La Espada Sagrada

18 de Mayo de 2003, a las 00:00 - Hiliat
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I UN VIAJE SIN RETORNO

I INCERTIDUMBRE BAJO LA NIEBLA

Urum era una gran fortaleza en oeste del Reino de los Caballeros, rodeada por grandes montañas siempre cubiertas de nieve donde sus aldeanos cultivaban extrañas hierbas y vivían casi siempre en paz. Su gran muralla de más de veinte metros de altitud quedaba cubierta, al igual que el resto de la ciudad, por grandes bloques de piedra helada con intenso color pardo. Había dos grandes puertas: la del sur, la más protegida y reforzada, era verde como el césped y estaba tallada en la madera el símbolo de la fertilidad, representada en oro con tierra cultivada en su dibujo. La puerta del norte, más pequeña y modesta, era blanca como la nieve que cubría los montes a los que miraba erguida resistiendo al paso de los años.

En dicha ciudad había una pequeña taberna, la del viejo Floyd, un anciano dinámico e inquieto que conversaba con paisanos y forasteros que pasaban por allí de las noticias que acontecían en el Reino. Niños y mayores se reunían allí para escuchar los relatos del "abuelo" de Urum, que con los años era más huraño pero más sabio. En las paredes de su cantina colgaban retratos de grandes reyes y gobernadores, y en las grietas del enlosado se advertían años de buen entretenimiento proporcionado por historias y buenas dosis de cerveza para los adultos.
La fría noche con la que comienza nuestro relato se centra en aquella vistosa taberna, cuyas brasas y chimeneas resguardaban bien a los aldeanos y Caballeros que en ese momento se encontraban en el interior. Lámparas de aceite y bebida llenaban las mesas de madera envejecida donde disfrutaba gente de todo tipo, edad y condición: hombres sombríos y reservados, niños somnolientos que acompañaban a sus padres, madres embarazadas, borrachos escandalosos... Pero toda la atención se encontraba puesta en Ghuik Lethon, un hombre obeso y de cara siempre enrojecida por la mucha cerveza que tomaba. Era el más conocido narrador de historias en la región y su experiencia avalaba sus narraciones: se decía en Urum que Ghuik acostumbraba a pasear por los bosques de Thotem en el crepúsculo -siempre y cuando no se encontraba en la taberna, lo que resultaba bastante raro en los últimos años-; pero esta noche no contaba historias jocosas y entretenidas, contaba noticias oscuras del este, acrecentando la tormenta el interés de los aldeanos por éstas:
-Oscuros presagios me llegan, amigos; me informo y recorro incontables parajes para captar noticias de todos los Reinos del este -balbuceó ya visiblemente afectado por la borrachera, por lo que los que allí escuchaban se mofaban de él.
-¿Qué clase de presagios, Ghuik? -dijo uno riendo- ¿quizá nos quedemos sin suministro de cerveza por el temporal?
En esto todo el local empezó a desternillarse, la gente alborotaba y derramaba sus jarros de bebida, y la acción quedó respondida por un luminoso relámpago y el consiguiente trueno. La gente calló y Ghuik empezó de nuevo a hablar, ebrio pero consciente de la situación:
-Os habla aquel que tiene cien años, aquel que ha atravesado los bosques y se ha enfrentado con lobos y orcos. ¡Aquel que ha vivido lo que otros sufren en las pesadillas! ¡Así que reíd, bromead si queréis! -dijo en tono sarcástico- ¡No me escuchéis y la niebla llegará por sorpresa, y un ejército caerá sobre vosotros! ¡Y habrá muerte y desolación, y todos suplicaréis por morir! Os aviso: el mal acecha y se acerca desde el sur, y no debéis...
En ese momento, como si hubiera sido atravesado con una daga, se llevó las manos a la garganta intentando no dejar escapar el último hálito de vida; cayó al suelo y se revolcó lanzando el grito de expiración. Allí quedo tendido mientras la muchedumbre alrededor dejaba caer las últimas jarras de la noche, gritaba y se dirigía al sitio del fallecimiento. Alguna mujer, conmocionada, sollozaba con las manos en el pecho. Algún que otro hombre, ebrio, soltaba algunas carcajadas creyendo estar viendo una realista actuación. El viejo Floyd se adelantó a todos y le tomó el pulso; con una expresión de sufrimiento y fatiga dijo:
-Está muerto; mi buena cerveza le ha hecho caer en las sombras. -Y cayó junto a su amigo en un llanto que se propagó a todo el recinto, que quedó inundado por lágrimas y dolor.
En los días siguientes, la ciudad y los campos que la rodeaban se sumieron en un profundo luto de dos días en los que, como Ghuik dijo pero ya nadie recordaba, cayó la niebla. Nadie le dio demasiada importancia al hecho de estar calados en una densa bruma en plena primavera, pero al pasar ya dos semanas el ánimo fue cambiando, y la fortaleza quedó asolada por el temor.

