Osgiliath 2003 de la C.E. (caps. 10-15)

02 de Septiembre de 2007, a las 23:11 - Ricard
Relatos Tolkien - Relatos basados en la obra de Tolkien, de fantasía y poesías :: [enlace]Meneame


Una suave corriente de aire acariciándole el sudado rostro fue lo primero que sintió Dwalin nada más traspasar el umbral de la Puerta Azul, como si la habitación a la que daba paso hubiese estado cerrada herméticamente y, al encontrar una vía de escape, el aire allí encerrado escapara debido al cambio súbito de presión.
Lo siguiente que percibió de la estancia fue la oscuridad, la negrura sin mácula que ahí reinaba, y que tan parecida a la que habían encontrado en el piso donde se habían enfrentado a sus miedos le resultó. Pero aquello no fue más que una leve impresión que se esfumó en un abrir y cerrar de ojos: al haber entrado tan precipitadamente, Dwalin no pudo evitar caer de bruces en la sala, para queja general de su cuerpo y su brazo herido, así como por la chirriante armadura, y al reincorporarse un poco de la caída comprobó que, lo que antes le habían parecido tinieblas, era en realidad una luz blanca y cegadora que no parecía provenir de una lámpara o sitio concreto alguno y que hacía resplandecer las paredes blancas del lugar.
Dwalin, pestañeando con sus cansados ojos, vio también que se trataba de un cuarto más bien pequeño; pero su alto techo le confería cierta grandiosidad que, junto a aquella luz omnipresente y al hecho de que tampoco hubiera ventanas, acababa resultando intimidadora.
Alcanzado por aquella atmósfera enrarecida, aséptica, y mientras oía como sus resuellos se perdían en ecos en esa cámara como si estuviera enterrada bajo tierra, la vista del enano acabó recayendo en la pared que tenía enfrente, como si un imán la hubiese atraído sin esfuerzo alguno.
Allí, rodeado de la calma que dominaba el recinto y que parecía congelar incluso las motas de polvo en sus viajes por el aire (si acaso hubiera podido haber polvo en las pulidas paredes blancas), se abría en la pared, desde el suelo al alto techo, un nicho de forma ahusada, más alto que ancho, y de arco acabado en punta que recordaba a la forma vaga de una hoja de espada corta. Y, en su interior, sobre una plataforma, descansaba un pequeño árbol, casi un pimpollo, de tronco y hojas negras, tan inmóvil como todo lo que ahí había; pero vivo sin duda, tal y como notó el enano incluso desde la distancia que los separaba.
Detrás suyo, Dwalin pudo percibir también como Ardarel frenaba su ataque al penetrar, como él, en la habitación y sumergirse en la burbuja de aire que, tan extraña y cercana a la vez, llenaba el lugar. La furia guerrera que antes se había apoderado de la chica pareció apagarse y, dejando caer sus brazos – y con ellos las espadas – a lado y lado de su cuerpo, fue presa de un veloz ensimismamiento por lo que ahora contemplaban sus ojos escarlatas, tan sorprendida o más que Dwalin por lo que tenía delante: Alatar no había permitido ni que ella viera el espacio que con tanto ahínco había de proteger.
Una vez se hubo cerciorado de que la orco no tenía intención de atacarle, Dwalin siguió rebuscando lo que había venido a buscar. Miró y remiró en cada esquina de la sala, pero su mirada acababa cayendo irremediablemente en el joven arbolito; una figura que resaltaba entre tanta palidez como una grieta negra que hubiera aparecido en medio de la pureza de color de la pared. “Ése debe de ser el famoso Moralda” pensó Dwalin con desgana, pues nada en ese momento podía interesarle menos que las plantas diabólicas devoradoras de almas.
Cómodo con aquel pensamiento, volvió a repasar, casi con frenesí, los contornos de suelo, esquinas y techo en busca de algún hueco en el que se pudiera ocultar a una elfa… Hasta que, cansado de que siempre acabara contemplando al dichoso Moralda y en uno de esos vistazos, cayó en la cuenta de que quizás no había estado buscando en el lugar adecuado.
Llevado solamente por un presentimiento que le obligó a ponerse en movimiento de nuevo y al confirmar la imposibilidad de encontrar alternativas en donde seguir buscando, Dwalin reunió todas las fuerzas de las que fue capaz y se puso entonces de pie, apretándose la herida del brazo que ahora le caía inútil en un costado del cuerpo, más pesado gracias a los kilos de metal de la armadura que debía de sostener.
El enano gruñó y apretó los dientes en un profundo gesto de dolor cuando se irguió del todo y los centenares de golpes y heridas de su cuerpo aullaron junto a él ante ese esfuerzo. De todas formas, Dwalin no pensaba ya en aquello, ni en el sudor y la palidez que cubrían su cara, ni en el eco en que se partió su queja en aquella especie de habitación insonorizada, ni, de hecho, en la chica que, ya junto a él, tenía la vista perdida en el techo, las paredes, el suelo y, sobretodo, el agujero en el que descansaba aquel vegetal nacido del infierno, vuelta otra vez a ser una muchacha normal… o casi. No, el enano, como antes en la otra sala, intentó aislarse de todo aquello y fijar sus pensamientos en la tarea de conseguir llegar hasta el árbol, sino a cuatro, por lo menos sí a dos patas. Si hallaría ahí las respuestas que buscaba sólo dependía de él y su tesón.
“Esto va a doler” intentó mentalizarse y, haciendo tintinear todas las piezas de su armadura, dio el primer paso. Al tocar su pie el suelo, un calambrazo de dolor, como una espina viajando por sus venas, fue de la planta de su pie hasta la herida del brazo. No ayudó mucho tampoco a aliviar el dolor el hecho de que, instintivamente, Dwalin apretara la mano con la que sostenía la venda de Abdelkarr. Otro gruñido se escapó de sus dientes apretados mientras los ojos también se cerraban en una mueca de sufrimiento. “No ha estado mal… para ser el primero. Me faltan tropecientos más para llegar” intentó consolarse con ese ánimo a prueba de bombas que constituía quizás la más fuerte de sus defensas.
Admirada, y después de conseguir sobreponerse a la sorpresa inicial de descubrir qué era lo que se escondía en la habitación de al lado del despacho de Alatar, Ardarel contempló, no sin poco asombro también, como el enano se dirigía decidido hacia aquel enorme y luminoso hueco en la pared en donde, inexpresivo y aparentemente ignorante de todo lo que le rodeaba, le esperaba Moralda, el Árbol Negro que habría de alzarse más alto que cualquiera de las torres que elfos u hombres hubieran construido jamás con anterioridad; a pesar de lo cual, a Ardarel le pareció, por aquel entonces, un simple arbusto imbuido de un inusual encanto a causa de su color negro, como de ébano.
Sin duda, más increíbles le seguían pareciendo los esfuerzos que hacía Dwalin para llegar hasta él, con pasos vacilantes pero firmes, como si cada uno de ellos fuera a ser el último. La chica casi podía sentir en sus propias carnes la lucha que mantenía el enano para mantener el equilibrio y no caerse ni de lado ni de frente; ya que, como si una fuerza invisible tirara de él, Dwalin iba encorvado hacia delante, jadeando y con los ojos entreabiertos, casi como un sonámbulo.
Por el contrario, toda la energía y vigor que habían explotado escasos segundos antes dentro de la chica se habían apaciguado ya casi del todo; menos por el fuego que ardía todavía en sus ojos. Pudiera ser que hubiese recuperado otra vez la constitución normal de su cuerpo y la blancura de su piel, pero aquel fulgor en sus almendrados ojos, más bermejos y abiertos que nunca, eran el indicador de que, en el fondo, no se hallaba a gusto en aquel entorno. Es más, si bien la ira había retrocedido en su ánimo, su lugar fue ocupado por otra faceta de ese mismo instinto orco, casi animal, que, como un sexto sentido, le avisaba de que algo ahí iba mal.
Ardarel no podía especificar qué era, pero de igual manera que podía percibir el enfado o la angustia de Alatar como un manto que lo cubriese con sólo pasar por su lado, sus demás sentidos le estaban alertando ahora de que algo no marchaba bien en esa sala… Algo muy podrido y maligno colmaba el ambiente del sitio, como el hedor de un cadáver escondido que desprendiese los efluvios de la putrefacción, y cuyas únicas manifestaciones físicas que podía sentir la joven eran aquel sentimiento, ese malestar, y el erizamiento del vello de su nuca.
