Osgiliath 2003 de la C.E. (caps. 10-15)

02 de Septiembre de 2007, a las 23:11 - Ricard
Relatos Tolkien - Relatos basados en la obra de Tolkien, de fantasía y poesías :: [enlace]Meneame



Una vela. Una vela rodeada por una vasta e insondable oscuridad en la que su tímida llama luchaba por intentar alumbrar aunque sólo fuera un segundo de más. Pero se iba apagando irremediablemente, sola y en silencio.
Tullken parpadeó como si despertara de un pesado sueño, perplejo, y se encontró con que la visión de la vela no había sido tan sólo eso, un sueño. Aún seguía vivo, pero bien sentía que, como la vela, su llama se apagaría pronto. Sus piernas ya no temblaban debido a los espasmos provocados por el dolor y su cabeza se encontraba inclinada a un lado, bañada por la luz del indiferente Sol. Por no sentir, ya casi no sentía los dedos de su captor alrededor de su pecho y espalda.
Lo único que podía percibir con nitidez en aquellas circunstancias era el cosquilleo de lo que quedaba de dolor en su mano derecha, inerte en ese momento como todo el resto del cuerpo, junto a la llama de aquella vela que era su conciencia – cada vez más débil – y, por encima de todo eso, la paz, extraña y placentera a un tiempo e hija del cumplimiento de su deber, de su triunfo final. Poco lo disfrutaría, de igual modo, a tenor de que la vida se le escapaba por miles de agujeros de su cuerpo maltratado.
Ahora lo único que le molestaba a Tullken era el alargamiento de aquella agonía, innecesario para su gusto. Ya había pasado por lo mismo hacía escasas horas y, aunque sabía que en aquella ocasión no podría escapar del Reino de la Muerte – donde ya deberían estar esperándole – y que, como cualquier alma normal, se vería retenido allí para la eternidad a menos que los Poderes que regían el mundo decidieran otro castigo más duro para él, en aquel momento sólo deseaba que todo acabara ya, de una vez por todas.
El calvario, empero, parecía no querer tener fin y Tullken tuvo que convivir por un rato con la sensación, un tanto desagradable, de sentir su corazón bombear violentamente, con sus últimas fuerzas, entre unos pulmones que ya no servían de nada y un pecho convertido en una prisión que iba menguando poco a poco.
Más allá de aquella tortura, la mente de Tullken, aún latente para disgusto suyo, se entretuvo contemplando con ojos entreabiertos al verdugo que acabaría por segunda vez en ese día, y definitivamente, con su vida. Se preguntó entonces si el ent, de cara alargada y resquebrajada como la de sus parientes expuestos en el Museo de Historia Natural, estaría también atrapado en un sufrimiento inacabable, sin sentir el calor de la vida, pero tampoco sin poder rozar la paz de la muerte. Y, sorprendiéndose, Tullken descubrió que conocía al propietario de aquella máscara de terror, retorcida en una mueca brutal y que tenía clavados en él unos ojos que ya no veían más que la nada.
Alzándose por detrás de aquella irrisoria llama de la vela que era su conciencia, como un muro impenetrable de fuego y completamente desatada ante las Puertas de la Muerte, la Llama, la Voz del Otro que murmuraba renqueante en la trastienda de su cabeza, le susurró una sola palabra, “Fladrif”.
El murmullo de ese nombre le trajo a Tullken el recuerdo del aroma de bosques de abedules y del fresco aire de la montaña. Extrañado al principio por aquellas impresiones que presentía muy antiguas, más se admiró al comprobar que, no solamente reconocía al ent, sino que además lo había conocido. No él en persona, pero sí el anónimo (al menos para él) poder que se alojaba dentro de su cuerpo.
Como las olas lejanas del mar, la viveza de unos recuerdos viejos y hondos que él nunca había vivido, vinieron a golpearle. Vislumbró entonces a un peregrino Pardo (que era él y no era él a un tiempo) deambulando por forestas de un verde oscuro y en las que reconoció la ancianidad y profundidad de Fangorn. Contempló muchos rostros de ents, más jóvenes o más viejos, que en sus vagabundeos el peregrino Pardo había conocido y entre ellos sobresalió el de Fladrif, conocido por las gentes de a pie como “Corteza”, así como el aura de desdicha que rodeaba su cabellera verdosa, ufana y brillante aún en esos destellos del pasado.
Fladrif, compañero de fatigas de Bárbol y señor de los bosques a las faldas de las montañas al Este de Isengard, en donde intentó huir y aislarse de un mundo coronado por el Mal y la Devastación. Pero el mundo acabó encontrándolo a pesar de que, asimismo, receló de las falsas promesas de libertad y paz que trajo consigo la Guerra del Anillo. Muchos de sus paisanos murieron bajo el azote y los filos de las hachas de los orcos e, incluso él mismo, fue mutilado. Deseó el venerable súbdito de Yavanna correr entonces la suerte de su compatriota Finglas, sumido en un estado vegetativo y catatónico desde hacía siglos; pero quiso el Destino que otro peregrino, tal y como supuso Tullken, lo hallara y perturbara su retiro. Y las ropas de ese peregrino no eran pardas, sino del azul de una serenidad y equilibrio aparentes.
Una laguna de desconocimiento se abría ante aquel encuentro entre el mago Alatar y el malogrado Fladrif. En la mente de Tullken empero, y aún sin saber el cómo y el cuándo, no le costó mucho imaginarse que el “istar” renegado, seguramente en la cúspide de su malicia y enfrascado en sus intentos de reunir fuerzas para sus taimados asuntos, fue en busca del viejo ent tal y como debió hacerlo antes con las ents-mujeres y los hobbits, y, bien mediante la mentira, las falsas promesas o la más sucia de las magias negras, lo debió arrastrar hasta los confines del mundo, hasta aquel valle escondido.
La terrible ironía de todo ese asunto era que, muy posiblemente, Fladrif por fin hubiese encontrado un lugar apartado donde reposar por los siglos de los siglos; pero Tullken sólo podía conjeturar a qué precio y cuáles podían haber sido las terribles torturas que debió imponerle Alatar, si es que en verdad no había anulado ya todo rastro de Fladrif y solamente había dejado aquella malgastada corteza vacía. En el fondo, como comprendió Tullken, el ent y él, asesino y víctima, eran más parecidos de lo que pudiera parecer a simple vista, meros instrumentos ciegos, mudos y sordos en manos de voluntades ajenas; moribundos que se arrastraban por un mundo frío y muerto desde hacía tiempo.
