Osgiliath 2003 de la C.E. (caps. 10-15)

02 de Septiembre de 2007, a las 23:11 - Ricard
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Sueño y corro.
O, por lo menos, me gustaría que fuera un sueño, una de esas pesadillas que se esfuman nada más asomar el ojo luminoso del Sol por encima del horizonte. Pero no; los ruidos, los gritos, la desesperación y el terror que laten opresivamente a mí alrededor son bien reales. Mi nombre es Arien, hija de Ornendil, esposa del noveno Senescal de la República; y, agarrándome el vientre donde reposa nuestro (mí) hijo, me pregunto durante cuanto tiempo más podré resistir; cuanto tiempo me queda de vida en este infierno.
Lo último que recuerdo es estar en un bosque de fuego, dientes y sangre. Pero unas manos (las manos), las del hombre joven y serio, vestido como un oficinista pero que no se mueve como uno de ellos, y las del chico sureño, me sacaron de allí. El escenario ha cambiado, pero la confusión, los ruidos, los gritos, la desesperación y el terror no han variado, así como mis compañeros, todavía a mí lado, alertas y tan asustados (lo sé) como yo.
Veo que nos movemos, que andamos por calles grises, llenas de gente igualmente gris que, al igual que nosotros, parece estar corriendo sin ningún destino claro. Pero no siento en verdad los pies tocando el suelo y las siluetas de los altos edificios que nos rodean, y que alguna vez llame “hogar”, no son más que las negras y altas paredes de una trampa sin salida.
Ya no me pregunto tan siquiera como he llegado a esta situación o como se encontrara Imrahil esté donde esté, así como dejó de intentar descubrir cuando finalizara esta caminata enloquecida. En mi cabeza, y quizás para probar de huir de este presente, sólo veo las imágenes de esa mañana, cuando me reuní en lo alto de la “Torre de Cristal” con mi marido y su primer consejero y, como después, todo se volvió azul. Un azul que llena toda mi mente y me parece incluso más real que todo lo que me rodea en estos momentos.
Y tanto me sumerjo en ese mar turquesa que, poco a poco, va cogiendo los rasgos del joven y apuesto primer consejero de cuyo nombre nunca logro acordarme, que no me doy casi cuenta de que mis acompañantes, los cuales me sostienen con tesón, han hecho realidad mi deseo y se han detenido de golpe. Pero pronto intuyó que no solamente hemos sido nosotros. Toda la demás gente ha parado de repente de huir de quien sabe qué y, como los dos hombres que me sujetan, permanecen paralizados y con las miradas fijas al frente. Lo único que se mueve por aquel entonces es mi hijo nonato, bien acomodado en mi vientre.
Entre la bruma del humo y la expectación que parece colmar a todos los presentes en la avenida, entreveo las formas de lo que ha causado la parálisis de todo el mundo y que todas las bocas contengan el aliento. Son altos, oscuros y están armados. Son los “Dragones Azules” y, al verlos avanzar, se despierta en mí el recuerdo reciente de esta misma mañana del cara a cara con ellos.
Al vernos, el escuadrón, tan ordenadamente, tan serenos en medio del caos y diligentes con sus transparentes escudos, comienza a acelerar el paso dirigiéndose hacia donde estamos todos. Una mujer grita y la congoja que transmite su grito es compartida por todos nosotros. No somos criminales, pero la presencia de los “Dragones” no levanta los sentimientos de alivio y seguridad que debieran. Vienen a por nosotros, aprovechando el alboroto levantado y esa certeza es lo que más terror y desazón provoca en todos nosotros.
Pero cuando menos lo esperamos, la mano de un invisible pastor salva nuestro pequeño rebaño de esos perros guardianes convertidos en lobos. Justo en el momento en que más cerca los tenemos de nosotros, oyendo el resonar de sus botas sobre el asfalto y enfrentándonos a las mirillas de sus armas –que nos señalan ahora como si pertenecieran a un pelotón de ejecución y, quizás, lo más abominable es saber que lo son-, un fogonazo de luz, acompañado de un trueno casi simultaneo, sacude la ciudad entera. Como un solo ser, todos los vivos que aún respiramos en sus calles dirigimos las miradas al unísono al origen de aquel fuego caído del cielo y que algunos, afortunados entre nosotros, son capaces de captar en sus últimos coletazos bajo la forma de un portentoso rayo vomitado por el opresivo techo de nubes negras que se ha precipitado sobre la “Torre de Cristal”, que tan visible y reconocible es desde cualquier punto de Osgiliath.
