Osgiliath 2003 de la C.E. (caps. 10-15)

02 de Septiembre de 2007, a las 23:11 - Ricard
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Debajo de ese manto de fuego y cenizas, más rabiosamente vivo (y peligroso) cuanto más de cerca se lo observaba, en que se había convertido casi más del noventa por ciento de los árboles, o cualquier ser vivo con hojas y tallo que habitara el “Circular Park”, la situación era de una belleza hipnotizante: El “Circular Park” se moría como un gran animal agonizante; y los árboles, con el crepitar de sus ramas y hojas, elevaban al cielo negro de Osgiliath, junto al humo, un último canto; un réquiem que nadie escuchaba - ¡pues ya nadie oía la sutil lengua de los árboles en esa época!- que parecía querer vaticinar la peligrosa proximidad de un destino similar para los insensatos humanos que sólo buscan salvar sus vidas aunque eso conlleve la muerte de su mundo.
Aquel lamento, tan profundo como un canto de ballena en los abismos, se colaba mudo por encima del ruido ensordecedor del resto de la desolación y, aunque inaudible, sin lugar a dudas era el acento que ponía de relieve la belleza en esa muerte de decenas, de centenares, de plantones de Yavanna; sufridos, abnegados y siempre segundones protagonistas en la historia de Arda.
En medio de ellos, y en un punto tan lejano y cercano a la vez como sólo puede serlo en un círculo sin principio ni fin, la estatua ecuestre del capitán Boromir se levantaba ahora rodeada por el fuego, como si con su silencio y su expresión adusta fuera él el único que escuchara el estentóreo grito final de los árboles e intentara, con su autoritario dedo alzado, poner orden en el rebaño de ovejas ardientes en que se había convertido el brancaje que le circundaba, agitado a su vez por un viento que no soplaba: el viento del Fuego, el viento de la Muerte.
Pero, y por imposible que aquello pudiera parecer a simple vista, algunos de aquellos insensatos humanos, cuya vida era un parpadeo al lado de la de cualquier “olvar”, parecían querer arriesgarse a permanecer bajo el pliegue de llamas del parque, como obstinados testigos que necesitaran presenciar, y compartir, la muerte definitiva del “Bosque de los Edain”, tal y como lo habían llamado en un buen principio a mediados del s.XIX de la Cuarta Edad, cuando lo inauguraron al declararse la República de Gondor.
Esos “insensatos” humanos hubieran considerado injusto, dada la situación, tal calificativo y hubieran dudado mucho de que en verdad les hubiera gustado presenciar la desaparición total del parque donde se hallaban, por la sencilla razón de que ellos no podían saber que se encontraban en un túnel cerrado sobre si mismo de fuego y calor. Para bien o para mal, se habían acabado reuniendo todos en uno de los pocos “puntos verdes” que quedaban en la mole del parque, acechados (eso sí) por unos muros de humo que parecían actuar a modo de brumosa avanzadilla del ejército de hiniestas y hambrientas llamas que venían tras ellos.
En lo que si encajaba su perfil de seres humanos corrientes y molientes era en esa inquebrantable, y desconcertante a veces, necesidad de vivir incluso en las situaciones más desesperadas y aunque eso les llevara a la condenación de sus almas. Y en eso reflexionaba la mente del joven multimillonario y heredero de los feudos del Ithilien Norte, Tullken Hadorson, en aquellos instantes; pero solamente como un ruido de fondo: el tema principal era la supervivencia (de él) a secas.
Su cuerpo empezó a temblar entonces, no a causa del frío (inexistente en aquel infierno) o del miedo (ya no), sino porque se estaba preparando para lo que iba a acontecer, por lo que el propio Tullken iba a provocar. El joven ya no escuchaba la voz de Sin Nombre, que le instaba a moverse para ponerse a buen recaudo en las ramas del árbol, ni parecía darse cuenta de la intranquila mujer que tenía al lado. En realidad, sólo parecía tener ojos y oídos para la bestia (la criatura más pavorosa que Tullken recordase haber visto jamás, como escapada de una lejana pesadilla de la noche más oscura) que tenían enfrente y que a su vez parecía devolverle la mirada, como si supiera lo que él estaba pensando y leyera sus más íntimos pensamientos.