Una compasión nacida de esa nueva comprensión alivió por unos segundos el padecimiento de Tullken. No sin cierta sorna, el chico, al borde de la inconciencia, se dijo que ya estaba preparado para morir… por segunda vez.
Las praderas de gris niebla y bruma del Más Allá no volvieron a recibir otra vez en todo caso al muchacho. La caída al descanso eterno se vio interrumpida entonces por la intrusión de los ruidos de madera golpeando a madera, rítmicos y, en su primitivismo, reconfortantes. Tullken, a pesar de que los oía lejanos y difusos, latidos de un mundo vivo que pronto abandonaría, se aferró a ellos para no desvanecerse del todo en la nada a la que se veía irrevocablemente abocado.
Sin saber muy bien el porqué, pensó entonces en zancadas de gigantes que lo retrajeron a su vez hacia un sueño pesado pero menos profundo y, cuando se preguntaba si no serían producto de un delirio acuciado por la agonía, una libertad, la libertad más literal, fue a su alcance.
El ent, con su mutismo y movimientos lentos pero firmes, aflojó de repente a su presa y Tullken sintió en la boca del estómago un hormigueo al verse de golpe suspendido en el aire. Sus pies buscaron un suelo donde apoyarse sin éxito y, recordando que había una altura de por lo menos cinco metros desde las manos del “Pastor de Árboles” al suelo, Tullken comprobó que había escapado de una muerte para caer en la boca de otra.
Desganado y apático, a Tullken le dio la impresión de precipitarse a un gran pozo negro desde una altura elevada, al final del cual no le esperaba más que impenetrable oscuridad. En su resignación, el dúnadan, que mantenía bien cerrados los ojos, se vio con total claridad a los pies del ent con la cabeza abierta o el cuello torcido en un forzado ángulo.
Y, a pesar de que le pareció que transcurría una eternidad en su viaje de las alturas a la polvorienta tierra que lo esperaba, no pasaron ni un par de segundos al final de los cuales unas manos fuertes, poderosas y aparecidas de la nada lo aferraron con decisión y, si bien no hicieron que su caída tuviera un final más cómodo y menos brusco, por lo menos evitaron que se matara.
Aquellas mismas manos de ese desconocido pronto lo acunaron en unos brazos igual de robustos que ellas, tal como una madre con su hijo. Arropado de aquel modo, Tullken intentó abrir sus pesados párpados para contemplar a su salvador, pero aunque no lo consiguió, oyó al menos su cercana y calurosa voz, impregnada de una jovialidad contagiosa que congeniaba con un acento cerrado, casi pueblerino.
- ¡Yeeepala! ¡Cogido a tiempo! ¡Pero qué poco pesa!... aunque no me extraña; el pobre está en los huesos … - y, seguidamente, el extraño empezó a voltearlo con entusiasmo, como si intentara estimar su peso de verdad, a la vez que volvía a estallar en una cascada de risas tan vivaces y contagiosas que Tullken, zarandeado y envuelto por el aroma a musgo, a hierba y a flores silvestres vestidas del rocío de la mañana que desprendía el recién llegado, no pudo evitar esbozar también una involuntaria sonrisa; lo que provocó que sus agrietados labios resplandecieran con un fresco rojo debido a la sangre que se escapó de las pequeñas heridas.
Igualmente, Tullken no sentía auténtica alegría en aquellos momentos, sino un desasosiego rampante por verse en lo que él consideraba una tortura intolerable. Tenía el cuerpo entumecido, como embotado, y sólo de respirar ya le dolía el pecho debido a que había sido allí donde los dedos de Fladrif se habían ensañado con más empeño, mientras que su mente pivotaba entre un atontamiento galopante y la somnolencia más descarada.
Tan enajenado se encontraba, que ni se dio cuenta de cuando el forastero paró de divertirse con él para llevárselo a un lugar más fresco y sombrío, tal y como pudo percatarse después. En tales condiciones, y notando como había sido depositado sobre un lecho mullido de hierba, Tullken se atrevió a volver a intentar abrir los ojos, lo que no le costó pocos esfuerzos.
- ¡Ah, al fin se despierta! – espetó, con aquella jarana, el desconocido.
Tullken percibió los contornos de su figura como una sombra inclinada sobre él, gigantesca y omnipresente; pero debido a la fatiga y al mareo lo veía todo borroso. El mundo que ahora le mostraban sus ojos era un teatro en la penumbra.
Quiso abrir la boca a continuación para decir por lo menos algo, pero de la garganta sólo le salió una especie de carraspeo seco.
- Tsk, tsk, tsk… ¡Alto ahí, llanero solitario! Espera un segundo… Para que el río cante, primero debe llevar agua – exclamó, al verle en tales apuros, el extranjero.
Ya iba a quejarse o decir algo otra vez, cuando Tullken sintió una de aquellas robustas y carnosas manos asiéndole la cabeza por detrás, a modo de cojín, para acercar sus castigados labios al borde frío y de regusto metálico de un cuenco lleno de un agua no menos fresca. Hasta que no dio un sorbo largo y profundo de esa bendita agua, no se dio cuenta Tullken de hasta que punto había necesitado de un trago como aquél.
Una vez humedecidos, sus labios pudieron sonreír al fin con mayor libertad y sinceridad. Pero no sólo boca y garganta se vieron aliviados por el preciado líquido, sino que su mente se despejó al momento, de igual modo que su vista. Consiguió ver entonces el bojeo del cuenco que le había servido de copa y se extrañó al comprobar que lo reconocía. ¡Cómo para no reconocerlo! Era el “nido” de oro y plata que había albergado el huevo con el alma de Alatar dentro.
Para Tullken aquello fue como un aguijonazo. Se atragantó con el agua e intentó apartar con una patosa mano el bol de su vista, despertándose de golpe de su apocamiento.
- ¡Ey, ey, ey! ¡Tranquilo, muchachote! Si no te gustaba el sabor o el color haberlo dicho antes – saltó su auxiliador sin dejar el tono despreocupado, aunque lo sujetó con fuerza al verle contorsionarse debido a la tos nacida de su atragantamiento.
Desvelado de aquella forma tan poco decorosa, Tullken abrió de par en par los ojos y pudo ver al fin el rostro de quien lo había salvado, descubriendo ambos la sorpresa del otro reflejada en las repentinas miradas que se lanzaron.
Olvidándose de que él iba sucio de su propia sangre, así como del barro y la suciedad que había ido acumulando a lo largo del día, Tullken pensó, en unos primeros instantes, que jamás había visto en su vida a un personaje tan estrambótico como ése. Mirándole, le parecía haberse despertado de un mal sueño, de un viaje… de un “mal viaje” en verdad, y se sentía igual como el día en que despertó de la noche del Uno de Mayo, contemplando el mundo como si éste se hubiera vuelto un lugar estridente y demasiado definido, angustiosamente tridimensional.
