El Ciclo de Iramar

20 de Marzo de 2005, a las 16:49 - Gilles de Blaise
Relatos de Fantasía - Relatos basados en la obra de Tolkien, de fantasía y poesías :: [enlace]Meneame

7.Día de mercado.
 
 “...Y  sólo se sabe que de vez en cuando en Istrunia nacen niños especiales. Pero en verdad más les valdría no haber nacido, pues desde muy jóvenes sufren las consecuencias de los temores de sus vecinos. Porque nada se teme más que aquello que resulta desconocido. Y desde que despertaron los hombres han tratado de destruir lo que temen, y así ha sucedido con los émpatas.
 
Muchos años han pasado desde que fueran numerosos y respetados, tratados quizá como un pálido reflejo de lo que los Inmortales habían sido en Zéned y que los hombres aún guardaban en su memoria. Y raro es ahora el lugar en el que se les tiene el mismo aprecio, salvo Khitar y el Profundo Sur. Pues de Khitar se dice que el mismo Emperador tiene en muy alta estima a los pocos que en esa tierra habitan y que les tiene reservado un lugar privilegiado en su corte. Y aunque poco es lo que se conoce del Profundo Sur, sí hay rumores de que entre sus tribus nacen niñas con extraños dones, y que estas niñas son especialmente veneradas por su pueblo.

Pero no es así en las Llanuras Centrales, donde las Ciudades rigen el destino del continente. Pues allí son marcados, y para ello se les afeita hasta el último pelo de sus cabezas sin importar que sean hombres o mujeres. Y la mayor parte de ellos son humillados y reducidos a la esclavitud, pues nada teme más el populacho que un émpata tome conciencia de su poder. Aunque también son útiles instrumentos de los poderosos, que tratan siempre de obtener el mayor provecho de ellos. Para eso se crearon las escuelas en las que se les enseña a potenciar algunas de sus capacidades, y la mayor y más conocida de ellas es la Escuela de Émpatas de Milas, donde al menos se obtienen gladiadores que diviertan a la plebe...”

Clareaba el día cuando la reducida comitiva comenzó a ascender el sinuoso camino que cruzaba las primeras estribaciones de los Montes de la Separación. Nunca en su vida había estado Gundor tan cerca de las imponentes montañas, que eran el cinturón que cerraba y constreñía el Profundo Sur separándolo de las fértiles Llanuras Centrales. Altas y macizas, no habría alcanzado a ver sus nevadas cimas a la mortecina luz ni aunque se hubieran visto libres de la espesa niebla que pocos centenares de metros por encima de sus cabezas hacía a modo de techo oprimiendo aún más su corazón.

Los últimos dos días habían transcurrido en medio de la rutina del viaje. Las jornadas eran largas ya que el joven cabecilla de sus captores, siempre en vanguardia a lomos de su brioso semental, estaba especialmente interesado en llegar cuanto antes a la cordillera, quizás temeroso de que el Clan del Lobo hubiese mandado partidas de guerreros en busca de su presa. Y por eso había llevado a sus soldados al borde del agotamiento haciéndoles caminar incansablemente rodeando el traqueteante carromato en el que viajaba Gundor cargado de cadenas. Pues desde la última vez en que había tenido ocasión de enfrentarse a ellos, matando a uno e hiriendo gravemente a otro, no le habían permitido siquiera bajar de la plataforma a estirar las piernas.

Levantó la cabeza lo justo para mirar al frente por encima de la línea de los paneles laterales del carro y entonces distinguió lo que parecía ser su destino, pues a poca distancia brillaba un fuego de campamento en la cima de la colina que estaban ascendiendo. Y comenzó a dar vueltas a la idea de que si la fortuna dejaba de serle esquiva por una vez, ésta podría ser una buena oportunidad para escapar; pues el único paso practicable de las Montañas de la Separación, que en las Ciudades era conocido como el Paso Sin Retorno, se encotraba hacia el Este a varias jornadas de marcha. Quizá si la noticia había llegado a su poblado sus hombres se habrían puesto ya en camino. No se atrevía a reconocerlo, pero la esperanza renacía poco a poco en su pecho.

Y así, lenta y penosamente, el grupo serpenteó colina arriba hasta llegar a la cima en la que, efectivamente, hallaron un pequeño campamento formado por tres tiendas de tamaño regular distribuidas alrededor de una hoguera cuya luz bastaba para eclipsar al débil sol que inútilmente trataba de perforar con sus rayos la espesa capa de nubes. Alrededor del fuego se arrebujaba en sus capotes un grupo de soldados con la mirada perdida en las oscilantes llamas. Pero pronto se apercibieron del recién llegado grupo y se levantaron con aire más bien poco marcial, algunos recogiendo el casco del suelo, otros los cinturones de los que pendían cortas espadas rectas.  Uno de ellos se dirigió apresuradamente a la entrada de la tienda central, perdiéndose en la penumbra del interior.

