Osgiliath 2003 de la C.E. (caps. 10-15)

02 de Septiembre de 2007, a las 23:11 - Ricard
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11. La peligrosa, larga, tortuosa, interminable y gloriosa ascensión por la “Aguja de Vidrio” (Primera Parte):

Un aire caliente y pesado parecía haberse levantado en forma de pacientes brisas en el centro de la ciudad de Osgiliath. Beregond, desde su privilegiada posición al lado de su coche patrulla, aspiraba ese aire denso y, meditabundo, tan sólo esperaba.
- ¿Va todo bien, señor? – le preguntó, desde el interior del vehículo y ocupado en captar alguna señal de la radio, su compañero Beren.
- Sí... por el momento, sí – contestó, luego de una pausa, éste, teniendo aún sumergida su mirada en las calles donde empezaba a arremolinarse gente. Beregond tan sólo esperaba que un equilibrio de convivencia tan fino como una hoja de papel no se rompiera también allí como en otros puntos de la ciudad. Era en esos menesteres donde el teniente, quizá subconscientemente, adquiría el gesto y el porte de aquellos héroes de los seriales de su infancia. Éstos eran del género “del Este” y en ellos se mostraba la lucha por la supervivencia de los primeros colonos gondorianos –la mayoría ganaderos y vaqueros- que ocuparon en el pasado más reciente las tierras sin ley del Este, enfrentándose en una lucha sin cuartel contra los “salvajes” orientales; de allí que fueran también conocidas como películas de “vaqueros & orientales”. Y en verdad, en aquellos instantes, se sentía como el representante de la ley en unas tierras que parecían haberse vuelto extrañas y salvajes.
El sonido de una explosión sorda vino a ser la cortante respuesta a los pensamientos del veterano policía.
- ¡Ya ha empezado! – exclamó, con una mezcla de euforia y resignación, hacia Beren.
Su compañero, como él, había puesto, de súbito, todos sus sentidos en alerta y ahora tenía fijada la calculadora mirada hacia la vía pública de enfrente, ignorando la radio.
Al momento, de esa misma calle, no tardaron en aparecer un río de gente que corría asustada y sin control por todos lados y la humareda surgida de la explosión.
Casi sin pensarlo y sin decirse nada, los dos policías se dirigieron con el coche hacia el centro neblinoso de humo originado por la deflagración, encendiendo las luces de su vehículo - las cuales parpadeaban como dos silenciosos faros en medio de esas tinieblas- y esquivando a las personas que pasaban gritando cerca de ellos, cuyas figuras adquirían la difuminación característica de las sombras.
- Bien, sólo ha sido un contenedor de la basura - dijo Beregond, más para sí mismo que para confirmar algo que, de todas formas, era bien visible.
Pero a ese le siguieron otros contenedores: un grupo de jóvenes, con el rostro cubierto por pañuelos y pasamontañas, había volcado un contenedor en medio de la calle, el cual ardía con pasmosa facilidad, mientras el gas metano concentrado en la basura putrefacta que contenía hacía más agónica su destrucción a base de pequeñas explosiones, y a la vez otros más eran volcados a su lado, entre gritos de júbilo y patadas.
En el momento en que llegaron ellos dos, tres eran los que ya descansaban en el pavimento, y los pandilleros parecían querer hacer lo mismo con un coche aparcado en la acera.
Antes de que pudieran hacerlo, Beren vio frenada su mano por la de Beregond, que fue más rápida y conectó la estridente sirena del coche, acompañando así a las luces. Fue una maniobra precipitada, en todo caso, pues los vándalos huyeron al punto que divisaron el coche patrulla. Pero, tal y como también podía sentir Beren, la sangre de su jefe bullía de tal forma que intentar organizar una estrategia estaba lejos de ser una prioridad. En el fondo, ese trayecto fue una tregua para lo que les esperaba en la avenida Anduin, llamada así porque antaño pasaba por allí el susodicho río, cuya desviación había provocado tal nostalgia fluvial en los gondorianos de la capital que la avenida fue construida a imagen y semejanza de la envergadura y anchura del torrente, siendo una inmensa avenida abierta bajo el cielo que, como una larga grieta, separaba las dos hileras de pisos que la bordeaban. De por en medio, amplios jardines, llenos de árboles, y carreteras para toda clase de vehículos la llenaban como las venas y las arterias del cuerpo de una serpiente. Y todo aquel lugar, tan largo y ancho como era, había caído en poder de las bandas.
Con estupor, Beren y Beregond iniciaron un lento recorrido con el coche por esa calle que no tardó en convertirse en un pasaje del “tren del terror”: Todo el mundo allí parecía encontrarse en un frenesí que les obligaba a correr hacia ninguna dirección en concreto, y más de una vez tuvieron que frenar el coche para no atropellar a alguien. Los únicos que parecían saber lo que hacían eran los miembros de las bandas callejeras, que aquel día, como reflexionó amargamente Beregond, deberían estar poniéndose las botas, pues hordas de ellas se encontraban tan concentradas en su labor de destrozar el mobiliario urbano que casi ni se fijaron en la presencia de su coche patrulla.
Ya habían conseguido derribar un árbol –por lo cual los dos policías tuvieron que dar un largo rodeo- y un grupo numeroso de ellos ya se encontraba seguidamente enfrascado en tumbar una farola. Como comprobó Beregond, y le disgustó aún más, no eran miembros de los “Puños” o GPPN los de esa banda, sino jóvenes enanos de la más ruda estirpe. Seguramente habían sido ellos también quienes habían tirado al suelo el árbol, habida cuenta del rechazo que provocaban los sitios muy arbolados a los enanos.
Pero más allá del hecho de los destrozos, lo que más molestó a Beregond fue descubrir aquella realidad: Otras muchas bandas de la ciudad, la mayoría simples prolongaciones de las dos grandes bandas de la capital, y por ende más pequeñas e insignificantes, se habían apuntado a la orgía de destrucción que se había apoderado de los GPPN y los “Puños” a raíz del doble asesinato de esa mañana. Si la cosa seguía así y se sumaban más personas a esa “fiesta”, muy pronto el caos colmaría a toda la urbe y la situación sería entonces realmente incontrolable.
Para confirmar sus pensamientos, una pareja de muchachos pasó al lado del coche portando dos botellas con pañuelos ardiendo que no tardaron en lanzar, para que explosionaran, contra el escaparate de una tienda. Beregond pudo ver el verde de sus sudaderas y los dibujos de siluetas de caballos que las adornaban, de forma que supo que se trataban de dos miembros del “Ejercito de Eorlingas de Helm”; una banda demasiado pequeña para su largo y rimbombante nombre, compuesto mayoritariamente por los hijos de inmigrantes rohirrim y enfrentada tanto a los “Puños” como a los GPPN. Estaba claro que ante la burla que hacían esas dos grandes bandas sobre el reducido número de los melenudos “Eorlingas”, éstos aprovechaban ese día para hacerles tanto daño como les fuera posible... Y de paso, desahogarse un poco con todo lo que encontraran por delante.
Y quien decía los “Eorlingas de Helm” también había de mencionar a los “Vengadores de Wulf”, de origen dunlendino, a los “Guardianes de Gondolin”, que eran los que más cuidaban su indumentaria y emblemas; o, incluso, a los “Medianos hambrientos”: La más pequeña quizás de las bandas, pero cuyos acólitos eran, a pesar de su nombre, como armarios con patas.
En estas, llegaron hasta un grupo de coches de policía que taponaban una carretera de la avenida. Al salir de su propio coche, descubrieron que esos policías se habían atrincherado para poder combatir mejor al grupo de pandillistas que tenían delante. Y aquellos pertenecían a una de las dos grandes. Eran “Puños de Sauron”.
- ¿Cuántos son? – preguntó, sin rodeos, Beregond cuando se acercó, a la carrera y casi de acuclillas, al policía más cercano.
- Hemos calculado que serán unos ocho o así, pero es difícil saberlo. Se escudan detrás de una camioneta volcada y no paran de lanzarnos piedras y botellas, señor – contestó el muchacho (pues, aunque se dejase un primerizo bigote y portase un uniforme, estaba claro que era un joven novato del cuerpo) después de echarles un rápido vistazo a las dos placas que le enseñaron Beregond y Beren respectivamente.
Rápida fue también la ojeada que lanzó Beregond sobre la situación y a ese grupo de tres policías con los que se habían topado; todos tan jóvenes y sudados como el que les había recibido. Lenta, pero inexorablemente, Beregond se dejó abrumar por la evidencia de que se encontraban en minoría; aunque, lejos de doblegarle y amedrentarle, aquello le obligaba a reforzar su ánimo e ingenio. Y en eso se parecían mucho Beren y Beregond, pues cuando más complicadas se ponían las cosas, más se agudizaban su juicio y percepción.
Por lo cual, los dos no tardaron en alcanzar la determinación de intentar ayudar a aquel pequeño grupo de colegas de profesión para, por lo menos, evitar que el desorden se extendiera más. Lanzándose una mirada de un entendimiento difícilmente alcanzable con palabras y templado por muchas horas silenciosas de patrulla, Beregond y Beren entraron en acción.
- Muy bien, agente...
- Bergil, señor; mí nombre es Bergil – contestó, resuelto, el joven policía del bigote viendo en los vivos ojos de Beregond la seguridad y firmeza que empezaban a flaquearle.
- Eso, Bergil... Intentaremos ayudados cuanto podamos, pero parece haber un problema en las comunicaciones que...
- ¡Ya vienen! ¡Al fin vienen! – gritó entonces uno de los otros policías, dejando de lado el auricular de la radio, al cual había estado pegado todo el rato.
Los demás le miraron con sorpresa y extrañeza mientras su silencio lo llenaban los ruidos de cristales rotos, unidos a la carrera e insultos del grupo de “Puños de Sauron” que aún seguían atrincherados a unos cuantos metros delante de sus coches.
- ¿Así qué, por fin, los “Dragones azules” harán acto de presencia? – replicó a ese silencio Beren con voz glacial y serena, hecho que se les antojo insólito a los otros, demasiado nerviosos e inexpertos.
Pero Beren – y así lo veía Beregond – podía ser endiabladamente observador y frío en sus especulaciones. Prueba de aquello era que él había sido el único en saber a que se refería el policía que había dado la noticia sólo viendo sus gestos y atando los cabos que se habían desperdigado desde la mañana, como aquel aviso del Centro de Mando del despliegue del cuerpo de elite.
- Así es, señor... Según el Centro de Mando ya deben de estar peinando el principio de la avenida y pronto deberíamos verles pasar por aquí – respondió ese mismo agente; y, prontamente, unas ligeras sonrisas de alivio se dibujaron en los rostros de sus compañeros... Menos en los de Beregond y Beren.
- ¿Cuántos efectivos vienen hacia aquí? ¿Sólo vendrán a vigilar esta zona o están enterados de la situación de las demás patrullas? ¿Cómo podrán – o intentarán – normalizar todo este embrollo de aquí? – preguntó, inquisitivamente, Beregond, cuyo tono neutro y desapasionado ponía de manifiesto su escepticismo sobre la efectividad de los tan cacareados “Dragones”.
- No... no lo sé, señor; los del Centro de Mando no han dado más detalles – le contestó el de la radio, un poco sorprendido y consternado ante ese interrogatorio tan seco.
- Ya... no son unos tipos muy abiertos que digamos – finalizó Beregond al recordar la conversación que él mismo había tenido con ellos esa mañana; y al recordarlo no pudo evitar levantar la mirada para observar la “Torre de Cristal”, la cual se erguía en la lejanía y envuelta en el humo de los pequeños incendios que, poco a poco, iban extendiéndose por todos los diferentes puntos de la ciudad, ante ellos. También vio entonces a la gente que, desde los balcones de los edificios colindantes de la avenida, observaban con tranquilidad el barullo que se estaba organizando bajo sus pies, como si todo aquello no fuera más que un mero espectáculo. “¡Disfruten del circo!” pensó Beregond, con descarnada ironía, al bajar la vista, y una sensación de impaciencia le sacudió el espíritu y el cuerpo.
Ese sentimiento, que tantas veces le asaltaba, nacía de la necesidad de estar siempre en movimiento y alerta; y al comprobar que la voluntad de aquellos muchachos había reverdecido con sólo las palabras de la venida de los inminentes refuerzos y no por la posible ayuda real o potencial que ellos dos hubieran podido proporcionarles, Beregond tomó la decisión de seguir su recorrido por el entramado de la ciudad para intentar, aunque fuera a pequeña escala, enderezar la situación de confusión general que imperaba.
Beren, siempre observador, vio en la expresión grave de su jefe esa fuerza que lo guiaba a no quedarse quieto y por tanto no se extrañó cuando su jefe dijo:
- En fin, si ellos ya vienen hacia aquí supongo que nosotros poco podremos hacer. De todos modos, nos adelantaremos y les “saludaremos”, a ver que nos pueden contar sobre como está el patio. Vaya bien pues, ¡y buena suerte!
- Igualmente, teniente... ¡Y qué el Vala no les abandone! – se despidió Bergil con un sincero asentimiento con la cabeza que imitaron los demás integrantes de su grupo.
Dicho y hecho todo aquello, Beregond y Beren se encaminaron hacia su coche.