Y más aumentaba aquella percepción cuanto más observaba al extraño que, sin dejar de sonreírle, lo miraba con igual curiosidad: un pedazo de ese mundo que de golpe se había vuelto tan raro; como rara era su indumentaria, su permanente y ancha sonrisa (Tullken no recordaba haber visto jamás una dentadura con dientes tan blancos y simétricos) y el brillo, vivo y fugaz como un chispazo, que refulgía en sus ojos y que obligaba a mantener los de uno pegados a ellos, como si la vida dependiera de esa crucial acción.
Indudablemente, quizás la extravagancia, la “anormalidad” de la situación, se hallaba en aquella paradoja: aunque se le antojaba que todo el paisaje, incluido él mismo, solamente estaba allí para sostener y dar cobijo al forastero, y no al revés, bien veía Tullken que ante él sólo tenía a un joven quizá un poco mayor que él, de baja estatura pero cuerpo rechoncho y fuerte en apariencia, cara redonda y lampiña, sonriente como la lumbre del Sol y coronada por una abundante mata de desgreñados cabellos castaño claro. Sus vestidos eran toscas ropas más propias de un viajero que no hubiese salido de su madriguera en, por lo menos, cien años, e iba equipado con unas grandes botas manchadas del fango del camino, junto a un chaquetón verde y grueso como una manta.
- ¡Mira que rechazar agua del lago! ¡Y con lo paliducho que estás! Aunque peor te hubiera ido si te hubiese dejado en manos del viejo Carapalo, sin duda – exclamó el joven con aquella voz fluida y potente como un torrente nacido de la montaña, dirigiendo la mirada de tanto en tanto al “Pastor de Árboles”, el cual permanecía ahora a una decena de metros lejos de ellos, petrificado con la misma expresión ausente en el rostro, como si nunca hubiera intentado matar a nadie – Primero he sentido el grito de Nérnluin muriéndose y he pensado mal y luego he corrido para acá sólo para encontrarme con algo peor. ¡Justo para ver cómo te estaban estrujando como a un pañuelo! Por suerte, me he lanzado como una flecha a los pies del viejo Carapalo y le he gritado “¡ey, Carapalo, suéltalo!” y entonces, como no me hacía ni el más mínimo caso, le he golpeado varias veces con este madero que me he encontrado por aquí tirado.
El chico levantó una desgastada rama como prueba de que la historia que narraba no eran simples falacias; pero, de igual forma, Tullken no le hacía ya caso, demasiado sumergido como se encontraba en seguir la verborreica palabrería que fluía con contagiosa alegría de la boca del muchachote, más incoherente y alocada cuanto más confianza cogía y más libre era su lengua.
El muchacho debió de atisbar al final la expresión de aturdimiento de Tullken porqué, cerrando la boca para intentar tragarse sus palabras, obsequió al dúnadan con una sonrisa y una mirada tan condescendientes como luminosos. Una mera pausa en medio del caudaloso río que parecía ser su relato.
- El caso es que, después, y a pesar de mi lamentable retraso, he acabado siendo providencial, por lo que parece ser – dijo, poniendo el aparente cierre a su monólogo y dejando una larga pausa entre palabra y palabra, como si la aletargada actitud de Tullken le hubiera dado a entender que el dúnadan era demasiado lento o tonto para seguir el ritmo de su discurso.
Luego apartó la cara y se quedó admirando a Fladrif con aire soñador, ignorando a Tullken.
- ¡Qué sitio más raro es éste! – “Quien fue a hablar” pensó para si mismo Tullken ante aquella sentencia que dejó escapar de golpe y con una voz más profunda y solemne el recién llegado y que no por eso dejó de pillar desprevenido a Tullken – A padre le gustaría… ¡Demonios! Si incluso a madre le haría gracia, ¿por qué, no?... Lástima que no todos disfruten del lugar… Me pregunto qué caminos llevarían al viejo Carapalo hasta aquí, tan lejos de su hogar… ¿Cuánto sufrimiento debe de haber soportado? ¿En qué se convirtieron sus sueños durante las noches más frías de invierno?
El tiempo transcurrió en aquellos instantes conjuntamente con un apacible silencio mientras los dos contemplaban ahora la solitaria figura de Fladrif levantándose por encima del horizonte del lago que se extendía tras él. Tullken tuvo que reconocer que las observaciones del afuereño le obligaron a ver al ent con otros ojos.
Después, el muchachote volvió a girarse de cara a él y, aunque aún exhibía una sonrisa en su rostro, Tullken se sobrecogió por la repentina pesadumbre que se adivinaba en aquellos ojos de un color que el dúnadan no llegó a retener en la memoria, tan obnubilado se encontraba bajo su yugo.
- Bien, pero tu debes de ser Tullken de la Casa del Norte, ¿no? El retatatatataranieto de Radagast el Pardo… a menos que seas algo más que eso – y entonces el extraño abrió más esos cautivadores ojos para examinar con detenimiento a un patidifuso Tullken, acompañándolos con una sonrisa magnética en los labios - ¡Menos mal que te he encontrado a tiempo! Aunque sea un poco tarde para decirlo, yo soy el tercer Centinela que debía guiarte hasta llegar aquí.
» El caso es que, justo cuando Tilion se tapó el rostro con la oscuridad por última vez, sucedió que el viejo Pallando Menelluin vino a visitarnos a nuestra casa, allá en el Bosque Viejo, para pedirle una especie de extraño favor a mi padre. Pero mi padre es ya un anciano, si es que alguna vez fue joven, aburrido del mundo y molesto por el ruido que hacen los Hombres incluso a la hora de pensar. Es por esta razón que, al hallarme yo casualmente de paso por ahí y al ser el único hijo presente de mis padres, tanto Pallando como él acordaron que fuera yo quien te esperara para custodiarte hasta las tierras del Norte para un asunto que el cascarrabias de Pallando se traía entre manos.
» Así que esperé y esperé en las inmediaciones del Bosque Viejo a que te trajeran, tal como nos había asegurado Pallando que sucedería. Pero la paciencia se me agotó; y eso que, a pesar de todo, vi espectáculos tan portentosos como un gigante de piedra estirando las piernas para contemplar las estrellas y luego, más tarde, el de una bandada de cuervos capitaneada por un maltrecho aguilucho.