El jinete desmontó, imitado inmediatamente por sus dos acompañantes y, dirigiendo un gesto displicente a los infantes que acompañaban el carro les ordenó que hicieran bajar al cautivo, prestando apenas atención de que sus órdenes fueran cumplidas. Sí lo fueron aunque extremando las precauciones y apartándose los guardias del guerrero que tan ferozmente había tratado de recuperar su libertad días antes.

Gundor se levantó, remoloneando unos instantes en lo alto de la plataforma a fin de desentumecer las piernas, estudiar con mayor detalle el lugar y tratar de percibir cualquier muestra, por leve que ésta fuera, de que su Clan trataba de encontrarle.

Un nuevo personaje emergió entonces de la tienda central, seguido con paso torpe por el soldado que había entrado antes en ella. Caminando majestuosamente, con paso lento y seguro y sin dignarse a mirar a la soldadesca se encaminó hacia el recién llegado jefe. Su cráneo calvo y su pálido rostro de alabastro brillaban a la cambiante luz de la hoguera; sus ojos reflejaban cada matiz dándole una apariencia casi animal. Cuando se acercó lo suficiente pudieron ver en la pechera de su sencilla túnica negra una Rosa de los Vientos bordada en refulgente hilo de plata. Se detuvo a escasos pasos del carromato, pareciendo ser consciente por primera vez  de él.

-Navegante Adaron –dijo el joven con voz suave e inclinando la cabeza a modo de saludo.
-¡Llegas tarde, Telgard! –respondió el otro con aspereza. –El tiempo extra también será contado.

El otro pareció digerir las palabras del émpata y por unos momentos su máscara glacial dejó traslucir su cólera. Apretando las mandíbulas se despojó de los guantes de montar.

-Creedme, –dijo al cabo –el dinero no será problema.
-Entonces empecemos. –se volvió al soldado que le acompañaba- Llama a los demás. No hay tiempo que perder.

El soldado obedeció al instante y transmitió la orden al resto de sus compañeros, que se desperdigaron rápidamente en dirección a las tiendas. El émpata miró entonces a los componentes del segundo destacamento, al parecer sorprendido de que no estuvieran ya en frenética actividad.

-¡A qué esperáis, perros! ¡Bajad al bárbaro inmediatamente y llevadlo al Origen! –y a grandes zancadas se dirigió a una zona relativamente apartada de la cima de la colina.

Gundor no esperó a que le obligaran a bajar, sino que por su propio pie se dirigió al extremo de la plataforma y bajó a tierra con gran estrépito de cadenas. De las tiendas habían salido ya otros émpatas, pudiendo contar hasta siete. Pausadamente se dirigió a la misma zona, seguido cautelosamente por el resto de los soldados y, un poco más allá, por Telgard y sus guardaespaldas.

Se encontraron con un círculo dibujado en el suelo, del que salían como rayos los rumbos mayores de la rosa de los vientos transformada entonces en estrella de ocho puntas. Cada una de ellas estaba ocupada por uno de los émpatas, siendo el Navegante Adaron en persona el que mantenía la Dirección Principal.

Le abrieron paso, indicándole que se colocara dentro del círculo. Así lo hizo, mientras uno de los soldados colocaba a sus pies sus reducidas pertenencias, escudo, espada, yelmo y cota. Entonces entró también en el círculo su joven captor, sólo, deteniéndose frente a él  a escasos tres pasos de distancia y sonriéndole con una mueca de desprecio. Miró las gruesas cadenas que aprisionaban los tobillos y las muñecas de su cautivo y las señaló con gesto ausente.

-Te molestan. –dijo alegremente. –No te preocupes, en cuanto seas vendido en la plaza y domado por tu nuevo dueño, estarán de más.

Gundor quiso atravesarlo de parte a parte. La ira tiñó de rojo su rostro, sus músculos se tensaron y sus tendones crujieron por el esfuerzo.  Podría matar rápidamente a este muñeco y luego trataría de ocuparse de los soldados. Su muerte serviría de inspiración para los bardos de su pueblo.

-Seguro que deseas matarme –levantó los fríos ojos para cruzar su mirada con la de Gundor. Éste se sorprendió por lo desapasionado del comentario –pero no te atreves, ¿verdad?. Toda tu imponente fuerza y no tienes la voluntad de usarla. ¡Qué desperdicio! –Y escupió en el suelo, a los pies del gigante, retándolo.

Pero Gundor no cayó en la provocación. Aguantó la mirada de Telfard, con el rostro como una máscara de piedra. Guardó este momento en su memoria, dispuesto a no olvidar. “La vida es como una calle muy larga y con muchas esquinas. En alguna de ellas te encontraré y entonces pagarás por todo lo que has hecho.”

Telfard apartó la vista de Gundor y alzó las cejas inquisitivamente mirando a los émpatas que los rodeaban. Todos estaban profundamente concentrados así que nadie vió cómo guardaba en la manga de su chaqueta de montar un fino estilete de brillante acero. Y nadie vio las gotas de sudor que perlaban su frente.