- ¿Sabes, Beren? Creo que antes de irnos podríamos hacerles un favor a estos muchachos.
- Claro, señor. Entonces, ¿conduzco yo?
Empero, Beren no necesitaba de respuesta. Con decisión ocupó el asiento del conductor y esperó a que Beregond hiciera lo propio con el de copiloto, dejando escapar en el proceso unos falsos comentarios sobre lo bien que le sentaba a su viejo y decrépito cuerpo el no tener que conducir.
Haciendo rugir de satisfacción el motor, esquivaron los coches de aquella pequeña patrulla para seguir avenida Anduin abajo. Pero antes se encararon delante de la furgoneta volcada donde se encontraban atrincherados los “Puños” que amenazaban a Bergil y sus compañeros. La panda, al verles, no vaciló en descargar sobre el coche piedras, botellas y todo lo que encontraban desperdigado por la calle.
Pacientemente, Beren dejó que esa lluvia fuera perdiendo fuerza y, cuando le pareció justo, hizo mugir de rabia los pistones del vehículo pisando el acelerador, pero manteniéndolo a raya con el freno. Al dejar de pisar a éste último, el coche salió disparado como un perro al que le hubieran cortado la correa.
Viendo que los polis no hacían amago de frenar y ante la perspectiva de un choque entre el coche y la furgoneta que sin duda los dejaría incrustados en el asfalto como si fueran “graffities” como los que ellos hacían, los “Puños de Sauron” se decidieron por una retirada a tiempo. O lo intentaron, pues Beren, en una maniobra tan calculada y milimétrica como los ángulos de su mente, giró en el último momento, rodeando la furgoneta y cortándoles la huida a los fugitivos.
Momentáneamente confundidos, éstos permanecieron quietos como los conejos que cruzan una carretera y ven acercarse la luz de los faros de un vehículo. Aprovechando aquello, Beregond saltó del coche y consiguió atrapar al que tenía más cerca. Los demás no tardaron en perderse entre la muchedumbre.
Creyendo que había cogido al más joven de la banda, pues muy alto no era, Beregond se sorprendió al oír la voz angustiada de todo un hombretón cuando lo puso sobre el capo con un brazo retorcido en la espalda:
- ¡Ay! ¡Vale ya, maldito “Anazi’l”! ¡Me haces daño!
- ¡Oh, perdona! Llama al botones que te lleve el libro de reclamaciones – le comentó, divertido, Beregond mientras le ponía unas esposas.
De inmediato lo sentó en el asiento trasero y se volvió a colocar al lado de Beren. El subteniente, también pensando que Beregond había atrapado a un menor de edad, se giró sin disimulo para ver que en realidad aquel tipo, con su perilla y malos modales, debería ser el más tapón de los “Puños” que debería haber en toda Osgiliath.
- Eh, tú, larguirucho, ¿Qué miras? - le espetó su nuevo “amigo” ante la impertinente y breve mirada de Beren.
- Lo siento, no era mi intención molestarte – se disculpó, con tono neutro, el policía; y ante esa respuesta, que no esperaba, el “Puño” se quedó mascullando maldiciones en voz baja.
- Muy bien, artista, como vamos a tardar en llevarte a comisaría, podrías empezar a decirnos ya cual es tú nombre y así ahorrarnos parte del trabajo – dijo por su parte Beregond.
- ¡Y una mierda, tío! No voy a decir nada ¡Quiero un abogado y qué...!
- Por el amor de Eru... ¿Por qué todos seguirán el modelo de las series más malas de la tele? – suspiró el teniente a la vez que se frotaba los ojos con una mano – Mira, “tío”, la situación es que te hemos pillado en plena faena, así que no te hagas el valiente y empieza a relajarte, ¿vale? – acabó contestándole, girándose hacia él.
- Lo que tú digas, viejo... Pero, ¿y ésos de allí qué?
Al mirar hacia donde le señalaba el joven, Beregond vio como una familia entera, con padre, madre y tres hijos incluidos, salían corriendo del escaparate roto de una tienda con los brazos llenos de todo lo que habían conseguido rapiñar.
- ¡Maldición! – clamó Beregond, y ya antes de acabar la exclamación se encontraba fuera del coche persiguiendo a toda esa familia.
Gesticulando y gritando, el teniente estuvo a punto de caer al suelo en su precipitada carrera cuando, acercándose a la tienda, resbaló con unos escombros. El efecto debió de ser ciertamente patético y cómico, pues Beregond pudo escuchar incluso las carcajadas que lanzaba su preso desde el interior del coche. Refunfuñando, vio con impotencia como la familia, aprovechando su torpeza, se metía dentro de un cochazo y se daba a la fuga. “¡Fabuloso! Todo el mundo se suma hacer el animal” se lamentó Beregond, y ya se iba a volver hacia el coche cuando se percató de que un chaval salía también del escaparate tan tranquilo con los bolsillos bien cargados de todo lo que había conseguido coger.
- ¡Eh, tú, alto! Devuelve todo lo que has robado – le gritó Beregond cuando lo tuvo casi al lado.
- ¿Por qué? ¿Quién eres tú para decirme lo que tengo que hacer o no?
- ¿Cómo qué quién... ?.
Aquello fue la gota que colmó el vaso de Beregond y, antes de que quisiera darse cuenta, el chico se encontró tumbado sobre el capo con un brazo en la espalda, tal y como le había sucedido al endrino pocos minutos antes.
- ¡Beren, pásame tus esposas para nuestro nuevo compañero!
Con obediencia rutinaria y mecánica, Beren le lanzó por la ventanilla lo demandado y el muchacho pasó a hacerle compañía al haradrim en el asiento de atrás.
- ¡Maldita sea! ¡Esto lo vais a pagar! ¡Quiero a MÍ abogado!
- ¡Ooootro! ¿Pero es qué la juventud de ahora sólo sabéis decir eso? – se quejó Beregond.
- Mí padre es muy importante. ¡Cuándo sepa lo que habéis hecho os quitaran del cargo y... !
- ¡Eh, eh, eh, un momento! No intentes jubilarnos tan pronto. Lo que va a saber tú padre es que estabas robando teléfonos móviles que aun deben estar llenando tus bolsillos... ¡Y eso que me imagino que ya debes tener tú propia colección de móviles!
- Mí padre es muy rico y poderoso; ¡es uno de los señores del Ithilien Norte!... Esto es indignante.
- Ha joderse, blanquito – se mofó el “Puño” con su sonrisa de blancos dientes, el cual pareció cambiar de actitud al ver la aparatosa situación del hijo de papa que le había tocado de “acompañante”.
- Lo que tú digas, pero todo eso ya nos lo explicaras en comisaría, que ahora nosotros tenemos trabajo. Venga, Beren, arranca; a ver si nos topamos con los malditos “Dragones” de una vez por todas.
- Será un placer, señor – contestó el aludido echando un vistazo jocoso a los dos pájaros que habían atrapado y que parecían enfrentarse a la situación con la misma actitud que dos niños de parbulario: enfurruñados y sin querer decir nada.
- Bueno, volviendo otra vez a lo de antes... ¿Cómo te llamas, chaval? – preguntó Beregond, al cabo de un rato.
- Sin Nombre – siseó el haradrim desafiante y arqueando una ceja.
- Muy bien, pero más vale que en la prisión te inventes un mote más original – comentó Beregond, distante, mientras apuntaba “desconocido” en un bloc de notas en el apartado del nombre del arrestado - ¿Y tú, señorito? ¿Cuál es tu nombre?
- Tullken – contestó, de mala gana, éste, con la torva mirada fija en lo que había detrás de la ventanilla.
- ¡Tullken! – no pudo evitar exclamar el teniente – Realmente es un nombre típico de los dúnedain del Norte. Me pregunto cuantos “Tullken” habrá sólo en esta ciudad. ¿Un centenar? ¿Miles?
Y así hubiera seguido parloteando Beregond (en un vano intento de suavizar el ambiente) si Beren no hubiese parado de golpe el coche.
- Pero, Beren, ¿qué ha...?
- Xxxxt... ¿No lo oís?
Beregond escrutó el severo rostro de su compañero que ahora se mantenía más petrificado que de costumbre. Incluso los dos arrestados, a pesar de mantener una actitud pasota, se mantenían callados y atentos.
Un rumor sordo, pero constante, se fue levantando por encima del escándalo que producía la gente en la calle, y los ocupantes del coche no tardaron en sentir la vibración clara y precisa de algo grande que se acercaba, sin freno, hacia ellos.
Beregond salió del vehículo, seguido de Beren; y los dos, serenamente apoyados en el coche, observaron el primer despliegue oficial por la ciudad de Osgiliath de los “Dragones Azules”. Un torrente, un oscuro tren o una hilera de obedientes y negras hormigas fueron las imágenes con las que Beregond asoció a la columna de centenares de agentes uniformados que, venidos del ombligo de la ciudad, barrían la avenida Anduin en dirección a donde ellos estaban.
En una perfecta y compacta formación, las hileras de “Dragones” avanzaban con paso firme y autoritario, provocando aquel rumor que hacía estremecer hasta los cimientos de los edificios. Con su avance implacable obligaban a retroceder a todos los que tenían por delante, pues ocupaban toda la anchura de la avenida, sin dejar hueco alguno; y sus escudos y porras no parecían ser frenados por nada ni nadie, como muy bien comprobó Beregond al ver la saña con que trataban a los que no eran lo suficientemente rápidos como para esquivar su marcha.
- Esto me recuerda las revueltas estudiantiles de hace casi veinte años – declaró, distraídamente, el teniente al contemplar la lucha, casi desesperada, de los pandilleros contra el muro de cabezas sin rostro que avanzaba hacia ellos.
- A mí también – le contestó Beren.
- ¿A ti? Pero si por entonces debías de ser demasiado joven para ser de la policía.
- Es que yo era uno de los estudiantes rebeldes – replicó, sin más, Beren, no sin disimular una sardónica sonrisita y un tono que, para él, debería ser lo más cercano al orgullo.
- La madre que te parió, Beren... ¡Eres lo que no hay!
- ¡Eh, ustedes, señores! ¿Qué vamos a hacer ahora? – preguntó, con voz melosa y suplicante, el chico rico desde dentro del coche.
- Serás pelota de mierda... – murmuró el sureño al ver la cara de corderito que ponía el otro para ver si con un cambio de actitud podía ganarse la confianza de los policías.
- No sufras; ahora os llevaremos a la comisaría más cercana – le contestó, sin esconder un naciente buen humor, Beregond, el cual, como ya hacía Beren, estaba entrando en el coche.
Pero antes, y en alzar la vista sólo unos segundos hacia la masa de “Dragones” -que ya tenían delante, a unos cincuenta metros- se paró en seco. Beren y los dos chicos, dentro del coche, le esperaron con la mirada para ver si entraba de una vez; pero, inesperadamente, el teniente salió corriendo disparado en dirección a los “Dragones”, perdiéndose en medio de la niebla de humo, furia y chillidos que se arremolinaba delante de los agentes del orden.
Beregond oyó a lo lejos los gritos de Beren que lo llamaban desde el vehículo, pero primero quería salvar a aquella mujer (casi una chica, ¡de tan joven como se la veía!) que había visto correr, y tropezar luego, enfrente los “Dragones”. Esquivando las sombras fugitivas de los que escapaban de su avance, Beregond llegó a tiempo para atender a la joven y salvarla de morir aplastada.
Cuando la alcanzó, la levantó y la zarandeó un poco –pues parecía que estuviera al borde del desmayo- viendo cuan bella y pálida era y el abultado vientre del que no se había percatado hasta entonces. “Debe de estar embarazada de cuatro o cinco meses” reflexionó el teniente en una milésima de segundo, pues la proximidad de los “Dragones” se hacía cada vez más intimidadora.
Pasando un brazo de la chica por sus hombros la alzó del todo y plantó cara a los soldados.
- ¡Ey, parad y esperad un momento! ¡Esta mujer está embarazada! – les gritó, pero los destinatarios de la súplica parecían hacer oídos sordos. Viendo aquello, Beregond lo intentó de nuevo sacándose la placa dorada de policía para enarbolarla bien alto en su mano.
- ¡Soy el teniente Beregond, del distrito Esgaroth!
Pero ni con esas los otros le hicieron el menor caso; ¡todo lo contrario! Avivaron el paso y levantaron las porras, listos para acometer otra carga.
Espoleado por el más básico instinto de huida, Beregond se cargó la chica en brazos y se evadió en dirección al coche. Le fue a recibir al paso Beren, quien también, desde la distancia, había observado el excesivo celo que ponían los “Dragones” en aplastar a los vándalos y a la gente corriente de la calle.
- ¡Corre, Beren! ¡Enciende el coche para una escapada!
Sin tardanzas, y con sólo escuchar la entrecortada orden de su jefe, Beren giró sobre sus talones para cumplirla; de forma que cuando Beregond llegó hasta el vehículo, éste ya se encontraba listo y con el motor ronroneando.
Intentando ser lo menos brusco que pudo, el policía sentó a la chica en el asiento del copiloto, viendo con preocupación que finalmente se había desmayado de verdad. Luego, recuperando toda su patosidad, se acomodó detrás con los dos arrestados, apretándolos un poco más en el reducido espacio de manera poco delicada.