» Ya iba a abandonar e ir a molestar algún ucorno malhumorado y viejo, cuando te oí gritar, con claridad y desde la distancia, tu lamento de muerte. ¡Podrás imaginarte cómo me hizo sentir aquello! Y peor me hubiese hecho sentir mi padre si llega a enterarse de que había fallado en una tarea tan simple. ¡No creo que me hubiese recuperado de la tunda!.... jejeje.
» Por fortuna, y gracias a tu alarido, te he localizado al fin; y si no hubiese sido también por éstas y a que he corrido por el aliento de Manwë como un poseso, no hubiera alcanzado este sitio jamás de los jamases – y, al decir esto último, se señaló las gastadas y sucias botas y, cogiendo aire, prosiguió con su historia, sin que al parecer sus pulmones se resintieran por eso – Al llegar aquí, no me he encontrado con ningún alma, a parte del montón de cuervos y el gran aguilucho que vi. Sin pararme ni a saludarles, he sentido otro berrido mortal. Me he asustado al principio, pensando que eras tu otra vez, pero al notar que era Nérnluin me he calmado. Al fin y al cabo, a él no lo conocíamos tanto como a Pallando; aunque mi padre me contó historias de cómo se lo había encontrado más de una vez merodeando por los senderos más malos (auténticos caminos de cabra… y sé de lo que “me” hablo) del Bosque Viejo.
» De todas formas, tampoco le teníamos en mucha estima, pues reservado y misterioso era, y los líos que tuvieran entre manos Pallando y él no nos importan lo más mínimo, en verdad. De hecho, empiezo a sospechar que si mi padre me ha enviado a mi ha sido para evitar decirle a Pallando lo hastiado que está del mundo; una manera delicada de quitárselo de encima. Los dos son viejos, los dos son sabios, pero cuando nos reunimos para hablar sobre ti, los vi desalentados, envejecidos de una forma que sólo los ents y los elfos más ancianos pueden llegar a comprender.
» ¿Sabes qué pienso? Que la muerte, como la vida, es un raro don que casi nadie sabe, puede o quiere comprender o apreciar; a pesar de que muchos la desean en secreto, o no.
Y, con aire pensativo, el forastero recogió del suelo el cuenco de plata que Tullken había tirado para examinarlo distraídamente, en apariencia, como si pudiera, tal cual, percibir el rastro del alma que ahí había yacido. Tullken permaneció tumbado en la hierba bajo la benévola sombra de las hojas de las ents-mujeres observándole con igual ensimismamiento. Aquella calma fue confundida por irrealidad en la cabeza del chico, de cuyo aturdimiento empezaba a salir, aún a pesar de toda esa historia contada por aquel curioso personaje. Que le sonara y la degustara con la incredulidad con la que se enfrentan los sueños fue la única manera para Tullken de no caer en la más absoluta locura.
Apartando la vista del cuenco para luego lanzarlo al suelo casi con el mismo desprecio con el que Tullken lo había hecho antes, como si no fuera más que una bagatela, el recién llegado volvió a encararse a Tullken y, al comprobar que el joven dúnadan seguía sumido en una especie de trance, en su expresivo rostro se dibujó a su vez un interrogante.
- ¡Ah, pero qué descortés he sido! – saltó unos segundos después, haciendo botar a Tullken en el suelo a causa de lo repentino - ¡No me he presentado! – y, sin más demora, extendió una de sus manazas a Tullken y una leve inquietud atenazó al dúnadan momentáneamente al pensar que le destrozaría la mano en el apretón – Me llamo Tim Bombadil, aunque puedes llamarme Timmy, Timmie, Timothy, Tavish o… o, bueno, como te plazca, ya que eso no cambiaría el que sea el mediano de los seis vástagos, entre chicas y chicos, de Tom Bombadil y Baya de Oro.
- Pero… pero eso no puede ser… Se supone que Tom Bombadil y Baya de Oro son “maiar”… no pueden tener hijos – dijo Tullken con voz trémula, siendo sus primeras palabras desde la aparición de su salvador.
Éste se quedó paralizado en medio de su discurso ante la casi inaudible frase del muchacho, con la incredulidad reflejada en la mirada. Tullken intentó más adelante discernir, clarificar, lo que sucedió después; cómo pudo ser que el apacible joven se tornase en algo completamente distinto, pues en menos de lo que se tarda en parpadear, el rostro de Tim enrojeció como un tomate y se hinchó tanto que a Tullken le dio la impresión de que el semblante del chico ocupaba todo su campo de visión.
- ¡¿Cómo?! ¡¿Quién dice eso?! ¡¿Quién se atreve a decir esas tonterías?! – vociferó con sorprendente potencia y visible enfado.
Tullken se agarró a la hierba del suelo para que el vendaval de gritos que escapó de la boca de Tim no se lo llevara volando. Por unos breves instantes, tuvo la sensación de estar contemplando una avalancha de rocas que iban rodando directas hacia él, despertando otra vez en sus entrañas el miedo latente ante el peligro que escasos momentos atrás había padecido.
- … L-los… los libros… los-s-s libros del instituto – contestó con voz más floja y ronca que antes si cabe y con el mismo tono dubitativo de un alumno delante de un profesor severo.
Ante aquella respuesta, el enojo de Tim se desvaneció con la misma rapidez con la que había aparecido, aunque la expresión de desconfianza mezclada con recelo que la sustituyó parecía reticente a marcharse. Para Tim, Tullken debería ser tan raro y desconcertante como lo era él para el dúnadan, tal y como consideró el propio y aturdido joven.
No sin desprenderse todavía de su alborozo y sin quitarle un ojo a Tullken, el proclamado hijo mediano de Iarwain rebuscó en el forro de su chaquetón hasta que sacó de él la pipa más monstruosamente grande que Tullken hubiese visto jamás. Más que una pipa, era la venganza de una pipa. A Tullken le recordó más a un saxofón que a nada más. Ignorando la estupefacción del chico, Tim la encendió con la maestría y la despreocupación que otorga la cotidianidad de un acto diario y un humo gris y diáfano no tardó en salir de su cazoleta y de las comisuras de sus labios.
- Um, bueno, bien, vale… si es de ese modo – y, aparentemente más calmado, el rústico joven le dio un par de caladas a la pipa – Supongo que en el Final se sabrá toda la verdad.
Dicho aquello, transcurrieron otro par de incómodos – por lo menos para Tullken – minutos, en los cuales cada uno de los dos, a pesar de la proximidad del otro, parecía actuar como si estuviera solos. Una liviana y translúcida nube de humo de fragante olor, tal y como pudo comprobar Tullken, no se demoró a la hora de envolverles en esa nueva pausa que se instaló entre ellos dos. A lo lejos, Fladrif parecía que los estuviera observando, aburrido también y con la cabeza apoyada sobre las manos semi cerradas, como un soñador apunto de exhalar un profundo suspiro.
