Osgiliath 2003 de la C.E. (caps. 10-15)

02 de Septiembre de 2007, a las 23:11 - Ricard
Relatos Tolkien - Relatos basados en la obra de Tolkien, de fantasía y poesías :: [enlace]Meneame


Hacía frío en aquellas alturas, pensó – con la misma frialdad que el aire y el viento que danzaban en la azotea de la “Torre de Cristal” – el mago azul Alatar y, con un movimiento reflejo, se esponjó dentro de su chaqueta azul, planchada y almidonada para que ninguna arruga apareciera en su superficie.
A su alrededor, las antenas parabólicas y de radio se alzaban como los restos raquíticos de un bosque arrasado, mientras que los conductos de ventilación sobresalían tímidamente del suelo del lugar como setas de pulido metal. Aquel paisaje, que tan familiar le era, se había tornado extrañamente siniestro a ojos del consejero bajo las nubes negras y densas que se apretujaban, cada vez más amenazantes, sobre la ciudad.
Atrapado por esa percepción, Alatar se apartó del lado de su acompañante, un callado Pallando que parecía igualmente afectado ante la visión del cada vez más tenebroso e inquieto cielo, para dirigirse a la baranda que, como las almenas de las antiguas torres fortificadas, rodeaba el perímetro del amplio tejado para poner un límite al precipicio de casi quinientos metros que se extendía hacia abajo, hacia el resto de la ciudad y el común de los mortales. Sacudido con levedad por los vientos ululantes y persistentes que ahí se encontraban, con los codos bien asentados en la baranda y su bastón metálico amorosamente agarrado en un abrazo, Alatar dirigió su cristalina mirada ojizarca – un azul triste y sin mácula – hacia la inmensidad que se extendía ante él.
Había perdido la cuenta de las veces que, a lo largo de los años, había subido allí arriba y había contemplado esas mismas vistas sólo para relajarse de la molesta y absorbente vida de burócrata en la que se había movido en las últimas décadas. Observando ese paisaje, que era el mismo de siempre y no lo era a la vez a causa del fuego, el humo y la destrucción, Alatar se sorprendió al comprobar que, en cierto modo, echaba de menos esos días en que la calma y el silencio de la azotea le esperaban cada vez que decidía abandonar su despacho y el papeleo.
Detrás suyo, Pallando se le acercó para detenerse a unos cuantos metros de él, siendo aún el silencio una mortaja entorno suyo. Alatar, al presentir la proximidad del otro mago, sonrió para sí. Se sentía como el hermano mayor que acompaña al más pequeño hacia el balcón en donde se puede disfrutar de todas las maravillas del universo y, el menor, por miedo o timidez, se niega a contemplar ese regalo que hiela con su sola presencia temores e inseguridades, para preferir mantenerse al margen, en un segundo plano, a la espera de que el mayor se canse de la admiración de la Creación y vaya a jugar con él. “Muy bien, hermanito, jugaremos... ¡Oh! Ya lo creo que jugaremos!” se dijo a sí mismo Alatar y, con un suspiro quedo, se giró de cara a Pallando, sus rubios cabellos despeinándose con indiferencia gracias al inclemente viento.
En la otra punta de la ecuación de la existencia, Pallando miraba con un inexpresivo semblante a su némesis. A Alatar se le antojó que el otro intentaba clavarle una mirada acusatoria, pero el ver a su antiguo amigo y compañero de fatigas convertido en una sombra de lo que fue, con aquella farragosa y brillante armadura que parecía anquilosar su ya maltrecho cuerpo de anciano y a obligarle a mantener el cayado bien firme a un lado como en una de esas viejas imágenes de “Istari” que podían verse en los templos, le causó una desagradable desazón no exenta de humor. Al fin y al cabo, y en otras circunstancias, tanto antes como después de su estancia en la Torre Oscura, Alatar se hubiera reído con ganas de las pintas de su ex-socio.
