Krâlag

10 de Mayo de 2003, a las 00:00 - Ukrâla
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Cuentan los Quendi, los que hablan con voces, que las palabras flotaron y se perdieron entre las estrellas; allí, una brilló más que ninguna.
Cuentan que con sólo cerrar los ojos, podía escucharse el melancólico canto del bosque... y el gemir de las hojas que, con el viento, susurraban una nana para todos aquellos que supieran cómo escuchar.
Los ríos, las montañas, las piedras... plantas y animales... ¡todos hablaban! ¡¡Todos cantaban la canción de Krâlag!! Y lloraban, lloraban en silencio mientras la brisa arrancaba sus lágrimas y las elevaba hacia el firmamento.
Y en lo más sombrío y recóndito del bosque, se dice que entre los árboles quedó impresa su huella de melancolía; se dice que algunos le vieron caminar con la nostalgia de haber perdido algo... algo que ni él mismo sabía reconocer. Luego se miraba las manos, manchadas de sangre, y reía y aullaba de rabia; y lloraba presa de un dolor tan intenso que destrozaba su cordura.
Krâlag le llamaban, sí; y era siervo de Melkor, como todos los de su desgraciada especie. Mucho se había hablado de los orcos, de aquella burla infame hacia los inmortales elfos. Pero sólo las estrellas pudieron mirar más allá, y descubrir que la salvaje maldad de Melkor carecía de límites.
Con su voz, con su desmesurada y horrenda crueldad, le torturó hasta destrozar su alma; hasta retorcerla y pervertirla... y hacerle odiar y aborrecer lo que antes amaba. Con sus artes oscuras, le aplastó y deformó; y transformó la arcilla indeleble y pura del elfo, en un fango macilento y corrompido. Y con la fragua del horror y el martillo del sufrimiento que le modeló, nació Krâlag; fruto de un dolor tan intenso que el odio y la rabia se convirtieron en sus mejores aliados. Y sí, como todo orco, debía obediencia a su señor; al ser que más despreciaba y temía.
Fueron muchas las guerras en las que intervino, muchos los horrores que causó; la desesperanza en la que su mente se sumió, fue incapaz de distinguir una masacre de una batalla; no había lugar para la compasión... ni para el honor. Melkor le hizo olvidar lo que todo aquello significaba... y Krâlag descargó su rabia contra los elfos; se convirtió en un instrumento de muerte, en un instrumento cuya única voluntad era la de su creador. ¡Y cómo se reía él por la ironía del destino!
Pero una noche, cuando las estrellas titilaban bajo el denso follaje de las copas, algo llamó su atención; unos haces de luz plateados penetraron a través de las hojas y surcaron la penumbra. Entonces, una extraña sensación de sosiego le invadió; encantado, siguió aquellos hilos plateados hasta un claro amplio y despejado. Y allí, en lo más alto del firmamento, halló a la solitaria luna; brillaba desde su atalaya con todo su esplendor, resplandeciente como la luz de Telperion. Krâlag la miró fascinado y sonrió; era preciosa... y sin saber por qué, quiso cantar algo hermoso para honrarla. Pero un desagradable rugido escapó de su garganta; y unas palabras horrendas y venenosas surgieron en lugar de bellos versos.
Krâlag, horrorizado, enmudeció al instante; sintió repugnancia por lo que acababa de hacer... y avergonzado, se ocultó en la noche. Se arrastró y cavó una madriguera; y permaneció allí escondido durante largo tiempo.
Las semillas germinaron y los árboles crecieron para morir en un suelo donde los ríos se secaron; donde otros nuevos surgieron en su lugar y cambiaron de curso. El sol salió y se ocultó tras las montañas que antes se alzaban imponentes, y que luego se hundieron en la tierra mientras extrañas criaturas la moraban. Pero algo permaneció impasible, tan fascinante y sobrecogedor que ni el paso del tiempo osó dejar su huella; el firmamento que tantas veces Krâlag contemplaba, al que tantas veces hablaba y lloraba en su desesperación; pues no siempre recordaba haber sido orco.
En su negro corazón, había algo que le consumía e inflamaba; algo que le hacía adorar cada árbol, cada planta y piedra del bosque en el que vivía; y a su vez, algo que le hacía odiar aquel lugar con la más espantosa y perversa crueldad. Amaba las estrellas... y las aborrecía y maldecía. Y en lo más profundo de su madriguera, gemía y aullaba; se reía de sí mismo mientras cavaba más y más hondo en la tierra, destrozándose las garras para silenciar el dolor que tanto le atormentaba.
Pero aquel sufrimiento nunca desaparecía; crecía y crecía, se retorcía y enroscaba alrededor de su pecho como una serpiente constrictora, asfixiándole lentamente... matándole, envenenándole con su demencia. Y la luna... ¡ah, la luna!... cuánto se reía de Krâlag, cuánto se burlaba de su desgracia, de su aspecto... de su amargo dolor... sí, sí... ¡¡la mataría!!
Entonces reptaba fuera de su madriguera, gruñendo y aullando como una fiera enloquecida; destrozaba árboles y arbustos, pateaba suelo y piedras... y mataba todo lo vivo que allí encontraba. Luego miraba hacia el firmamento con odio, alzaba sus puños ensangrentados... y allí, bajo un mar estrellado, caía de rodillas y enmudecía; Isil la Refulgente seguía sonriendo; la flor de Telperion resplandecía mientras una suave brisa mecía las hojas de las copas. ¡Y parecían cantar!... sí... cantar con la entrañable voz del pasado, con la voz del mar.