En unos primeros instantes, como Dwalin, creyó que era el árbol el que irradiaba aquella fuerza; pero a pesar de que indudablemente procedía del mismo punto de la estancia en que éste se encontraba, Ardarel supo que era algo diferente y mucho peor que cualquier aura que recubriese al pimpollo.
Y, el enano, en su ignorancia, se dirigía directamente hacia allí, sin ver nada, sin sentir nada.
Llegados a esas alturas, y más asustada en verdad por aquella presencia invisible pero abrumadora, Ardarel ya no se preocupó en distinguir entre aliados o enemigos, entre deberes o responsabilidades, y, casi por instinto también, alzó una mano, con espada incluida, para avisar a la menuda figura de que, aunque no lo viese, se precipitaba hacia las fauces abiertas de un monstruo, al borde sin retorno de un precipicio.
Mas las palabras de alerta de Ardarel (que hubieran supuesto la primera vez que orco y enano intercambiaban palabras y que éste último hubiese oído la voz de la muchacha) nunca salieron de su boca. Tan concentrada había estado en sumergirse en aquella sensación que la sacudía con el látigo del miedo, que no reparó en lo que había dejado tras ella. Así, sin aviso y con la brusquedad de las malas sorpresas, Abdelkarr, que nada más entrar en la sala vio la espada alzada de la chica, la apartó a un lado con vehemencia y rudeza.
Pillada más desprevenida que nunca en aquella ocasión, Ardarel no tuvo ni tiempo de volver a maldecirse al caer de súbito a un lado, en el blanco y embaldosado suelo de la habitación, con un ruido vacío que resonó desagradablemente. Sólo un suave quejido escapó de ella al golpearse la cabeza en la caída con la empuñadura de una de sus espadas cuando ésta, a su vez, aterrizó en el suelo; hecho que la dejó inconciente. Viéndola ahí tumbada, con los ardientes ojos apaciguados al fin por los párpados cerrados y su pálido rostro sólo manchado por la rosada herida en la mejilla en donde se había golpeado, hay quien hubiera asegurado de que se trataba del vivo retrato de la paz; una princesa dormida plácidamente.
Indudablemente, Abdelkarr nunca sería uno de ésos. El joven, una vez apartada la orco, ni se volvió a fijar en ella. Su mirada se había perdido ya en el rápido estudio de la sala y, cuando acabó cayendo en la figura de Dwalin – que avanzaba con los mismos pasos indecisos de un hipnotizado -, sólo pudo pensar en cómo ayudar a su compañero.
- ¡Ey, Dwalin! ¿Estás bien? – gritó, pero al parecerle que el enano lo ignoraba, fue corriendo hasta él para ponerse a su lado.
Al instante notó la amenazante presencia que manaba de Moralda; pero no así la otra que tanto había inquietado a Ardarel y que, aún estando ella fuera de combate, la hacía estremecer, como si su sueño fuera uno de esos sueños intranquilos propios de las noches largas y sin Luna. Sea como fuere, para Abdelkarr la sola imagen del arbolito, de tronco estrecho y brancaje redondo – como si fuera un hongo negro y gigante -, ya le parecía de por sí bastante perturbadora, sin más añadidos.
El influjo de la aureola que rodeaba al fruto florecido del Pozo del Vacío, de igual manera, acabó por atraparle; así que, cuando al fin alcanzó al enano y se puso a su derecha, no pudo evitar frenar su carrera (olvidándose casi de su compañero) para andar con la misma lentitud que éste; y no a causa de una herida, sino por culpa de un sentimiento de desconfianza creciente por lo que tenía delante y que el haradrim no pudo llegar ni a explicarse a si mismo, lo que le conminó a dar aquellos pasos cautelosos, como si caminara sobre una cuerda tendida sobre la nada más absoluta, y a mantener la espada bien aferrada en su mano derecha, con el filo de su hoja paralela a la línea del suelo.
Ahora, los dos chicos andaban en la misma dirección con lo que parecía ser intrepidez; pero el silencio que los acompañaba y sus rostros decían otras cosas mientras las huellas que iban dejando atrás desaparecían junto al eco amplificado de sus pisadas, como si en realidad estuvieran andando sobre templado cristal.
Y a medida que más cerca estaban del esqueje de las tinieblas, de sus espinosas hojas negras que se hincaban y desplegaban con un suspiro ahogado cada vez que alguien en el exterior moría, menos pensaban en lo que harían o como se enfrentarían contra un enemigo ciego, sordo y mudo, pero que desprendía más maldad que todas las demás criaturas con las que se habían enfrentado en su ascenso por la “Torre” juntas.
Cavilando en aquello para mantenerse consciente y distraído del dolor, Dwalin echó un rápido vistazo al pedestal, al altar casi, en el que descansaba Moralda dentro del nicho con la insolencia de un pequeño príncipe en el trono del rey, esperando para crecer y que, por lo deducido, le servía a modo de tiesto. Extrañado, el enano se percató de que era más bien largo que alto… con la forma vaga de un ataúd de mármol. Sintiendo que de súbito le faltaba el aire, y sintiéndose a su vez tonto por no haber caído en ese detalle mucho antes, Dwalin intentó acelerar su avance; lo que hizo que, al intentar articular palabras, su boca sólo expulsara jadeos entrecortados.
- El… Ele… ¡Eles…!
- ¿Qué? ¿Qué ocurre, enano? – exclamó, alarmado, Abdelkarr al ver la excitación de su compañero.
Pero Dwalin solamente era capaz de mirar más fijamente, y con ojos alucinados, en dirección al árbol y ejecutar una especie de amagos de pasos largos y veloces.
El humano no acabó de comprender la actitud de Dwalin, pero lo siguió en su apresuramiento para llegar hasta Moralda para ver si así también acababan con aquel malestar cuyo origen no sabía identificar, y que por ello le resultaba aún más molesto, a la vez que le hacía sudar copiosa e inexplicablemente, como si el aliento de la gran Serpiente Negra de los Haradrim le estuviera soplando a la cara.
Y así, los dos, volvieron a callarse y a esforzarse en llegar cuanto antes a su objetivo, el cual parecía huir de ellos, burlándose de su diligencia y alejándose a medida que ellos querían darle alcance. No tardó mucho en aposentarse en aquel momento una congoja en la pareja de jóvenes al parecerles que no se estaban moviendo en verdad del mismo punto de la habitación, como si ésta se estuviera alargando, y ganando profundidad, para cansarles en aquella caminata que iba tornándose interminable.
Eran como dos perros atados a quienes hubieran puesto un trozo de carne ante los morros, pensó Dwalin, cuya ansiedad era mayor y se mezclaba con el dolor que había enraizado y crecido a partir de la herida en su brazo. Ya estaba a un paso de sentirse un estúpido andando sin sentido cuando otro sentimiento, como a Abdelkarr, lo sobresaltó. Etérea y diáfana, como el silencio antes de un terremoto, notó la presencia de algo flotando en el aire – de igual forma lo había sentido Ardarel mucho antes, nada más entrar – intentando penetrar en su cabeza… y, para su desilusión, en aquella ocasión no se trataba de Elesarn.
Al igual que Abdelkarr, acabó por pararse en seco, a unos cinco metros del pasivo Moralda y de lo que tenía debajo, de lo que se iba alimentando. Tanto el sureño como el enano pararon y se miraron sin decirse nada. Sus miradas lo dijeron todo y, atónitos, ambos oyeron al unísono las risas ahogadas, las carcajadas a media voz que, como una lenta nube de niebla, iban extendiéndose a su alrededor, como si vinieran de todos los sitios y ninguno a la vez.
Y, revoloteando entre ellas, sonó una voz que nació como un murmullo y que era a su vez la combinación de una decena de voces dispersas: voces graves, voces aflautadas, voces de hombre y de mujer, de niño y anciano, que oprimieron los pechos de los dos compañeros como el sonido de una sierra oxidada cortando cristal al combinarse todas en una de sola, más sentida que oída, y que se vertió en sus cabezas con la dulce cadencia del fluir de la miel:

Niños… Niños, llegáis pronto. Aún no es el momento de soñar.
La oscuridad de la noche todavía tardará en cubrirnos con su manto y las historias que os tengo que contar sólo están al servicio ahora de una pequeña y blanca Dama.


Pasmados, Abdelkarr y Dwalin acabaron por agudizar la vista, pues la voz fue acompañada por la aparición enfrente suyo de la silueta de una oscura figura que, desde la vacuidad del aire, fue cogiendo volumen y color allí donde instantes antes, justo sobre el arbolito, en el hueco libre del nicho, no había nada. Antes de que aquella aparición espectral acabara cogiendo una corporeidad total, Dwalin no pudo reprimirse de exclamar en voz alta los pensamientos que le estaban carcomiendo a raíz de aquel suceso.
- Q… ¿Qué es esa cosa?
La pregunta iba dirigida a Abdelkarr, pero fue pronunciada en un susurro tan débil que el haradrim no llegó ni a escucharla. El ser recién aparecido, en cambio, sí.

Oh, descendiente de los Siete Durmientes, he sido muchas cosas a lo largo de mi existencia y puedo ser lo que vosotros queráis.
Pero en el principio de todo, mucho antes de que hubiera sueños en los que los soñadores pudieran perderse, fui lo que vosotros llamáis un “maia”; un sirviente del Vala conocido como Lórien.
En sus jardines, bajo la Penumbra Perpetua, retocé, deleitándome junto a mis hermanos con los relatos con los que pensábamos llenar las horas de descanso de los Hijos de Ilúvatar; la materia de la que están hechos los sueños…
Así pasábamos el tiempo, a la espera de su Nacimiento, compitiendo para ver quien era el mejor fabulador a los ojos de nuestro Señor Irmo.
Así fue que, en una de las sosegadas noches de plata y ébano de las que disfrutábamos los sirvientes de los Valar Oscuros antes de la aparición de la Luna, me perdí por bosques penumbrosos, donde los argentéos troncos de los árboles se elevaban hacia el cielo para taparlo con sus oscuros ramajes. Me encontraba inquieto y carcomido por la impaciencia de querer ser el primero que susurrara historias maravillosas al oído de los durmientes Primeros Nacidos, antes que todos mis demás compañeros.
Y de este modo ocurrió que me encontré con un desconocido alto, encapuchado y de negro manto que me había estado observando desde hacía rato, camuflado entre la vegetación. Sobresaltado, pensé por unos primeros instantes que sería mi Señor Mandos; pero al acercase él a mi, pude descubrir que el bello rostro que se escondía bajo la capucha no poseía la severa y dura expresión del Señor del Destino. La mirada del extraño, de ojos relucientes como dos estrellas, transmitía, en cambio, simpatía y dulzura y pronto me dejé atrapar por las armoniosas palabras de su voz cautivadora.
“Te he estado observando y, por tu andar agitado – me dijo-, diría que no encuentras el momento de poder recibir a los Hijos de Nuestro Padre y llenarlos de bendiciones.”
Abochornado, intenté justificarme, pero él se limitó a sonreírme con complicidad.
“Tranquilo; todos aquí, del más grande señor al sirviente más bajo, andamos así estos días… Pero, si quieres, puedo ayudarte a aligerar la angustia que oprime tu corazón. Conozco un sendero, oscuro y pequeño, que podría conducirnos a las tierras más allá del mar, a las Tierras Mortales. Si lo deseas puedes acompañarme… Y nadie, ni el gran Manwë siquiera, lo sobra jamás”.
Quise oponerme, pues aquella propuesta infringía la única prohibición que nos habían impuesto; pero, sin dejar de sonreír, él volvió a hablar:
“¡Vamos, no te preocupes! Yo ya he estado muchas veces allí y nadie me ha dicho nada aún. Además, ¿por qué los Grandes Valar son los únicos que pueden ir hasta sus orillas, y tierra adentro incluso, y formar, crear y destruir lo que se les antoje? Si vienes conmigo te enseñaré como hacer realidad todo lo que te imagines: las historias que tejas dejaran de ser sueños para ser realidades… y ese será nuestro secreto, entre tú y yo”.
En mala hora oí aquella melodía de palabras que, en el fondo, era lo que siempre había querido escuchar. Tentado por esa oferta y por la alentadora convicción y persuasión con que expuso su parlamento, me uní a él sin pensarlo. Cuando partimos hacia nuestra aventura, comprobé que con nosotros venían muchos más, convencidos también por el misterioso encapuchado. Entre ellos reconocí a “maiar” que estaban al servicio de Aulë, de Mandos e, incluso, de Oromë y otros de los grandes Valar. Pero todos compartían, y tenían en común, sus miradas taciturnas, llenas de furia algunas y tristes todas, así como el silencio muerto que deambulaba entre ellos. En verdad no parecía que quisieran admirar los prodigios que se escondían en la otra mitad de Arda.
Cuando al fin llegamos, por lo menos de mi parte recorrí con alegría – mucho antes de que fueran aniquilados- los portentosos bosques que Yavanna había plantado allí y que nunca más han de volver a verse otros semejantes.
Mas nuestro nuevo guía no tardó en quitarse la máscara y desvelar quién era en realidad, con todo su maligno esplendor: Aquél repudiado por los Valar, el Primogénito de Eru y hermano gemelo de Manwë, el Azote del Mundo y su más Oscuro Enemigo.
Atado por mis promesas de seguirle y con el camino de retorno cortado por un océano que tan ancho y profundo me parecía por aquel entonces, no tuve más remedio que ser uno más de sus esclavos y hundirme en las cavernas que nos dio como habitáculo, comiendo cenizas y bebiendo lágrimas. Y así, poco a poco, fuimos olvidando quienes éramos para preocuparnos sólo de servir a quien considerábamos aún el único faro en el tenebroso mar en que se habían convertido nuestras vidas… aunque éste fuera tan negro y traicionero como el propio mar.
De este modo, perdí (u olvidé) el nombre que atesoré cuando era joven y corría por los jardines perfumados por las Flores de Lórien, así como la forma que hasta el momento había poseído mi cuerpo. Ahora, o mejor dicho, desde el primer instante en que pisé la Tierra Media y llené los sueños de los primeros durmientes, y de los hijos de sus hijos, con historias que, en vez de convertirse en admirables realidades, se torcían en relatos rellenos con sufrimiento, pavor, temor y angustia bajo las órdenes de cualquiera de los Señores Oscuros, se llamaran Melkor, Sauron o Alatar, se me conoce como Ulcolórë.


Aquel nombre llenó de resonancias las mentes de los dos chicos, retrayéndoles a noches largas que parecían no tener fin, a despertares donde se encontraban bañados por su propio sudor y a terrores infantiles que creían haber dejado ya muy atrás. “Pesadilla” era el nombre de su nuevo anfitrión y los dos sintieron como un escalofrío recorría sus espinazos al paladear el nombre mentalmente.
Divertido por la reacción provocada entre los muchachos, el ente volvió a soltar una de esas risitas que se desperdigaban en un millar más como polvo al viento mientras su materialización finalizaba y aquellos mismos jóvenes, sin poder salir de su asombro, podían contemplarle en toda su gloria.
Incapaces de apartar la vista, tal y como hubiesen deseado fervientemente, Dwalin y Abdelkarr se quedaron paralizados como si la sola visión de la cosa que se alzaba delante de ellos los hubiera petrificado. Ahora que se había desecho del manto de invisibilidad con el que había velado sus ojos, vieron que se trataba de una criatura grande, alta y enorme que se levantaba sobre el altar-ataúd donde crecía Moralda, protegiendo a la planta con sus zarpas y ocupando todo el espacio vacío del hueco de la pared con su mole. Dwalin en verdad consideró que era un ser digno de la peor pesadilla: su cuerpo, aunque de forma vagamente humana, se encontraba recubierto por un abundante pelo rojizo que lo hacía parecer un monstruoso oso. Sus brazos, que colgaban enfrente de Moralda para custodiarlo, eran más grandes que las piernecitas, ridículamente cortas, que sostenían la montaña de carne del resto del cuerpo. En cada una de las manos sobresalía además una colección de largas garras de un color rojo y, sobre el lomo, que se elevaba en una poderosa giba, crecían dos alitas de murciélago negras y demasiado pequeñas para que le hubiesen permitido volar.
Pero era en verdad la cabeza lo más grotesco de todo el conjunto. En realidad no había cabeza alguna; en su lugar, en el extremo superior del cuerpo, naciendo entre los hombros y en la base de la joroba en que se curvaba su ancha espalda, caía una especie de apéndice recubierto por una docena de cabezas; como si le hubieran arrancado la original y la hubiesen substituido enganchándole un gigantesco racimo de uvas en donde cada grano tuviera su par de ojos, su boca y lengua propias y respectivas. Y, a su vez, cada una de esas testas que colgaban como los apretujados frutos de un árbol invertido, era diferente a las que tenía de vecinas, en lo que parecía un caótico mar de rostros y miradas que contemplaban atentamente a los dos adolescentes.
Algunas de ellas eran horribles y transpiraban rabia y odio; otras parecían más bien estar en avanzado estado de putrefacción, poseyendo las miradas negras y vacías propias de las calaveras; mientras que muchas otras, pálidas y ufanas, se asemejaban a balones hinchados de grasa y sonreían burlescamente con sus boquitas apretadas por sus rellenas mejillas a los recién llegados, justo al lado de otras tantas que eran el vivo retrato de la enfermedad y mostraban un color verdoso. Las restantes, que atesoraban rasgos animalescos, ni siquiera Dwalin y Abdelkarr las identificaron como humanas.