-¿Podemos comenzar? –preguntó en el mismo tono casual de siempre.

El Navegante Adaron cerró los ojos y se arrodilló sentándose sobre los talones. Los otros siete émpatas le imitaron, arrodillándose cada uno sobre el punto que marca su Dirección en la Rosa de los Vientos. Entonces un murmullo comenzó a oírse, casi por debajo del umbral de la audición, pero apoderándose de los pensamientos de quien se exponía a él. Fue elevándose sobre el ambiente circundante, hasta que pareció que el mismo aire cantaba, arrullándolos.

Gundor miraba con curiosidad y, por qué no decirlo, algo de aprensión. Porque el hombre teme lo que desconoce y lo que no comprende, y los poderes de los émpatas están más allá de su comprensión. La visión de aquellos ocho hombres arrodillados, concentrando hasta la más pequeña fibra de su ser en su tarea le hacía sentirse incómodo, como el que se encuentra en una boda a la que no ha sido invitado. También Telfard miraba a su alrededor aunque, como de costumbre, era imposible descifrar su expresión.

Pareció que el aire mismo temblaba, adquiriendo una consistencia casi aceitosa. Las náuseas atacaron a los dos hombres, leves al principio, pero intensificándose con el tiempo. Sólo su fuerza de voluntad les hacía permanecer de pie mientras el terreno asemejaba cada vez más la apariencia de una ondulante serpiente. Les invadió la extraña sensación de que, mientras ellos permanecían estáticos el resto del mundo comenzaba a girar, lentamente para ir adquiriendo mayor velocidad. Hasta que todo el paisaje tornó borroso y no pudieron distinguir nada más allá de los límites de la Rosa.

Los émpatas continuaban concentrados, aislados del mundo que los rodeaba, sus rostros bañados en sudor, algunos con evidente esfuerzo. Sólo Adaron permanecía tranquilo, tejiendo con su mente los hilos del Viaje, deformando a su antojo los límites de la realidad para conseguir el resultado deseado. Los siete acólitos hacían bien su trabajo, delimitando y reafirmando los cambios que él producía, generando un hueco en la realidad alternativa que haría llegar a los viajeros a su destino con un error mínimo.

Alrededor del grupo comenzaron a producirse chispazos de energía en rápida sucesión. Algún observador avisado habría podido tener visiones fugaces de lejanos parajes de Zéned, como si volara a lomos de una veloz águila gigante y las tierras pasaran bajo sus pies con enorme rapidez.

El canto había llegado a su punto culminante, presagiando el final del ritual, cuando uno de los émpatas menores abrió los ojos emitiendo un desgarrador grito de dolor y desplomándose al suelo. La concentración de los otros siete pendió entonces de un hilo mientras Adaron mantenía firme su espectral presa sobre el ritual. Pero el esfuerzo fue demasiado para sus jóvenes acompañantes y otros dos cayeron debido al agotamiento.

Aquello comprometía el éxito del Viaje y Adaron lo sabía. Sin cejar en su empeño abrió los ojos y habló, elevando su voz por encima del ruido reinante.

- ¡Un poco más! ¡Sólo un poco más!

Las rapadas cabezas de los cuatro acólitos brillaban a la luz de las hogueras, bañadas en sudor. Sus rostros mostraban muecas de dolor debido al extremo esfuerzo al que estaban sometidos. Tan cerca del final, y al mismo tiempo tan cerca del fracaso. Adaron decidió con rapidez, manipulando una vez más los hilos del Viaje con una habilidad asombrosa. No quería perder más hombres valiosos y aunque finalizar el ritual precipitadamente entrañaba un cierto riesgo para el viajero, en este caso no dejaba de ser asumible: un esclavo y ese odioso Telfard. No sería él quien lamentara su pérdida.

Los viajeros se ocultaban progresivamente ante sus cansados ojos, mientras una neblina los cubría de pies a cabeza. O más bien se podría decir que el aire se volvía opaco en el interior de la Rosa. El caso es que se desvanecieron de su vista aunque sabía que seguían allí, de pie en el centro del círculo. Hasta que súbitamente desaparecieron cubiertos en relámpagos cegadores, sin emitir siquiera un sonido. Y entonces un fuerte viento le derribó a él y a los cuatro acólitos que respiraban agotados, mientras el aire circundante se apresuraba a ocupar el espacio vacío que habían ocupado los viajeros. Un sonido fuerte y breve, como el de un trueno, les ensordeció.

El ruido llamó la atención de los soldados que guardaban el campamento, unos cientos de metros más allá. Tres de ellos se apresuraron entonces a dirigirse hacia el Origen, envueltos en el estrépito metálico de sus arreos. Al llegar se encontraron con los cuerpos desmadejados de los émpatas, aparentemente muertos. Pero algunos de ellos se movían, gimiendo y llevándose las manos a la cabeza.