Los cuellos permanecen por unos momentos desviados en esa dirección, incluso un buen rato después de que el destello del rayo se haya desvanecido en el aire como los ecos de su trueno; pero no tardan en volverse hacia los enlutados recién llegados. Éstos, de todas formas, se han quedado paralizados observando la cima de la “Torre de Cristal” con aire ausente. Nosotros, expectantes, parece casi como si deseáramos que reprendieran su acción y acaben con todo esto de una vez por todas.
Alguno de ellos hace el intento de volver a levantar el arma, pero, como los otros, parecen haberle abandonado las fuerzas. Es como si les hubieran vaciado por dentro o desconectado una pieza muy importante dentro de sus cabezas y sólo pudieran permanecer delante de nosotros, paralizados y con la vista clavada en el amplio espacio que nos separa de la “Torre”, como unos pasmarotes. Una sutil incredulidad nos invade a los que estamos plantados igualmente como pasmarotes delante de ellos y, aunque no llegamos a liberarnos del angustioso miedo de ser abatidos a tiros ahí mismo, unos cuantos de nuestro grupo, aún sin desviar los ojos de los “Dragones”, comienza con timidez a poner los pies en movimiento para escapar de allí.
El joven trajeado que me sostiene también susurra algo de “irse del lugar” que no llego a escuchar bien debido a la tensión que oprime todo el ambiente, pero no hace falta que me lo repita dos veces y, con todo el sigilo que podemos, nos damos la vuelta para seguir con nuestra propia y errática huida a ninguna parte.
No llevamos ni un par de metros andando con los corazones bien atrapados en un puño y el aire congelado en nuestras gargantas –incapaz de salir o entrar-, que la cadencia de una respiración familiar, el resuello de unos pulmones de hierro que dibujan en el aire esos ruidos junto al leve temblor del suelo que pisamos, nos hacen detener de nuevo. Demasiado bien conocemos al causante de estas señales que lo anuncian como nuevo visitante del tablero de juego y, al girarnos, contemplamos estupefactos, como hacen ya los que tenemos más de cerca, la gigantesca figura que, recortándose en la bruma de humo y desolación que se levanta tras la línea de los “Dragones”, se aproxima a nosotros a una velocidad endiablada, aumentando su tamaño al mismo ritmo que crece la fuerza de las sacudidas que producen en el suelo sus zancadas poderosas.
Otra vez volvemos a estar todos inmóviles, bien sujetos al suelo ahí donde nos hemos parado de igual manera que los “Dragones”, quienes, de hecho, no hacen ni siquiera un gesto cuando la bestia (el lobo gigante) los embiste por detrás, lanzando a muchos al aire o aplastándolos directamente con sus zarpas en su atroz entrada acompañada de un pavoroso aullido que congela, más aún si cabe, los músculos y corazones de los que hemos sido testigos de ella.
Durante unos segundos, el monstruo se levanta sobre sus cuartos traseros para volver a bramar con su negra y babeante boca y, al volver a bajar la cabeza para atrapar a alguno de los “Dragones” supervivientes (convertidos en sus víctimas más cercanas e indefensas), deja al descubierto la oronda figura de su jinete encaramada sobre su abultada giba.
Sus ojos, a pesar de la distancia y de ser casi inexistentes en su redondo y blanco rostro, sé que me están buscando y, al no hallarme entre la muchedumbre congregada delante de ellos, el jinete aprieta las riendas de su montura para que ésta deje de jugar con la pierna de un “Dragón” que acaba de atrapar en el suelo – y que, mientras se retuerce de dolor, deja escapar alaridos no del todo humanos – y le ayude en su búsqueda.
Guiado más por el olfato que por la vista, el animal no tarda en localizarme, aunque es su mirada lo que me atraviesa como si fueran un par de lanzas, hundidos sus oscuros ojillos en su coraza de abundante pelaje, y las imágenes de la muerte del otro chico en el parque afloran con retorcido denuedo. Un terror petrificador se apodera entonces de mí como de toda la demás gente al contemplar como la bestia arruga su morro para enseñar sus fauces recién enrojecidas con la sangre que acaba de verter, a pesar de que soy sólo yo quien sabe que esa “sonrisa” va dirigida, en exclusiva, a mí.
Intento no caer en un pozo de desesperación, no desvanecerme, y, ante la visión de una inminente muerte, sólo consigo acordarme del día en que a Imrahil y a mí nos anunciaron que íbamos a tener una hija. Quizás no fue el día más feliz de mi vida, pero sin lugar a dudas contuvo todos los ingredientes para serlo.
El huargo o el miedo no desaparecen con el recuerdo, pero ayuda a afrontarlos y, devolviéndole la mirada al lobo, me mentalizo para encarar el fin definitivo…
Es entonces cuando, desde nuestra derecha, aparece como de la nada una pequeña figura que se planta justo delante los morros de la bestia, agitando frenéticamente los brazos. A pesar de estar de espaldas, en su baja estatura, su gabardina vieja –y muy ennegrecida desde la última vez que lo vi – reconozco al otro hombre, el que me arrancó del camino de los “Dragones” por primera vez y compañero del joven que tengo a mi lado.
