La Última Batalla

10 de Mayo de 2003, a las 00:00 - Javier Álvarez
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Aún era verano, y el sol estaba alto en el cielo. Las tierras de más allá del último horizonte se extendían verdes y brillantes y se perdían en la lejanía. Dos jinetes se habían acercado a aquellas tierras, y habían detenido sus caballos en el vado de un río caudaloso cuyas aguas fluían veloces en dirección al sur. Uno de los jinetes era alto, más alto que cualquier hombre de su edad, y había entrado de sobra en la madurez. Su pelo era oscuro, así como sus ojos grises, y vestía una cota de malla y una armadura de acero. Sobre su espalda caía una capa de color rojo con signos dorados, y sujeta al cinturón poseía una gran espada oscura, tan oscura como la noche y tan fuerte como el más fuerte de los metales. El otro jinete era de menos estatura que el otro, pues aún apenas había alcanzado la mayoría de edad; sin embargo, su mirada era dura a pesar de su juventud, y cargaba un hacha corta y vestía de mithril.

Sabed pues que el mayor de los jinetes era Hárnor hijo de Elrohir hijo de Elrond hijo de Eärendil hijo de Tuor hijo de Huor hijo de Galdor hijo de Hador hijo de Hathol hijo de Malach Aradan. Y el menor de los jinetes era en verdad Húrnor hijo de Hárnor.

Habían viajado mucho él y su hijo a través de las tierras salvajes del Norte, y aunque el mundo había cambiado después de que Manwë apareciese por sobre el mar y la colina y la montaña con todo su séquito para derrocar al Vala Oscuro, aunque se hubiesen quebrado rocas y los ríos hubieran cambiado sus cursos y las montañas se hubiesen inclinado y los valles se hubiesen hundido y los bosques se hubiesen abrasado, de nuevo había crecido un nuevo paisaje. Y los jinetes lo observaban ahora con gran respeto por cierto, por todo lo que aquello significaba para ellos y para sus antepasados. El río ante el cual se habían detenido no era otro que el hijo del antiguo Narog, que tras la Guerra de la Cólera había sido desplazado al oriente.

Y dijo Hárnor:

–Observa, oh descendiente de Eärendil, cuyo barco navega por los cielos, las tierras que en otros tiempos, en las Primeras Edades, cuando el sol y la luna eran jóvenes, se llamaban Beleriand, tierra encantada, maravillosa y sorprendente. En Beleriand estaba el bosque de Doriath, y en Doriath moraba Thingol, Rey de los Sindar y señor de Menegroth, las Mil Cavernas, donde murió asesinado a manos de los Enanos de Nogrod.

Y dijo Húrnor:

–Veo realmente estas tierras, oh padre, y me congratulo. Sin embargo aún no se me ha explicado, ni por parte de madre, ni por parte de ti, ni por parte de esclavo o sirviente, la razón del viaje que nos ha hecho cruzar Eriador y Forodwaith, y después la antigua Ossiriand, la de los Siete Ríos, y Taur-Im-Duinath, para llegar aquí a estos parajes desconocidos.

– ¿Desconocidos dices, ignorante? Pues has de saber que allá en el bosque que antes se llamaba Nimbrethil y que ahora podemos ver en el Oeste, construyó tu antepasado Eärendil el gran barco Vingilot, el Rápido, el Veloz, que cruzó el Gran Mar y que llegó al Oeste, donde la vida no muere y donde la Montaña Blanca observa el mundo. Te he traído pues a la tierra de tus antecesores para que veas con tus propios ojos la mínima sombra de esplendor que ha quedado de aquellos días.

–Y sin embargo me dice el corazón que no solamente por esta razón hemos cabalgado toda esta semana y la anterior y la que la precede, sino que algo más complejo ocultas en tu mente y me reservas para horas venideras. Diré contra toda esperanza que confío en tus pensamientos, sean cuales sean, y que te seguiré allá donde me lleves, oh tú el más célebre de los nietos de Elrond el Semielfo.

–Atento, entonces, y escucha y observa. ¿Pues no es aquella figura lejana que se acerca, tú que tienes la vista más penetrante, un caminante perdido o un vagabundo?

–Si es vagabundo, entonces en mucha estima debe tener serlo, pues camina con la cabeza bien alta y su paso es firme y decidido, aunque cauteloso. Razón tienes por otra parte en que se acerca, y apostaría mi hacha a que ya nos ha visto inmóviles contra la luz del sol. ¡Y mira, padre, cómo saluda con la mano como si nos hubiese reconocido y estuviese alegre! ¿Pero quién es y qué hace en estas tierras abandonadas, me pregunto?

