Osgiliath 2003 de la C.E. (caps. 10-15)

02 de Septiembre de 2007, a las 23:11 - Ricard
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Decir quién de los dos, Abdelkarr o Dwalin, estaba más nervioso se hacía especialmente difícil en aquellos instantes en que se hubiese podido cortar la tensión del ambiente con un cuchillo.
Ambos chicos, embriagados por una mezcla de alegría y preocupación asfixiante, no podían quitar ojo de la revivida muchacha a la que habían salvado de las garras de la Nada sólo para ver como, en apariencia, se volvía a desvanecer en un sueño que quizás fuera en verdad el definitivo.
Prisioneros como eran en la cúspide de marfil y oro de la “Torre de Cristal”, el paso de los minutos se les hacía eterno y el sudor helado que los empapaba a los dos les acentuaba la sensación de desamparo que sentían cada vez que el cuerpo de ella, de la joven y desventurada Elesarn y que tan desnudo y desprotegido les parecía, era presa de violentos temblores. Temblores que sacudían a la elfa en su lucha por despertarse, por salir de un túnel oscuro que parecía multiplicarse para alejar siempre un poco más a la joven de la luz que se entreveía en su final.
Abdelkarr, con una rodilla en el suelo, la sujetaba más mal que bien, impotente como Dwalin por no saber que hacer. El enano, de pie enfrente de ellos, con un brazo colgante por el que la sangre había dejado de gotear sólo gracias a su metabolismo de pura roca heredado de su pueblo, no podía pensar en nada. Su mundo se reducía ahora a la chica cuya vida pendía de un hilo y al nudo que tenía en el estómago, el cual se retorcía con cruel gusto cada vez que el enano descubría algún signo de más debilidad en el pálido y atormentado rostro de Elesarn, quien había dejado incluso de hablar en sueños y sólo emitía como únicos sonidos unos resuellos entrecortados que se iban apagando cada vez con más rapidez.
Nada del exterior podía afectarles en aquellas horas tan aciagas, pensaron tanto Dwalin como Abdelkarr; pero, inevitablemente, acabaron acordándose de Tullken, Pallando y Alatar cuando cayó el rayo.
Como un recordatorio que les refrescara la memoria sobre su lugar en ese drama, y cogiéndoles completamente desprevenidos, notaron como un rayo se precipitaba violentamente sobre ellos, sobre la punta de la “Torre de Cristal”. Los cristales de los ventanales vibraron entonces hasta resquebrajarse y las luces se apagaron al acto, al son del ensordecedor trueno que siguió al destello de luz de la descarga y que los zarandeó con intensidad. Al momento, vinieron la calma y la oscuridad casi de la mano de aquel impacto en el que incluso el edificio había dejado de estremecerse, pudiéndose percatar los chicos de la desolación y las tinieblas que en verdad les habían estado rodeando todo el rato. La luz de fuera con dificultades iluminaba el interior del rascacielos y, con una reforzada congoja, intentaron como pudieron aguantar los ánimos en ese nuevo escenario negro y cada vez más muerto.
Pasaron entonces otro par de minutos en los que se dejaron sumir más y más en aquella falsa quietud, rota solamente por las convulsiones de las que, de tanto en tanto, era presa Elesarn y en las que, en un silencio sepulcral, los dos jóvenes se preguntaban que demonios había podido pasar arriba, en el tejado sobre sus cabezas, al impactar ese rayo anormalmente potente.
Justo en aquel instante, como una especie de respuesta a sus interrogantes, una grieta se abrió de improviso en una de las paredes de la habitación y, como las raíces de un árbol hendiendo la tierra, no tardó en ramificarse en un centenar de grietas más que, a su vez, se reproducieron para llenar y extenderse por todas las demás paredes de la sala, incluidos el techo y el suelo. El rayo había dado el toque de gracia a la “Torre de Cristal”, acelerando y sacando a la luz los daños que, desde hacía ya casi medio día, habían ido carcomiendo lenta pero eficazmente la estructura del edificio por dentro.
Acompañando a las brechas, trozos de yeso empezaron a desprenderse de las paredes y el techo, cayendo como copos de nieve. Dwalin quiso entonces, e incluso deseó fervorosamente, sentir terror, pasar un miedo cerval que lo aislara a su vez de aquella realidad que, literalmente, se desmoronaba a su alrededor. Pero, aunque veía con claridad como la pintura se doblegaba en las paredes como si fuera papel; como los ventanales se dividían en pequeños ventanales al son de nuevas grietas que los iban destrozando; como virutas de polvo y escombros más grandes que los copos de yeso comenzaban a caer con agresividad a su lado en su intento de remarcar lo que ya parecía imparable y notaba el cosquilleo en las plantas de los pies de las sacudidas que ponían en solfa la defunción del que había sido el fortín emblemático de los senescales y referente de todos los ciudadanos de Osgiliath y el resto de Gondor, el enano había dejado de sentir nada, como si lo hubieran vaciado de toda sustancia.
En cierto momento, reparó otra vez en Abdelkarr y Elesarn delante suyo y como el sureño le estaba gritando algo, su rostro desencajado por el verdadero pavor que tanto anhelaba sentir él y con el sudor brillando sobre su piel oscura en medio de la penumbra que los velaba. Dwalin no entendió nada de lo que le dijo y, de hecho, hubiese dado igual a causa del creciente mugido de agonía que lanzaba la “Torre”; no tan atronador como el del trueno que le había dado el empujón final, pero más palpable al reconcentrarse en aquella sala como un creciente y ensordecedor ruido ambiental que acompañaba con goce la destrucción que – y quizás aquello era lo más horroroso –, habiéndose arrastrado durante casi todo el día, ahora acabaría con todo de forma fulminante y expeditiva.
Y, sin embargo, Dwalin seguía sin poder (o querer) ser parte de ese paisaje. Tenía la mente tan en blanco como la puerta por la que habían desaparecido antes los dos magos; la puerta que ahora era lo único que parecía ver de verdad el enano, con una mirada vacua y perdida, en medio del caos que estaba ignorando adrede. Y tuvo que ser esa misma puerta la que lo sacó de su ensimismamiento cuando, con timidez al principio, se abrió de nuevo, arrancando así la primera emoción desde hacía un buen rato de Dwalin, a quien se le abrieron los ojos como platos debido a la perplejidad que le produjo aquel nuevo giro de los hechos.
Al verle súbitamente tan atrapado por la pared que quedaba a sus espaldas, Abdelkarr consiguió ignorar por unos instantes la barahúnda que los envolvía para mirar por encima de su hombro y ser testigo del momento preciso en que la puerta blanca se abría del todo.
La pareja de adolescentes aguantaron entonces la respiración por lo que podía aparecer tras las tinieblas que reinaban más allá del marco de la puerta y, en verdad, una sombra tétrica, una figura alta y vaga recubierta por un manto de oscuridad más denso que el que había en aquella habitación, cruzó en aquel momento el umbral. En un inicio, por culpa de esa falta de luz y el tumulto que se vivía, ninguno de los dos reconoció a aquél que ahora se les acercaba, con pasos indecisos, desde la puerta abierta, como si ignorase o no viese el desorden que lo rodeaba.
El pálido recuerdo de la alegría encendió momentáneamente los ánimos de Dwalin y Abdelkarr al descubrir al fin que el recién llegado era, ni más ni menos, que Pallando; pero enseguida se les helaron los saludos calurosos con el que lo hubieran recibido. Ninguno de los dos sabía que había ocurrido arriba, en el tejado del rascacielos, pero fuera lo que fuera, ambos percibieron que, de alguna forma, aquel Pallando que había regresado de allí y que tenían enfrente no era el mismo que los había acompañado durante todo el ascenso por la “Torre” y que había desaparecido después tras aquella puerta blanca, en pos de Alatar.