- Tú, me estoy aburriendo; ¿nos vamos de aquí? Tú ya has cumplido con tu parte y yo es como si lo hubiera hecho con la mía, ¿no? – comentó al rato Tim, entre sorbo y sorbo de su pipa.
- Eu, sí, supongo… - le contestó a su vez Tullken agitando una mano que apartó el humo del tabaco que casi no le permitía ver a su nuevo centinela.
- ¡Pues venga, chavalote!
Y, diciendo aquello, Tim extendió una mano para ayudar a levantarse a Tullken. El dúnadan sintió un ligero mareo al reincorporarse a la velocidad con la que lo hizo ir Tim y por encontrarse la mitad de su sangre aún ociosa en sus dormidas extremidades, dejando abandonada a la indefensa cabeza.
Viéndole tambalearse por unos segundos, Tim apartó la pipa a un lado de su boca y se apresuró a coger al joven por ambos brazos para impedir que acabara precipitándose al suelo. A pesar de que hacía esfuerzos desesperados para no caer inconsciente, Tullken fue capaz de oír como Tim mascullaba con un hilo de voz y entre dientes un “No me extraña que le pasen estas cosas; con la de sopas que se ha olvidado de tomar en su vida…¡Y con lo flacucho que está no sé qué le puede ocurrir el día en que lo agarre una buena moza!”. Iba a contestarle algo para contrarrestar aquella opinión que él consideraba del todo imprecisa, pero Tim no le dio ni tiempo; acompañándolo (o, más bien, arrastrándolo) en sus pasos y ejerciendo de soporte, el zagal se lo llevó otra vez a la entrada del caminito por el que se accedía a aquella playa del lago, a la par que continuaba parloteando con su voz desenfadada y franca.
- Además, ahora que lo pienso, hay cosas aún más importantes que estas necedades y que el perder el tiempo… Aunque sé que me dejo algo aquí atrás yo también y ahora no me viene a la cabeza qué puede ser…
Tim frunció el ceño ante aquel problema mientras chasqueaba los dedos de una mano en señal de frustración. A Tullken, a pesar de todo, le daba igual ya lo que dijera ese personajillo. Había conseguido salvarlos, salvarlos a todos, y ahora podía al fin dejarse llevar por el cansancio y el sueño, los cuales hacía rato que lo reclamaban… o, por lo menos, eso le hubiese gustado que pasara si Tim se lo hubiera permitido, pues el joven, en un momento dado, pareció acordarse al fin de aquello tan importante y, bajo el umbral de las primeras ents-mujeres que custodiaban el camino, se giró del todo en dirección al lago, arrastrando con él al pobre Tullken, quien tenía como único punto de apoyo la mano libre de Tim, el cual le agarraba el delgado brazo con fuerza.
- ¡Ostras, se me olvidaba despedirme de Carapalo! – y, diciendo aquello, levantó una mano para agitarla ante el inerte ent que, como sucedía con los retratos de ciertas pinturas, a pesar de esa inmovilidad, parecía estar siguiéndoles con la mirada – ¡Wei, compadre! ¡Ya nos veremos! Descansa en paz en los brazos de Yavanna y que tus sueños iluminen la oscuridad de tu noche!
Y, volviéndose a girar bruscamente, al fin se internaron en la apacible penumbra que cubría la senda.
Aunque ya no lo veía, Tullken sentía aún la presencia del ent a sus espaldas y, en su soledad, no pudo evitar ver un atisbo del recuerdo que mantenía de Esperanza, allí, a lo lejos, en la otra punta del mundo, en el bosque de Fangorn. Una melancolía negra se abatió en aquel momento sobre él y se sintió más viejo y cansado, a pesar de que bien percibía ahora que una parte de él lo era, la que “siempre había estado ahí”; vetusta y antigua como un mueble macizo de roble abandonado en el desván, pero imperturbable ante el paso del tiempo.
Pero, quien realmente transmitía un halo de antigüedad sobrecogedor junto a ese olor tan característico a vegetación mojada que se mezclaba con la del humo de su pipa -y que ahora los rodeaba a los dos-, era su nuevo y extraño compañero de viaje e improvisado libertador. De una forma que no podía explicar, Tullken veía la vejez, la experiencia, que rodeaba los aparentemente lozanos y juveniles rasgos de Tim Bombadil y que, a poco que se fijó, también descubrió como se encontraban adornados en su enmarañada cabellera por los restos de ramitas y hojas de pino que configuraban una especie de corona agreste y a medio formar. Asimismo, el tacto de su chaquetón era fresco y rugoso, como si estuviera confeccionado con musgo vivo y al dúnadan no le hubiese sorprendido que una ardilla despistada o un comando entero de escarabajos hubiese salido en aquel entonces correteando distraídamente de algún pliegue del abrigo, ya que, quisiera asombrarse o no, escandalizarse o dejarlo pasar, tuvo que reconocer que quizás aquel raro personaje era en verdad todo lo que había dicho ser.
Al final, Tullken decidió dejar de pensar en todo aquello y apartarse de cualquier atisbo de pesadumbre, dejándose llevar por la paz que dominaba el caminito sombreado y por el que seguían titilando los tímidos charcos de luz que conseguían filtrarse por el entramado de hojas que rodeaban a las ents-mujeres. Así, y mientras se apoyaba aún más en el brazo de Tim para proseguir más cómodamente la caminata, pudo fijarse mejor también en cómo el porte de esas damas que los rodeaban parecía haberse dulcificado desde la primera vez y, completamente sumergido en aquella nueva apacibilidad, aspiró una bocanada del aire que allí corría y que se combinaba con esa profunda niebla portátil que expulsaba la pipa de Tim, para cerrar luego los ojos totalmente sosegado. La voz del Otro al fin se había callado.
Por su parte, Tim no podía dejar de refunfuñar y echar miradas de soslayo al chico que llevaba casi arrastrando como si en realidad fuera un anciano que no pudiera valerse por si mismo. La verdad era que los dos formaban una curiosa pareja, con los pasos firmes y largos de Tim, a pesar de sus cortas y rechonchas piernas, y los más dubitativos de Tullken, quien siendo más alto, no podía seguir el ritmo de su acompañante.
