar a ninguno y ellos sí a nosotros. Los
únicos que seguían luchando eran las guarniciones de los lanza-virotes, todo se
derrumbaba bajo los poderosos disparos de aquellas defensas, pero la munición
de ésta no duraría eternamente. Estos artilleros sufrieron bastantes bajas pero
fueron reemplazados con los hombres de los lanza-piedras, una vez terminaron de
arrojar todas las rocas por las almenas. Habíamos causado multitud de muertes
pero ahora el combate estaba en punto muerto...
- En el
patio reinaba la incertidumbre. En la muralla nuestros hermanos estaban
agazapados mientras veíamos flechas silbar, algunas nos cayeron a nosotros pero
fueron detenidas por los escudos o esquivadas. Nos llegaron las nuevas del desarrollo
del combate, los orcos estaban escondidos bajo sus enormes escudos y no
parecían hacer nada. Tampoco golpearon las puertas, no parecían traer arietes
ni tampoco escalas, ¿Qué plan descabellado podían tener en mente? Algunos
dijeron abrir las puertas y arrasar con ellos pero aquellas sugerencias fueron
desatendidas y decidieron aguardar...
- ¿Qué
estaba pasando? A nosotros no nos llegaron más nuevas y ya no veíamos a los
orcos, al estar ellos tras las murallas. Era una desconcertante visión la de
nuestro ejército y empezamos a irritarnos, queríamos entablar combate pero
nuestro capitán era prudente y nos convenció para quedarnos quietos, éramos la
última defensa de la ciudad, no podíamos desatender nuestra obligación. Yo
estaba en la escalera de la izquierda, en la del centro permanecían los nobles
con Athân a la cabeza que se removía inquieto en su montura. No quiero
imaginarme el remordimiento que debería estar sintiendo pues era hombre de bien
al fin y al cabo.
- Los
más certeros se aventuraban a disparar sus flechas por los pequeños huecos que
descuidaban los escudos. Muchos arqueros, lograron disparar sin exponerse al
fuego enemigo por los desagües de la muralla, pero algunos orcos tenían buena
puntería y nos alcanzaron también a nosotros. Poco a poco nuestros enemigos
seguían pereciendo pero si uno caía inmediatamente otro ocupaba su lugar y
restituía el agujero dejado por su compañero en el mar de protección. Bajo
aquel defensivo techo se podía apreciar que empezaba a haber mucho movimiento.
Algunas cosas que no sabría describir o calificar, especie de maquinas con
muchos palos y cabeza de metal, se atisbaban fugazmente; artes orcas que
parecían no usar, de momento. Algo había cruzado la barbacana ¿El qué sería o
para qué se utilizaría? No pudimos concretar, sus disparos nos hacían desistir
de asomarnos por el parapeto. Todo era nervios e incertidumbre, quizás era una
nueva táctica para obligarnos a salir a por ellos, deberían tener tendida una
feroz trampa, a lo mejor ese era el fin de aquellas herramientas... Los
disparos a través de los desagües desistieron, y solo se utilizaron
esporádicamente para mirar al exterior, aunque eso supuso el fin de la visión
para algunos... Las voces orcas seguían alzándose, algunos eran simples gritos
de furia, otros serían los capitanes orcos que dirigían a sus tropas: “¡Kuga!”
“¡Grafa!” “¡Skrigz!” “¡Uruks grafa!”
- Tanta
tensión y desconcierto nos desquiciaba. – recordaba Náldor con resignación – No
ocurría nada, el enemigo estaba a nuestras puertas pero ya no había intercambio
de disparos. Todos los virotes fueron escupidos con fuerza y con muchas dianas
en su haber, pero aquella munición llegó a su fin, algunos fueron a buscar a la
armería y al almacén. Las flechas cesaron de silbar ya que no encontraban
ningún blanco. El silencio que guardábamos todos nosotros fue roto por más de
tres mil gargantas que empezaron a cantar canciones que no podíamos entender,
palabras en su lengua negra que se alzaban sobre el estruendoso ruido metálico,
parecían estar llenos de moral que seguía subiendo...
- Hacia
la ciudadela llegaba el eco de aquellos cánticos, lo que más notábamos nosotros
era la percusión que producían sus pisadas...
- El
suelo de escudos, con multitud de flechas clavadas que aparentaban hermosas
flores dado el colorido de los penachos, parecía bailar con aquella música de
guerra que se prolongó largamente... No sé cuanto tiempo permanecimos así, pero
gran parte de la noche se esfumó, no debería quedar mucho para el alba. La
mayoría de nosotros en la muralla permanecimos sentados, con la esperanza de
que las cosas cambiaran, hasta entonces...
- En el
patio la imagen era la misma, sin desatender las armas ni las posiciones
descansamos, nos sentamos hasta que los arqueros del muro nos diesen las nuevas
sobre importantes acontecimientos. Los capitanes y generales subieron a la
muralla para trazar estratagemas…
- En la
ciudadela el ambiente no era muy desigual, los caballos se revolvían inquietos
y les dimos algunos paseos para que se calmasen, perdiendo la formación del
grupo. El pueblo se asomaba a los muros inquieto y apesadumbrado...
- Una
situación un tanto... patética, inusual por no decir extravagante... – se
aventuró a cortar el relato Sithel.
- Así
es, un siniestro asedio como describió mi capitán que estaba en una torre...
- Y en
los asedios toca esperar... – respondió Náldor.
- En la
ciudadela Athân mantenía una acalorada conversación con los demás nobles pero
no llegaba a oírla debido al estruendo...
- Los
asedios se hacen muy largos, más ese tan extraño y más aún cuando tenemos la
orden de no movernos... No sabría describir la sensación de desesperación que
teníamos pero solo podíamos esperar, no íbamos a abrirles las puertas a
nuestros enemigos, por lo menos no hasta la salida del sol. Podíamos aguantar
meses de asedio, nuestras reservas estaban llenas para el invierno y teníamos
varios pozos para el suministro de agua.
- La
gran baza que teníamos que explotar era el amanecer. – dijo Geko – Los orcos
temen la luz del día y si no huyen al cobijo de la sombra, los derrotaríamos
con más facilidad. Por mucho que su caudillo fuese el mismísimo Rey Brujo, esas
criaturas no soportan ver al astro brillar, así que el asedio no duraría más de
una noche, al menos no con un ejército compuesto solo por orcos.
- Yo me
asomé por la abertura del desagüe y todo permanecía igual, multitud de escudos
perfectamente ensamblados que botaban bajo las estrellas y nuestras miradas
recelosas. Los capitanes se movían inquietos en las torres, donde contemplaban
a la hueste enemigas por las aspilleras. Yo miraba
sorprendido la imagen del patio donde casi todos permanecían sentados,
desempeñando distintas labores, aquello no parecía una batalla, por lo menos no
una seria... – bromeó – En los muros del segundo nivel todo el pueblo despierto
estaba asomado y los perros empezaron a ladrar estrepitosamente.
- Los
animales se pusieron muy nerviosos y pronto se volvieron a contagiar nuestros
caballos... ¿Qué ocurría? No estábamos siendo conscientes de nada, todo aquello
parecía una cruel pesadilla...
- Otra
cosa que también nos desconcertó a todos los que aguardábamos en lo alto de la
mampostería, fue la colocación de nuestro enemigo. Solo ocupaban el muro norte,
donde nuestras fuerzas estaban concentradas. Lo más lógico habría sido
dividirnos a lo largo de la extensa muralla para dispersarnos, y si era el
astuto Rey Brujo el que comandaba al ejército... algo malvado debería estar
pasando, algo de lo que no nos dábamos cuenta... Siete filas de escudos a lo
largo de toda la cara de la ciudad aguardaban con el fin de ejecutar un extraño
plan que no llegábamos a entender o imaginar...
