Incursión

10 de Mayo de 2003, a las 00:00 - Shrike
Relatos Tolkien - Relatos basados en la obra de Tolkien, de fantasía y poesías :: [enlace]Meneame

Ya era hora que esos snaga de pacotilla regresaran, se exclamó Athanazog. Había mandado a sus exploradores a reconocer los alrededores al amanecer de ese horrible día, en que el sol les acribillaba a él y a sus tropa con sus crueles rayos. Algunos de los más novatos, Gramzabolg y Larduf (los cuáles nunca habían servido bajo sus órdenes), se habían pasado toda la mañana quejándose de que porqué no corrían a refugiarse de ese sol malvado, y se había visto obligado a decapitar al primero de un solo golpe de su cimitarra y al segundo le había cortado sus inmundas orejas. Se sacó del cinturón su cantimplora, que había llenado de licor predilecto (Fergburz nunca había querido desvelar con que ingredientes lo elaboraba) y bebió su contenido hasta saciarse. Volvió a colgarse la cantimplora del cinto y se dirigió a interrogar a esos snaga estúpidos.
Al acercarse vio que faltaban dos de los siete que había mandado aquella misma mañana.
- ¿Dónde están esas ratas cobardes, Terbuf y Hronguz?- preguntó.
- Encontramos sus cadáveres a unos tres kilómetros de aquí- respondió uno, mordiéndose con evidente nerviosismo el labio inferior.- Y, bien...
- Jefe, buscamos al criminal que los mató- continuó otro.- Seguimos su rastro hasta una aldea de humanos que se encuentra entre los árboles de allá- finalizó, señalando hacia el este, mientras una gruesa gota de sudor le surcaba la mejilla. Allí, se hallaba el inmenso Bosque Negro, una sombra que empezaba a confundirse con la incipiente oscuridad del ocaso.
Athanazog sintió como la cólera lo invadía y les hacía soltar espumarajos por su boca.
- ¡Malditos sean los huesos de ese par de estúpidos y de...!- y continuó lanzando una larga lista de insultos y blasfemias que terminaron en una serie de desagradables gruñidos.- ¡Debería de arrancaros la piel con un cuchillo sin filo!- dijo, desenvainando su larga cimitarra.- Ahora deberemos de encargarnos de esos salvajes criminales que se esconden entre los árboles, y luego...- dijo, dirigiendo una última mirada a sus exploradores, los cuáles temblaban de terror.
Se giró hacia su tropa, formada por un centenar de orcos y media docena de uruks que se encargaban de que los primeros cumplieran las órdenes de su jefe, y dijo:
- Ésta noche visitaremos a esas ratas humanas y nos daremos un buen banquete- rió, mientras su tropa gritaba de alegría ante una oportunidad de diversión.

El cielo se iba oscureciendo y las estrellas empezaban a aparecer por el este a medida que el sol se iba ocultando tras las Montañas Nubladas. Poco a poco, en los hogares que conformaban esa aldea de eothed se iban encendiendo las luces de las cocinas y se oían voces cantando alguna agradable canción. Mientras, los hombres se daban prisa para acabar de poner a buen recaudo a su ganado en los corrales comunales que había al pie del pequeño promontorio en cuya cima se hallaba una atalaya construida con troncos y que apenas se elevaba una veintena de metros sobre los tejados de las casas. Ahí, se divisaban algunas antorchas, que quedaban ocultas intermitentemente durante un breve instante cuando alguno de los dos centinelas pasaban por delante suyo. Más abajo, y a apenas un centenar de metros de distancia, se elevaba una cerca de unos dos metros de altura, rodeada, a su vez, por un foso de varios metros de profundidad, y con una sola entrada mirando al suroeste, en la dirección donde se hallaba el Vado Viejo del Anduin. Para atravesar el foso había un puente de madera que podía ser destruido con facilidad y rapidez; en la entrada (cuyos batientes eran cerrados sólo en caso de emergencia) había tres centinelas más. La aldea, vista desde lejos, parecía la rueda de un carro cuyo eje se elevase sobre el mismo. Alrededor suyo se extendían algunos campos de cultivo pertenecientes a los campesinos que dormían en la aldea a la puesta de sol, Era un lugar tranquilo, habitado por gentes sencillas con costumbres sencillas, no muy diferentes de otros muchos pueblos de la Tierra Media. Era una aldea próspera, que contaba con más de dos centenares de almas. Pero también era una fruta madura para todo aquel dispuesto a hacerse con ella.