Y, aún a pesar de todos esos esfuerzos y del agotamiento que lo subyugaba, a Tullken la situación le divertía. Se encontraba todavía digiriendo el alcance de los acontecimientos que acarrearían su victoria, pero el eco de aquel éxito, las quejas susurradas de Tim sobre “lo mal que lo habían estado alimentando durante todos aquellos años”, y que le llegaban a su embotada cabeza debido al trote, eran el sustento dorado que lo hacía “flotar” como si estuviera sobre una nube o hundiéndose en uno de esos sueños en los que no se sabe dónde acaba lo real y dónde empieza lo que no lo es. Tim debió captar aquel ánimo, porque sus gruñidos fueron cogiendo forma hasta convertirse en una tonada que evolucionó hasta llegar a una cancioncilla que se fue perdiendo y quedándose atrás en los recodos de la senda.
Entonces Tullken tuvo la viva sensación de que era Dwalin en realidad quien lo sostenía y que, detrás de ellos, ya no les perseguía la oscura sombra de las almas torturadas de Alatar y Fladrif y que habían dejado atrás, sino que en su lugar los seguía un espectro áureo y difuminado como la luz, el blanco fantasma de una chica escapada de las garras de la muerte que, silencioso pero juguetón, parecía protegerles en su errática marcha. Bien sabía que todo eso eran imaginaciones suyas creadas por su agotada mente, pero Tullken supo con total certeza que aquello era también lo que le hacía sentir tan bien, la causa principal por la que no caía desmayado al suelo en el acto. Y solamente una sorda y persistente picazón en su mano derecha agriaba aquel esplendoroso presente.
Finalmente, empero, el momento en que los dos, dúnadan adolescente y misterioso trotamundos, volvieron a entrar en el claro donde se podía decir que había empezado todo llegó más veloz de lo que Tullken hubiese deseado.
Allí, junto a la deslumbrante luz del Sol que arrancó una queja a Tullken de parte de sus ojos, seguían estando como antes Landroval y Corb y el centenar de cuervos que, desde las ramas o el suelo o cualquier sitio en el que se habían podido posar, continuaban todavía callados y vigilantes; incluso cuando Tim y Tullken llevaban avanzado un buen trecho del claro.
Contemplándolos de ese modo, a punto de saltar debido a la incertidumbre y a la curiosidad, Tim no pudo evitar darles lo que querían con una proclama histriónica que taladró los indefensos oídos de Tullken.
- ¡Saludad, bienaventurados, a un héroe! ¡La Tierra Media se ha salvado gracias a Tullken de la Casa del Norte!
Al instante, el mar de cuervos, ávido de noticias e impaciente para vapulearlas o exaltarlas, saltó con otro clamor.
- ¡Salve, salve Aiwendil, amo y señor! ¡Salve Aiwendil, nuestro amo y señor!
- La madre que los… les dije que no me llamaran eso – pudo mascullar solamente Tullken ante aquella algarabía y arrastrando la voz con el tono abatido de los resignados.
Tim, el único que le había oído, dejó escapar una carcajada que rápidamente fue devorada por la ensordecedora cantinela de las aves.
- Venga, venga, un poco de fiesta y adulación de vez en cuando y en pequeñas cantidades no hacen mal a nadie… Además, mucho me temo que esto aún no se ha acabado, y menos para ti.
Tullken ni oyó esas palabras de Tim, dichas entre la sorna y la preocupación, y, simplemente, se dejó conducir hacia el centro del claro, donde se alzaba la poderosa figura de Landroval. Tanto la gran águila como Corb, que se encontraba a su lado, se sorprendieron de ver de nuevo al muchacho. Bastante parados se habían quedado antes cuando había aparecido aquel extraño personajillo que se había proclamado miembro del clan de los Bombadil (¿y desde cuándo había habido jamás un “clan Bombadil”?) y que les había advertido, mientras se precipitaba tras los pasos de Tullken, que era mejor que permanecieran ahí, “que no sabían ni tenían ni idea de lo que se estaba cocinando”, para ahora ver al dúnadan tal y como lo traía ese mismo Tim Bombadil.
Justo cuando los dos pájaros se habían acostumbrado a la presencia de aquel otro Tullken sobrio y de porte más grave – casi amedrentador -, se encontraron ahora que no sólo venía demacrado, sino que además volvía a ser el Tullken de siempre, el debilucho que casi nunca había salido de su ciudad natal; Tullken el urbanita.
Con dificultades, éste mismo los saludó con un endeble pero sincero y entusiasta “¡ey!” mientras hacía esfuerzos para mantenerse, no sólo de pie, sino incluso para aguantar los párpados alzados. Como un precedente para la Historia, águila y cuervo se miraron entonces con algo parecido a la resignación y a la tristeza, coincidiendo ambos en sus pensamientos.
- Y bien, Tullken… ¿y ahora qué?
Pillado de repente y por sorpresa por la pregunta de Corb, Tullken dio un lento vistazo a todo lo que le rodeaba. Observó la imagen imponente de Landroval, con sus mil heridas de guerra que acaso le daban un porte más impresionante; a Corb, que lo miraba desde el suelo con el mismo interrogante de su pregunta reflejado en sus ojos; a las apartadas ents-mujeres que, en un cerco casi perfecto, los envolvían y en donde todo un regimiento de cuervos lo contemplaba expectante y con la misma curiosidad con la que Tullken intuía – pues no los veía – que los estarían mirando los temerosos medianos refugiados un poco más allá de la primera hilera de árboles. Y, finalmente, su mirada acabó recayendo en Tim, cuyos ojos burlones y vivaces lo contemplaban a su vez sin tanto interés tras el humo de la pipa.
¿Y ahora qué hacer? Diablos, en verdad aquella era una muy buena pregunta.
Indudablemente, una voz dentro de él, de la parte más genuina de su ser, sin duda, le contestó con el tono de reproche de quien tiene que recordar constantemente algo obvio. Claro que sabía lo que iba – lo que se tenía, más bien – que hacer ahora; lo había sabido desde el primer momento en que había iniciado aquella aventura.
- Nos volvemos a casa, Corb… Regresamos a Osgiliath.
Una sonrisa, la primera en mucho tiempo, se formó entonces en los castigados labios de Tullken a medida que iba dejando escapar las palabras de aquella escueta afirmación.
- Muy bien, flacucho, pero yo me apresuraría. Como ya te he dicho antes, hay asuntos que aún no han finalizado – dijo Tim, sonriendo a su vez tras el velo del humo de su pipa que se había instalado, aparentemente, para quedarse para siempre alrededor de su cabeza.
Tullken vio brillar los ojos del agreste joven detrás de esa neblina y supo que decía la verdad, con una sinceridad tan calma, tan relajada, que lo mínimo que pudo hacer el dúnadan fue desprenderse del agotamiento y coger otra vez las riendas de su destino. Todavía quedaba un largo trecho de camino por recorrer, quizás el más tortuoso e impredecible de todos: el de vuelta.