Se me ha ordenado proteger al Fruto de Melkor, Moralda, el de Muchas y Negras Hojas, así como su fuente de alimento que reposa debajo de él.
Yo presido, guardo y velo el sueño de la joven elfa, la última de entre los Primeros.
A la tierna Elesarn doy descanso y entretenimiento en su sueño, vigilante y custodio en su viaje final.
Sé a qué venís y trabajo mío ha de ser deteneros. No lo conseguí en la Sala de las Revelaciones, donde la oscuridad reina en una falsa noche; pero os bien aseguro que el tormento que os tengo reservado aquí y ahora será mayor, pues no hay nada peor que soñar con los ojos abiertos; sin saber donde empieza el sueño y donde acaba la realidad…
¡Dormidos entráis en el reino de Pesadilla, pero despiertos lo haréis en el de Locura!


Bramaron, sisearon y gimieron al unísono, y con un entusiasmo que se mezclaba con una malicia que producía urticaria en el ánimo sólo de oírla, todas aquellas caras. Agitando o estremeciendo sus horribles rictus de máscaras de un carnaval siniestro se unieron al final también todas las voces, como los afluentes a un gran río, para que la sentencia fuera escuchada por oídos mortales.
Amedentrados por la apariencia del “maia” corrompido, e inquietos por la proclama que había lanzado, tanto Abdelkarr como Dwalin, en unos primeros momentos, fueron incapaces de pensar alguna cosa con coherencia, bien atrapados como se encontraban bajo el influjo del mensaje de miedo y terror que les había sido lanzado y que no les permitía ni moverse ni ejecutar cualquier acción, de la misma manera que si fueran dos ratones enfrente la hipnotizadora mirada de una ladina serpiente.
El miedo, como una droga, puede anular cualquier otra sensación o emoción del cuerpo y Dwalin, paralizado por ese sentimiento, e incapaz casi de parpadear o desviar la vista de la horrenda mirada del lacayo de Alatar, fue olvidándose paulatinamente del dolor, de todo lo ocurrido a lo largo del día en la “Torre” e, incluso, del motivo por el cual se encontraban allí. Pero, al final, aquella zambullida hasta lo más hondo de sus recuerdos lo llevó hasta una visión muy bien guardada en el libro de sus vivencias; hacia un cuarto bañado por el Sol que entraba por las ventanas de aquel sitio que no podía ser otro que la sala de tutorías de su instituto. Allí, bajo el sincronizado y pausado movimiento de las aspas de los ventiladores que colgaban del techo, resaltaba la figura sentada y de espaldas de una chica. Sólo el torrente de oro que le caía por la espalda podía ver Dwalin de ella, pero de inmediato, como una revelación largamente olvidada, supo otra vez quien era él y el sentido de su presencia ahí.
No sin esfuerzos, bajó la vista entonces del engendro de muchas cabezas, y del arbusto espinoso y retorcido que custodiaba, para centrarse en el bloque donde ambos se asentaban. No supo si fue fruto del delirio, o por culpa de los simples nervios, pero le pareció que su vista lograba penetrar la pared de mármol de ese sillar y lograba vislumbrar lo que se escondía allí, enterrado prematuramente… Y, tal y como lo había sentido muchos pisos abajo, envuelto en el frío y la desesperanza, también le pareció sentir el latido, débil y casi inaudible, de una amiga, su amiga.
Recogiendo fuerzas de allí donde casi no quedaban, el enano se giró de cara a Abdelkarr.
- Ey, tío… Me parece que el pavo éste habla mucho – susurró y, aunque por eso temió que el otro no lo hubiera escuchado, el haradrim asintió. En el rostro del chico volvía a perfilarse una de sus burlonas sonrisas.
- Sí; no perdamos más tiempo… - contestó con la simpleza y la calma de quien sabía que el tiempo había perdido, en realidad, toda su importancia; pero, antes de apartar la vista, volvió a girarse hacia Dwalin como si hubiera olvidado decirle algo más- Ah, Enano, recuerda… ¡Kinyamkela!
Dwalin asintió a su vez con una sonrisa austera y estoica y, girándose de nuevo hacia Ulcolórë, se dispuso a avanzar directo al atrio de Moralda. “¡Oh! Ya sabes a qué venimos, bichejo; y si no, ya lo verás. ¡Lo que tanto quiere proteger tu amo no va a durar más que lo que dura un verano en Helcaraxë!” se envalentonó el enano, decidido y resuelto a pesar de que sabía que su cuerpo podía desfallecer en cualquier momento. Mucho había abusado de la fortaleza natural de los enanos pero, a cada paso que daba, más difícil se le hacía enfocar con la mirada a Ulcolórë… o sentir la presencia de Elesarn.
Abdelkarr vio por el rabillo del ojo las dificultades de su amigo y, sin poder obviar que ni Dwalin ni él sabían cómo enfrentarse a un enemigo de aquel calibre y que sólo disponían como arma de su espada negra, sonrió de nuevo con una sonrisa que desembocó en una carcajada que apagó las risitas de Ulcolórë. Una carcajada del guerrero que mira de frente a la muerte y se ríe de ella.
Desesperado, excitado y crecido, Abdelkarr se preguntó qué haría Pallando en tales circunstancias o qué estaría haciendo realmente el mago en aquellos momentos y, ante el silencio a esos enigmas, apretó con más fuerza la empuñadura de su espada. Nunca hubiese pensado que echaría en falta tantas veces en un solo día al huraño anciano.
Ulcolórë, encaramado como una gárgola en su puesto y viendo como se acercaban ellos dos, se removió como un perrazo al sentir una caricia. Las risibles alitas aletearon también en su lomo por unos segundos y sus colgantes cabezas prorrumpieron en otro mar de risas que bailaron por la sala como el zumbido de una nube de abejas, mientras sus rostros se desencajaban en una fiesta de muecas. Algunas sacaron la lengua, otras empezaron a sollozar, pero todas tenían un brillo pérfido en sus negros ojos.

¡Necios!... En verdad veo ahora que no sabéis a lo que os enfrentáis. Dejadme que os lo muestre; contemplad con vuestros propios ojos el futuro, admirad el porvenir, estudiad los hechos que han de ocurrir…
¡Y desesperaos!