* * *

Mientras tanto, un Caballero cualquiera, aunque a este el destino le reservaba aventuras, miserias y honor, yacía acurrucado en su camastro, protegiéndose con algunos mantos de piel del intenso frío que castigaba Urum en los oscuros días. En la ciudadela, nadie todavía daba crédito a la espesa niebla que cubría sus calles, y todo el mundo seguía buscando en vano el porqué de la oscuridad que se cernía sobre el lugar.
Los Caballeros que protegían las murallas de la ciudad recibían oscuros rumores procedentes del sur y, debido al temporal, hacía semanas que no recibían noticias de su más importante bastión, la fortaleza del Trimofh-Âlen, ni de los Reinos del sur.
Nuestro Caballero, cuyo nombre era Flagrand, concluyó su intranquilo sueño desperezándose sentado en el borde del lecho. Tras la espesa barba que cubría su pálida tez, marcada por años de guerra en los que hubo de combatir siempre para bien, bajaban gotas de sudor frío. El honor y el respeto que hace años hubo gozado se habían casi esfumado, y el deber le obligaba a trabajar tanto y como los demás, y ahora se encargaba, como casi todos los Caballeros en aquellos tiempos de crisis, a guardar la muralla.
Se revolvió en las mantas, se desperezó con desgana y como de costumbre se detuvo a mirar por unos instantes tras la ventana, para poder comprobar una vez más que sus rezos y súplicas habían sido en vano. La oscuridad y la bruma no desparecían de las calles. Un ligero escalofrío le permitió comprobar que tampoco el frío había remitido.
Amanecía, y pasado un rato Flagrand tendría que reemplazar a un compañero en su turno matutino protegiendo uno de los flancos del gran murallón de la ciudadela. De su viejo armario ropero extrajo, como cada mañana, su cota de malla liviana y resistente, sus grandes botas y su armadura metalizada de segundo orden de caballería, adornada con motivos bañados en oro. A los pies de la cama se encontraba su preciada espada, hoja larga y reluciente de mango gris terminado en plata regalo de su difunto padre, y con la que había librado tantas batallas.
Poco antes de salir, tomó una taza de gyulo, infusión que le sirvió para desentumecerse los músculos agarrotados por el frío. Al cruzar la puerta de su rudimentaria cabaña, percibió que ni un alma cruzaba la calzada o simplemente salía a comprar o a comentar las nuevas que llegaban del este, lo que era común en Urum antes de los extraños acontecimientos. Cruzó un gran trecho pasando por la panadería, la herrería y el mercado, pero ahora todos se encontraban cerrados; la gente no salía de sus casas y los comercios que seguían abiertos se habían visto obligados a cerrar por la falta de clientes, quedando sólo unos pocos Caballeros para hacer guardia en la muralla.