- ¡Eh, con cuidado! Esto es abuso de la autoridad – exclamó Tullken con un estridente grito, olvidando su estrategia de adulación y dejando al descubierto que no le hacía nada de gracia mantener contacto con el endrino; aunque el sentimiento era mutuo:
- ¡Tranquilo, blanquito, ¿eh?! Y no intentes meterme mano, ¿vale? ¡Qué corra el aire!
- ¡Beren, sal pitando de aquí! Nos meteremos en una de las calles adyacentes a la avenida – ordenó Beregond ignorando las quejas y pataletas de aquellos dos.
Pero Beren parecía aturdido contemplando el rostro inconsciente de la mujer que tenía al lado.
- ¡Beren! ¿Qué demonios té pasa? – rugió Beregond, poco dado a la espera.
Al momento, el subteniente despertó de sus cavilaciones.
- Lo siento, señor, pero me ha parecido que... – balbuceó en unos primeros momentos; pero el temblor de las zancadas de los “Dragones” era ya tan atronador que no hizo nada más que sacar el coche patrulla de su camino para conducirlo hasta un estrecho callejón perpendicular a la avenida Anduin.
- Bien, daremos un rodeo por esta calle y volveremos a entrar en la avenida por su inicio, allí por donde ya hayan pasado los “Dragones”... Quiero ver como han “solucionado” los problemas allí.
- Eso nos acercara al centro de la ciudad por un lado, pero por el otro, señor, debo advertirle que la chica...
- Lo sé, lo sé, Beren; está embarazada y ha perdido el conocimiento. La situación está liada, así que será mejor que nos pongamos en marcha de inmediato. Ya intentare yo ahora ponerme en contacto con alguna ambulancia o alguna otra patrulla para que se encargue de éstos dos.
- Claro, señor- contestó Beren sin disimular un cierto tono hosco al tener que obedecer una orden que le disgustaba, pues no era el embarazo lo que le había llamado la atención de la mujer. Beregond hizo caso omiso de aquel hecho - ¡bastante atribulada tenía la cabeza para andarse con remilgos!- como ignoró también las miradas airadas de los dos chicos que tenía al lado y que se sentían ofendidos, a su manera cada uno, por ser tratados como un par de sacos que pudieran ser transportados de mano en mano.
Ignorante y ajena a todo aquello, la chica reposaba en el asiento delantero con las manos blancas en el regazo y la cabeza ligeramente inclinada, cuyos finos y herméticos párpados eran los celosos guardianes que indicaban su pesado sopor; y, si hubieran estado abiertos, los ojos de la muchacha se hubieran encontrado con los de Beren, que la observaba con su frialdad característica, teñida en aquella ocasión de una ligera preocupación.
Mascullando al final una muda queja, Beren puso el coche en marcha de nuevo para adentrarse más en el corazón de la ciudad, regresando de este modo a la fuente originaria de donde habían salido los “Dragones” y la mujer que había huido despavorida de ellos. Pronto el único ruido que se escuchó en el interior del automóvil fue la resuelta voz de Beregond que, ligeramente inclinado hacia delante, pedía ayuda por el micro de la radio (para desagrado de los que compartían asiento con él, que se vieron aún más desplazados) y el continuo latido de la marcha de los “Dragones” a sus espaldas, las filas de los cuales seguían desfilando en una riada negra y sin fin por la calle que habían abandonado precipitadamente.
- Nada de nada... O todos están desesperados intentando espabilarse por ellos mismos o, directamente, no responden – sentenció al rato el teniente, dándose por vencido y dejando caer con brusquedad el micro de la radio – En fin, Beren, gira en la próxima calle a la izquierda... Por Eru, que calles más solitarias; dan escalofríos.
El subteniente, suspirando con suavidad, cumplió la orden, adentrándose de ese modo en la avenida. Si las calles del centro les habían parecido desoladas, la avenida Anduin parecía ser la arteria por la cual esa desolación se había extendido.
- ¿Pero qué ha pasado aquí? – consiguió musitar Tullken con un hilo de voz.
Los demás también quedaron asombrados ante el panorama de destrucción y abandono que se extendía allí, donde numerosos vehículos y edificios ardían como demenciales hogueras, esparciendo un manto de humo negro que, como un velo, lo cubría todo. Los cascotes y desperdicios camuflaban también los cuerpos tendidos de cadáveres anónimos que tanto podían haber sido de pandilleros como de gente de a pie.
Reduciendo la marcha, Beren circuló por aquellas ruinas –pues de ningún otro modo podían ser llamadas- mientras, desde el retrovisor, veía el rostro de Beregond enrojecer de rabia.
- ¿Y por aquí han pasado los polis ésos vestidos de sadomasoquistas? Joooder, si parece que haya habido una guerra – comentó, incrédulo, el haradrim.
- Sí, por aquí han pasado los “Dragones Azules”, la elite de las fuerzas de seguridad de la República de Gondor... ¡Los mejores y jodidos guardianes de la jodida República de Gondor! – le contestó Beregond aumentando su tono de voz hasta casi el grito.
- Tranquilícese, señor, y recuerde lo que le he dicho esta mañana. Además, puede ser que sólo sea en este punto de la ciud...
Pero Beren no llegó a acabar la frase. Un aullido (más bien un bramido salvaje, atronador, espeluznante y, lo peor de todo, cercano) estalló en el exterior e hizo estremecer hasta los cristales de las ventanillas. Beren, alarmado, paró en seco. Los ocupantes del automóvil se miraron asustados por espacio de un par de segundos, como esperando que alguien diera una explicación. Solamente Sin Nombre intentó formular la preguntar “¿Qué coño ha sido eso?”, pero se le adelantó Tullken cuando, con un doloroso movimiento debido a las esposas, levantó una mano para señalar un punto enfrente del coche.
- ¿Lo han visto?
Beregond, con desconcierto, negó con la cabeza; a diferencia de Beren que si había vislumbrado una sombra de algo grande que, acaso, había ensombrecido aún más la red de humo negro que los envolvía.
- Tío, no me asustes, joder – cacareó el sureño clavando los ojos en todas direcciones para intentar ver algo también él.
Harto de esa incertidumbre, Beregond salió del vehículo. Antes de que Beren le alertara de esa peligrosa decisión, se plantó delante de su ventanilla.
- Beren, voy a ver que demonios está pasando aquí. Tú cúbreme desde el coche y vigila a ellos... y a ella – y al decir eso lanzó primero una mirada amenazadora a los dos jóvenes y luego otra, de igual seriedad, hacia la chica. Empero, nada parecía importunarla y ahora respiraba plácida y regularmente, como si durmiera.
- Bien, señor, pero no se aleje mucho... No lo puedo asegurar, pero me ha parecido ver...
- Precisamente voy a su encuentro – le cortó Beregond nerviosamente y, con toda la seguridad que pudo reunir, sacó su pistola y comprobó si estaba en condiciones.
Dando por finalizada la conversación, se alejó al fin del coche unos diez metros. La humareda hacía difícil el respirar o el ver bien, de forma que Beregond se agazapó un poco pero manteniendo siempre en alto su arma.
Así avanzó un par de metros más en la, aparentemente, desierta avenida, sorteando con pasos cautelosos los cascotes y los cuerpos de los ahí perecidos, a causa de los cuales, Beregond intentaba mantener la vista alta para no horrorizarse aún más. Fue entonces cuando vio arremolinarse el humo que tenía enfrente debido al movimiento de un cuerpo enorme. Apretando los dientes, quitó el seguro de la pistola.
Delante suyo los negros vapores ondearon como una cortina al paso de una ligera brisa. Ahora el policía estaba seguro de que, por lo menos, tres figuras gigantescas se removían a unos veinte metros enfrente de sí.
Intimidado por el tamaño de esas formas, Beregond no pudo evitar, no obstante, acercarse más a ellas. Unos suaves gruñidos revolotearon junto a las sombras en esos instantes y a ellos les siguieron unas risas siniestras.
- ¡Eh, los de adelante ¡¿Quiénes sois? – vociferó Beregond, cuyos ojos empezaban a lagrimear debido al humo.
Un silencio exasperante se instaló entre las tinieblas. Luego, el coro de risitas volvió a estallar, pero más fuerte y claro.
- ¿Qué quienes somos? – preguntó una voz estridente, aguda y chillona haciendo ecos en la calle.
El teniente, amedrentado por lo desagradable de aquella voz, se secó el sudor de su frente producido por el calor de las llamas de dos coches que ardían como teas.
- Esto va a ser más duro de lo que esperaba... – musitó para sí mismo y, cargándose de valor y paciencia a partes iguales, volvió a interrogar a sus misteriosos interlocutores:
- ¿Quiénes sois y qué queréis? ¿Sois de una banda nueva?
Las risas volvieron a encenderse, pero ésta vez más contenidas.
- ¿Qué quienes somos? ¿Qué que queremos? – repitió la voz con el tono áspero de un loro – Queremos a la mujer que huía; a la mujer que tenéis ahora vosotros... ¿Y sí somos de una banda? Sí, se podría decir que sí... Y si quieres un nombre... – y al llegar hasta aquí, las figuras se movieron rápidamente rasgando la cortina de humo y plantándose delante de Beregond, oyendo éste el sonido del aire al cortarse debido al movimiento de un cuerpo grande y de cadenas al entrechocar - ... ¡Puedes llamarnos “Cachorros de Draugluin”!
Cegado por la humareda, Beregond tuvo sólo como primera impresión de ellos la imagen de tres rojas y sonrientes bocas de lobo adornadas con cadenas y hierros.

Los recuerdos se agolparon como olas contra un muro en la cabeza de Dwalin al poner los pies en el vestíbulo de la “Torre de Cristal”; pues a él acudieron las imágenes, ya borrosas y confusas, de una visita que él, junto a Tullken, había hecho al edificio para ir a visitar al hermano de su amigo hacía ya por lo menos cuatro años. Fue una visita fugaz y corta, pero Dwalin no pudo dejar de sentirse un privilegiado, ya que los Enanos tenían restringida muy rigurosamente su entrada a la sede de los Senescales.
Ahora que volvía a admirar las ciclópeas columnas blancas que sustentaban el alto y abombado techo de la entrada, un regusto nostálgico de aquella lejana visita lamió su espíritu, estremeciéndole. Así y todo, al final se vio obligado a fijar los ojos en el presente, donde, ante ellos, se extendía otra horda de, por lo menos, veinte “Dragones azules” que ocupaban casi todo el mural del suelo con su formación. Detrás de sus filas se distinguían las empequeñecidas figuras de Alatar y Ardarel que permanecían quietos casi en la otra punta del vestíbulo, en la zona de los ascensores.
Más allá, a su izquierda, se erguía el ser más monstruoso que Dwalin jamás hubiera visto. Era un ser enorme, tanto en altura como en envergadura, de piel oscura que le recubría los poderosos brazos, los cuales, aunque ellos tres no lo pudieran ver bien, se encontraban aferrados a unas cadenas que lo mantenían bien sujeto en el suelo. Esa bestia había sido la causante del griterío que habían escuchado nada más entrar y, aun en aquellos momentos, profería horribles alaridos por sus numerosas bocas (como si pudieron ver que tenía) que se perdían en retorcidos ecos por toda la sala.
Inconscientemente, Abdelkarr y Dwalin retrocedieron un paso en posición defensiva, a diferencia de Pallando que se mantuvo recto y con la mirada desafiante clavada en sus enemigos. Alatar fue el único entre los presentes que le sostuvo aquella mirada acompañándose de una sonrisa burlona, disimulando así la hoguera de rabia e ira que bullía en sus entrañas, cuya causa verdadera no era en realidad el avance impertinente de aquellos tres, sino la noticia que le había traído uno de sus lacayos: Ella había conseguido huir de la “Torre de Cristal”... Ella, una simple humana, había logrado burlar la vigilancia del edificio más fortificado del país. El disgusto que sentía Alatar por esa nueva sólo era consolado ante la idea de que ése contratiempo solamente era debido a la ineptitud de sus allegados y a que, mal que le pesara y aunque fuera un “maia”, él tampoco era omnipresente para controlarlo todo. Para reforzar ese alivio artificial recordó su orden de enviar a sus lobeznos en busca de ella. Por ahora, sería en su mente un asunto no urgente, mientras se ocupase del trío recién llegado.
- Hola de nuevo, Pallando. Veo que la bienvenida que os tenía preparada no ha sido lo suficientemente cálida – declaró, con tanta suavidad y decisión, que su sola entonación silbante y melodiosa hizo silenciar los bramidos del monstruo.
Pallando ignoró esa salutación vacía y estúpida por sí sola (según su criterio). Las únicas palabras que dijo por entonces fueron dichas para que las escucharan los serios Dwalin y Abdelkarr que, a sus espaldas, oyeron – no sin cierta perplejidad – como el anciano les preguntaba una escueta sugerencia, dicha en un murmullo casi inaudible: “¿Podréis encargaros del orco gigante?”
Los muchachos se miraron sorprendidos a la cara, aunque el aroma a combate ya empezaba a rodearles con creciente fatalidad. Como para reforzar sus palabras, Pallando dio unos pasos para encararse mejor ante los “Dragones”, haciendo ondear los pliegues harapientos de su gabardina y manteniendo Celebrinaglar aferrada a la mano con firmeza.