Abdelkarr y Dwalin quisieron esa vez ignorar las palabras del “maia”, pero no pudieron pasar por alto lo que sus ojos les mostraron: hundidos, como hacía escasos momentos, en una especie de aguas fangosas invisibles que les mantenían fijos en el mismo punto de la cámara por más zancadas que dieran, vieron, atónitos, como las formas y contornos de la habitación se diluían y como, con la misma volatilidad que las imágenes de un espejismo, aparecían nuevas siluetas y figuras.
En el lapso de tiempo en que dieron un par de parpadeos vieron que ya no se encontraban en una minúscula estancia del piso más alto de la “Torre de Cristal”, sino en el amplio y desolado espacio de las calles de Osgiliath. A Dwalin no le costó reconocer en los lindes de esa calle los de la Avenida Anduin por la que había paseado muchas veces con anterioridad al ser uno de los radios más anchos y espaciosos que cruzaban la forma circular de la ciudad de Osgiliath, la cual tenía como centro de esa rueda la “Torre de Cristal”.
Pero en aquella visión no había rascacielos que se alzara en el corazón de la capital; en su lugar un intruso había borrado su presencia de la faz de la tierra.
Como antes de que se desvaneciera ante sus ojos la imagen de Ulcolórë y la sala, lo que los dos chicos tenían enfrente ahora era a Moralda… o aquello en lo que se convertiría el pimpollo que hasta ese momento habían contemplado con cierto desden. El Árbol de las Almas se elevaba allí donde tendría que haber habido la familiar y angulosa silueta de la “Torre” conocida por los jóvenes.
Pero ya nada quedaba de ella ahí donde había sido levantada a parte de la monstruosa y espeluznante arquitectura de la torre de madera retorcida, maciza y negra de Moralda; más alta y gruesa que cualquiera de los demás edificios que lo rodeaban, los cuales parecían endebles y a punto de caerse bajo la presión de las abultadas raíces de la aberración. Éstas, al igual que gigantescos tentáculos, se hundían en la tierra en grandes grietas que ocupaban calles enteras.
Por encima de ellas, y de todo lo demás, surgiendo a su vez del extremo de la columna que formaba el portentoso tronco, se extendía su brancaje, desplegado como una telaraña por todo el cielo de la ciudad, hundiéndola de aquel modo en una penumbra densa y silenciosa.
Los dos muchachos quedaron estupefactos por el hecho de que, por más que levantaran la vista hacia las alturas, se encontraran con aquella red entretejida de ramas y hojas tan espesa, tan negra, que los rayos del Sol no llegaban hasta ellos. Era como estar en un invernadero cuya cúpula fuera de oscura clorofila y celulosa, o bajo la bóveda de una caverna donde todas las luces hubieran muerto, pues las numerosas ventanas de los edificios también permanecían umbrías como las cuencas vacías de las calaveras.
Dwalin, a pesar del agotamiento, el miedo y la impresión causada por la visión tan desoladora e imponente que ofrecía la ciudad bajo el manto de un Moralda intimidador sólo de lo enorme que era, se dijo que todo aquello era solamente un engaño, una ilusión de presdigitador hábil. Necesitaba convencerse de ello si realmente no quería caer en el juego perverso con el que Ulcolórë ya les había puesto a prueba en la planta del edificio dominado por la Noche Sin Fin.
Bajo una negrura similar, Dwalin, al final y aún sin poder despegar los ojos del amenazante Árbol que dominaba todo su campo de visión, logró reunir el suficiente valor para dar un primer paso y, al hacerlo, descubrió el motivo por el que quizás les había costado tanto avanzar a Abdelkarr y a él por aquel lugar. Preguntándose porqué tenían tantas dificultades para moverse en ese entorno que era – tenía que serlo, ¡por los dedos de Aulë!- espejismo puro, bajó la mirada hacia el suelo, a sus pies, y, a pesar de la casi ausencia de luz, vio que éstos se encontraban hundidos en un mar, un océano, de cadáveres…
Los cuerpos de miles y miles de personas llenaban por completo la anchura de la avenida y se perdían por detrás de los chicos, hacia las afueras de la ciudad, y también por delante de ellos, hasta difuminarse en la lejanía para convertirse en unos meros granos de polvo a los pies de la base de Moralda. Aquí y allá se agolpaban los sonrientes despojos de hombres y mujeres, niños o ancianos, extranjeros o gondorianos de pro; todos unidos por el silencio y la tenebrosidad que formaban una especie de niebla sobre ellos. Dwalin contempló a escasos metros de él los rostros pelados, sin ojos ni labios y del color gris del polvo, de una madre abrazando a su hijo, hundidos sus cuerpos en la marea de huesos y carne putrefacta en la que parecían estar fusionados todos los allí yacientes: un campo de la muerte, estéril y hediondo.
Exasperado, el enano se giró hacia Abdelkarr, no tanto para confirmar si el haradrim también veía lo que él, como para tener un apoyo y una excusa para no seguir contemplando aquel espectáculo horrendo.
Y más le hubiera valido al enano no haber hecho nunca tal gesto, pues al observar a su compañero vio que ya no era tal, sino otro fiambre más de esa hueste de ultratumba. Incrédulamente parpadeó Dwalin para que sus ojos no le engañaran y con más fuerza le mostraron éstos aquel horror. Abdelkarr quizás no era aún un cadáver, pero estaba convirtiéndose en uno de ellos. El enano vio como la carne del sureño, a pesar de que éste se mantenía de pie y lo contemplaba con ojos igualmente sorprendidos, empezaba a deshacerse como el hielo con el calor. Jirones sanguinolentos iban desprendiéndose con lentitud y gorgoteantes sonidos, dejando a la vista el hueso que antes cubriesen, a la vez que la sangre se escurría por su cota de malla, tornando el negro en rojo. Dwalin no tardó en divisar en aquella fiesta de la descomposición a grandes y gordos gusanos blancos – que se volvían de un obsceno color rosado a cada bocado de carne- paseándose por la masa informe en que se había convertido el rostro de Abdelkarr.
Tan impresionado se encontraba Dwalin por lo que le estaba aconteciendo a su camarada, que no se dio cuenta de que también le estaba ocurriendo a él lo mismo hasta que sintió la ligereza que llenaba sus miembros al desprenderse los músculos de los huesos y el sonido a agua sucia escurriéndose que acompañaba a ese desmantelamiento de su cuerpo. Sobrecogido, y notando una repugnancia punzante en un estómago que se le iba deshaciendo, el enano se quedó mirando las manos abiertas ante sus ojos y fue testigo de cómo sus guantes de cuero se oscurecían, se deshinchaban y se empequeñecían al empaparse de la sangre que se escapaba de la carne de los dedos que iban desapareciendo. Pero lo peor de todo fue sentir, con toda su crudeza, como las manos iban descomponiéndose.
Dwalin quiso gritar entonces, pero ningún sonido salió de su garganta. Presa de un terror cerval, sólo pudo advertir como los gruesos gusanos albinos serpenteaban por lo que quedaba de sus cuerdas bucales, habiendo dado ya buena cuenta del resto del cuello.
Superadas todas las barreras del horror, a Dwalin solamente le quedó aliento para levantar la vista, nublada y desenfocada casi por completo, y contemplar aquella avenida flanqueada por unos edificios tan muertos como muerta estaba la ciudad y sus habitantes, quienes alfombraban sus calles en ese paisaje digno de las tierras del Rey Desolación, y que finalizaba, como finalizaba la mirada de Dwalin, en el centro de todo, en el éxito del Árbol nacido de la Nada, del Árbol de las Almas; único ser viviente entre la podredumbre que rezumaba esa oscuridad, aquella sordidez silenciosa y triste de la muerte que él mismo había propiciado y se deleitaba en cubrir con su tul de ramas y oscuridad.
Quejumbrosos, vencidos, sus cuerpos se encorvaron como si fueran víctimas del paso del tiempo, pero, en su caso, era debido a que sus esqueletos, libres del peso de la carne, no pudieron soportar el de las armaduras, hundiéndoles aún más en aquel fango putrefacto y obligándoles a ponerse de rodillas ante Moralda, el Árbol del Que se Alza en Poder, incapaces de oír, ver o hablar, muerta toda esperanza.
Empero, en medio de la negrura y el gris homogéneo que impregnaban el lugar, acabó apareciendo una mota de color. La figura de Ardarel, impoluta, luminosa con su traje escarlata, se situó entonces entre los dos agonizantes muchachos. La chica no mostraba mayor rasguño que el moratón rosado de su mejilla allí donde se había golpeado al caer al suelo, quedando inconciente. Ahora, una vez despertada y habiéndose acercado donde se encontraban ellos, no parecía que nada de lo que la rodeaba le afectara. Callada y con los ojos bien abiertos, ignorada por Dwalin y Abdelkarr como ella ignoraba aquel paisaje, la joven solamente mantenía la vista clavada con interés en la mole de Moralda, como antes lo habían hecho ellos dos. Pero su expresión era diferente; más bien ausente, vacía… En verdad, ella veía otras cosas más allá del manto de tinieblas tejido por el Árbol.
Sus pupilas, tan exiguas hacía pocos segundos, engordaron llenando de negro sus ojos por lo que captaban y pronto, en el denso silencio que como un yugo pesaba sobre ese escenario, se oyó la zumbante y desigual voz de Ulcolórë, resonando con tono enfadado y molesto:

Niña…¡Niña! ¡Maldita entrometida! Deja de mirarme así…
¡Deja de mirarme!