Antaño Flagrand se recreaba contemplando las bonitas calles talladas en piedra o charlando con los vecinos. La vida para él desde que lo destinaran a Urum se le había antojado casi siempre apacible y tranquila. Solía bajar cada noche a la taberna del viejo Floyd a relajarse y charlar de los asuntos del Reino; pero ahora hasta Floyd parecía haber caído también presa del pánico causado por la oscuridad y la súbita muerte de su amigo Ghuik. La taberna, que a estas horas de la mañana siempre se encontraba abierta terminando con la limpieza y soportando a los clientes más persistentes, ahora emitía raros presagios pudiéndose observar sus cancelas y cerrojos totalmente echados. Estaba cerrada y condenada a no volver a abrir nunca más, no al menos con el mismo dueño ni con las mismas circunstancias.
Urum, sin saberlo sus habitantes, apuraba sus últimos y tristes días bajo la sombra de la bruma, que consigo traía un temor latente que se contagiaba a todos los habitantes.
Sumido en sus hipótesis y pensamientos, Flagrand cruzó la aldea y llegó hasta su puesto en la gran muralla de piedra parda. Allí le esperaba somnoliento Delfust, su viejo compañero de relevo. Tras sus diminutos ojos grises se podían contemplar monótonas y largas horas de guardia, y pesadumbre y melancolía por los tiempos pasados. No hacía honor a su gran altura con su postura siempre encorvada y mantenía una actitud siempre pensante. Enrolló su gran capa de piel sobre su espalda y se dirigió a Flagrand lanzándole una mirada fría y dura, que expresaba su incertidumbre.
-Ragnar marchó ayer noche hacia Dalir -dijo- parecía tener prisa. Todo esto es ciertamente extraño, y mentiría si dijese que no tengo miedo. Esta bruma que nos castiga es algo aterrador, Flagrand. Malos tiempos se avecinan, y todo el Reino según cuentan se está preparando para un ataque, desde las costas Nublagon hasta las murallas de Kith.
-No eres el único que encuentra funestos presagios en la niebla. Según me informé, el borracho Ghuik previno esto y más poco antes de morir; no obstante el miedo es el peor enemigo del hombre. ¡Intentemos no dejarnos dominar por la oscuridad!
-Eres optimista, Flagrand, y siempre lo has sido, mas no creo que tu confianza pueda ayudarme en estos sombríos momentos. -dijo Delfust- La marcha de algunos de nuestros superiores a la prisión de Dalir no augura nada bueno. Algunos comentan que se encuentran allí por el gran incremento de presos en el Reino, y también han llegado a mis oídos rumores de la llegada de una numerosa compañía de orcos y otras criaturas sombrías al valle de las Amazonas, el Beltoryan, ¡y algunos se aventuran a asegurar que ya andan cruzando el bosque hacia nuestras tierras!
-La experiencia algún día te hará saber que hablillas como esas son totalmente infundadas y motivadas por la situación de pánico de nuestros paisanos; ya ni siquiera salen de sus casas -repuso Flagrand.
-En cualquier caso yo ya estoy habilitando un refugio bajo mi casa. No quiero verme sorprendido un buen día por una tropa de espantosas criaturas junto a mi puerta. Tienes suerte de haber combatido tantas veces, Flagrand; tu ya conoces el aspecto de orcos y demás bestias inmundas. Si llegaran aquí en este momento yo contemplaría su monstruosa cara justo antes de que me asestaran el golpe final.
-No digas eso, Delfust -dijo Flagrand compadeciéndose- Yo puedo conocer su forma de combatir y su aspecto, pero siempre pueden dar alguna sorpresa. No por conocer sus comportamientos y su aspecto puedo saber qué golpe me asestarán. Son horrendos, sin duda; y su olor intimida. Mas son tercos, tozudos y duros de oído, y muchas veces cayeron en chapuceras de nuestras emboscadas en las batallas de Tolsem. Opino que habrían de aparecer muchos de ellos para conseguir siquiera derribar la puerta del sur. Cualquier individuo con agallas suficientes y un poco de ingenio podría derribar a un torpe y lento orco siempre que sepa empuñar una espada o cualquier arma.
-Algo me tranquilizas, pero he de decirte que de ningún modo correré riesgos innecesarios. Estaré prevenido y preparado para lo peor desde ya; mi turno acaba ahora, pero seguiré velando por la seguridad del pueblo. Dormiré el justo tiempo y diré a mis hijas Larim y Hedim que vengan trayendo provisiones. ¡Moriré antes de ver como unos monstruos acaban con mi amado hogar! -exclamó Delfust envolviéndose en su capa oscura.
-Me parece honrado y generoso por tu parte ofrecerte a seguir aguardando en la muralla, pero no te precipites, tu mismo me indicaste que solo eran rumores. Tendremos seguridad cuando llegue Gester, él traerá noticias del Sur. Estaremos más tranquilos cuando conozcamos el alcance de este asunto.
-¿Y quién dice que Gester llegará? -preguntó Delfust con sarcasmo-, si en verdad hay una tropa de orcos dirigiéndose hacia aquí posiblemente lo habrán tomado preso; te recuerdo que este mes estaba precisamente en Elsariod, la ciudad de las Amazonas, y te recuerdo también que es el enclave principal del valle de Beltoryan, de donde nos llegan noticias tan confusas y oscuras.
-Tranquilo, Delfust -dijo Flagrand apaciguándolo- confiemos en nuestro fiel mensajero. Su veloz corcel no le traicionará, y si todavía está con vida no dudes en que llegará con novedades del sur, buenas o malas, y nos las hará saber.
Así pasaron otros tantos días de incertidumbre y deliberaciones entre Flagrand y Delfust, que ya acostumbraban a mantener conversaciones pesimistas cada cambio de turno. En las últimas jornadas, Delfust había invitado a almorzar a Sargon a su hogar, y allí, en el calor de la lumbre, seguían comentando las noticias que llegaban a diario de los campos cercanos y de las demás ciudades. En la noche, cuando los civiles dormían tranquilos, decenas de mensajeros partían y llegaban a Urum bajo el amparo de la oscuridad. Provenían de Iral, Trimofh-Âlen, Shald y otras muchas ciudades, y en todas y cada una se podía percibir la misma incertidumbre. Las murallas y Caballeros de Bolk se preparaban de nuevo para un ataque del Este, y en todas las forjas de los pueblos estaban al máximo de su capacidad, afilando y creando nuevas armas para estar preparados para el combate.
El rumor fue contagiándose progresivamente de Este a Oeste en el Reino, y ya todos estaban alerta. Así unos días después se pudo comprobar que, en aquel caso, Flagrand tuvo afortunadamente la razón en cuanto al asunto del mensajero, y una figura, a penas visible por la niebla, recorría a lo lejos las lomas de las colinas cubiertas de nieve, y en el horizonte comenzaron a oírse trotes de caballo apresurado.
-¿Qué te dije? -exclamó Flagrand sin dejar de mirar al jinete- ¡es Gester, el mensajero! Va demasiado rápido; sin duda algún acontecimiento importante ha tenido lugar allá a lo lejos en el país verde de las Amazonas.
Como Flagrand acertó, el apresurado Caballero era el mensajero del Reino en el Sur, y éste parecía poseído por el terror, y corría como si una bestia lo persiguiera. Gester era un Caballero joven, pero sus años de experiencia parecían pesarle sobre sus ojos verdes como piedras a la espalda. Su tez pálida mostraba una expresión de pánico y su cabello rubio se movía al son del galope.
-¡Abrid! ¡abridme la puerta! -exclamó.
-¿Qué diabólicas nuevas traes del sur, amigo? ¿A qué se debe de tanta prisa? -preguntó Delfust mientras, ayudado por otro guardia, abría la gran puerta del Sur en la fortaleza.
-¡No sabréis nada hasta que no me encuentre seguro! ¡Echad todos los cerrojos! Porque sabed que nos encontramos en un apuro, y todos tendremos que ayudar si no queremos ser aplastados. -gritó Gester mientras entraba en la ciudadela al galope.
Desmontó del caballo y subió por una escalerilla hasta llegar al lugar en el que Delfust y Flagrand lo miraban impacientes.
-¡Flagrand, amigo mío! -dijo mirándolo con asombro mientras se apeaba del caballo- ¿cómo un hombre tan valeroso como tú en este humilde puesto de guarda de muralla? -Delfust lo miró con desprecio- ¿Y qué es esta extraña niebla que envuelve la ciudad?
-Ni nosotros nos la explicamos, camarada. -dijo Flagrand formalmente- Pero dime, ¿qué noticias traes del País Verde? ¿son ciertos los rumores que nos llegan? ¿Estuviste en Beltoryan?
-Estuve, compañero; ¡y poco a faltado para que no me vierais! -dijo exaltado. ¡No sé que clase de rumores os llegaron, pero el valle verde está infestado de orcos y criaturas por el estilo! Llegué al lugar el pasado martes, y lo poco que vi me bastó: centenares de orcos con mazas y sables, y muchas Amazonas huyendo hacia las montañas. A punto estuvieron los malditos de atraparme; pude observar que llegaban más procedentes del Sur y que algunos grupos venían hacia el Norte a pie. Todos ellos parecían sin un comandante y llevaban ropajes toscos y vulgares, nada de armaduras ni cosa por el estilo, pero algunos sí llevaban harapos comunes, y parecían formar un batallón aliado con los otros. Unos como esos me persiguieron a mí. Deben estar hambrientos para atacar a las Amazonas, que pueden hacerles mucho daño cuando estén preparadas y que cuentan con el favor de los Bárbaros. Las tropas que me siguieron cabalgaban a lomos de lobos negros, e iban muy deprisa. Gracias a mi veloz Quendel pude salvarme. -dijo acariciando el lomo del corcel- Si siguieron a gran velocidad pueden estar aquí con más tropas dentro de dos o tres días, y puede que haya cometido un error al venir hacia aquí; la tierra está húmeda y mis huellas persistirán unos días. Si las siguen, vendrán directamente hacia aquí.
-Sin duda me lo esperaba -dijo Flagrand- si vienen, lo que no me extrañaría ahora, tenemos todavía como has dicho unos días para prepararnos. Gester, quisiera pedirte un último favor: ve en cuanto puedas a Trimofh-Âlen e informa a halla del inminente ataque que sufriremos, ¡que se preparen o que vengan a ayudarnos! Ahora todos debemos hacer algo por el Reino.
-De acuerdo, Flagrand. Comeré y beberé hasta saciarme, tomaré abundantes provisiones y descansaré por esta mañana; después iré al galope a informar a nuestros compañeros; partiré de noche con algún mensajero que se dirija hacia allí. -dijo mientras se internaba en la ciudad, añorando las calles sin bruma, mientras pensaba que por fin resultaba útil y necesario en una guerra que se avecinaba- Espero que estas os hayan sido noticias de utilidad.
-¡Buena suerte! -exclamó Flagrand- ¡no creo que nos podamos ver antes de la despedida!
-Al fin los rumores no resultaron ser una farsa como usted creía. -apuntó Delfust.
-Así comprobaras que hasta los Caballeros más veteranos cometemos errores... y los reconocemos -repuso Flagrand- ¡ahora ve y advierte a los guardas de toda la muralla y a los ciudadanos para que consigan armas y provisiones, pero alármales sólo lo suficiente! ¡yo iré hasta los campos y diré a los trabajadores rezagados que recojan la última cosecha de trigo y que se resguarden tras nuestras puertas!
Delfust se internó en la ciudad y Flagrand cruzó la puerta y se dirigió hacia los campos a avisar al pueblo del peligro que probablemente llegaría del Sur. Primero fue hacia los almacenes de trigo de Urum, y allí mandó recoger todas las reservas para el consumo de la ciudad. Casi todos los campesinos se refugiaron dentro de las murallas, y ocuparon las habitaciones y casas libres que poseían algunos habitantes.

