Oxford Blues

13 de Octubre de 2003, a las 00:00 - Aldo
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    Un viejo tango rezaba que veinte años no eran nada, y se equivocaba... En veinte años la vida de una persona puede y debe estar jalonada de grandes acontecimientos, unos buenos, otros no tanto, pero al cabo enriquecedores y que nos forman como seres humanos. En la vida los pensamientos y la línea que los guía pueden llegar a ser veletas que se desplazan a favor de una corriente con la suficiente fuerza como para moverlos, pero a veces hay un motivo que sabes te acompañará para siempre y que ni la más poderosa de las tormentas jamás extirpará de tu alma y tu corazón. Así lo sientes la primera vez que lo experimentas, casi sin percibirlo, sin planteamientos... y anida en tu ser como las raíces de un árbol milenario, fuertes y profundas. Hace más de esos veinte años del tango que una gran historia se desplegó ante los ojos de un alucinado aspirante a adolescente; desde entonces esa historia me ha acompañado todos y cada uno de los días de mi existencia. Una veces, durante muchos años las más, lo confieso, de manera silenciosa; escarbando con la virtud de sus valores desde mi subconsciente, ayudándome a ser mejor persona. Otras veces, durante mis años de incipiente adolescencia y, curiosamente, bien entrado en la treintena, manifestándose de espectacular modo, cosquilleando sin cesar cada recoveco de mi imaginación, y lanzando ante mis ojos una vez más, las imágenes tan queridas y reverenciadas, y evocando las nobles y bellas palabras que una vez, "con la sangre de su vida", escribió un oscuro y humilde profesor de anglosajón.

    Cosas así me pasan por la cabeza mientras charlo con mi nuevo amigo Cisco, chófer ocasional y entrañable compañero de viaje, que me conduce junto al resto de camaradas a través del paisaje que bien pudiera ser el que rodea la justa y conocida localidad de Cavada Grande en Quebradas Blancas, capital al alimón de la Cuaderna del Oeste y de la mismísima Comarca... Bueno, a decir verdad, el calor que ha dejado Anor este estío en Albión ha pintado la normalmente verde campiña inglesa de un tono más parduzco, similar al que los campos de nuestra meseta lucen en algunos de sus mejores momentos, aunque, en cualquier caso, si afinabas la vista podías intuir que el verde volvería tras las tres gotas que ya amenazaban con caer...

    Hemos llegado a Oxford... y lo primero que la ciudad nos ofrece es lo mismo que miles de ellas en todo el orbe: un atasco... Algo bueno tenía que tener sin embargo, porque la lentitud del automóvil me permite hacerme eco de manera más concreta de esa sana costumbre que tienen los británicos (y muchos europeos más, por cierto) de vivir a lo ancho y no a lo alto. Es curioso que en un país la mitad de pequeño que el nuestro, y con veinte millones más de habitantes, la gente siga apegada a esa tradicional manera de no construir casas de más de dos o tres pisos, cuando no viviendas unifamiliares, incluso en los barrios más humildes. Bueno, la verdad es que no estoy aquí para disertar sobre materia urbanística y demográfica en el ámbito anglo-europeo, por lo que no molesto más con este ítem.

   Decía que el atasco nos daba alguna oportunidad; y así, antes de atravesar un puente, mientras un catedrático reglamentariamente uniformado (con birrete y todo) avanzaba hacia nosotros, una hermosa placa, de regusto victoriano, anunciaba la ubicación de una institución que nos resultaba familiar. Mithrand y Sorsha, nuestros amigos de Dor-Lómin, me aseguraron que habían inmortalizado a tiempo la placa, pero yo no las tenía todas conmigo, así que pedí a Seoman, uno de los "fenómenos", que ejerciese de "paparazzi" cultural, y robase unas instantáneas de la placa y jardines del Magdalen College. Dicho y hecho, Seoman se bajó de la furgoneta y corrió, e hizo que la cámara se ganase su jornal, y volvió a correr entre los vecinos y estudiantes indiferentes a la emoción que nos embargaba. Su pequeño Hobbit, Pablo, miraba estupefacto como su padre volvía trastabillando, abriéndose paso entre la gente. Cuando Seoman ganó el vehículo, yo no sabía cual de los dos era en realidad más tierno, más inocente, más niño: su sonrisa le delataba... ¡Misión cumplida!