-
¿Cuánto quedaba para el amanecer? Esa era la hora que esperábamos para acabar
con aquella batalla, a la salida del sol abriríamos las puertas y con su ayuda
acabaríamos con todos... Pero era una espera atípica. Los orcos, pese a estar
ante nuestras puertas, no nos ocasionaban ningún problema para llegar hasta el
nuevo día, su fin... – Náldor aún recordaba aquellos momentos con gran
desconcierto – mucho tiempo aguardamos en aquella situación, mucho...
demasiado...
- Del
almacén llegaron algunas municiones para los lanza-virotes, estos volvieron a
cantar con su particular sonido, disparando proyectiles improvisados con
lanzas... De los almacenes de las torres sacamos barriles y sacos para
arrojarlos por la muralla e intentar abrir un boquete en el techo de los
escudos el tiempo suficiente para disparar flechas y matar a algunas criaturas
aunque no conseguimos mucho con esa estrategia. Los arqueros orcos nos hicieron
desistir, y eso que la mayoría de sus dardos se estrellaban en las almenas. Era
una batalla lenta, estamos liberados de la tensión del combate y a la vez
derrotados por el peso de la situación, no era miedo lo que sentíamos sino
impaciente desesperación...
Los
tres montaraces guardaron silencio y afirmaban con la cabeza el recuerdo de
aquellos hechos que Ergoth relataba. Ninguno estaba seguro de lo que aconteció
después pues fue muy larga la espera, más aún en aquella situación en el que el
tiempo parece detenerse para aumentar la desesperación.
- ¿Os
conocíais entonces vosotros tres? – preguntó Sithel con el fin de que siguiera
el relato.
- Náldor
y yo habíamos cruzado algunas palabras pues ambos pertenecíamos a la
infantería, en el mismo batallón, a pesar de que dadas las circunstancias de
aquella noche no compartíamos posición.
- Bueno
Geko era famoso en la ciudad entera – río el dúnedain que jugueteaba con una de
sus coletas – Se contaban historias y actos temerarios y locos de un joven
guerrero de la caballería. Eso le llevó a alcanzar cierta fama...
- Pobre
caballo el suyo, el primero de ellos, antes de Numbar...
- ¿Qué
le ocurrió?
- Lo
dejó cojo, de las cuatro patas... – recordó Ergoth ante la mueca de inocencia
de su amigo.
-
Perseguid a bandidos al galope tendido por las angostas quebradas no es muy
recomendable...
- Pero
les atrapé. – se defendió – Además el caballo ya estaba viejo...
- Estuvo
varios meses sin montura, creo que lo dejaron fuera de servicio por un
tiempo... – Geko no quiso responder, se hizo el sordo ante la pregunta
indirecta de su amigo – Luego montó a Numbar, un pequeño corcel que era vástago
de su accidentado primer caballo...
- Por
fin llegó el momento de la verdad... la noche ya llegaba a su fin y los orcos
lo sabían, así que aprovecharon los últimos momentos de oscuridad para llevar a
cabo el tan retrasado ataque que comenzó nada más caer el sol... toda una noche
esperando... Ni los cánticos ni la percusión metálica habían cesado en toda la
noche. Lo que sí lo hizo nuevamente fueron los lanza-virotes, ya habían
escupido su carga en unas rápidas cadencias de disparos. “Ghash”
gritaron de nuevo los capitanes enemigos y el cielo se llenó de estrellas
fugaces...
-
Decenas, centenares de flechas ardiendo saltaron la muralla y nos pasaron de
largo por muy poco – continuó Náldor – precipitándose en las casas y edificios
del núcleo urbano. Los tejados de madera, y los de paja en las construcciones
más pobres, no tardaron en arder. Salva tras salva, los proyectiles ardientes
fueron cayendo y muchos solados acudieron a apagar el incendio. Todos en el
patio nos pusimos de pie de un salto, cundió el caos, nuestros capitanes
ordenaban permanecer en la posición, era una artimaña pensaban... pero muchos
corrieron a sofocar las llamas de sus hogares y la mitad cayeron bajo las
nuevas flechas que estaban siendo disparadas...
- Las
primeras columnas de humo se alzaron, y en pocos segundos varios incendios se
repartieron por todo el nivel. Entre el pueblo floreció la histeria y muchos
quisieron descender para ayudar, colapsando las puertas y el cuello de botella
donde aguardábamos nosotros. Se formó un auténtico tapón humano y ni fiera ni
animal podíamos hacer nada. Las mujeres no atendían de consejos y los perros
seguían ladrando. La desesperación creció y nos atrapó en la confusión. Y
entonces se alzaron gritos, pero no de rabia sino de dolor, de muerte... los perros
fueron callados entre ensordecedores aullidos al igual que los llantos de los
bebés. Las madres desconsoladas pedían ayuda pero sin mejor suerte... los orcos
estaban en la ciudadela. Me abrí pasó entre la multitud arroyando y aplastando
a algunos para salir de aquel barullo. Algunos me siguieron y enseguida
cruzamos las puertas al galope, donde se nos unieron algunos jinetes, de las
otros dos puertas y los que paseaban a sus monturas. Formamos un pequeño
contingente y nos dirigimos hacia el fondo de la ciudad, guiados por el oído.
Pronto vimos a los orcos, descendían por la montaña con armadura ligera, la
muralla natural nos había fallado. Muchos corrían por la ciudadela ya, salían y
entraban de las estancias quemando y masacrando todo cuanto pillaban. Algunas
casas se consumían vivamente por el fuego, el humo y el calor asustaron a los
caballos que se encabritaron, pero logramos controlarlos. Ante nosotros, en una
calle ancha, formaron un centenar que nos desafiaron con las armas. Escupieron
sus negros proyectiles para frenar nuestra carga ya comenzada. Pese a que
algunos murieron o resultaron heridos, ninguno cayó del caballo pues todos
apretábamos con furia las riendas después de tanto tiempo aguardando. Entonces
los orcos abrieron fuego contra los caballos derribando a cinco de ellos ante
mis narices. Numbar era ágil y esquivó los desgraciados cadáveres de un veloz
salto y desenfundé a Nándgarot que brilló ante las llamas. No éramos más de
treinta jinetes los que embestimos contra aquella tropa mientras veíamos a
algunos que seguían descendiendo, por la rocosa pared vertical. Los orcos
habían formado seis líneas, abarcando toda la calzada, ahora en penumbra por la
humareda. Nosotros sin formación alguna embestimos con todo, atravesando al
contingente entero, habiendo segado varias vidas en el camino. La calle era muy
larga y llevábamos la suficiente fuerza para pasar al otro lado, los orcos sin
armaduras rebotaban con pasmosa facilidad al paso de los corceles. Llegamos a
pie de la montaña donde exterminamos a algunos que acababan de bajar y dimos la
vuelta para embestir nuevamente a la tropa de orcos que no se movió de donde
estaba, únicamente giraron sus armas. Los caballos cuyos jinetes habían muerto
desaparecieron entre las callejuelas y solo una veintena continuó con el
ataque... Los arqueros volvieron a abrir fuego contra nosotros acabando con la
mitad de nosotros mientras comenzábamos la galopada de vuelta. Volvimos a
cargar, con un amplio giro decapité a dos orcos antes de que pudiesen
devolverme el ataque, luego lancé una estocada al otro lado acabando con otro
más. En aquella cometida dos caballos cayeron segados por las patas, sus pobres
jinetes cayeron de bruces y fueron, aniquilados enseguida. Una decena de
caballeros conseguimos salir indemnes de la segunda carga con la que
atravesamos nuevamente a la totalidad de la tropa. Nos dispararon nuevas
flechas por retaguardia pero gracias al leve humo de los incendios cercanos
herraron los tiros menos uno. Ahora quedaban seis decenas de orcos, para nueve
de nosotros... aquellas criaturas rieron abiertamente al vernos parados,
titubeando, esperaban otra nueva carga pero al final, la risa se la devolvimos
nosotros cuando nuestros refuerzos cargaron por los flancos aniquilándolos
completamente. Toda la caballería limpiaba las calles de aquellas criaturas y
el pueblo apagó los incendios devolviendo la normalidad a la ciudadela aunque
el verdadero combate había comenzado ya en la plaza...