Cuando el huargo, con la cabeza bien erguida al estar apoyando sus patas delanteras en el furgón tumbado, y sus dientes al descubierto en una especie de sonrisa macabra y demasiado humana, se cansó de examinar a sus futuras presas hizo recorrer un calambre por su lomo, que erizó todos los pelos de su dorso, para indicarle a su jinete que ya se había hartado de hostigar la siniestrada camioneta y que se encontraba a punto para dar alcance a otros objetivos.
La Dama de Negro se cubrió con un pliegue de sus oscuras vestimentas la cabeza, a modo de capucha, para hacer una improvisada visera sobre sus sensibles ojitos que le permitiera captar lo que el lobo le señalaba con su hocico. La mujer captó el humo que se elevaba amenazante a pocos metros ya de la línea de árboles que les rodeaba, así como entrevió el resplandor de las llamas que iban detrás estrechando el cerco tanto para los que eran perseguidos como para los perseguidores. Un calambrazo parecido al temor recorrió su deformada columna vertebral al oler en esa atmósfera opresiva el perfume ácido de la muerte; pero enseguida vislumbró también la pequeña forma de la muchacha a la que buscaban recortándose tras el fulgor del fuego y de aquellos que se habían interpuesto en su misión.
Su mente se balanceó por unos momentos – como lo hacía la de Tullken – en poner su pellejo a salvo o en complacer el mandato del Amo Azul de la “Torre-Que-Brilla”. El nuevo espasmo que sacudió a su vez la espalda de su montura le comunicó que, por lo menos, la bestezuela quería poner en práctica sus capacidades cazadoras. Como no era el momento de discutir con un animal que la superaba en tamaño y malicia, la jinete lo espoleó para que saltara hacia ellos, olvidando al instante que alguna vez había tenido miedo o dudas.
Sin Nombre los vio venir. Arien también y Tullken, en una especie de trance, había visto esa imagen mucho antes que ellos dos.
La distancia que los separaba iba esfumándose a cada poderosa zancada del lobo, haciendo retumbar el suelo bajo los endebles pies de los dos jóvenes. Llegó un momento en que Tullken se aisló definitivamente de lo que le rodeaba y sólo llegaba a ver el huargo al acercarse, con aquella sonrisa en el morro que dejaba caer babas sanguinolentas como presagio de la futura sangre que iba a derramarse. Como la jinete ante el fuego, el dúnadan vio en esas fauces el Rostro de la Muerte, perfecto, impoluto y absolutamente aterrador. Algo se rompió entonces en su interior, desgarrándose sin misericordia como un mantel partido por una espada negra. Supo y vio con una claridad meridiana que la muerte se iba a cobrar su precio de una forma u otra y, ante aquella certeza, una serenidad invadió su ánimo. Comprendió sus errores y lo equivocado que había estado hasta ese momento.
Embriagado por esa revelación y llevado por un arrebato, agarró con fuerza – casi con violencia – un brazo de Arien con las manos esposadas.
- ¡Vamos, sube! ¡Sálvate tu! – le gritó con una voz rota, en un grito de desesperación reforzado por una determinación de hierro.
La chica lo miró por unos instantes con su mirada aturdida de cordero, de un color gris ceniciento; pero enseguida se dejó guiar por Tullken, quien la ayudó a apoyar un pie en una rama baja del árbol y dejó que Sin Nombre acabara de ayudarla a subir ofreciéndole una mano suya.
Lo último que recordaría Tullken de esta vida sería aquella escena y la sensación de consuelo al ver que Arien se había puesto a salvo, junto a esa claridad que le había hecho comprender que, habiendo sólo tiempo para poner a buen recaudo a uno de los dos, lo mejor era que ella, con su hijo aun no nacido, tuviera una segunda oportunidad. Si en cambio tan sólo se hubiera salvado él, Tullken había comprendido que el resto de su vida habría sido un cadáver andante, con la conciencia ahogada por una montaña de culpa.