Su armadura, tan brillante por el metal y la maestría con la que fue forjada, había desaparecido del todo, dejando a la vista los viejos y gastados ropajes del anciano, que ahora aparecían más ruinosos si cabe, cubiertos por el negro de las cenizas y el hollín del fuego de la hoguera inmoladora. Su rostro, tan blanco y abatido como su barba y los largos cabellos que crecían y caían bajo su calva, resaltaban todavía más por culpa de esa gabardina vuelta negra y por el desconcierto (¿o acaso demencia?) que se adivinaba en la mirada perdida, y de ojos muy abiertos, que sobresalía en él junto a una boca también abierta y perdida en su indecisión de abrirse del todo para decir algo o cerrarse para la eternidad.
Examinados por aquellos ojos repentinamente desarmados de su profundidad y brillo, entrevieron y notaron, tanto Abdelkarr como Dwalin, que realmente el mago parecía no reconocerles, como si una parte de él se hubiera perdido por siempre en la azotea de la “Torre de Cristal”, sembrando otra vez el desaliento en sus corazones.
Y, en verdad, Pallando se encontraba recorriendo, extraviado y confuso, parajes casi nunca visitados de su mente, sin ver más allá de sus narices. Recordaba haber abierto los ojos después del fogonazo del rayo y haberse encontrado absoluta y completamente solo, contemplando el vacío. Ni armadura, ni bastón, ni Alatar. Todos habían desaparecido, dejándole a él atrapado por una vorágine de interrogantes que no paraban de acosarlo y que lo tenían preso, obligándole a actuar como el sonámbulo que Abdelkarr y Dwalin tenían enfrente. ¿Por qué él? Era la capitana de esos enigmas, seguida por las más explícitas ¿Por qué él estaba vivo? ¿Por qué Eru se había llevado a Alatar y en cambio lo había dejado a él aún vivo en aquella tierra? ¿Era acaso una forma de castigo para obligarle a vagar otra colección de milenios, errabundo y solitario, en esa tierra decadente, viendo como todo a su alrededor acababa convirtiéndose en polvo?
Abismos de hiel se abrieron en la cabeza de Pallando ante las posibles respuestas a aquellas preguntas y a la soledad y amargura que desprendían. Se había convertido definitivamente en Pallando, “el abandonado y el olvidado”, sin posibilidades de regresar a su hogar o de recibir un puesto aunque fuera en las Estancias del Castigo de Mandos, atrapado en esa especie de limbo, gris e impersonal; una tierra de nadie desde que los grandes Poderes del Mundo se aburrieron – o les prohibieron – de jugar en ella.
Quiso Pallando entonces sentir odio ante los designios de su Hacedor, maldecir el nombre secreto de Ilúvatar; pero no pudo, porque al descubrir al fin su mirada a los tres jóvenes que tenía delante, supo de nuevo de la gran sabiduría de Eru. Críptica y desoladora a veces, pero sabiduría al fin y al cabo.
Porque ahí estaban Abdelkarr y Dwalin y, lo que era lo más sorprendente, también la joven elfa, Elesarn Oioél, aún viva (¡aún viva!) a pesar de todas las penurias y de que su débil y trémulo cuerpo todavía presentaba los signos y la palidez mortecina del pulso que mantenía con el agonizante mal que la constreñía para no permitirle alejarse de las puertas del Más Allá. Y, aún a pesar de eso, el solo hecho de verla ahí, en su lucha por prevalecer, abrió al fin los ojos de Pallando a la realidad, haciéndole ver a su vez los paisajes de su lejana patria, a la que ya pensaba que no vería nunca más, y devolviéndole el calor de un fuego que durante años había mantenido encendido, esperando un momento como aquél para resurgir: el de la esperanza.
Observándoles con una nueva mirada que había recuperado la llama de la vida y la razón, Pallando había comprendido porque Eru le había permitido seguir existiendo. El único y exclusivo motivo eran aquellos tres jóvenes. Pallando no podía abandonarles ni fallarles ahora.
Sorprendidos al principio, aliviados después, Dwalin y Abdelkarr acabaron siendo testimonios de cómo un hierático pero decidido Pallando se acababa acercando a ellos y, arrancándose un faldón de su gabardina, se inclinaba hacia el arrodillado haradrim y envolvía a la elfa que sostenía éste en sus brazos con el trozo de tela para darle abrigo.
- Tenemos que darnos prisa y huir de este sitio… ella no aguantará mucho más si permanecemos en él – dijo entonces, a la vez que cogía en brazos él mismo a Elesarn, quien, envuelta en esa improvisada manta de luto, por lo menos pareció dejar de agitarse en sueños al contacto con el “maia”.
La voz de Pallando no sonó quizás tan convincente y rotunda como otras veces, titubeante incluso; pero Abdelkarr y Dwalin no pudieron dejar de mirar al anciano con nuevas miradas maravilladas y esperanzadoras. Al fin habían recuperado el pilar en el que se habían sostenido durante toda su aventura.
Juntos de nuevo, los Tres Caminantes se dispusieron pues a partir de nuevo, cuando Dwalin, en un postrero vistazo a la habitación donde habían sucedido tantas cosas cuyo sutil rastro la destrucción imparable del edificio borraría ahora para siempre, reparó en la otra puerta abierta al lado de la blanca, la azul. La oscuridad también se había apoderado de aquella estancia, pero el enano la contempló con los ojos del recuerdo y vio claramente el cuerpo tendido e inerte de Ardarel. Volvió a girar la cabeza después y vio a la también inconsciente Elesarn en brazos del mago y, oyendo de nuevo la voz de su padre en su interior, se dejó guiar por lo que le dictaba lo más profundo de su ser.
- Abdelkarr, por favor, ¿podrías ir a recoger a la chica?... Lo haría yo mismo, pero no puedo – le dijo a su compañero con toda la convicción y entereza de la que fue capaz y cogiéndole un brazo al sureño, mientras señalaba con la vista al antro que había dado cobijo a Moralda.
Abdelkarr se lo quedó mirando por unos instantes con la incredulidad fijada en los ojos.
- ¿Qué? ¿Tu estás loco? ¡No es que ya no nos quede ni tiempo para nosotros, sino que además es el enemigo! – casi gritó mientras se sacudía el polvo y el yeso que se habían acumulado sobre él a causa del engrandecimiento de las grietas, como para dar más énfasis a sus palabras.
Dwalin le hubiese encantado entonces exponerle un discurso sobre las mil y una razones por las que creía que era justo salvarla y preguntarle como se hubiese sentido él si lo hubieran criado solamente, y con el fin explicito, de hacer el mal, sin ningún otro referente que lo sacara de una existencia como aquella, abocada a la soledad y al declive. Pero, en cambio, lo único que llegó a hacer fue mirar al sureño fijamente con unos ojos que, aunque ojerosos, transmitían una serenidad y firmeza que no dejaban que, aparentemente, nada le perturbara en su decisión tomada.
Abdelkarr comprendió en aquel momento que lo que el enano le había pedido no era una suplica, aunque lo pareciese en apariencia, sino una orden. El haradrim buscó entonces apoyo en Pallando, pero el “istar” permaneció callado. Aquella era una decisión entre ellos dos, su propio juicio personal.
Exasperado y viendo con claridad que el que se fueran rápido o no de ese sitio dependía enteramente de él, Abdelkarr se decantó por una de las dos posibilidades que se le abrían delante con la velocidad de pensamiento que había ido curtiendo en las calles.
- ¡Maldita sea! ¡Cómo sé que me voy a arrepentir de esto! – masculló al final antes de salir corriendo hacia la puerta azul y perdiéndose la sonrisa, de alivio y alegría, que se formó en los otrora tensos rasgos de Dwalin.
