Wirda (Libro III: El Regreso de Vidrena)

21 de Mayo de 2003, a las 00:00 - Condesadedia
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CAPÍTULO 1

 Cuando aún no tenía edad para sentirse humillada por no haber podido Transformarse, Briana había visitado un Oráculo. El Oráculo era una vieja bidente (como decía la Suma Sacerdotisa del Templo de la Dama de Plata riéndose de su propio juego de palabras) que vivía en el fondo de una cueva rodeada de todos los adminículos necesarios para crear un ambiente terrorífico: cráneos con velas pegadas en la coronilla, murciélagos colgando de la pared, pócimas burbujeando en diversos calderos y una escudilla donde dejar las monedas. Briana había dejado dos monedas de cobre y, siguiendo las instrucciones de la vieja, le había alargado las manos.
 -Esto es muy interesante -había dicho ella tras dar un trago de lo que se suponía que era una poción que abría la mente para recibir al espíritu de la diosa. Cada vez que pronunciaba una ese, escupía gotitas de saliva, pero Briana ya había sido advertida y se mantenía a distancia-. Muy, muy interesante.- Sus ojos brillaban como monedas de oro.- Niña, en vuestro futuro veo un extranjero alto y moreno.
 Briana procuró no sonreír. Ya había oído contar que la vidente del Oráculo siempre veía extranjeros altos y morenos en las manos de todas las jovencitas que la visitaban. No parecía tener en cuenta que los únicos extranjeros de cualquier tamaño y color que habían pisado tierra lossianesa eran Garlyn y sus seguidores, seiscientos años antes.
 -Sí, veo un hombre de ojos claros y mirada oscura, de voz dulce y sonrisa amarga, de triste pasado e incierto futuro. Y también veo que seréis vos quien le encuentre a él, y solo entonces os encontraréis a vos misma.
 Sí, pensó Briana. La Sacerdotisa tenía razón. La vidente bidente era una estafa. Si alguna vez regresaba a Lossián, volvería a la cueva y, si aún vivía, le pediría explicaciones. Y también sus dos monedas de cobre.
 Briana aún tenía la nariz congestionada, pero ya estaba casi recuperada de su resfriado, o lo que fuera que hubiera pasado. Aún tenía moratones donde la había golpeado Lajja, pero cada vez costaba más verlos. Seguían proporcionándole agua, alimento y música vocal de fondo, pero por otra parte parecían haberse olvidado de ella. Briana apenas recordaba ya cómo era la luz del día. Trataba de entretenerse recordando tonterías de su vida pasada, como aquella visita a la vidente bidente, pero cada vez era más difícil. Había llegado a una situación en que casi hubiera agradecido que la matasen de una vez.
 Y un día, cuando ya estaba pensando en que la próxima vez que le llevasen aquella nauseabunda comida se negaría a tomarla, se abrió la puerta, y uno de aquellos seres asquerosos (trhogol, había oído que se llamaban) la obligó a levantarse a tirones, le ató las manos y la arrastró fuera del calabozo.
 Por un momento, Briana pensó que iban a matarla, o quizás a torturarla un poco. Pero la llevaron al patio de armas. La luz del día le hizo guiñar los ojos. El  árbol marchito seguía allí en medio. Lástima de bellotas, pensó Briana recordando su sueño.
 Levantó su mirada hacia la Torre Norte. En la ventana, mirando hacia el patio, estaba aquella pálida bruja. Debía haber sido ella quien había ordenado que se la llevaran. Mientras Briana trataba de acostumbrarse a la idea, oyó el ruido de la puerta abriéndose y un brusco tirón de sus cadenas la hizo ponerse en marcha.
 Si iban a matarla, lo harían fuera de allí. Al aire libre. Mientras salían por la vieja puerta y comenzaban a descender la colina, Briana pensó que podría haber sido peor.
 Pero no se le ocurría cómo.