Los días siguientes fueron muy agitados: los paisanos, nerviosos, se agolpaban a las puertas del mercado para abastecerse de alimentos y corrían hacia sus casas desde donde ya raramente volvían a salir. Mientras, los soldados afilaban sus armas e intentaban captar más combatientes recorriendo los alrededores de la ciudad buscando desertores, voluntarios o mensajeros dispuestos a combatir.
Rejys Frepel, gobernador de Urum, ordenó con presteza a un comité de varios Caballeros debatir la decisión de llevar a cabo un rastreo intensivo de la zona del Sur de Urum hasta los límites de los bosques de Thotem, a la altura del monte Leperiaden, y cuyo fin sería encontrar a los posibles enemigos y evitar así un ataque por sorpresa y precisar al máximo la llegada de los orcos. Decidió enviar un séquito de tres valerosos Caballeros, y mantuvieron en secreto una larga reunión en la que trazaron un plan que se suponía infalible. Eligieron basándose en tres parámetros: experiencia, juventud y fortaleza. Y no erraron. Entre los elegidos se encontraba Flagrand, nuestro Caballero, el más viejo y conocedor del Reino, que sería el cabeza de la expedición. Se veía envuelto muy pronto en la que sería, según creía, otra de sus misiones, y no se mostraba muy ilusionado, ya que en los últimos años había estado totalmente inactivo y se veía anciano e incapaz de afrontar otro viaje de peligros. También estaba Fihjo Tolom, una joven promesa entre los Caballeros, de cuerpo delgado y rostro de muchacho, recién llegado de su entrenamiento en el Mar de Niebla, aunque siempre había vivido en Urum. Les acompañaba Hiliat Humyn, un valeroso y astuto guerrero, de aspecto fornido y expresión triste, cabellos morenos y extraña barba de color negro.
Fihjo, Flagrand y Hiliat tuvieron oportunidad de conocerse en una pequeña cena que organizó Rejys para repasar la misión. Se les ordenó partir la madrugada del viernes doce de octubre del Reino, y así lo hicieron, no sin antes haber cargado los fardos de gran cantidad de provisiones y agua, aunque ésta última no les faltaría gracias a los múltiples arroyos del lugar. Todos los Caballeros y ciudadanos que salieron de su hogar a la mañana siguiente les brindaron una cálida despedida. Poco antes del adiós Rejys los condujo hacia una zona apartada del gentío, donde les recordó su cometido:
-Repasad la misión cuantas veces sea necesario ¡debéis andar con ojo!; recorred como máximo unas cien millas hacia el sur, pero me temo que veréis pronto a las tropas enemigas. ¡Es muy importante que no os vean a vosotros, por tanto sed muy cautelosos! -dijo exaltado.
-Señor, me permito recordarle que orcos y trasgos no permanecen mucho tiempo a simple vista fuera de sus túneles, más si es de día. -dijo Hiliat- Aunque no creo que hayan tenido tiempo de excavar sus mugrientas viviendas en un ataque, y las montañas de la zona son de roca muy dura y difícil de penetrar. Por tanto mi pregunta es: ¿dónde demonios se ocultaran?
-Creo tener respuesta a eso. -dijo Flagrand delicadamente- Los orcos prefieren ciertamente la comodidad de sus galerías en el subsuelo, mas si lo desean o lo creen necesario la mayoría de las especies no temen estar al descubierto a la luz del Sol; quien comande ese oscuro ejército no habrá cometido la estupidez de elegir a los guerreros equivocados. Hacia el Sur, donde nos dirigimos, empiezan a levantarse montañas de lomas cubiertas por vegetación abundante, y me atrevo a decir que ése será su escondite.
-En cualquier caso, debemos rastrear todo lo que se nos abra en el camino. -dijo Fihjo- No debemos dejar ningún lugar para más tarde, ya que en cualquier descuido podrían adelantarnos sin saberlo, y un ataque imprevisto en la ciudad sería desastroso.
-No creas que estamos desprevenidos; -dijo Rejys- vuestros compañeros trabajan duro cada día para guardar la fortaleza y proteger al pueblo. ¡Basta de deliberaciones y partid ahora! ¡en estos momentos cada segundo perdido es un tesoro irrecuperable! Gester todavía no ha vuelto; esperemos que Trimofh-Âlen no haya caído también presa del miedo. Os deseo suerte y espero vuestro pronto regreso, y me alegraría el corazón que esos malditos trasgos se hayan marchado y no acometan contra nuestras murallas, al menos todavía no.
-Me temo que eso sea improbable, -indicó Hiliat- pero ten fe en nosotros; antes preferimos morir que rendirnos ante la batalla. Somos Caballeros de honor.
Se cargaron con numerosos bultos donde llevaban pan de viaje, agua abundante y carne para ellos y los tres veloces caballos que los acompañarían en el comprometido viaje. Todo eso les hacía tener provisiones para un mes de viaje, aunque nadie esperaba que se demoraran mucho en la búsqueda. Por supuesto, también llevaban sus espadas envainadas en oro fino y tres hermosos escudos a la espalda.