Esquivando cascotes y baldosas que sobresalían desencajadas debido al continuo tira y afloja del que eran víctimas, Abdelkarr se sumergió pues en las tinieblas que dominaban aún más profundamente aquella habitación al carecer de ventanas y, por cuya culpa, casi estuvo a punto de tropezarse con el cuerpo tendido de la chica.
Arrodillándose para examinarla mejor, comprobó, a pesar de la falta de luz y de la inmovilidad de la que era presa la joven, de que ésta, para su desagrado, seguía con vida. Y, aunque Abdelkarr hubiese deseado que ella ya no respirase, no pudo refrenar el aguijonazo que sintió en sus entrañas al contemplarla de nuevo bajo el delicado manto de la penumbra, la cual resaltaba la serena palidez de su piel y que le recordó que no poco antes la había contemplado con ojos similares a los de Dwalin.
Pero, sin perder más tiempo, se la cargó a la espalda, agarrándola por las piernas y dejando que sus brazos, junto a su frondosa cabellera negra, cayeran por encima de sus hombros.
Cuando llegó hacia donde le esperaban Pallando y Dwalin, vio que el enano (con una cara que, a pesar de las tribulaciones y el sufrimiento, expresaba un júbilo sincero ante su llegada) iba a darle las gracias.
- ¡Me debes una, Enano, me debes una! ¡Y ahora vámonos pitando de aquí pero ya! – exclamó sin dejarle tan siquiera decir nada a su compañero y sin permitir tampoco que sus pies se enfriasen en aquella pausa.
A ninguno de los Tres Caminantes hubo que repetírselo dos veces y, apresuradamente, se lanzaron a la salida que les conduciría a las escaleras que bajaban por la - que tan endeble les parecía ahora - estructura de la “Torre de Cristal”.
Pero primero tuvieron que pasar por el largo, ancho y alto bosque de columnas que servía de antesala a las dependencias del desaparecido primer consejero de la República. Su ominosa atmósfera anterior se veía sacudida ahora por aquellos estremecimientos que agitaban a todo el rascacielos, y el bufido de esa presión reverberaba por el amplio espacio entre columna y columna como un alma en pena.
A pesar de aquello, el trío de compañeros pudo cruzar el lugar sin más problemas que las cada vez más continuas y persistentes nubes de yeso, polvo y otras partículas que caían desde la negrura que se extendía en el techo, en las alturas. Las columnas, por suerte, parecían resistir bastante bien esa invasión de fisuras que había comenzado a cebarse con el resto de la planta y del edificio como las arrugas en un anciano.
Y, sin mirar atrás, acabaron por atravesar la señorial entrada con las esculturas de los dos magos, los cuales parecían aguantar también como podían las sacudidas. No obstante, cuando ya llevaban un buen numero de escalones bajados, y en el rellano de una curva en éstos, Dwalin, que debido a su herida iba rezagado de los demás, oyó el crujido de la piedra al partirse y, al levantar la vista, pudo ver como uno de los magos se desprendía de su base y caía con todo su peso escaleras abajo. Alarmado, el enano dio un salto para dejar la esquina atrás justo en el momento en que la cabeza de la escultura, como la de un ariete, chocaba estrepitosamente contra la pared donde poco antes se había apoyado él, incapaz de girar ya en su descenso el recodo de noventa grados.
Un poco mareado por aquella postrera demostración de reflejos y por el cansancio que ya arrastraba de antes, y que se acentuó con la precipitación con la que tenía que seguir esa carrera a pesar de que fuera en bajada, a Dwalin le pareció que, con cada pesado paso que daba en las blancas escaleras por las que descendían, el pasillo entero se tambaleaba más, como si estuvieran en realidad en el corredor de un gran barco mercante en medio de una tormenta.
La estabilidad, o por lo menos un mareo más atenuado, volvió cuando llegaron al despacho del senescal. Pallando y Abdelkarr, cargados con las dos jóvenes y quizás más concientes del peligro de perder aunque fuera un solo segundo, pasaron por esos aposentos sin fijarse en como la moqueta roja del suelo se había ondulado debido a la deformación del piso o como los televisores de la pared emitían ya todas nieve al haberse agrietado sus pantallas junto a la pared que las sostenía. Pero, sobretodo, sin darse aparentemente cuenta del hecho más importante: el lugar se encontraba vacío.
Dwalin, a la cola de su grupo, frenó en seco su carrera más sorprendido que si hubiera encontrado el sitio repleto de gente. Nervioso, sudando y notando todas y cada una de las articulaciones de su cuerpo como un pequeño campo de batalla, el enano contempló como el mago y el humano desaparecían detrás de la puerta que seguía su ruta sin tan siquiera pararse y, por unos instantes, jadeando como un caballo de carreras y con medio parpado cerrado sobre un ojo, mientras su mano izquierda se cerraba en torno al pañuelo lleno ya de sangre de Abdelkarr en el brazo derecho, permaneció dubitativo en medio de la sala sin saber si hacer como ellos, más consciente que nadie de que, por más que se quedara allí parado, el senescal y Bardo no aparecerían de repente de la nada.
Pensó entonces Dwalin que tal vez ambos hombres habrían tenido las suficientes fuerzas, tanto físicas como de voluntad, como para huir de la “Torre” ante los primeros síntomas de derrumbe inminente y ya iba a seguir a su banda cuando, en una última ojeada, superficial y veloz, se percató de un pequeño detalle.
Paralizado por ese descubrimiento, y por las conclusiones que sacó de él, Dwalin permaneció más petrificado que antes si cabe. Sus ojos, ahora bien abiertos, contemplaban, más allá de la amplia mesa y el sillón del senescal, el ventanal abierto al vacío. Las banderas de Gondor y de la ciudad de Osgiliath, que se encontraban al lado de la mesa, ondeaban tímidamente gracias a la suave brisa que se colaba por ese rectángulo abierto al exterior y que también acariciaba al enano, aunque éste no pudo dejar de sentir un sofoco creciente en su interior.
Como un pasmarote, Dwalin continuó inmóvil oteando el horizonte de la ciudad que desde el ventanal, como un ojo abierto al infierno, podía apreciarse. Ahí el ambiente parecía seguir igual de asfixiante que en las entrañas del enano, acaso incluso a peor al comenzar la tormenta su baile de rayos y truenos que caían sobre la ya de por si destrozada ciudad, llena de oscuros edificios iluminados tan sólo por los fuegos del suelo, que prendían en ellos, y aquellos procedentes del cielo. Ese espectáculo se mezcló con el recuerdo del sueño que les había inducido Ulcolórë y la opción de la suerte que había imaginado para los ocupantes del despacho, la de que, tanto el senescal como Bardo, hubiesen puesto fin a su propia pesadilla mediante el suicidio, dejando a Dwalin sin aire.
Los gritos de Abdelkarr y Pallando apremiándole desde la otra sala para que espabilara y les siguiera, actuaron como un bálsamo para la enturbiada mente de Dwalin, quien, despertando de sus negras cavilaciones, se puso en marcha de nuevo para alejarse tanto de ellas como del destino que le esperaba a la “Torre de Cristal”.
Pero por más que corriera no consiguió apartar de sí la incertidumbre de no saber cual de los dos caminos habrían escogido el gobernante más importante de las tierras occidentales y el hermano de su mejor amigo. Ante aquella zozobra, el peso de la insignia de Gondor que le había dado antes Bardo pareció entonces aumentar de peso en el bolsillo de su pantalón como un yunque.
Al penetrar en la sala de reuniones, la sensación de agobio se acrecentó. Las persianas de los ventanales, que ya se hallaban casi cerradas antes, se habían visto afectadas todavía más por las continuas sacudidas del edificio y muchas de ellas se encontraban completamente rotas y caídas, ahogando así un poco más la ya de por si mortecina e insuficiente luz de la habitación. De este modo, la única referencia que tenía Dwalin en esos momentos era el rectángulo de luz de la puerta de salida, donde se recortaban las siluetas de los impacientes Pallando y Abdelkarr.