Después de estas palabras quedaron padre e hijo en silencio y observaron con precaución a la figura que ahora se aclaraba ante ellos según se acercaba. Vestía toda de verde excepto una capucha de color castaño que pronto se echó atrás para dejar a la vista unos cabellos resplandecientes y rubios y una tez pálida pero brillante de algún modo. Era un Elfo desde luego, pero no parecía uno de la Antigua Alta Raza, sino más bien uno de los Renuentes que nunca llegaron a ver el Oeste. Y más específicamente sus vestimentas parecían delatarle como un Laiquendi, un Elfo de los Bosques, uno de aquella antigua raza de los Elfos Verdes que, hace siglos, subieron desde el Sur hasta Beleriand y fueron aceptados por Thingol, quien les ofreció vivir en Ossiriand y hacer de estas tierras su Reino. Vivieron mucho tiempo sin establecer lucha o guerra con el Enemigo, pues no gustaban de las batallas y se dedicaban por entero a los kelvar y a los olvar, y avalaban a Yavanna, la Dadora de Frutos, después de a Elbereth, la Reina de las Estrellas. Parecía pues que uno de estos era el que en aquellos momentos se les acercaba, y cómo o por qué los había reconocido ni Hárnor ni su hijo podían explicarlo. Llegó por fin el Elfo a la orilla contraria del Narog, y tras pronunciar unas alegres palabras élficas en quenya los habló en la Lengua Común.

Y les saludó diciéndoles:

–Bienvenidos y dichoso sea el encuentro, oh Hombres de la Casa de Hador. Os saludo con alegría pues en verdad ha pasado mucho tiempo desde que alguien de mi pueblo se haya encontrado con uno de los del Antiguo Linaje de los Edáin, de los que vinieron por sobre las montañas y bajo las montañas. Y me alegra además encontrarme con descendientes de Eärendil, el Bienhadado, El Que Se Fue Para No Volver, El Marino, El Mensajero. ¿Qué hacéis por aquí, entonces, seáis en verdad Hombres o Semielfos, pues de la Casa de Elrond provenís, de Rivendel del Sur, la Última Morada Simple al Este del Mar? Pues hace tiempo que no tengo noticias de los hijos de Tuor el de Gondolin, y ¿no es esa espada que llevas, por cierto, de la misma Gondolin, forjada en los fuegos de las Antiguas Forjas de Turgon, el Supremo Rey, el del Reino Escondido?

Y contestó Hárnor:

–Razón llevas, respetable Laiquendi, pues esta espada no es otra que Orcrist, antiguamente esgrimida por Thorin Escudo de Roble de la Montaña Solitaria de Erebor, la Mordedora, la Hiende Trasgos, que tras la muerte de su dueño fue traída a Rivendel por Gandalf, Ólorin en el Oeste, el Maia que servía a Irmo el Vala, y que fue entregada a mi padre Elrohir y esgrimida ante la Puerta Negra de Barad-dûr, la Torre Oscura, en la Última Batalla. Porque yo soy Hárnor hijo de Elrohir hijo de Elrond, descendiente de los Antiguos Señores, de Eärendil y de Tuor, y de Huor y de Hador, los Amigos de los Elfos, y el que conmigo cabalga es mi hijo Húrnor.

El Elfo quedó entonces asombrado y mostró gran respeto, y dijo:

–He de decir pues que mi nombre es Laiden, descendiente de Denethor, el antiguo Señor de Ossiriand, cuando los árboles eran jóvenes y los Pastores abundaban. Dichosa la hora pues en la que nos encontramos, y bienvenidos de nuevo. Gracias hemos de dar a que nos vemos en tiempos de paz, ahora que el Nigromante ha caído por fin en el lejano sur. Mi pueblo vive ahora en el antiguo Nan-Tathren, separados de nuestros hermanos del Bosque Negro de Rhovanion, pues tuvimos que huir de las hordas enemigas en tiempos olvidados que nos expulsaron de nuestro antiguo hogar. Sin embargo vivimos ahora en paz y en armonía, y las Águilas de Súlimo nos traen todas las noticias que necesitamos oír.

Y dijo Hárnor:

–¿Qué gentes, oh respetable Quendi, quedan pues en el Antiguo Norte? Pues al Norte nos dirigimos mi hijo y yo.

Quedó unos momentos Laiden pensando, y dijo al fin:

–Aquí y allá quedan aún restos de los Antiguos Pueblos, como nosotros, y también hay sombras de la Antigua Sombra, resistentes bajo la luna y el sol. Hacia el Este viven ahora en las Montañas de antaño, las de Ered Luin, que quebraron con la cólera de Tulkas y que crecieron de nuevo con ayuda de Aüle , Orcos y Trolls de las Montañas, y últimamente se oyen nuevas de unos extraños gigantes que han subido espantados de los Altos Pasos de Rhovanion. Sin embargo no tienen ahora la fuerza de Sauron el Maia, y aunque aún son peligrosos viven solos y apartados en lo más profundo de las cavernas. En la antigua Dorthonion viven ahora los antiguos Teleri que quedaron al Este del Mar después de la Guerra de la Cólera, los viejos Sindar de la antigua Doriath que no bajaron al sur con La Señora Noldor, Galadriel. Y desperdigados por las tierras y los campos, antiguos Enanos de Belegost, y en vuestro antiguo hogar mora ahora la oscuridad y la destrucción, pues los últimos de los Orcos de Moria abandonaron las Montañas Nubladas tras la caída de la Torre. Sin embargo no abandonan la antigua Dor-Lómin, y las Águilas vigilan ahora en Mithrim. Nadie cruza ahora los desiertos de Ard-galen ni las antiguas tierras marchitas y malditas de la vieja Angbad. Y todo lo demás se hundió en el Mar para nunca más resurgir. ¿Qué os trae pues por aquí, hijo de Elrohir, si no os importa satisfacer mi élfica curiosidad?