Al fin los tres partieron horas antes del alba, y recorrieron a buen paso las colinas blancas próximas a Urum. Atravesaron prados verdes y húmedos, mojados por el rocío que bajaba lentamente desde los pinares. La bruma amainaba conforme avanzaban hacia el Sur. Cabalgaron diez millas bajo la tímida luz del sol velado por la bruma. Recorridas ya unas diez millas, y cayendo la tarde, se empezaban a alzar algunos montes cubiertos de vegetación uniforme y oscura, ensombrecida aún más por las primeras sombras del anochecer. Por sus flancos corrían sinuosos arroyos de agua clara, limpia y brillante que iban a parar a un pequeño riachuelo que recorría el lugar, impidiendo el paso a los tres Caballeros. Los caballos, al quererse acercar los jinetes a las aguas, relinchaban y retrocedían asustados.
-Estas aguas, aunque de cauce estrecho parecen profundas; -dijo Hiliat- yo voto por acampar bajo los recios alcornoques de aquel montículo. Ya casi es de noche: los caballos están fatigados y con la oscuridad no podemos buscar otro camino. Parece que los problemas han comenzado demasiado pronto.
-Estoy de acuerdo. -dijo Flagrand- Pero no sería prudente que durmiéramos los tres a la vez; nos turnaremos para hacer guardia. Yo seré el primero.
-Y yo el segundo -asintió Fihjo- todavía no me ha dominado el sueño aunque sí el hambre; abriré mi bulto por primera vez y tomaré con gusto una cena rápida.
-Me parece bien, -dijo Flagrand- pero recuerda que no sabemos con certeza cuántos días tendremos que cabalgar y es necesario organizar nuestras comidas.
Ataron los caballos a un grueso tronco y se tumbaron bajo los árboles. Uno tras otro, siguiendo los turnos, disfrutaron de un breve pero reparador sueño. No lo comentaron pero a cada uno en su guardia les pareció escuchar susurros y chirridos, y advirtieron sombras rápidas que cruzaban los árboles.

El día siguiente amaneció soleado y casi no quedaban restos de bruma. Cuando Flagrand despertó, observó que Hiliat y Fihjo ya llevaban tiempo despiertos, y que habían conseguido una liebre que estaban cocinando en un cálido fuego.
-Ah, señor -dijo Fihjo al ver a Flagrand despierto- usted ayer me dio a entender que no malgastara la comida ¡y aquí nos tiene! Hemos cazado un buen conejo y hemos decidido que, mientras podamos, intentaremos prescindir de nuestras provisiones.
-Me parece estupendo, pero con ese humo corremos el riesgo de atraer, no sólo a los posibles orcos, sino también a criaturas inmundas que bien las hay en estos parajes. -aseguró Flagrand preocupado.
-Lo sentimos, Flagrand -dijo Hiliat- pero por mi parte prefiero correr el riesgo que quedarme sin reservas de comida en poco tiempo.
-Está bien. Pero avisadme antes de hacer una candela en el bosque; no olvidéis que soy vuestro guía y el cabeza de la expedición.
Al poco rato comieron bastante cantidad de conejo y lo compartieron con los caballos. Ni los unos ni los otros parecían saborear muy a gusto la carne del roedor. Flagrand les estuvo un buen tiempo explicando a qué se debía el sabor amargo de la liebre y su carne negra. Les contó que hacía cientos de años el dueño de las montañas, Thotem Fred, hizo oscuros tratos con la malvada hechicera Saril para que ésta le proporcionara criaturas fuertes que protegieran sus tierras. Saril llegó a un acuerdo y trajo a las criaturas. Thotem, arrepentido y consternado por la ferocidad y la maldad de las criaturas, quiso que la hechicera se las llevara. Pero Saril se negó a deshacer lo que tanto trabajo le había costado crear, y castigando la osadía del señor del bosque, arrojó una terrible maldición a la zona, logrando que desde ese día los animales y las plantas de las montañas de Thotem se tornasen monstruosas y negras.
Algo asustados por el relato de Flagrand, emprendieron la marcha hacia la colina que cruzaba el arroyo. Siguieron monte arriba contemplando grandes pinos cuyas hojas se inclinaban con el viento. Andaban a paso lento mirando hacia los lados para atemorizados por la posible presencia de extraños seres dispuestos a acabar con su misión.