Eso no impidió que, de todas formas, cuando el enano, cojeando y resollando, cruzó la larga estancia para reunirse con ellos, se tropezara debido a esa penumbra con algún que otro de los cuerpos de los jerarcas muertos que descansaban alrededor de la gran mesa que ocupaba el centro del lugar, los cuales se habían caído de sus sillones con inerte resignación a causa de aquellas mismas vibraciones que parecían dispuestas a reducir al polvo la “joya de la corona” de los senescales.
Superados los metros que lo separaban de sus compañeros y el miedo y el asco que había sentido al cruzar aquel mausoleo sin sellar, Dwalin completó el grupo de los Tres Caminantes, prosiguiendo el grupo su huida para dejar atrás a los mudos y desamparados hombres que alguna vez gobernaron Gondor como príncipes, abandonados en el olvido al que parecían ser abocados ahora y convertidos en monigotes de la casa de muñecas más alta y cara del mundo.
En el piso de abajo, se toparon con una pared de ladrillos construida muy recientemente que les cerraba el paso. Por suerte, lo improvisado de la obra, junto al vaivén del que era víctima la “Torre de Cristal”, habían hecho mella en la barrera y una parte de ésta se había derruido, pudiendo acceder los fugitivos a la siguiente planta sin muchos más problemas. En ella se encontraron con un vacío y silencio estremecedores. Recorriéndola sin fijarse mucho en sus paredes desnudas, en su techo bajo y la desolación que flotaba por todas partes, ninguno se acordó entonces de la sala de oscuridad y espejismos que Alatar y Ulcolórë les habían preparado antes de que llegaran al “Thoronost” y que ahora aparecía ante ellos con toda su anodina y vulgar realidad, libre de sombras fatuas.
Las puertas del ascensor les esperaban pulcramente cerradas entre tanto caos al final de la larga estancia y, durante unos segundos, los tres permanecieron delante de ellas sin saber que hacer. Por sus cabezas volaron las mismas ideas y los mismos temores: ¿Habría aguantado el ascensor? Y, sí era así, ¿aguantaría un poco más?
Indecisos, perdieron otro par más de segundos paralizados, no atreviéndose ninguno de ellos a ofrecer ni tan siquiera una ruta alternativa, siendo el elevador el único medio para acceder a las plantas de más abajo.
- ¡Szaaka, a la porra! Sólo es un piso – exclamó, con el fervor del nerviosismo, Abdelkarr, rompiendo el silencio y el momento de tensión.
Luego, con unas zancadas abruptas y con dificultades al tener que mantener a cuestas a Ardarel, se acercó al panel de botones y apretó la tecla de llamada del ascensor.
Pronto, los tres audaces descubrieron que aquella espera era mucho más agobiante que cualquiera de las anteriores en las que se hubieran visto sumergidos. El grupo permaneció callado, pero ese silencio sólo perturbado por el sonido de fondo de los espeluznos de las paredes, los techos y los suelos junto al de los cascotes que caían alrededor suyo sin parar, ponía de relieve de manera casi dolorosa como su salvación pendía de un hilo… o, más bien, de un ascensor.
Sin palabras siguieron quedándose, como no podía ser de otra forma, cuando al final, y con una lentitud que no hizo más que ponerles más frenéticos, las puertas del ascensor se abrieron, mostrando su interior pulcro y ordenado, pero iluminado intermitentemente por unas bombillas que iban apagándose cada vez más, y por más tiempo, a cada nuevo zarandeo con los que los vientos jugaban a derrumbar castillos en medio de la ciudad.
Pero, sin pensárselo, más azuzados por la urgencia y la necesidad que por un sentido escrupuloso de la supervivencia, gustosamente acabaron entrando en la estrecha cabina del aparato. Escucharon al acto como los cables que lo sujetaban se quejaban sonoramente con un metálico y agudo carraspeo al ser cinco personas las que lo ocupaban y no solamente las, en teoría, tres permitidas que debieran ser. La estrechez con la que se encontraron ellos solos al intentar encajonarse en el lugar bien vino a recordárselo.
Tanteando con su única mano sana y tan apretado en una esquina que casi ni podía respirar, Dwalin consiguió al final encontrar a ciegas el botón que cerraría las puertas. Hubo un último momento de duda por si las puertas conseguirían o no sellarse del todo sin amputarle un brazo o una pierna sobresaliente a alguien; pero, con su calma característica, éstas se juntaron herméticamente sin dejar tiempo a sus inquilinos para despedirse del “Thoronost”.
Y fueron el tiempo y la respiración de los ocupantes del elevador los que se pararon por unos instantes en el escaso recorrido que les separaba de su siguiente parada. Pero en aquel vacío, a esos ocupantes – por lo menos a los tres conscientes – se les fue eternizando, temiendo oír los resuellos de cansancio de la “Torre” a cada contracción de su esqueleto de hormigón y acero y que, aislados como estaban en ese armario de metal, les llegaban amortizados, casi lejanos, como los ruidos del mar en un batiscafo al sumergirse en las profundidades negras.
La luz que los (mal) iluminaba se apagó definitivamente cuando, con un brusco tirón que paralizó a tres corazones al unísono, llegaron a su destino y se abrieron las puertas. Casi en desbandada, los Tres Caminantes abandonaron el limitado espacio del ascensor para acceder a la gigantesca Sala de los Senescales. Justo entonces las cosas también empezaron a empeorar.
El ruidoso ir y venir que había atrapado hasta ese momento al rascacielos solamente había sido un preludio. La destrucción con mayúscula no había hecho más que empezar. Como un segundo trueno caído del cielo, el estruendo que dio el pistoletazo de salida a la claudicación final de la “Torre” resonó en largos ecos por el amplio salón en el que justamente acababan de entrar.
Apremiados por aquel aviso que marcaba el límite del “aquí ya no hay marcha atrás”, los compañeros se lanzaron a la carrera para atravesar la larga estancia y desaparecer por la siguiente salida. En su travesía notaron como sus pies pisaban baldosas que escasos segundos antes habían estado un par de metros a su izquierda o a su derecha, pero que ahora, si no eran partidas por enormes fisuras, parecían oscilar de un sitio a otro como péndulos. Los cristales de los ventanales que conformaban las paredes de aquel espacio también petaron al mismo tiempo dejando a unas solitarias columnas como único soporte del abovedado techo, mientras éste iba desgajándose poco a poco, siendo cada vez más grandes los fragmentos que se precipitaban alrededor suyo y estando más de una vez sus cabezas en peligro por aquellos cascotes suicidas.
Retrasado en aquella galopada, Dwalin fue, de entre los componentes de su panda, quien más vivió de cerca esa situación con todo su angustioso acuciamiento y quien se tomó más tiempo para percatarse de cómo, de todas las columnas, era la más importante la que más rato hacía que se había partido. Al pasar por el centro de la sala, el enano pudo ver a su derecha como la fina, casi imperceptible, columna de plata que al quebrarse había precipitado su condenación, se había separado ya en dos fragmentos bien diferenciados desde el momento en que la habían dejado atrás, estando el del techo un par de metros lejos del que sobresalía del suelo. Aquel paulatino desplazamiento, a parte de permitir que el edificio entrara en resonancia y se quebrara todo él a su vez, había apartado al causante de esa ruptura hasta hacerlo caer al suelo, donde seguía permaneciendo cuando los tres pasaron a su lado. Aunque ninguno de ellos sintió pena alguna al ver el MÓL tumbado al lado del pilar maestro partido en una extraña postura, con una pierna y un brazo alzados como si creyera que aun seguía de pie rodeando con sus metálicas manos el endeble filamento de “mithril”. A Dwalin le recordó a un inmenso perro de acero recostado que esperase que alguien le acariciara el vientre.