- Todos
los que estábamos en el patio mirábamos hacia las casas llameantes. En la
ciudadela también se alzaban las llamas y los caballos galopaban con
estridentes relinchos. Fue por ello que una nueva descarga de flechas nos pilló
por sorpresa, ésta estaba dirigida contra la plaza y nos alcanzó de lleno,
produciendo muchas bajas...
-
Entonces el ruido cesó, los cánticos callaron y todo fue silencio, – siguió
Ergoth – el mar de escudos había dejado de botar hacía bastante tiempo, al
inicio de las descargas de sus arqueros, y todo el ejército quedó mudo de
asombro ante la nueva situación. El rugido de las llamas y las cabalgatas de
los caballos en la ciudadela era lo único que acompañaba el latido sobresaltado
de nuestros corazones...
- Y el
fatídico momento llegó, la ejecución del oculto plan llegó al punto cumbre y el
suelo cedió. Ante nuestro asombro nuestros pies se hundieron en la sombra y
muchos quedaron sepultados. Varios socavones, grandes y dispersos aparecieron a
lo largo de toda la muralla y plaza. La oscuridad de aquellos agujeros terminó
con los gritos de miedo de los soldados. Los arqueros de la muralla, alertados
por el ruido que se produjo, volvieron la vista a la plaza y abrieron fuego
contra los socavones. Algunos chillidos se oyeron bajo el suelo pero los orcos
acabaron saliendo en manadas. Pronto pasó el terror y al ver por fin los ojos
de nuestros enemigos se alzó la ira y nos abalanzamos contra ellos. Tanta
tensión acumulada y ganas se reflejaron violentamente en la batalla. Por
entonces mi hacha estaba nueva, sin estrenar, y penetraba con gran facilidad.
El combate estaba trabado en la plaza por lo que los arqueros siguieron
disparando a los agujeros con gran fortuna.
- Toda
la infantería que había aguardado en el muro corrió hacia las escaleras que
daban a la calle, estábamos deseosos de entrar en combate. Pero cuando pusimos
el pie en la plaza los orcos se daban en retirada. En ese preciso instante la
caballería asomaba por las tres puertas de la ciudadela, acababan de ejecutar
una refriega en la zona superior y descendieron por las escaleras para
continuar con la lucha. Nuestros enemigos habían excavado durante toda la noche
aquella blanda tierra para llegar a una masacre, no tuvieron oportunidad... –
se regocijó con sus palabras.
- El
contingente que descendió por las quebradas tenía como fin masacrar al pueblo
indefenso y tenernos ocupado mientras se realizaba el ataque. Pero creo que
subestimaron nuestra destreza... – rió – Con gran júbilo Athân ordenó abrir las
puertas, la orden la daba mientras bajaba galopando de la ciudad, su idea y
deseo era masacrar a los retales dados en retirada. En la plaza nos hicieron
pasillo con vítores y alabanzas, los tres grupos de caballos nos juntamos bajo
el enorme arco de la puerta y salíamos juntos al exterior, tres afluentes de
odio se fundieron en un río de venganza. Estábamos a campo abierto, nuestra
especialidad. Los escudos estaban sujetos a gran altura por unos palos que
debieron traer adheridos a éste, les concedía una altura suficiente como para
trabajar bajo ella; era como una gran lona metálica que ocultaban las
excavaciones. Bajo ella, había montones de herramientas y extrañas máquinas
velaban montones de tierras desalojadas y desperdigadas por todo el suelo.
Nuestras presas salían de sus escondites, de sus madrigueras, volcando los
techos metálicos en su huída. A los rezagados los cogieron en aquella posición,
junto a los arqueros que habían abierto fuego con las flechas ardientes, al
inicio del ataque. Yo partía junto a los nobles y capitanes hacia el grueso del
batallón que nos sacaba unas yardas. La noche ya clareaba para desgracia de los
orcos que no se podían ocultar en las sombras de los árboles o arbustos
existentes en la llanura...
- En la
ciudad reinaba la alegría. Todos los fuegos fueron apagados, retiramos a
nuestros caídos, pocos en comparación con los de nuestro enemigo. Los despojos
de éstos los apilamos en varias pilas y los curiosos se asomaron a la muralla
para vez la caza.
- A
cierta distancia de la barbacana nos empotramos mortalmente contra los
desertores del ejército invasor. No opusieron mucha resistencia, estaban
extenuados por la carrera y con gran facilidad y felicidad les dimos descanso,
un eterno descanso. Partimos literalmente su irregular formación a pesar de
estar en inferioridad numérica, muchos de los nuestros se habían quedado en el
camino entretenidos por sus víctimas. Los orcos que iban en cabeza descendieron
a la cava y saltaron al amparo de la barbacana que taba sumido en una pequeña
niebla. Tras dar muerte a los que nos rodeaban, rompimos nuevamente al galope
llenos de confianza y ánimos. El desnivel del foso nos dio velocidad suficiente
para afrontar el pequeño obstáculo con mayor garantía, los caballos saltaron
sin problemas la barbacana pero ocurrió algo que no esperábamos...
Geko
calló y sus compañeros esperaron a que prosiguiera pero no le metieron prisa.
El joven montaraz tomó aire, tragó saliva y perdió la vista en el horizonte. Le
costaba recordar esos momentos y Sithel aguardaba exhausto el final del relato
que le mantenía absorto. Había disfrutado pero de pronto recordó que fueron
aquellos sucesos los que hicieron que sus tres nuevos amigos, dejaran su reino
y se exiliaran tras la caída de la ciudad. No podría ser bueno lo que ocurriera
después del momento en el que se encontraba la historia...
- Tras
la barbacana... había una pequeña pendiente... en la que un ejército de hombres
salvajes armados con lanzas aguardaban agachados para ejecutar la emboscada en
la que caímos como moscas. ¿Cómo no habíamos sido capaces de haberlos visto?
Sería alguna maquinación del Rey Brujo, algún perverso hechizo…
Sus
ojos, conmovidos por sus propias palabras, se detuvieron sobre los del elfo.
Con un destello vacilante en su mirada siguió hablando.