La mañana fue declinando en un soleado mediodía y en un apacible atardecer que invitaba al sueño. Nadie interrumpía el mágico momento. Los caballos aminoraban el paso conforme las sombras de la tarde se alargaban cautivándolos. Los tres Caballeros se detuvieron en un claro en la cima del monte. Pudieron observar los jirones de nube amoratada y el horizonte cubierto por neblina suave. Sin mediar palabra los tres Caballeros cayeron en una plácida siesta en la que soñaron con vivir otras vidas y con un mundo en el que descasarían en paz y serían felices para siempre.
Sin duda fue una tarde mágica que propició el descanso y la paz. A la mañana siguiente, despertaron reconfortados y consumieron un frugal desayuno. Los caballos, también activos, repuestos y amodorrados por las horas de sueño, recibieron su ración de alimento compuesta por unas hierbas Trelanas y un trozo de carne salada a cada uno.
Ese día Hiliat estuvo tan animado e inspirado que se dispuso a dar nombre a los corceles.
-A este, el mío, el más fuerte y robusto, lo llamaré Llyr en honor a mi padre -dijo con autoridad- y, aunque me gustaría, no deseo privaros del placer de "bautizar" a los vuestros.
-A mí no me importa, además, tienes bastante más imaginación que yo -añadió Flagrand.
-¿De veras? -preguntó Hiliat- oh, gracias Flagrand, todo mi agradecimiento. ¿Y qué dices tú, Fihjo?
-¿Eh? -exclamó sobresaltado, despertando de sus pensamientos, centrados en la tarde anterior- ah, haz lo que quieras.
-Bien; en ese caso yo tendré el honor de dar nombre a los dos vuestros -dijo Hiliat con una mueca de satisfacción en su cara- al de Flagrand, intrépido y veloz, lo llamaré Nuth, nombre de un amor de mi infancia. Pero, ¿qué haremos con el de Hiliat? Dejadme que piense... ¡ya! ¡se llamará Grim! ¡porque es joven y audaz, y grimoth significa valiente en el idioma amazónico!
-Me parecen nombres muy acertados -denotó Flagrand.
Así pues, los nombres de los corceles fueron Llyr al de Hiliat, Nuth el de Flagrand y Grim el de Fihjo, y a partir de ese día, siempre los llamaron así. Hiliat, muy satisfecho, cabalgaba acariciando suavemente el lomo de Llyr. El anterior fue el día de la felicidad y el descanso, pero al crepúsculo del siguiente volvió la niebla y con ella la incertidumbre y la pesadez. Llegó también un cansancio repentino y ganas de volver al hogar.

Atravesaban en ese momento la frondosa loma al oeste del monte, y su densa capa de hierba tomaba ya el color grisáceo debido a la llegada de la noche y la bruma. La inquietud atormentaba a los jinetes, y el hecho de no poder ver a más de dos metros de distancia les oprimía el corazón y les nublaba los sentidos. Aquellos resultaban momentos de temor y desconcierto, donde la única acción posible era someterse y parar en seco la andanza.
Así lo hicieron los tres y, tras amarrar los caballos a un recio alcornoque, discutieron y planificaron el plan de viaje del día siguiente, si llegaba:
-La calima de nuevo enturbia mi mente -dijo Hiliat con pesadumbre- ¿qué será de nosotros yaciendo aquí, medio extraviados bajo esta densa y maligna oscuridad? ¡Al demonio la misión! ¡Prefiero morir con honor en mi ciudad que ser presa del hambre y la desolación! ¡voto por volver en cuanto podamos!
-Tranquilízate, Hiliat -exclamó Flagrand- ¡nadie abandonará la misión! Tenemos provisiones para dos semanas y te recuerdo que la niebla, al menos la que yo conozco, no es eterna. Esperaremos y cuando el sol ilumine alto continuaremos nuestro camino.
-Ya ni siquiera recuerdo nuestro cometido -añadió Fihjo afligido, mientras su tez mostraba a un joven agotado y sin vitalidad- ¿porqué hemos de seguir al sur? ¿no cabe pensar que los orcos hallan hecho un rodeo hacia el oeste y lleguen a Urum por el norte?
-Nuestra misión es recorrer las montañas que se nos abran camino en busca de orcos; siempre mirando hacia el sur. -dijo Flagrand- Amigos, ¿queremos violar nuestro juramento de Caballeros? ¿queremos morir por el Reino o perecer sin dignidad habiendo incumplido lo que se nos encomendó? ¡Esperemos a que pase la tempestad y seguro tendremos la recompensa de obtener resultados pronto!
-No hay otro remedio -alegó Hiliat- yo haré la primera guardia esta noche; a buen seguro que no podré dormir. Vamos, descansad un poco amigos. Mañana será otro día, recemos por que nos ilumine un sol y podamos cabalgar tranquilos.
En verdad ninguno de ellos durmió aquella fría noche, y Flagrand recordó la mañana en la que llegó Gester y empezó su incierta y desafortunada empresa. Siempre tenía malos recuerdos cuando llegaba la oscuridad. Fihjo también sufrió un sueño intranquilo en el que tuvo visiones de sus difuntos padres y de todas las noches que lloró por ellos, y despertó con lágrimas en los ojos. Hiliat hizo guardia toda la noche recostado en un árbol y suspirando y evocando al pasado, a su desgraciada infancia y a todos los amigos que perdió en la batalla.
La noche, oscura y tétrica, les trajo vacilación, inseguridad y más sueño, que no podrían recuperar hasta mucho después.
Flagrand y Fihjo despertaron y pudieron ver las lágrimas de Hiliat en sus ojos agotados. Aún sin poder distinguir los árboles a lo lejos por la niebla, desataron a los nerviosos caballos y partieron hacia donde les llevara el destino.