Poco más pudo distraerse el enano ante la urgencia de escapar vivo de aquella caverna en las alturas por la que había desfilado, bailado, discutido y parlamentado la flor y nata de toda la Tierra Media. Sí Dwalin no quería ser borrado como todos esos recuerdos que se evaporarían una vez el salón se derrumbara, tendría que exigirle más a sus piernas, tan insensibles ya como el brazo que tenía que ir arrastrando.
Y, aun sintiendo como las plantas de sus pies tocaban el suelo y notando sus articulaciones como llenas de algodón, el enano superó al fin los metros que lo separaban de la salida y de sus amigos antes de que una gran hendidura se abriera en el tejado de la Sala de los Senescales y vomitara una cascada enorme de cascotes, yeso, polvo y fatalidad.
Los Tres Caminantes, de todas maneras, prosiguieron en su escapada bajando la espiral de escalones que les separaba del suelo estable, sumergida ya en una oscuridad perenne al haberse apagado la vida definitivamente en todas las luces del rascacielos. Incluso las cámaras de vigilancia que tanto les habían acosado en su ascenso, permanecían ahora ciegas y mudas, enfocando solamente la nada de la que pronto formarían parte. Y, a pesar de que en más de una ocasión, a causa de esas tinieblas estuvieran a punto de tropezarse entre ellos y precipitarse de ese modo escaleras abajo de forma más violenta, no tardó el grupo en llegar a la planta que había sido feudo de los hermanos troll de las nieves.
Consternados, comprobaron como allí las cosas habían empeorado debido a lo inevitable y como también los bordes del agujero que delimitaban el suelo desaparecido de aquel piso se habían visto fuertemente dañados (sí es que no lo estaban antes). Movidos por la prisa, insensibles ante las amenazas que no tuvieran algo que ver con el derrumbamiento de la “Torre”, la comitiva cruzó la estrecha y castigada vía que les separaba del pozo sin fondo sin tan siquiera mirar hacia abajo y sin calibrar las consecuencias que un paso en falso podría conllevar. Sólo por esa ceguera movida por la necesidad, se dijo Dwalin, habían sido capaces de tal hazaña sin que les vacilara el pulso.
Los problemas no se habían olvidado de ellos, de igual modo, pues cuando consiguieron acceder al nivel inferior se toparon con que las escaleras-puente que cruzaban de punta a punta el cubil de las arañas habían salido perjudicadas al desplomarse el techo encima suyo junto a los dos trolls de las nieves y la madre-araña. Otra vez despabilados, los Tres Caminantes contemplaron desde su borde el vacío que separaba ahora los dos tramos de escaleras; el borde de los escalones que tan lejos de ellos quedaban.
A su alrededor, las telarañas, hundidas en la oscuridad y mudas debido a que las crías de araña habían abandonado el edificio como las ratas cuando el barco empieza a hacer aguas, se agitaban acompasadamente, recordándoles que el rascacielos no les esperaría a la hora de plegar todos y cada uno de los pisos que lo componían como un acordeón.
Para Dwalin, como para Pallando y Abdelkarr, la única forma de superar ese callejón sin salida se encontraba delante de sus propias narices, pero ninguno de los tres, la sangre martilleándoles las sienes y las bocas secas incapaces de articular palabra, se atrevía a dar el primer paso… o el primer salto, pues esa era claramente la única manera de acceder de nuevo al anhelado camino hacia la libertad.
Hasta que Pallando, sin decir nada, de golpe e impulsivamente, saltó con Elesarn en brazos los dos metros que los separaban del otro borde, lo único que veía Dwalin era el abismo de negrura bajo sus pies, donde imaginaba, más que veía, que estarían los restos semienterrados entre despojos, y aún espasmódicos, de la madre-araña y los trolls.
Aguantando la respiración como si fuera a saltar por un trampolín, Abdelkarr siguió al viejo mago y, sí no hubiera sido por éste, el haradrim y Ardarel hubiesen acabado, sin poder evitarlo, haciendo compañía a esos caídos recordados por Dwalin, ya que si bien Abdelkarr plantó con firmeza los dos pies en el borde mismo del tramo de la escalera que seguía, el peso en la espalda de la orco lo desestabilizó, propiciando una inclinación de la pareja de jóvenes que a punto estuvo de desembocar en desgracia si Pallando no les hubiera ayudado en el último momento.
Recuperándose del sobresalto provocado al ver a su compañero a punto de ser engullido por las tinieblas de esa Torre que parecía cada vez más decidida a tragárselos y convertirse en su tumba, Dwalin notó luego la dolorosa punzada de saberse el último de la fila ante la prueba final, quien retenía a sus compañeros allí y cuya soledad al no tener a nadie más tras él acentuaba la necesidad de que actuara sin que ningún miedo lo afectara.
Pero entonces el enano pareció ser más consciente que nunca de sus cortas piernas, de su robusto y pesado cuerpo y de su inútil brazo que, sí bien no pesaba tanto como una chica, también era una carga desestabilizadora para un salto de aquella envergadura.
Finalmente, Dwalin subió unos cuantos escalones y, diciéndose que con un salto en bajada como aquél la gravedad no podía más que ayudar, se precipitó corriendo para coger carrendilla. Cerrando los ojos, apretando los dientes y la mano en torno a la herida de su brazo, el enano saltó en el último momento cogiendo un buen buche de aire, como Abdelkarr, para la crucial cabriola.
Por espacio de unos segundos, Dwalin no oyó ni sintió los ruidos que lo rodeaban, así como el aire que lo acarició en su brinco y, con pesadez – a pesar del consecuente bálsamo que supuso-, aterrizó entre sus camaradas, quienes le ayudaron a amortiguar su caída.
Pero no hubo tiempo para las celebraciones: el edificio, con otra batahola, hizo vibrar el trozo de escaleras-puente donde se hallaban, refrescándoles de nuevo la memoria para que no olvidaran que el juego no había terminado y que él llevaba ventaja.
Escopeteados, pasaron por delante del reseco cadáver que les había recibido en aquel nivel y, bajando y bajando, llegaron hasta la planta donde casi habían muerto aplastados por culpa de sus paredes, suelo y techo; irreconocible ahora para ellos al estar las planchas que simulaban esas mismas paredes y suelo plegadas en un solo cuerpo en forma de quilométrica flauta y que no sobrepasaba la gordura de un dedo. El único contratiempo que tuvieron por aquel entonces en ese piso fue el de tener que sortear los brazos mecánicos y demás maquinaria que habían quedado al descubierto al desplegarse toda la fuerza de la estructura y que pronto correría la misma suerte que toda la edificación al chafarlos los auténticos tabiques y techo.
Menos dificultades se encontraron en la planta donde habían combatido con las serpientes-camaleón y en donde aún descansaban gran número de cadáveres suyos a causa de la lucha de ellos contra ellas. Las supervivientes, como las crías de araña, habían optado por fugarse ante los primeros indicios de debacle. De esta forma, una relativa y tensa calma reinaba en el lugar y, descontando a los temblorosos muros que lo sostenían, pudieron avanzar en su propia escapada sin más problemas.
Y, ya imaginando en sus cabezas más que sintiendo de verdad en sus pulmones, el aire libre del exterior, los tres compañeros bajaron los anchos y blancos escalones que conducían a la última planta de la “Torre de Cristal”, al monumental vestíbulo.