*****

El gris amanecer de las Tierras Peligrosas encontró a Jelwyn y Níkelon montados en sus caballos. La noche había sido tan oscura que Níkelon nunca pudo explicarse cómo los caballos habían podido continuar andando sin tropezar con nada ni salirse del camino, y tan silenciosa que hasta los jadeos y olfateos de Gris provocaban siniestros ecos en las montañas.
 Cuando la luz comenzó a resbalar desde las cumbres y a dejarse caer como por descuido sobre los pinos mustios, los robles moribundos y los vigorosos espinos, Jelwyn decidió que ya era hora de descansar un poco, desayunar y tal vez dormir, así que se apartaron del camino y buscaron un lugar resguardado donde pasar la mañana.
 Mientras se calentaba el agua para la menta, Jelwyn sacó un arrugado pergamino de las alforjas de su caballo y lo extendió en el suelo ante Níkelon.
 -Si seguimos a este ritmo, llegaremos al Vado mañana al anochecer.
 -¿No se puede cruzar la frontera por otro lugar?
 -En los Viejos Tiempos se podía cruzar en barco desde Threelet. Pero ahora, aunque pudiéramos ir allí y robar uno, perderíamos demasiados días -Jelwyn señaló una amplia curva cerrada irregular rellena de rayitas discontinuas-. Los Pantanos. Existe una senda bastante segura que los atraviesa, pero los trhogol la conocen. También existen un millón de sendas más, llenas de arenas movedizas, criaturas carnívoras, y algunas sin salida. Podríamos evitar esos peligros rodeándolos -bordeó con el dedo- por el Este, o por el Oeste. Perderíamos más tiempo, pero nos evitaríamos encuentros desagradables. Y la Fiebre.
 -Tú estás al mando, ¿qué prefieres hacer?
 -Un momento -Jelwyn apartó la pequeña cacerola del fuego, echó las hojitas de menta y regresó al mapa-. Los mapas no son muy buenos, se dibujaron siguiendo las instrucciones que daban mis antepasados si lograban regresar de Ternoy, y los mejores se perdieron con Dagmar. Las tres opciones son peligrosas y elijamos la que elijamos, iremos casi a ciegas.
 -La aventura es la aventura. Si las tres opciones son peligrosas, opino que deberíamos elegir el camino más corto.
 -Olvidaba que estoy tratando con el Libertador de los Pantanos.
 Níkelon sintió que se ruborizaba de cólera. Pero Jelwyn no se dio por enterado. Dobló el mapa y lo volvió a guardar en las alforjas, sirvió la menta y comenzó a bebérsela todo lo deprisa que se puede beber un líquido casi hirviente.
 -Dagmar tiene razón. Haces la menta demasiado fuerte.
 Jelwyn negó con la cabeza.
 -Vuestros paladares son demasiado débiles.
 Por la actitud de Jelwyn, Níkelon habría podido creer que la noche anterior había sido una pesadilla. Desde luego, era tan incomprensible como la más extraña de ellas.
 -¿Por qué has venido? ¿Para encontrar a Dag?
 -Entre otras cosas. Mira, Jelwyn, la terrible verdad es que eres el mejor amigo que he tenido nunca, y no quería quedarme solo entre desconocidos. Además, se supone que soy el Liberador de los Pantanos, tú mismo lo has dicho, y me he cansado de esperar a que las Damas Grises me digan si estoy o no preparado. Así que me he puesto en marcha.
 Jelwyn le miró con las cejas alzadas desde detrás de la taza de menta, terminó de tragar el líquido y dejó la taza en el suelo con deliberada calma, antes de contestar.
 -¿De verdad soy el mejor amigo que has tenido nunca? -Níkelon asintió-. Tu vida debe haber sido muy triste.
 -Soportable. ¿Y ahora qué haremos?
 Jelwyn torció las comisuras de los labios hacia abajo.
 -No sé lo que harás tú, pero yo iré al Castillo Negro, rescataré a Layda, volveré con ella y dejaré que decida si quiere irse de Ardieor conmigo o quedarse y heredar a su abuelo. Ya iré pensando en los detalles del plan por el camino.
 -Parece fácil.
 Jelwyn no captó la ironía, o tal vez no tenía ganas de hacerlo. Recogió las cosas, tendió la manta y se acostó con la mano izquierda sobre la empuñadura de su espada, preparado para reaccionar al menor sonido. Cerró los ojos y en poco tiempo pareció dormido. Níkelon aún rabiaba de ganas de preguntarle por qué creía que Layda se había portado como se había portado, y por qué‚ se empeñaba en ir a rescatarla después de cómo le había tratado ella, y si era o no de verdad su hija, y si tenía algún plan para rescatar a la gente del Valle si caían prisioneros, y cómo era posible que durmiera tan tranquilo con tantas preocupaciones.
 Y sobre todo, por qué había dado por supuesto que él, Níkelon, iba a hacer la guardia.

