Derufod El Mensajero de Boromir

14 de Julio de 2006, a las 08:20 - Eolywyn Dama de Rohan
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1. Encuentros en la noche

Derufod  sentía gran admiración y lealtad por Boromir, su señor. El orgulloso hijo del Senescal Denethor II, era un gran capitán y un excelente compañero en la lucha, fuerte y diestro con las armas, rápido de mente, sabía mantener con valentía a sus hombres en el combate y sus enemigos poco podían hacer.
Además de sentirse complacido de pertenecer a su guardia, Derufod le debía la vida a su capitán y eso nunca lo olvidaría, estaba en deuda con su señor y no sólo por salvarle la vida arriesgando la suya propia, sino por todos lo que Boromir había hecho por él.
Derufod meditaba estas cosas mientras cabalgaba en solitario por un páramo desierto, se sentía tranquilo y confiado. El sol había caído por el horizonte del Oeste y los brillantes colores del crepúsculo tornaron el cielo desde un azul oscuro, hasta un púrpura encendido. A su izquierda, las impresionantes Montañas Blancas parecían de fuego con el reflejo del atardecer.
Se dirigía por el Camino del Oeste hacia el punto de encuentro acordado entre Boromir y su dama, ambos amantes en secreto se reunían en fechas predeterminadas y la misión de Derufod era la de acompañar y proteger a la dama hasta el lugar donde su señor la esperaba.
Boromir había confiado en Derufod aquel amor que existía entre él y la mujer de Rohan y que nadie más conocía. Así Derufod se convirtió en mensajero y confidente personal del hijo primogénito del Senescal de Gondor, un cargo que jamás había soñado conseguir.
A pesar de que la noche sería cálida, un ligero viento proveniente de la altas montañas, hizo que el hombre se arropara aún mejor su gruesa capa de viaje, llevaba aguantadas las manos y aferró las riendas con seguridad mientras su cabalgadura iba a buen ritmo. Derufod sonrió para si mismo recordando su infancia y comparando toda aquella vida con la posición que ahora ocupaba.
Él había nacido en una pequeña aldea a orillas del río Morthond y su único futuro allí estaba en llegar a ser un pescador de río con su propia barca. Toda su familia eran pescadores de las riveras y él era el segundo hijo de tres hermanos; sus padres, de origen muy humilde, tenían una choza cerca de una arenosa orilla rodeada en algunos tramos por altos juncos.
Su trabajo, recordaba quizás con nostalgia, había consistido en ayudar a su padre con las redes y trampas para el río y acompañar a su madre a los mercados llevando la pesada carga en las cestas. Cuando se encontraba en los mercados de los pueblos más bulliciosos, siempre hallaba la oportunidad de escabullirse y vagar por entre tenderetes y callejas imaginando que era un gran guerrero, un caballero de hermosa armadura y reluciente espada y así, las gentes se volvían al pasar él contemplándolo admirados de tanta gallardía. Cuando jugaba con sus primos y otros niños de su edad, él era el capitán de un grupo de valientes que luchaban contra enemigos imaginarios. Pero fue haciéndose mayor y a la edad de quince años se dio cuenta de que nada de aquello se haría realidad. Se sentía inquieto y apesadumbrado, siempre fantaseando con sus amigos, intentado convencerles de marchar lejos en busca de aventuras.

***

Las primeras estrellas comenzaban a reinar y el crepúsculo tocaba a su fin, la luna se alzaba mostrando su cara luminosa y completa, su luz plateada arrojaba misteriosas sombras sobre los campos y Derufod llegó al lugar acordado. Refrenó su montura al entrar en los lindes de un bosque, no era demasiado denso, pero los árboles, viejos y de corteza nudosa, tenían la copa amplia y espesa. Se sentía fatigado por el largo trayecto, apenas si se había tomado un respiro, y su caballo no parecía mejor que él, sudoroso y con las comisuras cubiertas de espuma, sin embargo, era un buen caballo, resistente y veloz, ambos se habían encontrado en situaciones mucho más extremas, así que confiado, pero alerta, se introdujo en el bosque: sabía que ella se encontraba allí, escondida entre las protectoras sombras de los árboles, oculta por su capa oscura, silenciosa, expectante, no se mostraría hasta que Derufod se hubiese internado.
El bosque permanecía en silencio, sólo podía escuchar el zumbido de los insectos nocturnos. Derufod comenzó a sentir cierta duda, era posible que la dama no se encontrara allí, algún percance podía haberla retenido en algún lugar o retrasado en su llegada. Derufod intentó observar el cielo, pero el follaje se lo impedía, sólo la luz plateada de la luna se filtraba en algunos claros.
Entonces, detrás de él escuchó un leve sonido, se giró con rapidez y a la vez, tocó la empuñadura de su espada para desenvainarla. Derufod sintió una gran tensión, algo se movía en la oscuridad, su caballo tomó posición de ataque al sentir la presión de las piernas de su amo. Estaba a punto de alzar su espada cuando retuvo ese movimiento instantáneo de defensa, pues el presunto atacante se descubrió.