Lo que allí encontraron, empero, distaba mucho de ser un pasillo limpio y directo a la ansiada libertad. El ruido tumultuoso que se escapaba del amplio espacio fue un aviso al que, desgraciadamente, prestaron poca atención y, sin tan siquiera llegar al último escalón, contemplaron con horror y perplejidad el pandemonio que ahí se vivía.
Todo el vasto suelo del sitio donde se extendía el mosaico glorioso del mapa de la Tierra Media estaba ocupado por un centenar de “Dragones Azules” que corrían en todas direcciones desorganizados, confusos e incapaces de coordinarse ni en lo más mínimo al no recibir ya más órdenes de ningún mando. Parecían hormigas negras que dudaran ante cada sombra con la que se toparan, sin saber si decidir salir del hormiguero al estar desprovistas del amparo y dictado de una reina, y aún a pesar de que éste se desmoronaba sobre ellas con implacable determinación.
Desde las alturas que les ofrecían los escalones en los que se habían detenido al descubrir aquel panorama, Pallando, Abdelkarr y Dwalin, con las dormidas Elesarn y Ardarel aún a cuestas, también cayeron en la indecisión al verse atrapados por ese atolladero. La acristalada salida de grandes portones por donde se colaba la macilenta luz que iluminaba con dificultades aquella caverna convertida en una olla de grillos les parecía ahora muy lejana, separados como estaban de ella por ese mar turbulento de uniformes negros.
Y como el destino, indiferente y cruel ante lo que pensaran y sintieran los miles de seres insignificantes que correteaban perdidos por sus entrañas, la “Torre” siguió sin freno en su acto de autoinmolación y, silenciando por unos instantes el ruido de las voces de los allí presentes, dejó que el crujido de una de las grandes y blancas columnas que sostenían el vestíbulo al quebrarse resonara en los oídos de todos. Y al igual que si fuera un tronco de árbol victima de la carcoma, miles de grietas comenzaron a aparecer por su nívea superficie, acelerando la partición del gran soporte en dos grandes trozos.
No bien acabaron de ser testigos la plenitud de los allí reunidos de la caída de la columna – que en su aterrizaje aplastó inmisericorde a un buen número de los “Dragones” más lentos de reflejos con un horrible estrépito -, todas las estupefactas miradas se dirigieron al alto techo. Al haber desaparecido el sostén de uno de sus pilares, y acosado por miles y miles de sacudidas, éste se acabó inclinando sin freno, regalando a los que cobijaba abajo con una considerable lluvia de cascotes, polvo y fragmentos de su propia estructura de tamaño considerable, a parte del claro mensaje de que no aguantaría por mucho más tiempo en el precario equilibrio y extraño ángulo en el que había quedado suspendido sobre sus cabezas.
Para Abdelkarr aquello fue suficiente. Desde hacía un buen rato el peso de Ardarel en su espalda, el de su cota de malla y protecciones para antebrazos y espinillas que conformaban su armadura y el del sudor y miedos que lo llenaban se le había empezado a hacer pesado de verdad y sólo le faltaba que se le añadiera ahora el del techo. Con relucientes y avispados ojos contempló lo que había en el suelo en vez de mirar hipnotizado por el terror al inestable techo y constató que la mayoría de “Dragones Azules”, o bien se habían quedado paralizados en sus puestos sin saber que hacer, o corrían histéricos de un lado para otro sin saber tampoco a donde ir. Viendo una oportunidad donde todos los demás sólo entreveían el infortunio y jugándoselo todo a una carta, el sureño desvió luego la mirada y los pies de nuevo hacia la salida y, confiando en que sus compañeros le imitasen, se lanzó directo hacia la marea de “Dragones” en busca de la libertad.
Habiendo supuesto bien y, a pesar de que durante unos segundos Pallando y Dwalin se quedaron atónitos por su reacción, al final el resto de la compañía de los Tres Caminantes acabó siguiéndole, internándose entre la multitud que formaban sus enemigos.
Y, como también ya había supuesto acertadamente Abdelkarr, ninguno de ellos pareció percatarse de su presencia, inmersas sus cabecitas en el descontrol total al no sentir ya ahí la presión de la voz de su amo que les empujara a un destino (el que fuera) y aprovechando el miedo y el embrollo para llenar aquel gran hueco.
Dwalin, el último como siempre de la fila de sus amigos, desde su baja estatura los contemplaba como si fueran un bosque de oscuros árboles que, a parte de entorpecer el camino y la vista con su presencia, no causaban más molestias a excepción de algún que otro caso aislado en que aparecía alguno de ellos presa del pánico, chocando contra sus camaradas como una bola de billar y amenazando con hacerlos caer en un efecto dominó. Admirando esas inexpresivas viseras de sus cascos que no dejaban entrever los feos rostros que, en aquellos momentos, estarían con toda seguridad contraídos por el miedo a lo desconocido, Dwalin no pudo más que sentir un poco de lástima por ellos.
Hundido en aquellos pensamientos como lo estaban los “Dragones” en la contemplación de aquel techo que gruñía y parecía palpitar, indeciso en el último momento sobre si debía desplomarse o no, el enano a punto estuvo de tropezar con una gran cadena tirada en el suelo. Al seguirla, atisbó a su derecha, y entre las figuras de una docena de “Dragones”, el cuerpo caído del “súper-orco”. Dwalin sólo tuvo un segundo, mientras el yeso y la pintura procedentes de arriba se posaban sobre él como al resto de los presentes, para deducir que el gran engendro había sido abatido al final, y a balazo limpio, por los “Dragones”; aunque también descubrió, de reojo, los cuerpos de varios soldados tumbados y muertos al lado del orco: el precio que la criatura se había cobrado antes de rendirse.
Poco más pudo entretenerse el enano al tener que seguir rápidamente a las huidizas sombras de Pallando y Abdelkarr, si es que lo que no quería era perder el rastro de sus compañeros y quedarse junto aquella camada de malditos que, claro lo veía ahora Dwalin, morirían junto a la “Torre de Cristal”. Y, a pesar de que el enano sintiera la garganta taponada por saberse un “no-salvado”, un elegido por el azar para no ser en realidad nadie especial más allá de lo que sus cansados miembros le permitieran llegar a hacer, Dwalin sintió, cuando alcanzó a volver a ver en todo su esplendor la fastuosa entrada, que quizás todo podía llegar a acabar bien.
Aún así, al pasar al lado de la columna derribada, y de los cadáveres atrapados bajo ella como ratas en un cepo, volvió a sentir como se tambaleaba la fe en su salvación al estar los “Dragones” allí aposentados más despiertos y alertas por lo que les había sucedido a sus hermanos. Alguno incluso hizo el amago de querer detener a los Tres Caminantes, pero bastó que Abdelkarr, el primero de todos ellos, llegara a la puerta de cristal y la abriera con una ruda patada para que el soplo de aire que se escapó por esa obertura les reavivara las últimas fuerzas y se precipitaran al exterior, sin importarles nadie ni nada.
El Sol no brillaba en el cielo y aquel aire tan viciado lejos estaba de ser refrescante; pero al salir de la “Torre”, a los Tres Caminantes les pareció haber escapado de una prisión para acabar en un gran campo verde en un día de primavera. Y, empujados por la emoción del momento, no se pararon ni un segundo, bajando con precipitación las anchas escaleras de la entrada. Ningún “Dragón” les siguió entonces, cosa que hizo aumentar en la cabeza de Dwalin la sensación de que pertenecían a un paisaje de pesadilla del que al fin él y sus compañeros habían despertado, dejándolo muy atrás; a pesar que aquello estaba muy lejos de la realidad.