Adaron fue uno de los primeros en recuperarse del shock, incorporándose lentamente y con la mirada extraviada, que progresivamente fue recuperando su viveza. Apartó las manos de los soldados que trataban de ayudarle a incorporarse y se dejó caer sobre los talones.

¡Estoy bien! –ladró- ¡Id a ayudar a los demás!

Los hombres retrocedieron asustados, antes de obedecer e ir a ayudar a incorporarse a los acólitos que volvían en sí, algunos sin una verdadera conciencia de dónde se encontraban o qué había pasado. Afortunadamente para ellos se recuperaron con prontitud. Con la ayuda de los soldados se sentaron, mirando a su alrededor con ojos interrogadores y respirando agitadamente.

Pero dos de ellos no volverían jamás a sentarse en ninguna otra Rosa de los Vientos. Los supervivientes sintieron un enorme alivio al pensar que no habían sido ellos, que habían estado cerca del desastre y habían vivido para contarlo. Los soldados, consternados, se apresuraron a llevarse los cuerpos hacia el campamento.

En el círculo central no había rastro del esclavo ni de ese insolente joven milesio ni de ninguna de las pertenencias que habían depositado en el suelo, frente a ellos. Evidentemente el Viaje se había iniciado con éxito pero también se había torcido, casi al final, sin ninguna causa aparente. Días después y ante el Consejo de Navegantes ya habían dado por sentado que la tensión y el esfuerzo del ritual habían acabado con la resistencia de uno de los acólitos y posteriormente de un segundo; entonces el resto no pudo continuar, ni siquiera bajo el férreo control de un Navegante tan experimentado como Adaron. En verdad pocos pensamientos dirigieron a los dos viajeros, aun a sabiendas de que era ciertamente complicado asegurar su destino.

Adaron se levantó entonces y con gesto enérgico indicó al resto que le imitara.

-Nada más hemos de hacer en este lugar. –indicó- Apresuraos y borrad toda señal del ritual. Levantemos el campamento antes de que nos encuentren. –Y con paso aún titubeante se dirigió hacia la tienda central.


El ruido y la claridad la despertaron. Los primeros rayos de sol atravesaban sus entrecerrados párpados, haciéndola dolorosamente consciente del inicio de un nuevo día de cautiverio. Aún así trató de abandonarse un poco más al sueño. Pero no lo consiguió, rodeada como estaba de cuerpos temblorosos, olores y sonidos. Así que decidió abrir los ojos y enfrentarse a su nueva vida.

Se encontraba en el interior de una gran jaula con gruesos barrotes de madera, a través de los cuales se podía ver una pequeña plaza rodeada de edificios bajos de piedra y madera. El suelo de la jaula, también de madera, estaba cubierto por una capa de paja donde los cautivos podían permitirse unas horas de inquieto descanso. Una pesada lona, atada a los remates de los barrotes, hacía las veces de techo y protegía a los infelices de la intemperie. En la plaza había una gran plataforma de madera, a modo de escenario, en cuyo centro se alzaba un grueso poste sobre el que descansaban unas argollas soldadas a robustos aretes de hierro, brillando a la incipiente luz del sol.

La gente comenzaba a congregarse frente a la plataforma, aprovechando que todo parecía indicar que el tiempo iba a ser agradable. Casi todos los asistentes eran hombres, aunque aquí o allá se podía ver alguna mujer rodeada de malencarados guardaespaldas. La calidad de los ropajes le decían a Milena que aquéllos no eran ciudadanos corrientes, pero también había algún sayo pardo o verde cubriendo sin duda a algún artesano que había hecho fiesta esa mañana. Las conversaciones eran animadas y algunos de ellos se apartaban de los grupos para mirar al interior de la jaula con ojos escrutadores. De vez en cuando señalaban con la mano a alguno de ellos, mientras reían felizmente a la espera del comienzo del espectáculo.

Los cautivos de Élitur, unos cien en total, se apiñaban en el reducido espacio de la jaula, en los lugares más alejados de la puerta de madera que daba a la plataforma. Pero lejos de sentirse arropada por ellos Milena estaba terriblemente sola. Sus antiguos amigos y vecinos la ignoraban o la miraban con temor. Incluso Maric se apartaba de ella y ni siquiera habían hablado durante las cortas pausas en el camino hasta Milas. Y lo peor de todo es que no podía reprochárselo ya que ni siquiera ella habría sabido qué hacer si alguno de sus conocidos fuera capaz de matar a alguien con sólo un pensamiento. O al menos eso creían ellos, pues no sabía cómo había podido hacerlo. Y aquel trance tampoco había ayudado mucho que digamos a calmar los ánimos: de repente se quedó quieta en medio de la fila, mirando al horizonte pero sin responder a las voces de los soldados ni reaccionar a los tirones que daban a sus ligaduras para obligarla a avanzar. Y tan pronto como vino, se fue.

Aquello había ocurrido dos noches atrás y desde entonces el rostro de aquel muchacho no se había ido de su cabeza.  Soñaba con él, pero nunca tan nítidamente como aquella vez sino que parecía oculto detrás de un vaporoso velo.

