La Sombra Creciente

01 de Diciembre de 2006, a las 22:33 - Silvano
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Paso por Lothlórien

La huída fue penosa y angustiosa, al igual que los momentos que la precedieron. Únicamente pudieron parar a descansar cuando las neblinas del amanecer clarearon el cielo, obligando a los trasgos desistir de la persecución y regresar a las oscuridades de la montaña antes de que los rayos de sol asomaran por el este.

Los retales de la compañía cayeron agonizando entre sofocos y pesadumbre a la mullida hierba. Muchas lágrimas la regaron y el dolor por los amigos caídos y la gran muerte que habían presenciado, y de la que escaparon por los pelos anegó el valle. El más afectado de todos era Thorbardin, su cara expresaba el más claro gesto de melancolía que los ojos mortales podían ver en aquel mundo en decadencia. No escondía su desazón y tan sólo la imagen de su rostro hacía encoger cualquier corazón.

- Tarnet, Golbag, Golden, Darkand, Drakens, Tharind, Thormit… – decía temblorosamente, repasando los nombres de los caídos – Dánlec, Móuner, Gámlot, Gongron, Gamléo, Dúrannel... – cada nombre le costaba más a su voz pronunciar hasta que al final, apenas balbuceó los dos que más daño infligía a su templanza y serenidad – ¿Dúndel?... Dunbarth...

- Mi señor, los que nombras ya no están entre nosotros por desgracia – contestó Mortak – los primordiales ahora son los heridos, preocúpese por los que están vivos.

El enano le miró apenado pero no llegó a contestar.

- Le tenemos que mirar esa herida...

Pese a la falta de respuesta procedió a despojarle de la armadura y curarle. Era sólo un rasguño gracias sin duda a la fuerza del acero de Nimrodel. Después se retiró dejándole arrodillado en el suelo, con su coraza tumbada, al lado de su voluntad.

Los demás intentaban descansar, recobrar las fuerzas y la compostura perdidas en la jornada anterior. El esfuerzo realizado fue enorme y había pasado una cara factura. Durante toda la noche estuvieron perseguidos, no desde mucha distancia, por un enemigo débil aunque numeroso, incansable y despiadado. Muchos hicieron como Thorbardin y todos los nombres de los caídos resonaron en la verde tierra, en un recuerdo amargo.

Se montó un improvisado hospital de campaña, con pocos medios al alcance. Prácticamente aliviaron contusiones, limpiaron la sangre, tanto de la piel como la de las hachas, vástagos de la batalla; cortaron hemorragias con jirones de capa mientras calentaban hierro en hogueras dispuestas para desinfectar y cerrar las mutilaciones y tajos más considerables. Nadie pudo decir que salió ileso de la pesadilla agonizante que escondía la montaña.

Los ya atendidos descansaron maltrechos, intentando evadirse de aquel mundo con el pensamiento. Los tres montaraces, ya despojados de las cotas de mallas que restituyeron a sus fardos, junto a Sithel conversaban con Mortak y Câranden, apartados del cortejo de dolor, una vez acabada las labores médicas.

- Sin duda las cotas han evitado el fatalismo de la mayoría de las heridas…

- Aún así no todos hemos tenido la misma suerte…

Asintieron en silencio.

- Por fin hemos terminado de sanar el daño ocasionado en la mayor medida de lo posible... – afirmó complacido en cierto modo.

- ¿Thorbardin sigue sin reaccionar? Está ciego si cree que es el único que sufre, sólo tiene que mirar a su alrededor... – la voz de Câranden era un poco tosca.

- No el único pero sí el que más: ha perdido a un hijo, a todo su pueblo, al reino que construyó con sus propias manos y en el que había depositado todas sus ilusiones y esperanzas, ha conducido a su primo a la muerte al igual que a todos nosotros... – le defendió con tono sereno, Mortak.

- Es innecesario cargar con todo el peso de lo acontecido en estos momentos, se hundirá bajo él... – murmuraba Ergoth que se ajustaba una improvisada venda en el brazo colgándoselo después, con un poco de tela, al cuello.

- Innecesario pero no desmedido... – arremetió de nuevo Câranden.

- El daño ya está hecho, no se puede remediar pero si agravar... – respondió Sithel que fue el más agraciado de todos, con sólo rasguños y heridas sin importancia – muchos de vosotros necesitan aún tratamientos medicinales...

- ¿Cuándo partiremos y a dónde? – participó en la conversación Geko, considerablemente herido de una pierna y del hombro izquierdo.

- Esperaremos un poco más hasta que el mediodía haya quedado atrás. Partiremos rumbo a Éstaleth... – decidió Mortak.

- ¿Cuál es el informe final de bajas y heridos? – preguntó dolorido Náldor debido a la infinidad de contusiones y golpes que había recibido.

- Únicamente salimos con vida de las minas veintidós, pero sólo quince pisamos el valle. Y de los pocos que quedamos con vida... a Gárneon y Thorand les alcanzaron dos flechas al final de la huída, flechas que se extrajeron de inmediato y que no alcanzó a ningún órgano por suerte. A Nárlec le repusimos el brazo dislocado a su sitio tras dejar atrás las puertas y a la mitad de nosotros les hemos vendado las diferentes hendiduras y roturas. A Balif le hemos cerrado esta mañana las heridas de su mano mutilada con fuego y, aunque con dolencias, aguantará al igual que su primo Bolfat, el más grave de todos, los trasgos le cercioraron el brazo... Gracias al “torniquete enano” ha conseguido llegar hasta aquí...

El método en cuestión no era otra cosa que una ancha banda de hierro que se ajustaba por encima del miembro mutilado y se apretaba con una rueca, cortando la hemorragia.

- Ha perdido mucha sangre y está muy débil. – continuó – Le hemos desinfectado con hierro encendido por lo que creo que aguantará el viaje, el muñón ha terminado por cicatrizar... ¡Ésta fractura me ésta matando! – se quejó finalmente el enano tocándose las costillas que fueron quebradas bajo un golpe de martillo en la gran batalla.

- Lo que necesita Bolfat para recuperar la sangre perdida es comer. Vayamos a Lórien, al hogar de los elfos silvanos, ellos nos ayudarán... – propuso Sithel pero los enanos, sentados alrededor, discriminaron con la mirada y palabras roncas.

- ¡Ni loco pisaré el bosque encantado de la vil hechicera!

- ¡Antes prefiero volver a la montaña! Será mas agraciada la compañía de la oscuridad y de la muerte que la de los elfos...

Como éstas se oyeron más discrepancias.

- Iremos a Éstaleth, está a una semana de camino... – la voz de Mortak se apagó un poco al comprender la distancia del viaje.

- Eso es mucho tiempo... – admitió Geko.

- ¡Aguantarán! – repuso de nuevo el enano con confianza.

- ¿Has dicho que Gárneon y Thorand fueron alcanzados por sendas flechas, verdad? – intervino Ergoth.

- Sí, eso acabo de decir.

- Ellos no aguantarán. – dijo haciendo cuentas.

- No corren peligro, sus heridas han sido tratadas con un punzón al rojo vivo. Tú mismo lo has visto y oído los gritos de dolor. Incluso Geko y Náldor han colaborado en su inmovilización...

- Así es pero las flechas de los trasgos están envenenadas. Parece mentira que no lo sepas...

- Siempre he creído que suplen su falta de destreza con dardos envenenados... – añadió el más joven de los montaraces.

- Puedes comprobarlo tu mismo. – dijo arrojándole un proyectil que cogió de un fardo cercano en donde aún se erguían – Todos los venenos mortales que usan estas criaturas te termina matando antes de siete días sino intervienen hierbas curativas. Eso sería en el mejor de los casos, pero creo que han usado el Telrunya, como los elfos lo llaman... – prosiguió mientras el olfato del enano no advertía nada.

- ¿Telrunya? Nunca lo he oído... – se desconcertó Sithel.

- Por tus tierras dudo mucho que sea conocido, proviene del Suroeste y es bastante letal. Vosotros decidís, no es una amenaza sino un aviso; podemos llegar catorce a Lórien ó doce a Éstaleth. En apenas dos días habrán muerto, quizás tiempo suficiente para intentar alcanzar las fronteras del Bosque de Oro o ni siquiera eso...

- ¿Qué síndromes produce este veneno? – quiso saber Câranden.

- Primero cambiará la temperatura del cuerpo bruscamente, cuando su temperatura haya descendido estrepitosamente se interrumpirán muchas funciones, anulará por completo al sistema nervioso y perderá el conocimiento, momento en el que morirá a causa de un fallo cardíaco. – dijo con voz pesada el dúnedain mientras observaba a los dos enanos en cuestión, tendidos boca arriba sobre el césped.

- ¿Alguno más de nosotros fue alcanzado por una flecha?

- No, al menos no que llegase a penetrar en la carne, gracias a la coraza sin duda… Todos los que resultaron heridos por los proyectiles no superaron la sala del trono, esos condenados disparaban a las piernas…

- ¿Deberíamos decírselo? – dudó Sithel.

- Tienen derecho a saberlo... – replicó el dúnedain con voz cansada.

- Yo se lo diré, son mis enanos para lo bueno y para lo malo. – advirtió Câranden.

- Deberíamos partir ahora mismo. Vosotros ir movilizando y ayudando a los demás – ordenó a los montaraces – yo iré a hablar con Thorbardin.

- Me temo maese Náldor, que en la contienda disputada a ciegas esas sucias alimañas me arrebataron el hacha por lo que no podremos sellar la apuesta, en el caso de que la hubieses ganado... – se lamentó Gárneon al ver aproximarse al montaraz, que venía en compañía de Câranden.

- No se hubiese podido saber el ganador de todos modos. No en esas circunstancias...

- ¿Partimos ya? – se interesó Thorand.

- Así es, hacia Lórien. – contestó el enano.

- ¿Lórien? ¿Hablas enserio?

- Sí...

- Pero allí viven los arqueros elfos...

- ¿Crees acaso que no lo sé? – bromeó.

- ¿Y los demás lo han aprobado? – el desconcierto les invadió plenamente.

- ¡Claro qué no! Pero debemos hacerlo...

- ¿Por qué vamos, entonces, a ese bosque maldito? ¡Yo reniego!

- ¡No será el único! – afirmó Gárneon.

- ¡No hay otro sitio en la Tierra Media al que mi corazón odie más! ¡Ni loco te seguiré hasta allí! – se sumó al reproche otro enano, cercano a ellos.

- Vosotros me temo que no podéis renegar, sois los menos indicados para hacerlo...

- Te juro aquí mismo que este enano no pisara jamás el territorio de los elfos silvanos.

- ¡Por encima de mi cadáver! – gritó Gárneon.

- Me es muy difícil decirte esto querido amigo, pero de eso se trata precisamente...

- ¿Quieres hablar sin tapujos de una vez por todas, Câranden?

- Debe de ser funesto para que te cueste decirlo... – se asustó Thorand dibujando una expresión de intranquilidad en su rostro.

- Las flechas que os alcanzaron estaban envenenadas...

La nueva recibida causó gran conmoción y desconcierto entre los enanos que escucharon aquellas palabras de condena.

- ¿Envenenadas? – repitió consternado.

- ¿Es mortal?

- Si no lo fuese no estaría aquí... os quedan dos días de vida a no ser que las artes curativas élficas intervengan...

- Entiendo. – se apesadumbró Gárneon.

- Preparaos para partir, debemos darnos prisa... – continuó falto de ánimos.

- Que lo entienda no significa que vaya acceder a que unos elfos salven mi vida...

Las palabras del enano sorprendieron y enmudecieron al resto.

- No hay otra solución. Éstaleth está a una semana de camino y no hay otra población más cercana ahora que Moria no existe como reino...

- Si es inevitable evitar mi muerte, no os preocupéis por mí y partir a Éstaleth sin temor y demora; hay más heridos necesitados de cuidados. No tenéis por qué cargar conmigo, ya me procuraré un lecho digno al pie de la montaña...

- ¿Qué pretendes que hagamos? ¿Abandonarte a tu suerte hasta que te haya llegado tu hora? En Lórien salvarás la vida, los elfos tienen los medios... – intentó convencerle de corazón mientras los demás aguardaban expectantes.

- ¡¿De veras crees que aceptarían curar a un enano?! ¡No seas necio!...

- Así lo cree Sithel, él intercederá por ti.

- ¿Sithel?...

- No nos hagas cargar con más muerte, Gárneon... Ninguno de nosotros quiere ir a ese lugar, bien tú lo sabes Pero la cuestión así lo requiere y merece la pena, al menos intentarlo; que no se pueda decir que no hicimos todo cuanto estuvo en nuestras sangradas manos por evitarlo...

El gesto de la cara del enano tornó hacia un sentimiento más positivo pero no pareció que le hubiera convencido. Thorand permanecía cabizbajo, intentando comprender por completo la difícil situación que estaba viviendo, en la que no trataban otra cosa que sus propias muertes. Náldor intentaba asimilarlo al mismo tiempo que observó que una situación parecida estaba viviendo Mortak con Thorbardin, al otro lado del pequeño asentamiento.

- Los enanos y los elfos están enemistados desde hace miles de años y guardan gran rencor... ¿Tú pedirías a los orcos, Câranden, que sanaran tus heridas?...

- No te sumes a la testarudez y cabezonería, Thorand. De sobra sabes que con los elfos sólo hay rencor y desconfianza no el odio a muerte como el que sentimos por los trasgos...

- El ejemplo viene a ser el mismo... Moriré por los estragos de la batalla y no por mi testarudez, estimado amigo... Partir si queréis a Éstaleth... – concluyó con voz grave.

- ¿Será cierto lo que oyen mis oídos? – interrumpió Náldor – ¿Preferís morir a tragaros el orgullo? ¿Un orgullo, por otro lado, innecesario e incoherente? ¡¿Perder la vida por una estúpida enemistad con los elfos, he oído bien?! Os recuerdo que viajáis en compañía de uno y gracias a él no caímos en la emboscada...

- Te equivocas maese Náldor pues si caímos en ella... ¿De qué nos ha servido tener conciencia del peligro que acechaba en la sombra si a pesar de ello no hemos podido evitar las bajas?...

El montaraz no contestó y todos dieron por sentado el final trágico al que iba a llevar ese silencio.

- Vuestra elección está hecha a pesar de ser la muerte... – respondió afligido, Câranden – Por lo menos partir con nosotros y así estar, llegado el momento, juntos en la hora final... para portar posteriormente vuestros cuerpos y darles sepultura como demandan nuestras costumbres... Demasiados cadáveres hemos abandonado ya por el camino como para dejar dos más...

- Angustiosas serán las últimas horas en verdad, me temo... – entristeció Gárneon.

- Así es esta vida traicionera... – afirmó Câranden.

Dicho aquello fue a reunirse con Mortak, que había terminado de hablar con Thorbardin, para ponerle en antecedentes y reemprender el largo regreso de vuelta que ninguno se imaginó llegar a hacer salvo los montaraces y Sithel, quienes no tenían pensado quedarse en Nimrodel.

Náldor le dio alcance por la espalda tras mirar con tristeza la cara de los dos enanos conscientes de su muerte inminente, aceptada con resignación, desestimando la única vía de salvación de la que disponían.

- ¡¿Vas a dejar que terminen así?! ¡¿Qué mueran?! – preguntó incrédulo.

- ¡Claro qué no! ¿Me crees capaz de ello? Tú conoces el veneno, antes de que mueran les habrá dejado inconscientes. Tenemos el tiempo justo para alcanza Lórien, el camino que lleva hasta allí es el mismo que el que conduce a Éstaleth... Es una extraña paradoja, tener que llevar a tus camaradas engañados a la vida... cuando debería ser al contrario, normalmente se lleva engañado a uno hacia la muerte, traicionado...

- No les traicionaremos...

Mortak se aproximó a su señor lentamente que yacía en la parte oeste del pequeñísimo campamento, postrado ante el sol y observando la cadena que formaban los picos nevados con semblante pálido. Había permanecido las horas inmóvil, en esa humillante posición, arrodillado, bañado pos los haces de luz y por el aire procedente de su pesadilla, la montaña. Se puso a su altura y por unos instantes únicamente reinó el silencio.

- ¿Cómo están los heridos? – tomó la palabra finalmente Thorbardin con voz queda.

- Fuera de peligro... – mintió para no agrandar la culpabilidad de sus sentimientos – Pero debemos partir de inmediato para terminar por atender algunas heridas – se apresuró a añadir con el fin de meterle prisa.

- No estoy seguro de acompañaros en ese viaje...

- ¿Cómo? ¿No piensas venir?

- No tengo fuerzas para marchar de nuevo...

- La herida no es tan grave y de todas formas no podemos ir a paso ligero, ninguno ha salido totalmente ileso...

- No lo digo por eso...

- ¿Entonces por qué, mi señor?

- Ni siquiera tengo fuerzas para seguir viviendo... yo he muerto en esa mina, Mortak... – respondió con la voz rota por la angustia.

- No digas tonterías, si estuvieras muerto esta conversación no tendría lugar...

- Puedo que la muerte no me haya llegado en cuerpo pero si en alma y sin alma no hay vida...

El enano aguardó inquieto y muy preocupado por la reacia postura de Thorbardin.

- ¿Significa esto el fin? – inquirió tímidamente Mortak pero no obtuvo respuesta – ¿Qué pretendes? – se encaró con él – ¿Morar por estas soledades hasta que la muerte haya alcanzado también a tu cuerpo? No seas burro, todos hemos sufrido y lloramos la misma pérdida... No pretendas cargar con la responsabilidad de lo sucedido o acabarás hundiéndote bajo ella... No nos hagas cargar con más muerte y abandono... – añadió bajando el tono de sus palabras.

- Ya no tengo nada... No tengo familia, ni ilusión ni esperanza... ¡Lo he perdido todo!

- No cometas el error de no ver más allá de tus propios ojos, señor... – dijo con tono despectivo.

- ¡Tampoco cometas tú el error de creer conocer el dolor que me aflige! – vociferó – ¡Tú no sabes lo que es perder a un hijo! ¡Ellos son los que deben enterrar a sus padres y no al revés, va en contra de la ley de vida!... Pero si ni siquiera le he podido dar sepultura... – rompió nuevamente en sollozos.

- Puede que no conozca el dolor por la pérdida de un hijo pero le recuerdo que yo tenía familia en Nimrodel y muchos amigos partían conmigo en este viaje... Pero no por ello debemos desistir de todo y dejar esta vida terrenal...

- ¿Y qué he de hacer, según tú? – reprochó.

- Esa respuesta no tiene que salir de mí... pero no te amargues en un sentimiento ya de por sí amargo. Debes seguir adelante, regresa con nosotros a las montañas donde aún tenemos amigos, donde nuestros hermanos nos acogerán con los brazos abiertos... Debemos de portar las nuevas sobre la caída de Moria, seguro que sabiendo que no existe reino enano en toda la Tierra Media se deciden por reunir a todos nosotros en uno... Que la cultura enana no se termine extinguiendo...

