Osgiliath 2003 de la C.E. (caps. 10-15)

02 de Septiembre de 2007, a las 23:11 - Ricard
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Parecía que hubiese pasado una eternidad, pero sin embargo Dwalin era bien consciente del poco tiempo que hacía que los dos magos habían desaparecido tras la puerta blanca. Moviendo con intranquilidad los dedos por el mango de su mazo, observó la puerta gemela a ésa, la azul, que fue tapada con rapidez de su campo de visión por Ardarel.
La chica seguía taladrándolos con su mirada serena de ojos almendrados. ¡Se la veía tan rematadamente relajada! pensó, con disgusto, Dwalin, quien, en cambio, sentía los miembros trémulos y la boca seca. Y es que, en aquellos momentos, habría dado lo que fuera por un simple vaso de agua. ¿Cuánto llevaría sin beber ni una gota del preciado líquido? Si hubiese podido, se habría deshecho de su armadura – una de las causantes de su sed, en verdad- para sentir aunque fuera una migaja de frescor.
Desviando la mirada hacia su lado derecho, el enano contempló a Abdelkarr, tan tenso como él, pero con la diferencia esencial de que el humano parecía disfrutar de la situación. De hecho, con un pie dirigido hacia delante y la espada bien alta y agarrada con las dos manos, a Abdelkarr sólo le faltaba encontrar cualquier nimio indicio de ataque por parte de la joven para saltar sobre ella. El miedo a una pelea – ya fuera con navajas, puños o lo que fuera – hacía tiempo que lo había domesticado en calles sucias y olvidadas de la capital, contra simples bocazas o auténticos líderes de ejércitos enteros de pandilleros de los bajos fondos. E, incluso ahora, podría añadir a la lista las criaturas a las que había sobrevivido en el ascenso por la “Torre de Cristal”, al igual que Dwalin.
Pero para éste todo lo sucedido más allá del piso inferior parecía haber ocurrido en un pasado ya muy remoto. Aguijoneado por el recelo y las dudas, y no sin cierta timidez, se acercó al final al lado del otro chico, pasando por alto las miradas extrañadas de enemiga y compañero.
- ¿Qué haces? – le recriminó Abdelkarr no bien lo vio acercársele.
- No lo veo claro, tío – le contestó Dwalin, con otro susurro.
- ¿Cómo que no? ¡Joder, ella es el adversario, nosotros luchamos contra ella! ¿Qué te has dejado por el camino? – le espetó entre dientes Abdelkarr, intentando evitar la mirada de la chica. No quería pensar en el espectáculo que debían estar dando, cuchicheando como dos amas de casa. En verdad, Ardarel los contemplaba con indolencia y burla en los ojos, y apoyó una de las espadas en el suelo, a modo de bastón, mientras dejaba descansar la otra en su hombro, con falsa actitud de impaciencia.
- Sí, ya lo sé, pero… pero es una chica...
La confesión del enano volvió a dejar -como tantas otras veces antes- perplejo a Abdelkarr. Nunca comprendería a los enanos por siglos que pasaran. A diferencia de Ardarel, a él si le asaltó una impaciencia bien real.
- Hostia, Dwalin, ¿crees que hasta ahora no me había dado cuenta? Pero tendrías que haber estado la noche en que la vimos por primera vez Pal y yo. Que parezca una chica normal y corriente no tiene que confundirte. ¡Si ni siquiera es humana!
Dwalin mantuvo silencio ante las resentidas palabras del otro. En su enardecimiento, Abdelkarr parecía haber pasado por alto el hecho de que Dwalin tampoco era humano y el enano ya había perdido la cuenta de las veces que, con desprecio, se lo habían recordado.
- Vale, lo que tu digas… - acabó respondiéndole con un tono lacónico, dando un rápido vistazo a Ardarel, quien seguía con una sonrisa de desdén en los labios. La muchacha desprendía el mismo aire de peligro que el de una trampa que se accionara con el más leve roce, a la espera de sus víctimas.
Viendo tan afectado al enano, Abdelkarr moderó entonces el cariz de su discurso:
- Mira, si no quieres enfangarte en esto, ya atacaré yo primero. En todo caso, hazme de soporte y refuerzo si las cosas se tuercen…
Sin estar muy convencido, Dwalin asintió en silencio y se apartó del haradrim. Para Abdelkarr estaba claro que aquello le era suficiente y no se demoró mucho en volverse a revestir de un entusiasmo que le ayudase a catapultarse hacia el combate.