El revuelo de la plaza terminó por sacarla de su ensoñamiento. Se levantó, como todos los demás, para ver acercarse a un destacamento de soldados en reluciente acero y el blanco dragón de Milas sobre el pecho, armados con lanzas cortas y dagas colgadas al cinto. Encabezándolos, un hombre vestido de finas sedas, paso arrogante y unas tablillas de cera bajo el brazo y tras él dos fornidos esclavos vestidos únicamente con una amplia faja de color blanco y cuyos collares distintivos eran de acero negro. La muchedumbre se dispersaba a su paso como las ovejas ante el pastor; los soldados apenas tenían que esforzarse para mantener el orden.

El grupo se dirigió directamente hacia el escenario, subiendo pausadamente las escaleras laterales. Tras ellos la multitud se agolpaba otra vez, en esta ocasión siguiendo ansiosamente con la vista tan peculiar cortejo. El funcionario hizo un aparte con el que parecía ser el jefe del destacamento, indicándole con gestos de la mano la dirección de la jaula. El soldado asintió y seguido por el destacamento se dirigió a la puerta de la estructura.

Los cautivos se arremolinaron buscando protección en la proximidad física de sus vecinos. Se abrazaban unos a otros, preguntándose lo que iba a suceder a continuación, mientras uno de los soldados abría el macizo candado que cerraba la puerta de su prisión.

El destacamento entró entonces con mecánica precisión. Eran ocho hombres que formaron a izquierda y derecha de la puerta, esperando que su comandante hiciera lo propio mientras miraban con ojos impertérritos a los cautivos. Eso sí, con las armas prestas a repeler cualquier intento de rebelión.

Pronto se puso de manifiesto que tanta precaución resultaba excesiva, pues pocas ganas les quedaban a esos pobres diablos de resistirse a nada. El cambio brutal que habían experimentado sus tranquilas vidas había causado estragos en su ánimo, quebrándolos como una rama seca en otoño. Las mujeres sollozaban y los hombres, cabizbajos, se resignaban a su suerte. Esperaban tensos, pero incapaces de otra cosa que no fuera mirarse unos a otros con ojos llenos de duda. Seguramente se preguntaban todavía si todo aquello no sería un mal sueño. Pero el creciente sonido de las conversaciones en la plaza les devolvia a la cruda realidad.

El jefe de los soldados penetró también en la jaula, caminando con paso deliberadamente lento. Se detuvo unos pasos por delante de sus hombres y se quitó los guantes de cuero, colgándolos del cinturón.

-Ya sabéis lo que hay que hacer. –dijo pausadamente. –Acabemos pronto.

Se dedicaron entonces a separar a los hombres de las mujeres, utilizando implacablemente las astas de las lanzas para golpear tanto a unos como a otros y hacerles formar en fila, todo ello en silencio, como si para aquellos soldados los cautivos no fueran más que animales.

Milena estaba decidida a no dejar que la golpearan más, así que se dirigió sin que nadie se lo exigiera a la cola de las mujeres esperando allí pacientemente lo que fuera que iba a suceder. A su alrededor la situación recobraba la calma inicial, a medida que los guardias se iban imponiendo a los cautivos y éstos se dejaban llevar dócilmente. Pronto las dos filas estuvieron formadas, a escasos tres metros una de otra. Aquí y allá continuaban escuchándose los sollozos de las mujeres que, sin embargo, no osaban dar rienda suelta al llanto y trataban de controlarse por miedo a que los milesios se cansaran de ellas y comenzaran a golpearlas.

Formó de nuevo el pequeño destacamento, disponiéndose en dos filas enfrentadas a las de los cautivos. El oficial salió entonces de la tienda y se dirigió hacia el funcionario que, entretanto, anotaba cuidadosamente quién sabe qué datos en sus tablillas. Cuadrándose ante él, le saludó con respeto. El murmullo de las conversaciones en la plaza creció por momentos, mientras que los ciudadanos libres de Milas esperaban expectantes el inicio del espectáculo.

-¡Comenzad con los hombres! –dijo con gesto cansado el funcionario.

Los esclavos del funcionario obligaron a salir al primero de la fila, que apenas se resistió. Era Aren, el vecino que vivía tres casas más arriba que la suya, allá en Élitur. Le empujaron hasta el poste en el centro del escenario y alli le ataron las muñecas a las gruesas argollas de metal, de forma que quedara frente a la multitud. Entonces le despojaron de sus ropas, que a estas alturas no eran más que harapos y le dejaron completamente desnudo. No protestó, pero la vergüenza y la humillación hicieron que enterrara la cabeza en el blanco pecho. Milena pudo ver que su cuerpo temblaba, convulsionado por el llanto.

-¡Vecinos de Milas! –gritó el funcionario con una voz profunda que se escuchó hasta en los lugares más alejados de la abarrotada plaza. -¡No perdáis la ocasión de llevaros a casa a un robusto mozo o una hermosa joven! ¡Mirad lo que nuestros amados soldados han traído para ofreceros!