- Todo
lo anterior había sido un señuelo, nos habían hecho creer que los orcos era el
ejército pero éste solo era la avanzadilla. Los nobles, cuando se quisieron dar
cuenta estaban en el aire, apunto de quedar empalados en las decenas de lanzas
que crecían bajo las patas de sus caballos. Cuando vi a Athân detenerse
violentamente en el aire quise frenar pero Numbar ya se elevaba para superar la
barbacana, había miles de hombres, miles de hombres salvajes agachados con las
armas en ristre y sus armaduras negras, que anegaban todo cuando mi vista
alcanzaba. Era el fin pensé, pero por suerte, donde aterrice no había lanzas,
solo orcos, los que acababan de saltar la barbacana por delante mía. Éstos
sucumbieron bajo las herraduras y con Nándgarot frene las acometidas de los
hombres. Todos los nobles murieron en el acto junto a muchas decenas que
saltaron de igual modo el bajo muro. Mi caballo giró velozmente, algunas lanzas
me pasaron rozando, estaba aturdido de la cometida. Fue Numbar quien me salvó
la vida saltando rápidamente de nuevo la barbacana. Algunos lograron frenar
pero no demasiado a tiempo, los caballos se estamparon contra la piedra y sus
jinetes salieron volando, pereciendo enseguida por el filo enemigo. Los más
atrasados se prepararon para el combate cuerpo a cuerpo, reorganizándose ante
los centenares de hombres armados con hachas, espadas y lanzas, que saltaban en
aquel momento a la llanura para aniquilarles. Solo estábamos dos centenares y
en poco tiempo nos vimos rodeados y superados. Aquellos hombres embestían con
fuerza y sensatez. Las lanzas acababan con nosotros desde una distancia segura
y los caballos no corrían mejor fortuna, ni siquiera podían avanzar. En poco
tiempo perdimos más hombres que en toda la lucha de la plaza. No podíamos hacer
mucho, estábamos a su merced, nos estaban masacrando… Pero entonces llegó la
salvación, el más de un centenar de caballeros que se habían entretenido con
los rezagados llegó en nuestro auxilio. Venían en formación abierta, en línea
abierta, sus espadas apuntaban a su primera víctima, los caballos relincharon y
los hombres gritaron. El encontronazo fue temible, la avanzadilla de los
hombres retrocedió y dejamos de estar rodeados en las cercanías, aunque muchos
enemigos habían superado ya la altura de nuestra posición. Fue el momento
adecuado para darnos en retirada, tuvimos que terminar con varias vidas para
conseguirlo pero al final lo logramos. Muchos siervos del Rey brujo avanzaban
por delante de nosotros, a la ciudad, estábamos obligados a abrirnos paso por
un flanco. Demasiados fueron los que cayeron en aquella acción y no llega al
centenar los que logramos escapar de las garras de aquel temible ejército…
-
Avanzaban sin prisa, con paso firme y decidido. La ciudad estaba perdida, los
innumerables túneles que habían excavado los orcos les proporcionaban numerosos
sitios por donde entrar. Podíamos taponarlos y retirarnos a la ciudadela pero
solo nos daría tiempo para ver más muerte, los orcos podrían entrar por la
montaña nuevamente. Había que luchar, y en aquel momento solo atendíamos a los
cinco mil hombres salvajes al servicio del Rey Brujo que avanzaban en
formación, divididos en varios batallones, los mismos que el número de agujeros
excavados: doce.
- No
existen palabras para describir la impotencia que produce ver a la muerte venir
hacia ti sin tú poder evadirla. Tuvimos que abrir las puertas al comienzo del
ataque como todos queríamos, luchar con los orcos contra los que había
esperanzas de victoria, y no dejarles abrir innumerables vías de acceso a la
ciudad. Todo lo acontecido en la noche fue mero señuelo, aparentaba una guerra
pero solo era el camino hacia ésta. Con los jóvenes rayos del sol, el plan
estaba culminado; el Rey Brujo había vencido antes de que su ejército llegase.
Los arqueros disparaban sus últimos proyectiles en un intento desesperado de
masacrar a algunos enemigos antes del fin. Los capitanes vacilaban sin saber
que hacer, muchos corrieron a las cuadras y quisieron huir pero no llegarían
muy lejos, había orcos en las quebradas. Los soldados empujaban al pueblo a
entrar en la ciudadela, hablaban de montar una última defensa con la esperanza
de que acudiese alguna ayuda del Sur, de que alguien llevara la alarma... pero
todo eran falsas creencias para no admitir la derrota. Cerraron las puertas y
llenaron los socavones con todo lo que pudieron: cadáveres, mesas, tablones...
todo lo que había al alcance para ganar algunos momentos. Los túneles estaban
muy bien trabajados y no se podían derruir en tan poco tiempo, los orcos
cumplieron con esmero su cometido. Todo estaba dispuesto, la ciudad en bandeja.
Tuvimos que hacer caso a Aranarth pero pecamos de confianza y seguridad
desatendiendo sabios consejos, los sabios consejos del maestro Elrond...
- No era momento de
lamentarse, ya era demasiado tarde... – tomó la palabra Náldor – La suerte
estaba echada y quisiéramos o no teníamos que afrontarla. Solo podíamos decidir
como hacerlo y yo opté por combatir hasta el fin, mi deseo era escapar, como el
de todos, pero lo veía difícil dadas las circunstancias. ¿Cómo reaccionar ante
esa situación?
Sithel no supo
contestar a la pregunta que le formuló directamente el montaraz, quedó mudo y
no quiso interrumpir el curso de la narración que se hizo de rogar.
- Nos cogió
desprevenidos... Los arqueros dijeron su última palabra en el combate pero poco
pudieron hacer contra las duras armaduras que portaban los hombres. Eran
abruptas, con muchas cuñas y salientes, negras como el carbón y duras como la
roca. Sus espadas estaban mordidas y carecían de simetría alguna, todas
parecían estar echas a mano por sus portadores o antepasados. Los lanceros iban
en primera línea, la infantería detrás con las armas en alto, aparentando un
frondoso bosque de espinas. Estandartes desgajados componían el oscuro mar del
que poco se podía distinguir. Los socavones estaban taponados pero no tardarían
mucho tiempo en abrirse paso…
- Nuestra tropa de lanceros
era la única que estaba intacta de entre todo nuestro ejército. Aguardaban tras
las puertas y allí no se llego a entablar combate. Los pocos orcos que se abalanzaron
contra ellos quedaron empalados en el muro de pinchos. Media infantería había
sobrevivido, trescientos lanceros y quinientos arqueros componían ahora nuestra
única defensa. No supimos cuanta caballería quedaba y si volverían o huirían
para buscar mejor suerte o pedir ayuda…
- Habíamos perdido medio
ejército y casi todas las bajas habían sido ocasionadas en una simple
escaramuza contra orcos, ahora venía la verdadera batalla... situación amarga
la que vivimos... – Ergoth meneaba la cabeza como diciendo no, a los recuerdos.
- El batallón de lanceros
se dividió entre los veinte socavones, formando una defensa con sus escudos,
sus armas estaban listas para empujar a los hombres a la sombra de la que
habrían de surgir. Todos nos apostábamos delante de los agujeros hechos en la
tierra, a pesar de las órdenes de la mayoría de los capitanes. Estos
aconsejaban replegarse a la ciudadela así que los más temerarios tomaron el
mando, todos sabíamos que la única oportunidad de la que disponíamos era hacer
uso de nuestra superioridad mientras fueran entrando en pequeños grupos...
- Ya reinsertado en mi
compañía que formaba en la plaza, me encontré con Neith para propio regocijo y
alivio. Temía por su vida, pero solo había eludido la muerte para volverla
encontrar de forma más siniestra… Así eran nuestros ánimos, nos alegrábamos por
ver amigos vivos aunque solo fuera por unos segundos, pues entre toda aquella
desesperación nos compadecíamos a la par de cada uno de nosotros… Esta vez el
tiempo pareció acelerarse para alcanzar más rápidamente la pesadilla. No había
rastro de nuestros jinetes… ¿Habrían huido en busca de ayuda? ¿O lo habrían
echo únicamente por el temor y cobardía?... Esas eran las mayores preguntas que
nos hacíamos en nuestro interior junto a la de: ¿Qué habrá tras la muerte? El
destino de los elfos y de los enanos es conocido pero nada se dice de el de los
hombres… esa idea produce bastante incertidumbre y miedo…
Los dos montaraces
miraron a Geko para que continuara la historia desde su propia experiencia pero
pareció no darse cuenta. Estaba sumergido por completo en los recuerdos con la
mirada perdida. A la luz del débil fuego adoptaba la forma de una sobria figura
de frío mármol clavada en el suelo.
Sithel aguardaba
impaciente y expectante por enésima vez y tuvo que sacar al montaraz de su
letargo con un leve codazo.