Sabían que podían estar volviendo sobre sus pasos, pero ya nada les importaba. No comieron ni bebieron durante largas horas, y al fin llegó otra incierta tarde. Para su suerte o su desgracia, habían recorrido ya más de ochenta millas al sur de Urum.
La noche esclareció algo la calima que cubría el bosque, que ahora se presentaba húmedo y tenebroso. Los Caballeros pararon y comieron y bebieron un poco de sus provisiones de viaje. Extraños ruidos provenían de los salientes rocosos que se erguían sobre otro monte cercano.
-¿Qué es eso? ¿Lo oísteis? -preguntó Fihjo inquieto.
-Sea lo que sea, nada o poco nos ocurrirá si permanecemos unidos. -dijo Flagrand- puede que sea un nido de águilas milenarias o algo por el estilo, no creo que sea necesario preocuparse.
-El bosque presenta siempre su cara más sombría en la madrugada. -añadió Hiliat- Deberíamos dejar a resguardo a los caballos y hacer una ronda hacia aquel monte; quiero saber qué nos llama desde allí.
-De acuerdo -dijo Flagrand- atemos aquí a los caballos y vayamos silenciosamente hacia allí. Para ir más ligeros, también podemos dejar aquí los paquetes con la comida.
-Voto por que llevemos con nosotros los hatos -exclamó Fihjo decidido- nadie sabe lo que puede ocurrir. Sería mejor que lleváramos alimento y agua por si acontece algún imprevisto o percance.
Flagrand y Hiliat estuvieron de acuerdo en llevarse cada uno su saco a cuestas; de nuevo, como venían haciendo todas las noches desde que partieran, amarraron a los corceles al tronco más grueso que encontraron en los alrededores y se dispusieron a marchar.
A paso firme, animoso y discreto, cruzaron los tres la abertura entre los dos montes.
-Recordad, no perdáis de vista el rumbo que hemos ido tomado -indicó Flagrand, mientras los rumores y golpeteos no cesaban, pareciendo llamar a tres buenas presas- podrían darse las circunstancias para que tuviéramos que huir precipitadamente.
-Hay que andarse con ojo -expresó Hiliat- no nos perdamos de vista, ¿de acuerdo?
Y así los tres se fueron aproximando a la cavidad rocosa del monte. Numerosos sauces, robles y alcornoques cruzaron para llegar a lo que parecían proteger, una gran cueva negra incrustada en la piedra, desde donde los murmullos y rugidos ya eran totalmente audibles. Mientras se disponían a colarse por el hueco de roca desnuda, cientos de ojos brillantes surgieron de entre las sombras rodeándolos. Salían desde entre los árboles en todas direcciones y también desde su guarida, desde donde habían llamado para cazar a los Caballeros.
-¡Lobos!¡lo imaginaba! -exclamó Hiliat- ¡corramos!
Y así, como ya previno Flagrand, se encontraban huyendo, preguntándose el porqué de su visita. Mientras corrían, cada uno hacia una dirección sin pensar por donde habían venido, acometían contra los lobos perseguidores y lanzaban estocadas que en muchos casos resultaban efectivas. Corrieron y corrieron jadeando y alejándose cada vez más de sus compañeros. Los cinco que persiguieron a Fihjo cobraron una muerte rápida, pero el muchacho sufrió una herida en el brazo izquierdo debida al bocado de uno de los lobos; el muchacho cortó con la espada un trozo de tela de su manto y envolvió su antebrazo con él para cortar el fuerte coágulo. Muy dolorido, se alejó campo a través hasta que empezaron a vislumbrarse las tímidas luces del amanecer.
Peor suerte corrieron Flagrand y Hiliat, cuyos pies cansados fueron su trampa. Pasaron interminables minutos en los que corrieron subiendo el monte sin cesar; por sus ojos pasaron paisajes del bosque que nunca habían contemplado: un lago, y tierras negras como ceniza servían de escondite al antro orco. Los lobos los condujeron, primero a Hiliat y después a Flagrand, a la cueva y escondite de los temidos orcos que planeaban invadir el Reino de los Caballeros.
Al entrar, Flagrand sintió nauseas por el olor que desprendía el lugar. Sombría y tétrica la caverna descendía y descendía por caminos fuertemente excavados en la roca. Ataron al Caballero con cuerdas raspantes y le despojaron pronto de su espada, su armadura y su escudo. Después le obligaron a beber un extraño brebaje con sabor amargo y que quemaba la garganta. Flagrand cerraba los ojos, resignándose a contemplar la horrenda fisonomía de los pestilentes trasgos, de los que no se libraba de percibir su fétido aliento. Abrió los ojos un instante, y pudo distinguir en la oscuridad los rasgos de la cara de su enemigo: faz verde oscura con manchas de sangre de un rojo oscuro, enseñaba unos grandes y amarillentos dientes, que parecían haber masticado cualquier tipo de criaturas. Destacaban sus orejas peludas, grandes y terminadas en pico, y una gran cadena le colgaba, llena de sangre seca, desde la nariz hasta una ceja. Su vestimenta se componía, esencialmente de sucios y marrones trapos atados con cuerda negra, aunque algunos tenían una rudimentaria cota de malla.
Los enemigos le dejaron, aunque vigilando, largo rato a solas. Un tiempo en el que pudo reflexionar sobre lo ocurrido, y en ese momento cayó en la cuenta de que los traicioneros lobos solían hacer tratos con las criaturas malignas que los encontraban.
Los que lo habían amarrado y dejado en el suelo no parecían pronunciar, sólo gruñían y gritaban sin significado aparente. En la oscuridad Flagrand pudo entrever una protuberancia en la cueva, y le pareció que en ella había un gran orco que sí hablaba, pero en el idioma del Reino Oscuro del Este. Empezó a sentir miedo y cansancio, unidos a un gran dolor en su estómago; la desagradable bebida empezaba a surtir efecto en el hastiado Caballero.