Los soldados de Alatar levantaron más alto sus armas, haciendo resonar los seguros y gatillos. La mano alzada de Alatar fue lo único que les frenó de descargar un río de balas.
- Haya paz... por el momento – declaró Alatar, más controlado – Pallando, por segunda vez y sin querer hacerme repetitivo: ¿Harías el favor de marcharte tan lejos como puedas, allí donde ni siquiera llegó la luz de los Árboles?
Una sonrisa agridulce se formó bajo el espeso y plateado bigote de Pallando. No podía evitar sonreír al ver a Alatar hablando de cosas del pasado... De su pasado, pues los dos juntos habían recorrido muchas veces los bosques crepusculares que rodearon alguna vez a los dos Árboles de los Valar, hacía ya demasiado tiempo.
- ¿Cómo puedes decirme esto si ya hemos derrotado a tus esbirros una vez y tú orco no me intimida?
- Ah, has adivinado que es un orco. La mayoría de la gente piensa que es un troll, pero indudablemente no saben que los orcos pueden moldearse a voluntad como simples trozos de carne. Tendrías que ver los experimentos que he hecho con ellos en estos últimos años. El "súper-orco” (y ya sé que no he sido muy original eligiendo su nombre) quizá es el más espectacular de ellos, pero no es el único.
- Alatar...
- Sí, sí, ya me dejo de cháchara. ¿Así que sigues con tú cabezonería? Bien pues, que disfrutes de la refriega. Te enviaría más “Dragones”, pero la mayor parte de los destacamentos ya se han desplegado por la ciudad en tareas de... vigilancia. Solamente cuando cada uno de ellos reciba una señal, la señal, entonces empezara la auténtica diversión.
A sabiendas de que ellos no habrían entendido del todo ese último mensaje – más preocupados en sobrevivir -, Alatar decidió escabullirse para ocuparse de asuntos de más enjundia. Pallando se quedó solo a la hora de captar parte de los planes de Alatar para “su sacrificio” y, aún a pesar de aquello, se guardó de preguntarle sobre sus maléficas artes para crear aquel ejercito de engendros que aplicaría sus ordenes con ciega obediencia. La hora en que Alatar pagase por sus pecados ya llegaría.
Entre tanto, el Sacerdote, seguido como siempre de Ardarel, les dio la espalda y esperó que las puertas de un ascensor se abrieran. Una vez dentro, y mientras se cerraban, se despidió de sus huéspedes. Ardarel también se había despedido ya por entonces del “súper-orco”, susurrándole un “Destrózalos hasta no dejar ni su sombra, grandullón” antes de seguir a su amo y señor al interior del elevador.
- Si conseguís aceros valer un lugar entre los nombres de los antiguos héroes por vuestra destreza, os estaré esperando arriba del todo, en el “Thoronost”.
La aspereza y sobriedad de aquella bravata les cogió desprevenidos. Una mirada similar a la de Alatar en su despedida y uno de sus silencios impenetrables fueron, por su parte, lo siguiente que recordó Dwalin de Pallando después de ese encuentro, cuando el mago se apartó de ellos con paso ligero para plantar cara a los “Dragones”.
Abdelkarr vio más claro el aviso de Pallando para entrar en acción. Con un leve empujón al enano lo espoleó a cumplir con su cometido.
- ¡Andando, tenemos que derribarle como sea! – dijo con decisión.
No sin cierto miedo, los dos fijaron los ojos en las decenas de ojillos rojos del gigante que volvía a removerse en las cadenas que le tenían preso. Sintieron entonces los miembros del cuerpo pesados y las armaduras parecía que les pesaran más; pero cogieron aire y se lanzaron en una carrera hacia el orco, sin oír el sonido seco que producían sus botas en el suelo ni el latir de sus corazones.
La bestia, al verles venir, estiró las cadenas con fuerza, produciendo un chasquido aterrador con ellas. Un bufido repartido entre sus múltiples bocas puso de manifiesto sus ansias de libertad para aporrear a los dos microbios ataviados de diversos colores que se acercaban a él.
Dwalin, a pesar de la distancia, vio esa agitación en el ánimo del monstruo, pero un tumulto a su derecha le llamó más la atención en el último momento: los “Dragones” que les acompañaban, quizá advertidos por Alatar o por la visión de sus hermanos derrotados, se habían lanzado con saña contra Pallando, ignorando a los dos chicos por considerarlos enemigos menores. En todo caso, el “istar” les estaba dando buenas razones para concentrar sus esfuerzos en él, pues, tal y como pudo ver el enano, el viejo parecía desenvolverse bastante bien en esa batalla, habiendo derribado a tres “Dragones” en un tiempo casi récord.
Tan animoso se volvió Dwalin que no se dio cuenta de la figura del “Dragón” que se encontraba de cuclillas delante del orco, intentando desenganchar las cadenas de las argollas incrustadas, de forma apresurada, en el suelo, para así dejar libre la criatura. Abdelkarr si lo vio y al adivinar sus intenciones no tardó en preparar su arco e instalar una flecha en él, lista para un disparo. Pero al estar corriendo, y debido a la tensión, erró el tiro y la flecha pasó silbando cerca del “Dragón” y del orco a cierta distancia, rebotando en la pared que tenían detrás.
El sureño se maldijo dos veces por su mala puntería, pues la flecha había hecho enfurecer más a la bestia y también había puesto en alerta al “Dragón”, el cual se apresuró en soltar las cadenas del orco; lo que fue, al final, su perdición, ya que una vez que no sintió la presión de éstas, el engendro estiró de ellas con todas sus fuerzas haciéndolas crujir y con una mano gigante agarró a su libertador, empotrándolo con violencia en el suelo, a modo de pago.
Dwalin y Abdelkarr observaron como se apagaba la vida del “Dragón” cuando su cuerpo se convirtió en un muñeco inerte después de rebotar en el pavimento. Las maldiciones se le volvieron a atragantar a Abdelkarr, pero, a diferencia de Dwalin, no se quedó paralizado de miedo. Apresuradamente cargó su arco con tres flechas para intentar realizar un tiro triple; una técnica que mucho había practicado, pero nunca ejecutado. Ésta vez los proyectiles acertaron a su objetivo, hundiéndose en la negra carne del orco en diferentes puntos ( al fin y al cabo, el blanco era tan inmenso que Abdelkarr había apuntado a boleo). Su función dolorosa no tardó en manifestarse y el orco, además de proferir hondos ronquidos de protesta, desvió entonces la mirada que había tenido fija en el combate de Pallando con los “Dragones” –que le había llamado más la atención por las amplias posibilidades de esparcir los cuerpos de los hombrecillos por todos lados – para volverse con rabia hacia las dos manchas minúsculas que tenía enfrente.
El metálico traqueteo que producían en el suelo las cadenas que aún arrastraba el orco puso otra vez en situación a Dwalin, aunque demasiado tarde. Para su asombro y terror, la criatura se encontraba ya delante de ellos, pateando con furia el mosaico de debajo de él con sus patas gruesas como las de un elefante, a cuya textura también se asemejaban. Al enano se le ocurrió entonces, y por mero instinto de supervivencia, apartarse de él; pero el orco, al tiempo que Dwalin se retiraba con vacilantes y torpes pasos para atrás, blandió rabiosamente sus cadenas, haciéndolas silbar en el aire, para luego lanzarlas contra ellos.
Pudieron esquivarlas por poco, pero sintieron el rasgón del aire al contacto con el metal y como éste se estrellaba haciendo aun más trizas las teselas del mosaico. Dwalin no se había percatado del tamaño de las cadenas negras: por lo menos eran tan gruesas - o más- como uno de sus rechonchos brazos.
Viendo que el Enano se había quedado paralizado por el temor, Abdelkarr dejó en el suelo, con todo el respeto que pudo, su espada y, con el arco en una mano y flechas en la otra, corrió en dirección al monstruo. A su sombra y de cuclillas disparó tantos dardos hirientes como pudo, esperando que, para cuando el orco se diera cuenta de su presencia, el dolor lo haría torpe y lento. Y, en parte, Abdelkarr triunfó en su cometido, sino fuera porque, una vez recogidas las cadenas en un tiempo asombroso, el orco no tardó en clavar sus numerosos ojos en él.
El haradrim se encontraba tan atento y su cabeza tan embotada por la sangre que su acelerado corazón no paraba de enviarle, que apenas sintió como el brazo del orco, musculoso como el de un gorila, pasó al lado de su cuerpo con intención de aplastarle. Pero finalmente se estrelló, con gran estrépito, en el suelo, agrietando las costas occidentales de Arnor. Había ido por poco, se alegró el sureño; y más alegremente se hubiera apartado entonces del ser si una de las junturas de su armadura no se hubiera quedado enganchada en una de las cadenas que se enrollaban en el brazo del orco, el cual se alzaba a su lado como una columna incrustada de golpe en el mosaico.
Para cuando quiso desengancharse, el orco lo elevó por los aires con indolente facilidad. El temor se cernió entonces también en Abdelkarr como lo había hecho antes en Dwalin y, desesperadamente, intentó deshacerse de la cadena. En su forcejeó vislumbró, justo a su lado y en todo su esplendor, la cabeza del orco. En realidad parecía ser más un muñón donde una cabeza hubiese hecho esfuerzos para formarse y que, al final, hubiera desistido de esa intención. En su lugar un montículo de bocas y ojos se mezclaba por encima de los hombros. Abdelkarr pudo ver su rostro reflejado en aquellos ojillos profundos que no parpadeaban y que le estudiaban con curiosidad junto a las bocas, las cuales se apiñaban desordenadamente como trampas de caza, boqueando con la misma mecanicidad que un pez fuera del agua, de forma tan aparatosa que, cuando una de ellas se abría, las de su entorno debían de cerrarse a riesgo de destripar la piel por estirarla demasiadas mandíbulas a la vez.
Furiosamente, Abdelkarr rebuscó en su cinto alguna arma, pero al punto recordó que sólo le quedaba el carcaj con las flechas debido a que el arco se le había caído al mismo tiempo que el orco lo levantaba por los aires amarrado a las cadenas de su brazo. De todas formas, el chico llegó a la resolución de agarrar un fajo de flechas y, con todas las fuerzas que pudo, las clavó en el rostro múltiple de su opresor. Éste aulló con gañidos tan estremecedores que incluso los “Dragones” pararon un instante en su pelea para ver que ocurría. Aquel momento de distracción fue el que aprovechó Dwalin para ir en ayuda de su compañero. Saltando más que corriendo, se dirigió resueltamente hasta las poderosas piernas del orco, dejando a sus espaldas la espada, tan cuidadosamente depositada en el suelo por Abdelkarr, y el cuerpo del “Dragón” que había dejado libre a la monstruosidad, los sesos del cual estaban esparcidos fuera de su casco como la pulpa de una fruta madura que hubiese caído precipitadamente del árbol.
El temor reverente que le imponía el estar a la sombra palpitante de tan formidable enemigo (y que para Dwalin era a su vez mucho mayor y amenazador debido a su corta estatura) no impidieron que el enano, en vista de que el orco estaba más entretenido en arrancarse los “alfileres” que adornaban sus labios y párpados, alzara su martillo con un último esfuerzo y descargara un terrible golpe en el tobillo de la pata que tenía más cercana.
Abdelkarr había visto desde su posición privilegiada en altitud, y de reojo, como Dwalin se acercaba para ayudarle, aunque segundos más tarde hubiese deseado incluso haber intentado liberarse él solo, pues, a causa del martillazo, el orco empezó a estremecerse y agitarse con más violencia e ímpetu si cabe que antes, haciendo volar sus cadenas por todas partes; de tal modo que la cadena que tenía preso al muchacho no tardó en aflojarse y dejarle libre; pero con el inconveniente de que cayó bruscamente desde una altura de casi más de tres metros.
El espanto de ver a su amigo caer se sumó al de no poder hacer nada a tiempo por él dentro del seno de Dwalin. El estrépito que produjo el cuerpo de Abdelkarr al contactó con el pavimento zarandeó más las entrañas del enano que cualquier otro ruido de la sala. Afortunadamente, en aquella ocasión, Dwalin pudo desprenderse de las preocupaciones sin demora y actuar con rapidez.
Echando un vistazo fugaz a la mole de carne que bramaba a pocos metros de él, el enano consideró que ésta se encontraba lo suficientemente entretenida con las flechas de Abdelkarr - que le habían dejado medio ciego- como para que no le prestase atención. Así, sin pensárselo dos veces, salió corriendo hacia el endrino. El corazón se le contrajo justo al llegar a su lado, cuando vio que Abdelkarr seguía sin moverse.
Casi dejando la mente en blanco, lo primero que hizo el enano fue zarandearlo compulsivamente, mientras gritaba con los nervios a flor de piel lo primero que se le pasaba por la cabeza, sin darse cuenta de que lo decía en voz alta:
- ¡Vamos, vamos, vamos, tío! ¡No te mueras, joder! ¡Malditas armaduras de los Piernas Largas oscuros! ¡¿Por qué demonios no pueden tener casco?! ¡Seguro que se ha roto el cuello! ¡Vamos, joder, reacciona, tío! ¡Venga, tío!