- Estaba reviviendo
aquellos momentos en un sueño real… Los caballos galopaban torpemente,
asustados, extenuados y heridos. Algunos lo hacían sin jinete, y los pocos que
sobrevivieron lo hacían con el miedo en su rostro blanco clavado. Muchos
huyeron y no volvieron, no cesaron la carrera incluso una vez se había perdido
el contacto visual con el ejército tras una loma… Los que huyeron al este
tampoco miraron atrás y descendieron al sur en busca de cobijo. No se les puede
reprochar nada, eligieron la vida antes que a la desconocida muerte, y ni los
capitanes atajarían las órdenes que deberían dar por el bien de la ciudad.
Éthalan, hermano de Athân, comandante en jefe de las fuerzas a caballo del
ejército de la ciudad y cabeza de la división “Las Herraduras doradas” estaba
junto a nosotros, portaba el pendón insignia ondeando al viento y bajo él nos
agrupamos. Su espada ensangrentada desafiaba al cielo y en nuestros corazones
cesó el miedo y surgió el valor. El había construido junto a su querido hermano
Ernost, el había derramado sangre por ella y había visto morir a su hermano…
demasiados sacrificios como para abandonar ahora: “¡No huyáis! ¡No temáis a
la muerte! ¡Ellos también son hombres! ¡Son mortales! ¡Tienen nuestras mismas
inquietudes y debilidades! ¡No huyáis!” gritó con voz desgarradora a la par
majestuosa. Los “Herraduras doradas” formaron una escolta tras la lanza de su
comandante. Sus armaduras de oro de hombros prolongados se irguieron bajo el
yelmo de lenguas rojizas, y con las espadas y astas al cielo le siguieron al
trote. Todos los demás jinetes contagiados por aquel espíritu guerrero
tornaron, con más o menos dificultades de amansar de nuevo a la fiera que montaban
y la que almacenaban en el interior de sus miedos. En formación ojival
comenzamos el regreso a Ernost pero sin avisar de que llegábamos. Paso
cadencioso y firme, era una locura volver y lo sabíamos, pero todos en el
cuerpo de caballería teníamos fe ciega en Éthalan. Había demostrado ser buen
estratega en la guerra contra el Rey Brujo y gracias a él se salvaron muchas
vidas. A pesar de su posición era un hombre humilde que se relacionaba con
todos sus hombres, comía y bebía con ellos, era uno más. Decía que con la
amistad empuñando el filo se ganarían más batallas que por superioridad
numérica. La confianza mutua era necesaria cuando envías a un soldado a una
posible muerte… o así lo veía él.
- El ejército del Rey Brujo
alcanzó los muros de la ciudad sin ninguna dificultad. Los arqueros no
consiguieron nada, todos los soldados de la muralla bajaron al patio. Las
negras y violentas armaduras se habrían paso entre las pequeñas sombras de los
socavones. El sol estaba en pleno ascenso, con su luz vimos los estragos
acontecidos en la noche. Edificios negros y carbonizados tanto en la ciudadela
como en la parte inferior. Sangre, armas y escombros en el patio. Habíamos
limpiado de cadáveres la plazoleta formando un mugriento tapón en cada agujero
de tierra abierto, tendrían que desobstruirlos si querían darnos caza. Oíamos
sus gritos bajo nuestros pies, el chocar de sus armas contra sus pechos, nos
desafiaban. Nuestros lanceros apretaban y azuzaban nerviosos sus armas. Los
arqueros apuntaban sus últimos proyectiles hacia los túneles. El bullicio dio
paso al silencio, los ecos de la histeria llegaban lejanos, en el cobijo del
pueblo.
- Náldor y yo defendíamos
agujeros conjuntos en el oeste de la ciudad. Neith en el mismo que yo formaba
en la retaguardia detrás de los lanceros e infantería. Los capitanes y líderes
natos infundían los últimos ánimos con las palabras que todos queríamos oír,
pero no conseguirían gran cosa. Era un ritual de muerte que tenían los soldados
en batallas adversas, las arengas desesperadas y emotivas en exceso infundiendo
valores de los que la mayoría carecen…
- El fondo de cadáveres,
sacos, maderas y escombros fue engullido por la sombrea de la tierra. Una
cortinilla de humo asomó sin dejar ver nada, el sol no estaba lo suficientemente
alto como para iluminar el socavón. Proyectaba la sombra del muro y alargaba
las efigies de todos los presentes en aquella mañana que amaneció fría. Algo
parecía asomar pero se escondió rápidamente, estaban limpiando los túneles. La
situación se repetía en todos y cada uno de los puntos de acceso excavados.
Ninguno de nosotros movió un músculo, los lanceros tenían orden de no moverse y
ninguno quiso dejar su posición para adentrarse en busca de combate…
- En poco tiempo estuvieron
despejados los túneles, eran muchas manos trabajando… Las lanzas abrazaban toda
la apertura por el que saldrían incisivamente nuestros enemigos. La infantería,
dividida en doce tropas, aguardaba tras ellos con las armas impacientes… Pero
el enemigo aún nos guardaba una sorpresa...
- Cincuenta lobos salvajes
irrumpieron en la ciudad con furia y jauría. La sombra de la tierra los ocultó
hasta el final, saltaron por encima de las lanzas que se vieron sorprendidas y
cundieron el caos. ¿Por qué nadie de la muralla nos avisó de este enemigo?
Quizás el miedo no les dejaba ver, no quisieron asomarse y contemplar, quizás
pasarían desapercibidos… quien sabe…
- Tras los huargos entraron
por fin los hombres entablando violento y siniestro combate. Algunos lanceros
se sobrepusieron a la embestida y atajaron el ataque como estaba previsto.
Inflingieron un duro golpe, algunos lanceros sucumbieron bajo las fauces y
garras y rompieron nuestras filas. Antes de que logramos abatir a todos las
bestias estábamos rodeados por los hombres. Los cadáveres se iban amontonando
en la boca de los túneles, al principio íbamos venciendo y aniquilábamos a
todos cuanto entraban. Pero a poco el cansancio y el empuje del enemigo, nos
sobrepasó…
- Cuando la superioridad
del invasor en el centro de la ciudad era un hecho, abrieron las puertas para
proporcionar la entrada final a la victoria. Los hombres entraron entonces con
el estruendo y velocidad del mar embravecido liberado de su presa. Pero ese era
un mar de muerte, que anegó todos los rincones de la ciudad. Los arqueros
bajaron a la plaza, cogieron la primera arma que encontraron entre los
cadáveres y ayudaron algo en el transcurso de la batalla. Nuestras fuerzas se
iban replegando hacia las alas de la ciudad; mientras, una gran parte del
ejército tomaba la avenida gemela central hacia la ciudadela…
- Fue entonces cuando salvé
por primera vez la vida de este zángano. – bromeó Ergoth – Veía a un soldado
portando un hacha toscamente por el cansancio. El cual evitaba los achaques
humanos gracias un peculiar instinto de supervivencia. Los esquivaba
rápidamente, pero eran movimientos intermitentes, es raro de explicar… Al irse
replegándose de espaldas tropezó con un cadáver y calló al suelo. Tres hombres
se le echaron encima y fui a socorrerle junto a Neith, con la que formaba dúo
atacante desde hace tiempo. Ella, con un grácil movimiento esquivó una
cimitarra dando un giro y se deshizo del primero clavándole su larga daga bajo
el brazo, en donde la armadura deja vulnerable una parte del costado. Con las
pocas fuerzas que acumulaba corté un brazo que se acercaba a mi compañera por
la espalda, llegué a calvar mi espada por inercia en el suelo, a poca distancia
del rostro de Náldor. – recordó con una risa picaresca – Un corpulento hombre
acometió contra mí fuertemente con el escudo, dejándome atontado unos segundos.