Mientras tanto Hiliat también sufría silenciosamente. Los orcos, al captarle el primero, le hicieron sufrir más que a Flagrand; se desahogaron haciéndole pasar la más dolorosa de las torturas. Lo amordazaron y le cubrieron la boca en un tablón horizontal de madera y estiraron hasta agotarse, mientras otros gozaban esparciendo gusanos y ácidos por su pecho desnudo. Ahora Hiliat yacía en el suelo, debatiéndose entre la vida y la muerte, y algunos orcos, los pocos que sabían hablar, debatían en lenguaje común con el gran jefe sobre las vidas de los prisioneros:
-¿Qué haremos con estos dos? -dijo uno, cuya voz era grave y perversa, que se le clavó a Hiliat en lo más profundo del corazón- No puedo ocultar mis ganas de saciarme a torturas. Lo de antes sólo ha sido un juego para entretenernos. Quiero ver sangre, ¿porqué no podemos divertirnos?
-No, no, nada de eso. Después del castigo vendría lo mejor: le haríamos pedacitos pequeños y los engulliríamos como a un conejo; -dijo el más pequeño, mientras soltaba una estridente carcajada- hace años que no como a un hombre vivo.
-Yo le quemaría las extremidades, y mientras aún siguiera vivo lo comería poco a poco, desde los pies a la cabeza, viendo él como le devoro. -soltó otro, pareciendo ansioso por cumplir su palabra, mientras miraba a Hiliat, que escuchaba con la poca atención que le permitía poner su mal estado físico.
-¡Silencio! -ordenó el gran orco- me gustaría que fuera así, pero no hemos sido enviados a este lugar para entretenernos; además, Él nos ordenó que le lleváramos todos los prisioneros; estos son los primeros, ¿queréis causar una mala impresión a él, que nos ha prometido grandes tierras y cuevas? Cuando nos lleguen noticias de la tropa del Este, podréis hacer lo que queráis con ellos. Hasta que no se hagan con Urum, todas las órdenes deberán ser acatadas, y para eso estoy yo.
-Pero señor, -replicó otro- los del Este tardan mucho en llegar, y no parece que necesiten nuestra ayuda para tomar Urum, si es que no han perdido la batalla que librarían en Trimofh-Âlen...
-¡Pamplinas! -dijo el jefe- esa compañía es muy numerosa, pero no creo que puedan prescindir de nosotros. ¡Y estúpido, tampoco Trimofh-Âlen se le resistirá! Si se quedan disfrutando el botín de Urum sin contar con nosotros, los denunciaré a la Torre del Amo, y verán lo que es bueno. Ahora callad, estos dos parecen avispados, y puede que la bebida no les haya hecho mucho efecto aún.
A esto callaron los otros, y entregándole cada uno una forzada reverencia, se perdieron entre la oscuridad, cada uno en sus asuntos.
El trasgo jefe lanzó una mirada inquisitiva a Hiliat que en ese momento se hizo el dormido. Ni él ni Flagrand sabían que se encontraban cerca el uno del otro, centrando sus pensamientos en el espantoso cabeza de la patrulla que se dirigiría a Urum.

Flagrand pensaba en el lugar donde se encontrarían sus amigos y en una posible huída, pero poco después sus reflexiones se desvanecían, recordando que era físicamente imposible escapar sin saber donde se encontraba, como se desataría o, lo más importante, como se libraría de los orcos de las proximidades.
Hiliat repasaba cansado una y otra vez lo acontecido buscando una respuesta que nunca encontraba. También cavilaba sobre el destino de Llyr, Nuth y Grim, a los que habían dejado atados con gran parte del equipaje en la colina adyacente. "¿Qué habrá sido de los demás?", se preguntaban los tres Caballeros.

Mientras tanto Fihjo recorría solitario y malherido parajes tristes e inhóspitos repletos de hierba oscura y aquí y allá algún arbusto muerto en la floresta. Se encontraba a más de dos millas de la caverna donde yacían Flagrand y Hiliat. Anduvo buscando su rastro durante horas, pero al fin desistió, quejándose de su memoria retentiva y de su poca orientación la noche anterior. No dejaba de preguntarse por el sombrío destino de sus compañeros, que cada vez más suponía muertos. Ahora se encontraba indagando en el bosque para hallar el lugar donde abandonaron a los caballos; en la persecución de la noche anterior había perdido su fardo, y sólo conservaba una garrafa medio vacía de agua. Ya le empezaba a surgir el hambre, y necesitaba con urgencia más agua para intentar sanar su herida sangrante.
Concilió un par de sueños inquietos y cansinos, que no le valieron de descanso e incrementaron su pesadez y fatiga.


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