Y, aunque a ojos de cada uno, el otro era el vivo retrato de la decadencia, sabían de sobras que ambos se habían convertido – cada uno a su manera – en parodias de lo que fueron, en tergiversaciones. Pero, y aún a pesar de aquello, no dejaron que la negra tristeza que, invariablemente, acompañaba a ese pensamiento y era tan ponzoñosa como para matar a los elfos y dejar a los hombres convertidos en sombras sin voluntad, los aplastara; sino todo lo contrario: avivaron en sus entrañas la llama que los mantenía con vida y que ni el Tiempo podía destruir. Si habían de decaer junto a ese mundo a la deriva y sin rumbo que iba hundiéndose como un gran navío y que alguna vez fue un sueño (el más grande y portentoso de todos, sin lugar a dudas), se hundirían con él con la dignidad de capitanes. Brillarían como dos estrellas fugaces antes de apagarse aunque eso significara la destrucción de uno de los dos… o de ambos.
Animado por el ambiente electrificado que les rodeaba y por las oscuras ideas que se cernían en sus cabezas, Alatar levantó la vista hacia el cielo. A pesar de que desde abajo pudiera parecer que la “Torre” rozaba los difuminados vientres de las nubes, la verdad era que desde donde estaban ellos, en su punta más alta, las nubes se percibían a una altura considerable, como si la sola proximidad de la tierra las repeliera. Alatar se quedó embelesado ante el enorme banco que tenían sobre ellos, de un color sucio y opaco como el de las aguas de un río embravecido al revolver arena y rocas, y en el mudo y continuo movimiento que las hacía arremolinarse en forma de espiral sobre la ciudad entera y más allá, con el centro de dicha rueda justo encima de la “Torre”.
Alatar sabía que significaba aquello.
- ¿Ves, Pallando? ¡Al fin se nos tiene en consideración! ¡Ya somos jodidamente famosos! ¡El Ojo de Eru nos observa! – exclamó, sonriente y a voz en grito para hacerse oír por encima del viento.
Pallando parecía no haberle escuchado, pero bien sabía también lo que significaba que el cielo se retorciera sobre ellos dispuesto a escupir fuego y lágrimas… aunque éstas no cayeran por nada ni nadie en concreto.
Si las miradas matasen, tal y como rezaba el dicho, Alatar estuvo seguro de que, en aquel entonces, Pallando lo hubiera fulminado hasta no dejar ni las cenizas. Pero no por odio o rabia, sino a causa de esa melancolía que fulguraba en el azul apagado de los ojos del viejo mago y que tenía su reflejo en la artificiosa vivacidad de sus propios ojos azul cobalto. Sin poderlos soportar ni un instante más, Alatar volvió a girarse de cara al vacío que se desplegaba a un solo paso de distancia, dando de nuevo la espalda a Pallando, quien se mantenía con los labios cosidos, en un mutismo que muy bien conocía Alatar. Lo que siempre había considerado precaución a la hora de hablar, ahora se le antojaba falta de imaginación. Sencillamente, Pallando parecía no saber iniciar el combate ni que fuera verbalmente, y por eso esperaba paciente a que él diera el primer paso… como siempre había tenido que hacer.
Pero en aquella ocasión no se ajustaría a su esquema; le obligaría a escuchar un poco más de su verborreico discurso que tanta irritación sabía que le producía.
- ¿Nunca te lo has preguntado, Pallando? – comenzó, esbozando una leve sonrisa, con la vista perdida en el infinito y gritando para volver a hacerse oír.
- ¿El qué? – respondió Pallando y, a pesar del tono flojo en que le llegaron esas palabras al oído, Alatar era conciente de que aquello no era a causa de un repentino cohibimiento por parte del “istar”, sino más bien por culpa del omnipresente vendaval.
- Qué se sentiría siendo un gobernante de Hombres, al ostentar el poder entre ellos y hacerles bailar entorno a tu cetro, sabiendo que dependen de ti… Y si fueras el dueño de todos ellos, ¿los respetarías por igual, Pallando? – y al decir eso último se giró de nuevo de cara al anciano, los ojos bien abiertos y una mueca torcida en los labios que intentaba ser una sonrisa.
- ¿Es esto un desesperado intento para tentarme? ¿Para que me una a tu loca causa? O… ¿acaso es una justificación para lavarse las manos de la muerte de niños, mujeres y ancianos “seleccionados” para tu sacrificio?... No, Alatar; no creo que el convertirme en lo que eres tu ahora me hiciera sentir más poderoso o mejor, si esa es la respuesta que esperas…
Más que la cadencia cansada y agostada de aquella contestación, lo que enfureció a Alatar fue el desdén disimulado con el que Pallando la dijo. Ahora era Pallando el que hacía el papel de hermano mayor que miraba por encima del hombro las tontas chiquilladas de su hermano pequeño. Y, si de algo estaba seguro Alatar, era que, en su larga vida, nunca se le había dado bien el rol de hermano menor.