Después sintió una ráfaga de aire caliente a sus espaldas (que supuso que sería el aliento de la bestia) y la nada más negra y absoluta se apoderó de sus sentidos.
Apestando a gasolina, humo y sangre, el teniente Beregond tuvo tiempo de ver la muerte de Tullken junto a Beren, el cual, con la camisa pegada al cuerpo debido al sudor, había conseguido salir del furgón como su jefe lo había hecho del coche patrulla. Los dos, boquiabiertos e inmóviles uno al lado del otro, habían llegado a tiempo, en una de aquellas ironías crueles del destino, para apreciar conjuntamente aquel espectáculo que les azotaría con los sentimientos de horror y frustración por no haber hecho nada cada vez que lo rememoraran.
Peor fue para Sin Nombre y Arien. Desde su posición en la copa del árbol, tuvieron un visionado privilegiado del último aliento de su compañero en aquella locura. Al pandillero en concreto, y puesto que Arien cerró los ojos al momento y por instinto, se le quedaron grabados en la retina todos y cada uno de los instantes del terrible acontecimiento. Vio, como si fuera a cámara lenta, como el lobo agarraba al muchacho desde atrás con un gesto limpio -y se diría delicado- para, después de asegurarse de tenerlo bien cogido, sacudirlo violentamente con agresivos movimientos de la cabeza de un lado para otro, como un perro que estuviera jugando con algo que hubiese recogido del suelo con los dientes. Tal y como Sin Nombre pensó (tan desapasionadamente que, dadas las circunstancias, le sorprendió y asustó al mismo tiempo) era muy posible que Tullken hubiera muerto antes desnucado por aquel salvaje bamboleo que por la mordedura forzosamente mortal del animal. Por lo menos habría muerto con rapidez y con relativa limpieza, intentó consolarse el endrino mientras tragaba un buche de saliva. Nunca un trago le pareció tan amargo.
Cuando el huargo vio que su presa no mostraba ninguna señal de oponer resistencia, se cansó de su “entretenimiento” y la lanzó lejos de él. El cuerpo inerte de Tullken aterrizó unos cuantos metros lejos de la bestia, pero a la vista de todos. Como ya había sospechado Sin Nombre, el chico no presentaba profundas marcas de dientes, por lo que quizás hubiera muerto antes de que éstos penetraran con más fuerza en su carne. Pero aquello no era ningún consuelo ante la visión de su cadáver. Éste había quedado tirado en el barro del lugar en una posición estrambótica y antinatural, como un muñeco de trapo arrojado a una punta desierta del patio de juguetes.
Su ropa, cara y de marca sin lugar a dudas, ahora estaba sucia y desgarrada por las fauces del huargo y acentuaban la apariencia de monigote. Esa aureola de patetismo que rodeaba los restos de Tullken, empequeñecidos al lado de la imponente mole de su asesino, golpeó tanto a los policías como a la pareja encaramada en los árboles. Y, para cuando ya habían conseguido pasar por alto la imagen de sus aún esposadas manos, se acabaron por percatar a su vez de los teléfonos móviles y otras bagatelas que le habían caído de los bolsillos al ser lanzado y que ahora descansaban esparcidos a su alrededor, relucientes y nuevos. Eran los mismos objetos que había robado para lucirse ante sus amigos, motivo de su detención y, por ende, de su muerte. Como avergonzado, su rostro permanecía ladeado, medio hundido en el barro, como si pretendiera evitar ver a los compañeros que en aquellos momentos le estaban contemplando con el estremecimiento grabado en sus miradas.