- Tranquilo, “sobrino”; la cabeza sigue estando donde tiene que estar, pero los sesos se me saldrán por la boca si sigues estrujándome así – fueron las primeras palabras que Abdelkarr dijo con voz susurrante después de dejar escapar un quejido.
A Dwalin casi le saltaron, literalmente, las lágrimas de alegría. Llevado por la excitación incluso hubiese abrazado al sureño; pero éste, que vio junto al ánimo de su compañero la sombra del orco que se cernía sobre de ellos, lo apartó de un fuerte empujón.
Las cadenas del orco se estrellaron entonces allí donde había caído Abdelkarr hacía escasos segundos, antes de que apartase al enano y a sí mismo de la trayectoria del ataque de su contrincante, en el cual la representación de los Puertos Grises del mosaico saltó por los aires junto a una buena parte del mar, como si las cadenas marcasen el Camino Recto para llegar a las desaparecidas Tierras Imperecederas.
Aún a pesar de sentir su cuerpo dolorido, Abdelkarr fue el primero en reaccionar. Una vez comprobado que su arco había sido pisoteado por el orco y que la mayoría de flechas residían ya en su dura carne, el muchacho se deshizo del vacío carcaj y corrió hacia donde descansaba, pidiendo ser usada, la espada de ébano que se había preocupado de salvaguardar. Ahora era su única y última arma, a parte del ingenio y de su contrecho cuerpo, el cual parecía desentumecerse y desplegarse de nuevo como un viejo acordeón a resultas de su “aterrizaje”.
Dwalin corrió hacia él con la pregunta “¿Qué hacemos ahora?” grabada en sus ojos de un verde oscuro. Quien ya lo tenía claro era el orco, y en no menos tiempo que un parpadeo volvió a abalanzarse contra los chicos como una gigantesca roca negra. En aquel preciso momento, Abdelkarr se fijó en las piernas que sostenían toda la pesada corpulencia de la bestia y los esfuerzos que tenían que hacer para no tropezar con las cadenas que seguían colgando... y un plan fue formándose en su mente.
- ¡Enano, corre hacia una de las cadenas! ¡Mientras yo le entretengo haz que sus piernas se líen con las cadenas!
El plan era tan descabellado que a Dwalin le pareció, en aquellos instantes desesperados, una buena salvación. Abdelkarr no tuvo ni que repetírselo dos veces: el enano salió disparado para dar un rodeo y agarrar una de las ondulantes cuerdas de metal. Por otro lado, Abdelkarr se apresuró a cumplir su parte y, con gestos exagerados, empezó a blandir ruidosamente la espada ante los morros de la criatura.
- ¡Eh, eh, bestia palurda, mira aquí! ¡Eso es, grita cuanto quieras!
A pesar de la jovialidad de su actuación, el sureño vislumbró de reojo la actividad de Dwalin y el desánimo lo invadió como al enano – un brillo de metal al lado de la negrura que era el orco-, ya que las pesadas cadenas eran imposibles de levantar.
Aquellas, tal y como había imaginado el propio Dwalin, eran como las que se usaban en los puertos para sostener las anclas de los grandes navíos y su manipulación sólo era posible con una cuadrilla de doce hombres por lo menos.
- Pero... ¡¿Pero cómo lograste ahí afuera levantar a casi diez hombres y ahora no puedes levantar esto?! – le espetó, amargamente, Abdelkarr.
Dwalin no tenía conocimiento de las propiedades de su armadura, y mucho menos de cómo y cuando ponerlas en práctica.
- ¡No... no lo sé! – le respondió encogiéndose de hombros con desconcierto.
Aquella respuesta, dicha en un ataque de impotencia y confusión, tuvo la deleznable consecuencia de poner en evidencia la posición del enano. El orco juzgó entonces que ésta era molestamente cercana; y haciendo gala de una gran velocidad lo apartó con un formidable puñetazo.
Abdelkarr vio, con la boca abierta en un grito que nunca salió de su garganta debido a la sorpresa, como Dwalin salía despedido muchos metros más de los que nunca habían medido en los entrenamientos con Pallando. Parecía ser que era ahora Abdelkarr a quien le tocaba contemplar el cuerpo inmóvil de su compañero en el suelo.
El dolor en las articulaciones de Abdelkarr aumentó - ¡quien sabe si inducido por el desamparo que lo caló!- ante aquella visión. El haradrim le gustaba vanagloriarse de haber vivido siempre al filo de un precipicio sin fin y de haber superado todos los escollos que habían aparecido a lo largo de su vida, pero ahora se daba realmente cuenta del auténtico significado de la palabra horror. El abismo del cual creía haberse reído durante toda su vida callejera se le mostraba con su más terrible y mortal rostro.
Esas ideas tan lúgubres se habían aferrado al corazón del chico como unas tenazas y a punto estuvo de dejar caer su espada junto a sus ganas de seguir luchando, dejando que el orco se acercara hacia él sin impedimentos.
Ignorante de todo esto, Dwalin, tumbado boca abajo, parpadeó varias veces, confuso. No sabía que había ocurrido, sólo que había sentido un dolor repentino en la cabeza y que ahora se hallaba en el suelo. Como un autómata se reincorporó, notando un ligero dolor en la testa, pero sin darse cuenta del hilo de sangre que bajaba por su sien. Tal vez si el enano hubiese sido consciente del impacto que había recibido y pudiera haber visto desde fuera la agresión, se habría impresionado tanto que, por miedo a las heridas, se hubiera mantenido quieto y atemorizado. Pero la ignorancia, en aquel caso, ayudó a que Dwalin, a pesar del molesto pitido que sentía en los oídos, prefiriese dejar para más tarde el saber que había sucedido.
Lo que sin duda si que no podía apartar de si mismo era una creciente furia que se mezclaba con el mareo que le hacía tambalearse ligeramente. Parpadeó varias veces más, con la mirada vacía, para enfocar al causante de aquella ira, lenta y sigilosa como un caracol – y, como éste, silenciosa pero persistente-.
El orco, en todo caso, poco le importaba aquella mota que había alejado con un ligero puñetazo y ahora andaba igual de confuso y airado que el enano, pero a mayor escala. De todas formas, aquello no parecía que fuese a amedrentar a Dwalin, el cual, con pasitos vacilantes y el martillo cruzado con firmeza sobre el pecho, se aproximaba a él. Su armadura dejaba escapar ligeros crujidos ahí donde las junturas habían recibido más presión y su casco tenía una abolladura donde el nudillo de uno de los dedos del orco se había hundido, poniendo de manifiesto, a pesar de todo, el alto nivel de resistencia de la orfebrería enana; pues para quien le hubiera visto de lejos, hubiera jurado que la armadura de Dwalin estaba viva y que en realidad eran dos guerreros, y no uno, los que se iban a batirse contra el orco.
Abdelkarr finalmente localizó a su compañero y perdió el tiempo gritándole que no se acercara más al orco, pues Dwalin veía sin ver y escuchaba sin sentir más allá de su despertada y nueva determinación. Fue con esa decisión con la que agarró el extremo de la primera cadena que encontró en el suelo y la levantó. Por segunda vez, la armadura había reaccionado y ayudaba a su portador. Aún así, el haradrim se acercó hasta él para también apoyarle.
De buenas a primeras, el endrino se estremeció ante el sangrante rostro y los ojos de mirada distante del enano (pues en verdad parecía que Dwalin estuviera conducido por otra voluntad que no era la suya), pero no tardó en seguir a Dwalin en sus intenciones. Éstas se tradujeron en estirar de la cadena en dirección a los “Dragones”.
Asustado al principio, Abdelkarr, al final, dejó que la determinación de Dwalin le guiase. A sus espaldas, y aún desorientado debido al dolor, el orco les seguía a tientas.
Igual de desconcertados se quedaron los “Dragones” con los que se toparon en su recorrido y que apartaron para introducirse más en la maraña negra que formaban los soldados que rodeaban a Pallando. Antes de que ninguno de ellos pudiera hacer nada al respecto, el enano y el chico se escabulleron entre ellos en zigzag arrastrando la cadena, formando una extraña sanefa entre las piernas de los “Dragones”. Sólo entonces Abdelkarr captó la esencia del plan de Dwalin.
De esta forma llegaron hasta el centro del grupo, donde el mago se debatía con fiero estoicismo. Éste mismo se extrañó al ver allí a los dos muchachos para luego alarmarse al comprobar que habían atraído al orco con la cadena como a un perrito con una correa.
Dejando de lado cualquier explicación para más tarde, Abdelkarr y Dwalin dieron un fuerte tirón a la pesada cadena. El orco, notándolo, respondió estirando a su vez de la misma con brutal violencia. Los dos chicos la dejaron ir y salió volando llevándose por el camino a todos los “Dragones” que entorpecieron su levantamiento.
El caos comenzó a extenderse entre el grupo de los “Dragones” al ver como aquella serpiente de metal había arrollado a tantos de los suyos. El orco lo encontró muy divertido y empezó a atacar al resto de los soldados. Aprovechando esa situación, Abdelkarr agarró el brazo del anciano mago; su mirada relucía con la idea de escapar de allí cuanto antes. A Pallando le sorprendió por unos instantes ver aquella firmeza en el semblante del chico y comprobar la efectividad de la maniobra de los dos jóvenes; como también el hecho de que, en aquella ocasión, habían sido ellos y no él, quienes salvaran la situación en un combate.
Sin más demora, los tres compañeros huyeron de los soldados, cuyos esfuerzos para reducir al excitado orco sólo conseguían encender más los deseos del ser de destrozar aquellas criaturas negras que tan curiosos sonidos hacían al ser destrozados (debido al cuero de sus vestimentas).
Con el ruido de fondo de aquella batalla perdida de antemano por los “Dragones”, llegaron a paso ligero hasta los ascensores por donde había desaparecido momentos antes Alatar. Abdelkarr, con visibles esfuerzos, abrió las puertas metálicas de uno y asomó la cabeza en el hueco oscuro y vacío. No tardó en oír el creciente y silbante ruido de algo grande al caer y sólo con rápidos reflejos pudo salvar su cabeza de ser decapitada por la cabina del ascensor que bajaba sin freno hasta que se estrelló al final del hueco. El sonido de las otras cabinas cayendo y pulverizándose en el suelo se filtraron por las serenas puertas de metal brillante.
- ¡La madre que lo...! ¡Se ha desecho de nuestro camino más rápido para llegar hasta arriba! – farfulló Abdelkarr, rabioso y aún sintiendo el aliento de la muerte que le había rozado escasos segundos antes.
- Pero no el único.
Y con esa sentencia, Pallando se dirigió sin dilación hacia las escaleras que conducían a los pisos superiores. Abdelkarr y Dwalin se miraron unos instantes sin cruzar palabra, encogiéndose de hombros. Luego se lanzaron a la carrera, en pos del mago.
Dwalin, que había salido ya de aquella especie de trance, volvió a ver su alrededor con ojos incrédulos y, antes de seguir a Abdelkarr por las escaleras, dio un fugaz vistazo al barullo causado por el orco y los “Dragones”, los cuales llenaban la amplia sala con el guirigay de su pelea. Más arriba de aquellos gritos, e incluso de las columnas blancas que sostenían pacientemente el lugar, estarían Elesarn y Bardo.
El enano suspiró para dejar escapar las inquietudes.
- Bueno, ahora empieza la escalada por la “Aguja de Vidrio”.

Contra todo pronostico, el primer sentimiento que sintió el teniente Beregond al contemplar en todo su esplendor a sus tres misteriosos acosadores fue el de familiaridad. Él ya los había visto en alguna parte y, rebuscando en su memoria, se encontró rememorando un folleto con el que se entretuvo ojeándolo durante una visita a la granja que poseían sus padres, ya mayores, cerca de Anfalas. En él, los guardabosques de la zona alertaban sobre el peligro de que, por ser aquel un territorio rural, pudiera ser que algún huargo (especie casi extinta pero muy terca y peligrosa) bajara de los bosques a inspeccionar las granjas; de forma que en el folleto se exponían las características de un huargo normal y corriente y como defenderse en caso de un eventual ataque.
En su día, Beregond no le prestó mucha atención al panfleto, aunque de todas formas, como reflexionó volviendo al presente, si bien las tres bestezuelas que tenía enfrente se asemejaban mucho a un huargo, distaban de ser del tipo “normal y corriente”.
Lo que más le impresionó fue su tamaño que superaba con creces a los más recónditos ensueños lobunos. Una vez pudo dominar el temor cerval que le inspiraban las impresionantes mandíbulas, coronadas por dientes puntiagudos y adornadas con unos chorreantes labios negros como guirnaldas de carne y baba, Beregond admiró también las cadenas, argollas y otras piezas de metal clavadas en la piel de los animales y que daban un toque de frialdad al espeso y, sin duda, áspero pelaje.
- Ey, hombrecillo, dinos: ¿Vas a darnos la mujer o no? – graznó la voz aflautada que tanto le había desagradado.
En un primer momento, el policía se sobresaltó pensando en que, quien hablaba, era uno de los lobos; pero, al alzar un poco la vista, contempló atónito como en lo alto de las abultadas grupas de las alimañas se hallaban, respectiva y cómodamente, instalados unos jinetes.
- Eooo, buen hombre, ¡le he hecho una pregunta! – insistió el tipo de en medio y propietario de aquella voz raspante para los oídos como una lija.