La luna empezó a elevarse en el cielo y la gente dormía plácidamente cuando se oyó el toque de un cuerno, saludado por las estridentes voces de los orcos, los cuales se habían acercado sigilosamente hasta quedar a muy corta distancia del foso.
Los centinelas se aprestaron a hacer sonar con fuerza sus propios cuernos, aunque no era necesario: antes de eso, ya se oían las voces de los hombres armándose, y de las mujeres y niños levantándose de sus camas y corriendo, lanzando quejumbrosas exclamaciones de pánico, hacia la (poca) protección que pudiese dar estar al pie de la atalaya.
Mientras, dos de los centinelas de la entrada corrieron a hacer rodar foso abajo la viga maestra que sostenía el puente antes de que los orcos lo fuesen a atravesar, mientras el otro centinela, con el arco preparado, estaba listo para cubrir los movimientos de sus compañeros.
Los dos hombres, sin vacilar, retiraron con grandes esfuerzos la viga y la dejaron caer antes de que los orcos pudiesen darse cuenta de sus intenciones. Se oyó un gran estruendo cuando el puente se derrumbó y se desmenuzó al caer sobre las paredes del foso.
Cómo respuesta, se oyó una feroz voz rugiendo de rabia y hablando en orco con tono autoritario. Antes que los centinelas fuesen a alcanzar la puerta, varias docenas de flechas cayeron sobre ellos, atravesando una de ellas la nuca de uno de los hombres, que cayó de bruces, mientras el otro corría a guarecerse dentro del poblado y los batientes se cerraban con gran estruendo detrás suyo y eran barrados con dos pesadas y resistentes vigas dispuestas para tal fin.
Mientras, los primeros arqueros defensores ya se iban apostando en sus puestos en la cerca, en las aspilleras que había cerca de las puertas, mientras los hombres, que ya eran poco más de medio centenar, se reunían en la plaza de la entrada. Al frente iba Dernhelm, un hombre alto en cuya barba rubia empezaban a verse ya canas, al igual que en su cabellera.
El centinela que había logrado escapar corrió a informar al jefe.
- Son al menos un centenar de orcos de las montañas, y entre ellos he podido divisar unos orcos enormes, y hay entre ellos arqueros muy diestros- vaciló un instante.- ¡Maldición! Han matado a Felham justo cuando ya habíamos cruzado el portón.
Dernhelm asintió, pensativo, ante las palabras del centinela, mientras contemplaba a su tropa; la mayoría iban armados con azadones y hachas y protegidos muy precariamente con algunos petos de cuero, exceptuando a la docena de hombres pertenecientes a su familia, que disponían de cotas de malla y largas espadas, y que podía contar con su valor y habilidad, puesta a prueba en muchas otras escaramuzas libradas en el pasado; el resto no eran más que campesinos, muy valientes, pero nada preparados para una lucha cara a cara contra una banda de fieros orcos.
- Vengaremos a Felham- dijo el hombre, desenvainando su espada, Herugrim, la reliquia de su familia desde los tiempos en que vivían al sudeste del Bosque Negro, y perteneciente a su (recientemente) difunto hermano Léod, mientras se giraba a la tropa.- Amigos, el Destino ha querido poner a prueba nuestra firmeza y nuestro valor… Ahora no podemos vacilar: es o ellos, o nosotros.
- ¡Les daremos su merecido!- dijo un muchacho, con apenas quince años, alzando un garrote. Su mirada era fiera como la había sido, en vida, la de su padre.
- Eorl, ¡márchate inmediatamente!- dijo Dernhelm.- Eres demasiado joven para luchar.
- Pero tío…- empezó a protestar el chico, aferrando con más fuerza su garrote.
- No me vale ningún pero, chico- dijo con firmeza su tío, girándose para dar órdenes a la tropa, dejando entender que la discusión había terminado.
El chico se alejó un poco, cabizbajo, y miró desde la distancia como Dernhelm iba distribuyendo a los hombres para defender la cerca, dejando con él a una decena de hombres de la familia, a modo de reserva para lo que pudiese ocurrir. Su sangre le bullía en sus venas, y decidió desobedecer a su tío. Se situó entre las sombras del zaguán de una casa próxima a la entrada, esperando el transcurso de los acontecimientos.
Un presentimiento le dijo que esa noche iban a ocurrir acontecimientos muy tristes.

