Los caballeros fénix

02 de Septiembre de 2007, a las 22:48 - Serke
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Capítulo 9: Abandonado

En la ruinosa ciudad de Minas Tirith un supuesto cadáver se movió. Era un guardia de la ciudadela con la espada en la mano y sin yelmo. Se levantó desorientado y miró al cielo. Debía de ser mediodía y algo no le cuadraba. Aracart siguió mirando alrededor y sus ojos toparon con un cuerpo vestido con una impresionante armadura y con una espada muy singular. Era Aragorn. Aracart se acercó corriendo y se buscó el pulso en el cuello. No tenía. El rey de Gondor había muerto defendiendo su amada ciudad ahora en ruinas. Aracart le cerró los ojos todavía abiertos y le cruzó los brazos sobre el pecho. Tras ocuparse del cadáver miró la espada. Andúril, la espada de reyes. Aracart la recogió y la guardó en su vaina. Se la llevaría al senescal que vivía en Ithilien. Él le encontraría un buen lugar, después de todo eran primos. Cuando se ocupó de esto registró la ciudad en busca de supervivientes. Todo lo que vio acrecentó aún más su odio a los orcos. Se encontraban cadáveres por todos lados, algunos incluso con marcas evidentes de mordiscos en la cara y brazos. Lo peor estaba en la ciudadela. Ahí se reunieron todos los civiles antes de la batalla. Lo que allí encontró no se puede describir con palabras. Cuerpos despedazados, cabezas de niños empaladas, hombres decapitados, mujeres destrozadas a mordiscos. Cuerpos quemados. Por allí había pasado el Balrog quemándolo todo con su poder. Las paredes estaban ennegrecidas por el fuego y de los tapices no quedaba nada. Entre aquella masacre Aracart encontró un fragmento de la corona del rey a los pies del trono, ni eso habían respetado. Al caer la noche Aracart partió de aquella ciudad muerta y dirigió sus pasos hacia Ithilien.

Los recuerdos de aquellos días fueron borrosos para Aracart, solo recordaba haber seguido la maltrecha carretera y adentrarse en los bellos bosques de Ithilien. Cuando solo había entrado unos pocos metros en el bosque unas voces lo instaron a pararse. Aracart desenfundó la espada y se dirigió a las voces.

- Soy un superviviente de Minas Tirith, tal vez el único. La ciudad ha caído y el rey ha muerto. Vengo a ver al senescal para entregarle la espada de reyes.

De entre la maleza salió una figura encapuchada y vestida de verde y marrón. Armada con un arco y una espada larga era muy parecida a los montaraces del norte. El montaraz se bajó la capucha y le indicó que le siguiera a través del bosque:

- Los caminos ya no son seguros.

Avanzaron apartando maleza durante un día hasta llegar a la ciudad. La ciudad de Ithilien era una maravilla para la vista. Construida su muralla de piedra y cubierta por enredaderas parecía una parte más del bosque. Las casas tenían plantas por todos los lugares posibles y las calles de piedra árboles para armonizar con el bosque. En el centro de la ciudad se alzaba un pequeño castillo que albergaba en su interior el cuartel militar y el hogar del senescal.

Por dentro el castillo tenía un aspecto de acogedora austeridad. No tenía tapices innecesarios pero lo que había le daba un aspecto acogedor y cálido. El montaraz le guió por una puerta a la derecha, en dirección al cuartel. Atravesaron un par de veces unas puertas idénticas y salieron a un patio de armas. Al otro lado del patio se podía ver una puerta más decorada que las demás y con relieves de árboles en plata. Esa debía de ser la sala donde estaba el senescal. El montaraz llamó a la puerta y esperó una respuesta. La respuesta llegó cuando un hombre abrió la puerta. Era un hombre delgado y con la cara demacrada. Sus ojos estaban hundidos y su expresión era la de un hombre desesperado.

- Senescal, aquí tengo a un superviviente del ataque a la ciudad-

Aracart estaba sorprendido. ¿Aquél era el senescal? No parecía un hombre que fuera un dirigente de ejércitos, pero solo lo había visto una vez, de un vistazo no se puede decir como es o no es un hombre.