El ronco y tremendo nuevo crujido que zarandeó de arriba abajo la totalidad de la estructura de la edificación les hizo avivar el paso como si caminaran sobre fuego. De este modo, una vez bajada la escalinata, pasaron sin pararse ni para tomar aliento por delante de las banderas de la entrada y de los cuerpos tendidos de los “Dragones Azules” que todavía quedaban de la escaramuza que habían tenido con ellos aquella mañana, internándose sin demora en el pequeño bosque que servía de vestíbulo al complejo de la “Torre de Cristal”, lleno de árboles condenados a una muerte segura -como lo estaban ya todos los que aún permanecían dentro del rascacielos- al no poder moverse para escapar.
Y, aunque en su atropellada carrera no pudieron verlo, los tres sintieron, como lo sintió toda la ciudad al sacudirse su eje central, cuando, llevada al límite por las fuerzas de resonancia, la “Torre de Cristal” se partió por la mitad en el último tercio de su altura. Fue en el piso de la Sala de los Senescales, antigua fuente de orgullo y mirador de sus dueños el que, al ser más alto que una planta normal y corriente, propició que su techo se hundiera definitivamente, llevándose con él a todos los demás pisos que tenía encima de él.
Un anillo brumoso de cristales, acero, hormigón y demás escombros se formó alrededor de la planta que había permitido la partición del rascacielos, acompañado a su vez por un largo y agónico sonido de resquebrajamiento, partición y deformación que se esparció por la cargada atmósfera de la ciudad en ondas más suaves que el estruendo que había indicado el inicio del final y que resonaron en ecos.
La ciudad pareció aguantar la respiración ante la repentina indisposición de su rey y, por unos instantes – eternos en su angustioso devenir – pareció que todo había sido sólo una falsa alarma y que la normalidad seguiría con su camino. Las nubes sobre la urbe, no obstante, con su severo atuendo de tormenta, opinaban algo completamente diferente e, indignadas por esa (bendita) pausa, dejaron libres a sus sabuesos, los huracanados vientos, los cuales ya antes se habían divertido con la “Torre” y que, en aquella ocasión, poca fuerza necesitaron para hacerla tambalear de nuevo.
Cansada de esos jueguecitos, y de haber atesorado quizás en sus entrañas tantas intrigas, traiciones y alianzas secretas durante tantos años, la “Torre de Cristal” pareció ladear otra vez, y por unos breves momentos, la cabeza para dar un respiro y luego, lenta e inexorablemente, dejó que ésta se separara al fin del resto de su vetusto cuerpo. Así, los últimos nueve pisos que correspondían al “Thoronost” y a las dependencias del senescal y los demás jerifaltes de la República, se precipitaron a un lado con la majestuosidad inicial y el aliento contenido de un árbol al caer.
Los cabecillas civiles y militares de alta graduación muertos, y que todavía permanecían dentro del edificio como capitanes que se negasen a abandonar su barco, fueron cayéndose uno a uno contra la pared cumpliendo con su papel de muñecos de casa de muñecas y, si hubieran estado las persianas de su habitación levantadas, hubieran disfrutado de unas vistas impresionantes del suelo al que se precipitaban.
Un piso más arriba, las dos estatuas de los “Ithryn luin”, separadas ya de sus pedestales y tumbadas en el suelo, acabaron también por empotrarse contra la pared por la gracia de la fuerza de gravedad.
Sin embargo, las antenas del tejado, si hubieran estado vivas, hubieran sido las que mejores vistas hubieran atesorado y las que más hubieran disfrutado, sin duda, de ese final, sintiendo en sus raquíticas entrañas de metal un cosquilleo similar al que se siente al bajar por una atracción de feria, mientras el viento les acariciaba los aparejos que colgaban de ellas y la grava del suelo, debido a la creciente inclinación, caía por encima de la barandilla, arrastrando con ella los restos de una anteriormente esplendorosa Celebrinaglar, la cual, convertida en un hierro retorcido, parecía arrastrarse incluso con gusto hacia ese destino debido a su estado presente, tan deshonroso.
El resto de la “Torre”, empero, llevado por una impaciencia suicida y como un castillo de naipes monstruosamente hinchado, no tardó mucho en seguir al “Thoronost” y, antes de que éste llegara a rozar tan siquiera el suelo, comenzó a derrumbarse a su vez, retumbando con otro trueno tan o más potente que el nacido con el rayo que había caído antes en el rascacielos.
Uno a uno, los pisos fueron cayendo por el peso del que tenían encima a una velocidad pasmosa, lanzando al aire, en un concierto de estallidos moribundos, nubes de más y más escombros, los cuales no caían con tanta rapidez pero sí con más elegancia, esparciendo por el aire entero de la ciudad el eco de aquella destrucción.
Eru, como muchos pensarían, o acaso –y peor aún- creerían con fervor, había vuelto a poner orden en el mundo de sus revoltosos e inquietos hijos y la ola de advertencia que les había enviado había barrido el castillo de arena de los más orgullosos de entre ellos con virulento empeño, llevándose a su vez, y aquello sí era una verdad ligera y fresca como un soplo de brisa, las esperanzas (si un ser como él pudiera albergarlas) de Melkor para utilizarlo de puente en su retorno.
Pero cuando más descendía su altura la “Torre de Cristal”, mayor era la cicatriz que dejaba en el espacio vacío que ataño ocupase, expulsando su último estertor de muerte con un rabioso grito que dio fuerza a la nube de polvo, cascotes, hierro y cristales donde ya nunca más se reflejaría como un espejo el Sol y que se extendió como los tentáculos de una estrella de mar en todas direcciones, esparciéndose por las calles radiales que la rodeaban y arrasando con todo lo que allí morase.
Aquel muro de desechos, único vestigio visible de la “Torre de Cristal” ahora que no quedaba de ella más que una montaña de ruinas, restos y devastación cubierta por esa niebla que ella misma expulsaba como el humo un volcán, se precipitó como una avalancha de nieve sucia y furiosa en pos de venganza por la muerte del rascacielos detrás de los Tres Caminantes, quienes, notando su aliento abrasador y ávido, como antes habían percibido la caída del “cetro blanco de los senescales”, corrían como podían por entre los árboles del jardín de la entrada, engullidos y arrasados al no poder moverse de su sitio, para salvar sus vidas.
El pavimento duro de las calles no tardó en recibirles, pero de poco les sirvió el cambio, pues tanto por tierra como por asfalto, el montón de escombros marchaba obstinadamente, sin preocuparse de si lo que ahora caía a su paso eran farolas o coches en vez de árboles.
Oyéndolo avanzar sin que obstáculo alguno le hiciera ni un asomo de resistencia a parte de los demás rascacielos de la zona que, como rocas en la costa, aguantaron su envite, Dwalin llegó a ese punto en el que, sabedor de que pronto caería redondo al suelo sin fuerzas, continuaba corriendo por la mera inercia, viendo solamente ante sí la espalda roja de Ardarel, llevada por Abdelkarr, como una marca, una señal a seguir, en medio de la oscuridad de aquella carrera que iba ennegreciendo la barrera de polvo a medida que los alcanzaba y envolvía, tragándose todo rastro de luz. Dwalin maldijo entonces a todos y cada uno de sus profesores de educación física por no haber sido más duros con él, así como también a todas las horas en las que se había pasado sentado en el sofá de su casa viendo programas basura y comiendo (¡tierna!) bollería industrial.
El suplicio, y posiblemente el fin del enano (que podría haber llegado con un simple tropiezo en el castigado asfalto), acabaron cuando Pallando, el más avanzado del grupo pero también el más preocupado por los miembros de éste que no compartían sus curtidas piernas, giró de repente a la izquierda para internarse dentro del vestíbulo de uno de los grandes edificios que tenían a lado y lado como las murallas enfrentadas de dos antiguas fortalezas.