- Sería un sueño por lo que luchar... – admitió.

- Y con el que tenemos que alzarnos. ¿Es o no un motivo para vivir? En cierto modo sería una forma de recordar a aquellos que nos han abandonado, luchar por su sueño más anhelado... seguro que ellos apoyarían ese cometido.

- Sí...

- Vamos aprisa, tenemos que continuar. – dijo mientras le ayudaba a levantarse.

- ¿Cómo se lo han tomado? – quiso saber Mortak.

- Con resignación, prefieren morir al ser tratados por elfos...

- Me lo temía, ¿Los abandonaremos pues?

- No, les he convencido para que nos acompañen con la excusa de dar sepultura a sus cadáveres. El veneno los dejará inconsciente antes de dos días, hasta entonces intentaremos pasar relativamente “lejos” del bosque...

- ¿Dos días? No llegaremos a tiempo...

- ¿Cómo dices? – se preocupó Câranden.

- Tardamos poco más de dos días desde el bosque hasta aquí a paso ligero, muy ligero. Aunque ahora seamos muy pocos todos estamos heridos, no creo que lleguemos antes de tres días como muy pronto...

- Entonces en verdad vendrán con nosotros para recibir sepultura...

- No te desanimes, no aún.

- Eso es fácil decirlo...

- Ánimo. He convencido a Thorbardin para que nos siga también, aunque no tiene aún buen juicio. Nosotros daremos las órdenes a partir de ahora...

- Eso ya lo hiciste tú en las minas... – respondió con voz débil mientras se encaminó a reunirse con Thorand y Gárneon – tú eres el líder ahora...

Penosamente se reincorporaron y reemprendieron una ardua marcha baja de ánimos y fuerzas. No acababan de asimilar lo sucedido en aquel duro día y sus humedecidos ojos no conseguían diluirse. Atrás quedaron las agradables jornadas y la noble empresa que en sus pies se habría, atrás dejaron también a familias y grandes amigos. Todos murieron de alguna forma en aquella montaña y sus secuelas no les dejarían descansar a gusto en las largas noches de sus cortas vidas...

Anduvieron largo rato apoyándose en las armas y compañeros, en un intento de facilitar la lisiada marcha. Lo único reconfortante de aquella mañana fue ver la luz del sol que tanto habían añorado en el día anterior. Al ser el transcurrir lento, no pararon para comer o beber agua, o tan siquiera para descansar las heridas. Aparte de que no tenían comida que llevarse a la boca, teniendo que disimularlo con agua y las migajas que no se comieron en la ida por esas mismas tierras, en las que centenares de huellas aún permanecían dibujadas. Todo los llevaba al recuerdo amargo por lo que no se cruzaron muchas palabras ni miradas. Avanzaban en estado autista prácticamente, uno detrás de otro ayudándose como podían. La prisa urgía si no querían perder a nuevos amigos pero eso era algo de lo que no se veían en situación de cumplir, para mayor pesar suyo.

El tiempo pasó muy rápido y pronto se vieron andando bajo el crepúsculo, con la luna en yerme aparecía en el cielo. Algunos enanos hicieron amago de tumbarse en la mullida hierba que coronaba un gran montículo pero Mortak se lo recriminó con la mirada haciéndole continuar, “No pararemos hasta dar alcance al río” dijo. Esta posición no la alcanzaron hasta que la noche hizo su entrada triunfal, una noche oscura y nublada como la que se cernía en sus corazones. Se sirvieron de sus frías aguas para limpiar las impurezas que recorrían todas las ropas, armaduras, armas y rostros.

- No creo que a este ritmo logremos alcanzar Lórien en el día que resta...

- Deberemos darnos prisa pero no podemos pedirles más, aún son recientes las contusiones... Pero quizá lo logremos, el camino que seguimos a la venida estaba muy abierto hacia el oeste por lo que tuvimos que andar más para llegar a esta altura... Ahora que vamos en línea recta quizá... – Mortak no terminó la frase y su voz atisbaba gran incertidumbre e inseguridad.

- Partiremos antes del alba, diré a los muchachos que dejen aquí sus armaduras y cotas de malla junto a sus armas para no cargar peso e ir más ligeros...

- Es una buena idea... – admitió el enano cuando Câranden ya se daba la vuelta para hablar con los enanos.

- No les queda demasiada esperanza... – dijo Ergoth mirando a Gárneon y Thorand.

- ¿No había una manera de retardar los efectos del veneno? – preguntó Náldor sobresaltándose con el recuerdo.

- Sí pero solo con una planta que no crece en estas latitudes...

- Las flechas les alcanzaron en las extremidades... a lo mejor tarda un poco más de tiempo en hacer efecto... – inquirió Geko.

- Seguramente – afirmó Ergoth – pero no será mucho más del que disponemos...

- No sé porque paran a descansar, deberían avanzar, el deseo de salvarles debería de empujarles... – comentaba Sithel extrañado y decepcionado por la raza enana.

- Un poco de compasión, no pueden andar...

- ¡Pues arrastrándose si fuese preciso! Esa es la verdadera amistad... – respondió el elfo.

- Puede que tengas razón amigo Sithel – apareció Câranden que se acercaba desde donde yacían los enanos envenenados – Si por mí fuese estaríamos andando sin parar hasta caer sin conocimiento si fuese menester... pero no podemos con esta lastre... – el enano estaba enfadado y decepcionado con todos.

- ¿Qué quieres? ¿Qué partamos nosotros cinco con los Gárneon y Thorand al bosque dejando atrás a los heridos?

- No sería mala idea. Podríamos adelantarnos nosotros que no estamos maltrechos, ya llegarían luego Mortak con los demás...

- ¿Mortak no vendría?

- No creo que se separe de Thorbardin...

- ¿Entonces partimos a Lórien nosotros? – preguntó animado Sithel.

- Pero... tendremos que cargar con los cuerpos de Gárneon y Thorand... – advirtió Ergoth.

- De momento no, se valen perfectamente de sí mismos...

- Ya pero en cuanto el veneno empiece a...

- Por el camino hay muchos árboles desperdigados – interrumpió – haremos camillas con las capas y maderos... Avisaré a Mortak, vosotros hacer lo mismo con Gárneon y Thorand.

- ¿Cómo? ¿No les habías dicho que nos acompañaban para darles sepultura? ¿Qué les decimos? – se desconcertó Náldor.

El enano quedó pensativo por ese detalle que se le había escapado.

- No lo había pensado... Inventaros algo... – Câranden se alejo y se puso en camino buscando al capitán, de la ya antigua Nimrodel, que conversaba con los primos Balif y Bolfat.

- ¿Cómo llevas ese brazo? – preguntó al enano que se miraba el muñón.

- Me arde un poco pero bien... aún no me e acostumbrado a estar sin brazo... – dijo con una mueca que intentaba esbozar una risa irónica. Bolfat estaba muy apesadumbrado y consternado.

- Tranquilo, todo se resolverá... los elfos tienen hiervas que...

- ¿Qué que? ¿Qué recomponen el brazo? – enfureció el enano apartándose de allí.

- Perdónale, no debe ser nada fácil perder un miembro... ¿Partiremos al alba?

- No Balif, lo haremos de noche... y lo haremos sin armaduras ni armas, hay que ir ligeros...

- Mortak, tu parte una vez hayan descansado todos. Yo, los montaraces y Sithel nos llevaremos a Gárneon y Thorand al Bosque de Oro. Les salvaremos la vida. Os esperaremos allí, ya estamos preparados para irnos... – señaló a pocas yardas donde aguardaban todos los nombrados.

- ¿Cómo que te vas?

- ¿Está claro no? No quiero verles morir cuando su salvación ha estado al alcance de mi mano...

- Pero Câranden... – le intentó persuadir con el brazo.

- ¡Qué no! No insistas... quédate con los desvalidos como Thorbardin que han perdido las ganas de vivir. Hazle un favor y mátalo si tal es su deseo... – el tono de sus palabras resultaba extremadamente brusco y le empujó con el hombro para abrirse paso hacia el centro del montículo donde le esperaban ante la impasible mirada de Mortak.

Al paso de Câranden, los enanos cercanos se ponían en pie ante el desconcierto de éste.

- ¿Qué pasa? – preguntó cohibido al oído de Náldor.

- As dado orden de partir inmediatamente al bosque de los elfos ¿Recuerdas?

- ¿Cómo?

- La única forma de convencer a Gárneon y Thorand era decirles que partíamos, todos. Le hemos dicho que solo habíamos parado un momento y que nos urge la prisa por llegar a Éstaleth.

- Pero si están desvalidos y no pueden ni con sus almas...

- Quizá no podamos con nuestras almas – dijo desde atrás Nárlec, que tenía el brazo colgado del cuello con un jirón de tela – pero si con nuestros corazones... Partiremos aunque sea a rastras, y eso que tengo el brazo inútil y morado... – se atrevió a bromear el joven enano.

- No entiendo nada...

- No solo hablamos con Gárneon y Thorand sino también con Nárlec y Thorbardin que estaban con ellos reunidos...

- Todos conocemos la trágica noticia y no vamos a quedar impasibles... – añadió seriamente Nárlec – Todos opinan así... y no dudes que tenemos el mismo interés que tú en salvarles...

- Me alegra oír eso de veras, aunque es triste que montemos esta farsa...

- ¿Partimos? – se aventuró Náldor.

En ese preciso instante Mortak apareció por la espalda con el pequeño fardo a al espalda y sin la armadura, listo para partir.

- Vamos amigo. – le dijo poniéndole la mano en el hombro. Câranden afirmó con la cabeza y rió feliz – ¡Dejar las corazas y las cotas de malla los que estén heridos! ¡Lar armas también, no las necesitaremos!

Los más graves, con contusiones y roturas dejaron de lado con alivio aquella pesada carga, portando solo los fardos y las hachas a las que tenían especial cariño.

- Toma maese Náldor – le extendió Mortak su arma al montaraz – que ella selle nuestra apuesta. Es una buena arma, ligera y resistente...

- ¿Cómo sabes que os gané?

- Eso nunca lo sabremos... – dijo con una tímida sonrisa en los labios y se dirigió a la cabeza del pequeño grupo que empezaba a descender el montículo.

Siguieron el cauce del río que los amedrentaba con su susurro en una marcha un poco más animada, en apariencia pues en verdad todos se sentían desconsolados y fuera de lugar. Todos se comportaban de forma normal y charlaban amenamente dentro de lo posible en aquellas circunstancias. Atrás quedaron apiñadas varias corazas y cotas de mallas junto a algunas armas, incluida el hacha de Náldor, que carecían de gran valor salvo únicamente la armadura de Thorbardin, de plata y oro. De la guardia especial de Nimrodel solo quedaban tres con vida aparte de él: Mortak, que solo se había desecho de la cota de malla, y dos enanos más que no recibieron graves heridas, Hárgot y Halén.

Soplaba un aire extremadamente frío lo que obligaba a los viajeros a agazaparse bajo las capas, ropas y mantas de las que disponían. La gran mayoría tosía y se lamentaba y Gárneon y Thorand intentaban apurar la que podría su ser su última noche con vida. Hacía ya más de un día que aquellas malditas flechas les alcanzaron y ya se hacían la idea de que no volverían a contemplar una luna más. El cielo se aclaró para que el astro tuviese su despedida mientras la pequeñísima compañía transcurría bajo su manto.

- No nos habéis contado los efectos del veneno... – dijo con voz tenue Thorand.

- No sufrirás si es eso lo que te aterra... – contestó Ergoth con la voz más piadosa que pudo poner – Te sumirás en un sueño antes del fin, no sentirás ni tu cuerpo ni dolor...

- ¿No pensáis en parar para descansar? – se intrigó Gárneon.

- Necesitamos llegar cuanto antes a... Éstaleth, ya habrá tiempo de sobra para descansar... – respondió Câranden sin volverse hacia su interlocutor.

- ¿No pretenderás llegar a Lórien?

- Si te sirve de consuelo amigo mío, aunque quisiese no llegaríamos a tiempo... – intentó bromear el enano.

- ¿Qué haréis con nuestros cadáveres?

- Os llevaremos al este, a las montañas donde deberemos hacer un nuevo reino...

- Es un viaje largo... podéis enterrarnos en estas tierras... demasiada carga lleváis...

- Cambiad de tema, es macabro; por favor... – interrumpió Mortak viendo que a Câranden, que andaba a su diestra, le afloraban algunas lágrimas.

Detrás de todos ellos andaban Náldor y Geko, hablando en voz baja.

- En el hipotético caso de que lográramos alcanzar Lórien en el tiempo estimado... ¿No crees que se enfadarían? – se preguntaba el joven dúnedain.

- ¿Cómo se van a enfadar? Deberían estarnos agradecidos... – replicó.

- Cualquier persona normal sí... pero ellos no quieren ser salvados y si su deseo es el de morir no somos quién para doblegarlo...

- No digas tonterías Geko...

- No son tonterías...

- Quizás pero... es lo correcto... – intento disculparse a sí mismo balbuceando aquellas palabras.

- A lo mejor es lo moralmente correcto, pero no es lo que se debería hacer... Yo en su lugar cumpliría sus últimas voluntades...

- Dile eso a Câranden, te responderá que no quiere cargar con el suicidio de un amigo, porque no es otra cosa que un suicidio...

- ¿Pero como va a ser un suicidio si no se van a quitar la vida? Si se la está quitando un veneno... no tiene nada con lo que cargar... – pero Náldor no contestó y Geko calló.

La noche dio paso a las oscuras neblinas del alba. El paso lento no cesó y continuaron siguiendo el curso del Nimrodel que se internaba yardas más adelante en Lothlórien.

Ahora los enanos no poseían ninguna imagen de esplendor o ni tan siquiera de soldados. Ropas harapientas y enmarañadas, trenzas deshilachadas y sucias, ánimos rotos y hundidos... era una imagen bastante pobre. Parecía una partida de esclavos protegida por los pocos enanos que poseían aún, la armadura de oro y plata. Ya tendrían oportunidad de arreglarse y comprar ropas nuevas a su llegada a Éstaleth, ahora lo que a todos preocupaba era la tardanza de llegar al bosque maldito de los elfos en aquel día que acababa de empezar. Los fardos pesaban ya bien poco, a la salida de las minas habían cogido todas las migajas que poseían para el viaje de vuelta pero estas sobras no eran suficientes como para lidiar el hambre de la compañía. Encima, los enanos que cayeron bajo las flechas en el descenso se perdieron con sus mochilas y bolsas, por lo que tuvieron varias raciones menos de alimentos. Todos intentaron engañar al estómago y la mayor base de éste era el agua del río, por lo que a Gárneon y Thorand no les sorprendió que siguieran aquel camino que terminaba en el Bosque de Oro. De igual modo, no se quejaron por el cansancio que asolaba sus piernas, creían abiertamente en que alguno necesitaban cuidados médicos para algunos cortes que tenían mala pinta, contusiones o fracturas. Aunque sentían un dolor lacerante en los muslos, ya tendrían tiempo para descansar, pensaban, en su letargo eterno.

La mañana por tanto pasó rápido. Conforme avanzaban iban descendiendo al sur, dejando de lado el río, para encarar la frontera de los elfos. La mayoría iba como un sonámbulo y andaban siguiendo al de delante. A la hora de la comida fueron varios los que tuvieron nostalgia de los pequeños festines que se daban a la ida, cerca de esas tierras. Finalmente, hicieron un pequeño alto en el camino para descansar los músculos y tumbar la espada en la cómoda y suave hierba. Algunos se intentaban relajar y ya les hubiese gustado a más de uno poseer algo de tabaco para sus hambrientas pipas.

- Si avanzamos a este ritmo o lo incrementamos... si todo va bien esta noche podríamos dar alcance el punto de unión entre los dos ríos... – suspiró Câranden.

- Demasiado bien deberían irnos... sería bien entrada la noche y sin hacer más altos en el camino... no creo que podamos pedirles eso en este estado...

- Muy entrada la noche sería me temo... no sé a que altura estamos exactamente pero... esperemos en que nuestra huída a la carrera de las montañas nos haya servido para ganar terreno suficiente como para llegar a tiempo...

- Puede que sí podamos alcanzar ese punto en la noche pero... mucho me temo que para entonces Gárneon y Thorand... – su voz se entrecortó – que el veneno ya haya actuado... De todas formas aún quedaría un gran trecho desde allí hasta la linde del bosque... – constató Mortak apenado.

- No nos demoremos pues... ¡En marcha!

- Ergoth, ¿Cuándo perderán el conocimiento? – quiso saber Nárlec.

- Teniendo en cuenta que fueron heridos hará poco más de un día... creo que con el sol ya en pleno declive pierdan constancia...

- Deberíamos prepararnos para entonces... aún no hemos visto árboles o marañas con lo que improvisar una camilla... – se inquietó Mortak nuevamente.

- Thorbardin sigue sin levantar cabeza del todo... está desvariando... habla solo y de repente empieza a llorar... – interrumpió Halén, que junto a Hárgot se habían convertido en su escolta y compañía.

- Dura ha sido su carga... ya curará el tiempo sus heridas y resurgirá de sus cenizas... dejarle a solas con sus sentimientos... – aconsejó Mortak mientras se echaba el fardo nuevamente a la espalda.

Por enésima vez se pusieron en pie y no perdieron tiempo en bajar a paso ligero la loma en la que se encontraban, ahora cuesta abajo. A pesar de su penoso aspecto y estado, no cesaban sus ánimos de cruzar la meta propuesta y poco les faltaban para ir a la carrera. A Thorbardin lo tuvieron que ayudar en alguna que otra ocasión, más que nada dirigiéndolo ya que estaba ensimismado en sus pensamientos y recuerdos.

- Sithel, tú eres rápido y no estás herido... adelántate raudo y veloz en busca de...

- Si quieres improvisar dos camillas no cuentes con madera... – interrumpió el elfo – vas a tener que hacerlas con la tela o las capas de las que dispongamos y a puño... no hay un solo árbol hasta el comienzo del bosque, solo fina hierba...

- ¿Ves Lórien?

- Claro que sí, lo que queda de trayecto es en pendiente y se puede apreciar perfectamente, hasta tú deberías verlo...

- Yo no veo nada... – se indignó Câranden – ¿Sabrías decirme a que altura estamos con respecto al río?

- Aun quedan varias yardas para estar a altura de la desembocadura del río... – le señaló con el brazo el horizonte – A este ritmo no llegaremos, muy rápido tendríamos que ir...