Pero Ardarel no podía evitarlo; se encontraba cautivada por lo que había avistado nada más levantarse del suelo. Aquello que la había asustado tanto nada más entrar en la habitación se hallaba justo delante suyo, corporeizado en una figura terrorífica, pero inusitadamente familiar.
Ulcolórë, el Que Es Visto Todas las Noches por negras que éstas fueran, tampoco podía ignorar, con sus decenas de ojos, a la joven orco que lo oteaba sin descanso. Pero ella sólo miraba, de su constelación de cabezas, a una sola y Ulcolórë, al ser un “maia” (y por corrompido que estuviera), era un espejo donde se reflejaba todo lo que hubo y habría en la Creación y Ardarel veía en aquel rostro, incrustado en el mosaico caótico de las demás máscaras, las facciones agradables, pálidas como la muerte, de Alatar que la observaban con aquella mirada azul, impávida y provocadora a un tiempo, desdeñando todo lo que ella era y todo lo que hacía.
Ardarel sintió miedo, confusión y asco. Había contemplado el Abismo y Ulcolórë, como servidor del Abismo, no había podido evitar devolverle la mirada.
La joven sabía que aquel Alatar burlón y pétreo como una perla engarzada en la corona de carne, dientes y ojos de Ulcolórë no era más que una imagen de su propio temor a ser ella misma, a verse libre de las tiranías, a dejar de ser una mera esclava de un amo caprichoso. Era el miedo a la Libertad, en fin, lo que sentía y que todos los Señores Oscuros habían incrustado en lo más hondo del espíritu de los orcos hasta casi ahogarlos. Ardarel, que era más que una simple orco y menos que un Señor Oscuro, se zambulló en aquella ventana abierta, gracias a aquel rostro, al horror ancestral de su pueblo. Se sumergió tanto que llegó hasta lo más profundo, a lo más escondido, al primer miedo que, como una corriente subterránea, lenta y paciente, circulaba por las almas del primero hasta el último orco.
Así, el rostro de Alatar empezó a hincharse desmesuradamente apartando a las demás cabezas que lo rodeaban, las cuales acabaron por agostarse como los frutos maduros demasiado tiempo colgados del árbol. Ulcolórë se quejó, bramó, sollozó, pues de golpe se había convertido en esclavo del temor que creía infundir por propia voluntad. Ahora era el miedo de Ardarel el que lo dominaba y éste creció y creció hasta convertir al “maia” en un cabezudo acaso más monstruoso por aquella desproporción.
Era ahora la cabeza de un gigante la que observaba a Ardarel, como si sus miradas se retroalimentaran mutuamente. En ese nuevo semblante, inmenso como el tapiz de la noche y en donde destacaban dos ojos como dos estrellas, la belleza y la fealdad se entremezclaban, lo grandioso con lo más bajo, lo execrable con lo sublime. Era aquella gigantesca máscara, en definitiva, el terror primordial de toda una dinastía proscrita, la de Ardarel.
Durante generaciones aquel ancestral pavor había quedado grabado en la sangre de los miserables miembros de tan poco insigne clan, soterrado pero latente, y Ardarel sólo reproducía lo que a sus primeros antepasados produjo locura y pesadillas imperecederos y tan grandes que se habían extendido a lo largo y ancho de su descendencia: La visión de su primer Amo y Señor, aquél que tanta devastación había producido en el mundo y que había alumbrado a los primeros orcos como el niño que trastea mutilando animalitos; aquél que con tanto fervor parecían querer traer de vuelta al mundo Ulcolórë y su señor Alatar.
Ardarel no sabía ni su nombre – así de ignorante la había criado Alatar-, pero más que nadie en la sala pudo captar el terror que rodeaba como una coraza de espinas a aquél que había sido conocido como Morgoth. Ni siquiera Ulcolórë, que se suponía que lo había visto en persona, podía ya confirmar el genuino sentimiento de la chica. Cuanto mayor era el miedo que sentía Ardarel por el rostro del hacedor de su estirpe, más grande y definida era la imagen de éste, realimentándose del temor de ella y devorando la esencia del “maia” de Lórien en el proceso.
De esta forma, Ulcolórë, que podía reproducir y amplificar los miedos de quien fijara sus ojos en él, quedó anulado y sobrepasado por la tarea de dar cuerpo y presencia, aunque sólo fuera una fantasmagórica e ilusoria reproducción del original, a la pesadilla de pesadillas, al Emperador de todo Mal, a la fuente de todos los temores e inquietudes. Los últimos sonidos que emitió fueron unos gorgoteos impronunciables:

… Niña… No… no puedo… resistir… Demasiado…
Niña… no abras… las… Puertas… de…
… la Noche…