- ¡Eh, eh, eh, aquí, bola peluda, mira aquí! – grita con voz ronca, encorvado y tenso, el único punto que se mueve en todo aquel escenario, para llamar la atención del huargo, para salvarnos a todos.
El animal duda entonces entre abalanzarse contra nosotros o contra ese hombrecillo que lo ha importunado. El jinete lo tiene mucho más claro desde el inicio y, haciendo repicar los eslabones de las cadenas que conforman las riendas al estirarlas, ordena a su montura que se olvide de aquel incordio y vaya directo hacia donde nos encontramos.
El lobo, marcado ya su camino, no se entretiene a la hora de reprender la carrera y, pasando casi por encima del hombre, lo ignora para seguir con su objetivo. Éste último se aparta en unos primeros instantes, pero nos sorprende a todos (tanto al lobo como a nosotros) al lanzarse a agarrar una de las patas de la criatura para frenar su andadura. Pero quizás más que la acción en sí, lo que nos sorprende – y nos maravilla – es el tesón y el empeño con los que se ha empecinado en hacerle la vida imposible al huargo. No hay duda, viendo su enrojecido rostro y escuchando sus insultos lanzados al animal, de que el hombre no sólo es consciente de que se ha embarcado en una acción suicida, sino que además está decidido a dar la propia vida por tal de protegernos (de protegerme a mí).
La bestia frena y, momentáneamente confundida, mira con expresión boba aquella piedrecilla aparecida en su zapato. Su jinete, empero, sigue sin olvidarse de mi y estira otra vez con rudeza las riendas. Pero algo sucede en aquellos precisos momentos; algo que sólo puede ser clasificado como fascinante.
Al centrar toda su atención en un solo punto y creerse que con su sola apariencia amedrentadora estarían a salvo, montura y jinete parecen haberse olvidado de los demás hombres y mujeres que tienen enfrente y, justo cuando el lobo va a arrancar de su pierna al hombre de la gabardina de una potente dentellada, recibe un inesperado aguijonazo por el otro costado.
Confundido de nuevo y dolido por el impacto, el animal ladea la cabeza y se encuentra con el palo de una señal de tráfico desprendida del suelo clavada entre sus costillas. El grupo de valientes que lo ha utilizado como un ariete y han aprovechado su distracción para embestirlo con él se aparta del lobo, pero no son pocos de entre ellos los que se quedan cerca con aire desafiante, listos a abalanzarse otra vez contra la bestia aunque sea con las manos desnudas.
Ese acto no tarda en propagarse como una llamada que resuena en las cabezas y conciencias de los que hemos sido testigos de la escena. Pronto un corro cada vez más grande rodea al huargo y a su jinete, incrédulos ante el nuevo giro de los acontecimientos. Permanecen en silencio y, a pesar de que por su demacrado aspecto está claro que han sufrido ya bastante por aquel día, sus cuerpos tensos y sus miradas ardientes clavadas en lo que poco antes les causaba un temor irrefrenable, hablan de un cansancio aún mayor. Los habitantes de Osgiliath se han hartado de huir, de pasar miedo, de ser víctimas.
En realidad, quizás estaban deambulando perdidos, perseguidos por fantasmas, y tan sólo necesitaban hallar la chispa que encendiera la llama que los ayudara a reaccionar para la empresa más arriesgada que nunca habrían imaginado que tendrían que acometer en sus vidas y que, no a pocos, los abocará a la muerte: Recuperar su ciudad.
Demasiado tarde se dan cuenta jinete y montura de que, al desperdigar aquel muro de “Dragones”, han sido ellos los que han caído directos contra un foso de fauces y garras. Desesperados, buscan con los ojos una ayuda que saben que no va a venir, mientras el círculo de gente de la calle en torno a ellos se va cerrando. Son también conscientes de que podrían despedazar a un buen número de ellos; pero a su vez saben que la otra mitad caería encima suyo al momento, si es que no lo hace todo el grupo, el cual parece aumentar en número mágicamente. De allí y allá, de entre el humo y la desolación, van apareciendo más hombres y mujeres que, si antes erraban perdidos en medio del caos desatado en la ciudad, ahora han tomado conciencia de que solamente ellos pueden devolverle el orden.