Sin poder articular palabra alguna y aturdido por un terror paralizante, Beregond se quedó unos instantes quieto, con la pistola ridículamente alzada hacia aquellas moles que seguramente apenas habrían notado el rasguño de una bala. Realmente, como pensó para sus adentros, debería estar dando una imagen penosa, como la del novato que mira para arriba para enfrentarse a los matones del colegio el primer día de curso.
Los huargos (o lo que en verdad fueran) no tardaron en juzgar la situación de un tedio insoportable y empezaron a removerse con inquietud, lanzando amenazadoras dentelladas en el aire. Los individuos montados en ellos los calmaron tirando de unas pesadas bridas hechas con cadenas.
- Ya ve, jefe, sino se da prisa puede que acabe en un lugar calentito y abrigado... y que conste que no hablo de una cama – clocó el del medio, que parecía ser el cabecilla, dedicándole una efusiva sonrisa al teniente.
El de la izquierda rió escandalosamente y sin sentido la gracia de su compañero, pero el otro permaneció en silencio. Aquella misma sonrisa hipnotizó al policía, quien, a través de la bruma producida por el humo, acabó por convencerse de que, no sólo los huargos no eran normales, sino que además sus jinetes parecían padecer de cierta deformidad en sus rostros.
Sin ir muy lejos, el que por ahora había hablado más con su estridente voz era un tipejo escuálido y pálido, con una boca enorme y roja como la de un payaso. El que se había reído también tenía la tez blanquecina de un cadáver y la boca como la de una piraña, pero estaba terriblemente obeso y tenía que hacer equilibrios para no caerse de su montura. El tercero, en cambio, era alto e iba completamente revestido con un traje negro que no permitía ni verle su cara. Su mutismo y quietud le otorgaban un aire meditabundo que resultaba pintoresco dentro de aquel “equipo”.
Otro detalle perturbador era que los tres, indistintamente, ocultaban sus ojos con gafas oscuras, como si la luz del Sol les fuera insoportable a pesar de la capa negra de humo que empezaba a extenderse por las calles.
- Acaba con esto de una vez, Dwan... Devorémosle – dijo, sin que nadie lo esperase, la figura tapada de negro con la calma y seguridad que sólo una voz femenina puede darle a tan terrible orden.
Asombrado por el hecho de descubrir que el enigmático tercer componente del grupo era una mujer, Beregond casi ni escuchó la respuesta del que le había parecido el líder.
- Tienes razón como siempre, Ady... ¡Más vale obedecer prontamente al amo! ¡Aunque nos carguemos al tipo éste, la chica no debe de andar muy lejos!
El teniente oyó entonces un ronroneo creciente que, en un principio y debido al aturdimiento, pensó que provenía de los lobos aclarando sus gargantas para que su carne entrase mejor, pero no tardó en notar la luz amarillenta de los faros de un coche conocido a sus espaldas. Los huargos, con sus portadores, se removieron molestos y dieron unas zancadas para atrás.
Ahora ya no cabría duda de que el ronroneo lo producía el viejo coche patrulla de los dos policías. En un último momento, Beregond se apartó y dejó que Beren hiciera una aparición arrolladora. El subteniente, una vez se percató de que su jefe se había apartado a tiempo, hizo el amago de atropellar a la bestia que se encontraba en el centro, para luego girar de golpe con su maniobra favorita. Pero el asfalto mojado hizo que perdiera el control y que, al final, chocase de verdad contra el lobo ligeramente, para enfado del huargo y de los dos ocupantes del asiento trasero.
Beregond saltó dentro del coche sudado y resoplando. ¡Nunca en su vida había sufrido tanta angustia!
- ¡Apestas! – le espetó Tullken arrugando la nariz.
- ¡¡¡Arranca, Beren!!! – gritó el teniente ignorando al chico.
Beren, ágilmente, puso el embrague a punto para salir escopeteados de allí. El escándalo producido a su alrededor hizo que la chica embarazada se removiera en su asiento, sudando y jadeando como si sufriera una pesadilla; y más le hubiese válido que así hubiera sido, pues cuando abrió de golpe los ojos se encontró con la mirada centelleante de un lobo gigante que la examinaba con furia desde detrás del parabrisas. El grito que dejo escapar fue apagado por el aullido del animal que, enojado por la embestida recibida, se abalanzó contra el automóvil.
A pesar de que Beren dio marcha atrás apresuradamente, no pudo evitar que el huargo golpeara el parabrisas con la cabeza de mandíbulas abiertas y sedientas de sangre. La ventanilla delantera se agrietó en miles de líneas como las hebras de una telaraña debido al impacto. Los ocupantes del vehículo – sobretodo Beren y la mujer- notaron como el caliente aliento de la bestia se colaba por aquellas grietas junto a un bramido estremecedor.
Antes de la segunda embestida que sin duda hubiera permitido al lobo meter el morro entero en el interior, Beren alejó el coche lo suficientemente lejos para que el chasquido de los dientes se produjese en el vacío del aire.
Esquivando como pudo los cascotes y los cadáveres de los allí perecidos (y no precisamente debido a la violencia callejera, como empezaba a sospechar Beregond) debido al cristal resquebrajado, el coche patrulla dio un largo rodeo y pasó de largo de los lobos, siguiendo de esta forma la avenida Anduin en su recorrido al corazón de la urbe.
Los jinetes de huargo rieron con risas apagadas al ver la aparatosa huida. Por unos instantes, el jinete más orondo pareció que iba detrás de ellos, pero los tres no tardaron en perderse en la niebla negra. Nadie dentro del coche dijo nada, aunque los suspiros de ansiedad eran perfectamente audibles.
- ¿Qué hacemos ahora, señor?
Beregond contempló a su ayudante. A pesar del tono neutro de su voz, el teniente pudo ver como Beren sujetaba con tensa firmeza el volante y el sudor empezaba a resbalarle por la frente. A su lado, la chica, ya despierta, se frotaba compulsivamente los ojos como si tratara de despertarse de aquella realidad tan desagradable.
- Sigue adelante, Beren; hemos de llegar a la “Torre de Cristal”... Quiero hacer una visita al Centro de Mando – contestó Beregond con similar parquedad.
Beren suspiró ruidosamente, olvidando por unos momentos su habitual contención. Aún quedaba mucho trecho para llegar a la “Torre”, por no hablar de aquellas criaturas peludas...
- Por aquí todo va bien... de momento – comunicó Sin Nombre que, al igual que Tullken, estaba vigilando el fantasmagórico paisaje que iban dejando atrás a través de la ventanilla trasera, por si veían aparecer de nuevo a los lobos o cualquier otro nuevo peligro.
La expresión seria y endurecida de Beregond parecía indicar que no había escuchado esas palabras, pero en verdad el teniente ahora se encontraba atento a todos los ruidos y en, sobretodo, la chica. Ésta respiraba de tal forma que parecía que se estuviera ahogando y sus desorbitados ojos grises escudriñaban todo lo que le rodeaba como si nunca hubiese visto el interior de un coche. “ Por lo menos no ha empezado a gritar” se consoló Beregond.
- Señorita, ¿se encuentra bien? ¿Quiere que la llevemos a...?
- ¿Dónde está Imrahil? – preguntó, tan angustiada como desconcertada, la mujer.
- ¿Imrahil? ¿Acaso es su marido? Pues...
- Pues debe de permanecer en la “Torre de Cristal” – respondió Beren con extrema sequedad incluso viniendo de él.
Beregond volvió a mirar a su compañero con ojos extrañados. Beren tenía ahora el ceño fruncido en una mueca de preocupación.
- Pero, Beren, se puede saber...
- Señor, si no me equivoco, el tal “Imrahil” es el Senescal de Gondor, pues esta “señorita” es en realidad Arien, su esposa.
Beregond se quedó sin habla e impulsivamente se acercó a examinar con más detenimiento el rostro de la joven. Él no era muy aficionado a leer la prensa, pero sabía que el senescal se había casado por segunda vez hacía poco con una mujer mucho más joven que él y que esperaban un hijo, pues a ella le deberían de quedar sólo cuatro meses de...
- No puede ser...
- Pero lo es, señor. Se lo he intentado decir desde que la recogimos. Y es a ella, por lo que he oído decir a esos... “Cachorros de Draugluin”, a quien buscan.
- ¿Serán quizás terroristas que pedirían un rescate por ella? – se aventuró a sugerir Tullken, el cual, junto a Sin Nombre, también observaba a la esposa del más alto mandatario de Gondor con nuevos ojos.
- No, no lo creo... Hay algo mucho más turbio en todo este asunto. Ellos, los “Cachorros”, se encontraban detrás de las filas de los “Dragones” y está claro que se pasean por las calles con la calma de quien sabe que no va a ser atacado; por lo menos no por alguien más poderoso que ellos... - musitó con gravedad Beregond, cruzando los brazos sobre el pecho.
Se hizo otro largo silencio, que finalizó con la voz tambaleante de Arien.
- P-por favor, disculpen... ¿Pero qué está pasando? ¿Adónde vamos? Yo... yo recuerdo que estaba hablando con Imrahil cuando entró ese consejero suyo, tan joven y que siempre va vestido de azul, y...
- Señora, tranquilícese. Ya buscaremos ayuda para usted – se apresuró a decir Beregond para evitar que el discurso de la chica acabara en un ataque de histerismo. Para reforzar sus palabras, acarició con dulce dureza un hombro de ella.
Aún así, la mujer no podía dejar de temblar y el cabello negro se le pegaba en la frente.
- ¿Dónde estamos ahora, Beren? – preguntó al rato el teniente para conocer su situación. A su lado, pudo escuchar los murmullos que se decían entre ellos Sin Nombre y Tullken. Estaba claro que los dos les debían odiar a él y a Beren más que nunca por haberles arrestado y llevado por aquellos derroteros, pero el miedo les impedía decirlo en voz alta.
- Estamos llegando a la plaza Ilmarin, señor.
Beregond se alegró por unos instantes, pues esperaba encontrar refuerzos y ayuda allí, aunque sólo fuera un camión de bomberos. La decepción no tardó en apoderarse de él: la plaza se encontraba completamente vacía... Aunque tampoco era de extrañar, debido a que aquella zona había sido destinada y designada completamente a los “Dragones Azules”.
Con la lentitud de quien visita un cementerio, el coche se adentró en la plaza Ilmarin. Ésta era un gran espacio circular abierto al cielo y que conectaba con una de las entradas del “Circular Park” por un lado y por el otro daba nacimiento a la avenida Anduin de la cual ellos procedían. En el centro se alzaba una gran escultura monumental. En teoría representaba a Manwë sobre su trono del Taniquetil posando venerablemente su vista en la Ciudad de las Estrellas, pero a Beregond siempre le había parecido una especie de obelisco raro y feo. Sería que no entendía aquello que llamaban “arte moderno”.
Fuese como fuere, el blanco pavimento que solía estar lleno de gente viviendo el ambiente urbanita se encontraba ahora completamente desierto.
- Es siniestro – oyó Beregond que le comentaba Sin Nombre a Tullken a propósito del paisaje abandonado que les rodeaba. “Sí, es siniestro, pero la palabra más apropiada es deprimente” se dijo mentalmente el policía, estremeciéndose al pensar que hacía sólo un par de horas quizás aquel sitio había estado rebosante de actividad y vida.
- ¿A... adónde vamos? – saltó de repente Arien sin dejar de mirar inquieta la solemne figura de la “Torre de Cristal” que ahora vislumbraban sin dificultades.
Beregond salió de sus cavilaciones con la misma brusquedad con la que había hablado ella.
- Pues...
Un vibrante aullido recorrió la vacía plaza, cercenando de golpe sus ánimos. Otro aullido respondió al primero, y esa vez sonó más cercano. El tercero no se hizo esperar, pero en aquella ocasión retumbó en la plaza misma.
Apretándose unos contra otros, los ocupantes del coche vieron como el huargo aparecía con pasos sigilosos de detrás del monumento y, a pesar de la distancia, oyeron lo que les dijo su sonriente jinete.
-¿Qué? ¿Sorprendidos?

La luz dorada del Sol se filtraba por la ventana, las livianas cortinas y los párpados cerrados de Tullken; pero no pudo llegar a la mente del chico, la cual aun recorría los senderos sombríos del reino de Lórien.
Sin embargo, la luminaria continuó en su empeño y finalmente aniquiló las formas vagas que se removían en la oscuridad de los sueños: Tullken abrió al final sus cansados ojos. Lo primero que vio fue otro ojo, aunque en realidad se trataba de la ventana redonda del cuarto donde se encontraba. Como en aquel primer día en que presenció el despertar de los Hombres, el Sol también fue testigo del desvelo de Tullken.
El joven se levantó soñoliento y notando la boca seca, pues había dormido con ésta abierta. De buenas a primeras, tan sólo tuvo la idea de volverse a tumbar y seguir durmiendo, pero cuando los contornos de la habitación se hicieron más nítidos, recordó de golpe donde se hallaba en verdad y lo que le había traído hasta allí.
Lentamente se reincorporó y abandonó las tres camas en las que se había tumbado y en las que había dejado un revoltijo de mantas y sabanas. Él mismo se sentía arrugado y contrecho y de buena gana se hubiera tomado una ducha; pero el dolor que sintió justo cuando su cabeza se empotró contra el bajo techo al intentar levantarse del todo le recordó que las comodidades se harían de esperar.