- ¿Cómo estás, Landroval? ¿Podrás… podrás volar? – preguntó el muchacho, imbuido de aquella nueva voluntad, aunque no pudo impedir que la duda culebreara por entre sus palabras.
La gran águila le clavó su único ojo desde las alturas con algo parecido a la sorpresa y a la indignación y Tullken volvió a sentirse como la primera vez que había tenido un cara a cara con el ave.
- ¡Si he conseguido llegar hasta aquí, no será ahora cuando me queje y deserte de la tarea que me encomendaron! – exclamó ardientemente Landroval y, recordando que quien tenía delante no era el simple chico debilucho que había creído al principio, cerró con brusquedad el pico, bajándolo con levedad, como avergonzada.
Tullken ni tan siquiera percibió el tono engreído y rudo del águila, alegrándose más bien de que, a pesar de su demacrado aspecto, el ave demostrara que su temperamento y fortaleza internas seguían ardiendo aún con enérgico denuedo. Así, sin más esperas, el dúnadan se encaramó al lomo de la gran señora de los pájaros trepando por la extensa ala tapizada de plumas ensangrentadas que ésta le ofreció para tal cometido.
- ¿Y qué piensas hacer ahora tú? - le preguntó Tullken a Tim una vez se hubo instalado bien en la fuerte grupa de Landroval y mientras Corb se posaba a su vez en su hombro izquierdo.
El regordete muchacho, antes de dignarse a contestar, dio un par de distraídas caladas a su pipa, expulsó unos cuantos anillos de humo y luego levantó finalmente la vista hacia Tullken, quien lo observaba desde la envergadura de Landroval no sin cierto perplejo e irónico entusiasmo.
- ¿Quién sabe? Este sitio ha sido todo un descubrimiento. Es un lugar resguardado y aún no tocado por las grasientas manos de los Hombres. Quizás me quede aquí a instalar mi guarida. ¡Al fin y al cabo tengo que empezar a pensar en independizarme de mis padres!... y de paso pondría también un poco de orden después del embrollo que has organizado tu solito – comentó con el mismo aire distendido y sin despegar la pipa de sus labios, a la vez que daba una larga ojeada a los alrededores.
Todavía con una media sonrisa entre admirada y perpleja, Tullken no pudo evitar dejarse llevar por el desconcierto que le provocaba aquel extraño tipo; aunque, de una forma que ni él supo explicarse, sabía con toda seguridad que no habría nadie mejor que él para cuidar de ese refugio, casi un santuario, de lo que había sido en sus tiempos jóvenes la Tierra Media. Sintiendo también la presencia de los esquivos hobbits que los espiaban, Tullken se alegró a su vez por ellos y las ents-mujeres, ya que, ni unos ni otros, se quedarían ahora desamparados una vez el amo que les dio cobijo hubiese desaparecido, pues aquel nuevo vecino, que no dueño, vigilaría y cuidaría, pero jamás controlaría.
- Nos vamos, Tim… Gracias por todo y suerte en tus… proyectos – dijo al fin Tullken, convencido en verdad de lo que decía y, con toda la solemnidad de la que pudo ser capaz, se inclinó para extender una mano al hijo de Orald.
Ya iba abriendo su mano éste, cuando el dúnadan refrenó la suya al percatarse de lo que, de buenas a primeras, le pareció un pequeño detalle, pero que al final lo dejó atónito, con los ojos abiertos como platos contemplando la palma abierta de su mano derecha.
La palma de su mano derecha. La palma de la mano que había sujetado el espíritu del “istar” Alatar, había mantenido un pulso con él y, finalmente, había conseguido aplastar su fulgor, ahogando el hálito de vida de su propietario.
Ahora Tullken comprobaba que apagar esa fuerza no sólo había tenido consecuencias en el plano espiritual, sino también físicas. Cubriendo toda la palma, sin olvidarse ninguno de los dedos, se encontraban unas horribles quemaduras coronadas por aberrantes ampollas que deformaban su superficie con retorcida ferocidad. Atrapado por la visión de tan horrendas heridas, Tullken cerró y abrió varias veces su mano como para cerciorarse de que, efectivamente, las quemaduras estaban ahí; viendo con estupefacción cómo la castigada piel se replegaba formando extrañas formas según estuviera la palma extendida o escondida en un puño, a capricho de esas llagas del color rojo del fuego, percibiendo a su vez, y en aquel momento, el picor que había estado presintiendo durante su vuelta al claro.
- Uh, iba a comentártelo, pero se me ha ido de la cabeza – dijo Tim apartando por primera vez la pipa de su boca y sin poder esconder cierto tono culpable.
- No… no pasa nada, tranquilo – le contestó Tullken sin mirarlo, con la vista absorta en esas pústulas que también contemplaba ahora Corb con ojos indiscretos y que obligaron a Landroval a torcer su cuello para permitir a su ciclópeo ojo ver lo que tanto parecía preocupar de repente a su jinete.
Tullken supo entonces que ya nunca más, y por más que lo deseara, podría olvidarse de aquella aventura.
Pero enseguida recordó además que aún quedaban otras heridas abiertas en otros lugares y, por lo que le había insinuado Tim, muchas de ellas se encontraban en Osgiliath.
Deshaciéndose del malsano magnetismo de esas cicatrices que Alatar le había dejado para la eternidad en su mano a modo de firma y para que nunca olvidara que, por lo menos una vez en la vida, había “matado” a alguien, Tullken apartó la mano de sus ojos, levantó la cabeza pesadamente para aspirar una larga bocanada de aire y, seguidamente e intentando disimular el toque de perturbación en su voz, se dirigió a Landroval.
- Ya podemos irnos… ¿Cuánto tardaremos en llegar a Osgiliath?
- Noto la impaciencia en tus palabras. Mucho me temo, señ… Tullken, que, como mínimo, nos esperan dos jornadas de viaje… siempre y cuando los vientos nos sean favorables y el Señor Manwë nos deje las sendas del cielo limpias de nubes y corrientes traicioneras – le respondió la gran ave con gravedad.
Tullken dejó escapar el aire que había aspirado antes en un largo y desapasionado suspiro.
- Tanta distancia y tan poco tiempo… - murmuró el joven en aquel momento con la vista perdida en la nada a pesar de que todos los cuervos estaban pendientes de él. Pero sólo fue Tim quien oyó con claridad el desamparo y la angustia que habían impulsado a hacer esa afirmación.