No es hasta que una solitaria piedra lanzada por una mano anónima impacta contra ellos que el lobo y su blancuzco jinete actúan en consecuencia delante de la nueva situación. La alarma y la desconfianza hace tiempo que han sido substituidos por una desesperación sorda que se cuece lentamente en sus entrañas mientras el fragor de una reciente voluntad crece a su vez dentro del muro de manos decididas a golpear y de pies a pisar que los rodea como una valla. Y es llevados por esa desesperación que los dos deciden jugárselo todo a una sola tirada y, apartando con una patada al hombre de la gabardina (¡todavía aferrado a la pata!), quien no tarda en perderse en el resto de la turba sin rostro, el lobo clava de nuevo sus ojos en mí y, en un acto temerario, se lanza en una última embestida para alcanzarme.
Los dos hombres que me sostienen se tensan al momento y me oprimen levemente los hombros para urgirme a salir de allí. Pero yo no reacciono. Me quedo hipnotizada por los ojos llameantes del huargo como parece estarlo él de los míos y que le impiden ver a la gente que tiene delante y que, en su postrera carga, da la sensación de que ni le importe tropezarse con ellos. Aún así, y aunque para el jinete y el lobo, atraídos hacia su destino como el hierro por un imán, la multitud parece haber desaparecido sin más, ésta no olvida el temor sufrido, las muertes de los seres cercanos y el haberse visto reducidos a meros peones que aplastar.
Un cóctel difícil de mantener al haberse reunido ya un grupo numeroso y que sólo necesita de una ligera provocación para cohesionarse, fraguar y endurecerse en un único y poderoso puño. Y la tentativa de la bestia de atraparme, y que ellos interpretan como una huida, es el muelle que hace saltar la trampa sobre el animal y su amo.
No bien da la primera zancada, el silencioso pero implacable gentío se arremolina a su alrededor y una lluvia, no sólo de piedras, sino de cualquier otro objeto recogido en las desoladas calles –y cuanto más afilado, mejor – cae sobre ellos con una virulencia inusitada. Y, aún a pesar de eso, la bestia no se deja intimidar, gruñendo con furia al ser espoleada por su (visiblemente más asustado) jinete. De todos modos, a cada paso, esos gruñidos se tornan cada vez más en lastimeros gañidos que pierden fuerza a medida que su piel es recubierta por pequeñas heridas, cuando no sobresalen directamente de ella las simples “armas” que la muchedumbre utiliza para frenarlo, bajo un recién iniciado coro de gritos de entusiasmo que sube de volumen a medida que disminuyen esos gruñidos del lobo.
No obstante, la distancia entre nosotros sigue disminuyendo y no son pocos los que sucumben bajo las pisadas del huargo o de alguna ocasional dentellada que consigue salpicar de sangre a la conglomeración reunida en su entorno. La situación llega a su punto crítico cuando logramos tener al lobo lo suficientemente lejos para que no nos alcance, pero no lo bastante como para sentirnos seguros. Con penosos esfuerzos, el lobo ha accedido a esa cota en la que, a pesar de verlo como algo irreal y todavía en la distancia, consigue hacernos sentir sin problemas sus vaharadas de aire caliente que suelta por la negra boca blindada con sus recios dientes.
No es hasta que mis improvisados defensores descubren de nuevo el palo de la señal de tráfico que el huargo frena su avance definitivamente. Poco tardan pues en retorcerle otra vez el trozo de metal en la llaga abierta entre sus costillas, hundiéndolo aún más si cabe ahora que son más las manos que sostienen y dan fuerza a la inerte e impávida barra.
Veo como la llama depredadora del animal se apaga en sus ojos. Sin embargo, éstos no parpadean en ningún momento, clavados como están todavía en mí, ni aun después de que chorros de sangre (de su propia sangre) comiencen a escapar de la boca y morro de la criatura. E incluso en ese estado, la bestia consigue avanzar un metro más hasta que el daño que le han infringido, en el calvario que ha tenido que sufrir para recorrer tan sólo una distancia un poco mayor que la hay entre las aceras de una calle, le obliga a doblar sus patas traseras.
El coro de voces vuelve a levantarse en un grito de alegría, y su “proclama” resuena como si fueran las multitudes de un estadio las que estuvieran en realidad ahí reunidas para ver caer, al igual que si fuera un ídolo maldito, al huargo. Y no son pocos de entre ellos tampoco quienes, siguiendo el ejemplo del hombre de la gabardina, se aferran a las patas delanteras, aún firmes, para intentar doblegarlas.
Para cuando lo consiguen, el orgulloso lobo sólo se defiende con flojos e inocentes mordiscos que cortan el aire con pesadez y que pronto cesan cuando la mole de su cuerpo cae del todo en el oscuro asfalto de la calle, desapareciendo de mi vista bajo el manto de la muchedumbre, la cual, aún habiendo derrotado a su víctima, oigo como se ceba con ella.