La impotencia se secó y se endureció igual que un duro bloque de cemento en las entrañas de Beregond y Beren, como si fueran ellos los que llevaran pesadas esposas que les aprisionaran no sólo las manos sino también las fuerzas y los ánimos. Arropados por esa angustia, el teniente y su ayudante, como si les hubieran congelado los cuerpos de cuello para abajo, intentaron entonces apoyarse en otra fuerza. No pasó mucho tiempo que sintieron aflorar en esa impotencia enquistada en sus tripas una rabia quizás mucho más poderosa y sabia que cien mil frustraciones al intuir (no, al ver claramente, con una comprensión cegadora) que el sacrificio del joven, de Tullken, sería totalmente inútil: El huargo, el único que parecía saber sin obstáculos cual era su objetivo en la vida, se había levantado sobre sus cuartos traseros y, apoyándose en el tronco del árbol, lo zarandeaba para hacer caer a Arien y a Sin Nombre, como si éstos fueran fruta madura. Por si aquello no bastaba, su ensangrentado y lacerado morro rebuscaba ávidamente entre el follaje a sus víctimas.
El chillido que emitió la muchacha ante ese acoso despertó y destapó aquel furor que Beregond había ido reconcentrando en su interior ante la imposibilidad de dominar aquella situación que se le escapaba de las manos. Beregond no era una persona beligerante, no era tampoco uno de esos agentes de la ley violentos que gustaban de abusar de la autoridad; pero, por encima de todo, era un policía y no podía digerir por más tiempo que aquello continuara de aquel modo. Ya había visto suficiente. Ya había soportado suficiente. Dando un último vistazo al cuerpo de Tullken, apresuradamente se dirigió a Beren. En su cabeza se le había empezado a formar tan sólo el germen de una idea, tan precipitada y desesperada como posiblemente inútil, pero Beregond, como los árboles eran presa del fuego, era víctima de la imperiosa necesidad de hacer algo.
- ¡Beren, sígueme a cierta distancia y, mientras yo distraigo al monstruo, ayuda a bajarlos y salid del parque! ¡Poneos allí en algún lugar a resguardo!
Beren, tan alterado o más que su jefe a pesar de su porte estoico, ni llegó a preguntarse como lo haría Beregond para distraer a esa criatura tan obstinada y se limitó a inclinar levemente la cabeza para hacerle entender al teniente que estaba dispuesto a seguir todas sus órdenes, por peligrosas que éstas fueran.
Una vez confirmado el apoyo de su compañero, Beregond le hizo de inmediato una señal para que se pusiera en marcha. Alejándose de ese modo del furgón y de sus silentes ocupantes, se dirigieron con todo el sigilo que les fue posible directamente hacia el lobo; estando Beren apartado unos cuantos metros a la derecha de Beregond.
Éste vio de reojo como su subalterno intentaba mantener la compostura al pasar al lado del cadáver de Tullken y, ignorado por el huargo, se mantenía en su posición próxima al lobo a la espera de sus instrucciones. Ahora le tocaba mover su ficha del tablero.
Sin pensarlo, el teniente se lanzó corriendo directo al animal y, poniendo en práctica la que quizás fuera la parte más fácil de su plan a medio reflexionar, agarró con los dos brazos la peluda cola del lobo para luego estirarla con violencia. Tan paralizado de estupor como el lobo al sentir como le interrumpían se quedó Beren al ver al fin en que consistía el plan de su superior.
Beregond, de todas formas, se encontraba demasiado ocupado en intentar que la cola no se le escapara de las manos y en apartar las gruesas y malolientes hebras que conformaban el denso pelaje para que le dejaran la boca libre y así poder increpar a la bestezuela con gritos e insultos.
Quien reaccionó primero a la insistencia de Beregond fue la jinete del lobo. Como una araña de largos miembros, se giró a cuatro patas sobre su silla de montar, hundiendo pies y manos en el poblado bosque de pelos del lomo del animal, a la vez que su mirada lo hacía en Beregond. El policía, al darse cuenta de aquella “admiradora”, paró por unos momentos su estrategia. Por otros segundos que pasaron volando, le pareció estar delante de una tienda de acampada negra, con los hierros mal ajustados y de la cual surgiera aquella cabeza blanca, sin aparentes ojos y cadavérica, feamente remarcada por la densa pelambrera de negros cabellos.