    Finalmente entramos en el centro ¡Qué sitio más maravilloso!... Quien haya estado en Santiago, en Salamanca o en Coimbra puede llegar a comprenderme algo...sólo que Salamanca tiene a Unamuno en vez de a Tolkien (que no es poco), y hay que salvar las distancias. Lo que en la esencia puede ser similar, en la realidad es muy diferente, y la arquitectura, los tipos, la luz y la vida de la ciudad inglesa son incomparables a los de ningún otro sitio; no dijo mejores, sino que resistir comparaciones es fútil en este caso. Y andamos entre centenarios edificios de elegantes puertas de madera, y vimos las bicicletas ocupadas por estudiantes llegados desde todos los confines del mundo, y pudimos constatar que el pueblo inglés es un pueblo culto, amable y hospitalario. Mientras cargaba al Hobbit Pablo en mis hombros, me fijaba con sumo interés en las caras de los hombres maduros; seguramente querría encontrar en alguna de ellas la de mi admirado profesor Tolkien. No es extraño si de imaginación se trata. Mi otro nuevo amigo, Arangorn, el Hombre con habilidad de Noldo (solo hay que ver su maravilloso trabajo recreando las minas de Moria, tan sutil como el mejor de los orfebres de Acebeda), retrataba extasiado el mundo, mezcla de medieval y contemporáneo, pues las tiendas más modernas se confundían con los edificios, calles y pubs más añejos, que estábamos descubriendo con nerviosismo y alegría. Y hablando de pubs, hacía hambre... Habíamos recibido un entrañable consejo: a mi pregunta de qué se me podía recomendar de la cocina típica inglesa, obtuve por respuesta las direcciones de algunos restaurantes chinos, paquistaníes, hindúes, tailandeses "¡Por Dios!, no pruebes nuestra comida ¡apesta!..." Afortunadamente (para el corazón y también para el paladar, según algunos) no aceptamos el consejo, y cuando nos detuvimos ante "The eagle & child", vimos con sorpresa que no sólo es reclamada en el reino de Su Graciosa Majestad como fuente de buena cerveza (varios premios así le acreditan), sino que un agradable tufillo de cocina mantecosa alcanzó nuestra pituitaria y nos delató que algo potable se criaba en sus fogones. Allí estábamos, posando para la posteridad ante el conocido cartel del niño montado en el águila ¿Será verdad que esta imagen inspiró a Tolkien para componer el vuelo de Gandalf y Gwaihir sobre las Montañas Nubladas.? Eso se dice ¿o lo dijo él?... Mientras, los paisanos pasaban frente a nosotros, como ajenos a nuestro dulce ocio, quizá demasiado acostumbrados a ver "guiris" visitando una de las cunas de ESDLA. Cuando entré, y así lo sentí, creí por un momento penetrar en los vetustos salones del "Pony Pisador", más si cabe viendo al Hobbit Pablo correteando por el pasillo, y por un momento quise creer que el mismísimo Cebadilla Mantecona saldría a nuestro encuentro. El pub, en su parte original, es muy similar a lo que la mayoría de nosotros tenemos en mente cuando pensamos en la posada de Bree, pero en honor a la verdad hay que decir que no difiere en mucho a cualquier otro pub inglés, escocés o irlandés. No obstante, a pesar de mi pragmatismo, también quiero pensar que sus encuentros con los Inklings entre sus paredes de madera y su hogar ardiendo en las frías noches inglesas, le ayudaron a inspirarse para localizar el escenario del encuentro entre Aragorn y los Hobbits. Y me senté en su rincón, y me temblaron las piernas, y tuve que pedir al Hobbit Pablo que se sentase en mis rodillas y así controlar mis nervios. Qué sensación más fortalecedora... Estar ahí sentado abrió más mi percepción durante unos instantes. Sentí que la fuerza renovadora, aquélla que empuja y soporta almas alicaídas, me soplaba y despejaba muchas dudas que sentía. Por un instante mi lucidez fue total, comprendiendo que la fuerza de voluntad es un patrón importante en el desarrollo de las gentes. Tolkien y sus amigos, maestros de la palabra, parientes de los hados de la inspiración, estaban rondando aún, y en los ojos de las fotografías todavía se puede ver una parte de sus espíritus allí atrapados.