Y contestó Hárnor:

–La añoranza y el pesar, querido Laiquendi. Algo en mi interior me arrastraba hacia el Norte, y hacia el norte seguiré. Quizá Mandos o algún otro me haya herido el espíritu por una razón que se me escapa.

A lo que Laiden dijo:

–Siendo así entonces no os molestaré más, y continuaré mi camino hacia el Sur, pues en Arvernien la caza abunda y el tiempo pasa rápido. Adiós por ahora, y ojalá nuestros caminos se crucen de nuevo en una hora dichosa.

Y de este modo se despidió uno de los antiguos Renuentes, y continuó caminando siguiendo el curso del Narog hasta que de nuevo fue una figura oscura y solitaria. Hárnor y Húrnor cruzaron entonces el río, y continuaron hacia el Norte como habían estado haciendo durante todos aquellos días. Cabalgaron casi sin detenerse, y de vez en cuando veían en la lejanía algún oso negro, o un Águila vigilante en el cielo, o un Enano solitario. Llegaron a la antigua Doriath, que era ahora un valle con un gran lago en el que desembocaban seis ríos, y pocos árboles quedaban ya de los Días Antiguos. Y por último divisaron las montañas, más cerca de lo que habían estado anteriormente, y un gran golfo entraba ahora en aquellas tierras. Hárnor vio todo esto, y dijo:

–Observa hijo las sombras de Ered Wethrin. Detrás de estas montañas había tiempos ha un antiguo reino de Hombres de la Casa de Hador, y allí en Dor-Lómin vivía tu antepasado Huor, hermano de Húrin padre de Túrin, tu pariente. Tiempos resplandecientes eran aquellos, a pesar de la Oscuridad del Norte, y se llevaron a cabo grandes hazañas.

–¿Por qué, padre, venimos a las tierras de nuestros antiguos, y por qué traes a Orcrist de Gondolin, la que nunca llevaste?

– No me preguntes. Quizá algo me decía que en nuestras tierras de los días olvidados moraba ahora el mal, o quizá no.

–¿Por eso has venido entonces, para vencer a aquellos que ya están vencidos, tristes sombras bajo la Sombra, sin un Sauron que los organice y proteja?. Raquítica e innecesaria me parece ahora la treta, padre, y quizá sólo sea la locura la que te haya arrastrado hasta aquí.

–Puede ser la locura. O el destino. Pero el último barco eldar zarpará pronto hacia el Oeste, como hace bien poco tu bisabuelo Elrond y la Señora Galadriel y Círdan el Carpintero, el Constructor de Barcos, y Olórin el único buen Istari, y los Portadores del Anillo. Y algo me dice que con el último barco desaparecerán también las hazañas y las aventuras y los Días Antiguos serán olvidados, y he de hacer algo antes del fin. Estos orcos que moran en nuestras tierras son los únicos que aún caminan bajo la luz del sol, los únicos Enemigos que continúan siéndolo, pues oíste decir al Laiquendi que los restos de las hordas de Sauron se esconden en cavernas o en pozos profundos, y no salen ni de día ni de noche. Si puedo expulsar a estos orcos a las cavernas de las montañas me sentiré feliz, pues ya que estoy fuera de los Días de las Hazañas, ya que mi nombre no quedará en la historia de ninguna batalla, por lo menos habré luchado como hicieron mis antepasados. Si he de morir moriré, pues de otro modo tampoco tardaré mucho ya en alcanzar las estancias de Mandos. Así que si mi hijo me quiere acompañar en la batalla lucharemos juntos, y si no darás media vuelta y avisarás a tu madre de mi destino. ¿Qué respondes tú, Húrnor hijo de Hárnor? ¿Vendrás conmigo a la Última Lucha?

A lo que dijo Húrnor:

–Por cierto que lo haré, y que los ojos de Manwë lo vean.

Así cabalgaron Hárnor y Húrnor a través de las Montañas de Ered Wethrin, y ninguna historia cuenta cómo ellos dos solos consiguieron vencer a los orcos, y los expulsaron de allí y los obligaron a esconderse en lo más profundo de la tierra. Y así se libró la última lucha contra el mal en los días antiguos, y el último barco eldar partió entonces en dirección al lejano Oeste, y vieron al fin como una luz potente que los acogía, y oyeron como unos cantos alegres bajo las estrellas.



Este relato es un pequeño homenaje a los Cuentos e historias de J.R.R. Tolkien.

Postdata: me he tomado un par de libertades que vuestros expertos ojos no pasarán por alto. Una de ellas tiene que ver con lo referente al último barco eldar. Quizá descubráis la otra. Perdonadme pero este relato lleva escrito tres años y no lo voy a cambiar ahora. También P.Jackson se tomó libertades, je je...

  
 

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