Pero no podían ir más rápidos, estaban al límite de sus fuerzas y solo su propio peso les hacía avanzar a tal velocidad. El tiempo siguió pasando y todos intentaron hacer el último esfuerzo por sus compañeros que ya empezaban a tener los efectos del veneno, los sudores fríos y mareos se apoderaron de sus semblantes y tenían que ser ayudados por los demás. Todos cargaron con todos, y el dolor solo era enmendado por el deseo. Rápidamente perdieron el aliento y al comienzo del anochecer estaban extenuados. Los resoplidos fueron los actos parejos a la impotencia que les poseía y encolerizaba en lo más hondo. Rabia de intentar vencer la barrera invisible que acababa por inmovilizar las rodillas y no poder cargar con tu cuerpo, rabia de estar tan cerca y a la vez tan lejos de la vida de dos de sus amigos. Pero el momento fatídico no se hizo mucho de rogar. Cuando Sithel comunicó que estaban a la altura de la unión de los dos ríos, el veneno entraba en su fase terminal. La noche ya reinaba en el cielo cuando Gárneon y Thorand eran incapaces de dar un paso más, cuando cayeron rendidos sin sentir sus extremidades. Todos cesaron la marcha preocupados, imaginando lo peor, e hicieron un círculo alrededor de ellos que fueron tumbados en la tierra.

- Se acabó querido amigo... – pronunció Gárneon con voz rota.

- No... aún es pronto...

- No Câranden... no se puede evitar una muerte anunciada... – contestó Thorand.

- Descansad en paz... no os preocupéis, vuestro sufrimiento ya tiene fin... – dijo Mortak.

- Ha sido un orgullo pelear junto a ti, Mortak. – Thorand hizo ademán de hacer una reverencia pero su estado se lo impedía.

- Lo mismo digo... – afirmó Gárneon – pero ha sido un orgullo mayor haberte tenido como amigo Câranden, y a ti Mortak y a todos... y también haberte conocido maese Náldor... me hubiese gustado entregarte mi hacha en estos momentos... siento que no haya sido así... – le dedicó una mirada al montaraz que se encontraba a sus pies.

- Has hablado por los dos... – respondió el enano con aspecto de bárbaro intentando reprimir el sollozo.

- Adiós amigos...

Al acabar estas palabras Thorand quedó sin sentido, su cuerpo dejó de moverse y sus párpados se cerraron. Gárneon lo miraba de reojo, tenía miedo y su corazón no encontraba consuelo. Sus lágrimas si afloraron y empezó a mirar a todos sus amigos presentes, a los que había tenido bajo su cargo antes del fin.

- Tengo frío... – se quejó el enano blanco como la nieve.

- Pronto desaparecerá...

- Volveremos a vernos, amigo... amigos... – refiriéndose a todos y usando el resto de sus fuerzas para hacerse escuchar – os estaremos esperando...

El veneno no le dejó decir nada más. Fueron heridos casi al mismo tiempo y de igual modo se fueron de este mundo. Los dos yacían en el valle, uno junto al otro, cogidos de la mano para infundarse ánimos pero no sintieron nada, el Telrunya les inutilizó sus sistemas nerviosos. Todos permanecían de pie, cabizbajos en una solemne y emotiva despedida en la que muchas lágrimas acabaron por desprenderse de sus cuencas. La tristeza impidió que pudiesen articular palabra alguna y no sabían como proceder ante tal situación. Finalmente, Câranden secó su pena y se puso en pie.

- Estamos cerca de las fronteras de Lórien. No están muertos sino en coma, pero pronto lo estarán si no intervinimos. ¡Cargaremos con ellos! ¡Rápido!

Cogieron varias mantas, una sobre otra, y depositaron el cuerpo en ellas. Entre todos levantaron las improvisadas camillas, una para cada uno, y a puño reanudaron una difícil e incómoda carrera.

- Aún queda tiempo antes de que los perdamos para siempre... todo depende de los fuertes, resistentes y sanos que estuviesen... tengamos confianza... – intentó dar ánimos Ergoth que estaba entre los que cargaban con Thorand.

Los pasos que los llevaron a un nuevo amanecer iban siendo más fáciles. Llega un momento en que el cerebro siente tanto dolor, penas y miserias que entra en un estado de sedación como defensa, para protegerse. Claro que aquello acarreaba el problema de que las piernas vacilaban mucho y no sabían como ordenarles que siguieran andando. No existían palabras para aquello, para expresar y describir el esfuerzo titánico que un cuerpo puede llegar a desarrollar en los momentos difíciles. El gran responsable de aquello era la amistad y lealtad, aunque para los montaraces y Sithel casi todo era compromiso.

El sol siguió su monótono ascenso aliviando en cierto modo el gran frío que acusaban los enanos. Estaban en pleno invierno, en pleno valle al pie de las montañas nevadas. Muchos estaban enfermos y resfriado, con fiebre pero no podían parar. Todos llegaron a desear dar sepultura a sus amigos y descansar largo y tendido, no tener que soportar con aquella carga. Soportaron dolor, hambre, cansancio, sed... incluso reprimieron la inevitable necesidad de retirarse al excusado como habían hecho a lo largo de todo el viaje, quedándose atrás del resto. Tenían miedo de parar y no se decidían. Lo único que les alentaba era la idea de conseguir el milagro y poder decir con la cabeza bien alta que fueron protagonistas de una gran hazaña, y que sacaron algo en limpio de aquella sucia cruzada.

- Tres de Diciembre... hoy debería dar comienzo la cacería... – dijo en un tono melancólico Thorbardin pero nadie le contestó para no volver a recordar aquellos sucesos.

La verdad es que pocas o ninguna palabra se cruzó en aquel día nublado. Tenían la cabeza evadida en el pensamiento y no apreciaban ni el paisaje que parecía ser el mismo, hasta el punto de rozar la hipnosis. Fue por lo tanto una marcha ardua y pesada para el cuerpo y veloz para el distraído entendimiento.

Pero tarde o temprano tenían que llegar a Lórien, asombrosamente llevaban una marcha acelerada. El anochecer era un hecho cuando tras superar un paso entre dos colinas, apreció a no muchas yardas el bosque de Oro con sus destellos. Eso daba muchos ánimos pero no sabían si lo habían conseguido a tiempo. Los cuerpos de los enanos estaban blancos completamente, con los labios morados. El corazón latía muy por debajo de lo que debería hacerlo estando en el más absoluto reposo. No cesó el viaje y echaron el aplomo necesario para alcanzar la siguiente parada, que les devolvería a dos amigos y en el mejor de los casos aliviaría el hambre y el dolor de la compañía. Ninguno había imaginado o quería imaginar la reacción que tendrían los elfos, pero esperaban que el esfuerzo no fuese en balde y la llave la tendría Sithel.

El día daba su fin cuando les llegó el aroma del bosque. Que bien olía, era una fragancia embriagadora que desinhibía la mente. Extraños destellos de entre las hojas surcaron la vista y la primera línea de árboles no tardó en abrirse ante ellos imponentes. Sus troncos eran grises y lisos y el follaje de un color amarillo rojizo. En aquella parte del mundo no importaba la estación en la que se encontraba el mundo, pues siempre lucían los árboles que bajo el poder de la hechicera, burlaban la oscuridad del mal. Más al norte se oía el fuerte murmullo de los saltos del Nimrodel que se unía al Celebrant de aguas tan frías en aquella época. Pero el destino no les concedió el placer de admirar la belleza de aquel paraje durante mucho tiempo. Una flecha salió silbando de entre las copas, clavándose delante de la compañía, cortándoles el paso.

- ¡Alto! ¡Ningún enano pisará Lothlórien! – gritó una voz autoritaria en lengua común.

- ¡Bien sabe Aulë que jamás pisaría su suelo dorado si no fuese una situación de extrema gravedad! ¡Necesitamos vuestra ayuda! ¡Tened piedad! – contestó también a gritos Câranden mientras animaba a los demás a continuar.

- ¡Ni un paso más! – se alzó la misma voz a la vez que otra flecha se clavó a modo de último aviso delante de ellos.

- ¡Dartho! – dijo Sithel en élfico – Boe ammen veriad lîn... – se adelantó a los demás.

- ¿Le aphadar aen? – preguntó el elfo que permanecía oculto.

- Lau.

- Man nach?
-
Im Sithel o Gardh-in-Taur. Henio, aníron boe ammen i dulu lîn...

- A sithel i mor-taur istannen le ammen. Gwennin in enninath...

La voz de aquel elfo le era conocida y titubeó un momento.

- ¡¿Qué demonios estáis diciendo?! ¡Hablad algo que entendamos los demás!

- Está pidiendo ayuda... Creo que le conocen... – aventuró Ergoth – aguarda...

- Esa voz... – masculló – ¡Por Eru! ¿Élonil? – exclamó Sithel.

- Tancave mellon.- dijo la hermosa voz mientras un individuo asomaba del bosque.

Sithel se había adelantado con cada palabra que había dicho y ahora estaba frente a otro de su raza. Era alto y con el pelo rubio claro, vestía ropas grises bajo una armadura de cuero, tira sobre tira, cerrada al centro. Por encima pasaba una pequeña clámide y un manto con capuchón colgaba a la espalda. Portaba un arco largo de color blanco, tanto la cuerda como la madera, y la aljaba también del mismo color se adivinaba en el hombro. Así vestían todos los exploradores silvanos que se confundían entre la arboleda.

- Mae govannen iaur mellon dor nín. – saludó feliz el elfo tras fundirse en un abrazo con su viejo amigo – Manen nach?

- No hay tiempo Élonil – dijo en lengua común para que los demás se enteraran – Tenemos dos heridos graves que se sumergen en un veneno mortal, el Telrunya...

- No queremos trato con los enanos... – respondió de igual modo.

- No te estoy diciendo que nos acojáis... solo que le deis medicina élfica...

El elfo titubeó y pensó echando una mirada a los árboles en los que se encontraban compañeros suyos.

- Aen mabathon, tûr gwaith nîn beriatha aen. – dijo al fin, hizo una seña y varios elfos salieron del bosque, al rato, para recoger a los heridos con unas camillas.

- Hannon le.

- ¡No irán solos! – protestó Câranden, entre otros, cuando iban a alzar a Gárneon.

- Iest ammen na glenno na le. – pidió Sithel atendiendo al deseo de los enanos.

- Lau, dihena... En el bosque solo seréis bien recibido tú y los montaraces si van contigo... – alzó la voz – los demás permanecer tranquilos en nuestras fronteras, son tierras seguras... – dicho esto giró sobre sus talones y se encaminó junto con los demás que portaban los cuerpos inconscientes de los enanos.

Sithel se volvió con la pequeña compañía.

- ¿Y bien? ¿Qué haremos? – preguntó Thorbardin.

- Ya lo habéis oído... tendréis que esperar en el valle... nosotros les acompañaremos y nos haremos cargo de vuestros amigos... no os preocupéis os haré llegar alimentos y medicinas... – el elfo ya se volvía en aquella dirección, feliz y ansioso por visitar nuevamente aquel maravilloso lugar.

Los montaraces le siguieron con algunas más reservas pero en el fondo sentían lo mismo y deseaban con ímpetu comida en abundancia y un confortable lecho. Apretaron el paso para no quedarse atrás mientras los enanos se resignaron y enfadaron.

Les dieron alcance por detrás y siguieron entre los árboles por un camino asfaltado por hermosas y rojizas hojas. Avanzaban un poco a tientas pues el sol se había ocultado hace ya tiempo. Entre las copas atisbaron alguna que otra luz pero muy leve y tintineante. El bosque parecía un laberinto, y no había a priori forma de orientarse. La compañía de elfos que portaban las camillas tomó otro rumbo y los tres dúnedains siguieron a Élonil y Sithel que conversaban en la lengua de los elfos. En poco tiempo dieron alcance a un árbol de gran envergadura desde el que a un silbido cayeron dos escalas. Treparon por ellas con más o menos dificultades hasta alcanzar una plataforma suspendida en el aire entre cuatro frondosos troncos a vertiginosa altura. Las escalas se abrían en el centro de la plataforma, en un pequeño círculo. Era de color gris y no era limitada por barandillas. Era muy grande y de ella nacían dos pasarelas que se perdían entre las hojas. Era un puesto de vigilancia a entender de los montaraces, en él había una pequeña mesa con varias copas y platos con comida. Cuatro cojines lo rodeaban para sentarse. En el otro extremo había tres camas, dos arcos enfrente con sus correspondientes aljabas descansaban en la blanca y lisa madera. En la estancia había otro elfo a parte de Élonil que saludó a los recién llegados.

- Ai Sithel! Anann! Gwennin in enninath! – exclamó sorprendido, él también le conocía lo de su estancia anterior.

- Aiya Nelron.

- Tolo, havo dad a mado aes... – ofreció.

- Por favor usemos la lengua común para que todos podamos ser partícipes... – pidió Sithel.

- Como quieras... – dijo Élonil.

- Eso puede ser un problema... hace muchos largos años que no uso la lengua común – bromeó Nelron – el mundo cada vez está más loco y solo tenemos trato con los elfos que se refugian en nuestro bosque. Casi en su totalidad vienen del nordeste, de tu hogar... ¿Qué tal andan las cosas por allí?

- Allí cada día está más difícil, muchos parten en barco desde la costa...

- Cada día el mundo se vuelve más loco... si hasta los enanos parecen que se han cansado de vivir en las profundidades...

- ¿Por qué dices eso? – se extrañó Ergoth.

- Vuestros amigos no son los primeros enanos que vemos o recogemos... – respondió Élonil – últimamente hay mucho movimiento, y en grandes números...

- ¿No sería el primo de Thorbardin? - preguntó Náldor.

- Nuestros hostigadores del Oeste nos avisaron de que un gran número de enanos procedentes del norte entraron en Moria o Hadhodrond como la llaman en sindarin. También nos habían informaron, tiempo antes, que otro contingente avanzaba desde el sureste hacia Nimrodel, aunque este llegaría más tarde...

- Esos éramos nosotros... – interrumpió.

- Ya me imagino, decían que no solo iban enanos sino también hombres, pero nunca imaginé que un elfo... – dijo Élonil mientras miraba maliciosamente a Sithel.

- Pero ese no ha sido el único movimiento avistado. Hace muchas semanas, varios meses, cientos, miles de enanos abandonaron la montaña y pusieron rumbo al norte bordeando nuestro bosque... Salieron de Moria, varios contingentes... ¿Qué ha ocurrido?

- Estas nuevas mejor comunicárselas a Mortak y Thorbardin... – pensó Ergoth.

- Moria ha caído al igual que Nimrodel, infinidad de trasgos junto con trolls vencieron a los enanos. Nosotros íbamos a una gran cacería para erradicarlos pero parece que no conocían muy bien el peligro al que se enfrentaban y llegamos tarde...

- Mejor hablamos mañana, estaréis cansados. Comed y bebed tranquilos, hoy podréis pasar aquí la noche... mañana ya veremos. Vamos a ver que pasa con los tres heridos, Nelron...

- ¿Has dicho tres? – se extrañó Ergoth.

- Sí, a uno lo trajo arrastrando la corriente, lo encontramos en la orilla del Río de la Plata. Han llegado muchos cadáveres enanos pero solo uno lo hizo con vida... ya os he dicho que ha habido mucho movimiento en los últimos días y no sois los primeros a los que recojo... Mañana continuaremos, descansad. Losto bein. – Élonil se perdió por una pasarela seguido por Nelron y Sithel, que tomó una copa de vino y lembas.

Los tres montaraces quedaron solos bajo la copa de los árboles que ocultaban las estrellas. Un pequeño farol iluminaba el flet como los elfos llamaban a las pasarelas. El ruido de los insectos era constante al igual que el del río que pasaba cerca, más al norte. Demasiado lejos para comprobar in situ las historias que hablan de ese río en el cual se formaba una niebla plateada sobre el agua debido al curioso fondo y el reflejo de las estrellas.

Echaron mano de algunas frutas y pasteles, sirviéndose generosas copas de vino.

- ¿Quién será el enano al que arrastró el río?

- Seguramente sea del pueblo de Dúndel – supuso Ergoth – al parecer se introdujeron en Moria y allí no correrían mejor fortuna que nosotros... De todas formas ya nos contará lo sucedido, pero según lo que acaban de decirnos... muchos escaparon de Moria y huyeron a las Montañas Grises o las Colinas de Hierro…

- Se me ha olvidado pedirles alguna hierba para los músculos... Salí de la batalla con las manos al rojo vivo y montón de agujetas en el brazo. Y ahora tras el viaje tengo todo agarrotado, no puedo cerrar bien las manos y las tengo llenas de durezas... – se quejó Náldor.

- Yo también acabé muy mal. El brazo se me quedó atrás en una estocada y tengo todo el codo dolorido, al igual que las piernas y los brazos... – se sumó a la ronda de quejas Ergoth.

- Hasta esta noche no habíamos hablado de la batalla en la oscuridad... han pasado dos días y aún lo recuerdo como si acababa de pasar... Nunca he visto tan de cerca la muerte... – dijo tembloroso Geko – En la batalla librada en la oscuridad me hirieron en la pierna y avance a trompicones, agónicos trompicones... acabé estampándome contra una columna con todo el hombro cayendo al suelo violentamente... no sé cuantos orcos me pisaron o cuantos cadáveres se me echaron encima pero milagrosamente sobreviví, después empezaron a huir y pude reincorporarme y daros alcance... – terminó casi en lágrimas el montaraz.

- Tuviste suerte... muchos cayeron o se perdieron y no están ahora para contarlo...

- Ya lo sé... por eso os digo que me alegra seguir vivo, aquí con vosotros, amigos...

- A mí también, eso no lo dudes... – añadió Ergoth.

- Compañeros hasta que la muerte nos lleve... hermanos de armas... – pasó los brazos, Náldor por encima de los dos.

Permanecieron en silencio algunos minutos y tras terminar de saciar el hambre y sed, se acostaron en las finas camas élficas aunque sorprendentemente cómodas. No tardaron mucho en dormirse, a pesar de que les sobresaltaron desagradables visiones y recuerdos el cansancio logró imponerse.

La fuerte luz del día despertó a los montaraces que se encontraban dormidos en la gran placidez producida por tan cómoda cama. Los rayos de sol incidían con la suficiente fuerza como para atravesar el espeso techo del bosque, inundaban el flet junto al canto de los pájaros que le estaban dando la bienvenida al nuevo día. Los tres se estremecieron molestados por el cambio de luminosidad y se reincorporaron casi a la vez. Frente a ellos permanecía bebiendo Nelron.

- Mae arad, sois muy dormilones... hoy es cinco de diciembre... – rió.

- ¿Cinco? – repitió incrédulo Geko.

- Es decir que hemos dormido un día entero...

- Dos noches y un día para ser exactos, jamás vi a un hombre dormir tanto...

- ¿Y los enanos? – se interesó Ergoth.

- Están bien, han dormido más o menos lo mismo que vosotros y Sithel les llevó algo de comida y hierbas medicinales...

- ¿Y los que trajimos heridos? – inquirió Náldor.

- Me temo que solo ha sobrevivido uno de ellos, llegaron muy tarde... la salvación dependía de la resistencia física que poseyeran...

- ¿Quién está vivo? Teníais tres heridos...

- Eso yo no lo sé, todos los enanos me parecen iguales... Comed algo, tenemos que ir al claro del río donde esperan Élonil, Sithel y el capitán Iswirn que traerá al enano con vida. Esta tarde podréis partir...