Los dos chicos lo siguieron, subiendo los escalones de lo que parecía ser uno de tantos de los grandes bancos que podían encontrarse en el corazón de Osgiliath. La entrada del lugar era monumental y profunda como una cueva, de forma que no tuvieron ni que entrar en el abandonado lugar y, solamente arrimándose a la pared del fondo de ese porche, se resguardaron de la mole de desechos que, como un tren enloquecido, les había estado persiguiendo y que ahora pasaba de largo delante de sus atónitos ojos.
Estando así, con las espaldas apretando el frío cristal de las puertas de las oficinas, contuvieron la respiración y acabaron siendo testigos del avance, agonía y muerte final de la nube de escombros, cuya grisácea y brumosa textura fue lo único que pudieron ver, durante un buen rato, desde el rectángulo de visión que les ofrecía ese vestíbulo sumido en la oscuridad en aquellos tensos instantes, siendo imposible por aquel entonces ni divisar la calle de enfrente.
Cuando las cosas parecieron calmarse, y el rugido de la muerte de la “Torre de Cristal” se fue silenciando por toda la ciudad, se permitieron los tres héroes el lujo de relajarse un poco y dejar escapar quedos suspiros. Con la misma cadencia con la que las toneladas de polvo y restos expelidos por la “Torre” iban aposentándose por las solitarias calles, cubriéndolo todo con un manto gris como la ceniza, Pallando y Abdelkarr dejaron al fin a Elesarn y a Ardarel tumbadas en el embaldosado y frío suelo de su improvisado refugio para luego sentarse ellos mismos junto a Dwalin, el primero en desplomarse –literalmente- del grupo.
En aquella penumbra dejaron transcurrir unos instantes de total silencio y quietud. No se sentían especialmente bien y un mareo incipiente nacido de esa huida precipitada les estaba hostigando, así como el zumbante dolor en sus piernas por haberles exigido tanto esfuerzo, en tan poco tiempo, a sus músculos. Pero los tres, sin decirse nada y casi sin mirarse, podían sentir el sentimiento de alivio, de bendita incredulidad, que revoloteaba en las entrañas de cada uno de ellos y en el sosiego que embadurnaba las paredes de su nueva “guarida”.
Sólo Pallando, el más viejo, y con más experiencia, del trío de varones, sabía que la mejor manera de disfrutar del regalo de esa salvación era ponerse en movimiento por quienes más necesitaban de aquella segunda oportunidad; así que, habiendo decidido que había descansado lo suficiente, se levantó y, quitándose la raída gabardina, acabó por cubrir con ella a Elesarn y a Ardarel para que no pasaran frío. Y ya iba a examinarlas mejor para ver si podía sacarlas de su inconciencia (cosa harto difícil por la tenebrosidad que dominaba el ambiente), cuando una exclamación de queja proferida por Dwalin le hizo girar la cabeza.
El enano se encontraba hurgándose la herida en el brazo, y que el mago ya le había detectado antes, bajo la atenta e impotente mirada de Abdelkarr.
- ¿Aún te sangra? – le preguntó Pallando a media voz aun sin saber porqué, pero el ominoso silencio esparcido después del caos parecía demandar tacto para no romperse.
- No, pero me sigue doliendo – contestó a su vez Dwalin con tono ahogado.
Dejando escapar un suspiro de disgusto, Pallando arropó a las dos chicas y, dejándolas para ocuparse más tarde de ellas, se dirigió hacia donde descansaba el enano. Arrodillándose enfrente de éste, apartó algunas piezas de la armadura, dejando al descubierto la sucia venda. Con habilidad, extrajo el endurecido pañuelo a causa de la sangre seca y lo tiró a un lado y, como había supuesto, vio que la herida ya había cicatrizado. Pero al palpar un poco por sus bordes, arrancó un aullido de dolor de Dwalin. Sólo después de apretar un poco más la herida y provocar otro concierto de gritos de dolor por parte del enano descubrió el origen del mal.
- Dwalin, lo que te duele no es la herida… Tienes el hombro dislocado. Supongo que la espada (porqué ésta tiene aspecto de herida por espada) no ha cercenado ninguna vena importante, pero el impacto de la hoja con el hueso a movido éste de sitio… Así que te has estado paseando todo este rato con el hombro fuera de lugar. ¡Con razón no podías ni levantar el brazo! – concluyó el anciano hombre con voz cansada, mirando a los dos jóvenes con ojos mordaces que centellearon en la sombra.
Dwalin se quedó sin palabras a la luz de aquella explicación que aclaraba el sufrimiento que había soportado –y soportaba- desde que habían bajado de la “Torre”; pero, en cambio, Abdelkarr no pudo refrenar su afilada lengua.
- ¡Ey, Pal, no me mires así! Yo he hecho todo lo que he podido. ¡Qué no soy médico!
Pero Pallando, antes de que ninguno de los dos se diera cuenta, apoyó una firme mano en la espalda de Dwalin y la otra en su pecho y, con rapidez, las apretó para poner en su sitio los huesos desplazados.
Aquel silencio que amorosamente habían respetado los tres se rompió tal y como lo había hecho con anterioridad la “Torre” bajo el grito – no, más bien el bramido, como lo juzgó Abdelkarr- que profirió Dwalin ante esa acción ejecutada casi a traición, logrando incluso que las dormidas muchachas se estremecieran en sus sueños.
El dolor transmitido por aquel chillido pasó entonces a sus oídos al haber reverberado con exagerada resonancia en el vestíbulo.
- Jo, tío; los huesos no sé, pero los pulmones los tienes de puta madre – dijo Abdelkarr mientras se acariciaba una oreja.
Dwalin no le contestó, demasiado ocupado como estaba acariciándose el hombro del que se había alejado al fin el escozor, pero cuyo solo recuerdo aún le provocaba una respiración jadeante.
Por su parte, Pallando, con la indiferencia de quien hace solamente su “trabajo”, se apartó de ellos y volvió con Elesarn y Ardarel para ver si podía despertarlas de su pesado sopor. Al rato, tanto Dwalin, todavía rascándose el hombro, como Abdelkarr, acabaron levantándose con pesadez y, sin decirse nada, se dirigieron al unísono al borde del porche, donde empezaban las escaleras, para admirar el espectáculo desolador que ofrecía la calle donde se habían refugiado.
Al llegar a aquella especie de balcón al mundo que les rodeaba, se sobrecogieron por la ausencia casi total de ruidos que reinaba en esa ancha avenida, cubierta ahora por la niebla gris del polvo de la “Torre” que difuminaba los contornos de las cosas, dando una apariencia fantasmagórica y triste a lo que, por otro lado, no era más que otra calle de tantas del sector económico y boyante de la ciudad. Pero a ellos les recordó irremediablemente más a un cementerio; una tumba abierta de los sueños de esplendor de la gran Gondor.
El tiempo, como la vida en esa calle, pareció también detenerse y, después de un rato de contemplar aquel panorama en el más estricto mutismo, las miradas de Dwalin y Abdelkarr se acabaron encontrando y fue como si se vieran por primera vez. Desconcertados durante un segundo, al final, sintiéndose agobiados y en otro acto reflejo conjunto, se deshicieron de las armaduras que les habían estado acompañando y protegiendo como fieles lacayos desde esa mañana y cuyas piezas comenzaron a caer a su alrededor como carámbanos de hielo al llegar el buen tiempo, esparciendo en el denso aire ruidos metálicos y huecos. Luego, permanecieron otra vez inmóviles y callados, notando como un incipiente frío les prendía.
Por encima de sus cabezas, hasta las alturas vertiginosas de la corona de rascacielos de la ciudad, nubes compuestas por miles de fragmentos de cristal que alguna vez habían pertenecido a la “Torre de Cristal”, siguieron danzando silenciosos, centelleantes, al son de la suave brisa que comenzó a soplar por las amplias avenidas de Osgiliath.
Y fue entre ellos por donde se coló la primera y tímida gota de lluvia.



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