Los caballeros fénix

02 de Septiembre de 2007, a las 22:48 - Serke
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Capítulo 11: Regreso al hogar

Tras meses de vagabundear por la Tierra Media, Aracart llegó a lo que en su día fue Bree. Las ruinas de la ciudad aún estaban ennegrecidas por el fuego que la arrasó. Se podían ver esqueletos de lo que en su día fueron hombres y mujeres felices y sin más preocupación que la de trabajar. Ahora solo eran polvo y ceniza. Polvo y ceniza es en lo que todas las personas se convierten tarde o temprano. A estas les había tocado antes de tiempo. Mucho antes. Aracart deambuló por las ruinas durante horas. Intentando reconocer antiguos lugares. Recuerdos de su infancia. Al cabo de varias horas encontró un lugar familiar, la posada de sus padres. El cartel inteligible estaba tirado en el suelo, pero la fachada aún resistía. El techo se había derrumbado y solo quedaban tres paredes.
“Los recuerdos de mi vida se han borrado- Pensaba Aracart- Es la hora de construir una nueva” Tras esos pensamientos salió de la ciudad y puso rumbo a Annuminas.

*********

Una roca volaba por el cielo nocturno y caía sobre las castigadas murallas de la ciudad. Los soldados luchaban como podían frente a la multitud de orcos, que según pasaban los años aumentaban más y más. A estas alturas los soldados de Annuminas no conocían el miedo. Llevaban años luchando contra los orcos todas las noches del año. Todas y cada una de las noches. Y cada vez eran menos y sus enemigos más. Al estar junto a un lago, conseguían entrar alimentos siempre que podían, para mantener a la menguada población de la ciudad. Aquella noche los orcos atacaban con especial saña a los defensores. No se paraban ante nada. Ni cuando se derribaban las enormes escaleras cargados con inmundos orcos, ni siquiera cuando los magos descargaban sus bolas incendiarias contra ellos, ni siquiera cuando les arrojaban aceita hirviendo si se acercaban a las puertas. Los orcos heridos de muerte atacaban en los escasos segundos que les quedaban antes de morir con gesto de sorpresa. No sentían dolor. No sentían el aceite y el fuego quemándoles carne y huesos. No sentían el acero atravesándoles el vientre. Algo los espoleaba. Algo maligno. Quedaban pocos minutos para que saliera el sol. En el Este se podía ver la aurora. La esperanza llegaba por la mañana y desaparecía al caer la noche. Un anónimo soldado recibió una estocada de costado por un orco. No retrocedió y atravesó la garganta del orco antes de caer de rodilla y que un compañero lo pusiese a salvo. Los soldados no se podían permitir perder tiempo con heridas que no fueran de muerte. Estaban preparados para lo que fuese. No había escapatoria de la ciudad. La única forma de salir era morir o matando a todos los orcos.

Dos figuras suben a las murallas corriendo, espadas desnudas en la mano. Un orco intenta rematar a un caído y una de las figuras para el golpe mortal con su brillante espada en medio de un destello rojizo. Su compañero vestido de azul remata al orco con un tajo que hace rodar su cabeza por el pavimento. Sin mediar palabra atacan con salvajismo a los orcos, con una furia atroz. Sus rostros congestionados por la ira y el odio. Un odio frío como el hielo. Sus espadas destrozan metal carne y huesos por igual. Entrañas orcas caen desparramadas al suelo manchándolo con su sangre negra. Los orcos aprenden pronto a temer a los dos luchadores. Entonces la aurora resplandece con el brillo de la esperanza. El amanecer, la ciudad había conseguido mantenerse durante una noche más. Los orcos se retiran entre gritos de terror y odio. En aquel momento el hombre de la túnica azul se acerca al herido. Su rostro era joven, casi un muchacho. De ojos azules e imberbe y de pelo negro, pero azulado. Pero había algo en su mirada de gran adultez. En su corta edad, no más de dieciocho inviernos, debía de haber visto algo atroz para que su mirada hubiera esa oscuridad que el soldado veía. Algo peor que lo vivido en aquella ciudad. Su compañero se acerca y lo ayuda a levantar al herido. En su rostro se leen las cicatrices de una vida dedicada a la guerra. A pesar de eso también es joven. Solo unos veinticinco inviernos. Sus ojos eran asombrosamente claros y su pelo era blanco como la nieve. Este llevaba dos espadas, una en el cinto con diversas runas en la empuñadura, y otra a la espalda, de diseño antiguo pero con una familiaridad que el soldado no sabría decir si la había visto con anterioridad…

Cuando comprobaron que su herida no era de gravedad se fueron igual que llegaron, en silencio. Ambos acababan de conocerse. Se habían encontrado el día anterior. La casualidad había querido que se encontraran en el mismo día que entraban las provisiones a la ciudad y habían entrado con ellas. Lo único que sabían de su compañero es que habían pertenecido a una de las órdenes aniquiladas y sus nombres. Aracart era el albino y Barahir el mancebo.