La mujer ladró entonces algo ininteligible y una nube de gotas de sangre coagulada y ácida saliva surgidas de la herida abierta a un costado de su boca duchó a Beregond, quien a su vez intentó protegerse con el mismo pelaje de la cola que sostenía con las manos.
Harto quizás de que jugaran con la parte trasera de su cuerpo sin haberle pedido nadie la opinión, el huargo finalmente hizo lo que Beregond estaba esperando que hiciera desde hacía rato. Desapoyando las patas delanteras del tronco del árbol, que amenazaba en partirse por la mitad por culpa del peso, el lobo dejó a un lado a Arien y a Sin Nombre y se giró hacia aquel pequeño incordio. Fue tan brusco su giro que con él casi consiguió que su jinete cayera al suelo estrepitosamente. Beregond sólo tuvo un escaso margen de tiempo para soltar el rabo y tumbarse en ese mismo suelo para evitar que el animal lo atrapara con sus fauces. Por un momento había parecido que éste fuera un perro cualquiera intentando morderse la cola.
Aún estando tumbado en el suelo, sinténdose más que nunca un desecho y sabiendo que quizás muy pronto acabaría igual que el pobre Tullken, Beregond notó la agradable y liberadora sensación del deber cumplido. Casi le pareció poder ver – a pesar de que tenía los ojos fuertemente cerrados – como Beren, sobreponiéndose a la consternación que, con toda seguridad, habría agarrotado su cuerpo al no poder hacer nada por él, iba corriendo al árbol para socorrer al chico y la chica (ahora que el lobo estaba entretenido) y se internaba con ellos entre los demás árboles, devorados por el humo allí reinante, huyendo del huargo y del parque maldito.
A Beregond, pues, solamente le faltaba esperar la muerte con toda la dignidad que le fuera posible. Pero ese momento nunca llegó. Justo cuando esperaba sentir los dientes de la bestia en su carne y apretaba más firmemente los párpados para afrontar el trance, una explosión, seca y contundente como una pedrada directa, les golpeó tanto a él como a su futuro verdugo. La honda expansiva, ardiente e inmisericorde, lo arrastró un buen par de metros, revolcándolo por el barro. Beregond pudo intuir, más allá del estruendo, como el huargo también daba un bote, como un gato pillado por sorpresa, ante esa detonación. Al policía, después de la confusión de los primeros instantes, no le costó imaginarse que su origen se debía encontrar en su coche patrulla volcado. El fuego, utilizando los charcos de combustible que había vomitado el vehículo, habría saltado al fin de los árboles hasta llegar al depósito del coche, como él mismo ya había temido.
En todo caso, y dadas las circunstancias, había sido una explosión bastante floja. Si el depósito hubiera estado lleno e intacto, así como el furgón policial no hubiera estado tampoco delante de ellos, Beregond estaba seguro de que ni el lobo ni él – ya solos en el claro una vez huidos Beren y los chicos, como comprobó con alivio el teniente al entreabrir los ojos – no habrían vivido para contarlo.
El instinto de supervivencia volvió a imponerse en aquel momento con fuerza ante ese giro de los acontecimientos. A Beregond le pitaban los oídos -no descartaba que le estuvieran sangrando como la nariz- y todas las articulaciones de su cuerpo le crujían como si hubiera sido una marioneta en manos de un titiritero loco; pero aún estaba vivo y, aprovechando los instantes de confusión, hizo rodar su cuerpo hacia los árboles más cercanos. Como Beren, él también intentaría salir del parque, una vez demostrado que éste se había convertido en una trampa mortal.