Se adelantó entonces mirando a la expectante concurrencia, pausando deliberadamente su discurso y acercándose al pobre Aren que parecía haber decidido que aquello no iba con él. Pero el funcionario le jaló los cabellos y le obligó a mirar a la multitud congregada.

-¿Cuánto ofrecéis por este hombre? ¡Seguro que alguno de vosotros tiene para él un trabajo en su casa! –preguntó. -¿Qué os parece si empezamos la puja con quince piezas de plata?

Durante unos instantes no sucedió nada, hasta que cerca de la plataforma alguien se decidió a levantar la mano. El funcionario lo señaló  con alegría.

-¡He ahí un hombre inteligente! ¡Creedme, quince piezas de plata es una ganga! ¡No me digáis que nadie va a ofrecer al menos veinte!

Un poco más allá se elevó otra mano, al tiempo que una voz gritaba “¡Veinte piezas!”. Luego de una pausa, el primer hombre volvió a levantar la suya: “¡Veintidós!”. Esta vez la pausa fue más larga, sin que nadie decidiera subir la puja.

-¿Qué os dije? ¡He ahí un hombre inteligente! ¡Te llevas una verdadera ganga, amigo! ¡Ven mañana a por tu título de propiedad!

Los soldados se apresuraron entonces a desatar a Aren, le dieron su ropa y le obligaron a bajar del estrado, sin darle siquiera tiempo a ponérsela. Ya entonces le habían cubierto el cuello con una gruesa argolla de metal que cerraron por detrás. Él se dejó hacer, mientras dejaba de ser un hombre libre y se convertía en un esclavo que, finalmente, siguió dócilmente al que se había convertido en su amo.

Continuaron durante horas la misma rutina. Hombres y mujeres eran empujados al poste central, de uno en uno, desnudados completamente y subastados. La mayoría no se resistían y apenas protestaban, pero alguno puso en apuros a los esclavos y los soldados del destacamento. A Cullen, el herrero, tuvieron que propinarle una serie de golpes tal que luego apenas pudo sostenerse en el estrado. Pero antes tuvo tiempo de partir los labios a uno de ellos y romperle la nariz a otro de sendos cabezazos. No es de extrañar entonces que la puja por él hubiera llegado a los treinta y cinco dragones de oro y que, para retirarlo, su nuevo dueño tuviera que improvisar una camilla de la que tiraban otros dos de sus esclavos.

Pero por quien más pagaron fue por la dulce Deena, tímida y bella como las doncellas de las historias de antaño y apenas una niña todavía a sus escasos dieciséis años. Cuando los soldados la ataron al poste y le rasgaron el vestido, los perros milesios silbaron, gritaron y comenzaron a pujar por ella, enardecidos por su piel blanca y sus suaves formas redondeadas que le era imposible cubrir. La puja se alargó mientras los dos últimos pretendientes elevaban continuamente la suma, tratando de desanimar al contrario. Finalmente una oferta de ciento cincuenta y ocho dragones de oro hizo que Deena pudiera irse con su nuevo dueño, que resultó ser una mujer bien vestida con el pelo cubierto de hilos de oro, grandes pendientes en sus orejas y gruesos anillos en los dedos, acompañada por dos robustos esclavos varones y dos atractivas hembras cubiertos únicamente por vaporosas sedas translúcidas y con los collares de metal forrados en terciopelo negro. La ayudaron a bajar del estrado y, con delicadeza, la cubrieron con una manta para abrigarla. La señora no quiso colocarle allí el collar y así acompañada Deena se perdió en la distancia, hacia un futuro sin esperanza. Milena no volvería a verla nunca más.

Ya el sol iniciaba su descenso, ampliamente sobrepasada la mitad del día cuando Milena se encontraba cerca de salir a la plataforma y ser subastada, decidiéndose su destino en unos instantes dolorosos y humillantes. Pero quizá su destino no fuera ser cocinera, criada o prostituta, pues los soldados y esclavos que sacaban a los desgraciados al exterior detuvieron su degradante actividad cuando un murmullo recorrió la plaza creciendo rápidamente de intensidad.

Dos hombres, un soldado recubierto de desgastado acero y una especie de sacerdote con la cabeza rapada de quién sabe qué dioses, subieron ágilmente a la plataforma y parlamentaron con el funcionario que dirigía la subasta. Éste negaba enérgicamente con la cabeza mientras el soldado señalaba hacia la jaula. Parecieron convencerle, pues se abrió paso entre ellos sin contemplaciones y se dirigió hacia el recinto de los cautivos, seguido por los otros dos.

Los soldados entonces empujaron violentamente al triste resto de los habitantes de Élitur hasta el otro extremo de la jaula y los hicieron formar, mientras los tres hombres entraban por la puerta. Milena reconoció entonces en el soldado al jefe de los jinetes que atacaron su aldea, conservando todavía los calzones de montar y la cota de mallas sobre cuero sucios del polvo del camino. Sus ojos se encontraron y él la señaló, dirigiéndose los tres hacia ella.