    El "Eagle & child shepherd´s pie" no estaba mal (en realidad el consejo tenía razón, era vomitivo pero me lo comí porque, cuando quiero, me vengo arriba en banderillas), pero tuvimos que comer en la parte nueva del pub y eso restó algo de magia. Además, nos topamos con un paisano, y ya se sabe lo naturales y discretos que somos en la mayor parte de las ocasiones...

   Ya se acercaba un momento, tras la pitanza en el "Águila y niño", que me hacia volver a rebuscar entre mis emociones más profundas y mis recuerdos más lejanos. La carretera hacia Wolvercote, vigilada de cerca por hileras de adorables casitas (y casones) que le daban un aire burgués, me estaba transportando de nuevo a mi particular universo. Interrumpido por mis funciones de guía oficioso de la expedición y por las agudas y continuas preguntas del Hobbit Pablo de que por qué Sauron, si se había arrepentido tras la Guerra de la Ira, había tenido miedo a ser humillado en su perdón (y sólo tiene ocho años, señores), intentaba a duras penas poner en orden mis emociones ¿Qué pasaría por mi ser cuando me postrase ante la tumba del Maestro? Pronto lo iba a saber.

   Traspasé el umbral del cementerio como Jonathan Harker traspasó el umbral del castillo de Drácula en los Cárpatos, despreocupado pero con una extraña cautela. Enseguida la sombra de Tolkien se empezó a alargar dentro de mi corazón. Casi no necesité mirar donde se ubicaba la tumba; en cierto sentido, escuché su voz dentro de mí, llamándonos con premura. Cuando alcanzamos su reposo, mi corazón ya se había disparado a kilómetros de distancia. Y no supe qué hacer, sino arrodillarme con humildad y dar las gracias a ese hombre (y a su mujer) por haber sembrado en mi persona todo un sub-mundo, tan palpable como éste -porque en realidad es éste-, y lo que es más importante: sus valores. Jamás he dudado de los firmes valores y de la sinceridad de su portador a la hora de exponerlos y pintarlos a los demás. No me importa que fuese un beato y conservador católico inglés. Sus puntos de vista, en lo que a las concepciones prácticas de la vida, están muy alejados de los míos. Pero lo realmente valioso, su filosofía emocional, su tesón y fidelidad a todos los niveles, su verdadero amor hacia todas las criaturas del mundo, eso sí que lo llevo grabado en fuego dentro de todos y cada uno de los genes de mi esencia. Por eso no pude reprimir las emociones encadenadas y rompí a sollozar... Y me sentía bien, sentía que era el llanto justo y el lugar perfecto. Hubiese podido reír como un niño, pero mi corazón dictó lágrimas, que en situaciones similares expresan algo más profundo y emotivo. Y en mi recogimiento vi los numerosos presentes que alberga su tumba, y más emociones, las del resto de personas que estaban a mi alrededor: Arangorn, Cisco, Mithrand, Sorsha y mi querido amigo Seoman (con el Hobbit Pablo), y las de todos los que habían dejado allí algún recuerdo(hasta una edición de "El Hobbit, dedicada por el lector a Tolkien, dándole las gracias por haberle hecho tan feliz), y las de todos los que en el mundo ríen y lloran con su obra, decía que más emociones se catalizaron a través mía. Igual que Bliss, una parte del todo que es Gaia, creí sentir las almas de todos los verdaderos Tolkiendili que hay en Arda, y volví a sollozar, un poco avergonzado por no poder contribuir con nada... Pero sucedió algo mágico; de pronto, ante mis rodillas, había un pétalo de rosa, desprendido quizá de una de las muchas flores que adornan su tumba, y cuando levanté la mirada hacia él, una lagrima resbaló y cayó sobre la tierra húmeda, y entonces supe cuál era el regalo que debía dejar. Otra lágrima sobre el pétalo, cuidadosamente envuelta por él, sirvió como cajita a una parte de mí. Y quiero pensar que esa lágrima resbalará a su vez hasta la tierra, y que se filtrará entre las piedras, y que mis átomos compartirán espacio con los del profesor y su esposa. No es sacrílego, quizá es otro tipo de amor desconocido hasta ahora. Y cuando pude calmar mi emoción, pensé que era el mejor modo para una despedida, el dejar las palabras volando con las frescas brisas del atardecer, y con voz temblorosa y algo quebrada, nos despedimos del profesor con un fragmento de su bendito libro maestro. Esto destapó las lágrimas de Seoman, y nos fundimos en un abrazo, porque ambos vamos ya para mayores y son pocas las oportunidades que nos deja la vida para mostrarnos vulnerables. Creo que a todos en algún momento de nuestra existencia nos gustaría volver a ser niños- pienso mientras veo al Hobbit Pablo sonreír con fuerza, bastante ignorante, en su inocencia, de lo que esa visita ha  significado para su padre y sus amigos. Algún día lo sabrá, por supuesto.