- Hannon le... – contestó Ergoth con el poco élfico que sabía.

Entre bostezos se pusieron en pie y siguieron a Nelron a través de una pasarela que se perdía entre los árboles. El bosque era un maravilloso collage con follaje verde, amarillo, rojizo... los más grandes y en donde habitaban los elfos eran los de tronco gris y hojas doradas, eran los más altos y empequeñecían a los demás. La pasarela giraba entre las copas y hacía difícil ver el suelo. Era una mañana fría y el sol era aún muy joven. Los montaraces estaban totalmente descansados y sus dolores musculares habían desaparecido, luego se enteraron que Sithel les administró un remedio élfico mientras dormían.

Tras un buen rato andando y habiendo pasado bifurcaciones y otros flets, llegaron a un árbol extremadamente grande. La pasarela se abrazaba a su tronco y la bajaba en espiral con escalones grandes y cómodos. Todas sus construcciones estaban encajadas en la naturaleza y la pasarela no bajaba recta ya que evitaba alguna que otra rama. Unos arcos tallados bordeaban las escaleras y la adornaban, algunos faroles colgaban aún encendidos pero no parecía haber nadie en aquella parte del bosque o por lo menos los montaraces no vieron a ninguno. Una vez descendido todo el árbol, pisaron una fina hierba que les llegaba a las rodillas y el sonido del agua se hizo más grave. Nelron los guió un poco más entre algunos árboles y obstáculos hasta llegar a un pequeño claro donde dos individuos charlaban sentados en un tronco viejo.

- Ya era hora de que amanecierais... me imagino que después de dormir tanto tendréis que ir al excusado, podéis hacerlo allí... El río está cerca, podéis acudir a asearos también. – dijo un sonriente Élonil que rozaba la burla.

Los montaraces volvieron al cabo de unos minutos más desahogados y despejados. Al claro habían llegado siete jinetes ataviados con capas grises y armados. Iban sobre unas formidables bestias de color blanco y en la grupa colgaban unos paquetes; uno de ellos arrastraba una camilla.

Se acercaron al grupo que se había formado en el centro y los jinetes dieron la bienvenida sin bajarse de sus monturas. Una vez se habían acercado pudo ver mejor a los elfos que estaban encapuchados. Bajo la capa portaban una espada típica de Lórien, un mandoble con la hoja ondulada al lado contrario que el mango, también ligeramente en curva. Llevaban casi las mismas ropas que los exploradores, gris sombra cerrado con un broche, una hoja enzarzada en oro. Sus armaduras parecían más completas y resistentes pero no supieron averiguar de qué estaban hechas pero parecían escamas que se fundían en interminables abrazos de un color oro viejo marrón.

- Aiya, mi nombre es Iswirn Dhorather.

- ¿Silvano? – preguntó boquiabierto Geko.

- Sí, así me llamaban algunos fuera de estas tierras... – sonrió.

- Es un honor conocerte... – afirmó Náldor.

Iswirn era un famoso guerrero que luchó en la guerra contra Sauron con una edad extremadamente joven y en la que desempeñó un gran papel. Acabó capitaneando parte de las tropas silvanas y la efigie de su espada causaba terror en los orcos, llegó a ser muy temido y sus enemigos le apodaron el Silvano.

- No todo lo que se cuenta sobre mí es cierto joven montaraz... perdonad, estos son: Fáeloth, Gáldet, Béleg, Halim, Nóstar y Nellin. – presentó Iswirn a los demás jinetes que hicieron una reverencia al nombrárseles.

- Yo soy Ergoth hijo de Earnor, éste es Náldor hijo de Núreber y él, Geko hijo de Zârandon. – devolvió las presentaciones.

- Hemos traído a vuestro compañero, está inconsciente pero a salvo.– señaló a la camilla donde había un cuerpo totalmente cubierto por sabanas y mantas – imagino que vosotros conoceréis el veneno y su recuperación, ahora es mejor que no pase frío, dejadle tal cual está hasta que se levante el mismo.

- ¿Quién está inconsciente?

- Nosotros trajimos dos heridos pero según tengo entendido otro vino arrastrado por la corriente...

- Supongo que será uno de los dos que trajisteis, estaba envenenado por el Telrunya y en las últimas, gracias a su resistencia se ha salvado... Aún no tiene todas sus funciones estabilizadas…

- Conocemos su cura... – respondió Ergoth.

- Bien, nosotros debemos partir de inmediato, nos aguardan en otro sitio. Suerte...

- Adiós.

- Namarië.

Se despidieron los montaraces mientras Nelron desataba la camilla.

- Élonil. – llamó Iswirn acercándose con el caballo.

- ¿Sí, capitán?

- ¿Qué hay de los demás enanos?

- Están en nuestras fronteras.

- ¿Les habéis llevado alimentos y suministros?

- Sí señor, Sithel les llevó lo justo para pasar la noche junto a algunas hierbas, para el dolor muscular, sedantes…

- ¿Lo justo? – preguntó incrédulo – ¿Había algún otro herido de gravedad? – se volvió de nuevo hacia los montaraces.

- La verdad es que ninguno de nosotros salió ileso... – contestó Ergoth.

- Élonil que los arqueros apostados en el oeste dejen pasar a los enanos y curarles todas sus heridas y dadles comida en abundancia.

- Mi señor, los enanos no pueden pasar y ver nuestros secretos, va en contra de nuestras leyes y tú lo sabes mejor que nadie. – decía incrédulo el joven elfo.

- Vendadles los ojos – fue la simple respuesta que obtuvo – atendedles y conducidlos hacia el sur para que retomen el camino de vuelta a casa. Yo asumiré las consecuencias si las hay. No tienen por qué enterarse en Caras Galadon. Decídselos a los demás, es una orden.

- Sí señor. – dijo Élonil bajando la cabeza y desapareciendo a la carrera acompañado de Nelron que le siguió de inmediato.

- Os reuniréis con vuestros amigos enseguida. – informó aquel majestuoso elfo encapuchado, a los montaraces.

- Un noble gesto el tuyo capitán. – dijo Náldor.

- En los tiempos que corren no podemos negarnos la ayuda entre los pueblos libres. Hay que dejar de lado las indiferencias, cada día el mundo es más peligroso...

- Eso es cierto, ojalá todos pensaran igual...

- Namarië. Un importante cometido nos espera, transmitidle a los enanos mis formales disculpas.

- Aen Ilúvatar beriatha le. – se despidió Ergoth como había oído hacerlo entre ellos.

Los siete caballos empezaron a cabalgar hacia el sureste y se perdieron de inmediato entre los árboles cantando con júbilo una cancioncilla de pregón.

¡Somos elfos silvanos, señores de los arcos!

¡Dueños de la destreza, de la agilidad suprema!

¡Sigilosos como el viento, acechando te encomiendo

que huyas sin descanso o en la noche te abatiremos!

¡No pises nuestros bosques o muerte te daremos

a no ser que seas, amigo de los elfos...!

Cuando ya se perdía hasta el sonido de sus voces cinco elfos aparecieron para conducir a Sithel y los dúnedains.

- Vamos, os llevaremos a un pequeño cuartel situado al sur del bosque, desde allí podréis salir a la llanura y seguir el cauce del río grande.

Los enanos estaban muy molestos por el trato de los elfos y aguardaban expectantes las noticias de sus amigos. Solo Sithel les llevó algo para acometer contra el hambre pero no fue suficiente. El largo descanso les vino muy bien pero estaban con el corazón en un puño, allí sentados con resignación todo el día ante aquel bosque maldito.

Diez elfos se abrieron paso rápidamente en dirección al pequeño campamento instalado en el valle. Los enanos se levantaron bruscamente alzando las pocas hachas que les quedaban pero enseguida Élonil les tranquilizó en lengua común.

- Tranquilos, tenemos orden de dejaros pasar y conduciros con los demás.

- Ansiadas nuevas.

- Pero tenemos que privaros del don de la vista. Solo con los ojos vendados podréis pasar...

Aquello causó nueva resignación pero los más sensatos convencieron al resto y procedieron de distinta gana. Tomaron la senda más rápida y segura, ningún elfo disfrutaba de aquella compañía y el sentimiento era recíproco. Solo obedecieron por ser el capitán Iswirn quien había dado la orden, si ésta la hubiese dado cualquier otro capitán se abrían negado y sublevado, relevándole del mando. Pero Iswirn era muy respetado y admirado y nadie jamás osaría a cuestionar sus decisiones y deseos.

Los enanos avanzaban a tientas, al verse privado de la vista sus demás sentidos se agudizaron en cierto modo para apreciar el paraje. La fauna jugaba con el oído animosamente y las hojas y mullida hierba hacía las delicias del tacto. A pesar de lo agradable de aquel lugar, los enanos jamás llegarían admitir ni para sí mismos que sintieron gratitud y aprecio pos pisar el bosque de los elfos, todos se empeñaron en odiarlo y se comportaban con altas muestra de desagrado.

Los elfos hablaban en voz baja en su lengua materna y no hicieron caso de las pesquisas de los enanos como Câranden que estaba preocupado por el final de sus amigos.

Los cinco elfos dirigieron a los montaraces a una pequeña explanada donde había otro gran árbol con una escalera en espiral. En aquel lugar había un pequeño cuartel a baja altura, colgando entre árboles bajos; no era un flet como el anterior, este estaba cubierto y había una gran escalera que llegaba al suelo. Del techo de aquella hermosa construcción emergía otra escalera de caracol que se perdía entre las ramas y luces.

- Hermoso lugar... – se fascinó Geko.

- Todos los rincones lo son gracias a la Dama, ella protege estas tierras del mal. Esperemos que sea así por muchos años... – suspiró un elfo.

- Sentaros en aquellas raíces mientras bajo algo de comer para facilitar la espera.

Sithel y los montaraces obedecieron. Tres elfos volvieron por donde llegaron a cumplir otros asuntos mientras los otros dos restantes subieron a la casa del árbol. En un lado del claro, unos árboles pequeños y retorcidos constituían casi a propósito varios asientos alrededor de una piedra lisa.

- ¿Qué ha pasado en este día que nos hemos perdido? – quiso saber Náldor.

- Hice una pequeña visita a la compañía en la frontera, os terminé de curar a vosotros y me maravillé de nuevo con el bosque mientras charlaba con viejos amigos... – respondió Sithel feliz.

- ¿Y en lo referente a los enanos?

- Yo tampoco conozco su identidad... – dijo mirando la camilla – Los que vivían en Moria abandonaron su hogar hace mucho tiempo... si entre sus pueblos tuviesen mejores relaciones y formas de comunicación se habría podido evitar este baño de sangre...

- Entonces, ¿El por qué los enanos de Moria se abalanzaron sobre Nimrodel era que buscaban refugio?

- Nadie sabrá jamás lo que pasó allí abajo pero terminó por afectar a Nimrodel, apuesto a que todas esas hordas provenían de Khazad-dûm.

- ¿Y la criatura que nos atacó en el puente?

- No estoy seguro – respondió a Ergoth – pero creo que esa criatura ha sido la culpable de que Moria y Nimrodel hayan caído. Seguro que los trasgos la obedecen, los orcos solo son el instrumento y él el artífice, aunque al final tuviese que actuar la propia criatura. ¿Os acordáis del estado del arado? Estaba todo quemado y despedazado, cadáveres calcinados... los enanos resistieron a los orcos y trolls pero no al fuego.

- ¿Pero de dónde salió semejante bestia?

- En el mundo hay muchos males que quedaron sepultados en la tierra tras la batalla contra Morgoth, el primer Señor Oscuro tenía un gran bestiario a su disposición...

- ¿Un dragón?

- No lo sé pero bajo el puente había un abismo y la bestia tenía que estar volando a no ser que hubiese alguna plataforma escondida. Y esa potencia de fuego...

- La mina es un lugar pequeño para un dragón...

- No tiene por qué, que yo tenga entendido Moria es un gran pozo y los dragones han conquistado muchas mansiones enanas atraídos por sus tesoros...

- ¿Qué han hecho los elfos con los cadáveres que vinieron arrastrados por la corriente?

- Creo que los incineraron... pero no me hagas mucho caso, hay temas más espinosos y preocupantes...

- ¿Cuáles? – inquirió Geko picado por la curiosidad.

- Hay tensión entre los elfos, algo pasa en nuestro mundo y pone en peligro a nuestra raza...

- ¿Volverás a tu tierra? – la pregunta de Ergoth no le gustó al elfo.

- No.

Los dos elfos que habían subido, interrumpieron la conversación. Trajeron ánforas de vino, pan tostado, mermelada, fruta y algo de carne, una carne tierna y blanca que devoraron con gusto. Cuando terminaron de comer, los elfos volvieron a irse, esta vez acompañados de Sithel, para traer lo necesario para los enanos que estaban a escasas yardas, según informó un explorador mediante silbidos. Los elfos se podían comunicar entre ellos con agudos sonidos parecidos a los de algunos animales, era una forma segura y eficaz de avisar y dar información. Mientras tanto, los montaraces aprovecharon para asearse en una fuente cercana.

Los tres aguardaron solos, casi en silencio, a que llegaran los elfos con los enanos ciegos que no hicieron esperar mucho. Al rato aparecieron en el claro, llevándolos en fila. Avanzaban con miedo y las palmas de las manos extendidas como si quisieran evitar algún golpe. A una voz empezaron a desatar las vendas. Algunos subieron a los árboles y otros tomaron asiento, vigilando con arco en mano. Los enanos no tenían buena cara y peor aún era su aspecto. Sus ojos tardaron unos instantes en acostumbrarse al grado de luz que entraba con fuerza. A Câranden se le iluminó la cara al ver a los tres montaraces y corrió hacia su posición para conocer las nuevas deseadas. Mortak lo siguió y los demás terminaron por hacer lo mismo y en pocos instantes rodearon a los tres dúnedains que permanecían sentados. Ninguno reparó en la camilla depositada al otro lado, lugar donde dos elfos habían parado a charlar.

- ¡Ergoth! ¡Por Aüle! ¿Dónde están Gárneon y Thorand?

- Me temo que solo ha sobrevivido uno...

Aquella noticia causó gran conmoción, otra pérdida más se apuntaba a la larga lista, pero también sintieron el regocijo de haber salvado a uno de ellos con tanto esfuerzo.

- ¿Quién no lo consiguió?

- No sabría decirte...

- ¡¿Cómo que no sabrías decirme?! – se encolerizó Mortak.

- El veneno Telrunya tiene una extraña recuperación, si se coge tarde su vida pende de un hilo. Allí tenéis el cuerpo completamente tapado y con bolsas de agua caliente, necesita el calor y cualquier cambio de éste por muy mínimo que sea podría complicar su estado... – dijo señalando con el dedo la camilla echa de madera y piel, ancha y con todas las mantas perfectamente dispuestas.

- ¿Me quieres decir que no sabéis quién está allí tendido?

- Así es, hasta que él no se levante por sí solo no lo sabremos…

- ¡Pero si esta empaquetado! ¿Qué clase de cura puede ser esa?

- Eso no tiene nada que ver con la cura, sino con la estación. Estamos en invierno y saldremos a campo abierto, hará mucho frío y no es aconsejable. Su temperatura corporal ahora es muy baja, hay que subirla con calor externo…

- ¿Cuánto tardará?

- Depende del cuerpo...

- ¿Cómo sabremos si aún sigue vivo o muerto?

- El veneno se compone en su totalidad de dos toxinas, una ataca el cerebro dejándolo en coma, congelando primero todo el cuerpo y sus terminaciones nerviosas, y el segundo provoca el fallo cardíaco una vez el sujeto está inconsciente. Los elfos han puesto remedio a esta segunda toxina pero la primera es capaz de matar por sí sola. Si la persona no sale del coma en una semana entrará en muerte cerebral. Tenemos que esperar...

- ¿Una semana a partir de cuándo?

- Del envenenamiento. Haciendo cálculos... si en dos o tres días no despiertan tendremos un nuevo entierro...

- Tristes noticias...

- Aún hay más... Los elfos nos dijeron que los enanos de Moria dejaron la montaña hace algún tiempo y partieron al norte. Dúndel se internó en Khazad-dûm y no se sabe nada de ellos pero muchos cadáveres llegaron arrastrados por el Celebrant hasta el bosque... - aquellas palabras fueron oídas con gran pesar por Thorbardin.

- Si en vez de cruzar el Río por el puente de Celebrant lo hubiésemos hecho más al norte nos podríamos haber topado con ellos y se habría evitado un baño de sangre. Cuando nosotros partimos no llegaron noticias de Moria... aún...

- Ahora en el norte están todos nuestros hermanos, fundaremos un nuevo reino en las montañas... – comentó Mortak – Si en Nimrodel no hubiesen desconfiado de Moria ellos también habrían huido...

- ¿Qué puede hacer a una civilización enana huir como cobardes dejándolo todo? – se preguntaba irónicamente, Câranden.

- Un enemigo implacable que comandaba un ejército de orcos y trolls, apuesto que la criatura que nos atacó en el puente... A veces la victoria es una huída a tiempo... – las palabras de Náldor quedaron en el aire y todos permanecieron en silencio, intentando de asimilar la información y haciendo conjeturas.

Los elfos volvieron con un montón de cuencos e infusiones para curar las heridas y la comida que pudieron reunir. Los enanos llegaron a darles las gracias y su ánimo subió un poco, por lo menos todos estaban ya completamente curados y fuera de peligro. Los remedios élficos eran buenísimos y en con las manos apropiadas podían curarlo todo pues aún quedaba magia en aquella raza. Los montaraces informaron de que todo aquello fue posible gracias al capitán Iswirn y les transmitió sus disculpas que fueron recibidas de muy buen grado y lamentaron no haberle conocido en persona. Antes de que cayera la noche estaban todos listos y dispuestos para partir sin problemas, habían saciado todas sus necesidades. Los enanos decidieron esperar las luces del día siguiente para emprender la marcha pero la amabilidad y hospitalidad de los elfos tenía un límite y se negaron. Así que les volvieron a vendar los ojos y los condujeron a las fronteras del país para que pasasen allí, si tal era su deseo, la noche.

Eran altas horas de la madrugada, poco distaba para el alba, cuando los elfos volvieron a destapar los ojos de aquellos nueve supervivientes, ya curados y reconfortados. Sithel y los montaraces portaban la camilla, agarrando las cuatro asas de ésta. Echaron las últimas miradas a aquel maravilloso lugar en donde los árboles crecían abrazándose unos a otros, formando caminos hacia el techo verde y amarillo que producía los hermosos destellos a la luz de la luna.

Los exploradores silvanos sintieron gran regocijo en terminar aquella tarea encomendada y tras despedirse brevemente de Sithel, partieron de nuevo hacia Lórien.