Los dos entran en una posada, la única de la ciudad y piden una mesa privada. El posadero los sienta en la única mesa libre. En aquel lugar se reunían los soldados que habían sobrevivido para intentar olvidar con alcohol sus desgracias. Ambos piden una cerveza y algo caliente para comer y se sientan.

Aracart mira a su nuevo compañero y pregunta:

- ¿Qué ocurrió?- Sabía que su templo había sido atacado, al igual que el suyo propio. Aracart no lo sabía con certeza. Pero sabía, de alguna misteriosa forma, que no podría volver al templo de las montañas.

El joven levantó la mirada de la mesa y, como siempre, la volvió a bajar sin responder nada. Prácticamente no había hablado desde que se encontraron, solo había dicho que habían atacado el templo, cual era, Aracart no lo sabía, aunque por la túnica azul que llevaba puesta debía de ser el del agua, aunque no podía asegurarlo. Comieron como siempre, en el más absoluto silencio. Tras acabar la mezquina comida, lo que se podía permitir dar en un asedio, se fueron a dormir a la sala comunal. Se despertaron al medio día y se dispusieron a hablar con el capitán de la guardia. El posadero les había dicho que se encontraba en el centro de la ciudad, en un edificio austero y feo comparado con el resto de la ciudad.

Aquel edificio era el cuartel, se podía ver un gran revuelo alrededor del mismo. Hombres portando carretas con armas, soldados afilando espadas, armeros reparando armaduras. El ajetreo de la guerra. También se podía ver un par de ataúdes con personas al lado. Las víctimas de la guerra, el resto de los muertos durante la noche ya debían de haber sido enterrados. Atravesaron la plaza en la que se encontraban y entraron por las puertas abiertas. El interior era igual que la fachada, austero y funcional. Un guardia les indicó el camino al despacho del capitán. Le encontraron ante una mesa de madera negra, con unos pocos papeles sobre ella y una espada magnífica, se hechura enana. En ese momento el capitán la estaba aceitando para que no se atascase al sacarla de la vaina.

- ¿Venís a ingresar en la Guardia?- Dijo sin preámbulos
- Sí, señor. Deseamos proteger nuestra ciudad.
- De acuerdo, últimamente vienen muchos hombres de otras ciudades en los transportes de alimentos. ¿El mancebo también se alista?-
- Sí. Es joven pero un diestro guerrero.

El capitán parecía que iba a replicar, entonces miró los ojos de Barahir, entonces se arrepintió. Estaba claro que estaba preparado, su mirada lo decía.

- De acuerdo, en la armería os darán alguna armadura. No esperéis nada especial, son las armaduras de los caídos en combate.- Su voz denotaba tristeza hacia el final de la frase.
- Gracias señor- Aracart se dio la vuelta y Barahir salió tras él.

Cuando los extranjeros partieron, el capitán levantó la mirada al techo y pensó, no era el primer albino que se había alistado en los últimos días.

Aracart y Barahir encontraron la armería en poco tiempo, la disposición del fuerte era igual al del resto de fuertes del país. Un cansado herrero les indicó que buscaran entre las armaduras que colgaban de las paredes. Había armaduras de dos tipos, pesadas y ligeras. Las pesadas consistían en una cota de malla que cubría cabeza, cuello, pecho y brazos, además del peto, guantes, grebas, casco y escudo reglamentarios. Solo adecuada para los más fuertes. La armadura ligera consistía en unas ropas de cuero endurecidas y una cota me malla ceñida cubriendo la parte superior del cuerpo, las piernas estaban protegidas por unas grebas de cuero reforzadas con metal. El casco era de cuero reforzado y el escudo de madera y refuerzos de metal. Aracart escogió la armadura pesada, acostumbrado a llevar la armadura de la ciudadela, esta parecería casi ligera. Barahir escogió la ligera, aún no era lo bastante fuerte como para llevar una armadura propiamente dicha.
Estaba anocheciendo, Aracart y Barahir se armaron rápidamente y partieron a las murallas de la ciudad. Allí esperaron junto con los otros soldados la puesta de sol. En el instante en el que el último rayo de sol desapareció en el horizonte los orcos salieron de los bosques cercanos. Una horda de bestias, no eran más que bestias. Se lanzaron a las murallas en tropel portando escaleras. Unos trepaban como arañas por ellas mientras otros disparaban con sus arcos cortos a los defensores. Los defensores se defendían de los dardos enemigos mientras intentaban derribar las escalas enemigas. Tras años de asedio habían adquirido una gran maestría en derribar escaleras sin exponerse a las flechas. Los orcos que subían intentaban mantener la posición el tiempo suficiente como para que subieran más por las escaleras, cosa que rara vez conseguían. Aracart se lanzó sin pensarlo dos veces hacia una masa de orcos que habían conseguido mantener la posición. Tajó al primero de derecha a izquierda destripándolo con su afilada espada. Al segundo le hizo un amago y lo ensartó con una estocada en el cuello. Un tercero le atacó y le dio en el escudo, donde momentos antes estaba su cabeza, otro orco le intentó atacar por el lado opuesto, pero Aracart lo estocó cuando se lanzaba hacia él y se libró del otro con un golpe del escudo y rematándolo ya caído. Tras eso llegaron más soldados de la ciudad para ayudarle, eliminando sin piedad a los restantes orcos. Aracart sonreía por la matanza que había llevado a cabo, su cara, transfigurada por el odio y la risa, parecía la de un demonio. Mientras se regodeaba con la matanza orca y buscaba más víctimas que masacrar, Barahir luchaba contra los orcos a muchos metros de él. A diferencia de su compañero, Barahir no disfrutaba con la venganza de masacrar orcos. Su rostro era una máscara impenetrable, fría como el hielo. Mataba sistemáticamente, sin pensar siguiera en tener miedo, ya no lo podía tener después de las atrocidades que había visto.