En un reflejo del que no tenía constancia detuve su ataque con una patada, la
empuñadura se escapó de sus dedos y me dio el tiempo para reincorporarme. A
corta distancia embestí contra él, pero su armadura repelió la estocada
frontal. Mi impotencia me llevó a mi furia y con un golpe del mango le quite el
yelmo para clavarle posteriormente el filo en mitad de su cabeza rapada y
pintada. – Ergoth se entretuvo en los detalles de aquel combate jactándose de
su pericia. Hasta repitió con los brazos vacíos el amplio giro que tuvo que
hacer sobre su cabeza en aquel momento para doblegar la resistencia del cráneo
de aquel pobre infeliz.
- Cuando llegamos a gran
llanura donde se emplazaba la ciudad – retomó Geko – el ejército de hombres
estaba entrando en la ciudad por las puertas. En los túneles aún se veía
movimiento, con algunas colas esperando entrar; dentro se alzaba un gran
clamor. Todos aguardábamos a que Éthalan hablara:
“Si entramos por las
puertas estaremos justos en el corazón del ejército y no habrá mucho que
podamos hacer. Al haber entrado el grueso por el centro de la ciudad, nuestras
fuerzas se habrán visto obligadas a replegarse hacia los costados. No sé como
son los túneles pero la única solución que veo es entrar por ellos y con suerte
salvar a nuestros aliados que estén hostigados… si queda alguno claro… Es la
única vía que veo para entrar en la ciudad… ¡Camaradas! ¡Mirar bien el cielo
que tenéis encima porque puede que sea el último que veáis en esta vida! ¡Quién
no quiera aceptarlo que se marche! ¡Pero recordar que somos desertores del
reino de los hombres! ¡No tenemos honor según ellos! ¡Sois libres para elegir!
¡Yo elijo demostrar mi honor en esta última cabalgada hacia el fin! ¡Qué los
que consigan sobrevivir por gracia de los dioses me canten un lamento heroico!”
Tras decir aquello partió en solitario y con decisión hacia los muros de la
ciudad. Los “Herraduras doradas” le siguieron en cuestión de segundos volando
sobre el suelo. Los retales de las demás compañías se lo pensaron mucho y no se
decidían… Con esa actitud íbamos a ganar pocas batallas. Seducido por lo
peculiar de la estrategia los seguí con brío, no quería perderme una internada
tan memorable en una ciudad ya exterminada. Estaba claro que Éthalan buscaba la
muerte, masacrar algunos hombres calmaría su sed venganza pero era el camino
para el fin como el había dicho. Sus hombres le siguieron por fidelidad y
honor, todos habían perdido compañeros, amigos y familia… todo… y cuando
alguien lucha sin nada que perder que su enemigo tiemble y salga corriendo…
- Las barricadas levantadas
al inicio de la noche nos fueron de mucha ayuda ahora. Gracias a ellas
mantuvimos al enemigo en raya. Después de salvarle la vida a Náldor, éste no se
separó de mí en ningún momento y luchamos espalda contra espalda. La verdad es
que todos nos salvamos la vida los unos a los otros en repetidas ocasiones. Los
combates eran muy próximos y siempre teníamos enfrente a más de tres enemigos…
- También nos fueron de
mucha ayuda los arqueros, ahora convertidos en soldados de infantería. No eran
muy hábiles con la espada, pero no luchaban con el brazo sino con el corazón.
No sé como pudimos aguantar tanto, el enemigo era fuerte y eficaz, no eran
estúpidos orcos y no estaban cansados. En la ciudadela había algunos retales de
todas las compañías dadas a la fuga que no pudieron frenar el avance que se
dirigía hacia allí. Los hombres terminaron por tirar las puertas y los gritos
de las mujeres y niños martilleó nuestras almas…
- No cabía más adrenalina
en nuestro cuerpo, la furia y desesperación llegaban a su fin. Las armas
pesaban más que nunca, demasiado para seguir combatiendo. Los músculos se
quejaban y el sudor bañaba todo nuestro cuerpo, la vida se nos apagaba sin más
resistencia…
- Nuestras espaldas daban
ya con el muro oeste de la ciudad, ya no podíamos seguir retrocediendo.
Habíamos defendido cada palmo de terreno con sangre pero ahora solo podíamos
hacerlo con nuestras vidas… Varios hombres bajaban de la ciudadela por la calle
que recorría la muralla oeste hasta nosotros. No podíamos huir, nuestros
enemigos se interponían entre los túneles y nosotros, y estos estaban llenos,
aún seguían entrando algunos. Nos iban a atrapar por otro frente más al que
teníamos abierto y no había fuerzas para detener una acometida por el flanco,
nuestras filas se quebraban. Ya parecía llegar por fin aquel momento tan
reprimido, tras tanta espera y penuria la muerte nos llamaba a voces para
acogernos en sus fríos brazos…
- Pero algo ocurrió en
contra de sus designios. Éthalan llego con sus hombres a gran velocidad
penetrando por el flanco de las tropas que nos tenían rodeados. Tres decenas de
caballos salían encabritados de los túneles sorprendiendo a los hombres que
sintieron miedo. No pensaban que aquellas rutas a la ciudad, la base de su
plan, se volviese contra ellos en ese momento. Geko el “temerario” aplastó a
dos hombres que nos cerraba el paso con su caballo y a otros dos con su filo.
- Los túneles estaban muy
bien trabajados, eran altos y reforzados con maderos. Los que se amontonaban en
las entradas y en el interior no ocasionaron muchos problemas, la sorpresa de
nuestro ataque fue su perdición. Pasamos muy justos, nos tuvimos que recostar
sobre el lomo de nuestros caballos que por amor a nosotros no vacilaron. Pobres
enemigos los que nos topamos allí abajo, en tan pequeño recinto, mordieron el
polvo sin ninguna oposición, quedaron aplastados en el suelo. Entramos por los
tres agujeros más próximos a la esquina de la ciudad y como dijo Éthalan, allí
luchaban nuestros camaradas rodeados por dos centenares de espadas.
Desembocamos en el mar de armaduras negras y terminamos con muchos hombres. Con
la fuerza que llevábamos penetramos en sus líneas con gran facilidad. Yo salve
el pellejo a estos dos, pero muchos más fueron los que vinieron atraídos por
nuestra acción. Una nueva fuerza cargó por el flanco de los hombres
arrinconados violentamente. Acudimos hacia allí aunque ya con poca fuerza y
efectividad. Los nuestros parecieron recobrar fuerzas y valor con nuestra
inesperada y grata visita y lucharon a nuestro lado. Pero pronto supimos que no
conseguiríamos mucho más. La ciudadela estaba desierta de vidas, todos los
efectivos masacrados, todo el pueblo silenciado. Los últimos vástagos de
nuestra pequeña civilización se encontraban, al parecer, en la esquina oeste de
la ciudad. Muchos fueron también los que se replegaron en la esquina este pero
no conocimos de su suerte. Varios jinetes fueron derribados por las lanzas
enemigas y los caballos sucumbían aplastando a quien estuviera cercano.
Formaron un pequeño tapón al nuevo frente enemigo pero por la avenida
principal, la que venía del este, llegaban nuevas fuerzas. Habíamos conseguido
liberar momentáneamente a cincuenta hombres para que huyesen, que no era poco
dada las circunstancias, pero ya solo podíamos huir y así hicimos. Todo lo que
ocurrió entonces pasó muy deprisa…
- Ergoth y yo montamos dos
caballos que quedaron huérfanos de jinete, y salimos por los túneles sin mirar
atrás.
- Quise saber donde estaba
Neith, la irrupción de Geko y Éthalan me hicieron perderla de vista. La busqué
entre los cadáveres pero no la encontré y tampoco la veía entre los que aún
combatían… El caballo temeroso de los hombres que se le avecinaban corrió de
nuevo, instintivamente, hacia el agujero por el que había entrado.