Quedaron por tanto los trece en aquel valle, donde silbaba el viento junto a los pequeños insectos. Al Oeste se adivinaba el cauce del río grande, que atravesaba aquella tierra entre un florecido cañón. Anduvieron un rato hasta encontrar un lugar cómodo alejado de la línea de los árboles, ahora sin prisa ninguna, avanzando en una relajación que se les hacía extraña. No tardaron mucho en asentarse en un pequeño desnivel hacia el sur. Los fardos los llenaron en el bosque con lo suficiente para llegar a Éstaleth y echaron mano de algunas de esas provisiones.

No se cruzaron muchas palabras en lengua khuzdul, la lengua secreta de los enanos, aquella noche. Todos estaban ensimismados en sus pensamientos y asimilando las nuevas recibidas, corroídos por la incertidumbre y diabólica curiosidad sobre la identidad del compañero postrado sobre las telas, que se debatía entre la vida y la muerte no pudiendo interceder en esa lucha. Hicieron un gran fuego con yesca y pedernal que tenía Geko, y se aproximaron todos alejándose del frío. Los enanos tardaron en dormirse rápidamente quedando despiertos solo los montaraces y Sithel, que harían las guardias hasta el completo amanecer, para el cual quedaba poco.

- Rumbo a Éstaleth ahora ¿No? – preguntó Geko.

- Sí, allí se dividirán nuestros caminos. Los enanos tras comprar ropas, armaduras y provisiones partirán a las montañas. ¿Tú qué harás, Sithel? – se interesó Náldor.

- No lo sé...

- ¿Volverás a tu bosque?

- Es la segunda vez que me lo preguntas… ¿Volveréis acaso vosotros al norte?

- No, seguiremos en Gondor... – participó Ergoth.

- Es la misma situación… ¿Qué pasa? ¿No podéis volver al norte o no queréis?

- No podemos... fuimos considerados enemigos del norte y tuvimos que exiliarnos...

- ¿Por qué? – su tono de voz perdió toda antipatía.

Se hizo un corto silencio en el que los recuerdos y sentimientos afloraron.

- Todo empezó hará ocho años, cuando Arnor aún existía como reino de los hombres...

- ¿Mil novecientos setenta y cuatro? ¿La derrota de Fornost?

- Cuando el Rey Brujo de Angmar tomó la ciudad, todos nosotros huimos a las montañas y a Eriador. – empezó a narrar Ergoth – El enemigo se estableció contento por sus victorias en Fornost, pero aún quedaba poder en mi pueblo. Aún teníamos un ejército fuerte, aunque oculto y dispersado. En la primavera del año siguiente naufragó en la bahía de Forochel la nave que devolvía al sur a Arvedui, nuestro último rey, aunque formalmente solo de Arthedain. Con él se perdieron dos tesoros del reino de gran importancia, las palantiri de Amon Sûl y de Annúminas. Con lo cual, en esa misma primavera se planeó un ataque sobre la capital para retomarla y expulsar al enemigo fuera de Arthedain. Eärnur llegó con un ejército de Gondor y tropas élficas comandadas por Círdan y Glorfindel que se unieron al ejército de Arthedain, desembarcando en Lindon, donde también había tropas establecidas. Tras la feroz batalla, los ejércitos del Rey Brujo huyeron de nuestras tierras siendo perseguidos hasta las Landas de Etten. Hubo algunos nobles que ofrecieron a Aranarth, hijo mayor del rey Arvedui, el cetro del norte...

- Yo estuve presente en esa ofrenda... – interrumpió Náldor – “Ahora que el enemigo de Angmar ha sido derrotado, vos podréis reinar de nuevo sobre todo el norte. Aceptad el cetro de Annúminas y nosotros reconstruiremos el reino para vos.” Fueron sus palabras...

- Pero Aranarth consultó su decisión con Elrond quien aconsejó que el reino del norte pasara a las sombras, pues “si el poder de Arnor se alza de nuevo, Angmar volverá a atacarlo con más fuerza, pues su Señor no es un simple capitán de orcos, sino el mayor servidor de Sauron, el enemigo del Oeste. Su voluntad, férrea como el destino, está tras los ejércitos de Angmar, y, si se lo permitimos, su odio contra nuestro pueblo os destruirá, no solo a vos, sino a todo el linaje de Elendil, hasta que nadie sobre la tierra pueda reclamar el señorío de los Númenóreanos. Escuchad mi consejo, y tal vez aun quede una esperanza. Ocultaros en las sombras, ayudaros de ellas para esconder los restos de los Dúnedain, y mientras vuestra casa sobreviva, brillará una esperanza para los Dúnedain” Aranarth entregó a su custodia el cetro de Annúminas y la Elendilmir, símbolos de la realeza en el norte, pero guardo para sí y para su descendencia el anillo de Barahir, para que nunca olvidasen su origen y llegara un futuro resurgir.

- Por lo tanto se creó el cuerpo de los Montaraces, con el único fin de defender el reino del norte, tal y como eran sus fronteras de antaño, desde el Bruinen al Lhûn, desde el Belegaer a los páramos del norte, y desde las Ered Luin a las Hithaeglir.– tomó la palabra Geko – Siendo Aranarth nuestro primer capitán.

- Pero no todos aceptaron la idea de ocultarse y permanecer en la sombra, recorriendo las tierras para protegerlas, dejando atrás la imagen de esplendor de los reyes de antaño para tomar la de vagabundos de tierras baldías. La idea de los montaraces era vivir ocultos, combatiendo la sombra sin atraerla, para poder, llegada la hora, salir una vez más a la luz del brillante día...

- Déjate de ideales, Ergoth. Te estás desviando del tema... – volvió a interrumpir Geko – Athân, un noble que no quiso adaptarse a esa nueva forma de vida, reunió a todos sus súbditos, a él se les unieron otros nobles, y congregaron un importante número de dúnedains para habitar en las quebradas del norte, más al norte que Fornost, en una poderosa fortaleza, la única intacta, aunque mucho más pequeña que nuestra capital. Tenía un amplio plano cuadrado con las esquinas curvadas, con numerosas torres entre las que la mampostería de la muralla iba tornándose. La puerta se alzaba entre dos gruesos torreones que sobresalían del muro y estando la puerta por detrás de la línea defensiva. Entre estos dos torreones había un puente comunicante en lo alto, para apuntalar la defensa del emplazamiento y que le daba a la par un hermoso detalle. La ciudad estaba respaldada por las montañas y poesía dos niveles divididos por los altos muros grises, el segundo sin almenas. Arriba se alzaba una alargada y achatada ciudadela a la que se accedía por tres grandísimas escaleras y puertas presididas por un cuello de botella...

- Yo entonces no conocía a estos dos bribones – rió retomando la palabra Ergoth – fue allí cuando tuvimos contacto pues los tres no teníamos extrema ilusión por convertirnos en montaraces. Yo llegué a la ciudad con Neith, una compañera de infancia, juntos superamos la pérdida de nuestros respectivos padres y nos ayudamos el uno al otro a lo largo de los años... Me pregunto qué habrá sido de ella...

- Queríamos seguir viviendo como siempre y solo allí podíamos hacerlo sin abandonar el reino. – continuó Geko ya que su amigo se quedó hendido en la incertidumbre al recordar a aquella persona a la que tenía tanto afecto – Nuestro número rondaba los tres mil habitantes, reparamos los estragos de la guerra, sembramos las tierras y reparamos algunas estructuras y restablecimos el orden en nuestras vidas. Aranarth no tardó mucho en ir hacia Ernost, pues así se llamaba aquella fortaleza, para pedirnos que desistiéramos, que estábamos demasiado cerca de Angmar y podríamos provocar una nueva masacre si crecíamos en poder. Pero Athân y los demás hicieron caso omiso. Incluso llegaron a burlarse diciendo que ellos protegerían la frontera norte del enemigo que había huido de esas tierras, que no se preocupasen por ellos, “Podréis dormid tranquilos” dijo. Aranarth nos llamó entonces enemigos de la paz y del pueblo de Arnor y que tendríamos nuestro justo castigo y no intentásemos volver a formar parte del pueblo de los dúnedains...

- Y no se equivocaba... – se lamentó Náldor – Vivimos en paz más de dos años, en ese tiempo algunos más se unieron a nosotros al comprobar que no había peligro y llegamos a formar un buen ejército. Aranarth nos avisó, si crecíamos demasiado nos atacarían. Los nobles lo tomaron a broma pero encargaron la fabricación de armamento y armaduras, defensas en las murallas y amaestraron a grandes caballos de guerra. Nuestro ejército final constaba de mil solados de infantería, setecientos arqueros, otros setecientos de caballería y trescientos lanceros con robustos escudos.

- Esos números nos infundían tranquilidad y confianza, todos pensaban que haríamos a Aranarth tragarse sus propias palabras. Pero fueron las suyas las que se nos indigestaron a nosotros... – se apenó Geko – Otoño de mil novecientos setenta y ocho, seis de Octubre... la noche ya cerrada, una de las más oscuras que recuerdo... Yo pertenecía a la caballería y patrullábamos la llanura. Al anochecer atisbamos un mar de fuego bajar desde el norte, al acercarnos vimos contingentes de orcos, eran unos cuatro mil y avanzaban con gran estruendo. Volvimos al galope a la ciudad a dar la alarma, el ejército tenía que estar armado y listo antes de que llegaran...

- Yo estaba en la muralla haciendo guardia cuando me despertaron los sonidos de las campanas. – siguió Ergoth riendo tímidamente – Varios caballos cruzaban al galope por la puerta y en la ciudad empezó a cundir el caos. En el horizonte aparecieron entonces las luces de la tormenta que se avecinaba. Portaban cientos de antorchas y estaban dispersadas en una anchura similar al del plano de la ciudad. Las puertas se cerraron y enseguida empezaron a subir los arqueros, los primeros en armarse, junto a las guarniciones de los dos lanza-piedras y tres lanza-virotes de la muralla baja.

- En las armerías reinaba el caos, todos los soldados buscaban sus armas y armaduras precipitadamente y soñolientos. – retomó el relato Náldor – Nos enfundamos las cotas de mallas, nos abrochamos los brazaletes y grebas, nos ajustamos las corazas y salimos corriendo con el yelmo en la mano y las armas en el cinto. Salimos al patio y colocamos varias barricadas por si los orcos conseguían superar nuestras defensas. Las puertas fueron cerradas a cal y canto y reforzadas, la infantería formó llenando la plaza central y la gran avenida transversal. Para las barricadas usamos las mesas del mercado que se extendía por toda la muralla a ambos lados de la plaza. Las mujeres, ancianos y niños fueron despertados y conducidos a la ciudadela...

- En esa labor participamos nosotros para hacer tiempo mientras sacaban a los caballos de las cuadras y los demás se armaban. Los capitanes ya impartían las órdenes y dirigían a sus hombres, las nuestras eran aguardar a pie de la escalera del nivel superior para cargar si se torcían las cosas. Desde donde nos encontrábamos, ya colocados en nuestro lugar correspondiente, a pie del cuello de botella, se veía todo el campo donde se produciría la batalla...

- La peor visión la teníamos nosotros... Los orcos se pararon fuera del alcance de las piedras, escuchando sin duda la arenga y órdenes del que sería su caudillo, y ese no podía ser otro que el Rey Brujo... A la muralla subieron muchos soldados de a pie por si los orcos traían escalas, y formaron detrás de los arqueros. Aunque debido a la estrechez entre las almenas era muy difícil tomarlas de ese modo, aparte de que la ventajosa posición adelantada de las torres era propicia para castigar a todo aquel que subiera por ellas. Cada sección, limitada por los cubos, tenía puertas de hierro para su aislamiento y para descender a la plaza había que hacerlo pos las torres. En éstas había estrechas escaleras de caracol difíciles de subir con armadura, menos aún a la carrera, y abajo más compuertas por lo que era poco aconsejable entrar por ahí. Las guarniciones ponían apunto las defensas, los tres lanza-virotes estaban cercanos a la puerta: uno en el puente y dos en torreones cercanos, a ambos costados. Los dos lanza piedras yacían en los cubos más altos, en las esquinas de la ciudad, éstos fueron girados y dirigidos hacia las huestes orcas que permanecían inmóviles en la llanura. Colocaron grandes piedras y tensaron los virotes al igual que los arqueros colocaban las flechas en la madera de sus arcos.

- En el patio estaba todo dispuesto, los lanceros formaron tras la puerta y la infantería, en varias líneas, aguardábamos acontecimientos. Los de la muralla nos informaban de lo que acontecía fuera y todos apretábamos con ansia los mangos de nuestras espadas...

- Nosotros estábamos ya subidos a nuestros caballos divididos en tres grupos, uno por cada escalera. En la ciudadela había bastante movimiento, las mujeres estaban nerviosas y consolaban a los niños. Las voces de abajo nos contaban lo que se veía desde el muro, era una cadena de información. En poco tiempo todos sabíamos que su número era de cuatro mil o cinco mil enemigos. Aquellas estúpidas criaturas se estrellarían sin duda contra nuestras murallas, pero no las penetrarían fácilmente, podríamos sobrevivir. En el caso de que lograsen entrar ya estaríamos en igualdad numérica, con suerte, había esperanza...

- El viento arrastraba las grotescas palabras que gritaban los orcos a la vez que agitaban las antorchas y armas. “Gurz” decían junto al estruendo metálico que anegó la noche. Acto seguido las luces fueron apagadas y una horrible y atronadora voz se hizo escuchar en todos los sitios: “¡Tuls Uruks!... ¡Egur!... ¡Gash!... ¡Drep!”

- Algunos soldados dijeron reconocer aquella misma voz en la caída de Fornost – interrumpió brevemente Náldor – Esa poderosa voz no era de otro que del mayor enemigo de los hombres ahora que Sauron no existía...

- Los orcos corrieron hacia nuestra muralla velozmente. Al principio solo era una masa negra, pero poco a poco fue adquiriendo forma hasta diferenciarse lanzas, escudos y hachas, que eran portadas por innumerables sombras. Alcanzaron la barbacana, el muro de poca altura que impedía hacer pasar armas y torres de asedio. Saltaron la estructura y cayeron al foso que había detrás. “Aplastad a esas carroñas” gritaron en la muralla y las piedras alzaron el vuelo. Los arqueros tensaron y apuntaron al cielo, esperando a que estuvieran a la distancia necesaria para acabar con aquellas repugnantes criaturas. Las piedras cayeron silenciando muchos gritos, gracias al desnivel rodaron, acabando con muchos más en la cava. Cuando los orcos dieron algunos pasos más los lanza-virotes abrieron fuego cayendo en las primeras filas atravesándolas violentamente. Los arqueros estaban deseosos por disparar pero aún estaban un poco lejos, los lanza-piedras ya cargados volvieron a soltar su mortal carga sepultando a dos docenas. Los virotes volvieron a surcar el cielo y terminaron con todo a su paso. Por fin la ansiada orden llegó: “¡Arqueros disparad!”

- La información cesó y ya no sabíamos que ocurría. Teníamos el corazón encogido y no podíamos abandonar la posición para subir a la muralla. Mientras, veíamos a nuestros hermanos entablar fuego, llenando el cielo de flechas...

- Nosotros esbozábamos leves sonrisas al ver desde la ciudadela, a los orcos arrollados por las piedras y curtidos por los virotes...

Sithel escuchaba el relato de la batalla con la admiración de un niño pequeño. Habían conseguido ganarse su atención y guardaba sepulcral silencio.

- Las flechas acabaron con casi un centenar. Algunas compartieron blanco, otras fueron detenidas por los escudos o cayeron a tierra. Al rato, otros setecientos proyectiles volvieron a silbar, las descargas se sucedieron rápidamente y ocasionaban más muertes conforme los orcos se acercaban a la muralla. Sus armaduras no eran extremadamente fuertes, no portaban pesadas corazas de hierro, parecían preferir lo liviano. Con las filas desechas alcanzaron finalmente el muro. Los lanza-virotes siguieron causando verdaderos estragos pero los lanza-piedras solo pudieron abrir fuego una vez más contra las últimas filas, se pasaba ya de alcance. El ejército abrazó la ciudad, extendiéndose, y formaron un techo de escudos que detenían casi todas las flechas, “¡Alto el fuego! ordenaron. Las guarniciones de las catapultas cogieron las piedras sobrantes y las volcaron a través de la muralla con la ayuda de muchos arqueros, aplastando y derruyendo aquel mar de madera y hierro que acababa de levantarse. Algunas órdenes orcas se alzaron locuazmente desde abajo: “¡Bal! ¡Bogs gash! ¡Grafa!” Los orcos abrieron entonces por momentos los escudos y escupieron sus negras flechas saldándose sus primeras bajas. Nos pusimos a cubierto, no podíamos hacer nada, nuestros arqueros no lograban acertar a ninguno y ellos sí a nosotros. Los únicos que seguían luchando eran las guarniciones de los lanza-virotes, todo se derrumbaba bajo los poderosos disparos de aquellas defensas, pero la munición de ésta no duraría eternamente. Estos artilleros sufrieron bastantes bajas pero fueron reemplazados con los hombres de los lanza-piedras, una vez terminaron de arrojar todas las rocas por las almenas. Habíamos causado multitud de muertes pero ahora el combate estaba en punto muerto...

- En el patio reinaba la incertidumbre. En la muralla nuestros hermanos estaban agazapados mientras veíamos flechas silbar, algunas nos cayeron a nosotros pero fueron detenidas por los escudos o esquivadas. Nos llegaron las nuevas del desarrollo del combate, los orcos estaban escondidos bajo sus enormes escudos y no parecían hacer nada. Tampoco golpearon las puertas, no parecían traer arietes ni tampoco escalas, ¿Qué plan descabellado podían tener en mente? Algunos dijeron abrir las puertas y arrasar con ellos pero aquellas sugerencias fueron desatendidas y decidieron aguardar...

- ¿Qué estaba pasando? A nosotros no nos llegaron más nuevas y ya no veíamos a los orcos, al estar ellos tras las murallas. Era una desconcertante visión la de nuestro ejército y empezamos a irritarnos, queríamos entablar combate pero nuestro capitán era prudente y nos convenció para quedarnos quietos, éramos la última defensa de la ciudad, no podíamos desatender nuestra obligación. Yo estaba en la escalera de la izquierda, en la del centro permanecían los nobles con Athân a la cabeza que se removía inquieto en su montura. No quiero imaginarme el remordimiento que debería estar sintiendo pues era hombre de bien al fin y al cabo.