Tambaleándose ligeramente, se dirigió hacia la entrada del cuarto y sacó la cabeza para inspeccionar el exterior. El pasillo que, como un agujero de gusano, vertebraba el “smial” permanecía desierto y en la penumbra.
- ¿Hola? – dejó escapar Tullken, con tono dubitativo.
Al no recibir respuesta, decidió que la mejor manera de despejarse era tomar un buen par de bocanadas de aire fresco. Arrastrando los pies, con la cabeza baja y las manos apoyadas en cada una de las paredes del estrecho pasillo para no caerse, el chico llegó hasta el vestíbulo y, abriendo la ya entreabierta puerta azul, salió al exterior.
Irguiéndose en toda su altura, Tullken cerró los ojos y dejó que los rayos del Sol y el viento lo acariciaran con su austera libertad. Estirando los miembros y dejando crujir las articulaciones del cuello, empezó a caminar por el césped de la entrada. Se acercó entonces a la valla de madera que rodeaba la propiedad, comprobando que los criados ya habían recogido la mesa y las sillas del desayuno de aquella mañana, aunque el lugar se encontraba tan vacío como el interior de la casa. ¿Dónde habrían ido todos? ¿Cuánto rato habría estado durmiendo?
Aquellos pensamientos llevaron a Tullken a los sucesos que habían ocurrido al inicio de aquel día hasta el accidentado tentempié con los hobbits. Ahora, después del descanso, tenía la mente más despegada y, apoyando los brazos en la valla, admiró la vista que se vertía desde la entrada del “smial” de los Hyll hasta el horizonte coronado por las Montañas Azules.
Dejando navegar sus vivencias por su mente, rememoró los angustiosos instantes en que casi se desmayó y como los hobbits le habían ayudado. Sintiendo en la boca del estómago aquella opresión, contempló el pueblo de Nueva Hobbiton que se hallaba a su izquierda. Los medianos parecían hormigas trabajosas que correteaban entre la agrupación de montículos verdes que constituyan los “edificios” de su pueblo, inmersos en sus quehaceres diarios. Tullken casi hubiera sonreído ante aquel cuadro tan bucólico si su mirada no se hubiera posado finalmente en el bosque que crecía a su derecha y que escondía con su espesura el lago central de aquel valle.
La pesadumbre lo atenazó con más fuerza. Ahora sabía que se escondía allí. De hecho lo había sabido desde el momento en que vio el espejismo del anciano de barba cana. Era una certeza que era y no era a la vez. Tullken sabía ahora donde dirigirse y que encontraría, pero no como afrontarlo.
Suspirando, elevó los ojos hacia el cielo frío y limpio de nubes. Lo que tuviera que ser, sería, ya que aquel era el lugar y el momento sin lugar a dudas.
Moviendo la cabeza de derecha a izquierda, Tullken corroboró su soledad y, de un bote, saltó la valla. Sus pies aterrizaron en el caminito que salía de la casa para perderse entre los demás que se entretejían por el valle. Sin embargo, Tullken, guiado por una certeza asfixiante, anduvo aquel tramo que se desviaba abruptamente para internarse en el bosquecillo.
El dúnadan no tardó en convertirse en una umbría bajo las demás que bailaban bajo el techo de hojas de la foresta.

- Por favor, quítese un momento el casco, Sr. Piedra Tosca.
Extrañado por el mandato de Pallando, el enano lo realizó con gesto prudente y lento.
Los tres se hallaban en un replano de la escalera que conducía hacia los pisos superiores de la “Torre de Cristal”. Desde aquella posición los ruidos de la pelea del vestíbulo sonaban lejanos y amortiguados.
Tomándose aquella parada como un merecido descanso, Abdelkarr se entretuvo viendo como el viejo posaba su mano de marcados y salientes nudillos sobre la herida que Dwalin tenía en una sien y de la cual no se había percatado todavía.
Una tenue luminiscencia azul emanó de la mano del mago y, al retirarla al cabo de unos segundos, dejó al descubierto la cicatriz roja de aquella herida al cerrarse del todo.
- Bien, sigamos – se apresuró en añadir Pallando.
Una vez colocado el casco de nuevo, Dwalin siguió subiendo escalones al mismo ritmo que sus compañeros. Ya deberían de llevar diez o doce pisos subiendo con aquella cadencia sin encontrarse obstáculo alguno y el resto de la “Torre” parecía estar igual de desierta.
Todo allí parecía estar tranquilo, para desagrado de Pallando. Aquella quietud sólo podía significar que el enemigo esperaba en el fondo de la trampa en la cual penetraban tan alegremente. Por ese motivo, el “istar” escudriñaba con atención cada ángulo y esquina de los pasillos que cruzaban.
Durante un buen tramo avanzaron sin sorpresa alguna, pero al llegar al piso veintiuno, y antes de adentrarse en unas oficinas, una voz fría e impersonal les zarandeó con su tono autoritario.
- “Detectados intrusos. Por favor, permanezcan donde se encuentran y no hagan gestos bruscos. Los equipos de vigilancia no tardaran en ocuparse de ustedes.”
Los tres, instintivamente, empezaron a rebuscar en el pasillo al causante de aquellas palabras. Fue Dwalin el primero en descubrir el ojo oscuro de la cámara de vigilancia que les vigilaba desde lo alto de la pared del pasillo. Sin duda, la voz había salido del pequeño altavoz instalado bajo la propia videocámara.
El enano hizo una seña a los otros para que fijaran su atención en el aparato.
- ¿Es pues desde aquí que nos vigilan? – preguntó Pallando confuso. La tecnología moderna le seguía pareciendo una invención melkoriana.
- ¡Bah! No es más que una cámara de vigilancia con una grabación como las que se encuentran en cualquier centro comercial. Mejor que vayamos tirando – concluyó Abdelkarr.
El sureño avanzó sin más miramientos y los demás no tardaron en seguirle. La cámara les siguió, enfocándolos con su objetivo, en un gesto mudo y grácil. Su lente se ajustó para filmarlos mejor mientras la lucecita roja que titilaba bajo ésta se encendía y apagaba intermitentemente. Una vez confirmada la desobediencia de los tres intrusos se puso en marcha el ultimátum.
- “Acaban de activar la alarma de nivel dos del programa MÓL, versión 1.0, para la completa autoprotección del edificio presidencial y complejo financiero de la “Torre de Cristal”. Por favor, frenen su avance o aténganse a las consecuencias.”
La determinación de los compañeros titubeó por unos instantes ante aquella amenaza. La cámara, impasible, los continuó enfocando a pesar del rechazo a sus ordenes e incluso hasta que los extraños pasaran el umbral que les conduciría hasta las oficinas de administración.
En aquel lugar, los Tres Caminantes se toparon con la misma calma que en los pisos inferiores. Allí sólo el baile del polvo sobre las mesas de los despachos descubiertos rompía la monotonía. Con pasos cautelosos avanzaron entre éstas palpando el silencio inquietante como si éste fuera un muro sólido. Por eso, cuando el sonido de un mecanismo al ponerse en funcionamiento rompió aquel muro, se quedaron paralizados del estupor.
- ¿Qué ha sido eso? – dijo Dwalin, dándose cuenta demasiado tarde de la estupidez de preguntar aquello.
- No lo sé, pero parecía el sonido de una trampilla al abrirse – le respondió Abdelkarr con aire ausente al estar más pendiente de cada rincón de la estancia, al igual que Pallando.
El viejo mago, sin embargo, no tardó en descubrir un leve movimiento en la otra punta de la habitación. Prestamente se colocó delante de los chicos y examinó con más detenimiento los muebles de la zona más alejada del lugar donde se encontraban para asegurarse de sus sospechas. Como si intentara complacer la persistencia del anciano, una silla se movió ligeramente. Sin lugar a dudas, algo se estaba arrastrando con el más absoluto sigilo por las baldosas del suelo.
Pallando hizo un gesto a los dos muchachos para que se pegaran a sus talones y, con Celebrinaglar alzada y lista para el ataque, comenzó a avanzar hacia allí con el mismo tacto que los misteriosos ocupantes del piso veintiuno. Abdelkarr y Dwalin le imitaron. Su miedo a no saber a que se enfrentaban les obligaba a mantener las manos cerradas como garfios entorno a sus armas.
La ineludible verdad de la presencia de inquilinos se hizo asfixiante ante el hecho de que éstos iban acercándose inexorablemente. Ahora no disimulaban el sonido de sus cuerpos al arrastrarse ni tampoco unos suaves siseos que expelían.
El “istar”, seguido de cerca por sus compañeros, se plantó de un salto en uno de los pasillos que mantenían separados las mesas y en el que había sentido el roce de un cuerpo al arrastrarse por el suelo... Pero allí no encontró nada. Sorprendido, y hasta un poco consternado, entrecerró los ojos para escudriñar las baldosas blancas con más atención.
Tan extrañados como Pallando, Dwalin y Abdelkarr se relajaron ante aquella aparente ausencia de enemigos y empezaron a inspeccionar por su propia cuenta los demás pasillos, alejándose del mago.
- Ey, Pal; falsa alarma. ¡El sitio parece estar limpio! – exclamó Dwalin, esperanzado.
Empero, las miradas alarmadas que le enviaron Abdelkarr y Pallando le pusieron en alerta. Se giró hacia la mesa que tenía más cercana justo en el momento en que un bufido (como el de un gato muy grande) empezó a resonar. Dwalin, desconcertado y con un nudo en la garganta, buscó algo de lo que defenderse en el inerte mueble, pero al no ver nada se asustó aún más. Mientras tanto, el silbido aumentaba, como si proviniese de todas partes. Atrapado por una creciente opresión, el enano empezó a dar vueltas sobre sí mismo como un loco, buscando el origen de aquel silbido.
De repente, en una de las otras mesas que le rodeaban, descubrió dos puntos negros que lo observaban con descarada curiosidad. Debajo de ellos no tardó en aparecer los contornos de una boca rosada y adornada por unos finos colmillos y una negra lengua bífida. El bufido aumentó y, sin pensárselo, Dwalin descargó un imponente martillazo a la aparición. Después de aquella descarga –que astilló la mesa-, ante el atónito enano comenzó a aparecer el cráneo destrozado de una serpiente seguido de su cuerpo de, por lo menos, cinco metros de largo.
La exaltación de aquel descubrimiento casi hizo que no se percatase del buen número de ojos oscuros que lo vigilaban junto a los constantes siseos. Abdelkarr, alarmado al ver el ataque de Dwalin a la mesa, se acercó a él para ayudarle. A medida que se iba acercando fue más consciente de los bufidos; pero al llegar hasta el enano vio que se encontraba solo. Confundido, se aproximó más a Dwalin. Éste le hizo una señal para que se mantuviera lejos. El sureño iba a replicarle cuando sintió el roce de un cuerpo arrastrándose en contacto con su pierna. Inquietado, miró hacia al suelo. Nada, no había nada.
A los interrogantes no les dio ni tiempo para aparecer en su cabeza, debido a que sus oídos captaron un silbido (¡casi un rugido!) que sobresalía por encima de cualquier otro ruido. Movido por el resorte del instinto, miró hacia arriba. Sí bien al principio no vislumbró nada, una porción alargada del techo no tardó en ondularse y retorcerse. Abriendo los ojos como platos, el endrino vio como el color blanco del techo se diluía intermitentemente bajo la forma de un gran ofidio.
El gigantesco animal culebreó por el techo con gracilidad a pesar de sus ocho metros de largo y, en un abrir y cerrar de ojos, bajo su largo cuerpo para atacar a Abdelkarr. Por suerte, éste se acordó a tiempo de la espada que mantenía aferrada en la mano y, de un fuerte sablazo, partió el espinazo de la criatura. La caída de la serpiente sobre las mesas produjo un gran estrépito y su piel pasó del blanco al multicolor; y de éste a un negro profundo y sin fisuras.
Viendo lo que ocurría, Pallando fue, a su vez, en ayuda de los chicos. Antes, y con un gruñido, desvió la cabeza para dejar de ver los agujeros en la pared que había abierto una trampilla y por donde se habían colado los nuevos recién llegados.
- ¿Cómo lo hacen para desaparecer? – clamó Dwalin mientras se acercaba a Abdelkarr para combatir conjuntamente la nueva amenaza.
- ¡Y yo qué sé! A lo mejor tienen algún bisabuelo camaleón – le respondió de mala manera el haradrim y para resaltar sus palabras dio una estocada a lo que le había parecido el lomo de una de las serpientes.
Defendiéndose con saña, acabaron retirándose al fin en dirección a Pallando.
- ¡Salgamos por la salida del otro extremo de la habitación! ¡Allí continúan las escaleras que se encaminan hacia arriba! – les comunicó el mago, el cual, predicando con el ejemplo, fue corriendo hasta allí.
El camino hasta llegar al lugar estuvo jalonado de sangre y furia, pues los ofidios no cegaron en su empeño y atacaban traicioneramente. Abdelkarr fue el primero en llegar a las puertas dobles que enmarcaban la salida de esa ala del edificio. Pareciéndole ver el camino despejado, puso un pie firme en el espacio que lo separaba de la huida segura. Al punto, notó como, al contrario de sentir la dura firmeza del suelo, su pie se hundía en una masa blanda, a la par que el dibujo de las baldosas se deshacía en un centenar de cuerpos trémulos y poderosos.