- La mayor parte de los que
entramos a caballo logramos volver. Muchos de los que rescatamos corrían ya por
la llanura en todas direcciones, aunque a algunos los terminaron alcanzando,
varios hombres salían por los túneles cercanos y aguardaban fuera. Cuando salí
vi que se había formado un pequeño grupo de supervivientes a caballo y juntos
corrimos hacia las quebradas por el oeste. Otros lo hacían en otra dirección o
nos sacaban ya alguna distancia…
- Galopamos hasta la noche
y nos alejamos las suficientes yardas de la ciudad como para respirar
tranquilos. Todos estábamos consternados por aquella noche y día vividos. Habíamos
logrado salir con vida a caballo una veintena, pero solo ocho íbamos en aquel
grupo. Náldor y yo, ya presentados y hechos amigos en la batalla, le dimos las
gracias a Geko. Todos charlábamos de cómo habíamos vivido el asedio y nos
preguntábamos que haríamos ahora… No podíamos volver al antiguo reino de Arnor,
éramos declarados traidores por poner en peligro la paz de nuestro pueblo…
- Los caballos estaban
deshidratados y molidos pero no sabíamos de alguna población cercana para
abastecernos. Decidimos esperar hasta el día antes de emprender nada y nos
dispusimos a descansar…
- Pero nuestro destino
tenía otros planes escritos. Extraños ruidos llegaban levemente a nuestros
oídos, extraños ruidos… eran pasos. Una partida de orcos, los que atacaran
descendiendo por las quebradas supongo, había dado con nosotros.
- ¿Se iba a producir otra
enésima y desconcertante batalla? Nada más formularnos aquella pregunta en
nuestro interior, cuatro flechas silbaron alcanzando a dos mortalmente. Nos pilló
a todos a descubierto y desprevenidos. En ese momento logramos atisbar bajar a
muchas sombras por varios puntos de la ladera gritando. Nos agrupamos, juntos,
tras el fuego, con las armas desenfundadas. La visibilidad era mala, el cielo
estaba cerrado y solo veíamos lo más próximo a la hoguera. Dos corrieron
entonces hacia los caballos presas del pánico pero sus chillidos fueron
silenciados pronto en la oscuridad de la noche. A la luz se acercaron entonces
dos docenas de orcos por todos los lados, rodeándonos completamente. Habían
parecido dar órdenes a los arqueros de que no nos dispararan, se querían
divertir con nosotros. Todos reían, si eso se puede considerar una risa, y
amagaban el ataque, se estaban burlando. Allí estábamos nosotros tres y Agladân,
era un superviviente de los “Herraduras doradas” que se dispersó tras la triste
caída de su capitán. Nadie vio su muerte pero no salió por los túneles, hacia
donde esperaba su compañía a pesar del enemigo que se conglomeraba fuera. De
aquel suceso se compuso un triste canto… – puntualizó.
- Los orcos giraban en
círculos y nos iban oprimiendo más, era un cortejo y una danza de mal gusto
para nosotros. No tenían prisa por empezar a atacarnos y sabían que nosotros no
lo haríamos, o por lo menos eso pensaron…
- Agladân lanzó su espada
contra el que parecía el jefe atravesándolo de par en par. La acción fue tan
rápida que solo dio tiempo a ver el desenlace. Ni el capitán de los orcos
pareció darse cuenta de su muerte por la expresión que tenía su cara. El cuerpo
sin vida cayó de espaldas ante los ojos atónitos de sus camaradas. Agladân
estaba ya armado, recogió durante el desconcierto las espadas, de entre las
manos aun calientes, de sus compañeros ya muertos por varias flechas.
- Con desaconsejable rabia
se nos echaron encima. Los cuatro juntamos las espaldas y giramos al unísono
deshaciéndonos con una simple estocada de varios de ellos. Después el combate
se volvió más trabado. Los arqueros estúpidamente abrieron fuego en el
transcurso del inicio de la batalla con buena fortuna para nosotros. Nos
deshicieron de dos enemigos.
- De la ladera llegaban más
voces, parecía que había más orcos en las quebradas. Con gran templanza y hielo
en las venas logramos imponernos a los orcos en equipo.
- Pero llegaron refuerzos,
y ésta vez eran más de tres docenas. Al borde del espacio iluminado por la
lumbre formaron una formación en herradura colocándose por los flancos y de
frente. Dimos algunos pasos para atrás, guardando una recelosa formación, para salir
del campo de cadáveres que habíamos sembrados, llegando justo al final del
círculo que hacía la tenue luz. Varias flechas salieron a por nosotros. Una me
atravesó el hombro – enseñó la cicatriz Ergoth – otras dos fueron a parar en el
majestuoso cuerpo de Agladân. La primera impactó en el pecho siendo detenida en
parte por la armadura evitándole grandes daños, pero otra le impactó en la
cavidad ocular fulminando su vida. La cuarta flecha se perdió por encima de
nosotros.
- Tras un leve tiempo para
el respiro en el que la acción se congeló, los orcos se abalanzaron sobre
nosotros. En cuestión de un suspiro después de que iniciaran su carrera dos
decenas de flechas salieron por nuestra retaguardia acabando con la mitad. Los
supervivientes vacilaron y dando media vuelta huyeron entre las sombras. Los
arqueros orcos dispararon otra salva antes de retirarse pero herraron el tiro
con las prisas, aunque no por mucho.
- Nos dimos la vuelta
intrigados pero no vimos nada al principio. Al rato oímos muchos cascos sonar
al trote hasta identificarse como una veintena de montaraces a caballo. Un
hombre nos saludo jovialmente, su nombre era Arbendân. Algunos hombres fueron a
inspeccionar las quebradas para vigilar que no volvieran los orcos, otros
tranquilizaron los enloquecidos caballos y tres más recogieron los cadáveres de
los tres parientes que yacían en la tierra.
- Arbendân reconoció el
símbolo de la armadura de Agladân, comprendió lo que había pasado al ver
nuestro estado y a pesar de nuestra procedencia, nos prestó ayuda. Juntos nos
alejamos hacia tierras más seguras. Nos unimos a ellos, nos enseñaron aquella
forma de vida y pasamos largos meses en su compañía librando varias campañas,
quedando nuestra procedencia en el olvido. Nunca se habló de aquello y así
quedo… No era la mejor vida que existe pero aprendimos la dura lección…
- Pero tu pasado siempre te
acaba encontrando… – dijo Náldor – Todos los supervivientes de aquella guerra
se acabaron convirtiendo en lo que debieron ser desde un principio, montaraces…
Pero Aranarth no lo permitió, les negó la venia para vivir defendiendo al reino
que tanto amaban y fueron desterrados bajo pena de muerte. Poco a poco todas
las historias de los que estuvieron en Ernost salieron al conocimiento público y
tras año y medio desde aquella infernal noche, nos vimos obligados a descender
al sur, a Gondor. A defender una tierra del modo del que teníamos que haber
protegido el nuestro… ya no sabíamos vivir de otro modo, nos habíamos
convertidos en montaraces de pura cepa… Teníamos que redimirnos…
El relato del pasado
trágico de los dúnedains se había extendido mucho tiempo. Ya era de día y no
tardarían en despertar los enanos. Sithel permanecía en silencio, asimilando el
relato entero mientras los montaraces bebían y comían algo para reencontrarse
en la realidad.
- ¿En una sola noche
excavaron varios túneles a la ciudad? – recordaba incrédulo – ¿Cómo lo pudieron
hacer en tan poco tiempo?