Luego, la cabeza del Vala Enlutado que coronaba su cuerpo fue creciendo más y más, como un globo, bajo la batuta de la mirada aterrorizada de Ardarel, atrapada a su vez por aquel miedo instintivo, en un círculo vicioso.
Tan ponzoñosa era la sola imagen de Melkor, que ésta acabó por anular a Ulcolórë por completo y el “maia”, mero espíritu menor e hinchado de un horror que sobrepasaba incluso sus límites, acabó desintegrándose en la nada al son del grito final de Ardarel, incapaz tampoco de soportar por más tiempo aquella visión.
El cuerpo de Ulcolórë se pulverizó entonces en el aire con una explosión silenciosa, desperdigándose en mil fragmentos diminutos y coloridos que fueron rápidamente absorbidos por aquel Vacío en donde retozaba ése que había asomado un ojo desde allí gracias a sus dos siervos; gracias al poder de un “maia” que corrompió y al terror de una descendiente de sus esclavos.
Kinyamkela; o, como hubieran dicho los ancianos del pueblo natal de Abdelkarr con más propiedad, “el humo se desvanece en la inmensidad del cielo”.
Ardarel, al límite de sus fuerzas, más agotado su ánimo que su cuerpo, volvió a sentir que desfallecía, que se hundía en una brecha negra y sin fondo y, sin poder evitarlo, volvió a desplomarse en el suelo, presa de un sueño negro del que, quizás, nunca más se levantaría.
Un paréntesis silencioso y enrarecido transcurrió en aquel momento desde que se oyera como la orco caía rendida en las baldosas del suelo y la siguiente palabra que resonó en la habitación.
- … Joder…
La dijo Abdelkarr, el cual, como Dwalin, permanecía de pie, paralizado en el mismo sitio, con la vista fija en el hueco de Moralda; ahora sólo ocupado por éste después de la aniquilación de Ulcolórë. Y junto a la desaparición del “maia” también se había hecho añicos, de forma parecida a la de un espejo tras una pedrada, la visión, o más bien la alucinación, en la que había sumido a los dos jóvenes, hipnotizándoles con el poder que le había permitido desesperar a tantos otros antes que a ellos durante sus horas de sueño o, incluso, en plena vigilia.
Pero tanto Abdelkarr como Dwalin no parecían acabar de creérselo. Respiraban con largos y mudos jadeos, notando como el abundante sudor impregnaba sus pieles. Habían soñado (¿o en verdad lo habían vivido?) sus propias muertes y, aunque ahora no estaban muy seguros de si seguían soñando o al fin habían despertado, aquella experiencia, a pesar de que fuera solamente un pálido remedo de la realidad, había dejado huella en ellos.
Bien claro veían que habían “vuelto” a la habitación de la “Torre” y que Ulcolórë había partido; pero, como en el despertar en medio de la noche por culpa de una pesadilla muy vívida, se sentían en un mar de confusión, abiertas las bocas y los ojos en lo que parecía ser una expresión perenne de sorpresa.
Entonces la espada de Abdelkarr resbaló entre sus dedos y el estruendo que provocó al impactar con el suelo pareció al fin despertarles de verdad, eliminando todo rastro de parálisis. Poco a poco fueron cada vez más conscientes de lo que tenían a su alrededor y recordaron el motivo por el que habían corrido tantos peligros. Descubrieron a su vez, y estirado en medio de los dos, el cuerpo inmóvil de la chica que, indirectamente y sin que ellos lo supieran, les había salvado de una caída en picado a la sinrazón. Se miraron luego también mutuamente, pero sin decirse nada. Las imágenes de ambos convertidos en cadáveres todavía coleaban con fuerza en sus cabezas, y eso era lo único que podían ver aún.
Para desentumecer mente y cuerpo, Abdelkarr se arrodilló para recoger su arma y fue en aquel momento cuando, al tener más de cerca a la dormida Ardarel, fue consciente de algo que Dwalin había sabido ver mucho antes que él. El sureño descubrió la belleza de la muchacha en aquellas facciones relajadas, inconscientes, y sintió alborozo por aquella revelación después de la angustia padecida por las mentiras tejidas por Ulcolórë. Agarró con fuerza la empuñadura de la espada, preguntándose como habría sido su relación con ella en otros lugares y épocas y si nunca hubiese sabido que era una orco; pero el tacto frío de su acero lo puso de nuevo ante otras preocupaciones que conocía, por desgracia, más bien.
Irguiéndose con más decisión que con la que se había arrodillado, el haradrim, amparado por su espada que parecía insuflarle una fuerza y rectitud propias de ella, se deshizo de los últimos jirones del terror padecido y, dando un rápido vistazo a Dwalin – herido y pálido como antes, pero aún de pie, cosa que no dejaba de maravillar a Abdelkarr como antes lo había hecho con Ardarel –, fijó su mirada en Moralda; y el árbol le pareció más pequeño e insignificante ahora que se habían deshecho de su Guardián.
Abdelkarr no veía lo mismo que Dwalin al clavar la vista en el vegetal, pero el humano comprendió, y vio con claridad meridiana, que su próximo objetivo era el Árbol de las Tinieblas.
Así que, con pasos firmes y la espalda tan recta como recto era el filo de su espada, pulverizó la distancia que lo separaba del gigantesco pedestal sobre el que reposaba Moralda en un abrir y cerrar de ojos y, subiendo los pocos escalones que jalonaban la base de aquel bloque, se puso a la misma altura que el arbolito. Abdelkarr contempló así de cerca al causante de tantos males, y muchos pensamientos pasaron de golpe por su cabeza. No se podía llegar ni a imaginar qué tipo de monstruos o criaturas podía haber llegado a dar cobijo para que se alimentaran de sus pútridos frutos y encontraran refugio bajo la sombra perpetua de sus ramas; pero a Abdelkarr le había bastado ver el espejismo orquestado por Ulcolórë de lo que podía llegar a ser la planta para hacerse una idea del horror que dominaría la Tierra.
Y fue viéndola ahora, tal como era, una plantita y nada más, que Abdelkarr se dio cuenta de lo absurdo de la situación.
- Morir por culpa de… un maldito hierbajo – murmuró con voz inexpresiva, dando cuerpo a su vez a sus pensamientos.
Tuvo entonces destellos de imágenes fugaces, postales de su vida, en donde pudiera encajar esa idea: que el destino de tantos dependiera de una plantucha. Se vio de ese modo de pequeño contándoselo a su madre en la minúscula cocina del primer apartamento que tuvo su familia en Osgiliath, tal cual si fuera una tarea del colegio para el día siguiente; luego saltó a sus años en la calle, los años de la panda, y los vio reírse, como se hubieran reído, al explicarles esa aventura. “¿Todo por una planta? ¡Ni el mejor esqueje de “Hierba de la Alegría” vale tanto!” le hubieran comentado si las cosas hubieran ido así. El único que no se rió en aquellos retazos de un pasado reinventado fue un anciano con gabardina gris y bastón que había aparecido más o menos por esa misma época, la del curtimiento en las calles. Más farragoso fue el entrenamiento al que le sometió ese mismo viejo que lo reclamaba para una misión de su familia, al parecer milenaria y hereditaria. Y mientras le enseñaba el arte de la espada, dos historias se entrecruzaron en aquel pasado imaginario: la del árbol de la oscuridad que en realidad nunca oyó y la del joven dúnadan del Norte, “Tullken”, el que había de aparecer y poner las cosas en orden. Y el anciano no reía en verdad al oír la historia de Moralda, así como tampoco rió Abdelkarr cuando al fin pudo ver en persona al tal Tullken.
- Joder – repitió entonces el sureño con la voz endurecida de golpe y la mirada perdida en aquellos mismos pensamientos y no en el inerte y oscuro vegetal a escasos centímetros de él.
Y, sin previo aviso, el filo de su espada negra, la cual había permanecido pacientemente en reposo durante todo ese rato, voló en manos de Abdelkarr, último descendiente de la Casa de los Kehndi, absorbiendo todas las últimas fuerzas que el chico le transmitió para que ejecutara un potente, contundente y perfecto sablazo.
De aquel modo, bajo el sonido del acero cortando el aire y del grito que salió de lo más hondo de Abdelkarr, Moralda, el Árbol de las Almas, la Llave de la vuelta de Morgoth y por el que toda una ciudad había de haber perecido, sucumbió.
Fue con un bello corte que el arma partió el endeble y aún joven tronco de la planta, indefensa y demasiado lejos todavía de la vesánica gloria y grandiosidad que un futuro próximo le hubiera brindado.
Al momento, un gran clamor acompañado de un remolino de aire aparecido de la nada reverberó en el alto hueco, creciendo y creciendo hasta convertirse en un coro estremecedor de voces que aullaban, lastimeras y dolidas, en un vendaval que escapó del hueco en la pared y se esparció por toda la habitación. Abdelkarr se protegió en seguida con los brazos de esas fugaces apariciones que lo sacudieron con la fuerza de sus gemidos y Dwalin sólo pudo cerrar los ojos con firmeza cuando, en un corro desordenado, bramaron a su alrededor.
Luego, a la misma velocidad con la que el brancaje del árbol “decapitado” se retorcía con la parsimonia de un moribundo insecto de muchas patas y se le caían las hojas al pie de los escalones que conducían hacia donde quedaba el resto de su cuerpo, las voces se fueron disolviendo y el reposo de la quietud y el silencio volvió a reinar en la sala.
Más que nunca, Abdelkarr y Dwalin se quedaron encantados, incapaces de explicarse qué había ocurrido. Solamente al contemplar el muñón que quedaba del tronco del arbolito – y del que manaba una sustancia rojo de olor dulzón – comprendió Abdelkarr que, al matarlo, había dejado libres, de golpe, las almas de todos aquellos que habían muerto en la ciudad y que Moralda había ido absorbiendo a lo largo del día.
Aquella clarificación y los báratros de desesperación que implicaba hicieron permanecer a Abdelkarr quieto por unos instantes. No pasó ni un segundo después que una rabia repentina saliera a la superficie. El sureño dio un veloz vistazo a los restos del árbol en el suelo y luego a la tierra negra y húmeda en la que había sido plantado y en donde aún sobresalía una parte de él. “¡Mal se te hubieran atragantado todas y cada una de las almas, de ésta y de todas las ciudades, engendro!” vociferó su mente y, con otro gesto rápido, volvió a levantar su espada. El haradrim tenía la ferviente intención de hundir su filo en aquella tierra infecta, de destruir a la planta desde la más minúscula de sus hojas hasta las retorcidas raíces, las cuales estarían muriéndose de risa soterradas en ese cubículo, creyéndose protegidas al no estar a la vista de nadie.
Y así iba a hacerlo si, más contundente que cualquiera de sus anteriores estocadas, otro grito desesperado, un “¡Nooo!” largo y profundo a sus espaldas, no lo hubiera frenado.