Eolywyn se mostró retirando la amplia caperuza de su capa, su pelo dorado brilló al caer sobre ellos algunos rayos de la serena y blanca luz de la luna, que se colaba a través del espeso ramaje. La dama sonreía, le había tomado desprevenido; Derufod, aún sabiendo que no estaba solo, no pudo evitar la sorpresa, la mujer había sabido ocultarse bien, ni siquiera su montura se había percatado de la presencia de un jinete. El hombre se enderezó en su montura y se acercó a ella:
-Señora -la saludó con un gesto cortés.
-Has llegado tarde, la luna hace rato que salió -dijo ella con voz suave, mirándole directamente a los ojos, se erguía orgullosa y su amplia capa negra ocultaba sus formas, pero Derufod sabía que iba montada como un jinete, vestida como los hombres rohirrim y así pasaba inadvertida. Para cualquiera que los observara sólo verían a dos hombres que cabalgaban juntos. Derufod miró a su alrededor con un ligero gesto de su cabeza y se dirigió a ella, no deseaba excusarse ante la mujer, pero debía hacerlo:
-Lo siento señora -dijo mirándola a los ojos, en aquel momento le pareció algo mágica y misteriosa -pero mi capitán se retrasó en una misión cerca de Cair Andros. Mi señor Boromir no creyó oportuno mandaros un mensaje, y hemos viajado durante días sin apenas descansar; quizás es que nuestros caballos no son  tan veloces como los de la Marca.
Eolywyn no apartó la vista de su rostro, sonreía ligeramente y tras una breve pausa le contestó:
-Entonces habrá que poner remedio a eso, la próxima vez traeré un caballo de mi Casa para que te sirva en tu cometido, y si vuelves a llegar tarde..., la culpa será del jinete.
Dicho esto se encaminó hacia las afueras del bosque, Derufod la observó, ella volvió a colocarse la caperuza ocultándose el rostro. Por un momento, Derufod se sintió ofuscado, la mujer le pareció tan orgullosa y a la vez fascinante, sin miedo de aventurarse  sola por lo caminos para encontrarse con su amado; de corazón intrépido y una belleza casi élfica, no era de extrañar que Boromir recorriera millas para estar con ella.
Cabalgó junto a ella durante todo el trayecto, atento a cualquier cosa extraña que pudiera salirles al paso. La mujer iba silenciosa y manejaba con soltura su caballo. El pelaje de ésta parecía de plata bajo la luz de la luna, pero sus crines y cola eran negras. Derufod miraba a Eolywyn de reojo de vez en cuando y ella parecía presentir sus ojos observándola, giraba levemente el rostro y le dedicaba una sonrisa, entonces azuzaba a su montura para aligerar el paso, ansiosa quizás por llegar allí donde Boromir la esperaba o quizás desafiándolo.