*****

Garalay caminaba en medio de la niebla, como en sus pesadillas, con el corazón dispuesto a acelerarse en cuanto oyera el más mínimo ruido. No oía sus propios pasos, ni siquiera estaba segura de estar caminando. Al entrar en el Mundo Borroso, sus entrañas parecían haberse dado la vuelta en su interior cual tortilla lanzada al aire por manos hábiles desde una sartén. Al principio, había desconfiado de sus piernas. La niebla le impedía ver dónde ponía los pies, hacia dónde iba y desde dónde. La posibilidad de equivocarse de camino la aterraba más que la de no salir viva de allí.
 Así que esto es el Otro Mundo, pensó. El Mundo Borroso. Era lo más decepcionante que había visto en su vida. Ni siquiera tenía un paisaje digno de tal nombre. Solo niebla y oscuridad, y mucho frío.
 Y entonces comenzó el ruido. Un sonido como de miles de patas acercándosele a toda velocidad. No, se corrigió. No era como de miles de patas. Eran miles de patas. O tal vez no fueran miles, pero aún así eran demasiadas patas.
 De repente, aquello surgió de entre la niebla. Con todas sus patas (ocho), con todos sus quelíceros (dos) y con todo el resto de su hinchado cuerpo cargando contra ella. Una garrapata. No, pensó Garalay mientras el pánico trepaba a su garganta para ponerse a salvo. La garrapata. Si no era ella, debía ser una descendiente muy directa de la Primera Garrapata, aquella que había enloquecido a los perros de los primeros humanos junto a las primitivas hogueras, y de la cual las garrapatas actuales no son más que imágenes repetidas hasta el infinito en un espejo defectuoso. Ante semejante visión, Garalay olvidó su dignidad, y, a falta de silla o mesa a la que encaramarse, piedra con la que machacar al arácnido o aceite con el que untarle, dio media vuelta y echó a correr con la alucinada lentitud de las pesadillas, hasta que sus piernas se agarrotaron, sintiendo la presencia del asqueroso bicho tras ella, oyendo el sonido de sus patas acercándose. Más de una vez, un roce en la nuca la hizo lanzar un chillido. Algo se enredó con su tobillo, y Garalay, con un grito de pánico, rodó por un suelo demasiado duro y real para su gusto. Intentó levantarse, pero un tirón en el hombro la dejó jadeando de dolor. Con un estremecimiento de asco, esperó el picotazo.
 Y entonces oyó una voz joven y alegre que decía en un perfecto ardiés con acento de Dagmar:
 -¡Eh, bicho, métete con alguien de tu tamaño!
 Y luego, el silencio. Garalay nunca supo si había habido una lucha silenciosa o la garrapata se había marchado asustada. Solo supo que el maldito artrópodo desapareció y el propietario de la voz se agachó a su lado.
 -Ya sé que es una pregunta tonta, pero ¿te encuentras bien?
 Garalay levantó la cabeza.
 Estuvo a punto de gritar ¡Nikwyn!, Pero se contuvo. Él la miró con un destello de pánico en los ojos.
 -¿Dagmar?

