La caída de Anlitê

01 de Junio de 2004, a las 00:00 - SEVAL, Sebastián
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El viento helado de ese fatídico julio calaba los huesos y agitaba con violencia los estandartes que los rodeaban.  En aquél lugar desolado, en el punto más alto de la última muralla defensiva de la otrora majestuosa e inexpugnable Anlitê un pequeño grupo de hombres uniformados con largas y pesadas capas negras y portando poderosos espadones esperaba en silencio que su rey y su guardia finalmente abandonaran la torre de homenaje que les había servido como último bastión defensivo y se les unieran en un desesperado intento por burlar el cerco que les habían tendido sus enemigos y salvar sus, ahora patéticas vidas de la tortura, la muerte y la deshonra. Entre ellos, altos y fornidos caballeros templados por la guerra y el acero, estaba un joven vistiendo sus mismas ropas pero de facciones muy distintas que delataban como que no era uno de ellos. Mucho más bajo y de rasgos más delicados esperaba en silencio, con los ojos tristes y la cabeza gacha mientras dos soldados lo sostenían con fuerza de los hombros.
Los proyectiles enemigos caían ahí y allá desgarrando sin piedad  las construcciones de antaño y sin hacer distinción entre cuarteles militares o los hogares campesinos, mientras sus soldados y caballería se abrían paso en los niveles inferiores; los gritos de dolor y de muerte se podían oír terribles por encima de los estruendos y el entrechocar vano de espadas y escudos. Pero nada de esto parecía perturbar al grupo de guerreros que como estatuas de roca esperaban fuera de la torre de homenaje de la ciudad. Por sus rostros cansados corría sudor y sangre de los arduos trabajos que habían realizado en la batalla y en su corazón sabían que ya no había posibilidades de salvarla pero también sabían que aún había una alternativa a rendirse y entregarla y aunque les representara un dolor mayor aún que la muerte era preferible a verla en las perversas manos de Unkgor, el capitán de las fuerzas invasoras.
Cuando finalmente Angur emergió de la torre el futuro cayó sobre ellos con la fuerza de miles de punios, la decisión más temida había sido tomada y la imponente figura del soberano se había reducido a  la de un viejo chocho, abatido y desesperanzado. Con paso lento y cansado ayudado por un bastón el rey de Anlitê se acercaba al grupo de soldados con el temple ensombrecido por la pena.
A la diestra del rey, con su capa hecha jirones, cubierta de tierra y sangre por las fatigas de la guerra, caminaba con paso firme Ergern, el del brazo de hierro, capitán de la guardia real y el guerrero más valeroso de toda la ciudad. Con su yelmo abollado y la espada mellada sobresalía de entre los demás por su porte y  sus armas. Fiel a Angur desde el primer día, le había acompañado en todas sus batallas pero ahora veía con tristeza a ese hombre que tanto amaba y aceptaba muy a su pesar que no podría acompañarlo en la batalla que estaba por venir. Su garganta estaba hecha un nudo por la pena y la impotencia pero pocas eran las señales que su rostro duro como el acero de sus armas daba a los que los presentes. El se mantendría firme como un último acto de amor a su señor.

Ayudado por el capitán de su guardia Angur, escudo de roble, se dirigió a los que pudieran oírlo y dijo:

- Todos saben lo que hay que hacer - comenzó diciendo con voz débil -, es inevitable. Ya nadie queda mas allá de las montanas septentrionales o atravesando el Lago Mar que puedan ayudar en este día trágico, y es muy poco lo que podemos esperar de los pueblos junto al Gran Río pues ellos recibieron el golpe de nuestros enemigos mucho antes que nosotros y con mayor fuerza; lucharon entregando sus vidas para que esta ciudad no fuera tomada por sorpresa y es nuestro deber sobrevivir para recordar sus nombres. Prefiero la muerte a entregar el corazón de mi reino, el último bastión de nuestro pueblo, a ese campesino venido a más de Unkgor y sus amigos. Pero lo que hay que hacerse lo debo hacer yo sólo pues no necesitaré ayuda y es la tarea menos pesada de las que están por venir. A ustedes les queda la más difícil de todas, deberán partir para evitar que nuestro pueblo caiga en los abismos del tiempo y el olvido; a su paso deben jurar llevarse la mayor cantidad de esos herejes que les sea posible. Pero procuren no entretenerse demasiado en esa faena porque no tendrán demasiado tiempo para escapar de entre las ruinas de la ciudad, una ves que empiece no habrá enemigos o hermanos, todos serán victimas y no podrán escapar a la gran noche. Yo me quedaré y me aseguraré que antes de caer Anlitê se ponga de pie y se llevé a nuestros enemigos al infierno de donde vinieron llorando por sus pobres vidas y maldiciendo el día que siguieron a sus capitanes para levantar sus armas en contra de los blancos muros de nuestra ciudad. Incluso... si hay suerte, quizás hasta caiga el mismísimo Unkgor - había recuperando el semblante mientras hablaba a su tropa y ahora se permitía una sonrisa - eso me gustaría mucho - dijo levantando su puño cerrado amenazadoramente y finalmente soltó una carcajada - yo me aseguraré de eso personalmente.

La guardia se puso de rodillas para brindar sus respetos a su rey, pero más allá de ello, al hombre que entregaría su vida para salvar el honor de todo un pueblo orgulloso y para preservar el recuerdo de una forma de vida que pronto caería en el pasado.
Mientras los soldados rendían sus respetos el joven prisionero logró zafarse de sus guardias y con un rápido movimiento se tendió y abrasando las rodillas de Angur dijo entre sollozos: .

- No hagas esto Angur, mi bien amado rey y soberano. Debe existir otra solución que no sea tan dolorosa para tu pueblo amado. Por qué no dejarme a mi...
- Ponte de pié - lo interrumpió violentamente el rey levantando la voz por encima del ruido del ataque -. ¿Con que cara te diriges ante mí? Eres un traidor y de la peor clase. No cumpliste mis ordenes y traicionaste las esperanzas que tenía puestas en ti y mira en la situación que estamos ahora. Si tu orgullo no te hubiera cegado quizás "los antiguos" no hubieran sido tan crueles con nosotros y la ciudad que tanto dices amar estaría aquí para ver el amanecer de otro nuevo día. Pero ya bien puedes ver que no es así y en gran parte gracias a tu traición. Así que no digas ni una sola palabra más, ¡calla! pues con cada palabra desgarras mi corazón.
Que está sea mi última voluntad como su rey y soberano absoluto de estas tierras generosas - les ordenó a sus guardias -. Llévense a este insolente de aquí y oblíguenlo a cumplir con las ordenes que le había impartido. Que no escape de su destino y que con su vida engrandezca el honor de su familia.
- Pero Angur... - dijo el joven poniéndose de pie, pero ya no pudo decir más, pues sintió que sus fuerzas lo abandonaban y el aire se le escapaba de los pulmones con un poderoso golpe de puño de su rey.
- Cumpliremos con sus ordenes al pie de la letra señor - dijo Ergern mientras recogía del suelo el cuerpo laso del joven y se lo cargaba en la espalda -. Yo mismo me encargaré de que sea el hombre que siempre debió ser, un hombre que pueda hacer sentir orgulloso a su padre.

- Los que siempre fuimos fieles lo saludamos. Salve Angur, Rey de Anlitê, soberano de las tierras del valle - con un silbido helado todos desenfundaron sus armas y con una rodilla en tierra apoyaron las hojas en sus frentes.

Angur volvió su vista hacia la torre y comenzó a recorrer por última vez el camino a la sala del trono, pero ahora su paso era distinto, era decidido y firme, y en su rostro se dibujaba una pequeña sonrisa que parecía desafiar a la muerte y al tiempo. Mientras se adentraba poco a poco en las sombras de la torre y sus hombres se perdían en la distancia a toda prisa, Angur, Escudo de Roble, soberano de Anlitê y protector del Pueblo del Valle, rió con fuerza por última vez.

 


  
 

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