La Odisea de Jeralith

01 de Noviembre de 2003, a las 00:00 - Jennifer Rey Pangalangan
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Miraba al vacío que se abría ante ella. Tumbada se preguntaba qué sentido tenía todo aquello.  Mientras recordaba las notas de la primera cancionth que había oído, caían sus primeras lágrimas. Notaba como le escocían los ojos, aquellos negros ojos que parecían siempre tan perdidos, veía borroso el hermoso baúl de madera que tenía ante ella y ya no sabía si la realidad se detenía o seguía en guerra. Tomando aquella dagath verde como las hojas que caen en Otomh, todavía se preguntaba porqué. Aun sin obtener respuesta, se fue. Quedó un vació en aquel lugar que por siempre recordarían los futuros habitantes de aquella casa. Los muebles de la estancia, sobre todo aquel baúl, aquél que ejerciera como estatua y en verdad tenía tantos recuerdos dentro de él, quedarían por siempre impregnados del dolor que la llevó a la muerte.
Delante de ese baúl y encogida sobre todo su cuerpo cuando todavía no medía más de un palmo de estatura, había descubierto las cancionth junto a sus padres durante muchas tardes y noches. Aquél, ahora  ya viejo trasto de madera, sería también testigo de la separación de esos dos seres que tanto significarían en su pequeña vida. Pero todo sucedió cuando todavía su comprensión no alcanzaba a medir la importancia de las cosas y pasaría a formar parte del recuerdo. Poco sabría de su padre tras verle irse un día en Esprinth y despidiéndose con promesas que no sería capaz de cumplir.
Su madre, incapaz de soportar tal abandono, incapaz de hacerse cargo de aquella hija, la dejó a cargo de una hermana y su familia, mientras ella viajó a un lugar que nunca se supo y del cuál nunca volvió.

Así empezaría la odisea de Jeralith, sin una familia a la que sentirse atada, sus ojos negros y su inicial media melena rizada, dejaban entrever que alguien le había dejado eso como recuerdo. El pelo rizado de su padre, aquellos rizos con los que Jeralith jugaba siempre antes de dormir o mientras él afilaba su espadantir por la mañana. Y sin embargo, pasado el tiempo ni ese recuerdo le quedaría.
Su media melena se convirtió en larga y los rizos habrían de desaparecer para dejar paso a un hermoso y liso cabello. Era todavía niña, sin alcanzar apenas el primer renglón como mujer humanth y sin embargo, todo lo que había vivido en el seno de una familia que no era la suya, le había servido para decir:
- Quiero irme de aquí.
- ¿Estás segura de tu decisión?- le preguntó su tía Ancedil.
- No he estado nunca más segura de algo.
Esa decisión no la tomó sin antes meditar. Su tía y los hijos de ésta no la habían tratado mal pero sabía que el recuerdo de su madre pesaba sobre ella. Seguir con ellos era tener el constante recuerdo de que ella no tenía familia y que tenía que vivir con una hermana de su madre a la que antes de ese momento, no conocía apenas. Así que pidió, suplicó que la dejaran marchar. Pero, ¿a dónde iba a ir Jeralith tan joven todavía?
La enviaron a la tierra natal de su tía y su madre: Filialt, donde probablemente habría ido su madre pero ella no la iba a ir a buscar. En Filialt existía la posibilidad de internarse en Esculth, donde aparte de recibir la educación esencial, se hacían pequeñas labores en el campo para ganarse la comida y la estancia allí. Jeralith estaba contenta en aquel lugar, no tenía que mentir a nadie ni fingir que tenía una familia. Allí había muchos como ella, todos con un pasado lleno de vacíos y huecos imposibles de llenar.
El día de su llegada cruzó la puerta más majestuosa que jamás hubiera imaginado. Como un gran muralla se posaba ante ella. El curso ya había empezado y por tanto aquel día, estaba ella sola ante la inmensidad de Esculth. Dos de los aventir, seres con capacidad para volar, cabeza capaz de razonar y un pico y garras preparadas para afrontar cualquier peligro, se alzaban en lo alto de la puerta de Esculth. Día y noche vigilaban los movimientos del interior y el exterior del lugar, aun cuando parecía que cerraban sus ojos alargados y grandes como hojas de arboleth. No pasaban desapercibidos por el azul brillante de su pelaje que se convertía en fuego al llegar a las plumas que les permitían volar.
Si lo que se mostraba ante ella en aquel momento le impresionó, no podía imaginar lo que encontraría al otro lado. La negrura del camino que la había llevado hasta allí y de donde venía desapareció ante los más bellos elementos de la naturaleza. Los arboleth crecían frondosos y en sus pies brotaban las florek, negras y blancas, del único tipo que existían. El sendero principal que comenzaba en la entrada de Esculth, se convertía en cuatro más que llevaban a las diferentes parcelas del lugar y en cada una, Jeralith reparó en un extraño ser que descansaba en la puerta. Estos seres observaban a los que trabajaban el campo  pero no les daban órdenes, permanecían allí y sólo se movían para curar a aquellos que sufrían alguna herida durante las tareas. Cuando Jeralith llegó al final del sendero principal, quedó aún más asombrada. En la puerta la esperaba otro de los extraños seres, parecía más mayor que el resto y vestía una larga túnica del color de la tierra que realzaba sus facciones morenas y gastadas por el pasar del tiempo. Apoyado en un bastón como hecho a partir de la misma rama sin mayor retoque, éstas fueron las primeras palabras que dijo:
- Bienvenida pequeña humanth. Éste será tu nuevo hogar.
Jeralith no respondió. No podía dejar de admirar aquella casa con enormes ventanales que dejaban entrar toda la luz del sol como dejarían entrar la de La Luna durante la noche. La casa principal de Esculth iba más allá de lo que los ojos de una humanth podía vislumbrar. Estaba situada encima del monte al que había subido tras recorrer el camino.
La imagen que acababa de vivir quedaría por siempre en su recuerdo. El recuerdo de las tierras negras donde hasta entonces había vivido, pasaría a ser sustituido por la belleza de Esculth. La naturaleza negra y blanca no parecía tan inerte en aquel lugar, la luminosidad de cuanto la rodeaba casi podía cegarla.