*****

La Dama Gris de Dagmar estaba sacando una capa del arcón cuando la puerta de la Torre se abrió como impulsada por una irresistible corriente de aire. Lym Vaidnel se detuvo en la puerta para recuperar el aliento.
 -¡Se van!
 -¿Quién?
 -Norwyn y la Segunda. Dice que ahora Jelwyn es el Señor de Ardieor y que le ordenó que se fueran a Comelt, con todos los que quieran seguirle. Pero nadie sabe si es verdad porque Jelwyn no está aquí para confirmarlo.
 -Bueno, al menos alguien tiene sentido común. Ve a buscar a Artdia Trheelet y tu Maestra y diles que preparen sus cosas. Nos vamos con ellos.
 -¿Vamos a abandonar al Señor de Ardieor?
 -No. Vamos a esperar su regreso en Comelt. ¡Date prisa, o se irán sin nosotras!
 La lym salió corriendo. La Dama Gris se agachó y buscó en el arcón. Allí estaba. El cofrecillo de aspecto insignificante, y en su interior, el famoso veneno de las Damas Grises. Sus manos temblaron un poco al cogerlo. Lo dejó en el suelo con mucho cuidado, se puso la capa, se la cerró con su broche en forma de mariposa, tomó el cofrecillo y se dirigió a la Casa Aletnor.
 Los ardieses corrían de un lado a otro con sus cosas, broncas discusiones resonaban por todo el Valle. La Dama Gris distinguió a Lym Vaidnel hablando con Norwyn. El joven miró hacia ella e hizo una ligera inclinación de cabeza. La Dama Gris respondió con otra.
 Se detuvo unos instantes en el umbral de la Casa. En el momento en que se suponía que debía mostrar más valor, estaba asustada. Pero él sabía que estaba allí.
 -Entra.
 Parecía haber envejecido diez años. La recorrió de arriba a abajo con una larga mirada.
 -Así que vosotras también me abandonáis.
 No era una pregunta, ni siquiera un reproche. La Dama Gris asintió.
 -He hablado con Arlina, esta mañana. En realidad, ella ha hablado conmigo. Están muy enfadadas. Ella y Katerlain. Dice que cuando todo termine cerrarán el Valle y se lo llevarán. Nadie volver  a encontrarlo nunca.
 -Cuando todo termine... ¿En qué me he equivocado, Artdia Dagmar? ¿Cuándo comenzó a derrumbarse todo? ¿Por qué he tenido que perderles a los tres?
 -No se puede competir con un muerto. Los vivos pueden cometer errores, pero Farfel siempre estaba en tu memoria con su brillante perfección. Y nunca dejaste de restregárselo por las narices a Jelwyn, como si él no hubiera lamentado su muerte tanto como tú. A veces parecía que sentías más que Jelwyn estuviera vivo que el que Farfel estuviera muerto.
 -¿Has venido solo para atormentarme, Dama Gris? Porque para eso me basto yo solo.
 -Querido, tú has preguntado. Yo solo te he dado las respuestas. Si no te gustan es cosa tuya.
 -¿Sabes que te odio cuando tienes razón? -Heryn suspiró- Nunca debí aceptar el Sello. Nunca debería haber permitido que mi hermano renunciase a Ardieor. ¿Recuerdas la maldición? Quien tome el Sello a la fuerza, lo perderá del mismo modo, quien se muestre indigno de él, perderá su vida.
 -Podrías evitarlo. Podrías venir con nosotros.
 -No digas tonterías, Dama Gris. Si de verdad pensaras eso, no habrías venido con... lo que llevas en ese cofrecillo. ¿Crees que no me he dado cuenta?
 La Dama Gris tembló. Se le había secado la garganta y tenía la lengua pegada al paladar. Pero aún consiguió susurrar:
 -Heryn...
 -No importa.
 -¿Qué es lo que no importa?
 Heryn se adelantó hacia ella y tomó el cofrecillo de sus manos. La Dama Gris continuó en la misma posición, con las manos extendidas como si aún sostuviera algo.
 -Nada. He sido el Señor de Ardieor más desastroso desde los tiempos de Gartwyn, pero aún estoy a tiempo de remediarlo. No iré contigo a Comelt, y no me dejaré atrapar vivo. Si vuelves a verlo, dile a Jelwyn que lo lamento. Intenté decírselo, pero no sé si me entendió -Heryn abrió el cofrecillo y miró la redoma-. ¿Tiene buen sabor? Espero que no sea muy empalagoso.
 La Dama Gris dejó caer sus manos. Se sintió estúpida al notar las lágrimas cayendo por sus mejillas.
 -El veneno nunca tiene buen sabor.
 -No te he dado permiso para llorar, Dama Gris.
 -Lo siento. Lo siento mucho, todo lo que ha pasado.
 -Tenía que ocurrir, supongo. De una forma o de otra.
 En un impulso que ni ella supo explicarse, la Dama Gris abrazó a Heryn.
 -Te quiero mucho, último Señor del Valle. Que tengas un buen viaje.
 Heryn le palmeó la espalda.
 -Date prisa, Artdia Dagmar, o te dejarán aquí.
 Ella se apartó, se limpió las lágrimas y salió de la Casa sin mirar atrás.
 No lo vio, pero podía adivinar cómo Heryn se sentaba, sacaba la piedra de afilar y comenzaba a pasarla por la hoja de su espada muy, muy despacio.