- Muy bien, Sr. Salvador… Si prefieres vivir en un mundo donde tooodos los hombres, pueblos, vecinos, perros y amos son iguales, donde todo es fraternidad y amistad con telones rosa de fondo, te recomiendo que no te acerques a ninguna población o ciudad de esos mismos Hombres que tu mismo llegas a considerar hermanos… no sea el caso de que ese día toque ahorcar a los extraños con barba y bastón… Y ya que hablamos de igualdad, ¿qué tal si nos deshiciéramos de esa espada?
Antes incluso de que acabara esa frase hinchada de rencor y cólera contenida, Pallando la remató arrojando al acto, y con un movimiento atlético y fulguroso como un destello, a Celebrinaglar bien lejos de él. Lo hizo sin apartar la mirada de su interlocutor (el cual se quedó con la boca abierta y un dedo acusador alzado sin fuerza) y una decisión pasmosa. Sin queja alguna, la espada se clavó sin aparentes dificultades a unos cuantos metros lejos de ellos, despuntando orgullosa – y ligeramente inclinada – la empuñadura sobre el gris cemento del suelo de la azotea con el que se había unido sin aparente esfuerzo, como obedeciendo secretas y previstas órdenes de su amo.
Pallando sabía cuanto molestaría a Alatar ese gesto. Alatar no habría esperado que él le hiciera caso en aquellas circunstancias; y el Sacerdote odiaba las sorpresas, vaya que sí.
En todo caso, e inesperadamente, Alatar pareció tragarse su orgullo y, con un sosiego y calma realmente alarmantes, volvió a girarse de cara a la ciudad. Con las palmas de las manos bien abiertas sobre la fría baranda y los brazos estirados, Alatar parecía que, más que observarla, estuviera estudiando un plano sobre una mesa o un tablero de una partida de ajedrez.
- Es curioso, pero estar aquí ahora, en lo más alto de todo, me ha traído un recuerdo – empezó a decir con una súbita voz soñadora que, más que nunca, sonó fuera de lugar – Hará un siglo (o tal vez fue hace siglo y medio, ¡qué más da!) me encontraba paseando a orillas del río Glanduin, cuando entonces vi a un hombre viejo y harapiento asomado al agua que sostenía una gran piedra entre las manos. Una cuerda atada a la roca y a su cuello los unía aún más íntimamente. Pensando que haría lo que en verdad era evidente, me dirigí corriendo hacia él. “¡Pero, buen hombre! ¿Qué vais a hacer? ¿Por qué os queréis matar?” le grité .
» El hombre, sin inmutarse ni abandonar su posición, me miró con unos ojos de mirada gastada pero de honda sinceridad. “ Mi señor, ¿por qué no debería hacerlo? – me dijo – He vivido por muchos años y la vida me ha dado ya todas las alegrías y las penas posibles; pero un hombre ha de saber cuando ha llegado al final del camino… Y le diré algo más, caballero: tal y como yo lo creo, la vida de cada hombre la decide él mismo; y sí así es con la vida, ¿por qué no tiene que ser igual con la muerte, si así se terciara? Yo ya he hecho todo lo que quise hacer en los asuntos del día a día y nadie me quitará tampoco el dominio sobre mi muerte”.
- ¿Por qué me cuentas esto? – intervino, cortante otra vez, Pallando.
Alatar volvió a encararse a él. La sempiterna sonrisa fácil había desaparecido de su rostro y la pesadumbre se había hecho ama y señora de su expresión.
- Porqué yo seguí intentando disuadirle hablándole de los Grandes Poderes y del castigo que tú y yo sabemos que se les depara a los suicidas más allá del velo de la muerte. De todas formas, el hombre me miró con tristeza y, ¿sabes qué me dijo?: “¿No le da vergüenza a su edad creer en esas chiquilladas?”. Luego se tiró… Con esto quiero decirte, Pallando, que ya no representamos nada en esta tierra, ni significamos ya nada tampoco… Ni vosotros, ni el Poder en las Sombras… Te diré más, la entrada de Melkor de nuevo a este mundo puede significar su perdición… Todos lo saben, todos lo sabemos; pero somos parte del chiste, de la broma, y como tales no podemos cambiar nada.