-¡Sacad a ésa de la fila! –ordena el funcionario a los soldados, que la cumplen con rapidez. Dos brutos la rodearon y tiraron de ella sin contemplaciones, haciéndola tropezar y casi caerse. La llevaron junto a ellos, que la miraban con curiosidad.

El funcionario agarró su barbilla con brusquedad, haciéndola daño y obligándola a mirarle a los ojos, negros y brillantes en medio de una cara lasciva. La obligó a girar la cabeza a uno y otro lado, admirándola.

-¡Una lástima! ¡Habríamos sacado una buena cantidad por esta zorrita! –rió el hombre- ¡Seguro que se retuerce de placer bajo un hombre de verdad!

Milena se liberó de la repugnante garra y escupió al hombre en la cara, manteniéndose erguida y mirándole desafiante a los ojos. Él se tomó su tiempo, cogiendo de uno de los pliegues de su túnica un pequeño pañuelo bordado y limpiándose a conciencia. Pero cuando terminó la propinó un sonoro bofetón tan fuerte que Milena se tambaleó y a punto estuvo de caer. La mejilla se le coloreó de un vivo color rojo, marcándose en ella los dedos que la habían golpeado. No se permitió ni un gesto de debilidad ni posó su mano sobre la herida pero clavó sus verdes ojos en él.

-¡Puta! –gritó el hombre fuera de sí- ¡Da gracias que han de llevarte de aquí o te encontrarías con una nueva sonrisa roja bajo la barbilla! –tras mirarla breves instantes con los ojos brillantes de odio indicó al segundo hombre que se la llevara -¡Si te vuelvo a ver por aquí, será la última vez que veas el sol! –dijo antes de volverse y salir de la jaula, seguido de cerca por el jinete que había venido desde Élitur.

La mano del hombre se posó sobre la de Milena, reconfortándola con un contacto suave y delicado. Era la primera vez en su nueva y deprimente situación que un hombre la trataba con respeto. Éste llevaba la cabeza completamente rapada, incluso las cejas bajo las que sus ojos negros con las pupilas dilatadas por la oscuridad reinante en aquél sofocante lugar eran como pozos insondables. No podía calcular su edad, pero no aparentaba más allá de cuarenta años, quizá menos. Llevaba una túnica discreta de color gris perla que le cubría desde el cuello a los tobillos y en el pecho una lechuza bordada con finísimos hilos de plata. La guió hacia el exterior de su prisión y así salieron bajo el brillante sol que la hizo parpadear para acostumbrarse a la luz.

Bajaron las escaleras de madera hasta el empedrado de la plaza, sin prestar atención al sonido de la voz del funcionario que marcaba la reanudación de la subasta. Milena sólo tenía ojos para el hombre que la acompañaba sin pronunciar palabra mientras cruzaban la plaza entre la multitud en dirección a una de las callejuelas laterales, dirigiéndose al corazón de la gran Ciudad de Milas. A medida que se alejaban de la plaza les resultaba más fácil caminar, pues se encontraban con menos transeúntes. Pero aquél hombre no variaba su pausado ritmo. Era como si en lugar de llevarse a una cautiva a quién sabe qué lugar ni con qué propósito, estuviera paseando con una amiga, disfrutando de la calidez de la mañana.

-Me llamo Durofel –su voz era cálida y suave con un acento extraño que no había oído jamás pero que le añadía atractivo Como su apariencia, aquella voz carecía de edad.
Siguieron caminando durante un rato, recorriendo una serie de callejuelas que los llevaron a desembocar en una calle mayor por la que circulaban carros, caballeros y transeúntes. Era una amplia avenida, bien pavimentada y bastante más limpia que las otras zonas de la ciudad que Milena ya había podido visitar. Pronto se vieron envueltos en la vorágine de las calles, los improperios que los carreteros se dirigían unos a otros en busca de poder seguir sus caminos a costa de los demás o de los peatones, de los puestos ambulantes de comida y sus penetrantes olores que hicieron a Milena dolorosamente consciente de que no había probado bocado desde la mísera sopa aguada que les habían dado los guardias la noche anterior tras entrar en la ciudad y meterlos en la jaula.

Como si hubiera podido escuchar sus pensamientos, Durofel se detuvo frente a uno de estos puestos y compró dos porciones generosas de empanada de carne, ofreciéndole una a ella y quedándose el segundo trozo para él. A pesar de intentar contenerse lo comió con avidez para encontrarse con que, al terminarlo, el hombre le ofreció el suyo que no había siquiera probado, al tiempo que con un ademán de la cabeza la invitaba a cogerlo. Así lo hizo, y esta vez pudo deleitarse con el picante sabor especiado de la carne y la harina cocinada mientras reanudaban la marcha.