*****

-Mis amigos me llaman Garalay. -Como él aún parecía un poco asustado y muy sorprendido, Garalay añadió: - Es el nombre del petirrojo en idioma Antiguo. Me lo puso una Antigua. La Dama del Lago de Katerlain, no sé si llegaste a conocerla.
 Soy yo la que debería estar asustada, pensó. Se supone que llevas cien años muerto. Pero en lugar de decírselo, se incorporó del todo, se echó el pelo hacia atrás y se sacudió la posible suciedad que hubiera en su ropa.
 -¿Quién eres?
 -La Lym de la Dama Gris de Dagmar. Y si eres quien yo creo, tu tataranieta -Tal vez se hubiera dejado uno o dos "ta", pero no creía que la cosa tuviera mucha importancia.
 Tairwyn Lym-Dayra Tadenor, Capitán de la Guarnición de Dagmar, y por un breve par de años Señor de Ardieor, alargó la mano para tocarla. Garalay sintió un hormigueo cuando los dedos atravesaron su hombro.
 -¡Estás viva! Pensaba que eras un fantasma como yo. O que estabas soñando. ¿Cómo has entrado aquí?
 -A través del Lago de Katerlain. Caminé sobre el reflejo de los rayos de la luna llena en su superficie justo antes de un eclipse -Y, como adivinaba su próxima pregunta, anticipó la respuesta: - He venido para despertar a Vidrena, ¿sabes dónde está?
 Tairwyn sonrió.
 -¿Crees que podría no saberlo?
 Le ofreció el brazo como si ella pudiera agarrarse a él. Garalay sonrió, lo tomó como si de verdad pudiera tocarle y comenzaron a andar.
 La leyenda no le hacía justicia, pensó Garalay mientras su antepasado le explicaba cómo había soportado cien años en el Mundo Borroso, ayudando a los fantasmas y soñadores que se perdían por allí a encontrar sanos y salvos su camino, hacia su cuerpo o hacia el Otro Mundo, y en su tiempo libre (si es que allí podía hablarse de tiempo) velaba el sueño de su amada. Era más guapo que Níkelon, con la barbilla más firme y la nariz más recta y corta, y el verde de sus ojos era más oscuro. Pero no era tan alto como el galendo.
 La voz de Tairwyn irrumpió en sus pensamientos, justo a tiempo de evitar que se perdiera en ellos.
 -Ahí está.
 La Colina y el Círculo de Hielo. A Garalay se le hizo un nudo en la garganta. Le sudaban las manos y cualquier otro pensamiento que no fuera la colina y el círculo de hielo fue arrastrado lejos de su mente.
 Tairwyn le dio una palmadita en la espalda. La atravesó, pero Garalay agradeció la intención de todas maneras.
 -Toda tuya, petirrojo.
 Garalay compuso su gesto más valeroso y comenzó a subir la colina. Esperaba que fuera más difícil, tener que pasar pruebas o encontrar resistencia, como espinos, un dragón, una tormenta de nieve o voces amenazantes que trataran de obligarla a regresar con imaginativos insultos. Pero nada de esto ocurrió, y Garalay se encontró con decepcionante rapidez en lo alto de la colina, delante del círculo de hielo.
 Era tan transparente que podía ver a la mujer dormida. Desde la pulcra cabellera rubia, con su impecable corte por debajo de las orejas, hasta las centelleantes botas sin una mota de polvo. Las uñas, limpias y rectas, de las manos cruzadas sobre el pecho, la capa gris sin la sombra de una arruga, sujeta en el hombro derecho con una bruñida estrella roja, la cota de malla y los pantalones... Garalay se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración. A su lado Tairwyn suspiró. Debía haber subido mientras ella miraba embobada a la Señora de Ardieor.
 -¿No es la mujer más hermosa del mundo?
 Garalay asintió, sintiendo cada punta abierta de sus cabellos, cada arruga de su vestido, cada mota de polvo de sus zapatos y cada poro demasiado grande de la piel de su cara como si fueran muelas picadas.