De entre ellos, reaparece alborozado el hombre de la gabardina, quien, con el rostro desencajado por la fatiga y con dificultades, se despega de la multitud y, al vernos, se dirige corriendo y medio encorvado hacia nosotros. El joven oficinista-que-no-lo-es de mi izquierda abandona por unos segundos su coraza de estoico hieratismo y, olvidándose momentáneamente también de nosotros, no puede evitar levantar un brazo en dirección al otro hombre.
- ¡Beregon… Señor, aquí, señor! ¡¿Cómo se encuentra?! – grita casi a bocajarro incluso cuando el interpelado se encuentra ya delante de nosotros.
- Bien, Beren, aceptablemente bien – contesta con una voz ronca y tan floja que apenas lo oímos, aunque sus ojos solamente están clavados en mí y la preocupación no se demora en reflejarse en ellos, por lo que no me quiero ni imaginar la cara que debo estar poniendo por ese entonces – Lo crucial es que vosotros estéis mejor para salir de aquí y encontrar un sitio más adecuado que éste…
Los otros dos hombres, y a modo de precedente, asienten al unísono. Como el hombre de la gabardina, han olido la fragancia del peligro que impregna la zona. Pero decirlo es mucho más fácil que hacerlo y, justo cuando empezamos a ponernos en movimiento, una comitiva de aquella turba enfurecida se abre ante nosotros, obligándonos a frenar y mostrándonos parte de la “fiesta” en la que se ven inmersos. Atropelladamente, la gente ha abierto de golpe un pasillo entre ellos para que todo el mundo pueda contemplar el cuerpo fofo del jinete que, al fin, han conseguido arrancar del lobo. De este modo, arrastrándolo con violencia por el duro pavimento de la calle, pasa por delante de nosotros lleno de magulladuras y con la próxima muerte absorbiéndole las fuerzas en cada movimiento de defensa que intenta ejecutar contra sus agresores. Al verlo fugazmente, allí tendido, con todo su grasiento peso, no consigo acordarme de la inquietud que me provocaron sus risas venenosas que nos dedicó en el parque mientras nos perseguía y que ahora nunca habrán de volver a salir de esa bocaza desmesurada y roja que posee, abierta en su blanco cráneo como una gigantesca llaga.
Pronto desaparece de nuestra vista al ser arramblado por unos jóvenes menos cansados y sí más ardorosos que los que han derribado al lobo. Sé cual será el futuro del jinete en sus manos, pero la compasión no consigue cobijo en mí y sólo puedo reavivar en mi memoria su feo rostro, que quedara grabado en mi cabeza para siempre, junto a sus ya acalladas carcajadas. Aquella mueca inhumana que por primera vez me obligó a asomarme a una realidad en la que habita algo oscuro, y muy siniestro, en la raíz de todo esto o del mundo entero. Un lado salvaje y tenebroso que nunca pensé que existiera en mi vida monótona.
Ese embelesamiento no dura mucho al romperlo el hombre de la gabardina con brusquedad tapándome los sorprendidos ojos con una mano para que no vea aquel espectáculo; lo que no impide que oiga los gritos de agonía del jinete en ese linchamiento que acontece a tan pocos metros de donde estamos.
- ¡Tenemos que irnos como sea y ya! – estalla al final ese hombre llamado Beregon para hacerse oír por encima del griterío y al percibir – como lo comenzamos a sentir todos-, que el ambiente se va caldeando a nuestro alrededor a marchas forzadas.
De ser unas almas en pena huyendo junto a otros en nuestra misma situación por las auténticas calles fantasma de Osgiliath, ahora nos vemos atrapados en una marea humana numerosa y ruidosa que parece aumentar a medida que los rumores de la matanza parecen atraer a más supervivientes deseosos de descargar su miedo acumulado en esa jornada infernal.
Y, en medio de todos ellos, nosotros nos hemos de abrir paso a cadozo limpio, pasando por encima de cuerpos tendidos en la calle (víctimas nacidas del barullo que acaba de acontecer) y de los cuerpos y voces crispadas de los erguidos que truenan por una pequeña victoria efímera. Entonces, y en el corazón mismo del remolino que forma la gente en torno a su presa, es cuando veo de refilón y por última vez al lobo y, como la otra vez, nuestras miradas quedan unidas por un vínculo invisible y más inquebrantable que el acero. Es una conexión que no debería existir o, como mucho, debería haber finalizado ya; pero es por culpa de aquella firmeza que me paro, obligando a mis compañeros a frenar a su vez. Extrañados, se miran a las caras un segundo para luego hacerlo conmigo y, todavía más atónitos, resiguen mi mirada hasta encontrarse ellos mismos con las brasas que oscilan en el entrecerrado párpado de huargo, envuelto con un anillo de sangre.