El senescal dirigió una mirada cansada a Aracart. En sus ojos se leía el cansancio de un hombre que tiene ante sí un problema que es demasiado grande para cualquier mortal.

- ¿Eras Guardia de la Ciudadela?-
- Sí, señor. Combatí junto a vuestro primo en la batalla final, en los muros de la ciudad. Aquí os traigo su espada.

Aracart dejó la espada sobre la mesa del senescal. Éste la miró un momento antes de decir:

- Quédatela tú. Tú la has salvado y le darás mejor uso que un hombre decrépito y cansado prematuramente como yo.

- ¿Señor?- Tanto el montaraz como Aracart estaban tremendamente sorprendidos. La espada de reyes era ahora propiedad de Aracart. ¿En qué mente retorcida se podía concebir esa idea?

- Señor, la espada ahora os pertenece por derecho y debería quedársela.- Respondió Aracart. Era reticente a aceptar ese honor y responsabilidad.

- Quédatela, es una orden. Ahora descríbeme la última batalla en la que murió mi querido primo.

Aracart tardó una hora en contarle la batalla y su posterior exploración por la ciudad y el viaje. Estando ya a punto de desmayarse por el hambre el montaraz se lo llevó del despacho y lo acercó a las cocinas donde recibió comida y después fue a los dormitorios de los soldados y durmió profundamente varias horas.

Su sueño no fue uno reparador ni placentero. Fue un sueño de sangre y muerte, de cabezas empaladas a las puertas de la ciudad. De un balrog que lo mataba de mil formas diferentes y crueles. Cuando despertó aún era de noche y la cama estaba cubierta de sudor helado. Se incorporó y se puso la camisa de guardia y una capa ligera. Agarró sus espadas y salió al patio, era reticente a dejar una de las espadas en un lugar desconocido sabiendo lo que valían, una espada de un rey y una espada de mithril. Espadas magníficas que cualquier soldado querría para sí. En el patio hacía el helor que precede al alba. Estuvo paseando por el fuerte hasta la salida del sol, momento que eligió para ir a las cocinas por comida y bebida. Al poco de llegar empezaron a entrar otros soldados. En su mayoría eran soldados jóvenes de rostros imberbes, que no tenían cicatrices aparentes y que no habrían visto ni de lejos un ejército de orcos de más de quinientos de aquella raza. Aquellos soldados probablemente estén sustituyendo a los veteranos ahora muertos. Cuando comió fue a visitar al senescal de nuevo para pedir permiso para volver a su tierra. Echaba de menos su tierra natal. Echaba de menos Arnor. El senescal le concedió permiso y un guía hasta salir del bosque. En pocas horas estaba en el linde norte del bosque con una mochila llena de comida y bebida con sus dos espadas, una a la espalda y otra en la cintura. El guía le dijo que continuara por el río Anduin, el terreno estaba despejado. Después de arrasar la ciudad los orcos y el balrog habían desaparecido de Gondor y nadie sabía donde.

Continuó por el río hasta llegar a Cair Andros, abandonada hace muchos años por falta de soldados para guarecerla. Allí giró al oeste para evitar los pantanos y llegar a Édoras. Tardó muchos días en este viaje pero al final consiguió llegar a la ciudad del castillo dorado.

Edoras era una ciudad impresionante. Sus enormes murallas construidas por los enanos de las cavernas centelleantes daban a la ciudad un aspecto impresionante. Las piedras estaban perfectamente encajadas sin necesidad de argamasa. Por desgracia desde fuera de la ciudad sólo se podía ver una parte del castillo dorado, a pesar de estar sobre una colina dominando la ciudad. Al entrar los guardias le preguntaron los motivos de su viaje y el porqué de su aspecto, un híbrido de Guardia de la Ciudadela y montaraz de Ithilien. Para cortar la charla innecesaria Aracart les dijo que era una larga historia, sin entrar en detalles. Algo debía de haber cambiado en su mirada porque los guardias no insistieron. Caminando por la ciudad Aracart descubrió que las murallas que acababa de pasar no eran la originales restauradas, sino una nueva muralla que rodeaba a la zona nueva de la ciudad que creció fuera de la muralla vieja cuando la ciudad creció. Las puertas de la muralla vieja estaban abiertas y no había ningún guardia. Llegados a este punto Aracart se perdió, la ciudad nueva estaba organizada y sus calles eran rectas. La ciudad vieja tenía calles estrechas y retorcidas donde era fácil perderse. Había un grupo de niños jugando cerca de él y pagó a uno para que le indicara el camino al castillo. Cuando partió de Ithilien el senescal le entregó un informe oficial para el rey de Rohan, en parte informando y en parte preguntando porqué no había acudido en ayuda de Gondor.