- Los más certeros se aventuraban a disparar sus flechas por los pequeños huecos que descuidaban los escudos. Muchos arqueros, lograron disparar sin exponerse al fuego enemigo por los desagües de la muralla, pero algunos orcos tenían buena puntería y nos alcanzaron también a nosotros. Poco a poco nuestros enemigos seguían pereciendo pero si uno caía inmediatamente otro ocupaba su lugar y restituía el agujero dejado por su compañero en el mar de protección. Bajo aquel defensivo techo se podía apreciar que empezaba a haber mucho movimiento. Algunas cosas que no sabría describir o calificar, especie de maquinas con muchos palos y cabeza de metal, se atisbaban fugazmente; artes orcas que parecían no usar, de momento. Algo había cruzado la barbacana ¿El qué sería o para qué se utilizaría? No pudimos concretar, sus disparos nos hacían desistir de asomarnos por el parapeto. Todo era nervios e incertidumbre, quizás era una nueva táctica para obligarnos a salir a por ellos, deberían tener tendida una feroz trampa, a lo mejor ese era el fin de aquellas herramientas... Los disparos a través de los desagües desistieron, y solo se utilizaron esporádicamente para mirar al exterior, aunque eso supuso el fin de la visión para algunos... Las voces orcas seguían alzándose, algunos eran simples gritos de furia, otros serían los capitanes orcos que dirigían a sus tropas: “¡Kuga!” “¡Grafa!” “¡Skrigz!” “¡Uruks grafa!”

- Tanta tensión y desconcierto nos desquiciaba. – recordaba Náldor con resignación – No ocurría nada, el enemigo estaba a nuestras puertas pero ya no había intercambio de disparos. Todos los virotes fueron escupidos con fuerza y con muchas dianas en su haber, pero aquella munición llegó a su fin, algunos fueron a buscar a la armería y al almacén. Las flechas cesaron de silbar ya que no encontraban ningún blanco. El silencio que guardábamos todos nosotros fue roto por más de tres mil gargantas que empezaron a cantar canciones que no podíamos entender, palabras en su lengua negra que se alzaban sobre el estruendoso ruido metálico, parecían estar llenos de moral que seguía subiendo...

- Hacia la ciudadela llegaba el eco de aquellos cánticos, lo que más notábamos nosotros era la percusión que producían sus pisadas...

- El suelo de escudos, con multitud de flechas clavadas que aparentaban hermosas flores dado el colorido de los penachos, parecía bailar con aquella música de guerra que se prolongó largamente... No sé cuanto tiempo permanecimos así, pero gran parte de la noche se esfumó, no debería quedar mucho para el alba. La mayoría de nosotros en la muralla permanecimos sentados, con la esperanza de que las cosas cambiaran, hasta entonces...

- En el patio la imagen era la misma, sin desatender las armas ni las posiciones descansamos, nos sentamos hasta que los arqueros del muro nos diesen las nuevas sobre importantes acontecimientos. Los capitanes y generales subieron a la muralla para trazar estratagemas…

- En la ciudadela el ambiente no era muy desigual, los caballos se revolvían inquietos y les dimos algunos paseos para que se calmasen, perdiendo la formación del grupo. El pueblo se asomaba a los muros inquieto y apesadumbrado...

- Una situación un tanto... patética, inusual por no decir extravagante... – se aventuró a cortar el relato Sithel.

- Así es, un siniestro asedio como describió mi capitán que estaba en una torre...

- Y en los asedios toca esperar... – respondió Náldor.

- En la ciudadela Athân mantenía una acalorada conversación con los demás nobles pero no llegaba a oírla debido al estruendo...

- Los asedios se hacen muy largos, más ese tan extraño y más aún cuando tenemos la orden de no movernos... No sabría describir la sensación de desesperación que teníamos pero solo podíamos esperar, no íbamos a abrirles las puertas a nuestros enemigos, por lo menos no hasta la salida del sol. Podíamos aguantar meses de asedio, nuestras reservas estaban llenas para el invierno y teníamos varios pozos para el suministro de agua.

- La gran baza que teníamos que explotar era el amanecer. – dijo Geko – Los orcos temen la luz del día y si no huyen al cobijo de la sombra, los derrotaríamos con más facilidad. Por mucho que su caudillo fuese el mismísimo Rey Brujo, esas criaturas no soportan ver al astro brillar, así que el asedio no duraría más de una noche, al menos no con un ejército compuesto solo por orcos.

- Yo me asomé por la abertura del desagüe y todo permanecía igual, multitud de escudos perfectamente ensamblados que botaban bajo las estrellas y nuestras miradas recelosas. Los capitanes se movían inquietos en las torres, donde contemplaban a la hueste enemigas por las aspilleras. Yo miraba sorprendido la imagen del patio donde casi todos permanecían sentados, desempeñando distintas labores, aquello no parecía una batalla, por lo menos no una seria... – bromeó – En los muros del segundo nivel todo el pueblo despierto estaba asomado y los perros empezaron a ladrar estrepitosamente.

- Los animales se pusieron muy nerviosos y pronto se volvieron a contagiar nuestros caballos... ¿Qué ocurría? No estábamos siendo conscientes de nada, todo aquello parecía una cruel pesadilla...

- Otra cosa que también nos desconcertó a todos los que aguardábamos en lo alto de la mampostería, fue la colocación de nuestro enemigo. Solo ocupaban el muro norte, donde nuestras fuerzas estaban concentradas. Lo más lógico habría sido dividirnos a lo largo de la extensa muralla para dispersarnos, y si era el astuto Rey Brujo el que comandaba al ejército... algo malvado debería estar pasando, algo de lo que no nos dábamos cuenta... Siete filas de escudos a lo largo de toda la cara de la ciudad aguardaban con el fin de ejecutar un extraño plan que no llegábamos a entender o imaginar...

- ¿Cuánto quedaba para el amanecer? Esa era la hora que esperábamos para acabar con aquella batalla, a la salida del sol abriríamos las puertas y con su ayuda acabaríamos con todos... Pero era una espera atípica. Los orcos, pese a estar ante nuestras puertas, no nos ocasionaban ningún problema para llegar hasta el nuevo día, su fin... – Náldor aún recordaba aquellos momentos con gran desconcierto – mucho tiempo aguardamos en aquella situación, mucho... demasiado...

- Del almacén llegaron algunas municiones para los lanza-virotes, estos volvieron a cantar con su particular sonido, disparando proyectiles improvisados con lanzas... De los almacenes de las torres sacamos barriles y sacos para arrojarlos por la muralla e intentar abrir un boquete en el techo de los escudos el tiempo suficiente para disparar flechas y matar a algunas criaturas aunque no conseguimos mucho con esa estrategia. Los arqueros orcos nos hicieron desistir, y eso que la mayoría de sus dardos se estrellaban en las almenas. Era una batalla lenta, estamos liberados de la tensión del combate y a la vez derrotados por el peso de la situación, no era miedo lo que sentíamos sino impaciente desesperación...

Los tres montaraces guardaron silencio y afirmaban con la cabeza el recuerdo de aquellos hechos que Ergoth relataba. Ninguno estaba seguro de lo que aconteció después pues fue muy larga la espera, más aún en aquella situación en el que el tiempo parece detenerse para aumentar la desesperación.

- ¿Os conocíais entonces vosotros tres? – preguntó Sithel con el fin de que siguiera el relato.

- Náldor y yo habíamos cruzado algunas palabras pues ambos pertenecíamos a la infantería, en el mismo batallón, a pesar de que dadas las circunstancias de aquella noche no compartíamos posición.

- Bueno Geko era famoso en la ciudad entera – río el dúnedain que jugueteaba con una de sus coletas – Se contaban historias y actos temerarios y locos de un joven guerrero de la caballería. Eso le llevó a alcanzar cierta fama...

- Pobre caballo el suyo, el primero de ellos, antes de Numbar...

- ¿Qué le ocurrió?

- Lo dejó cojo, de las cuatro patas... – recordó Ergoth ante la mueca de inocencia de su amigo.

- Perseguid a bandidos al galope tendido por las angostas quebradas no es muy recomendable...

- Pero les atrapé. – se defendió – Además el caballo ya estaba viejo...

- Estuvo varios meses sin montura, creo que lo dejaron fuera de servicio por un tiempo... – Geko no quiso responder, se hizo el sordo ante la pregunta indirecta de su amigo – Luego montó a Numbar, un pequeño corcel que era vástago de su accidentado primer caballo...

- Por fin llegó el momento de la verdad... la noche ya llegaba a su fin y los orcos lo sabían, así que aprovecharon los últimos momentos de oscuridad para llevar a cabo el tan retrasado ataque que comenzó nada más caer el sol... toda una noche esperando... Ni los cánticos ni la percusión metálica habían cesado en toda la noche. Lo que sí lo hizo nuevamente fueron los lanza-virotes, ya habían escupido su carga en unas rápidas cadencias de disparos. “Ghash” gritaron de nuevo los capitanes enemigos y el cielo se llenó de estrellas fugaces...

- Decenas, centenares de flechas ardiendo saltaron la muralla y nos pasaron de largo por muy poco – continuó Náldor – precipitándose en las casas y edificios del núcleo urbano. Los tejados de madera, y los de paja en las construcciones más pobres, no tardaron en arder. Salva tras salva, los proyectiles ardientes fueron cayendo y muchos solados acudieron a apagar el incendio. Todos en el patio nos pusimos de pie de un salto, cundió el caos, nuestros capitanes ordenaban permanecer en la posición, era una artimaña pensaban... pero muchos corrieron a sofocar las llamas de sus hogares y la mitad cayeron bajo las nuevas flechas que estaban siendo disparadas...

- Las primeras columnas de humo se alzaron, y en pocos segundos varios incendios se repartieron por todo el nivel. Entre el pueblo floreció la histeria y muchos quisieron descender para ayudar, colapsando las puertas y el cuello de botella donde aguardábamos nosotros. Se formó un auténtico tapón humano y ni fiera ni animal podíamos hacer nada. Las mujeres no atendían de consejos y los perros seguían ladrando. La desesperación creció y nos atrapó en la confusión. Y entonces se alzaron gritos, pero no de rabia sino de dolor, de muerte... los perros fueron callados entre ensordecedores aullidos al igual que los llantos de los bebés. Las madres desconsoladas pedían ayuda pero sin mejor suerte... los orcos estaban en la ciudadela. Me abrí pasó entre la multitud arroyando y aplastando a algunos para salir de aquel barullo. Algunos me siguieron y enseguida cruzamos las puertas al galope, donde se nos unieron algunos jinetes, de las otros dos puertas y los que paseaban a sus monturas. Formamos un pequeño contingente y nos dirigimos hacia el fondo de la ciudad, guiados por el oído. Pronto vimos a los orcos, descendían por la montaña con armadura ligera, la muralla natural nos había fallado. Muchos corrían por la ciudadela ya, salían y entraban de las estancias quemando y masacrando todo cuanto pillaban. Algunas casas se consumían vivamente por el fuego, el humo y el calor asustaron a los caballos que se encabritaron, pero logramos controlarlos. Ante nosotros, en una calle ancha, formaron un centenar que nos desafiaron con las armas. Escupieron sus negros proyectiles para frenar nuestra carga ya comenzada. Pese a que algunos murieron o resultaron heridos, ninguno cayó del caballo pues todos apretábamos con furia las riendas después de tanto tiempo aguardando. Entonces los orcos abrieron fuego contra los caballos derribando a cinco de ellos ante mis narices. Numbar era ágil y esquivó los desgraciados cadáveres de un veloz salto y desenfundé a Nándgarot que brilló ante las llamas. No éramos más de treinta jinetes los que embestimos contra aquella tropa mientras veíamos a algunos que seguían descendiendo, por la rocosa pared vertical. Los orcos habían formado seis líneas, abarcando toda la calzada, ahora en penumbra por la humareda. Nosotros sin formación alguna embestimos con todo, atravesando al contingente entero, habiendo segado varias vidas en el camino. La calle era muy larga y llevábamos la suficiente fuerza para pasar al otro lado, los orcos sin armaduras rebotaban con pasmosa facilidad al paso de los corceles. Llegamos a pie de la montaña donde exterminamos a algunos que acababan de bajar y dimos la vuelta para embestir nuevamente a la tropa de orcos que no se movió de donde estaba, únicamente giraron sus armas. Los caballos cuyos jinetes habían muerto desaparecieron entre las callejuelas y solo una veintena continuó con el ataque... Los arqueros volvieron a abrir fuego contra nosotros acabando con la mitad de nosotros mientras comenzábamos la galopada de vuelta. Volvimos a cargar, con un amplio giro decapité a dos orcos antes de que pudiesen devolverme el ataque, luego lancé una estocada al otro lado acabando con otro más. En aquella cometida dos caballos cayeron segados por las patas, sus pobres jinetes cayeron de bruces y fueron, aniquilados enseguida. Una decena de caballeros conseguimos salir indemnes de la segunda carga con la que atravesamos nuevamente a la totalidad de la tropa. Nos dispararon nuevas flechas por retaguardia pero gracias al leve humo de los incendios cercanos herraron los tiros menos uno. Ahora quedaban seis decenas de orcos, para nueve de nosotros... aquellas criaturas rieron abiertamente al vernos parados, titubeando, esperaban otra nueva carga pero al final, la risa se la devolvimos nosotros cuando nuestros refuerzos cargaron por los flancos aniquilándolos completamente. Toda la caballería limpiaba las calles de aquellas criaturas y el pueblo apagó los incendios devolviendo la normalidad a la ciudadela aunque el verdadero combate había comenzado ya en la plaza...

- Todos los que estábamos en el patio mirábamos hacia las casas llameantes. En la ciudadela también se alzaban las llamas y los caballos galopaban con estridentes relinchos. Fue por ello que una nueva descarga de flechas nos pilló por sorpresa, ésta estaba dirigida contra la plaza y nos alcanzó de lleno, produciendo muchas bajas...

- Entonces el ruido cesó, los cánticos callaron y todo fue silencio, – siguió Ergoth – el mar de escudos había dejado de botar hacía bastante tiempo, al inicio de las descargas de sus arqueros, y todo el ejército quedó mudo de asombro ante la nueva situación. El rugido de las llamas y las cabalgatas de los caballos en la ciudadela era lo único que acompañaba el latido sobresaltado de nuestros corazones...

- Y el fatídico momento llegó, la ejecución del oculto plan llegó al punto cumbre y el suelo cedió. Ante nuestro asombro nuestros pies se hundieron en la sombra y muchos quedaron sepultados. Varios socavones, grandes y dispersos aparecieron a lo largo de toda la muralla y plaza. La oscuridad de aquellos agujeros terminó con los gritos de miedo de los soldados. Los arqueros de la muralla, alertados por el ruido que se produjo, volvieron la vista a la plaza y abrieron fuego contra los socavones. Algunos chillidos se oyeron bajo el suelo pero los orcos acabaron saliendo en manadas. Pronto pasó el terror y al ver por fin los ojos de nuestros enemigos se alzó la ira y nos abalanzamos contra ellos. Tanta tensión acumulada y ganas se reflejaron violentamente en la batalla. Por entonces mi hacha estaba nueva, sin estrenar, y penetraba con gran facilidad. El combate estaba trabado en la plaza por lo que los arqueros siguieron disparando a los agujeros con gran fortuna.

- Toda la infantería que había aguardado en el muro corrió hacia las escaleras que daban a la calle, estábamos deseosos de entrar en combate. Pero cuando pusimos el pie en la plaza los orcos se daban en retirada. En ese preciso instante la caballería asomaba por las tres puertas de la ciudadela, acababan de ejecutar una refriega en la zona superior y descendieron por las escaleras para continuar con la lucha. Nuestros enemigos habían excavado durante toda la noche aquella blanda tierra para llegar a una masacre, no tuvieron oportunidad... – se regocijó con sus palabras.

- El contingente que descendió por las quebradas tenía como fin masacrar al pueblo indefenso y tenernos ocupado mientras se realizaba el ataque. Pero creo que subestimaron nuestra destreza... – rió – Con gran júbilo Athân ordenó abrir las puertas, la orden la daba mientras bajaba galopando de la ciudad, su idea y deseo era masacrar a los retales dados en retirada. En la plaza nos hicieron pasillo con vítores y alabanzas, los tres grupos de caballos nos juntamos bajo el enorme arco de la puerta y salíamos juntos al exterior, tres afluentes de odio se fundieron en un río de venganza. Estábamos a campo abierto, nuestra especialidad. Los escudos estaban sujetos a gran altura por unos palos que debieron traer adheridos a éste, les concedía una altura suficiente como para trabajar bajo ella; era como una gran lona metálica que ocultaban las excavaciones. Bajo ella, había montones de herramientas y extrañas máquinas velaban montones de tierras desalojadas y desperdigadas por todo el suelo. Nuestras presas salían de sus escondites, de sus madrigueras, volcando los techos metálicos en su huída. A los rezagados los cogieron en aquella posición, junto a los arqueros que habían abierto fuego con las flechas ardientes, al inicio del ataque. Yo partía junto a los nobles y capitanes hacia el grueso del batallón que nos sacaba unas yardas. La noche ya clareaba para desgracia de los orcos que no se podían ocultar en las sombras de los árboles o arbustos existentes en la llanura...

- En la ciudad reinaba la alegría. Todos los fuegos fueron apagados, retiramos a nuestros caídos, pocos en comparación con los de nuestro enemigo. Los despojos de éstos los apilamos en varias pilas y los curiosos se asomaron a la muralla para vez la caza.

- A cierta distancia de la barbacana nos empotramos mortalmente contra los desertores del ejército invasor. No opusieron mucha resistencia, estaban extenuados por la carrera y con gran facilidad y felicidad les dimos descanso, un eterno descanso. Partimos literalmente su irregular formación a pesar de estar en inferioridad numérica, muchos de los nuestros se habían quedado en el camino entretenidos por sus víctimas. Los orcos que iban en cabeza descendieron a la cava y saltaron al amparo de la barbacana que taba sumido en una pequeña niebla. Tras dar muerte a los que nos rodeaban, rompimos nuevamente al galope llenos de confianza y ánimos. El desnivel del foso nos dio velocidad suficiente para afrontar el pequeño obstáculo con mayor garantía, los caballos saltaron sin problemas la barbacana pero ocurrió algo que no esperábamos...

Geko calló y sus compañeros esperaron a que prosiguiera pero no le metieron prisa. El joven montaraz tomó aire, tragó saliva y perdió la vista en el horizonte. Le costaba recordar esos momentos y Sithel aguardaba exhausto el final del relato que le mantenía absorto. Había disfrutado pero de pronto recordó que fueron aquellos sucesos los que hicieron que sus tres nuevos amigos, dejaran su reino y se exiliaran tras la caída de la ciudad. No podría ser bueno lo que ocurriera después del momento en el que se encontraba la historia...

- Tras la barbacana... había una pequeña pendiente... en la que un ejército de hombres salvajes armados con lanzas aguardaban agachados para ejecutar la emboscada en la que caímos como moscas. ¿Cómo no habíamos sido capaces de haberlos visto? Sería alguna maquinación del Rey Brujo, algún perverso hechizo…

Sus ojos, conmovidos por sus propias palabras, se detuvieron sobre los del elfo. Con un destello vacilante en su mirada siguió hablando.