    La hierba de la famosa variedad Quelloflipas me ayuda a somatizarme mientras bajamos de nuevo a Oxford, y aparco el análisis lógico de lo que ha pasado por mi persona en los minutos anteriores para más tarde, cuando el silencio invada mi consciencia. Mientras, es la hora de los chascarrillos: "Tío, tienes menos futuro que un Zapatero en La Comarca", "Pues tú lo llevas más claro que una funeraria en Valinor", "Elfos somos y en Orcos nos convertiremos" y tontunas semejantes. Todo esto para alcanzar el Parque Universitario. Bonito parque, un sitio ideal para hablar con los árboles, para contarle al Hobbit Pablo cosas sobre las ardillas, para ver los árboles que simbolizan a Laurellin y Telperion, y para reposar en el banco conmemorativo, dedicado a Tolkien en el primer centenario de su nacimiento en 1992. Aquí la emoción desciende... no creo que se trate realmente del banco que utilizaba el profesor para sentarse. Sospecho que se sentó en todos y cada uno de los bancos del parque, y ponerle una placa a cada uno es un poco excesivo (teniendo en cuenta que Oxford ha sido localidad, residencia y lugar de trabajo de otros muchos intelectuales británicos, algunos mucho más famosos que el Maestro). Así que vuelvo tranquilo hacia el coche abrochando el cuello de la chaqueta, que Inglaterra no es la península y aquí el otoño es en serio desde septiembre. El camino de regreso era precioso, con el sendero bordeando un canal, tan salvaje que parecía un río, y muchos árboles bebían en sus riberas el agua mansa. De pronto, mientras el Hobbit Pablo jugaba con la naturaleza, vi al Viejo Hombre Sauce Arrodillado a la vera de las aguas. Tuve una idea infantil, así que agarrando al Hobbit Pablo recreamos el episodio en el que los pobres Merry, Pippin y Frodo casi se quedan para siempre convertidos en humus vegetal ante las malas intenciones del "Old Man Willow". Fue muy divertido. Tras esto, después de unas miradas a las ardillas saltando de copa en copa, tras un paseo íntimo y reflexivo, nos dispusimos para ir a Londres.

   Sinceramente, lo de Londres (la exposición del Museo de Ciencias) no me llenó, estuvo bien, pero no me enseñaron casi nada que no hubiese ya visto en cualquiera de los múltiples CDs que hay circulando por ahí sobre las películas de Peter Jackson. Dejaré que mi amigo Seoman os relate el resto del camino. Además, ya estaba más pendiente de algo muy importante... Había llegado el tiempo para el otro corazón, y esa es una historia que jamás será contada: me pertenece solo a mí...


  

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