Justo en la salida había apiñada una gran masa de serpientes que habían entrelazado sus cuerpos en una alfombra de escamas y colmillos.
Abdelkarr quiso apartar el pie, pero un cuerpo musculoso como un tentáculo ya se había enrollado alrededor de su pierna. Cuando Pallando y Dwalin llegaron a su altura les pareció que el joven se estaba hundiendo en un mar de arenas movedizas invisibles. Al momento, fueron a prestarle auxilio, y con facilidad le hubieran sacado de allí si una miríada de bocas rojas no se hubiera abierto de la nada y con tanta profusión como las flores en primavera delante de ellos.
- Sr. Piedra Tosca, allane el camino, por favor – ordenó escuetamente el mago. Dwalin, con presteza, le obedeció.
Haciendo caer el mazo una y otra vez, el enano aplastó espinazos y cráneos, dejando un camino más o menos llano allí donde los anillos se arqueaban. Al llegar donde estaba Abdelkarr, le liberaron de morir asfixiado o mordido, ya que gracias a su armadura las sierpes no habían acertado aun a clavarle sus colmillos en tejido blando.
El enojo de las serpientes ante su derrota se manifestó bajo una manta de colores variados que recorría sus cuerpos como si fueran un arco iris viviente. Por unos instantes, Dwalin se quedó embelesado con aquella visión que consideró de una belleza ciertamente extraña. El empujón del mago y el coro de silbidos moribundos de quienes yacían ahora a sus pies le obligaron a no entretenerse y a seguir adelante.
El último en abandonar aquella habitación fue el propio “istar” y sus pisadas fueron como de fuego para los reptiles.
Las escaleras que conformaban el laberinto vertical volvían a extenderse delante de ellos, ascendiendo sin impedimentos y con orgullo.
- Parece que el camino está despejado – anunció quedamente Abdelkarr viendo como la luz que se colaba desde el piso superior llegaba hasta ellos adornando la penumbra del hueco de la escalera.
Al llegar hasta aquel piso de arriba descubrieron que, al contrario del de abajo, éste era un intrincado montaje de despechos separados por tabiques que unía un laberíntico pasillo del cual ellos observaban ahora la entrada.
- Esto no me gusta.
Delante de la afirmación del mago, Dwalin hubiera preguntado jocosamente si algo dentro de aquella ratonera de casi cien pisos era bueno o valía la pena. Naturalmente él no había visto aun la luz roja de la videocámara que los vigilaba desde las sombras que reinaban en el recodo de la primera esquina del pasillo.
Abdelkarr si se había percatado de su presencia, pero fue el primero en dar un paso hacia adelante. Resiguiendo la austera arquitectura del pasillo, avanzaron contemplando las puertas que llenaban las paredes a ambos lados. En medio de ese recorrido les siguió un nuevo acompañante: el desconcierto que apareció por primera vez junto a la primera bifurcación del laberinto.
Haciendo caso entonces de la intuición, fueron introduciéndose más y más, siempre bajo la atenta mirada de las videocámaras que ocupaban las esquinas más oscuras. Aún así, llegó un momento en que la confusión de andar a ciegas por aquellas estancias que parecían mezclarse como las hebras de un nudo les obligó a pararse un momento en una encrucijada de caminos.
Apoyándose en una pared y con los brazos cruzados sobre el pecho mientras el martillo descansaba a su lado, Dwalin suspiró a la vez que, junto a Abdelkarr, veía como Pallando escrutaba uno por uno los caminos que se extendían delante de ellos para decidir cual sería el más correcto.
- Por lo menos esto parece estar realmente calmado – comentó entonces Abdelkarr, pero sus palabras se perdieron en aquella misma paz.
Dwalin, al igual que el humano, se congratulaba para sus adentros con aquella aparente tregua y nada podía haberle sacado de aquel ensimismamiento a parte de lo que oyó detrás de una de las puertas.
Al principio pensó que era su cabeza que le jugaba una mala pasada, pero no pasó mucho tiempo desde que se percatara de que los gritos de auxilio de Elesarn eran bien reales y procedían del interior del despacho que tenía detrás.
Abdelkarr también lo había oído, pero antes de que pudiera cerciorarse con Dwalin, éste ya había saltado hacia el pomo de la puerta. Dwalin la abrió entonces y en medio de la penumbra alcanzó a distinguir los contornos del vacío que reinaba allí.
Menos por una mesa. Y encima de la mesa una grabadora que reproducía una cinta con los gritos de Elesarn; tan desdibujados y desgarradores como sólo una cinta electromagnética podía reproducir.
La cinta se acabó y comenzó rebobinarse, mientras otra se ponía en marcha.
- “Activado el nivel tres de protección.”
El chasquido de todas las puertas del piso al cerrarse se extendió por el pasillo laberíntico con siniestro eco. Dwalin miró a Abdelkarr como si intentara buscar una respuesta. El haradrim no supo que decirle y se limitó a dejar que fuera Pallando quien le respondiera.
- ¡Has activado una trampa! – exclamó, más desconcertado que enfadado, el mago.
Desde su interior, el enano buscó algunas palabras de disculpa y repetidas veces lanzó miradas a la entreabierta puerta (la única que ahora seguía sin pestillo) y a la oscuridad que llenaba su marco.
La única respuesta que obtuvo la dieron los crujidos y murmullos que reverberaron de todos lados, desde el suelo hasta el techo. Era como la vibración de un terremoto, pero más regular y persistente.
Los tres permanecieron por unos segundos clavados donde se encontraban, con la vista alzada y las orejas atentas a ese nuevo ruido. Parsimoniosamente, y al mismo ritmo en que aumentaba el rum-rum que les envolvía como el mar a un ahogado, Pallando se giró de cara a los muchachos y sus agrietados labios alcanzaron a susurrar un “¡Corred!”.
Al acto, se lanzaron a huir como nunca en sus vidas pensaron que llegarían a hacerlo. Pallando, delante de ellos y con los grises jirones rotos de su gabardina ondeando debido a la carrera como los restos de un velero en una tormenta, era lo único que veían y seguían los dos chicos aún cuando el anciano escogía al azar el camino a seguir, girando bruscamente cuando decidía cambiar de rumbo. En lo que concernía a Abdelkarr y a Dwalin, el pasillo les parecía tan uniforme y monótono que muy perfectamente podían estar haciendo vueltas en círculo.
Empero, al final y de todas formas, lo que ellos pensaran dio igual, debido a que, en el punto álgido del estruendo que se colaba desde detrás de las selladas puertas, todo cambio.
Primeramente les pareció una sensación falsa y pasajera, inducida por el ritmo extenuante de la escapada, pero estaba claro que el suelo –y no sólo el suelo- empezaba a moverse. La iluminación de entender que el ruido era producido por enormes brazos mecánicos que removían el suelo, el techo y las paredes a su antojo les llegó al mismo tiempo que el embaldosado empezó a elevarse con intención de reunirse con el techo. Solamente por los pelos consiguieron escapar de aquella trampa al llegar a la primera esquina que ponía fin a ese tramo del pasillo.
Al llegar ahí tuvieron que saltar debido al desnivel; y, para cuando sus pies tocaron aquel suelo más firme, el que habían dejado atrás se acoplaba pesadamente con su respectivo techo. Al momento, el techo que tenían encima comenzó a bajar con concienzudo aplomo y otra vez se vieron obligados a correr con los pulmones a punto de estallar. Por segunda vez el crujido producido al pegarse los dos pavimentos les acompañó cuando consiguieron escapar de aquel otro tramo.
El descanso, en todo caso, no entraba en los planes de aquel mecanismo diabólico. Como un niño que aprendiese a medida que avanzaba en un juego, el MÓL decidió que, para el siguiente tramo del pasillo, el techo y el suelo se movieran a la vez.
En todo caso, y si hubiera estado vivo, el programa informático quizás hubiera dejado escapar una maldición al ver que los tres compañeros volvían a salir indemnes a pesar de las modificaciones. Daba igual, pensaron sus circuitos; si era necesario lo movería todo al mismo tiempo - techo, suelo y paredes- para que los intrusos quedaran estrujados en un pasillo tan fino como un pelo.
Ignorantes de todas aquellas maquinaciones, el pensamiento exclusivo de los fugitivos era encontrar la salida de aquel piso como fuera; ya que, más que la fatiga, lo que en verdad les atormentaba era la angustiosa frustración de no hallar un escape, un lugar donde poder finalizar aquella prueba a muerte.
Más fresco y en forma que los otros dos, Abdelkarr acabó por ponerse a la cabeza de su grupo justo en el momento en que el pasillo donde se encontraban se elevó entero, girando sus paredes, techo y suelo conjuntamente; de forma que ellos tenían que evitar no perder el equilibrio mientras sus pies pisaban unas veces el techo y otras las paredes con sus puertas correspondientes. Aquel túnel giratorio les reparaba más sorpresas y, con un gemido de las máquinas, empezó a estrecharse. En todo caso, por enésima vez, los compañeros consiguieron escapar, a pesar de que a Dwalin se le quedó un pie momentáneamente atrapado en lo que quedó del pasillo.
Preguntándose que nuevo movimiento podía esperarse de las paredes de aquel trozo de pasillo al que habían ido a parar, a Abdelkarr se le engrandecieron los ojos de alegría al ver que en el otro extremo se hallaba la puerta de salida, tal y como, iluminado por las luces de emergencia, rezaba el cartel encima suyo. Por entonces, el inconveniente de que aquel fuera el pasillo más largo con el que se habían encontrado hasta entonces no le pareció problema.
Dwalin y Pallando siguieron al sureño en ver aquella llama de esperanza en ese mar de pistones y paredes móviles y, sin decir nada, se apresuraron detrás de Abdelkarr para, como él, poner fin, de una vez por todas, a aquella carrera.
Decidido a frenarlos, el MÓL se atragantó en una marea de parámetros para dilucidar cual sería la combinación de movimientos estructurales más eficaz para aplastarlos como moscas. Pasada aquella turbulencia que duró una milésima de segundo sobresalió la opción más fácil y rápida: En un parpadeo las paredes laterales empezaron a juntarse a una velocidad exasperante.
La sensación de claustrofobia fustigó a Abdelkarr como un látigo de fuego y logró que el muchacho fuera el primero en abrir las puertas dobles que señalaban la meta con un salto desesperado. Por aquel entonces, la anchura del pasillo era casi inferior a la de un metro.
En el interior de aquella ratonera cada vez más estrecha y oscura, a Pallando y Dwalin aún les faltaba un tercio del recorrido para salvarse. Esa lucha se tornó especialmente difícil para el enano, cuyas piernas cortas habían hecho que fuera el último en la fila de los compañeros y ahora no le permitían tampoco remontar mucho más. Consciente de todo aquello, el “istar” optó por atrancar su bastón de madera entre las dos paredes opresoras para detener su avance aunque sólo fuera por un par de miserables segundos.
Las máquinas que empujaban las paredes chirriaron de rabia al ver su marcha frenada; de igual modo que al viejo cayado le empezaron a aparecer grietas y a saltar pequeñas astillas debido a la presión.
- ¡Vamos, cruza! – le urgió Pallando a Dwalin, quebrándose su voz en medio del sonido revolucionado de las ruedas dentadas y los pistones.
Resoplando y nublándosele la vista a causa del sudor y el esfuerzo, el enano llegó con penas y trabajos hacia el mago. Viendo que no lo conseguirían si no se apresuraban, Pallando tomó medidas drásticas. Afirmando mejor el bastón, agarró a Dwalin y lo lanzó en dirección a la salida.
Sin saber muy bien que había sucedido, Dwalin aterrizó a los brazos de Abdelkarr con tanto impulso que los dos cayeron en el suelo.
- ¡Ay! ¿Pero qué coméis en vuestra casa, Enano? ¿Piedras?
- ¡Pallando se ha quedado atrás! – farfulló Dwalin, incorporándose e ignorando las palabras de Abdelkarr.
Sus miradas se dirigieron entonces y al unísono hacia la pequeña rendija que quedaba del pasillo que acababan de cruzar. Temieron lo peor, pero, al contrario de alaridos de dolor, sólo escucharon el rechinar de la maquinaria al intentar acoplar definitivamente aquellas dos paredes.
Un humo gris comenzó a supurar por las grietas y esquinas de la planta. Con un crujido final, las máquinas se pararon vencidas y derrotadas. Surgiendo de la bruma de humo que vomitaba el menguado pasillo apareció Pallando como si no hubiera pasado nada, con su armadura tan reluciente como cuando habían entrado y Celebrinaglar bien sujeta en el cinto. Únicamente su bastón parecía más desgastado.
- Continuemos; aún nos quedan setenta pisos – se apresuró a decir viendo las miradas admiradas que Abdelkarr y Dwalin no podían parar de dirigirle.
Subiendo las escaleras hasta los pisos superiores y a pesar del sudor, el cansancio y la perspectiva de encontrarse con nuevos peligros, Abdelkarr no pudo disimular una sonrisa cáustica.
- Miradlo por el lado bueno; en un parque de atracciones nos habrían hecho pagar por esto.



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