- Todo lo anterior había sido un señuelo, nos habían hecho creer que los orcos era el ejército pero éste solo era la avanzadilla. Los nobles, cuando se quisieron dar cuenta estaban en el aire, apunto de quedar empalados en las decenas de lanzas que crecían bajo las patas de sus caballos. Cuando vi a Athân detenerse violentamente en el aire quise frenar pero Numbar ya se elevaba para superar la barbacana, había miles de hombres, miles de hombres salvajes agachados con las armas en ristre y sus armaduras negras, que anegaban todo cuando mi vista alcanzaba. Era el fin pensé, pero por suerte, donde aterrice no había lanzas, solo orcos, los que acababan de saltar la barbacana por delante mía. Éstos sucumbieron bajo las herraduras y con Nándgarot frene las acometidas de los hombres. Todos los nobles murieron en el acto junto a muchas decenas que saltaron de igual modo el bajo muro. Mi caballo giró velozmente, algunas lanzas me pasaron rozando, estaba aturdido de la cometida. Fue Numbar quien me salvó la vida saltando rápidamente de nuevo la barbacana. Algunos lograron frenar pero no demasiado a tiempo, los caballos se estamparon contra la piedra y sus jinetes salieron volando, pereciendo enseguida por el filo enemigo. Los más atrasados se prepararon para el combate cuerpo a cuerpo, reorganizándose ante los centenares de hombres armados con hachas, espadas y lanzas, que saltaban en aquel momento a la llanura para aniquilarles. Solo estábamos dos centenares y en poco tiempo nos vimos rodeados y superados. Aquellos hombres embestían con fuerza y sensatez. Las lanzas acababan con nosotros desde una distancia segura y los caballos no corrían mejor fortuna, ni siquiera podían avanzar. En poco tiempo perdimos más hombres que en toda la lucha de la plaza. No podíamos hacer mucho, estábamos a su merced, nos estaban masacrando… Pero entonces llegó la salvación, el más de un centenar de caballeros que se habían entretenido con los rezagados llegó en nuestro auxilio. Venían en formación abierta, en línea abierta, sus espadas apuntaban a su primera víctima, los caballos relincharon y los hombres gritaron. El encontronazo fue temible, la avanzadilla de los hombres retrocedió y dejamos de estar rodeados en las cercanías, aunque muchos enemigos habían superado ya la altura de nuestra posición. Fue el momento adecuado para darnos en retirada, tuvimos que terminar con varias vidas para conseguirlo pero al final lo logramos. Muchos siervos del Rey brujo avanzaban por delante de nosotros, a la ciudad, estábamos obligados a abrirnos paso por un flanco. Demasiados fueron los que cayeron en aquella acción y no llega al centenar los que logramos escapar de las garras de aquel temible ejército…

- Avanzaban sin prisa, con paso firme y decidido. La ciudad estaba perdida, los innumerables túneles que habían excavado los orcos les proporcionaban numerosos sitios por donde entrar. Podíamos taponarlos y retirarnos a la ciudadela pero solo nos daría tiempo para ver más muerte, los orcos podrían entrar por la montaña nuevamente. Había que luchar, y en aquel momento solo atendíamos a los cinco mil hombres salvajes al servicio del Rey Brujo que avanzaban en formación, divididos en varios batallones, los mismos que el número de agujeros excavados: doce.

- No existen palabras para describir la impotencia que produce ver a la muerte venir hacia ti sin tú poder evadirla. Tuvimos que abrir las puertas al comienzo del ataque como todos queríamos, luchar con los orcos contra los que había esperanzas de victoria, y no dejarles abrir innumerables vías de acceso a la ciudad. Todo lo acontecido en la noche fue mero señuelo, aparentaba una guerra pero solo era el camino hacia ésta. Con los jóvenes rayos del sol, el plan estaba culminado; el Rey Brujo había vencido antes de que su ejército llegase. Los arqueros disparaban sus últimos proyectiles en un intento desesperado de masacrar a algunos enemigos antes del fin. Los capitanes vacilaban sin saber que hacer, muchos corrieron a las cuadras y quisieron huir pero no llegarían muy lejos, había orcos en las quebradas. Los soldados empujaban al pueblo a entrar en la ciudadela, hablaban de montar una última defensa con la esperanza de que acudiese alguna ayuda del Sur, de que alguien llevara la alarma... pero todo eran falsas creencias para no admitir la derrota. Cerraron las puertas y llenaron los socavones con todo lo que pudieron: cadáveres, mesas, tablones... todo lo que había al alcance para ganar algunos momentos. Los túneles estaban muy bien trabajados y no se podían derruir en tan poco tiempo, los orcos cumplieron con esmero su cometido. Todo estaba dispuesto, la ciudad en bandeja. Tuvimos que hacer caso a Aranarth pero pecamos de confianza y seguridad desatendiendo sabios consejos, los sabios consejos del maestro Elrond...

- No era momento de lamentarse, ya era demasiado tarde... – tomó la palabra Náldor – La suerte estaba echada y quisiéramos o no teníamos que afrontarla. Solo podíamos decidir como hacerlo y yo opté por combatir hasta el fin, mi deseo era escapar, como el de todos, pero lo veía difícil dadas las circunstancias. ¿Cómo reaccionar ante esa situación?

Sithel no supo contestar a la pregunta que le formuló directamente el montaraz, quedó mudo y no quiso interrumpir el curso de la narración que se hizo de rogar.

- Nos cogió desprevenidos... Los arqueros dijeron su última palabra en el combate pero poco pudieron hacer contra las duras armaduras que portaban los hombres. Eran abruptas, con muchas cuñas y salientes, negras como el carbón y duras como la roca. Sus espadas estaban mordidas y carecían de simetría alguna, todas parecían estar echas a mano por sus portadores o antepasados. Los lanceros iban en primera línea, la infantería detrás con las armas en alto, aparentando un frondoso bosque de espinas. Estandartes desgajados componían el oscuro mar del que poco se podía distinguir. Los socavones estaban taponados pero no tardarían mucho tiempo en abrirse paso…

- Nuestra tropa de lanceros era la única que estaba intacta de entre todo nuestro ejército. Aguardaban tras las puertas y allí no se llego a entablar combate. Los pocos orcos que se abalanzaron contra ellos quedaron empalados en el muro de pinchos. Media infantería había sobrevivido, trescientos lanceros y quinientos arqueros componían ahora nuestra única defensa. No supimos cuanta caballería quedaba y si volverían o huirían para buscar mejor suerte o pedir ayuda…

- Habíamos perdido medio ejército y casi todas las bajas habían sido ocasionadas en una simple escaramuza contra orcos, ahora venía la verdadera batalla... situación amarga la que vivimos... – Ergoth meneaba la cabeza como diciendo no, a los recuerdos.

- El batallón de lanceros se dividió entre los veinte socavones, formando una defensa con sus escudos, sus armas estaban listas para empujar a los hombres a la sombra de la que habrían de surgir. Todos nos apostábamos delante de los agujeros hechos en la tierra, a pesar de las órdenes de la mayoría de los capitanes. Estos aconsejaban replegarse a la ciudadela así que los más temerarios tomaron el mando, todos sabíamos que la única oportunidad de la que disponíamos era hacer uso de nuestra superioridad mientras fueran entrando en pequeños grupos...

- Ya reinsertado en mi compañía que formaba en la plaza, me encontré con Neith para propio regocijo y alivio. Temía por su vida, pero solo había eludido la muerte para volverla encontrar de forma más siniestra… Así eran nuestros ánimos, nos alegrábamos por ver amigos vivos aunque solo fuera por unos segundos, pues entre toda aquella desesperación nos compadecíamos a la par de cada uno de nosotros… Esta vez el tiempo pareció acelerarse para alcanzar más rápidamente la pesadilla. No había rastro de nuestros jinetes… ¿Habrían huido en busca de ayuda? ¿O lo habrían echo únicamente por el temor y cobardía?... Esas eran las mayores preguntas que nos hacíamos en nuestro interior junto a la de: ¿Qué habrá tras la muerte? El destino de los elfos y de los enanos es conocido pero nada se dice de el de los hombres… esa idea produce bastante incertidumbre y miedo…

Los dos montaraces miraron a Geko para que continuara la historia desde su propia experiencia pero pareció no darse cuenta. Estaba sumergido por completo en los recuerdos con la mirada perdida. A la luz del débil fuego adoptaba la forma de una sobria figura de frío mármol clavada en el suelo.

Sithel aguardaba impaciente y expectante por enésima vez y tuvo que sacar al montaraz de su letargo con un leve codazo.

- Estaba reviviendo aquellos momentos en un sueño real… Los caballos galopaban torpemente, asustados, extenuados y heridos. Algunos lo hacían sin jinete, y los pocos que sobrevivieron lo hacían con el miedo en su rostro blanco clavado. Muchos huyeron y no volvieron, no cesaron la carrera incluso una vez se había perdido el contacto visual con el ejército tras una loma… Los que huyeron al este tampoco miraron atrás y descendieron al sur en busca de cobijo. No se les puede reprochar nada, eligieron la vida antes que a la desconocida muerte, y ni los capitanes atajarían las órdenes que deberían dar por el bien de la ciudad. Éthalan, hermano de Athân, comandante en jefe de las fuerzas a caballo del ejército de la ciudad y cabeza de la división “Las Herraduras doradas” estaba junto a nosotros, portaba el pendón insignia ondeando al viento y bajo él nos agrupamos. Su espada ensangrentada desafiaba al cielo y en nuestros corazones cesó el miedo y surgió el valor. El había construido junto a su querido hermano Ernost, el había derramado sangre por ella y había visto morir a su hermano… demasiados sacrificios como para abandonar ahora: “¡No huyáis! ¡No temáis a la muerte! ¡Ellos también son hombres! ¡Son mortales! ¡Tienen nuestras mismas inquietudes y debilidades! ¡No huyáis!” gritó con voz desgarradora a la par majestuosa. Los “Herraduras doradas” formaron una escolta tras la lanza de su comandante. Sus armaduras de oro de hombros prolongados se irguieron bajo el yelmo de lenguas rojizas, y con las espadas y astas al cielo le siguieron al trote. Todos los demás jinetes contagiados por aquel espíritu guerrero tornaron, con más o menos dificultades de amansar de nuevo a la fiera que montaban y la que almacenaban en el interior de sus miedos. En formación ojival comenzamos el regreso a Ernost pero sin avisar de que llegábamos. Paso cadencioso y firme, era una locura volver y lo sabíamos, pero todos en el cuerpo de caballería teníamos fe ciega en Éthalan. Había demostrado ser buen estratega en la guerra contra el Rey Brujo y gracias a él se salvaron muchas vidas. A pesar de su posición era un hombre humilde que se relacionaba con todos sus hombres, comía y bebía con ellos, era uno más. Decía que con la amistad empuñando el filo se ganarían más batallas que por superioridad numérica. La confianza mutua era necesaria cuando envías a un soldado a una posible muerte… o así lo veía él.

- El ejército del Rey Brujo alcanzó los muros de la ciudad sin ninguna dificultad. Los arqueros no consiguieron nada, todos los soldados de la muralla bajaron al patio. Las negras y violentas armaduras se habrían paso entre las pequeñas sombras de los socavones. El sol estaba en pleno ascenso, con su luz vimos los estragos acontecidos en la noche. Edificios negros y carbonizados tanto en la ciudadela como en la parte inferior. Sangre, armas y escombros en el patio. Habíamos limpiado de cadáveres la plazoleta formando un mugriento tapón en cada agujero de tierra abierto, tendrían que desobstruirlos si querían darnos caza. Oíamos sus gritos bajo nuestros pies, el chocar de sus armas contra sus pechos, nos desafiaban. Nuestros lanceros apretaban y azuzaban nerviosos sus armas. Los arqueros apuntaban sus últimos proyectiles hacia los túneles. El bullicio dio paso al silencio, los ecos de la histeria llegaban lejanos, en el cobijo del pueblo.

- Náldor y yo defendíamos agujeros conjuntos en el oeste de la ciudad. Neith en el mismo que yo formaba en la retaguardia detrás de los lanceros e infantería. Los capitanes y líderes natos infundían los últimos ánimos con las palabras que todos queríamos oír, pero no conseguirían gran cosa. Era un ritual de muerte que tenían los soldados en batallas adversas, las arengas desesperadas y emotivas en exceso infundiendo valores de los que la mayoría carecen…

- El fondo de cadáveres, sacos, maderas y escombros fue engullido por la sombrea de la tierra. Una cortinilla de humo asomó sin dejar ver nada, el sol no estaba lo suficientemente alto como para iluminar el socavón. Proyectaba la sombra del muro y alargaba las efigies de todos los presentes en aquella mañana que amaneció fría. Algo parecía asomar pero se escondió rápidamente, estaban limpiando los túneles. La situación se repetía en todos y cada uno de los puntos de acceso excavados. Ninguno de nosotros movió un músculo, los lanceros tenían orden de no moverse y ninguno quiso dejar su posición para adentrarse en busca de combate…

- En poco tiempo estuvieron despejados los túneles, eran muchas manos trabajando… Las lanzas abrazaban toda la apertura por el que saldrían incisivamente nuestros enemigos. La infantería, dividida en doce tropas, aguardaba tras ellos con las armas impacientes… Pero el enemigo aún nos guardaba una sorpresa...

- Cincuenta lobos salvajes irrumpieron en la ciudad con furia y jauría. La sombra de la tierra los ocultó hasta el final, saltaron por encima de las lanzas que se vieron sorprendidas y cundieron el caos. ¿Por qué nadie de la muralla nos avisó de este enemigo? Quizás el miedo no les dejaba ver, no quisieron asomarse y contemplar, quizás pasarían desapercibidos… quien sabe…

- Tras los huargos entraron por fin los hombres entablando violento y siniestro combate. Algunos lanceros se sobrepusieron a la embestida y atajaron el ataque como estaba previsto. Inflingieron un duro golpe, algunos lanceros sucumbieron bajo las fauces y garras y rompieron nuestras filas. Antes de que logramos abatir a todos las bestias estábamos rodeados por los hombres. Los cadáveres se iban amontonando en la boca de los túneles, al principio íbamos venciendo y aniquilábamos a todos cuanto entraban. Pero a poco el cansancio y el empuje del enemigo, nos sobrepasó…

- Cuando la superioridad del invasor en el centro de la ciudad era un hecho, abrieron las puertas para proporcionar la entrada final a la victoria. Los hombres entraron entonces con el estruendo y velocidad del mar embravecido liberado de su presa. Pero ese era un mar de muerte, que anegó todos los rincones de la ciudad. Los arqueros bajaron a la plaza, cogieron la primera arma que encontraron entre los cadáveres y ayudaron algo en el transcurso de la batalla. Nuestras fuerzas se iban replegando hacia las alas de la ciudad; mientras, una gran parte del ejército tomaba la avenida gemela central hacia la ciudadela…

- Fue entonces cuando salvé por primera vez la vida de este zángano. – bromeó Ergoth – Veía a un soldado portando un hacha toscamente por el cansancio. El cual evitaba los achaques humanos gracias un peculiar instinto de supervivencia. Los esquivaba rápidamente, pero eran movimientos intermitentes, es raro de explicar… Al irse replegándose de espaldas tropezó con un cadáver y calló al suelo. Tres hombres se le echaron encima y fui a socorrerle junto a Neith, con la que formaba dúo atacante desde hace tiempo. Ella, con un grácil movimiento esquivó una cimitarra dando un giro y se deshizo del primero clavándole su larga daga bajo el brazo, en donde la armadura deja vulnerable una parte del costado. Con las pocas fuerzas que acumulaba corté un brazo que se acercaba a mi compañera por la espalda, llegué a calvar mi espada por inercia en el suelo, a poca distancia del rostro de Náldor. – recordó con una risa picaresca – Un corpulento hombre acometió contra mí fuertemente con el escudo, dejándome atontado unos segundos. En un reflejo del que no tenía constancia detuve su ataque con una patada, la empuñadura se escapó de sus dedos y me dio el tiempo para reincorporarme. A corta distancia embestí contra él, pero su armadura repelió la estocada frontal. Mi impotencia me llevó a mi furia y con un golpe del mango le quite el yelmo para clavarle posteriormente el filo en mitad de su cabeza rapada y pintada. – Ergoth se entretuvo en los detalles de aquel combate jactándose de su pericia. Hasta repitió con los brazos vacíos el amplio giro que tuvo que hacer sobre su cabeza en aquel momento para doblegar la resistencia del cráneo de aquel pobre infeliz.

- Cuando llegamos a gran llanura donde se emplazaba la ciudad – retomó Geko – el ejército de hombres estaba entrando en la ciudad por las puertas. En los túneles aún se veía movimiento, con algunas colas esperando entrar; dentro se alzaba un gran clamor. Todos aguardábamos a que Éthalan hablara:

Si entramos por las puertas estaremos justos en el corazón del ejército y no habrá mucho que podamos hacer. Al haber entrado el grueso por el centro de la ciudad, nuestras fuerzas se habrán visto obligadas a replegarse hacia los costados. No sé como son los túneles pero la única solución que veo es entrar por ellos y con suerte salvar a nuestros aliados que estén hostigados… si queda alguno claro… Es la única vía que veo para entrar en la ciudad… ¡Camaradas! ¡Mirar bien el cielo que tenéis encima porque puede que sea el último que veáis en esta vida! ¡Quién no quiera aceptarlo que se marche! ¡Pero recordar que somos desertores del reino de los hombres! ¡No tenemos honor según ellos! ¡Sois libres para elegir! ¡Yo elijo demostrar mi honor en esta última cabalgada hacia el fin! ¡Qué los que consigan sobrevivir por gracia de los dioses me canten un lamento heroico!” Tras decir aquello partió en solitario y con decisión hacia los muros de la ciudad. Los “Herraduras doradas” le siguieron en cuestión de segundos volando sobre el suelo. Los retales de las demás compañías se lo pensaron mucho y no se decidían… Con esa actitud íbamos a ganar pocas batallas. Seducido por lo peculiar de la estrategia los seguí con brío, no quería perderme una internada tan memorable en una ciudad ya exterminada. Estaba claro que Éthalan buscaba la muerte, masacrar algunos hombres calmaría su sed venganza pero era el camino para el fin como el había dicho. Sus hombres le siguieron por fidelidad y honor, todos habían perdido compañeros, amigos y familia… todo… y cuando alguien lucha sin nada que perder que su enemigo tiemble y salga corriendo…

- Las barricadas levantadas al inicio de la noche nos fueron de mucha ayuda ahora. Gracias a ellas mantuvimos al enemigo en raya. Después de salvarle la vida a Náldor, éste no se separó de mí en ningún momento y luchamos espalda contra espalda. La verdad es que todos nos salvamos la vida los unos a los otros en repetidas ocasiones. Los combates eran muy próximos y siempre teníamos enfrente a más de tres enemigos…

- También nos fueron de mucha ayuda los arqueros, ahora convertidos en soldados de infantería. No eran muy hábiles con la espada, pero no luchaban con el brazo sino con el corazón. No sé como pudimos aguantar tanto, el enemigo era fuerte y eficaz, no eran estúpidos orcos y no estaban cansados. En la ciudadela había algunos retales de todas las compañías dadas a la fuga que no pudieron frenar el avance que se dirigía hacia allí. Los hombres terminaron por tirar las puertas y los gritos de las mujeres y niños martilleó nuestras almas…

- No cabía más adrenalina en nuestro cuerpo, la furia y desesperación llegaban a su fin. Las armas pesaban más que nunca, demasiado para seguir combatiendo. Los músculos se quejaban y el sudor bañaba todo nuestro cuerpo, la vida se nos apagaba sin más resistencia…

- Nuestras espaldas daban ya con el muro oeste de la ciudad, ya no podíamos seguir retrocediendo. Habíamos defendido cada palmo de terreno con sangre pero ahora solo podíamos hacerlo con nuestras vidas… Varios hombres bajaban de la ciudadela por la calle que recorría la muralla oeste hasta nosotros. No podíamos huir, nuestros enemigos se interponían entre los túneles y nosotros, y estos estaban llenos, aún seguían entrando algunos. Nos iban a atrapar por otro frente más al que teníamos abierto y no había fuerzas para detener una acometida por el flanco, nuestras filas se quebraban. Ya parecía llegar por fin aquel momento tan reprimido, tras tanta espera y penuria la muerte nos llamaba a voces para acogernos en sus fríos brazos…

- Pero algo ocurrió en contra de sus designios. Éthalan llego con sus hombres a gran velocidad penetrando por el flanco de las tropas que nos tenían rodeados. Tres decenas de caballos salían encabritados de los túneles sorprendiendo a los hombres que sintieron miedo. No pensaban que aquellas rutas a la ciudad, la base de su plan, se volviese contra ellos en ese momento. Geko el “temerario” aplastó a dos hombres que nos cerraba el paso con su caballo y a otros dos con su filo.