- Esa visión es muy cómoda y fácil, Alatar…
- … Pero es la única.
Y antes de cerrar los párpados, Pallando vio como Alatar desaparecía ante sus ojos. Ni medio segundo más tarde oía su voz tras sus espaldas.
- Los años te han vuelto lento, Pallando… No sabes cuanto lo lamento.
No había ni pizca de triunfo o regodeo en aquellas palabras, pero Pallando conocía lo que vendría seguidamente detrás de ellas. Apretando los dientes, resistió como pudo el golpe que le propinó Alatar con su bastón por la espalda y que lo lanzó directamente al suelo. Al besar el desnudo y áspero polvo que durante generaciones se había ido acumulando ahí, Pallando fue consciente en verdad del paso del tiempo que su cuerpo había tenido que soportar.
Levantándose con dificultades, Pallando dio gracias a que la armadura hubiese amortiguado tanto la caída como el impacto que la había propiciado. El “maia” podía imaginarse como Alatar le habría asestado el traicionero y veloz golpe: No como quien golpea con un simple bate, no, sino con la sola energía que el Sacerdote hubiese concentrado en él. Era muy posible incluso que Alatar no hubiera ni movido el cayado y sólo se hubiera limitado a apuntar y a rozar con él su viejo y decrépito cuerpo.
Una mirada seria y desprovista de emociones, como la de una máscara de cera, se había adueñado de las facciones de Alatar. Pallando sentía como sus ojos azules, que parecían emitir un leve fulgor en la oscuridad que iba extendiéndose, le traspasaban más allá del metal y la carne, llegando hasta su más íntima esencia. El anciano mago, de igual forma, advirtió que la actitud general de Alatar había cambiado. Ya no adoptaba una pose chulesca e indiferente sino que, con los pies bien separados, sostenía aquella vulgar barra metálica (Pallando se negaba a compararla siquiera con los bastones que los “Istari” fieles atesoraban) con las dos manos, en posición de combate. La barra, como los ojos, parecía emitir también un débil resplandor desde su plateada superficie.
Haciendo crujir sus nudillos, Pallando hizo lo mismo con su desgastado bastón y el contacto áspero, austero, de la madera le trajo vívidas imágenes de los grandes bosques de donde fue extraída; bosques que crecían en laderas de montañas no menos gigantes de un lejano país, envueltos todos en la bruma y la magia que sólo la distancia en los recuerdos sabe otorgar. Esos reflejos del lugar de donde provenían, en vez de distraerle, le dieron más empuje, lo centraron y le recordaron el motivo (el real) por el que estaba luchando. Y aunque ahora tendría que saltarse un poco las reglas para acercarse a esa meta (y al bando del Enemigo), Pallando se juró a sí mismo que le demostraría a Alatar que aún seguía poseyendo poder y fortaleza bajo su cuerpo marchito.
Enfrente de él, Alatar no era tan ignorante como para no presuponer que Pallando estaría sintiendo en aquellos momentos – y más ahora que su primer ataque había dado el pistoletazo de salida al enfrentamiento - el cosquilleo en sus manos al pasar toda su energía y poder de ellas al cayado, de modo calcado a como él mismo había hecho segundos antes para derribarlo. Por eso, por creerse precavido y sobre aviso, la contestación de Pallando a su maniobra le dejó perplejo y, literalmente, sin aliento.
Había esperado un ataque veloz como el suyo, claro, pero los movimientos que ejecutó el anciano delante de sus narices y que acabaron con un certero bastonazo en uno de sus costados que lo tumbó con súbita violencia en el suelo, dejó en pañales su “no-ya-tan-rápida” acometida inicial.