Unos escasos metros a su izquierda, Dwalin también hizo el gesto de ponerse en posición de ataque; pero bien vio -a través de su mirada enmarcada por la visera de su abollado casco- que Ardarel fijaba su atención más bien en Abdelkarr. De este modo, flexionando las piernas, y con un pie adelante, la muchacha colocó sus espadas enfrente suyo, formando una X que a Dwalin le recordó la postura que adoptaba también Pallando cuando quería protegerse ante un ataque. ¿Sería una estratagema aprendida por los “maiar” en el lejano Reino Bendecido y que Alatar le habría enseñado por defecto? Dwalin lo ignoraba y descubrió, disimulando su asombro, que en el fondo le interesaba más lo que había detrás de las dos espadas negras que no éstas mismas, a pesar del peligro inherente que representaban.
Sin casi darse cuenta, el enano fue embelesándose más por aquellos ojos que refulgían escarlatas enmarcados por la piel blanca de la chica. La “elficidad” que transmitían sus rasgos, a pesar de que Dwalin supiera ahora que eran, en esencia, un mero vestigio sacado a la luz artificialmente, le traían el recuerdo de Elesarn, como si Ardarel fuera la imagen al otro lado del espejo de su amiga. No bien se hubo percatado del cariz de aquellos pensamientos, Dwalin intentó refrenarlos, pero sin éxito. ¡Si aquello eran artimañas del Enemigo, no habría de ser él el último en corroborar lo fácil que era a veces caer en ellas!
Fue de esta manera que un nuevo sentimiento floreció en el interior del enano. De algún modo rocambolesco, se le acabó despertando cierta curiosidad latente respecto a la orco y, en parte, era gracias al comentario que había hecho poco antes Abdelkarr. Tal y como había puesto de manifiesto el sureño, tanto Dwalin como Ardarel no eran humanos y, por aquel solo motivo, el enano no podía evitar sentir cierta simpatía con respecto a la joven.
Ésta misma había notado durante todo ese rato como el enano le dirigía repetidamente la mirada. En un principio se había burlado para sus adentros de aquella insistencia que se le antojaba patética, prefiriendo dedicarse al otro, al humano de piel oscura, con el que ya se había batido y consideraba, con mucho, el más peligroso de los dos.
Pero lo quisiera ignorar o no, la verdad era que cada vez sentía más sobre ella el peso de los ojos de aquel ser que no levantaba más de metro y medio del suelo. Tuvo un segundo de vacilación en el que estuvo a punto de dirigirle un rápido vistazo mientras esperaba, con las espadas cruzadas ante sí, el ataque de su compañero; pero enseguida se recriminó, con ardiente autodisciplina, el haber bajado la guardia. No lo hacía por ella misma, sino por el atávico miedo que sentía a defraudar a aquél a quien odiaba tanto como para complacerle en todas sus órdenes y así demostrarle que era mucho mejor de lo que él pensaba. Ardarel se preguntó, no sin sarcasmo, si Alatar, más allá de la puerta blanca, era o había sido consciente alguna vez de aquello.
Pero en un mundo inundado de humanos, tanto Dwalin como Ardarel, un enano y una orco que nunca habían visto ni de lo uno ni de lo otro respectivamente, les costaba domeñar el implícito interés que todo ser inteligente atesora ante las cosas que derriban los límites de lo conocido, de la rutina. Y a pesar de ese sentimiento que los unía, no podían haber pertenecido a dos linajes más dispares. Los antepasados de uno habían nacido en lo más profundo de la tierra, despertando de un sueño igual o más profundo y destinados a construir el nuevo mundo que sobreviviría después del Gran Final; mientras que los de la otra, aunque nacidos también en lo más abisal de las cavernas que oradan la piel de Arda, no habían despertado de un sueño reparador, sino que se habían sumergido en una pesadilla, un auténtico mar de tortura y dolor, sólo para despertar de ella –si en verdad habían despertado del mal sueño de sus existencias- como criaturas deformes y torcidas, predestinadas desde un buen principio a convertirse en los horripilantes bufones que acabarían llenando los cuentos de viejas en las noches de invierno y condenados también a desaparecer cuando éstos dejaran de existir.