Aún tumbado, vencido y resbalando hacia el abismo de la muerte, el animal es capaz de ignorar a todo el enjambre humano que clama por su final y, sin dejar de observarme, me habla y es en el silencio que se implanta de golpe entre los que nos rodean que me doy cuenta de que no soy la única que veo como los negros y carnosos labios, por los que rebosan ríos de sangre, se mueven, dejando escapar una cavernosa voz que alguna vez fue también atronadora, pero que ahora, atrapada en un cuerpo moribundo, suena a duras penas, convertida casi en un agradable susurro.
- Pequeña princesa, la perdimos por el camino… Mucho me temo que no conseguimos devolverla a casa… ahora que ya todo es… rojo crepúsculo.
Nadie se mueve a parte del pecho – cada vez más lentamente- del lobo, quien respira cada vez con más dificultades, y todos parecen contener el aliento. El huargo, empero, desvía de repente el iris de su ojo en dirección a mis acompañantes y hace vibrar de nuevo su garganta.
- ¡Necios! Sois unos entrometidos… Nosotros no queríamos hacerle daño a ella; ¡todo lo contrario! Ella es importante… ella es la clave… para… nuestro… señor… Alat… - en esa última exaltación, las palabras de la bestia mueren al fin. Su ojo se torna entonces vidrioso, vacío, y las castigadas costillas dejan de subir y bajar.
La multitud, a pesar de que ha conseguido su objetivo, no hace gesto alguno para celebrarlo. Todos permanecen inmóviles y con las incrédulas miradas clavadas en la inerte mole del engendro, incapaces de dar crédito a lo que han visto y oído.
- Sé… sé que suena imposible, señor, pero me parece que, al fin y al cabo, no eran huargos lo que nos perseguía, sino… sino licántropos parlantes como… como los que aparecen en las, ehem, leyendas, señor – le comunica, con un hilo de voz, el joven trajeado al de la gabardina; pero éste no parece haberle escuchado, perdida su mirada en la criatura que yace a sus pies a pocos metros.
- Será mejor que aprovechemos el momento – es lo único que dice al rato, sin fuerza y aún hundido en un asombro que parece haber cristalizado en una expresión de sorpresa permanente. De todas formas, los otros dos jóvenes le obedecen y empezamos a movernos de nuevo para escapar del lugar.
A nuestro alrededor la gente permanece pálida y sin moverse, como si fueran los integrantes de un museo de cera. Parece que, en vez de despertarles finalmente de aquella pesadilla, esas palabras postreras los hayan sumergido en un sueño profundo del que no pueden zafarse, a pesar de que permanezcan de pie y con los ojos bien abiertos.
La oscuridad, sin embargo, cae en aquel momento sin previo aviso sobre nosotros como si hubiese sido llamada por esos “durmientes” y acompañada por el bramido más escalofriante que jamás haya sacudido nuestros ánimos. Al acto, nos detenemos y, al igual que el resto de la gente – súbitamente despertada de su ensimismamiento -, giramos la cabeza todos a la vez, como una sola persona, hacia el lugar de origen del estruendo. Nos giramos así hacia el centro de la ciudad e, irremediablemente, todos los ojos acaban dirigiéndose otra vez hacia la “Torre de Cristal”, cuya sombra, a pesar de la relativa lejanía que nos separa de ella, se cierne sobre nosotros como el amenazante filo del hacha del verdugo.
Contemplamos entonces, e incapaces de salir de nuestro asombro, como la portentosa estructura del corazón de Gondor parece balancearse muy leve, pero visiblemente, en el aire, unida a un concierto de crujidos provenientes de su armazón interno y del resquebrajamiento de su piel reluciente de enormes ventanales de cristal, que no tardan en agrietarse en mil pedazos ante los estiramientos de su portadora. Pero es en la cúspide donde se concentran nuestra más desaforada perplejidad y temor al admirar como ésta se separa del resto con desconcertante elegancia y aplomo, una vez pasado el trauma inicial con aquel trueno de destrucción.
Mientras la atalaya de la “Torre de Cristal” se desploma hacia un lado, precipitándose al vacío, la calma y el silencio vuelven a reinar entre nosotros por unos instantes que parecen haberse congelado en el tiempo y que yo, en la angustiosa espera del avance de éste, de la venida de los acontecimientos futuros, no paro de llenar con imágenes pálidas de los recuerdos que tengo del interior de las estancias de la “corona” del rascacielos, el “Thoronost”, el lugar de trabajo de mi marido y auténtico mirador desde donde se puede admirar (ya no más) la capital en todo su esplendor.
Pero al igual que ese mismo “Thoronost”, mis recuerdos acaban cayendo ante un segundo coro retumbante que me vuelve a situar, junto al resto de los mortales que me rodea, en la realidad: Como lenguas precipitándose en todas direcciones, verdaderas cascadas de cascotes que no hacen más que crecer a costa de la disminución de la altura de la “Torre”, el resto de plantas se desploma acompañando al “Thoronost”.