Curiosamente, no fue rabia lo primero que sintió al reincorporarse de nuevo y ver como la mitad de su caro vestido azul hecho a medida, a parte de haberse arrugado como un pañuelo de usar y tirar, lucía una patina del color gris del polvo que cubría el suelo de la azotea. Ni el previsible dolor derivado, de hecho, parecía afectarle mucho. La emoción, nerviosa e inquieta como una repentina llamarada, que le corroía en realidad el cuerpo era mucho más fuerte. Era la sensación de entrever lo que ya había augurado; que Pallando iba a por todas y no se limitaría sólo a seguir el compás del baile. Por primera vez desde hacía años (¡siglos!), Alatar sentía genuina estupefacción, furia y miedo… en definitiva, se sentía vivo.
Alatar recogió pausadamente su bastón, que había caído junto a él a causa del golpe, y, a pesar de la suciedad que ahora adornaba la mitad de su rostro y del horno que era su interior, volvió a contemplar a Pallando con aquella frialdad impasible.
Quien en ese momento parecía otra persona era el propio Pallando. Con un pie adelantado, los largos faldones negros de su gabardina ondeando al viento, sostenía bien alto y enfrente suyo el bastón tan oscuro como sus ropas. En contraste, la armadura que le protegía torso y brazos, lejos de parecer que lo frenaba como antes, resplandecía con un sutil brillo, pegada a él como si fuera su segunda piel y estuviera hecha de una sola pieza, sin fisuras. Alatar rememoró entonces el destello metálico que había dejado escapar ésta como única señal y aviso de que Pallando se había decidido a mover ficha. Y en verdad se había lanzado contra él con la rapidez y la agilidad de una anguila; pero una anguila revestida de plata y cristal.
Sí, la armadura, que tan ridícula y pomposa le había parecido antes, no era un mero adorno, pensó con una especie de asombro y frustración.
Ateniéndose a la filosofía de que una buena defensa es un buen ataque, Alatar, disipada su sorpresa, volvió a lanzarse contra Pallando a una velocidad pasmosa. Éste sólo pudo ver la sombra azul de su antiguo compañero ir directamente contra él, únicamente para frenar un instante antes del inevitable choque delante de sus propias narices. Más que la rapidez de la maniobra – esperable, proviniendo de un “maia” -, a Pallando lo paralizó la ferocidad y el hieratismo que intuyó en el rostro de Alatar. Acostumbrado a su cuerpo mortal y al contacto con los humanos, a Pallando le chocaba volver a contemplar un semblante tan… tan “inhumano”, a pesar de que lo cubrieran los rasgos de cualquier persona normal y corriente. Un rostro terrible y atrayente a la vez, como la contemplación directa del Sol.
Fue bajo esa mirada impenetrable que Pallando recordó las caras de sus otros “hermanos”, más allá de las esferas del mundo, en un pasado quizás demasiado lejano.
Volviéndole a la realidad con agresiva persuasión, Alatar le golpeó con su cayado y, en aquella ocasión, en el centro del pecho. Como el anterior, el impacto en sí no fue muy fuerte; pero por obra y gracia del Fuego Azul acumulado en la barra y que, como una ola, se desplazó de ésta hacia el anciano, el golpe final fue tan contundente como la descarga de un ariete.
Los consiguientes efectos, de igual modo, fueron más devastadores: el peto de la armadura frenó en parte la fuerza de la agresión, pero no pudo evitar que la energía del choque se esparciera por el resto de ella, haciendo saltar chispas al entrechocar las junturas de las piezas, así como tampoco pudo impedir que Pallando saliera despedido hacia atrás. Horrorizado, el “istar” había sentido como, por unos momentos, su corazón parecía haberse detenido a la primera onda de poder que penetró en su cuerpo.
Tambaleándose por unos segundos, y entre resuellos entrecortados y raspados por su vieja garganta, Pallando recuperó el aliento y la confianza al percatarse de que la parada de su corazón sólo había sido una impresión. Apoyándose en el bastón como haría un anciano cualquiera, pudo levantar al fin un poco la vista y así contemplar, bajo la sombra que le proporcionaba su sombrero de ala ancha confeccionado con “mithril” a modo de yelmo, como Alatar, lejos de esperar una respuesta suya, fríamente volvía a preparar un ataque.
