Hijo de Gondor

25 de Junio de 2004, a las 00:00 - Andira Gandalfa
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Ya no soy un niño

Llevo veinte días viajando solo. Si fuera un hombre débil, quizá estuviese loco a estas alturas. Se me agota el agua y me parece que estos caminos no los siguen ya ni las almas de los muertos que vagan sin rumbo. No he visto a nadie que pueda decirme dónde está la Casa de Elrond. Sí, podría volverme loco porque esto es desesperante... pero soy un hombre fuerte y no pienso rendirme. Dejo que mi instinto me lleve, al igual que hace mi caballo.
No es la primera vez que emprendo un viaje largo, ni la primera vez que me pierdo... pero sí la primera vez que me paro a pensar en aquel día en que dejé de ser un niño.
Parece que fue ayer cuando tenía diez años. Me había levantado temprano para asistir a mi clase de lectura. Como madre estaba enferma desde hacía un tiempo, tuve que conformarme con el beso de buenos días de la nodriza. Siempre odié los besos, sobre todo los que no son sinceros, y el de aquella mujer era de obligación y no de cariño. Nunca he sido cariñoso, pero he de reconocer que de vez en cuando me sentía necesitado de un abrazo por parte de mi madre, o mi padre o mi hermano. Supongo que todos necesitamos a veces un poco de comprensión, dejar a un lado por un momento nuestra dureza y abrirnos al afecto de los demás. Yo soy de naturaleza reservada para estas cosas, pero reconozco que necesito sentirme querido. Con tanta confesión he olvidado por dónde iba... el caso es que ese día, la nodriza estaba un poco tensa y me trataba como si yo fuese frágil... me hablaba con más dulzura de la habitual, y eso no me gustaba. Sentía algo oscuro en todo aquello y me pareció que el día no sería bueno pese al sol que hacía brillar toda la Ciudad.
Fui a paso lento a la biblioteca... tenía ganas de jugar, nada de libros, yo era un niño, ¿por qué debía esforzarme tanto? La mayoría de niños de mi edad estaban jugando e inundando de gritos Minas Tirith, ¿y yo qué? No, yo tenía que devanarme los sesos haciendo estúpidos ejercicios de gramática que no me aportaban nada, yo seguía hablando igual que siempre y escribiendo sólo cuando debía hacer algún examen, y siempre con ciertas faltas ortográficas. Pero al igual que la nodriza, el maestro también estaba extraño.
-Pasa, Boromir.- Me dijo poniéndose en pie.- Hoy he pensado que has trabajado mucho esta semana y tu comportamiento ha sido excelente. Por eso voy a permitirte que leas lo que desees sin hacer ningún ejercicio.
¿Y eso? ¿Mi comportamiento, excelente? Era obvio que no había visto la rata que le había puesto en el arcón la semana pasada. ¿O era una trampa para castigarme después? Fuera lo que fuese yo no podía hacer otra cosa, así que me puse a leer en silencio. Me sentí observado y levanté la vista un momento para ver qué hacía el profesor: me estaba mirando desde su mesa con compasión. Me invadió un escalofrío; ¿qué estaba pasando? No era normal que sintieran pena por mí y no me dijeran nada. Se me ocurrió que podría ser algo relativo a mi madre y su enfermedad, pero ellos me lo contarían, ¿no?
-Señor. Alathor, ¿puedo irme ya? Es que debo decirle algo a mi padre.
-por supuesto.- Respondió, y eso me hizo sospechar aún más.- puedes irte, cuídate.
Cerré el portón al salir. Tenía el corazón desbocado, nunca me había sentido tan intranquilo. Tenía que ver a padre, tenía que verle y preguntarle qué estaba pasando.
-¡Boromir! ¡Boromir!.- Gritó una vocecilla.
Miré a mi derecha y vi a mi hermano Faramir corriendo hacia mí. Tenía cinco años, y una gran sonrisa en la cara. La nodriza estaba más atrás y sonreía, pero con ternura y pena. Se apiadaba de nosotros por algo que no sabíamos que estaba pasando.
-¡Cuánto me aburrí hoy sin ti!.- Dijo Faramir cogiéndome de las manos y haciéndome dar vueltas.
-¡Yo también!.- Respondí riendo. Faramir me hacía olvidarme del mundo, ¡de todos mis problemas! Empezamos a girar como peonzas riendo y gritando, y la gente nos miraba con tristeza allá en el patio blanco...