Así lucharon toda la noche. Al amanecer los orcos se retiraron, antes que la Cara Brillante los lastimara con su luz. Entonces los defensores respiraron y comenzaron a contar los muertos. Esa noche el ataque había sido especialmente cruento, los muertos, que solían ser una docena, aquel día había que contarlos por decenas. Había unos cien cuerpos de valientes soldados muertos sobre los muros de la ciudad, algunos con la espada en la mano, otros desarmados y sus cuerpos destrozados allí donde habían quedado aislados. Barahir paseaba por la muralla mirando con indiferencia a los muertos, ya no le importaban. Mientras ayudaba a socorrer a los heridos que no podían caminar, vio a Aracart caminando hacia él. En su rostro se dibujaba una sonrisa de maníaca felicidad. Su cara estaba llena de salpicaduras de sangre y su espada se veía totalmente negra por los fluidos orcos. Había disfrutado con la batalla, los soldados lo miraban pasar y le dirigían miradas reprobadoras, una batalla de este tipo no genera alegría hasta que el enemigo no se hubiera retirado totalmente. No habían ganado, ni mucho menos. Solo era un día más en la triste vida de los ciudadanos de Annuminas.

Barahir terminó de ayudar a un herido y se dirigió donde estaba Aracart. Estaba limpiando su espada con la ropa de un orco caído y después la guardó en su vaina. La sonrisa abierta se le había borrado del rostro y ahora volvía a ser el soldado serio de siempre, pero en sus ojos se podía leer una alegría inmensa por el hecho de haber matado. Empezaba a desconfiar de aquel hombre que le salvó de la inanición en las cercanías de Bree, cuando la destrucción de su templo, aún se estremecía al recordar las atrocidades de las que fue testigo…

“Cuando escapó por el túnel de la fuente, salió a un pequeño lago en las cercanías del templo. Allí lo capturaron unos orcos que estaban encargados de recoger agua para el regimiento. Lo llevaron a rastras al campamento ante el Balrog, que estaba a oscuras en una cueva. Barahir no pudo mirarlo durante mucho tiempo, un halo aterrador salía de su cuerpo afectado a su mente. Solo dijo una frase:

- Mostradle a sus compañeros-

“Los orcos se rieron siniestramente y lo sacaron a rastras de la cueva del Balrog. Lo llevaron a un cercado en el que se encontraban sus compañeros. Los torturaban, por diversión. A algunos los azotaban con látigos con espinas, a otros les aplicaban hierros al rojo en la entrepierna, en la espalda, en los ojos. A otros los ponían en el potro y les descoyuntaban los huesos dejándolos tullidos de por vida. Era un espectáculo aterrador. Le obligaron a presenciar cada una de esas depravaciones, a escuchar todos los gritos de dolor y agonía de sus compañeros. Vio como destripaban a uno de sus mejores amigos para rematarlo, aunque lo dejaban así para que la víctima viera sus propias entrañas antes de morir. Vio como se ensañaban con la cabeza del maestre, le hacían marcas a cuchillo en la cara, le escupían y le echaban barro por encima antes de clavarla en una lanza que usaban como estandarte, en él se podían ver otras cabezas, eran cuatro en total y todas estaban tratadas de igual manera. No recordaba cuando se había desmayado, solo recordaba haberse encontrado en ese mismo cercado con una pala a su lado. Lo habían dejado vivo para que tuviera la vergüenza de enterrar a sus muertos sabiendo que él no había luchado. Aquello lo marcaría de por vida. Recordaba vagamente haber enterrado todos los cuerpos y partir de allí con paso vacilante. Cuando Aracart lo encontró estaba medio muerto y desnutrido. Lo salvó y le ofreció unirse a él cuando supo que era de uno de los templos.”

-¡Barahir!- Aracart lo sacó de su ensoñación de forma brusca- ¿Estás bien?-
- Sí, tranquilo- Volvía a ser el hombre que lo había rescatado, no quedaba rastro de ese doble sádico que había visto durante la batalla.
- La primera batalla siempre es dura, pero te acostumbrarás, todos lo hacen tarde o temprano.
- Estoy bien, tranquilo- Repitió. Se levantó del suelo y bajó por las escaleras de la muralla, a descansar unas pocas horas antes del anochecer, cuando comenzaría la siguiente batalla.



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