Aquel sonido le arrullaba todas las noches como una canción de cuna... y por las mañanas, le saludaba con un plañidero ronroneo mientras contemplaba la costa; casi pudo sentir cómo la brisa marina le acariciaba el rostro, revolviendo sus indómitos cabellos negros. Cerró los ojos y escuchó... y a lo lejos, los tañidos de las campanas se perdieron entre el oleaje mientras la bruma se iba levantando... mientras su garganta cosquilleaba al aspirar el olor a sal y contemplaba la serena placidez del océano, la profundidad de un azul turquesa y de un verde esmeralda.

¡Maldita esfera de luz plateada! ¿Por qué le hacía sentir aquello?. Krâlag la miró con odio... y el odio le estranguló en una amarga agonía; no podía soportarlo. Y siempre, siempre al amanecer, regresaba a su madriguera con la melancolía royéndole el corazón; y cavaba y cavaba hasta desfallecer, hasta que tierra y sangre se mezclaban y amasaban en la crueldad de la demencia... para asentar unas raíces podridas y retorcidas.
El curso de los acontecimientos avanzó lento e inexorablemente; la semilla ya había germinado y buscaba florecer. Y en lo más tórrido del verano, bajo una noche tormentosa, llegó desde el sur una horda de orcos y Krâlag se unió a ellos. La sangre mitigó su sed de venganza; la destrucción sació su dolor; la muerte, su demencia. Ya no causaba maldades para su Señor, lo hacía por placer... por el terror que su mera presencia infundía en todo ser vivo.
Y las raíces crecieron y ahondaron en el interior de una masa hedionda, como los gusanos infectos de un cadáver; la planta se retorció y deformó, creció abotargada, escupió su horrendo fruto... y ese fruto halló la muerte bajo una espada.
Cuentan los Quendi que las hojas susurraron al viento, que el viento se elevó hacia las estrellas y que allí, Isil la Refulgente dejó de sonreír; pues el elfo murió cuando nació el orco; cuando Melkor, llamado Morgoth por Fëanor, sembró en él la raíz del mal... y creció y se expandió hasta pervertir la creación de Ilúvatar.
Cuentan que en su agonía, de su garganta surgieron alaridos blasfemos y horrendos; tan venenosos y cargados de odio que el bosque se estremeció y lloró.
Cuentan que antes de morir, gritó al firmamento alto y claro. Gritó una sóla palabra, un último vestigio de su naturaleza; ëar.

Y el arrullo del oleaje elevó su alma hacia las estrellas.


  
 

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