 Caminó alrededor del círculo de hielo, y comprobó que, como tal círculo, estaba cerrado y no se podía atravesar. Y además, estaba muy frío.
 -Ábrete. -No ocurrió nada. Garalay recordó un antiguo cuento que había oído de pequeña y añadió a la desesperada: - Sésamo.
 Siguió sin ocurrir nada. Garalay insistió con todas las semillas que conocía, y con algunas de las que solo había oído hablar, incluso con un par de frutos y bayas silvestres, pero allí cada vez hacía más frío y el círculo hasta parecía solidificarse aún más.
 -¿Y si probaras con buenos modales? -Tairwyn parecía estar riéndose de que ella se hubiera lastimado el pie al darle una patada al hielo.
 -Esto son buenos modales. No os gustaría saber cómo son los malos. Ni a ti ni a esa estúpida pared.
 -Podrías pedírselo por favor.
 -No estás hablando en serio.
 Garalay intentó creer que aquella sonrisa era inocente. Pero hacía falta más fe en la humanidad de la que ella tenía.
 -Intentarlo no te costará nada.
 -Hablas igual que Nikwyn -Tairwyn se limitó a sonreír. Garalay soltó aire en un ruidoso suspiro-. Ábrete. Por favor.
 El muro se fundió tan deprisa que tuvo que retroceder para que el agua no la salpicara.
 -¿Lo ves?
 Garalay se acercó a la cabecera del lecho de piedra. Recordó todos los cuentos que había oído sobre cómo despertar bellas durmientes. Lo primero en lo que pensó fue en besarla, pero no sabía dónde ni cómo se lo tomaría ella. Sacudirla por los hombros, pellizcarle la mano o tirarle del pelo era una grosería, al igual que silbar en su oído. Se metió las manos en los bolsillos y entonces tropezó con el Sello. Casi había olvidado que lo tenía. Recordó la historia de Hildwyn y Himanday. Él se despertó cuando ella deslizó el Sello en su dedo...
 Garalay tomó con mucho cuidado la mano izquierda de Vidrena, y se sorprendió al hallar tan cálida la mano de alguien que había pasado cien años durmiendo en medio del hielo. Se sacó el Sello del bolsillo y lo deslizó en el dedo medio de Vidrena.
 -Despierta, mi Señora, Ardieor te necesita.
 Vidrena Lym-Gartwyn Aletnor, Señora de Ardieor, Gobernadora de Dagmar y Princesa de Galenday, se removió, emitió un débil gemido y farfulló:
 -Un ratito más, abuelo.
 Se dio media vuelta, apoyó la mejilla en las manos con un suspiro de satisfacción y siguió durmiendo. Garalay estaba comenzando a enfadarse.
 -Dren, llevas cien años durmiendo. Ardieor gime bajo la opresión, Alwaid usurpa tu puesto en la Torre Norte y tus descendientes se esconden en las montañas como alimañas acorraladas. ¿No crees que va siendo hora de que regreses y arregles las cosas?
 Los ojos oscuros, casi negros, de los que hablaba la leyenda, se abrieron y se clavaron como puñales en los de Garalay.
 -Dama Gris, ¿te digo yo cómo hacer tu trabajo? -Se incorporó, se desperezó y sonrió a la sorprendida Garalay-. Solo una Dama Gris es capaz de decir algo como "gime bajo la opresión".
 Garalay levantó la barbilla.
 -Soy la lym de la Dama Gris de Dagmar y eso era una met...
 -Eso era pura cursilería -Vidrena saltó del lecho, se ajustó el cinturón, se colocó bien la cota de malla y se echó atrás el pelo con los dedos-. ¿Nos vamos o vas a quedarte ahí cien años más con cara de tonta?
 -Sí, claro, quiero decir, sí, nos vamos. ¿Dón... ?
 -Primero, a recuperar mi espada. Luego, a encontrar la manera de salir de aquí, y por último a salvar al mundo, se deje o no.
 -¿Tu espada? ¿Sabes dónde está?
 Vidrena negó con la cabeza. Garalay supuso que estaría algo contrariada porque ella había logrado terminar una frase.
 -No, pero si no comienzo a buscarla nunca la encontraré.