Fue así que, moviendo su bastón con estudiados gestos, el Sacerdote volvió a alimentarlo con aquello que los Hombres llamaban “magia” y se abalanzó de nuevo sobre Pallando. A tiempo frenó éste el cayado del otro con el suyo propio levantándolo con las dos manos e interponiéndolo en la trayectoria del de su enemigo; pero si bien la agilidad no constituía un problema en sí, Pallando se preguntó si resistiría la fuerza acumulada ahí. Como respuesta recibió una lluvia de astillas de su bastón, requemado a causa de la luz azulada que recorría la barra de Alatar como un animal enjaulado buscando la manera de morder a alguien.
Los dos magos se mantuvieron pegados de aquella forma por espacio de unos escasos instantes, apretados los dientes, juntos los bastones y clavadas las miradas en el respectivo adversario. Fue un exiguo momento, pero ambos se contemplaron y se dijeron más que con veinte discursos; Alatar con su cara pálida, de máscara mortuoria sólo manchada en su mitad derecha por la suciedad del suelo, y Pallando enrojecido por el esfuerzo, acentuándose atrozmente las arrugas y las cicatrices de su rostro como si de una intrincada telaraña se tratara.
Luego, como un cable sometido a mucha tensión y a causa del poder allí reunido, se hizo un momento de silencio antes de que una pequeña explosión, nacida en el punto en el que los dos cayados se tocaban, los separara con violencia.
Los dos hombres se precipitaron para atrás y bien parecía que fueran a caerse de espaldas al unísono en un efecto cómico que no encajaba muy bien en la atmósfera de la situación. Sin embargo, ambos recuperaron el equilibrio sin muchos problemas y se estudiaron otra vez, como dos toros a punto de embestirse, a través del tenue resplandor azulado que había quedado suspendido entre ellos a resultas del descontrol de sus poderes: una espectral nube de niebla iridiscente tan leve que no tardó en desaparecer llevada por el viento.
Aunque encrespados los músculos y nervios de cada uno, ese primer roce había roto al fin la asfixiante y fina tela separadora que se había ido acumulando entre los dos desde que se habían hablado por primera vez por la mañana en la entrada de la “Torre de Cristal”. Y, sin duda, de los dos, el que se sentía más pletórico era Alatar. Notaba aún en su interior el punzante enfado por haberse estropeado el vestido hecho a medida que llevaba encima, del cual la corbata que se movía nerviosamente al son del viento como si estuviera viva y quisiera escapar de su cuello, era la parte menos afectada (¡y que le iba a hacer! Él también había cogido mucho apego a las cosas “terrenales”); pero aquello no conseguía disimular el que también se encontrara embriagado por una cálida confianza que le hacía sentir más ligero, casi como si pudiera andar de puntillas como una bailarina suspendida en el aire. Y la razón última era porqué sabía que tenía una ventaja imborrable sobre Pallando. Algo parecido a los escrúpulos le volvió a la pesadez de la gravedad y, por consciente que fuera de lo brillantes que eran esos nuevos sentimientos, no impidió dar uso, al final, de esa ventaja.
Cerró los ojos consecuentemente mientras una escueta sonrisa se dibujaba en sus labios. En su mano izquierda pudo sentir el cosquilleo que el fluido vital producía al acumularse ahí; una fuente de poder pura, nacida de los Primeros Instantes en los que pudo haber instantes, que transpiraba su piel para llenar el cayado plateado, el cual, en su inerte silencio, parecía anhelar aquella energía que lo convertía en una arma letal. Se imaginó en aquel momento que Pallando, al igual que él, habría percibido también a esas alturas el gran abismo que los separaba y que ponía a Alatar un par de metros a más altura que el viejo, por lo que, aunque mantuvieran un combate de un milenio de duración, Alatar sería siempre el indudable ganador.
De esa soberbia no quedó ni el recuerdo cuando, al volver a ir directo a Pallando, éste no sólo lo repelió sino que contraatacó con más contundencia con su bastón “no-me-toques-que-me-deshago”. Y en aquella ocasión no se trató solamente de caer de lado y ensuciarse la mitad del vestido. El elegante y estilizado bastonazo que le propinó a Alatar lo envió una docena de metros lejos y, aún cuando aterrizó en el suelo, fue arrastrado por la potencia del golpe otro buen par de metros hasta que la base de una antena lo frenó.