Llegado a los árboles, se reincorporó como pudo. Unas náuseas increíbles se apoderaron de él, pero ayudado por el árbol en el que se apoyaba consiguió coger el control e, incluso, la vista empezó a esclarecérsele. Vio entonces el claro iluminado por la luz infernal que procedía de su coche, convertido ahora en una tea perenne de la que surgía una columna de humo negra y espesa. Desviando un poco los ojos, también detectó al huargo, acorralado entre los árboles y el fuego. Pero mientras el lobo parecía embobado ante la visión de las llamas, como digiriendo aún la sorpresa causada por la repentina explosión, la jinete tenía el rostro encarado hacia el teniente.
Y, a pesar de la distancia, del caos, del fuego, de todo, Beregond sintió que ella lo había visto y que su odio era tan abrasador y destructor como el fuego que la iluminaba ahora igual que una aparición de las huestes de Gothmog. El teniente notó como se le encogía el corazón y presto dio media vuelta para desaparecer entre los árboles, pues si bien no oía nada (la deflagración lo había dejado momentáneamente sordo), estaba seguro de que un grito de rabia no tardaría en poner de nuevo a la bestia tras su rastro.
Al teniente le bastó recorrer un par de metros para comprobar la literalidad con la que había caído del fuego a las brasas. Alrededor suyo todo el paisaje se encontraba completamente alumbrado por el fuego. El techo de ramas y hojas, los troncos, todo, ya había sido recubierto por las llamas. Aterrorizado, sólo la visión lejana de un pasillo entre los árboles, lo bastante amplio como para no ser devorado por aquel infierno y que dejaba entrever en su final los barrotes de la valla que marcaba la frontera del parque, consiguió centrar a Beregond y convencerlo para que continuara su escapada. Intentando ignorar el asfixiante calor, el policía se cubrió la cabeza con su castigada gabardina y se internó en ese horno, hundiendo los pies en una senda inundada por negras y ardientes cenizas. Sobre su cabeza, hojas impregnadas de fuego no paraban de caer de los árboles en un otoño orco y, más de una vez, Beregond tuvo que sacudirse de la gabardina alguna de ellas, pues parecía que quisieran compartir con él su muerte bajo las llamas. En aquellas ocasiones, Beregond, en su loca carrera, tenía tiempo de entrever el espectáculo melkoriano de la destrucción que lo envolvía: el brancaje iluminado por aquella luz enfermiza que no paraba de exudar esa lluvia continua de hojas suicidas, mientras leves nubes de humo se paseaban por entre sus troncos como melancólicos fantasmas. Y, al verlos, el policía se recordaba que tenía que seguir, seguir siempre hacia delante, ya que era muy posible que por culpa de esos espectros cargados de asfixiante monóxido de carbono cayera dormido en las brasas ardientes que pisaba para no poder levantarse nunca más.
Fueron unos escasos veinte metros de recorrido, pero a Beregond se le antojó una eternidad; y eso que, a pesar de todo, no había oído el estruendo de la madera y de las hojas al consumirse en todo su esplendor, como el rugido de una gran bestia acorralada. Cuando finalmente llegó a los altos barrotes de la valla que ponían fin al parque, sintió una punzada de desaliento al ver su gran altura, pero se dijo que, si había podido llegar hasta ahí, escalar tres metros para alguien que había brincado en pos de ladrones por sitios aún más intrincados, no debía de ser tan complicado.
Agarrando con decisión dos de los barrotes con sendas manos, y notando con desagrado lo calientes que estaban (el teniente no quería ni imaginarse las ampollas que surgirían allí), intentó vislumbrar algo del exterior del parque. Pero el resto de la ciudad, en contraste con la luz que reinaba en el parque, parecía un sitio desierto, curiosamente oscuro y nebuloso a causa del humo. Bueno, pensó con resolución Beregond, de todas formas seguro que era un lugar más acogedor que la hoguera en que se había convertido el “Circular Park”.
Ya tenía un pie apoyado en la valla cuando, en la nuca, sintió el hormigueo de un peligro cercano… y no se trataba del calor del fuego. Girándose con cautela, entrevió a través de las ondulantes y volubles llamas la figura negra, y agigantada por las sombras producidas por el fuego, del huargo y de su jinete al otro extremo de la espaciosa senda que había recorrido antes. No podía ver las expresiones de sus rostros, pero Beregond estuvo seguro de que tenían sus miradas clavadas en él, embotadas por el deseo de venganza por haber impedido apoderarse de la chica, Arien.