Y, sin embargo, también los dos tenían mucho más en común de lo que nunca sospecharían: ambos eran fruto de estirpes que nunca debieron andar bajo la luz de las estrellas o del Sol, nacidas de “accidentes” e imprevistos en el largo y tortuoso devenir de la Historia. Y, sin pensarlo o ser plenamente consciente de sus actos, Dwalin, habiéndose dejado a su vez poseer por esa vorágine de ideas, dio un paso adelante (más bien un salto largo incluso para sus cortas piernas) para plantarse ante Ardarel.
Todos, menos Dwalin, se quedaron petrificados de asombro ante aquella reacción tan inesperada. Abdelkarr fue el que más, incapaz de decidir si enfadarse o ir en ayuda de su compañero. Pero en verdad, un humano como él parecía sobrar en el baile de renovadas miradas que se clavaron en aquel momento el Hijo del Sueño y la Hija del Tormento.
Ardarel sobretodo se sintió confusa en un principio por el cambio de prioridades de combate, aunque con rapidez volvió a coger la compostura. Eso no evitó, de todos modos, que, por un segundo, dejara entrever en su semblante una expresión de genuina y candorosa sorpresa que fue captada por los sagaces ojos de Dwalin. El enano incluso hubiese jurado que la muchacha había trastabillado un poco al cogerla él desprevenida y que, por ese motivo, sus mejillas se habían ruborizado ligeramente.
Lo que sí era cierto era que la expresión de prepotencia en su rostro había desaparecido y ahora lo observaba desde las alturas – pues le sacaba más de un palmo a Dwalin – con la mirada inquisitiva del interés renovado. Dwalin, conciente de que ella, protegida tras sus espadones, esperaba un ataque, prefirió perder aquellos segundos en admirar mejor y más de cerca lo que le había impulsado a hacer ese salto imprevisto. Pudo ver así mejor el brillante y sedoso cabello negro que le caía por los hombros y buena parte de la espalda, como cascadas de negra noche y en donde sobresalían, como pequeños islotes, las picudas puntas de sus orejas. Pero sin lugar a dudas, seguían siendo los ojos lo que le obligaba a tener los suyos clavados en ella. Remarcados por unas finas cejas oscuras, eran grandes y centelleaban como dos rubíes. Dwalin no recordaba haber visto a la chica parpadear aún.
En el corazón de la oscura mazmorra que era el interior de la joven se estaba fraguando, de igual modo, un torbellino de cambios. El mundo de Ardarel – o la visión que tenía de él – se había forjado a partir de lo que Alatar había querido que viera u oyera y, para su desgracia, Ardarel comenzaba a entrever que, por más que la hubiese educado en el odio, el rencor y para la batalla, la novedad y la curiosidad romperían siempre cualquier dique de ignorancia que les pusieran por delante, perturbando la quietud de las tinieblas de su espíritu, como una luciérnaga en la vastedad de la noche. Como había hecho antes Dwalin con ella, contempló con fijeza el rostro que se escondía tras el casco. ¿Cómo sería el resto de la cabeza sin él? Al hacerse aquella pregunta y ver que la mente y la fuerza que empuñaba las espadas se le iban por senderos que no conducían a un lugar “correcto”, volvió a reprimir con rabia esas vacilaciones.
La única manera que vio de silenciar aquellas nuevas – y perturbadoras – voces fue hacer lo que mejor se le daba. Entrechocando con levedad las espadas ante sí, se lanzó sin previo aviso contra la menuda y acorazada figura de delante suyo. Más asombrado que aterrado, Dwalin admiró esa maniobra en la que la muchacha elevó las espadas sobre su cabeza como si fueran antorchas de frío fuego negro y, en un silencio estremecedor, daba un grácil y alto salto para caer sobre él. Casi por instinto, el enano levantó a su vez el martillo Khazad para interponer su largo mango a modo de barrera protectora que cortara la trayectoria de los dos filos de las armas gemelas. El choque de éstas fue suave, casi sin fuerza. Ardarel sólo había “tanteado el terreno” y no le sorprendió toparse con la fortaleza de los robustos brazos que soportaban aquel mazo.