La intranquilizadora idea de que si la azotea hubiese tenido la mitad de metros cuadrados muy bien pudiera haber caído en el suelo que se encontraba a medio kilómetro más abajo o que, de haber salido un metro despedido hacia la derecha probablemente algunas de las antenas lo hubieran empalado sin contemplaciones, escondió por unos segundos el desconcierto y el dolor del que se quejaban la mente y el cuerpo del sorprendido consejero.
En la distancia, la figura de Pallando se alzaba más orgullosa y altiva que nunca, como si fuera la cúspide, con su brillante armadura, de la torre de cristal y luz que tenían debajo los pies. “¿Qué se cree que es? ¿El rey de Gondor? ¡Yo soy GONDOR!” rugió la parte más consciente de la cabeza de Alatar. La otra, que fluía en su subconsciente como un río de aguas negras y calmas, se fijó más en el resplandor débil y azulado que recubría con disimulo el bastón del otro mago. Esa leve luz rompió el espejismo de la ventaja que Alatar pensaba tener sobre su adversario. Hasta ese momento, el Sacerdote había creído que, por desesperada que fuera su situación, Pallando seguiría las reglas básicas. Él, como único sirviente encarnado del Poder en el Vacío, se había creído protegido por el desprecio que los servidores del Vala Oculto sentían (¡y debían sentir!) por las normas que los ataban una vez penetraban en Eä. No creía que Pallando hubiera roto los Sellos que una vez rompieron Sauron, Saruman y tantos otros antes que él mismo para convertir la Tierra Media en su patio de recreo particular.
Pero si lo que Pallando quería eran “fuegos artificiales”, los tendría. Que no dijeran que el gobierno de la república no escuchaba las sugerencias y peticiones de sus ciudadanos.
- Se nos dijo que sólo podríamos aconsejar… Se nos ordenó que no utilizáramos el Poder de la Llama… Se nos amenazó con el castigo si íbamos por nuestra cuenta y riesgo… Dime entonces, oh Rómestámo, servidor del Fuego Secreto, ¿me equivoco o, a pesar de lo que yo creía, ya estamos los dos condenados? – dijo Alatar con una voz tan monocorde e impersonal que no parecía proceder de su boca y sí de todas partes, mientras se incorporaba y se limpiaba el hilo de sangre que manaba de su boca y nariz. Por años que pasaran, Alatar nunca se acostumbraría al sabor salado, metálico, de ese desagradable jugo carmesí.
Pallando, firme e inmóvil como un juez a punto de dictar sentencia, no dijo nada y siguió escrutando a su compañero sin parpadear. Como él, el fulgor azulado permanecía mudo, oscureciendo aún más la madera del bastón que recubría.
Con unos vacilantes pasos y arrastrando la barra de metal por el suelo, Alatar se acercó a él. La vacilación no se encontraba solamente en sus pies. El ex-mago veía que el abismo que creía separarles se había convertido en una puerta por la que se podrían entrever las mil y una razones por las que Pallando (¡el gran, recto y perfecto Pallando!) había decidido saltarse todas las prohibiciones que, a buen seguro, habría seguido al pie de la letra todos los años anteriores. Creer que sólo era para frenar sus planes y los de Morgoth era la punta del iceberg, estaba seguro. ¡La razón no podía ser tan simple!
Fuera como fuere, la fría evidencia de que, de todos modos, él llevaba muchos más años abusando del poder que se le había concedido que aquel andrajoso anciano enloquecido por el desamparo de otros tiempos en los que su existencia quizás habría tenido más sentido, reconfortó a Alatar y le permitió prepararse para continuar la ofensiva. Así, mientras Pallando se dirigía a él para volver a doblegarlo, fue tan fuerte y grande la ola de poder que le confirió a su cayado que ésta rebasó los límites físicos del metal y se convirtió en una llama de fuego azul que coronó uno de los extremos del bastón. Parecía que Alatar sostuviera una gran antorcha de plateado mango y fuego tan concentrado y puro que se asemejaba a la hoja de una espada; como muy bien comprobó para su desgracia Pallando cuando ya se hallaba a pocos metros de su oponente.