***

Llegaron al lugar de encuentro antes de la media noche, Derufod observó que la dama parecía nerviosa. En la casa grande había luz, provenía de la única ventana de la fachada principal y del tiro de la chimenea botaba humo que la brisa nocturna movía como si de alguna danza se tratara. La puerta se abrió derramando un charco de luz sobre la entrada empedrada, Boromir estaba allí, su perfil alto y fuerte destacaba, avanzó con paso firme hacia ellos, Eolywyn desmontó dando un salto y corrió hacia él.
Se abrazaron y se besaron, Derufod tomó las riendas del caballo rohir mientras los miraba parado a una distancia prudente de aquellos dos amantes secretos. Contemplaba la escena con cierto resquemor, ¿qué era lo que le ocurría, se sorprendió así mismo consentimientos contradictorios. Él sentía gran admiración y devoción por su señor, le debía la vida. Pero, a la vez, se sentía atraído por aquélla mujer, y de pronto, al verla junto a otro hombre besándola con pasión, hizo que algo en su corazón brotara, un sentimiento que no había creído tener, estaba celoso.
Sacudió la cabeza para desechar esos pensamientos y se dirigió silencioso hacia el pequeño establo que se encontraba en la parte posterior. Atento a todos los sonidos, Derufod oyó como la puerta de la casa se cerraba con un portazo ligero. Desensilló los caballos y los dejó tranquilos que comieran en sus pesebres; se sentía cansado por la larga cabalgata y un viaje de varios días sin a penas descansar, pero aquello le vendría bien, se quedaría dormido pronto. Subió las escalerillas del establo, en el piso superior había preparada una estancia, pequeña pero confortable, el granjero y su esposa encargados de la casa hacían bien su trabajo: un catre cómodo y limpio, con una buena manta; sobre la mesita había un cuenco con queso, pan, carne guisada, algo de fruta y un par de jarras de vino.
Después de cenar y terminar con el vino, Derufod se dejó caer en la cama, el único sonido que llegó hasta él era la respiración de los caballos que parecían dormidos y él pronto terminaría igual, se cubrió con la manta y dejó vagar su mente sin centrarse en ningún pensamiento. Imágenes de su juventud acudieron trayéndole recuerdos y emociones.
Él, sus dos primos y tres amigos habían decidido escapar de sus hogares para buscar aventuras, viajar lejos y llegar hasta la ciudad de los senescales y enrolarse en sus ejércitos para luchar contra los Enemigos y hacerse honorables y ricos, al menos ésta era la idea del joven Derufod. Se organizaron bien y llevaron bastantes alimentos, ropa de abrigo y algunas monedas, tomadas en secreto a sus padres, para comprar menesteres por el camino. Avanzaban siempre hacia el Este y Norte, y como tenían el espíritu animoso nada parecía hacerlos echar de menos sus casas ni a sus familiares. Llevaban bastantes días de viajes y en algunas ocasiones, asaltaban el huerto de algún granjero tomando aquello que necesitaban, entraban a hurtadillas en los ponederos de gallinas para llevarse los huevos y ordeñaban alguna que otra oveja para beberse la leche, aquellas eran hasta entonces sus aventuras.
Pero ocurrió un hecho desgraciado y decisivo que haría cambiar el rumbo de todo lo que estaban viviendo.
 Sin saber  cómo ni de dónde salieron, fueron asaltados por un grupo de proscritos ladrones y se quedaron con todas sus pocas pertenencias, dejándolos casi desnudos y desamparados, pero Derufod los alentó a atacar a los proscritos cuando éstos, borrachos y dormidos, bajaran la guardia. Así hicieron y una noche, cerca ya de la madrugada, se echaron encima de los ladrones con palos y piedras, casi habían conseguido lo que se proponían, pero uno de aquellos bandido hirió de muerte a uno de los amigos, esto hizo que los proscritos huyeran y ellos se  quedaron viendo impotentes como el compañero de aventuras, el más joven de todos, perdía la vida con la sangre que emanaba a borbotones de la cruel herida.
Derufod no podría olvidar nunca la mirada vacía y la palidez cadavérica en el rostro de su amigo, era el que siempre le apoyaba, nunca discutía lo que él proponía, siempre estaba de su lado, le admiraba y en aquella maldita hora le había llevado a la muerte.
Enterraron a su amigo como pudieron y tomaron sus cosas, todos querían regresar menos Derufod, que se sentía incapaz de volver y decirle a los de la aldea que era el culpable de la muerte de su amigo, él le había convencido para embarcarse en una estúpida aventura y de atacar imprudentemente a un grupo de proscritos que eran mejores y más fuertes que ellos. Se despidieron llorando, y Derufod siguió adelante, sin mirar atrás, sin volver la vista a la tosca tumba de aquel desdichado.



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