Con otro salto, volvió a separarse un metro del enano para contemplarlo mejor y, de alguna forma, tampoco le extrañó la mirada de súbita determinación que halló bajo la visera del casco ni la sonrisa semi escondida entre la primeriza barba pelirroja. Ella no pudo evitar sonreír a su vez y ruborizarse más, experimentando, al igual que el chico, ese raro espíritu de familiaridad que notaba al encararse al enano. Al fin y al cabo, los ecos de Azanulbizar, aunque lejanos y amortiguados por el impenetrable velo del tiempo, resonaban en sus almas, impulsándoles a continuar esa danza de la muerte.
El suelo bajo sus pies vibró entonces con una ligereza exquisita. La Torre bailaba con el viento y el vaivén iría volviéndose más movido a medida que los huesos de hormigón del edificio se agrietaran y rompieran a causa de la tensión, leve en apariencia, pero omnipresente sobre las miles de toneladas que se movían mientras habían de aguantar toda la mole del conjunto. En aquella ocasión, incluso Abdelkarr notó el balanceo silencioso del suelo que pisaba más o menos en el mismo instante que Ardarel y Dwalin. Ellos dos, seres de la tierra, nacidos y criados en ella, percibieron – y percibían – mucho antes cada una de las quejas de esa estructura de cristal y hierro que, como un viejo, empezaba a notar el cansancio de tenerse en pie a casi quinientos metros de altura, habiéndosele roto el bastón de “mithril” que lo sostenía. La sacudida despertó también a Abdelkarr de la estupefacción que le había nublado su ímpetu inicial ante la exclusión sin miramientos de la que era víctima descaradamente por parte de los otros dos.
Éstos, después de que el edificio ladeara su cabezota para contemplar desde sus ventanas-ojos nuevos puntos de la ciudad, reanudaron la escaramuza con aquel tono de tanteo, casi lúdico, de quien no se toma muy en serio lo que hace: Dwalin daba bandazos en el aire con su martillo mientras Ardarel los desviaba con delicados toques de sus espadas. Ya habría tiempo para endurecer las acometidas; pero, por el momento, ambos disfrutaban de la presencia del enemigo, preguntándose que estaría pasando por la cabeza del otro.
Y ese instante en que las cosas se despojaron de toda inocencia (si allí donde intervienen armas se puede hallar inocencia) lo decidió Abdelkarr cuando interrumpió aquel simulacro de combate, precipitándose con brusquedad en él. La espada negra del chico, más grande y ligeramente curvada que las de Ardarel, silbó en el aire cuando descargó un sablazo horizontal con el único objetivo de decapitar a la muchacha. Pero para su consternación, Ardarel lo había visto venir de lejos desde una buena distancia. Para la joven, el humano se movía quizás con gestos menos toscos que el enano, pero era igual de lento, aunque lo que más le fastidiaba en aquellos momentos era que ya no le despertaba el interés; por no hablar que leía en sus ojos oscuros el odio que le profesaba desde aquella noche en que, si no hubiera sido por el anciano del cayado, lo hubiera eliminado sin dificultades. El odio, sin embargo, era mutuo y la expresión de Ardarel volvió a helarse en una mueca de frialdad inexpugnable. “Los dos caballeros contra una dama indefensa” pensó con ironía en el instante en que apartaba el mazo y la espada de sus contrincantes con relativa facilidad.
Aquellos dos muchachotes seguían sin ser conscientes del pozo de amargura que bullía en su interior y de la energía que de él sacaba. Y, por mucho que aquello no fuera motivo de orgullo, Ardarel se sentía molesta por la decepción de descubrir que, al igual que todas las personas que había conocido en su vida – exceptuando a dos de ellas, entre las que se contaba Alatar –, aquel par eran tan obtusos y ciegos como los demás, incapaces de ver más allá de las apariencias. Si ellos creían que no era más que una jovencita débil y de fácil derrota sólo por ser chica y encima malvada por el simple hecho de ser además una orco (¡Ja! La perfecta justificación para que ellos hicieran cualquier cosa con tal de vencerla), ella no les defraudaría. Que se confiasen, que descubrieran por si mismos, y por tarde que fuera, la cadena de errores que habían cometido, y seguían cometiendo, al enfrascarse cada vez más contra ella.