*****

 Layda había esperado llegar desde el Valle al Castillo Negro en apenas un parpadeo, pero a Zetra parecían habérsele acabado las fuerzas con el hechizo que había desprotegido el Valle y las había sacado de allí.
 Fuera del Valle, les había estado esperado una de aquellas bestias voladoras, con la que Zetra debía haberse puesto en contacto de alguna manera. Zetra había montado en la nuca de la bestia, había ayudado a Layda a montar delante, y luego las dos se habían elevado.
 Por más años que viviera, Layda sabía que nunca olvidaría la sensación del viento en la cara, el vértigo en la boca del estómago y la capa de Zetra envolviéndola para que no pasara frío. Ni siquiera se atrevía a mirar abajo, pero tenía bastante con la húmeda sensación en su nariz y sus ojos cada vez que atravesaban una nube para saber lo altas que iban. Se preguntó si alguien las estaría viendo desde el suelo y qué pensaría.
 Apenas tardaron día y medio en llegar al castillo en lo alto del precipicio. La muralla parecía parte de la roca de la montaña.
 La bestia se posó en el patio de armas, y fue introducida en un establo por dos pálidos jóvenes. Zetra se dirigió a la Torre del Homenaje, Layda supuso que para hablar con el Señor del Castillo, y la dejó sola en medio del patio. Nadie parecía darse por enterado de su presencia, así que Layda se puso las manos a la espalda y miró a su alrededor.
 Había un hombre sentado en un banco al lado de una puertecita. Había levantado con cierta indiferencia la mirada a la llegada de Zetra pero la había vuelto a fijar en lo que estaba haciendo. Desde donde estaba, Layda no podía distinguir su cara, pero sí sus rubios cabellos y sus ropas negras.
 No pudo resistir la tentación de acercarse a él. Sintió una leve punzada en el estómago cuando vio lo que estaba haciendo: afilaba su espada con una piedra, tal como ella había visto hacer a Jelwyn miles de veces. Descubrió algo asustada que si no había distinguido su cara cuando le había visto era porque la tenía cubierta por una máscara negra que solo dejaba al descubierto su boca, y comprendió quién era él, pero era demasiado orgullosa para retroceder cuando ya le tenía tan cerca. Además, él estaba tarareando. De todos los hombres del mundo, aquél era el único al que Layda nunca se había imaginado tarareando.
 Nadie le había enseñado el idioma de Ternoy, así que le saludó en ardiés.
 -Hola.
 Él calló y levantó la cabeza, sorprendido. Los ojos oscuros, casi negros, se entornaron al verla, pero la boca sonrió como si estuviera a punto de ofrecerle un dulce.
 -¡Hola! ¿De dónde has salido tú?
 -He venido con Zetra. Volando.
 -Qué bien.
 Se hizo un silencio bastante incómodo. Él estaba mirándola de arriba a abajo, tal vez preguntándose de qué le sonaba aquella cara.
 -¿Eres Estrella Negra?
 Él dejó la espada y la piedra de afilar a un lado.
 -Así me llaman. ¿Has oído hablar de mí?
 -¿Te llevas a los niños que no se portan bien?
 -¿Para qué? No soporto a los críos.
 Visto de cerca, Estrella Negra no era tan terrible. No dejaba de ser un asesino, y un enemigo de los ardieses, pero un enemigo encantador. Y, después de lo que había hecho ella misma, Layda no se consideraba con autoridad para juzgarle. Se apretó las manos para no arrancarle la máscara o tocarle el pelo.
 -¿Eres de las Tierras Peligrosas?
 -¿Lo parezco?
 -Bueno, no pareces de Ternoy.
 -¿Y qué aspecto se supone que tienen los de Ternoy?
 -De muertos.
 Estrella Negra dejó escapar un silbido.
 -Muy lista. ¿Sabes por qué los de Ternoy tienen aspecto de muertos?
 -¿Porque lo están?
 -Exacto, ellos están muertos, y yo también. Aunque no lo parezca.
 Bueno, él había sacado el tema.
 -¿Es verdad que mataste a mi madre?
 Sí, aquello había sido un escalofrío. Ya le había parecido verlo cuando le había preguntado si era de las Tierras Peligrosas, aunque había sido tan imperceptible que podría haberse tratado de una ilusión óptica. Pero su voz sonó con frialdad profesional al responder:
 -Es posible. Nunca pregunto el nombre antes de matar.
 -Seguro que a ella la recuerdas, la clavaste en un  árbol con una lanza.
 A Estrella Negra casi se le cayó la espada.
 -¿Quién eres?
 -La hija de Farfel Aletnor. Dicen que a él también le mataste.
 La espada cayó al suelo con gran estrépito. Layda sonrió sin aparente malicia, mirando a los ojos del enemigo. Bastaba alargar la mano, pensó, un simple tirón de la máscara...
 Estrella Negra se levantó de un salto como si hubiera adivinado sus pensamientos.
 -Señora...
 Zetra apoyó su mano en el hombro de Layda.
 -Nos vamos, Layda, despídete del señor.
 Layda nunca supo por qué lo había hecho, sobre todo después de la clase de conversación que habían estado manteniendo ella y Estrella Negra, pero no se le ocurrió mejor forma de despedirse que tirar de una de sus mangas hasta que lo tuvo a una altura conveniente, ponerse de puntillas y darle un beso en la mejilla. En realidad el beso cayó en la máscara, pero no importaba. En aquel momento, él parecía de verdad un hombre muerto.
 Aquella vez, cuando montó en el Num, Layda sí que miró hacia abajo. Vio a Estrella Negra mirándola. Se protegía los ojos con la mano izquierda, y aunque la máscara ocultaba su rostro, Layda tuvo la impresión de que aún no se creía lo que acababa de ocurrirle.
 Y entonces Layda reconoció la canción que él había estado tarareando mientras afilaba la espada.
 La favorita de la Segunda del Valle: La doncella cisne.
 -¡Será embustero!