Con un rugido similar al de las olas furiosas de una tormenta al arañar con saña la tierra firme, toda aquella masa informe en que se ha convertido la “Torre” al derrumbarse toca, al fin, el suelo levantando una nube creciente de escombros que comienza a hincharse hasta alcanzar una altura de varios pisos y a expandirse hacia las otras calles, como la onda expansiva de una explosión silenciosa. Es la visión de aquel muro sin rostro expelido por la desaparecida “Torre” lo que hace reaccionar en verdad a la gente, más que la visión de la desintegración de la misma, debido a que, mientras que ésta ha sido percibida como algo casi irreal, las fauces de abrasador polvo que se precipitan a gran velocidad hacia nosotros los vuelven a “despertar” del trance en el que parecían haberse sumido.
La histeria y la confusión no tardan en volver a desatarse entre los que estamos allí reunidos y, sin dudar al tener que pisar o apartar de mala manera a sus vecinos, la gente empieza un nuevo y desordenado éxodo entre gritos y sollozos, convirtiéndose de verdugos a víctimas (otra vez) de un asesino ciego que no hace distinciones a la hora de arrasar con todo lo que se le ponga por delante.
Zarandeada por aquella desbandada, me veo separada con brusquedad de mis compañeros y arrastrada por su corriente embravecida que no duda incluso en pasar por encima del cuerpo del lobo muerto. Un miedo enajenante me paraliza los miembros por unos instantes mientras siento el calor y la respiración agitada de los que me rodean al aprisionarme con sus cuerpos y llevárseme con ellos junto a su locura desatada por un temor aún más atroz.
Mis ojos se nublan en aquel momento al percibir por encima de sus cabezas, que tan pequeñas e indefensas me parecen, la amenazadora sombra de la avalancha de escombros que se precipita fatalmente hacia nosotros acoplada al rumor creciente que ahoga los gritos de angustia y desesperación. Pronto todos seremos sepultados sin misericordia por esa masa y la pureza e irrevocabilidad de aquella idea tiene el efecto extraño de apaciguar mis ánimos, elevándome por encima de mis iguales al vislumbrar la inutilidad de intentar huir.
Quien sabe si de haberme aferrado con más fuerza a esos pensamientos que creía que me situaban por encima de los demás, éstos me hubiera acabado ahogando en el mar negro de la muerte si una mano anónima no me hubiera vuelto a sostener de nuevo como una rama sobresaliente en ese río revoltoso. Su contacto me vuelve a situar con rudeza en el presente, despertándome de funestos cavilaciones; pero, empujada por la muchedumbre, con presteza pierdo el contacto con ella. Negándome a dejarme seguir arrastrando hacia un destino incierto, soy yo quien, al final, reacciona y agarra con decisión esa mano que se extiende ante mi, buscándome a tientas entre la mole de la gente.
Palma con palma, bien entrelazados los dedos, el brazo fuerte y seguro que sigue a aquella mano me empuja para que la siga y descubro que su propietario es el hombre de la gabardina. Éste me mira entre aliviado y cansado; una mirada que transmite una alegría más sincera por verme que todas las que me han dirigido en recepciones, cenas oficiales o actos públicos, y que ya no podré olvidar jamás, pues es esa sinceridad la que da fuerzas al hombre para sacarnos de aquel sitio.
Así, con dificultades y traspiés, conseguimos escabullirnos hacia el abrigo de una de las escondidas y estrechas callejuelas que bordean a aquella avenida, donde nos esperan los otros dos hombres jóvenes, quienes, también sin decir nada, consiguen reunir fuerzas para sonreírnos a pesar de lo agotadas que claramente tienen las energías.
Huimos entonces siguiendo la solitaria calle; pero el ruido de la avalancha que dejamos atrás, junto a la marabunta humana, nos persigue como el clamor de las almas en pena de un campo de batalla y tal es el ímpetu y la altura alcanzados por aquel aluvión que, a pesar de estar resguardados en esa calle lateral, el aire que respiramos comienza a llenarse de un manto tenue de polvo que nos irrita las gargantas y los ojos, impidiéndonos ver bien en las ya de por sí ensombrecidas calles de Osgiliath.
Perdidos en este mar de nieblas, convertidos ya en espíritus errantes como los que nos perseguían a raíz de la inmolación de la “Torre de Cristal”, divisamos al final, y en las aparentes quietud y silencio que vagabundean por la ciudad sacudida por el derrumbe de su mástil y estandarte, unas luces difuminadas y solitarias por la bruma nacida del desastre.