De lo que si no parecían darse cuenta los dos adolescentes era de lo descompensado de su ataque conjunto. Mientras Abdelkarr, cegado por una furia monocorde, no atinaba a controlar sus bruscos movimientos, Dwalin, sin la mala fe que dominaba a Ardarel y a Abdelkarr y menos experto en las artes marciales, parecía que, con los golpes lentos y estudiados de su martillo, persiguiera mariposas con una albanega más que asestar mazazos contundentes. De hecho, fue el propio Abdelkarr quien fue apartándole, consciente o inconscientemente, de la pelea con su estilo de lucha agresivo y directo, más encarado a dejar sin aliento al adversario que a planificar una estrategia cabal para finalizar el combate.
Ardarel, de todos modos, se defendía bien de los espadazos que le lanzaba el otro muchacho, ya que, como pudieron ver tanto Abdelkarr como Dwalin, su dominio de las armas que ostentaba era arrollador. Mientras una espada frenaba los embates de la de Abdelkarr, la otra, convertida en la sombra gemela de su hermana, aparecía como de la nada para ejecutar unos amagos de ataque que – eso también lo veían claro los dos jóvenes – habrían conseguido finalizar más de una vez el asunto con sangriento resultado si no hubiera sido por la cota de malla de Abdelkarr y la actitud desapasionada con la que Ardarel parecía empezar a afrontar aquella escaramuza. Dwalin en concreto, y ya apartado de los otros dos, fue testigo de la maestría de la chica, quedándose aún más maravillado si cabe por ésta. Sin duda, Ardarel debía ser ambidiestra, característica muy apreciada entre los enanos desde tiempos innombrables, donde el artesano capaz de utilizar las dos manos era respetado y envidiado a partes iguales. La admiración por la joven creció, por si no podía hacerlo más ya, en Dwalin.
Sin embargo, Ardarel, sumergida en el fragor del combate, se olvidó paulatinamente del enano y se concentró únicamente en el humano que tenía enfrente. Pronto se aburrió de los torpes – pero contundentes – ataques de éste y, en un alarde de generosidad no ausente de ironía, decidió que, en vez de matarlo enseguida, lo “despertaría” de su torpeza con un certero golpe de su empuñadura. Dicho y hecho. El negro pomo de una de ellas impactó repentinamente en la sien del haradrim, abriéndole una brecha por donde escapó un hilo de sangre que brilló sobre su piel morena.
Pillado por sorpresa y por el súbito dolor, Abdelkarr se tambaleó unos pasos para atrás, donde tropezó con Dwalin. El enano había salido corriendo en pos de su compañero nada más ver como la chica cambiaba de postura y realizaba el rápido ataque y, por paradójico que fuera, sintió alivio al contemplar la herida de la cabeza. Porque a causa de la velocidad del brazo de ella, Dwalin había imaginado lo peor, una decapitación.
Sosteniéndose casi sobre las puntas de sus pies y con el cuerpo tenso y a punto, Ardarel volvió a contemplarlos con sus grandes ojos sanguíneos, protegida por sus espadas en formación de X como las pinzas de una mantis religiosa pacientemente plegadas a la espera de propinar una agresión mortal. Los tenía dominados como a dos pipiolos, ya que no tenían en verdad ni las habilidades ni la experiencia y, lo peor de todo era que, tanto ella, como ellos, lo sabían.
La idea de morir, que ella los matara cuando le placiera, pasó volando como un siniestro murciélago por sus cabezas, ensombreciéndoles el semblante. Dwalin, hasta ese día en el que había afrontado tantos peligros, nunca había considerado seriamente aquella “posibilidad” y, al toparse con ella con esa brusquedad, la confusión y el miedo volvieron a atraparle, obligándole a tocar de pies a tierra: Ellos dos, orco y enano, no dejarían de ser nunca enemigos y, en aquellos instantes, era el “equipo orco” quien tenía las de ganar.
Abdelkarr, a su lado, miraba con expresión turbia a la desafiante luchadora a la vez que se palpaba la herida abierta en la cabeza con una mano enguantada. Sintió el tacto pegajoso de la sangre así como sentía el dolor pulsátil de la llaga abierta y, aunque el temor también hostigaba su corazón para que latiera como una locomotora en marcha, se dijo a sí mismo (como lo había hecho delante de los trolls de las nieves) que no podía morir de aquella forma. No de aquel modo y en aquel lugar… ni mucho menos a manos de ella. Miles de antepasados de Tullken habían muerto o desaparecido siguiendo la cruzada de Pallando, pero sólo de pensar en la cantidad de los suyos que se sacrificaron antes que él, Abdelkarr se juró que él sería el último de esa negra lista, el que pondría punto y final a esa “dinastía del fracaso”. Y con la sombra de ese pensamiento siguiéndole, se lanzó otra vez a la carga con la espada bien alta, preparada para el ataque, y un grito de furia ardiendo en su boca.