En el transcurso del tiempo que pasó allí y llegando a ser mujer humanth, Jeralith había trabajado duramente en las tareas del campo y de la residencia y se había dedicado al estudio para poder dedicarse a viajar. Pero alcanzada esa edad, empezó a descubrir el mundo en el que vivía gracias a los libros.
Había leído obras de grandes poetas como Kazdur el cojo, que contaba prodigios sobre un bosque que aun siendo él cojo, le permitía caminar normal; Sakesler el ciego, que aun sin ver escribía maravillas sobre el mundo que descubría con los otros sentidos que sí tenía; también había disfrutado de la lectura de grandes escritores conocedores de Filialt, donde ahora ella vivía, de Edorkin donde vivió antaño y del resto de paisath que formaban La Tierra.
A través de aquellos libros, fue consciente de que en su mundo el tiempo se medía en seglodath, del que ella no había vivido ni una cuarta parte. Y no existía nada más que el calendario dorado, custodiado en el Monte del Tiempo por sabios monjath que habían vivido por seglodath en aquellas tierras, mucho antes de que los humanth como Jeralith habitaran los territorios que sólo los seres de su especie sabrían cultivar.
A lo largo de La Tierra, era conocida la existencia de otros muchos seres además de los humanth. Seres que se caracterizaban, unos por su imponente o por el contrario, pequeño tamaño, otros por su gran elocuencia y otros por su gran belleza. Estos últimos serían motivo de locura, desesperación y amor para los humanth.
Desde hacía seglodath que se contaban historias maravillosas sobre los encuentros de humanth y los que se conocerían como elphoth. Criaturas bendecidas no sólo con la belleza de los dioses a los que adoraban, el hermoso Cristoh y la bella Damah, sino también con el poder de convertir las tierras más agrestes en las más fructíferas.
De allí nació el vínculo entre los de la raza de Jeralith y los elphoth. Estos últimos durante seglodath habían ayudado y ayudarían a hacer fértiles las tierras que trabajaban los de la estirpe de Jeralith.
Todas las tierras eran de aspecto semejante, la misma sombría oscuridad había empezado a cubrirlas. Sólo la actividad de elphoth y humanth daba lugar a hermosos parajes, verdes y florecidos, entre ese paisaje tan triste.
Durante los últimos tiempos se había visto vagar a una dama portadora de una Rosa Negra por cada uno de los paisath de la Tierra y especialmente por los lugares habitados por Nadieh, criatura a la vez una y a la vez mil, que vivía en los subsuelos y salía al exterior gracias a los túneles subterráneos que ella misma había construido. La presencia de ambos seres se creía la causa de la creciente oscuridad.  Sobre su existencia ya hablaban
los escritos de los monjath, primeros habitantes de aquel mundo que Jeralith descubría llena de asombro. ¿Qué había existido antes? ¿Cómo aparecieron los primeros monjath? Eran preguntas que todavía no habían hallado respuesta.