*****

Oculto entre los matorrales, Níkelon apenas podía creer lo que estaba viendo. Miró de reojo a Jelwyn, pero el ardiés parecía tan sereno como siempre. Mil, dos mil, cinco o diez mil, entre trhogol, hombres, no-muertos de al menos cuatro variedades, ogros y otros seres cuyos nombres ignoraba, y prefería que fuera así. Todos armados con espadas, hachas y mazas, lanzas y flechas, todos con fuertes armaduras y cotas de malla, con insignias rojas, blancas y negras. Bestias de carga, catapultas, torres de asedio, incluso un enorme ariete, todo aquello estaba cruzando el río, y Jelwyn tan tranquilo, como si lo hubiera esperado desde hacía tiempo, o como si viera cosas como aquella todos los días.
 Níkelon apartó la mirada.
 -Deberíamos avisarles -murmuró.
 -¿Crees que cambiaría algo?
 Níkelon esperaba que Norwyn ya hubiera conseguido llevarse a toda la gente del Valle, pero no creía que pudiera en tan poco tiempo.
 -¡Jel, es tu padre quien está  ahí detrás! ¿No vas a...  ?
 -Y es mi hija quien está  ahí delante.
 -¿Seguro?
 Hay miradas que son como un puñetazo. Y la que le dirigió Jelwyn habría hecho trastabillar a Níkelon de haber estado de pie.
 -Vuelve si quieres. Yo seguiré adelante.
 Se puso un poco más cómodo para evitar que se le durmieran los brazos y siguió mirando.
 Ni en tiempos de Vidrena se había reunido contra Ardieor un ejército tan grande. Parecía que nunca iban a terminar de cruzar el río.
 Zetra debía estar furiosa de verdad. Níkelon pensó que tampoco era para tanto.
 Torcieron hacia el Oeste, en dirección a Dagmar. Jelwyn miró cómo se alejaban, con la sonrisa que Níkelon llamaba para si mismo "la de os vais a enterar". Pero sus uñas estaban clavadas en el suelo, y durante muchos días las tuvo llenas de tierra.



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