Si bien la embestida del muchacho no la cogió por sorpresa, sí fueron la fuerza y la potencia renovados lo que pillaron desprevenida a Ardarel. En posición de tijera, sus espadas frenaron el filo de la de Abdelkarr, pero no el impulso que la había puesto en movimiento. Aunque ágil y veloz, a la joven le faltaban los buenos músculos del sureño y, por este motivo, no pudo hacer nada cuando, a resultas de la maniobra del chico, fue empujada hacia atrás. Comprobado el punto débil de la orco, Abdelkarr, en vez de intentar iniciar otra sesión de esgrima, decidió seguir con aquella táctica. Con no poco más de cuatro pasos, y aprovechando el empuje de la arremetida, consiguió empotrar a la muchacha contra el cristal del ventanal que cubría enteramente una de las paredes de la habitación.
La espalda de la joven chocó con él produciendo un ruido hueco no muy lejos del lugar donde, escasos instantes antes, ella misma había estado plácidamente apoyada. Si bien no fue un golpe tan fuerte como para romper el cristal, a Dwalin le pareció que el rascacielos se volvía a inclinar peligrosamente hacia un lado por culpa de la fuerza del impacto.
Complacido por haber girado las tornas, Abdelkarr, a diferencia del enano, no sintió más que el deseo de mantener ese acorralamiento y de aplastar a su adversaria como a una cucaracha contra la pared. Ardarel, atrapada literalmente entre la espada y la pared, sabía que si movía sus espadas, ni que fuera unos centímetros, para atacar, la hoja de la de su enemigo caería sobre ella con todo aquel peso que la mantenía prisionera.
Dwalin, desde la distancia, vio toda aquella escena con el corazón en un puño. La lógica le mandaba ir en ayuda de Abdelkarr, pero algo enterrado muy en lo profundo de su ser, una voz trémula pero perseverante, gritaba desde ese abismo que aquello no estaba bien, que ganar de aquella manera no era lo correcto; y era por eso que el enano mantenía un pie al frente, dubitativo y vacilante, mientras su martillo se sostenía en sus manos sin fuerza o decisión. Al parecer, el regusto amargo de la muerte del joven troll sucedida muchos pisos abajo seguía empalagando el paladar del chico menudo, trayéndole, como si de un despojo de la tormenta a la playa se tratara, la sensación de estar viviendo algo que ya había sucedido antes. El enano notaba de nuevo que no eran más que críos manejando armas que se guiaban más por sus propias voluntades de instrumentos de la muerte que por ellos mismos.
Lejos de los pensamientos acelerados de la mente de Dwalin, Abdelkarr sólo podía pensar con dificultad de tan abotargada como tenía la cabeza a causa de la adrenalina, así como doloridos tenía los brazos debido al esfuerzo de tener que mantenerlos firmes. En esa marea que inundaba su razón para intentar ahogar toda distracción, también se diluía el miedo que, como Dwalin, había sentido ante la visión de su posible muerte a manos de Ardarel. Ahora incluso le parecía gracioso que alguien de tan poca fuerza pudiera haber inclinado la balanza de su destino hacia el Sueño Eterno.
Apretando con más vigor la espada, de manera similar a como empujaba todas las voces de su interior que le preguntaban si en verdad tendría la suficiente sangre fría como para apretar la hoja hasta partir a la muchacha en dos y dejar que su sangre le salpicara (¿Realmente podría vivir con la conciencia tranquila con un recuerdo semejante?), consiguió el sureño que, al final, Ardarel aflojara aun más la resistencia que estaba ofreciendo con sus brazos y espadas. Si seguía así, serían los filos de esas mismas espadas de la propia chica los que la cortarían en dos debido a la fuerza que ejercían tanto él como la pared de cristal a espaldas de ella.