Atraídos por su fulgor, y por querer también huir de la oscuridad que nos ha estado siguiendo, los cuatro nos dirigimos directos hacia ellas, aun sin saber con que nos toparemos. Pero, de pronto, la brillantez de esas lumbres se ve encubierta por la interrupción de una figura enorme y oscura, aparecida como de la nada de la niebla y que acaba interponiéndose en nuestro camino.
Frenados por aquella aparición, más inmovilizados nos quedamos todos al descubrir que se trata de un gigantesco hombre de piel oscura que sostiene entre sus manos una enorme hacha y que nos contempla con severidad. El fantasma del recuerdo de las bandas callejeras que han iniciado todo este báratro recorre el espinazo de cada uno de nosotros con su helador aliento y, de los de nuestro pequeño grupo, sólo el hombre de la gabardina reacciona y, nerviosamente, empieza a rebuscar por los recovecos de su abrigo una arma que – no tardamos en percatarnos- ya no tiene.
- Oiga, ¿puede dejar de moverse? Me está comenzando a poner nervioso… ¿Y se puede saber de donde salen ustedes o que demonios ha ocurrido aquí? – acaba diciendo el hombretón, enarcando una ceja ante nuestras miradas de cordero degollado y el inquieto escudriño de la gabardina por parte de nuestro guía.
- … Perdón, ¿qué ha dicho? – consigue articular solamente éste al cabo de un rato y con un hilo de voz.
Contrariado, el hombre frunce el ceño, aumentando la severidad en su mirada, pero finalmente deja escapar un suspiro.
- En fin, supongo que he sido un poco brusco. Soy Hakkan, capitán de bomberos de la brigada de Minas Ithil. Todo el cuerpo en pleno acudimos a Osgiliath nada más perderse la comunicación con la “Torre de Cristal”. Sentimos el retardo, pero es lo más rápido que hemos conseguido llegar y…
- ¿Cómo? – le interrumpe el hombre de la gabardina con incredulidad y con una sonrisa de alegría y alivio temblándole en los labios y que no tarda en ser compartida por todos los demás.
El bombero no puede evitar torcer el gesto en una mueca de extrañeza al ver nuestras miradas y sonrisas casi alucinadas.
- Ya le he dicho que somos de la brigada de… - entonces es él quien para de hablar y se le abren los ojos de par en par. Como no podía ser de otro modo, mientras nos repasaba con la vista, y a pesar de la suciedad y la poca luz, me acaba reconociendo.
Boquiabierto, el hacha se le cae a los pies y, mientras torpemente coge una radio para pedir refuerzos, casi sin darnos cuenta, y en un silencio ahogado, nosotros nos abrazamos.
Pronto somos conducidos al lugar donde reposan las luces que brillan como acogedoras hogueras en medio de la vastedad, descubriendo que son los ojos iluminados de un buen número de vehículos, entre camiones de bomberos, ambulancias y coches de la policía, procedentes todos de Minas Ithil. ¡Quién iba a decir que, de entre todas las ciudades de la ancha Gondor, haya sido al final la más empobrecida y marginada de todas, la apodada por muchos como el gueto de Gondor y futura “ciudad-prisión”, la salvadora de la capital!
Orientales y haradrim, dunlendinos y rohirrim, todos gondorianos, todos procedentes de la “Ciudad de la Luna”, corretean ahora a nuestro alrededor ocupándose de establecer el orden, de desentrañar el misterio de lo ocurrido durante ese día en Osgiliath y de socorrer a esos dúnedain que parecen haberse vuelto locos de golpe (… sí es que no lo estaban de antes).
Sentada en una ambulancia, protegida por una manta y con un café caliente entre las manos, observo somnolienta y aliviada como aquellos hombres y mujeres se mueven y se despliegan por unas calles que comienzan a volver a tener esos contornos familiares después de haber atravesado aquella mañana por un túnel espeluznante.
Como las fuerzas salvadoras recién llegadas, no sé que ha pasado y los muchos interrogantes y heridas que aún quedan abiertas me abrasan, desde un punto muy lejano, en el fondo de mi cabeza; pero, al contemplar a los dos policías (ahora sé que lo son) y al chico que me han acompañado (Beregond, Beren y Sin Nombre son los nombres de dos de ellos y el misterio de uno) con sus respectivas mantas y cafés, me dejo sumergir – al igual que ellos – en la embriagadora sensación de sentirse vivo y a salvo, de que el camino seguirá todavía mañana para poder recorrerlo.
Pero, de hecho y siendo sincera, es más bien por ella por lo que me alegro de que aún me quede un futuro (su futuro) y, acariciándome el vientre con la ilusión de que en realidad estoy acariciando su cabecita, siento en esa mano el tacto húmedo y puntual de una pequeña gota de lluvia; una lágrima de niño derramada por el cielo.


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