Desconcertado, se giró y su desconcierto aumentó al comprobar que había sido Dwalin el autor de aquella exclamación. Acaso fue también la expresión de alarma, casi de puro terror, que ardía en el blanco rostro del enano – como si de una fiebre se tratara – lo que en realidad descolocó al sureño. En los ojos oscurecidos por la fatiga de su compañero brillaba, con ese tono febril, una súplica para que se detuviera. Pero antes de que Abdelkarr pudiera preguntarle a qué era debida aquella súbita cautela para con el enemigo, el enano, otra vez con su mano apretando la herida para que no sangrara y exigiéndole a su cuerpo que sacara fuerzas de donde no quedaban, se acercó hasta él y el pedestal con una rapidez inusitada para alguien que andaba casi cojeando.
Cuando al fin subió los tres peldaños y se colocó a su lado, Abdelkarr sintió un escalofrío al ver más de cerca su semblante preocupado. Parecía como si le estuvieran retorciendo la espalda con mil clavos de hierro ardientes y, aún así, aguantara el tipo. Por su parte, Dwalin, ahora que había conseguido detener a Abdelkarr, parecía más interesado en la oscura tierra donde se había aposentado Moralda y la cual casi no podía ver de lo alto que era el pedestal. Aún así, el vistazo que le dio le confirmó lo que ya había temido: la forma rectangular y la gran profundidad de ese tiesto parecían excesivas para una sola planta a la que sólo le habían empezado a salir los brotes.
Sin tiempo tampoco para más explicaciones, Dwalin comenzó a remover el aceitoso barro del cubil con más dificultades que maña a causa de su baja estatura y de su brazo inutilizado. Al verle en tales apuros, Abdelkarr decidió postergar las preguntas y, dejando a un lado la espada, empezó a apartar él también puñados de aquella tierra húmeda. Por lo que intuyó el haradrim, el enano intentaba buscar algo enterrado ahí y, por algunos instantes, parecía que no iba a aparecer nada, que seguirían escarbando en aquel cieno negro sin recompensa alguna. Pero, para sorpresa de los dos y al seguir una de las raíces de Moralda en medio de aquella negrura, acabó apareciendo la palidez de una solitaria estrella enterrada en las profundidades de esa noche; una porción mínima, una mota de blanco, que, más por el contraste de color que ofrecía con lo que le rodeaba, asombró más a Abdelkarr al percatarse de que era en realidad la piel, pálida y enterrada, de una persona.
Puñado a puñado, y prendidos por una frenética urgencia ante aquel descubrimiento, fueron apartando entonces con más rapidez el fango para dejar al descubierto ese cuerpo sepultado a poca profundidad en esa ciénaga contenida. No por no saber de quien se trataba, se asombraron menos cuando, después de dejar el torso y los brazos al aire libre, levantaron el velo terroso que cubría el rostro de quien allí yacía.
Enmarcado de negro, y dando la sensación de que flotara en medio de la superficie de un mar de tenebrosas aguas como hacía el resto de su cuerpo, se les apareció el rostro de Elesarn, convertido en una máscara de mármol, serena y blanca menos por el tono azulado de sus labios y el oscuro de sus párpados cerrados. Desde simas mucho más profundas e insondables parecía en verdad que viniese a recibirles la elfa en su lecho de relente y frío, llenando con su mutismo el estremecimiento que sintieron los dos chicos al contemplarla, víctimas de la sorpresa. Por sus cabezas desfilaba la peor de las posibilidades, la muerte de todas las esperanzas.
Abdelkarr hubiese exclamado otro “Joder”, más áspero que los dos anteriores, si no se hubiera visto golpeado por la ola que suponía aquella situación. Pero quien más se sentía abrumado era Dwalin. Abdelkarr podía notar como el enano temblaba levemente a su lado, clavados sus ojos, que no veían nada en verdad, sobre el inexpresivo rostro de la muchacha.
Con gestos nerviosos, el sureño apartó los últimos restos de tierra, desenterrando así del todo el cuerpo de Elesarn, que tan pequeño e indefenso se les antojó. El estómago se les encogió aún más cuando vieron que las raíces de Moralda se hundían en el abdomen de la joven, extendiendo su red de barbajas como una telaraña de venas negras que serpenteaban por la palidez de la piel, absorbiendo la vitalidad de ella hasta que la hubiese consumido completamente, tal y como parecía.
Sabiendo que lo hacía para alentar una esperanza vana, Abdelkarr se inclinó sobre el pecho de Elesarn en busca de alguna señal de vida que no hubiese ahogado el parásito cuyos restos aún tenía pegados y hundidos en su cuerpo, como anzuelos envenenados. Pero a causa de su poca pericia en aquellos asuntos, Abdelkarr no halló ninguna, reafirmándole la desazón que, como a Dwalin, lo invadía ante la evidencia de que incluso los inmortales podían llegar a llamar a las puertas del infinito ignoto. Una paradoja que cobraba fuerza ante el hecho, tal y como pensó Abdelkarr, de que, a pesar de que se hallaban en la hipotética cúspide del centro más civilizado de toda la Tierra Media, cualquier tipo de medicina con la que quizás hubieran podido salvarla se encontraba tan lejana como el Sol en el horizonte y enterrada bajo la capa de barbarie que había invadido la ciudad.
Esa impotencia trastocó de forma tan velada al sureño que casi ni se dio cuenta de cómo agarraba el frágil cuerpo de Elesarn y lo reincorporaba con sumo cuidado, como si esperase despertarla de aquel modo. Pero la cabeza de la chica cayó inerte hacia atrás al ser levantada, con el brazo de Abdelkarr como único soporte, los ojos todavía cerrados y el rubio cabello lacio, mojado y con trazos aún de ese barro negro que parecía reacio a querer dejar ir a su inquilina. Abdelkarr vio como Dwalin se la miraba en aquellos momentos; como contemplaba su inerme figura de muñeca rota, de maniquí descartado. Vio como los ojos del enano se humedecían, centelleando. El rostro de Dwalin, inexpresivo, deshecho por el cansancio y la tristeza, parecía desmentirlo, pero estaba llorando y sus lágrimas, camufladas en el sudor que recubría toda su cara, culebreaban hasta llegar a su boca, la cual, pasados unos segundos, se abrió, casi imperceptiblemente, para murmurar una lacónica sentencia:
- Todo… Todo esto no ha servido de nada.
La mirada de Dwalin continuó clavada en la nada aunque apuntara a Elesarn, mientras Abdelkarr veía los restos que quedaban de su compañero, sólo sostenido por su armadura, y se compadecía de él. Muy bien sabía a qué se refería con aquella escueta frase. De nada había servido recibir una lluvia de balas, ser golpeado por un orco gigante, ser lanzado al suelo como una pelota miles de veces, correr y correr escalones sin descanso, enfrentarse al frío y a la muerte contra arañas y trolls de las nieves, a las ilusiones creadas por el Enemigo, el ver al hermano de tu mejor amigo devorado y anulado por ese mal que se extendía como un cáncer por la ciudad, ser ensartado con una espada y, sobre todo, el haber aguantado durante todo el día el miedo, la incertidumbre de no saber cómo estaría su familia o la elfa mismo… por no hablar de Tullken, del cual no sabían absolutamente nada y cuyo triunfo, en todo caso, ahora significaría poco para ellos y, sobretodo, para Dwalin, tal y como juzgó Abdelkarr.
Y ahí estaba el meollo del asunto, pues no sabían qué más podrían hacer ahora que habían llegado al punto límite de su aventura. Dependían de lo que les pasara a Pallando o a Tullken, y de ellos no sabían nada; aunque, en verdad, lo que les pudiera pasar a esos dos quedaba ahora muy lejos de esa pequeña habitación aislada y suspendida en las alturas, sobre el mar de caos, ruido e ira que rugía por toda Osgiliath.
Una desesperanza seca, no exenta de cierto matiz reconfortante por saber que, aunque se hubieran topado con la derrota (la más amarga de todas), lo habían intentado no sin poco sacrificio y valor, invadió el espíritu de Abdelkarr y, sin conocer cuales iban a ser realmente sus siguientes pasos, acabó por levantar por entero el cuerpo de Elesarn.
- Será mejor no dejarla aquí… cuando nos vayamos – dijo con aquella voz también desnuda de emoción alguna y sin dirigirse a nadie en concreto.
El silencio de Dwalin cogió forma de asentimiento y, sin pensarlo dos veces, Abdelkarr, con toda la delicadeza de la que pudo hacer acopio, alzó en brazos a la elfa, sorprendiéndose de su ligereza, de su consistencia casi transparente. A Dwalin, el ver a Elesarn en brazos del haradrim le trajo los recuerdos de su rapto por parte de Denethor; retazos de ese fatídico momento, de ese maldito día. Pero aquello no lo sacó de la afasia.
Juntos y mirando al frente los dos bajaron los peldaños y pasaron de largo de los restos inquietantemente espasmódicos, pero ya inofensivos, de Moralda y del cuerpo tumbado de la otra chica en la sala, Ardarel. La pareja de jóvenes casi ni se fijó en ella y tampoco hubieran podido saber si la orco recorría los senderos dominados por Lórien o había seguido a Elesarn hacia el otro reverso de la existencia.
De todas formas, ambos –guiados por la sincrónica idea de salir de aquella habitación como siguiente cosa a hacer – dejaron que sus pensamientos se perdieran en el resonar de los ecos, más vacíos que nunca, de sus pasos en la estancia. Abdelkarr pensó entonces, sintiendo el frío del cuerpo de Elesarn en contacto con su no menos fría cota de malla, que, en cuanto bajaran hasta la base del rascacielos, cubriría los restos con su manto verde que había dejado tirado en las escaleras de la entrada. Y, mientras cavilaba en aquello, cerraba los ojos y dejaba que Dwalin pasara primero el marco de la puerta azul. Bajo los párpados también sellados de ella y violáceos a causa de la debilidad, los ojos empezaron a vibrar como en un sueño inquieto.
Ya se encontraban de nuevo en la sala donde habían combatido con Ardarel y en donde ahora reposaba el martillo Khazad, cuando, acariciado por la triste lumbre que se entreveía por los ventanales, al sureño le pareció que el cuerpo de la elfa temblaba y cogía color a pasos agigantados, a la par que su pecho volvía a subir y a bajar al ritmo de una respiración débil y entrecortada.
Roto su abatimiento en un millón de pedazos, y a más velocidad de la que había tardado en prenderles, y con los ojos y las bocas abiertas, Dwalin y Abdelkarr fueron testimonios de la aparente resurrección de Elesarn. La chica, presa de lo que parecía ser una fuerte lucha por despertarse y dejar de lado el velo de sombras que la había estado cubriendo, hablaba con voz rota, casi inaudible, en sueños.
- Tullken, qué… ¿qué has hecho?...Q… ¿Quién eres?... yo… no te reconozco…


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