Que la situación – tanto para uno como otro bando – era desesperada no hacía falta que se lo recordaran a Ardarel. Le dolía el pecho por la creciente presión que sentía ahí al estar apoyadas las dos espadas entrecruzadas que contenían el avance de la del chico y, con desagrado, notaba también como una ola de sudor empezaba a humedecer su piel. Pero lo peor era que su vista, tan perfecta en la calma de la oscuridad, comenzaba a su vez a fallarle. Apretó los dientes y, en el diálogo mudo que mantenía con el humano, observó en ese incipiente enturbamiento que revoloteaba ante sus ojos el rostro contraído en un gesto de fuerza y rabia de su contrincante, terrible e implacable. Pero el joven no la miraba a la cara; sus negros ojos estaban fijos en las manos que empuñaban su espada. Ardarel casi era capaz de adivinar tanto el temor como las ganas que tenía el haradrim de finalizar aquello y que le impedían observarla directamente a los ojos, enfrentándose así, de alguna manera, a las consecuencias del acto que quería acometer.
De igual modo, y progresivamente, el color oscuro de la piel del rostro del chico fue substituido por la palidez de otra faz que la observaba con penetrantes ojos burlones, descarados y crueles. “¡Pobre Ardarel! Tenía la situación controlada, pero por el orgullo de permitirse perder el tiempo con jueguecitos ha perdido el dominio de todo… ¡Y ahora morirá por ello!”; “Yo… yo lo siento, Annatar” contestó mentalmente Ardarel a esa figura imponente vestida de azul que, en aquellos momentos, sólo podía ver ella. Incluso lo había llamado por el nombre con el que el verdadero Alatar quería que le llamaran sus servidores. Ardarel no sabía si por añoranza del pasado, para escarnio del mismo Sauron o porque Annatar se aproximaba sospechosamente al término “atar”, “padre”. De todas formas, Ardarel se volvió a odiar a si misma por haberle respondido, incluso a pesar de ser un vástago de su imaginación, con aquel tono servil, de derrota. En el fondo, sabía que aquel Alatar que se reía de ella ahora que iba a morir y la Nada la devoraría (¡no había consuelo para los de su linaje ni en la muerte!) era una representación de sus miedos más íntimos, de esa parte de ella misma que tanto desprecio le despertaba… pero que debía esconder a toda costa si quería sobrevivir en el círculo vicioso al que parecía condenada su existencia.
Encogiéndosele el estómago, a Dwalin le pareció ver que la resignación ante su propia aniquilación se traducía en una mirada de desfallecimiento, de abandono, en los otrora ardientes ojos de Ardarel. Sin saber que, de igual manera, la chica estaba en verdad mejor entrenada para asumir la idea de su desaparición en aras del sacrificio de lo que él sospecharía jamás, el enano no podía soportar la idea de ver un asesinato de forma tan directa, a bocajarro, ni el silencio con el que ella parecía aceptarlo. Y, fue en ese mismo silencio, que volvió a acercarse a ellos dos, con otro firme propósito atrapado en su cabeza. Abdelkarr, convertido en un fantoche que parecía sólo poder mover los brazos para apretar con la espada, no se dio cuenta de la presencia de Dwalin hasta que éste, colocado a su izquierda, levantó el martillo Khazad y, sin medir palabra, lo utilizó para apartar con un inesperado golpe la hoja del arma de su objetivo final, liberando de aquel modo a Ardarel.
Lo que sucedió acto seguido pasó con una rapidez pasmosa en comparación con el estancamiento en el que parecía haber caído el tiempo instantes atrás. No bien se hubo liberado de la presión que la mantenía presa, Ardarel, que sólo de reojo se había apercibido de la presencia de Dwalin y de su acto de liberación, alzó de nuevo y al momento sus espadas, sustituyendo con asombrosa velocidad el abatimiento por unas ansias de eliminar al haradrim que había estado pacientemente incubando en su interior por si aquella oportunidad aparecía… y la oportunidad para hacerlo no se le pudo presentar de manera más propicia.