- Los túneles estaban muy bien trabajados, eran altos y reforzados con maderos. Los que se amontonaban en las entradas y en el interior no ocasionaron muchos problemas, la sorpresa de nuestro ataque fue su perdición. Pasamos muy justos, nos tuvimos que recostar sobre el lomo de nuestros caballos que por amor a nosotros no vacilaron. Pobres enemigos los que nos topamos allí abajo, en tan pequeño recinto, mordieron el polvo sin ninguna oposición, quedaron aplastados en el suelo. Entramos por los tres agujeros más próximos a la esquina de la ciudad y como dijo Éthalan, allí luchaban nuestros camaradas rodeados por dos centenares de espadas. Desembocamos en el mar de armaduras negras y terminamos con muchos hombres. Con la fuerza que llevábamos penetramos en sus líneas con gran facilidad. Yo salve el pellejo a estos dos, pero muchos más fueron los que vinieron atraídos por nuestra acción. Una nueva fuerza cargó por el flanco de los hombres arrinconados violentamente. Acudimos hacia allí aunque ya con poca fuerza y efectividad. Los nuestros parecieron recobrar fuerzas y valor con nuestra inesperada y grata visita y lucharon a nuestro lado. Pero pronto supimos que no conseguiríamos mucho más. La ciudadela estaba desierta de vidas, todos los efectivos masacrados, todo el pueblo silenciado. Los últimos vástagos de nuestra pequeña civilización se encontraban, al parecer, en la esquina oeste de la ciudad. Muchos fueron también los que se replegaron en la esquina este pero no conocimos de su suerte. Varios jinetes fueron derribados por las lanzas enemigas y los caballos sucumbían aplastando a quien estuviera cercano. Formaron un pequeño tapón al nuevo frente enemigo pero por la avenida principal, la que venía del este, llegaban nuevas fuerzas. Habíamos conseguido liberar momentáneamente a cincuenta hombres para que huyesen, que no era poco dada las circunstancias, pero ya solo podíamos huir y así hicimos. Todo lo que ocurrió entonces pasó muy deprisa…

- Ergoth y yo montamos dos caballos que quedaron huérfanos de jinete, y salimos por los túneles sin mirar atrás.

- Quise saber donde estaba Neith, la irrupción de Geko y Éthalan me hicieron perderla de vista. La busqué entre los cadáveres pero no la encontré y tampoco la veía entre los que aún combatían… El caballo temeroso de los hombres que se le avecinaban corrió de nuevo, instintivamente, hacia el agujero por el que había entrado.

- La mayor parte de los que entramos a caballo logramos volver. Muchos de los que rescatamos corrían ya por la llanura en todas direcciones, aunque a algunos los terminaron alcanzando, varios hombres salían por los túneles cercanos y aguardaban fuera. Cuando salí vi que se había formado un pequeño grupo de supervivientes a caballo y juntos corrimos hacia las quebradas por el oeste. Otros lo hacían en otra dirección o nos sacaban ya alguna distancia…

- Galopamos hasta la noche y nos alejamos las suficientes yardas de la ciudad como para respirar tranquilos. Todos estábamos consternados por aquella noche y día vividos. Habíamos logrado salir con vida a caballo una veintena, pero solo ocho íbamos en aquel grupo. Náldor y yo, ya presentados y hechos amigos en la batalla, le dimos las gracias a Geko. Todos charlábamos de cómo habíamos vivido el asedio y nos preguntábamos que haríamos ahora… No podíamos volver al antiguo reino de Arnor, éramos declarados traidores por poner en peligro la paz de nuestro pueblo…

- Los caballos estaban deshidratados y molidos pero no sabíamos de alguna población cercana para abastecernos. Decidimos esperar hasta el día antes de emprender nada y nos dispusimos a descansar…

- Pero nuestro destino tenía otros planes escritos. Extraños ruidos llegaban levemente a nuestros oídos, extraños ruidos… eran pasos. Una partida de orcos, los que atacaran descendiendo por las quebradas supongo, había dado con nosotros.

- ¿Se iba a producir otra enésima y desconcertante batalla? Nada más formularnos aquella pregunta en nuestro interior, cuatro flechas silbaron alcanzando a dos mortalmente. Nos pilló a todos a descubierto y desprevenidos. En ese momento logramos atisbar bajar a muchas sombras por varios puntos de la ladera gritando. Nos agrupamos, juntos, tras el fuego, con las armas desenfundadas. La visibilidad era mala, el cielo estaba cerrado y solo veíamos lo más próximo a la hoguera. Dos corrieron entonces hacia los caballos presas del pánico pero sus chillidos fueron silenciados pronto en la oscuridad de la noche. A la luz se acercaron entonces dos docenas de orcos por todos los lados, rodeándonos completamente. Habían parecido dar órdenes a los arqueros de que no nos dispararan, se querían divertir con nosotros. Todos reían, si eso se puede considerar una risa, y amagaban el ataque, se estaban burlando. Allí estábamos nosotros tres y Agladân, era un superviviente de los “Herraduras doradas” que se dispersó tras la triste caída de su capitán. Nadie vio su muerte pero no salió por los túneles, hacia donde esperaba su compañía a pesar del enemigo que se conglomeraba fuera. De aquel suceso se compuso un triste canto… – puntualizó.

- Los orcos giraban en círculos y nos iban oprimiendo más, era un cortejo y una danza de mal gusto para nosotros. No tenían prisa por empezar a atacarnos y sabían que nosotros no lo haríamos, o por lo menos eso pensaron…

- Agladân lanzó su espada contra el que parecía el jefe atravesándolo de par en par. La acción fue tan rápida que solo dio tiempo a ver el desenlace. Ni el capitán de los orcos pareció darse cuenta de su muerte por la expresión que tenía su cara. El cuerpo sin vida cayó de espaldas ante los ojos atónitos de sus camaradas. Agladân estaba ya armado, recogió durante el desconcierto las espadas, de entre las manos aun calientes, de sus compañeros ya muertos por varias flechas.

- Con desaconsejable rabia se nos echaron encima. Los cuatro juntamos las espaldas y giramos al unísono deshaciéndonos con una simple estocada de varios de ellos. Después el combate se volvió más trabado. Los arqueros estúpidamente abrieron fuego en el transcurso del inicio de la batalla con buena fortuna para nosotros. Nos deshicieron de dos enemigos.

- De la ladera llegaban más voces, parecía que había más orcos en las quebradas. Con gran templanza y hielo en las venas logramos imponernos a los orcos en equipo.

- Pero llegaron refuerzos, y ésta vez eran más de tres docenas. Al borde del espacio iluminado por la lumbre formaron una formación en herradura colocándose por los flancos y de frente. Dimos algunos pasos para atrás, guardando una recelosa formación, para salir del campo de cadáveres que habíamos sembrados, llegando justo al final del círculo que hacía la tenue luz. Varias flechas salieron a por nosotros. Una me atravesó el hombro – enseñó la cicatriz Ergoth – otras dos fueron a parar en el majestuoso cuerpo de Agladân. La primera impactó en el pecho siendo detenida en parte por la armadura evitándole grandes daños, pero otra le impactó en la cavidad ocular fulminando su vida. La cuarta flecha se perdió por encima de nosotros.

- Tras un leve tiempo para el respiro en el que la acción se congeló, los orcos se abalanzaron sobre nosotros. En cuestión de un suspiro después de que iniciaran su carrera dos decenas de flechas salieron por nuestra retaguardia acabando con la mitad. Los supervivientes vacilaron y dando media vuelta huyeron entre las sombras. Los arqueros orcos dispararon otra salva antes de retirarse pero herraron el tiro con las prisas, aunque no por mucho.

- Nos dimos la vuelta intrigados pero no vimos nada al principio. Al rato oímos muchos cascos sonar al trote hasta identificarse como una veintena de montaraces a caballo. Un hombre nos saludo jovialmente, su nombre era Arbendân. Algunos hombres fueron a inspeccionar las quebradas para vigilar que no volvieran los orcos, otros tranquilizaron los enloquecidos caballos y tres más recogieron los cadáveres de los tres parientes que yacían en la tierra.

- Arbendân reconoció el símbolo de la armadura de Agladân, comprendió lo que había pasado al ver nuestro estado y a pesar de nuestra procedencia, nos prestó ayuda. Juntos nos alejamos hacia tierras más seguras. Nos unimos a ellos, nos enseñaron aquella forma de vida y pasamos largos meses en su compañía librando varias campañas, quedando nuestra procedencia en el olvido. Nunca se habló de aquello y así quedo… No era la mejor vida que existe pero aprendimos la dura lección…

- Pero tu pasado siempre te acaba encontrando… – dijo Náldor – Todos los supervivientes de aquella guerra se acabaron convirtiendo en lo que debieron ser desde un principio, montaraces… Pero Aranarth no lo permitió, les negó la venia para vivir defendiendo al reino que tanto amaban y fueron desterrados bajo pena de muerte. Poco a poco todas las historias de los que estuvieron en Ernost salieron al conocimiento público y tras año y medio desde aquella infernal noche, nos vimos obligados a descender al sur, a Gondor. A defender una tierra del modo del que teníamos que haber protegido el nuestro… ya no sabíamos vivir de otro modo, nos habíamos convertidos en montaraces de pura cepa… Teníamos que redimirnos…

El relato del pasado trágico de los dúnedains se había extendido mucho tiempo. Ya era de día y no tardarían en despertar los enanos. Sithel permanecía en silencio, asimilando el relato entero mientras los montaraces bebían y comían algo para reencontrarse en la realidad.

- ¿En una sola noche excavaron varios túneles a la ciudad? – recordaba incrédulo – ¿Cómo lo pudieron hacer en tan poco tiempo?

- Algunos hombres decían que el Rey Brujo con sus artes, había obrado una noche el doble de larga… aunque nadie pudo afirmarlo con certeza, la tensión hacen que las esperas se alarguen mucho, pudo ser una mera apreciación o…

- Bueno Sithel, dijiste que cuando aceptara mi pasado podría preguntar por el de los demás… Soy un traidor y enemigo reconocido de mi hogar, un proscrito, e intento alejar esa idea ayudando con mi espada aquí en el sur, lo que no supe hacer en mis tierras…

Sithel aguardaba en silencio, recordaba aquellas palabras que habían salido de su propia boca y ahora tenía que obedecer aquella especie de promesa verbal.

- Me siento un estúpido, mi arrogancia se ha desvanecido a conocer esta historia pues mi pasado carece de importancia en comparación…

- No solo las guerras han de tenerla, muchas cosas en la vida la poseen en igual grado…

- Bueno, para empezar no sufro destierro… no me tuve que exiliar por orden de nadie… salvo por el dictado de mi corazón. Escapé. Me fui abandonando todo para no hacer frente a…

Su voz se debilitó, sopesó las palabras y meditó largo tiempo como empezar la narración.

- Todo fue por una doncella, una de las pocas preciosidades de la Tierra Media y del Bosque Verde, Laurián es su nombre. Sus rasgos son finos y hermosos como solo los suyos lo son. Sus embaucadores ojos esmeralda tienen un brillo que parecen lágrimas de Silmarin, capaces de cautivar a toda criatura viviente. Largo son sus negros cabellos, suaves como la seda y brillantes a la luz de las estrellas. Bien podría llamarse ahora a mi hogar el Bosque Negro por su cabello… sin duda le haría más honor que las repugnantes arañas. Cualquier humano que la viese creería que es una vil hechicera, tanta hermosura es engañosa. – Sithel se maravillaba con aquella descripción que cobraban forma en su imaginación, cuando se dio cuenta de que llevaba demasiado tiempo absorto en aquellos pensamientos volvió a la narración – En el instante en que la vi, por medio de algún extraño encantamiento, quedé perplejo de la intensidad de su mirada, de su belleza, de su magia. Me acerqué a hablar con ella, parecía que me esperaba, conocía mi nombre… Desde lejos era preciosa pero desde cerca… no existen palabras ni en la más hermosa de las lenguas para describirla. Me citó fuera de la ciudad, en un gran árbol, casualmente en el que solía ir de pequeño. Sabía muchas cosas de mi pero no me pregunté el por qué, estaba hipnotizado con el canto de su voz. La noche era maravillosa, se había puesto de gala para nosotros, las estrellas brillaban tan fuerte como los ojos de aquella dama, pero no eran capaces de hacerle sombra alguna. Creí perder la noción del tiempo, se asemejaba todo más a un sueño que a la realidad, me pareció entrar en el paraíso de la mano de un ser angelical exiliado en este infernal mundo. Sin darme cuenta, ni del por qué, nos estábamos besando apasionadamente. Las más excitantes sensaciones atravesaron mi cuerpo como un rayo en una noche tormentosa, relampagueando, extendiéndose por todo el cielo. Después de haber estado con ella no podía pegar ojo, en mi pensamiento no cabía otra cosa, ni las peligrosas guardias en el bosque consiguieron que dejase de pensar en ella. Había caído en sus redes, no tenía escapatoria, estaba a su merced… Cogía los nuevos días con más ganas que nunca con la ilusión de verla pero parecía que se la había tragado la tierra, como si solo hubiese sido un dulce sueño. Eternas fueron las jornadas que nos separaron de nuestro próximo encuentro, aunque este ocurrió en unas situaciones no deseadas. Un amigo de la infancia, de toda la vida, Laemén, me había anunciado su compromiso matrimonial con una doncella del reino, elegida por el mismísimo Thranduil, padrino suyo y señor del Bosque. Los Dioses son crueles, de todas las bellas doncellas que había en el bosque el destino quiso que fuese la doncella de mis sueños. Conocí a la prometida de mi mejor amigo en la ceremonia de presentación. Sentí como siete puñales incandescentes me atravesaban junto a su mirada llena de felicidad. Casi pierdo las ganas de vivir y perezco en ese mismo instante delante de todos los invitados, pero en el último momento reaccioné, esquivé la muerte más triste para un elfo gracias a la ira y con el sabor de la venganza en mis labios. Cuando me quise dar cuenta nos estábamos batiendo en duelo en el centro de la sala para desesperación de los allí congregados, nos jugábamos nuestro amor, nuestra enteraza, la vida… Los dos enamorados intercambiábamos furiosos golpes que inundaban la sala con estallidos metálicos. Nadie se interponía entre nosotros para separarnos, era un duelo de honor entre dos amigos. A Laemén siempre le encantó competir, lo hacíamos desde que éramos niños, pero aquella no era una burda competición… era un triste espectáculo, compañeros de tantas cosas ahora enfrentados por el amor de una dama… – Sithel guardó un largo silencio en el que respiró profundamente. Los primeros enanos levantaron de su letargo y mientras se aseaban Sithel continuó la historia – El combate no termina hasta que uno de los dos sangre en el pecho, se corre el riesgo de que uno de los dos muera antes de que finalice la lucha, pero tanto él como yo mirábamos con ojos ciegos de preocupación esa idea, los dos estábamos bajo el hechizo de los mismos encantos, no pararíamos ni tendríamos piedad. El duelo fue largo y veloz, las hojas chisporroteaban de ira al igual que nuestras miradas que no dejaron de cruzarse. En un desequilibrio propiciado por el cansancio y abatido del cubrimiento que ofrecía mi espada, fui herido en el tórax. – enseñó la cicatriz – En ese momento la guardia real, que había formado un círculo alrededor de nosotros, se abalanzaron contra nosotros para sujetarnos, el combate había finalizado, aunque los dos queríamos terminarlo con más sangre... Esa misma noche, cegado por mi amor y no dispuesto a renunciar a lo más preciado para mí, fui a su balcón. Trepé desde el gran jardín ayudado de una cuerda y con la fuerza de mi amor escalé la pared vertical. Conforme ascendía no podía evitar llamarla, más que mi voz la llamaba mi corazón. Ella contestó con tono coqueto y la dulzura de su olor me enredó de tal forma que casi me hace caer. Recobrada la consciencia superé el último tramo hasta la ventana, cuando llegué… – sus palabras se rompieron, no podían seguir, sus lágrimas afloraban en sus azulados ojos. Los montaraces que no habían perdido detalle de aquella narración, contada con esa voz y sentimiento, no preguntaron por el resto.

El elfo se levantó bruscamente y se apartó para serenarse. En ese momento volvían los primeros enanos que fueron junto a los montaraces.

- ¿Qué le ocurre al elfo? – preguntó Mortak.

- Despertemos a todos y desayunemos algo antes de partir… – respondió Geko cambiando de tema. El enano entendió aquella acción y no insistió.

Aquella noche, todos durmieron plácidamente aliviados ahora del dolor. El bocado que les prepararon los elfos fue de muy agradecer aunque no entrase en los gustos de los enanos.

Sin prisa ninguna y con la nueva mañana ya entrada, comenzaron el viaje de retorno bajo las órdenes de Mortak y Câranden. Aún estaban revueltos por las últimas nuevas, en especial por el misterio sobre la identidad del compañero postrado en cama. Por ello los encargados de llevar el camastro fueron los montaraces, eran los únicos que no caerían en la tentación de quitar el embalaje de sábanas.

Pronto volverían a las llanuras de Calenardhom y en unos tres días aproximadamente llegarían a Éstaleth, donde disfrutar de cómodo alojamiento y abundante y rica comida…



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