Sin misericordia, con una gélida y calculada determinación más propia de una máquina, Alatar, tal cual blandiera una guadaña con filo de fuego, atacó a Pallando. El anciano “istar” a tiempo estuvo para frenar y apartarse de la ardiente “hoja” en una última y desesperada maniobra para tumbar el cuerpo hacia atrás y ver pasar por encima suyo, en una distancia muy escasa, el bastón de su oponente, el cual pasó a la velocidad del rayo, dejando detrás suyo una estela de vivo color azul. Incluso antes de caer al suelo de espaldas, Pallando pudo ver como el ataque frustrado caía finalmente sobre una indefensa antena de radio muy próxima a ellos. Al momento, como el árbol que ha sucumbido al hacha del leñador, la antena, con un lastimero sonido de hierros amputados, se inclinó y cayó al vacío, precipitándose en algún lugar por debajo de donde estaban, ya tan lejano que parecía imaginario, de la base de la “Torre”. Con ellos sólo quedó la base de hierros candentes a causa del paso de la herramienta del Segador que se hacía pasar por Sacerdote.
Desde el suelo, sintiendo más que nunca el peso de la armadura, Pallando contempló el rostro de éste. La impresión de que una máscara inerme le estuviera observando se hizo más asfixiante y Pallando notó incluso por aquel entonces un leve mareo… aunque muy bien pudiera ser también que la sensación de movimiento del suelo tuviera origen en el simple hecho de que el suelo se movía de verdad. Al fin y al cabo, Pallando era cada vez más consciente de que, en su enfrentamiento contra el MÓL, la fina columna de plata que representaba tan sólo el exiguo extremo del pilar maestro que sostenía el lugar no había salido indemne. Por no hablar de que tampoco creía que su combate en la cima ayudara mucho en la estabilidad del edificio. Cínicamente, Pallando pensó que quizás era mejor que el rascacielos se desplomara de una vez por todas y los aplastara a ellos, para poner fin a aquel esperpento de enfrentamiento.
Como si le estuviera leyendo los pensamientos, Alatar rompió al momento en un ataque de risa que borró momentáneamente la expresión pétrea que parecía haberse adueñado de sus, por otro lado, suaves facciones.
- Tiene gracia… Me refiero el vernos así, rodeados por todo esto – y, cómicamente, Alatar hizo un gesto con las manos como si intentara abarcar el paisaje – Por un momento me ha venido a la cabeza otro recuerdo; el de ese viaje que hicimos al Extremo del Mundo. Sé que pensé, o dije, que aquello parecía el fin del mundo… Y, mira por donde, los Ithryn Luin han sido los únicos que han conseguido un billete de ida y vuelta al mismo sitio. ¡Otra vez estamos en Fin del Mundo! – y habiendo acabado de decir aquello, Alatar volvió a carcajearse.
Por extraño que le pudiera parecer, a Pallando no le estremecieron las risas de su compañero (más sinceras de lo que se pudiera pensar en un principio), sino el hecho de que quizás tuviera razón. Al levantarse y contemplar el tono rojizo, como de un largo y eterno crepúsculo, que iba cogiendo el aire bajo las nubes negras a causa de los incendios en la ciudad, se dio cuenta de que era ese rojo envenenado, más propio de las entrañas de un horno y que parecía pegarse a todo, lo que le removía el estómago al mirar a Alatar reírse con demencial entusiasmo.
Sí, los Ithryn Luin estaban de nuevo en el Fin del Mundo, en la cima más alta, rozando el techo más elevado, asomándose al abismo más profundo. Consciente de todo aquello, Pallando volvió a posicionarse en actitud de combate, a la vez que Alatar hacía lo propio sin abandonar en aquella ocasión su sonrisa de tiburón.
Más allá de la azotea de la “Torre”, grandes columnas de humo nacidas de fuegos descontrolados se elevaban para reunirse con las nubes del cielo, no menos tétricas. Debajo de ellas, teñidas por el resplandor escarlata que tanto enfermaba a Pallando, sobresalían las llamas que cubrían el “Circular Park”. A esas horas habían cubierto casi toda su superficie, sobreponiéndose a la luz de otros incendios menores. Desde las alturas, los dos magos parecía que lucharan acorralados por aquella barrera de fuego que dominaba ahora su horizonte más cercano, rodeándoles como la valla de un redil circular.
Era un anillo de fuego perfecto; una serpiente mordiéndose la cola revestida de un ondulante pellejo de llameantes escamas.


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