-¡Dalaisa!.- Gritó de repente un criado.- ¡Dalaisa! ¿Dónde está el Señor Denethor?
-¡Aprisa, encontradlo!.- Continuó otro.- ¡La Señora está delirando y lo llama!
Faramir y yo nos soltamos y miramos hacia la Torre.
-Madre...,.- Murmuré.
-¿Qué le pasa a mamá?.- Me preguntó Faramir muy preocupado.
Enmudecí de pronto. Estaba demasiado ocupado pensando en mi madre. Faramir se asustó al verme tan angustiado y empezó a llorar.
-¡Faramir!.- Exclame de repente.- No llores, Faramir.
-A mamá le pasa algo y no me lo quieres decir.- Dijo secándose los ojos.
-No te lo digo porque yo tampoco lo sé.
-¿Y por qué no me dices eso por lo menos? Creía que te habías vuelto sordo.
-No, Faramir.- Le dije abrazándole.- es que estoy muy preocupado por ella.
-Pero tú no lloras.
Mi hermano pensaba que yo era un insensible. Quizá fuera cierto, rara vez lloraba, y cuando lo hacía era por rabia o por amor propio...
-¡Mira! ¡Es papá!.- Señaló Faramir.
Mi padre venía corriendo, más pálido que nunca, recogiéndose la túnica. Parecía haber enfermado de tristeza en aquel tiempo, los cabellos le habían clareado y se lo veía más viejo.
-¡Padre! ¡Padre, espéranos!.- Le dije.
-Hijos míos.- Dijo parando un momento.- No, no me sigáis, voy a ver a vuestra madre.
-Y nosotros también vamos.- Dijo Faramir.
-Pero mis niños, no...
-Queremos verla.- Dije.
-Está muy enferma, Boromir... te entristecerá verla así.
-¡Ya estoy triste!.- Grité.- Quiero verla, padre, ¿y si no la vuelvo a ver despierta?
A mi padre se le llenaron los ojos de lágrimas. Me agarró de los hombros y se arrodilló ante mí.
-la verás entonces tranquila, libre de tormento... y sabrás siempre que está a salvo. Pero sí ahora la ves tal y como está, nunca se te irá la tristeza de los ojos y te irás consumiendo como yo... no quiero ese final para ti, Boromir, no lo quiero.
-Es mi madre. La quiero. Tengo que verla, padre.
-Yo también.- añadió Faramir.- Tengo que decirle que le he hecho un dibujo.
Mi padre nos miró largo rato y al fin se levantó y nos dio la mano.
-Si queréis verla, la veréis. Pero nunca os abandonará la pena, hijos míos.
-tampoco el cariño que le tenemos.- Dijo luego de un silencio Faramir, y tanto a mi padre como a mí nos sorprendió enormemente su intervención.
Subimos las escaleras juntos, cogidos de las manos. Me temblaban las rodillas; si mi padre estaba tan preocupado, él que era un hombre fuerte y valiente capaz de soportar grandes sufrimientos y sonreír después con orgullo, ¿qué sería de mí? Sólo era un crío que se las daba de valiente, ¿y si no lo era en realidad? Yo siempre había querido parecerme a mi padre, siempre le había imitado en todo porque quería que estuviera orgulloso de mí, y lo había conseguido, pero ahora llegaba el momento de la verdad. ¿podría soportar lo que iba a ver?
Al fin llegamos arriba y caminamos hacia la habitación de mis padres. La puerta estaba entornada, y cuando entramos suspiré. En la cama, tapada con abundantes mantas, estaba mi madre. Ella siempre había sido muy pálida, pero tenía ahora un color enfermizo, y hasta sus labios estaban blancos. Tenía los ojos cerrados, los párpados ensombrecidos, y su pelo negro había perdido el brillo. Cuando los criados nos vieron, salieron de la habitación apresuradamente. Mi madre nos había oído entrar y abrió los ojos un poco.
-Mis niños...,.- Murmuró.
-Mamá.- Respondió Faramir, y corrió hacia ella.
-Señor Denethor.- Dijo uno de los médicos cogiendo a mi padre del hombro.- Salga un momento, por favor, tengo que hablarle del estado de su esposa.
Yo me quedé en la puerta, mirando a mi madre frágil como una rosa. No me atrevía a entrar, por alguna extraña razón no quería hacerlo. Faramir estaba a punto de llorar porque mi madre no tenía fuerzas ni para abrazarle. Oí que el médico le decía a mi padre:
-La Señora se muere, mi Señor. Quizá le queden algunos días de vida, pero no más. Lo siento, Señor. No podemos hacer nada.
Maldije al médico en silencio. Si de verdad lo sintiera, se habría esforzado más aún en curar a mi madre.
-Boromir, hijo mío.- Dijo mi madre débilmente.- Acércate, por favor.
Me acerqué a ella y me senté a su lado en la cama.
-Qué hermoso eres, cariño.- Dijo tocándome el pelo.- Tú y tu hermano habéis heredado mis cabellos, ah, algo os quedará de mí al menos.
-No digas eso, madre.- Le dije.- Todavía no.
-Mamá, ¿por qué te tienes que ir? Prometiste que estarías con nosotros  cuando creciéramos.- Dijo Faramir con los ojos llenos de lágrimas.
-Lo siento, cariño.- Mi madre empezó a llorar.- Lo siento. Yo no quiero irme, pero...
El llanto la hizo toser. Faramir y yo la abrazamos con cuidado de no hacerle daño.
-¡mamá, yo no quiero que te mueras!.- Gritó Faramir llorando.
-¡Lo siento, mis niños, lo siento!.- Gritó ella.
Faramir y mi madre lloraban abrazados, y aunque yo los abrazaba también, no podía llorar. Ni una lágrima asomaba en mis ojos en aquel momento tan terrible. ¿Acaso no lo sentía? Me horroricé pensando que quizá yo no la quería tanto como Faramir. Mi padre llegó y nos sacó de allí, tenía que estar a solas con madre y lloró al vernos tan deprimidos. Cogí a Faramir en brazos y me lo llevé fuera; nos sentamos en las murallas y lo abracé para consolarle hasta que se quedó dormido. Yo me estaba consumiendo, sentía tantas cosas malas... sentía tristeza porque mi madre iba a abandonarnos y rabia porque estaba sufriendo y nosotros la habíamos hecho sufrir aún más. Y sentía odio, odio por mí mismo porque no había llorado, y odio por Eru que se la llevaba tan pronto. Me levanté y dejé a Faramir tumbado sobre el muro; corrí lejos de la gente, tenía que estar solo, solo, solo...
Al fin llegué a un descampado y mirando al cielo empecé a gritar:
-¡Malditos Valar! ¡Malditos seáis todos los que nos miráis y os burláis de nosotros! ¡Malditos, malditos! ¡Queréis robarme a mi madre, asesinos! ¿Qué os ha hecho ella para que le enviéis este sufrimiento? ¿Qué os hemos hecho mi padre, mi hermano y yo para que nos atormentéis a nosotros? ¡Ella es joven y buena! ¿Por qué queréis apartarla de mí? ¡Llevadme a mí, pero dejadla! ¿Qué ha hecho ella, qué ha hecho? ¡Sois injustos y crueles, todos lo sois! ¡Y desde hoy os odio y nunca os confiaré mi destino! ¿Me oís? ¡A partir de hoy yo, Boromir, os odio y jamás os rogaré por nada, jamás!