- No todos los caminos del mundo han sido recorridos, e incluso muchos de ellos jamás lo serán. Existen senderos, atajos secretos, que recorren los espacios que miden entre las cosas que vemos y las cosas bajo ellas, acortando las distancias entre los diferentes lugares. Durante años mi padre ha ido descubriéndolos, abriéndolos él mismo o ampliándolos, solo o con nuestra ayuda, y, si quieres, podría mostrarte una de estas veredas que conduzca directo a la Ciudad de las Estrellas. Sino, ¿cómo crees que he llegado tan rápido hasta aquí desde las Montañas Nubladas?
Y, volviendo a mostrar aquella sonrisa perfecta después de dejar escapar ese comentario como quien no quiere la cosa, Tim se encasquetó de nuevo la pipa en la boca. Tullken se lo quedó mirando otra vez entre admirado y desconfiado durante unos segundos, sin saber qué decir o hacer. No sabía si decía la verdad o no y, aunque fuera alguno de los dos casos, daba igual; Tim Bombadil, aquél que le había salvado la vida (no debiera olvidarlo), parecía haber nacido para sacar de las casillas a la gente y quedarse con ella.
- Tim, ¿qué sois?... ¿Qué sois tu familia y tú? – preguntó el dúnadan entre la seriedad y la diversión, dando forma a un interrogante que hacía rato que le carcomía.
Tim pareció hacer ver que no lo había escuchado, dedicándose tan sólo a estar ahí, de pie sobre la mullida hierba mientras jugaba con el humo de su pipa.
- Lo sabrás a su tiempo, Tullken… En el Final, cuando tú estés a mi derecha en los campos de Valinor, y antes de que las Pelóri caigan, te lo diré…
Tullken no se dio por satisfecho, pero algo en la voz del joven y, sobretodo, en su mirada, le encomendó a pensar que el turno de preguntas había terminado. Un silencio incómodo hizo un intento para abrirse paso entonces entre ellos; unos instantes que Tullken aprovechó para acomodarse mejor en los hombros de Landroval y aferrar sus plumas a modo de riendas para el viaje que no tardarían en comenzar. Quiso volverse el muchacho para despedirse definitivamente de Tim, en parte para romper aquel mutismo, en parte para dar el pistoletazo de inicio a aquel regreso, pero en el último momento desestimó hacerlo. Tal y como el propio Tim le había dicho, volverían a verse y, aunque Tullken no sabía si sería pronto o tarde, prefirió ahorrarse las palabras de despedida para una ocasión más propicia. Un “¡hasta pronto!” parecía ser la fórmula más adecuada – ¡y optimista!- para esa situación.
- El camino que os ha de llevar a Osgiliath en menos de lo que tarda un gorrión en levantar el vuelo se abrirá una vez hayáis sobrepasado los límites del valle. Se abrirá por mi voluntad y permanecerá abierto el tiempo que yo decida; ¡aunque podéis estar tranquilos que no os dejaré atrapados dentro de él! Supongo también que no os costará identificarlo, pues tendrá la forma de una gran herida luminosa abierta en medio del aire y no hará ni falta que frenéis ni un minuto de vuestro vuelo para entrar en él… Lo que si tenéis que tener en cuenta es que, por ancho que sea, mejor será que vigiléis a vuestra horda de amigos emplumados, pues no os puedo asegurar que quepan todos si entran alborotados.
Ante todo lo que les estaba diciendo Tim, Tullken casi ni se inmutó. La tentación de volverlo a acribillar a preguntas lo acució, claro, pero el dúnadan supo disiparla. Lo que tuviera que ser sería, así sin más.
De esta manera, y en silencio, inclinó la cabeza a modo de despedida verdadera, listo para partir, siendo respondido por el fumador muchacho de igual forma.
Pero ya se encontraba Landroval desplegando las alas, cuando Tim les llamó la atención para decirles una última cosa. Extrañados, todas las miradas se dirigieron de nuevo al joven estrambótico, el cual, sin poder evitar que el humo escondiera una media sonrisa de sorna, se señaló el rostro.
- Tullken, yo de ti me lavaría un poco la cara… Más que nada, para que cuando llegues a Osgiliath, ella no se asuste.
Confundido, Tullken se pasó una mano – la sana, la que aún se conservaba bien – por el rostro y los trozos de barro y sangre seca cayeron de allí dejando un curioso dibujo de manchas de color claro y otras todavía oscuras, donde la suciedad se había aferrado con más ganas. Tanto se sumergió en la tarea frenética de llevar a buen puerto aquel acicalamiento apresurado, que el chico ni siquiera se preguntó como podía ser que Tim supiera que había un ella esperándole en Osgiliath.
- Eu, gracias… - dijo, una vez que hubo considerado que iba algo más presentable.
- De nada, hombre… pero apresúrate; hay quien necesita más de tus cuidados.
Esta vez sí quiso Tullken pararse a reflexionar sobre aquella última sentencia de Tim; pero Landroval, considerando que el momento de cháchara ya había durado demasiado, alzó el vuelo con poderoso brío. La cohorte de cuervos, como una nube negra que se desvaneciera, se elevó junto a ella en un espectáculo prodigioso por la disciplina que parecían seguir las aves para no chocar entre ellas.
Tim Bombadil, el mediano de su familia, entre su hermana mayor Flora y su hermano más pequeño Todomir, se quedó derecho ahí mismo, fumando con apacible gusto su pipa, mientras contemplaba cómo se alejaba esa extravagante comitiva. Luego, una vez hubo desaparecido de su vista, disfrutó de la aparente soledad que inundaba el claro, pero que era más falsa que lo que había dicho el joven Tullken sobre sus padres. Allí mismo, sin ir más lejos, se hallaban las soñadoras ents-mujeres que lo rodeaban, mucho más olvidadas ahora que no habían de soportar el peso de cientos de cuervos, y los medianos que, aunque no los viera, sabía que estaban allá por el mero peso de sus miradas sobre él.
Lejos de todos ellos ya, Tullken, que había olvidado la excitante sensación de libertad que producía volar en el frío aire de las alturas y seguido por Corb y su ejército de plumas negras, sobrepasó las murallas de montañas grises que daban protección al que había sido el reino secreto de Alatar.
El Sol de la tarde, que ya se hallaba muy hundido en el Oeste, hacía nacer sombras en las hondonadas y escondrijos escondidos entre esas apiñadas moles de raíces profundas y picos elevados, restos de un mundo ya desaparecido, por donde Tullken recordaba haberse internado por sus entrañas para acceder al valle que custodiaban. Pero una nueva luz apareció en aquel atardecer para competir con Árië y Tullken, Landroval y Corb se prepararon, con el viento soplándoles con fuerza en el rostro, para investigar los accesos secretos de Arda.


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