Debido al impulso con el que había sido apartado, y a lo inesperado de la maniobra, Abdelkarr trastabilló para atrás, con tan mala fortuna que acabó tropezando con sus propios pies y cayó de espaldas en el duro y frío suelo embaldosado. La confusión que se cernió sobre él por entonces pareció atontarle. Seguía preguntándose de donde había aparecido tan de repente –tan jodidamente sigiloso y furtivo- Dwalin y porqué había ayudado a la orco con estupefacta inocencia aún no manchada por la rabia, cuando contempló a la otrora víctima saltar sobre él con las dos espadas negras como colmillos apuntándole y el rostro convertido en una máscara de belleza demoníaca donde los dos ojos rasgados relucían con el escarlata de la sangre. Abdelkarr contrajo las tripas en un reflejo instintivo a la espera de recibir la penetración de los dos filos en su carne… Pero ésta no llegó nunca.
Al no percibir el tacto helado y cortante de las dos hojas, algo parecido a la incredulidad se formó en la mente del sureño, la cual, por otra parte, no había hecho más que permanecer en blanco desde el momento en que vio a Ardarel caer sobre él como un espíritu de la venganza. Por segunda vez en lo que iba de día, Abdelkarr debía la vida a Dwalin. El enano, irguiéndose todo lo que le había permitido su breve estatura, había frenado también con su mazo el ataque de la chica. Lejos de ser una traición o juego a dos bandas, la decisión de Dwalin había sido la de escoger lo que le dictaba su lógica; y su lógica le había hablado con la voz cavernosa de su padre, quien siempre le había dicho que “entre una cosa mala y otra peor, lo mejor es poner un pie encima de cada una y equilibrarlas hasta que no parezcan gran cosa”.
Ese razonamiento distaba de estar cerca del furor que se había adueñado de Ardarel. La orco, en unos primeros instantes, sintió un desconcierto parecido al que se había adueñado de Abdelkarr al ver frenado su ataque. Pero al descubrir, de refilón y en medio de la celeridad en que se movía la situación, que había sido el enano el causante de su salvación y del abortamiento de su embestida al sureño, esa extraña mezcla de sentimientos que se le despertaba al enfrentarse a Dwalin volvió a golpearla. Mucho tuvo que ver en ello también la visión velada de la férrea determinación que leyó en su mirada de un verde oscuro casi negro y medio escondida por el casco, en el convencimiento y sinceridad que parecían mover sus actos. Por eso, o quizás a causa de algo más escondido, la joven no volvió a la carga de inmediato.
Quien ya se había recuperado de la sorpresa y el aturdimiento era sin duda Abdelkarr. No bien vio que la orco había sido disuadida con éxito de su ataque por Dwalin, volvió a agarrar su espada y se levantó con toda la agilidad que la fatiga y los residuos de tensión acumulada le permitieron, listo para proseguir la escaramuza. Ardarel, como tantas otras veces, olió las intenciones del sureño mucho antes de que éste las pusiera en práctica y, volviendo a pasar por alto a Dwalin, se puso en posición de combate. Realmente, los hombres eran los únicos seres en toda la creación tan cretinos como para tropezar dos o mil veces seguidas con la misma piedra, pensó la muchacha.
De espaldas a él, Dwalin llegó a escuchar como Abdelkarr le gritaba un “¡Atácala, tío, atácala ahora!” cuando se abalanzaba hacia donde estaban ellos. Un poco cansado al descubrir que su actuación no había servido para nada, al enano le dio tiempo para girarse y volver a frenar, con su arma, la espada de su compañero. Invariablemente, tal y como había temido, la chica aprovechó a su vez para atacar. Y, dejando que Abdelkarr digiriera de nuevo la sorpresa de ver frustrada su tentativa, se dispuso a hacer lo mismo para con Ardarel.
Pero, con su martillo ocupado en Abdelkarr y en el frenesí con que se desarrollaba todo, Dwalin sólo pudo extender la mano en el último momento para detener las ya imparables hojas de Ardarel. Pasó un segundo en que pareció que una nueva tanda de sablazos fuera a desarrollarse; pero el tiempo se congeló y, todos, con Abdelkarr y Ardarel a la cabeza, contemplaron, estupefactos, la espada (una de las dos; no importaba cual) de Ardarel, aún sostenida por su mano ejecutora, clavada en el cuerpo de Dwalin.
El enano, en medio de ellos dos, observaba también con una especie de asombro ese apéndice negro y metálico que surgía ahora de su cuerpo; su premio, injusto y cruel, por haberse interpuesto en medio de los dos para afianzar la paz.


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