Uno de los rapaces lo llevó a la puerta del castillo. Las puertas doradas tenían motivos ecuestres y había dos guardias reales, uno a cada lado de la puerta. Uno de ellos le pidió identificación de soldado para entrar. Aracart mostró la carta del senescal como prueba y exigió que el rey lo viera. Uno de los soldados dudó, pero el otro abrió la puerta y llamó a alguien. Al poco unos golpes desde dentro avisaron a los guardias y entonces abrieron las puertas. El interior de piedra estaba recubierto de tapices de Eorl el Joven y de otros reyes. Un guardia que le esperaba dentro le mandó con un gesto que le siguiera. Aracart fue mirando los tapices hasta que el guardia se paró. Entonces miró al frente y vio a un hombre entrado en años sentado en el trono.

-¿Qué quieres soldado?
-Señor- respondió el guardia- este hombre no ha entregado una carta del senescal a las puertas. Exigía ver al rey de Rohan.-
- Entrégame esa carta-

Aracart sacó la carta sellada de la bolsa donde la guardaba. La carta tenía un sello rojo de cera con la marca del anillo del senescal impresa. El rey rompió el sello y leyó la carta atentamente. Su ceño se fue frunciendo a medida que avanzaba la lectura.

- ¿Qué demonios es esto?- preguntó de malas maneras el rey.
- Una carta del senescal de Gondor.- Respondió Aracart.
- Es una acusación directa de traición al pacto entre Gondor y Rohan. Todo lo que dice aquí es mentira. Nos acusa de no acudir en ayuda de Gondor ante la amenaza orca, pero las almenaras nunca se encendieron. Además ¿qué patraña es esa de que Minas Tirith a caído? Esa ciudad es inexpugnable.
- Señor, le aseguro que lo de la ciudad es real. Soy el único superviviente conocido de la matanza. El rey y los generales del ejército han muerto. El único gobernante es el senescal.

El ceño fruncido del senescal se suavizó. Empezaba a creerse la matanza sucedida en la ciudad.

- Entonces… ¿Lo del balrog también es verdad?- Inquirió
- Sí, señor. Es completamente cierto. La ciudad no habría caído de no ser por ese ser.

Ahora la vista del rey se dirigió al suelo. Estaba abatido, habría llegado a la acertada conclusión de que el siguiente reino atacado sería el suyo propio.

- Señor- Dijo Aracart- Prepare a la nación para la guerra. El ejército llegará sin avisar. No habrá tiempo para preparar la batalla una vez sea detectado. Ese ejército esta provisto de una extraña magia que le permite moverse sin ser localizado hasta que no sea demasiado tarde.
- Seguiré tu consejo- Dijo el rey, y con un gesto le mandó irse, pero cuando se hubo dado la vuelta el rey le volvió a hablar.- ¿Has visto a un hombre alto y de pelo blanco como tú llamado Amrem? Es mi hijo y hace años que no se le ve. Ciertas personas dicen haberlo visto en Gondor hace unos meses, pero no se si su información es cierta.
- Es cierto señor. Lo vi en la ciudad antes de la batalla, pero no se quedó por órdenes de su superior. Me temo que no puedo decirle nada más salvo qué esta vivo y que no pregunte usted más. Me dijo que si su nación era atacada volvería para defenderla con su vida. Búsquelo en las almenas justo antes de la batalla. Allí lo encontrará.- Tras decir esto se dio la vuelta y partió de la ciudad sin decir más.

Aracart se dirigió al Norte, a su hogar destruido. A la capital del Norte. A Annuminas. A defender su país con si vida si fuese necesario.



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