- Algunos hombres decían
que el Rey Brujo con sus artes, había obrado una noche el doble de larga…
aunque nadie pudo afirmarlo con certeza, la tensión hacen que las esperas se
alarguen mucho, pudo ser una mera apreciación o…
- Bueno Sithel, dijiste que
cuando aceptara mi pasado podría preguntar por el de los demás… Soy un traidor
y enemigo reconocido de mi hogar, un proscrito, e intento alejar esa idea
ayudando con mi espada aquí en el sur, lo que no supe hacer en mis tierras…
Sithel aguardaba en
silencio, recordaba aquellas palabras que habían salido de su propia boca y
ahora tenía que obedecer aquella especie de promesa verbal.
- Me siento un estúpido, mi
arrogancia se ha desvanecido a conocer esta historia pues mi pasado carece de
importancia en comparación…
- No solo las guerras han
de tenerla, muchas cosas en la vida la poseen en igual grado…
- Bueno, para empezar no
sufro destierro… no me tuve que exiliar por orden de nadie… salvo por el
dictado de mi corazón. Escapé. Me fui abandonando todo para no hacer frente a…
Su voz se debilitó,
sopesó las palabras y meditó largo tiempo como empezar la narración.
- Todo fue por una
doncella, una de las pocas preciosidades de la Tierra Media y del Bosque Verde, Laurián es su nombre. Sus rasgos son finos y hermosos como
solo los suyos lo son. Sus embaucadores ojos esmeralda tienen un brillo que
parecen lágrimas de Silmarin, capaces de cautivar a toda criatura viviente.
Largo son sus negros cabellos, suaves como la seda y brillantes a la luz de las
estrellas. Bien podría llamarse ahora a mi hogar el Bosque Negro por su
cabello… sin duda le haría más honor que las repugnantes arañas. Cualquier
humano que la viese creería que es una vil hechicera, tanta hermosura es
engañosa. – Sithel se maravillaba con aquella descripción que cobraban forma en
su imaginación, cuando se dio cuenta de que llevaba demasiado tiempo absorto en
aquellos pensamientos volvió a la narración – En el instante en que la vi, por
medio de algún extraño encantamiento, quedé perplejo de la intensidad de su
mirada, de su belleza, de su magia. Me acerqué a hablar con ella, parecía que
me esperaba, conocía mi nombre… Desde lejos era preciosa pero desde cerca… no
existen palabras ni en la más hermosa de las lenguas para describirla. Me citó
fuera de la ciudad, en un gran árbol, casualmente en el que solía ir de
pequeño. Sabía muchas cosas de mi pero no me pregunté el por qué, estaba
hipnotizado con el canto de su voz. La noche era maravillosa, se había puesto
de gala para nosotros, las estrellas brillaban tan fuerte como los ojos de
aquella dama, pero no eran capaces de hacerle sombra alguna. Creí perder la
noción del tiempo, se asemejaba todo más a un sueño que a la realidad, me
pareció entrar en el paraíso de la mano de un ser angelical exiliado en este
infernal mundo. Sin darme cuenta, ni del por qué, nos estábamos besando
apasionadamente. Las más excitantes sensaciones atravesaron mi cuerpo como un
rayo en una noche tormentosa, relampagueando, extendiéndose por todo el cielo.
Después de haber estado con ella no podía pegar ojo, en mi pensamiento no cabía
otra cosa, ni las peligrosas guardias en el bosque consiguieron que dejase de
pensar en ella. Había caído en sus redes, no tenía escapatoria, estaba a su
merced… Cogía los nuevos días con más ganas que nunca con la ilusión de verla
pero parecía que se la había tragado la tierra, como si solo hubiese sido un
dulce sueño. Eternas fueron las jornadas que nos separaron de nuestro próximo
encuentro, aunque este ocurrió en unas situaciones no deseadas. Un amigo de la
infancia, de toda la vida, Laemén, me había anunciado su compromiso matrimonial
con una doncella del reino, elegida por el mismísimo Thranduil, padrino suyo y
señor del Bosque. Los Dioses son crueles, de todas las bellas doncellas que
había en el bosque el destino quiso que fuese la doncella de mis sueños. Conocí
a la prometida de mi mejor amigo en la ceremonia de presentación. Sentí como
siete puñales incandescentes me atravesaban junto a su mirada llena de
felicidad. Casi pierdo las ganas de vivir y perezco en ese mismo instante
delante de todos los invitados, pero en el último momento reaccioné, esquivé la
muerte más triste para un elfo gracias a la ira y con el sabor de la venganza
en mis labios. Cuando me quise dar cuenta nos estábamos batiendo en duelo en el
centro de la sala para desesperación de los allí congregados, nos jugábamos
nuestro amor, nuestra enteraza, la vida… Los dos enamorados intercambiábamos
furiosos golpes que inundaban la sala con estallidos metálicos. Nadie se
interponía entre nosotros para separarnos, era un duelo de honor entre dos
amigos. A Laemén siempre le encantó competir, lo hacíamos desde que éramos
niños, pero aquella no era una burda competición… era un triste espectáculo,
compañeros de tantas cosas ahora enfrentados por el amor de una dama… – Sithel
guardó un largo silencio en el que respiró profundamente. Los primeros enanos
levantaron de su letargo y mientras se aseaban Sithel continuó la historia – El
combate no termina hasta que uno de los dos sangre en el pecho, se corre el
riesgo de que uno de los dos muera antes de que finalice la lucha, pero tanto
él como yo mirábamos con ojos ciegos de preocupación esa idea, los dos
estábamos bajo el hechizo de los mismos encantos, no pararíamos ni tendríamos
piedad. El duelo fue largo y veloz, las hojas chisporroteaban de ira al igual
que nuestras miradas que no dejaron de cruzarse. En un desequilibrio propiciado
por el cansancio y abatido del cubrimiento que ofrecía mi espada, fui herido en
el tórax. – enseñó la cicatriz – En ese momento la guardia real, que había formado
un círculo alrededor de nosotros, se abalanzaron contra nosotros para
sujetarnos, el combate había finalizado, aunque los dos queríamos terminarlo
con más sangre... Esa misma noche, cegado por mi amor y no dispuesto a
renunciar a lo más preciado para mí, fui a su balcón. Trepé desde el gran
jardín ayudado de una cuerda y con la fuerza de mi amor escalé la pared
vertical. Conforme ascendía no podía evitar llamarla, más que mi voz la llamaba
mi corazón. Ella contestó con tono coqueto y la dulzura de su olor me enredó de
tal forma que casi me hace caer. Recobrada la consciencia superé el último
tramo hasta la ventana, cuando llegué… – sus palabras se rompieron, no podían
seguir, sus lágrimas afloraban en sus azulados ojos. Los montaraces que no
habían perdido detalle de aquella narración, contada con esa voz y sentimiento,
no preguntaron por el resto.
El elfo se levantó
bruscamente y se apartó para serenarse. En ese momento volvían los primeros
enanos que fueron junto a los montaraces.
- ¿Qué le
ocurre al elfo? – preguntó Mortak.
- Despertemos a todos y
desayunemos algo antes de partir… – respondió Geko cambiando de tema. El enano
entendió aquella acción y no insistió.
Aquella noche, todos
durmieron plácidamente aliviados ahora del dolor. El bocado que les prepararon
los elfos fue de muy agradecer aunque no entrase en los gustos de los enanos.
Sin prisa ninguna y
con la nueva mañana ya entrada, comenzaron el viaje de retorno bajo las órdenes
de Mortak y Câranden. Aún estaban revueltos por las últimas nuevas, en especial
por el misterio sobre la identidad del compañero postrado en cama. Por ello los
encargados de llevar el camastro fueron los montaraces, eran los únicos que no
caerían en la tentación de quitar el embalaje de sábanas.
Pronto volverían a
las llanuras de Calenardhom y en unos tres días
aproximadamente llegarían a Éstaleth, donde disfrutar de cómodo alojamiento y
abundante y rica comida…
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