Los Valar debieron apiadarse de mí, supongo, porque comprendieron mi dolor, pero de haber sido ellos yo habría castigado severamente a quien lanzara semejante ofensa contra mí. Aquella noche no dormí, estuve tumbado con una bella piedra blanca a mi lado. Esa piedra era un regalo de mi madre, un pedazo de nácar de las costas de Dol Amroth, su tierra natal. Faramir dormía, pero agitado; debió tener una pesadilla. La noche se me hizo eterna hasta que al fin salió el sol. Agotado por la tristeza y el insomnio desperté a Faramir.
-Esta noche tuviste una pesadilla, ¿verdad?.- Le pregunté.
-Soñé que me moría, Boromir.- Dijo Faramir alarmado.- Me moría, pero no era yo.
-¿Qué quieres decir?
-Yo no era yo, hermano, yo era mamá y me moría en su cama.
Le agarré de los brazos.
-¿Cómo dices?
-Era de noche, yo era mamá y estaba en su cuarto. Todos estaban llorando... me vi a mí mismo llorando también.
-Oh no...
Me levanté rápidamente.
-¿Hermano?.- Preguntó.
-¡Que no sea como aquel día! Cuando soñaste lo del perro... ¡mordió al guardia exactamente como soñaste! Que no se cumpla, que no se cumpla.- Murmuré.
Faramir me siguió al salir de la habitación y corrimos hacia donde descansaba mi madre. Los médicos no nos dejaron pasar, y oímos llorar dentro a un hombre.
-¡Es papá!.- Dijo Faramir, y pasó por debajo de las piernas del médico para entrar.
-¡Faramir!.- Lo llamé; el hombre me dejó pasar a mí también.
Mi padre estaba arrodillado ante la cama, tomando la mano inerte de mi madre. Ella se había dormido para no despertar jamás.
-No...,.- Fue lo único que pude decir.
-Su aliento se apagó anoche.- Dijo mi padre.- ¡Ah, Finduilas, cuanto te amaba! Y te lo hice saber tan tarde...
Faramir le tocó la cara a mi madre y al comprender que había muerto empezó a llorar.
-¡Deja de llorar!.- Ordenó repentinamente mi padre mirándole con furia.- ¡Tu egoísmo ha provocado todo esto!
-¡Padre!.- Grité, pero no me oyó.
-¡Tus inútiles súplicas la hicieron sentir culpable! ¡Iba a morir, pero tú la mataste antes de tiempo! ¡Sí, tú has matado a tu madre! ¡Has matado a mi amor!.- Gritaba mi padre mientras se ponía en pie. Parecía un loco, abría mucho los ojos y miraba a Faramir con odio.
-¡Padre, él no ha hecho nada!.- Le grité yo poniéndome junto a Faramir.
-¡Él la ha matado!
-¡No! Él le dijo que no quería que se fuera, sólo eso. Sólo le dijo cuanto la amaba, padre. También yo lo hice, así que tengo la misma culpa que él.
-No, él sabe que la culpa es suya. Tú no hiciste nada para amargarle el corazón a tu madre.
-Sí que lo hice, padre. No lloré por ella. Se ha ido pensando que yo no la amaba. Quizá haya muerto antes por eso.
Pero mi padre se negaba a aceptarlo y culpó a Faramir durante toda su vida. Faramir creció sintiendo aquel peso sobre él siempre, y yo crecí con el dolor de no haber derramado una sóla lágrima por mi amada madre.



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