A partir de aquellos libros, Jeralith se fue fijando más en lo que la rodeaba. Empezó a descubrir que no todos los seres que trabajaban con ella eran de su raza. Aquellos que la habían ayudado a labrar las tierras nacientes, eran los seres de pequeño tamaño conocidos como horranth. De aspecto no muy complaciente para los ojos, no eran tan horribles como los mostraban Los Libros Sagrados de los monjath. Se decía que el primero de ellos era fruto de la unión de La Dama de la Rosa Negra y la criatura Nadieh. Y que ambos seres  habitaban los subsuelos de un territorio destinado a nunca florecer y que se conocería por siempre como La tierra de Nadieh, uno  de los Nueve Paisath en que la Tierra era dividida.
- La guerra ha estallado.

Así fue interrumpida la lectura de Jeralith. Era la puesta de sol y le había tocado su quinto y último descanso del día, antes de hacer un último trabajo y retirarse a su habitación.
- ¿Qué guerra? ¿De qué estáis hablando monjath Dalaith? - preguntó Jeralith.
Dalaith era uno de los monjath que había salido del Monte del Tiempo hacia las tierras habitadas por humanth y otras criaturas para darles a conocer la historia de sus antepasados y servirles de guía.
- Querida Jeralith será mejor que reúnas a todos tus compañeros, es el momento de que os expliquemos que ha estado sucediendo más allá de Esculth.
- ¿Y por qué no nos lo habíais contado antes,  Dalaith?
- No era necesario, jamás creímos los monjath que llegaría este día y sin embargo, ha llegado. Reúnelos, es el momento.
- Como digáis Dalaith.
Jeralith fue en busca de toda alma viviente que habitaba Esculth y fueron reunidos
todos en la Gran Sala a la espera de que Dalaith y los otros cuatro gran monjath del lugar aparecieran. Cuando el sol ya hubo caído y la Luna, diosa de los humanth, se hizo en el cielo, los monjath entraron.
Dalaith, el monjath de la sabiduría, era seguido por Montath, monjath de la pureza, Perentir, monjath de la gloria, Arcanth, monjath de las armas y finalmente, Ewynt, única dama monjath sobre La Tierra, dotada de la maestría de la lucha y el orgullo de los humanth, mayor representante del poder de la mujer humanth.
Jeralith observó por primera vez con atención a los monjath. Sabía bien como era Dalaith pues era su maestro de lucha. Jeralith admiraba a aquel ser tan sabio que le había enseñado a manejar la espadantir y el arcot.
En aquel momento pasó ante ella el monjath de la pureza, vestido con una larga túnica blanca, su rostro era joven, de ojos azules y cabello de la misma tonalidad celestial, casi rozando la blancura de las florek de Esculth, su imagen era tan pura como el poder del que estaba dotado. Tras él, con la cabeza alta y bien erguido, caminaba Perentir, vestido para la guerra, con las armas colgando sobre sus ropas hechas a partir de los pocas criaturas existentes en toda La Tierra que servían de alimento para humanth, elphoth y horranth, los wargot.
El monjath de las armas caminaba con la cabeza gacha y el peso del tiempo curvaba su espalda. No tan viejo como Dalaith, había perdido la habilidad para la lucha pero al fin y al cabo su dedicación eran las armas. Toda arma que se pudiera encontrar en Esculth era obra suya. Con cota de maya, armadura y una capa aterciopelada y rojiza como el sol cuando cae y que disimulaba su espalda caída, seguía al resto de monjath.
Y entonces la luz entró en La Gran Sala. Ewynt, dama monjath, se alzó como las únicas dos diosas que existían en La Tierra, la Damah de los elphoth y la Luna de los humanth. Ni tan mayor ni tan joven, su rostro divino tan sólo dejaba pasar los años por las señales de lucha., tenía una leve cicatriz que atravesaba su mejilla derecha. A pesar de ello, su belleza no era finita, se extendía por toda la Sala, como quien crea la luz en la inmensa oscuridad.
Su larga melena roja casi no se diferenciaba de su capa que continuaba hasta sus pies y sus ojos reflejaban la luz del día. Vestía como si sus ropajes fueran ramas de arboleth y le caían con simpleza dada su esbelta figura. Con un arcot al hombro y una espadantir a la cintura, iba tras sus compañeros y sus pasos eran sigilosos.



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