Athanazog, furioso, ordenó a sus guerreros que cruzasen el foso y asaltasen la cerca, mientras ordenaba a sus arqueros que disparasen por encima de defensas flechas de fuego que fueron encendiendo con aceite reservado para tal fin.
Pronto, empezaron a elevarse las llamas entres los tejados de paja de las casas, y las mujeres y los niños empezaron a llenar cubos con el agua que iban pudiendo sacar del pozo. Pero eso no bastaba, y pronto las llamas empezaron a saltar de tejado en tejado, propagándose en todas direcciones, fuera de todo control, amenazando con asarlos vivos a todos.
Mientras ocurría eso, la primera oleada de orcos intentaba escalar el foso y la cerca, cayendo muerto alguno de ellos con una flecha clavada en la garganta o en el pecho, pero sin conseguir retrasar ni un segundo su avance. Pronto los orcos lograron escalar la cerca en varios puntos y penetrar en el perímetro defensivo, pero fueron firmemente contenidos y rechazados por los eothed, que combatían, entremedio del humo y las llamas, con la fuerza de la desesperación.
El jefe orco, furioso porque aquellos miserables humanos estaban causándole tantos problemas, ordenó a uno de los uruk-hai que reorganizase a la tropa que huía mientras que se encargase que los arqueros obligasen a los eothed a guarecerse y a no darse cuenta de nada de lo que ocurriese en las cercanías. Después, ordenó al resto de uruk-hai que escogiesen a una veintena de los mejores guerreros y le siguiesen.

La aldea ardía y se consumía, pese a los denodados esfuerzos de sus habitantes para sofocar las llamas. El ganado, enloquecido de terror, escapó de las cuadras e intentaba huir hacia todas las direcciones, mientras la atalaya de vigilancia empezaba a arder por las llamas que iban propagándose.
Entremedio del rugir de las llamas, el llanto de las mujeres y niños y el lamento de los heridos y moribundos, se oyó un toque de cuerno por parte de un centinela, qua imposibilitado ya de huir de su puesto de la atalaya, gritaba a pleno pulmón.
- ¡El enemigo está entrando por el norte!
- ¡Malditos!- exclamó Dernhelm. Tenía el hombro izquierdo empapado de sangre por el tajo asestado con la cimitarra de un orco, pero sobreponiéndose al dolor y la debilidad por la pérdida de sangre, reunió a una docena de hombres y corrieron, esquivando las llamas y el ganado errante, hacia el norte de la empalizada. Una sombra también los siguió.

Ya al pie de la atalaya, en la cual las llamas ya coronaban la edificación, y entremedio de una confusión indescriptible, Dernhelm hizo frente a Athanazog. Mientras la sangre de los orcos y hombres empapaba el suelo y la carnicería aumentaba, la atalaya se derrumbó con un estruendo ensordecedor, ahogándolos a todos con humo y cenizas.
El ruido también ocultó un amargo grito de agonía, y otro grito de rabia. El primero era de Dernhelm, que cayó de rodillas dejando caer su espada, llevándose ambas manos al estómago, intentando, inútilmente, contener la vida que se escapaba por sus entrañas; y otro de rabia, de Eorl, que, con los ojos empañados en lágrimas corrió al lado de su tío, mientras el enorme jefe orco detenía el ataque de un hombre y lo tumbaba asestándole una patada en el abdomen, mientras, ya tumbado en el suelo le atravesaba la garganta con su cimitarra.
Esa iba a ser su última victoria; Eorl, con la mirada encendida por el deseo de venganza, alzó Herugrim, que destelló con el fulgor de las llamas y, con todas sus fuerzas, cargó contra Athanazog.
Éste, que no había visto al muchacho acercarse, se giró sorprendido, quedando, durante unos breves (pero fatales) instantes con la guardia baja; el tiempo suficiente para que Eorl hundiese hasta la empuñadura a Herugrim en el vientre de su adversario que, sin acabar de darse cuenta de lo sucedido, sintió flaquear sus rodillas y se derrumbó, retorciéndose en su agonía.
Eorl, tembloroso, se acurrucó junto al cuerpo de Dernhelm, y dejó ya de prestar atención a lo que acontecía a su alrededor.

Él no lo sabía, pero el Destino le tenía reservado un lugar en la Historia de la Tierra Media.


  
 

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