El teniente esperó que el huargo atendiera a sus instintos de animal y que el miedo al fuego le impidiera realizar cualquier estratagema.
Y, en un primer momento, parecía que así iba a ser, pues la criatura permanecía indecisa al borde de los árboles. Empero, con sigilo y seguridad, no tardó en internarse entre esos mismos árboles, con su jinete bien pegada a su lomo para evitar ser atrapada por los anhelantes dedos del fuego que recubrían el techo del bosquecillo. Aguijoneado por la urgencia, Beregond intentó escalar la valla tan velozmente como pudo; pero el crujido general en todas sus articulaciones le recordó que aún le faltaba mucho para estar recobrado del todo.
Como en una pesadilla en la cual uno no puede moverse para escapar de su perseguidor, Beregond contempló con impotencia como el huargo, medio agazapado y protegido por su grueso manto de pelos, avanzaba con éxito por en medio de ese túnel de fuego.
Ya se hallaba a la mitad, y Beregond hubiera jurado que podía ver la sonrisa roja de triunfo de la jinete, cuando pasó lo más extraño para el policía en aquel día ya de por si extraño.
En un primer instante pensó que era un efecto óptico; una impresión producida por el continuo bullicio de las llamas en movimiento o alguna alucinación creada por la inhalación excesiva de humo; pero por más que parpadeara o se apartara el sudor de los ojos, pudo ver en realidad como los árboles que rodeaban a la bestia y a su jinete, a lado y lado del camino y convertidas sus ramas en garras ardientes que apuntaban al cielo, se inclinaban, al principio imperceptiblemente y luego con parsimonia y lenta delicadez, sobre ellos, envolviéndoles con su fuego.
Beregond casi pudo notar como algo físico la sorpresa de la que eran presa el huargo y la jinete al ver que esas ramas caían sobre ellos como tentáculos de fuego, apresándoles con una fuerza que parecía multiplicarse cuando más se retorcían al intentar zafarse. El policía sí consiguió oír al final – después de cruzar el infierno sordo y medio ciego – los gritos y gruñidos de dolor que pregonaban la muerte de esos dos al prender el fuego en sus carnes con asombrosa rapidez. Las figuras de la pareja no tardaron en difuminarse y desaparecer bajo el mar de llamas que les iba recubriendo, ahogando aquellos alaridos de agonía.
Los árboles que los habían apresado permanecieron inclinados sobre ellos, se diría que con paciencia, mientras el fuego también los consumía. Entonces, por la mente de Beregond, pasó susurrante el recuerdo de las historias que le contaba su abuela - una consumada trota bosques del Ithilien Sur tanto cuando tuvo seis como ochenta años - sobre los árboles que habitaban ciertos bosques, los más antiguos entre ellos, y que sonaban casi más bien a advertencias sobre los peligros que entrañaba despertar a algunos de sus habitantes. El hombre buscó desesperadamente el nombre, la palabra, que designaba a los más poderosos de entre ellos; aquellos que, a base de paciencia y tiempo, conseguían moverse con voluntad propia para proteger sus dominios, movidos por la furia, la cólera dormida de su estirpe.
Solamente cuando saltó de una vez por todas la valla, con penosas dificultades, y aterrizó en el duro asfalto del otro lado del parque, a Beregond le vino a la cabeza la palabra “ucorno”. No podía creerse lo que acababa de ver (de vivir), pero si algo tenía nombre, era porqué existía o podía haberlo hecho… aunque fuera en el interior de un parque de una ciudad del más rabioso presente.
Estirando el cuerpo como si se hubiera despertado de un sueño demasiado largo y profundo, el policía despejó su mente. Ahora lo más urgente, de igual modo como lo había sido durante toda la mañana, era reunirse de nuevo con sus compañeros e intentar sobrevivir.


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