Casi disfrutó aquellos momentos. Casi, porque de cuando en cuando los temores sobre su futuro la oprimían el pecho. No se atrevía a mirar a Durofel, aunque intuía que el hombre era una buena persona. Quizá por fin su suerte había cambiado. Sólo quizá, no se atrevía a esperar más que lo que estaba viviendo tras los desengaños sufridos durante los últimos días. El rostro de Maric y su mirada cargada de desprecio, odio y miedo, sobre todo de miedo, era un puñal que le atravesaba el alma. Entonces quiso morir, pero ahora lo veía de otra forma.

Y fue en ese momento cuando lo vió. Sobresaliendo entre la multitud más de una cabeza, pudo verlo cuando todavía se encontraba a unos trescientos metros de donde ella y Durofel se encontraban. Al principio no quiso creerlo, pero a medida que se acercaban no pudo reprimir su asombro. Se detuvo al tiempo que un gemido  apagado escapó de sus labios, suficiente para que su acompañante se percatara de su sorpresa. Siguió entonces la línea de su mirada, encontrándose con la del gigante, sureño por su apariencia, cargado de cadenas y que cegado por el sol caminaba lentamente con el rubio cabello brillando al sol. Se encontraba rodeado de un numeroso grupo de soldados que se abrían paso entre la multitud sin ningún miramiento, al frente de los cuales caminaba un joven noble milesio al que apenas conocía pero del que en las tabernas y burdeles de la ciudad se rumoreaban truculentas historias de sangre y faldas, Telgard el de las Manos Hábiles. Sólo el cielo sabe cómo se había ganado su sobrenombre aunque Durofel estaba seguro que ninguna de las posibilidades que se le ocurrían sería de su agrado.

-¿Le conoces? –dijo al tiempo que indicaba hacia el joven gigante.
Milena negó con la cabeza, aunque sus hermosos ojos verdes no podían separarse de él. Durofel asintió entonces, mientras le sujetaba una mano con ademán cariñoso.

-Pero no es la primera vez que le ves, ¿verdad? –Milena volvió a negar, débilmente. -¿Un sueño, quizá una visión? –la pelirroja asintió esta vez, cruzando por primera vez su mirada con la de Durofel. –Entiendo. No te preocupes, niña; por eso he ido en tu busca.

Y siguió caminando unos pasos, antes de detenerse a la espera de la chica que aún permanecía a la espera de que el grupo pasara a su lado, a poco más de dos metros de donde se encontraba. Percibió otra vez la oscura aura del noble milesio y luego la más luminosa del  sureño. Aunque esta vez parecía algo menos brillante, como si la esperanza que una vez rebosara en él se hubiera evaporado después de incontables penalidades.

-¿Qué miras tú? –le espetó un soldado mientras pasaba junto a ella. -¡Camina si sabes lo que te conviene! –Pero entonces se percató de Durofel y su túnica gris con la lechuza bordada en el pecho. Los ojos del soldado se abrieron de par en par, y la voz se le quebró. –Señor, disculpadme. No sabía que estaba con vos. Pero deberíais cuidar de ella si no queréis que sufra daño.

-Seguiré vuestro sabio consejo, soldado. Ahora seguid vuestro camino, no querréis que ése al que llaman Telgard os eche de menos. –Durofel indicó a Milena que le siguiera, echando a caminar y dejando al soldado con la boca abierta.

De cuando en cuando Milena se volvía, hasta que la imponente figura del joven se perdió en la distancia. Lo último que pudo ver fue su cabeza elevada sobre las de la multitud que le rodeaba, y su hermoso cabello rubio ahora sucio y descuidado. Parecía un náufrago en medio del océano. Miró a Durofel, que respondió suavemente a la pregunta que adivinaba en sus ojos.

-Seguramente le llevan al Palacio Real, que queda por allí. –hizo un gesto vago con la mano, indicando algún punto en la dirección en que los soldados se habían llevado al cautivo. –No es más que un desgraciado que ha tenido la mala suerte de caer prisionero de Telgard y que probablemente sea presentado ante nuestro rey Hlanus. Con su tamaño terminará en el Coliseo, matando o muriendo como gladiador.

Sonrió, reconfortándola, mientras que la empujaba suavemente para que reanudara la marcha. No aceleró el ritmo sino que mantuvo la hermosa apariencia de estar dando un paseo.

-No te apures niña. Si es la mitad de fuerte de lo que parece seguro que lo hará bien en la arena. Puede que incluso viva bastante para ganarse la libertad. –volvió a sonreír- Pero tranquila, tu destino es otro bien distinto. Enseguida llegaremos a la Academia.

Le contó entonces que la Academia era el lugar en el que se educaba a aquellos que mostraban tener lo que allí se llamaba el Don. Le explicó que era una institución casi tan antigua como la propia Ciudad de Milas y que en el pasado habían habido otras similares en el resto de las Ciudades de las Llanuras Centrales e incluso más allá. Pero con el paso del tiempo habían ido cayendo en desuso hasta que la Academia de Milas fue la única que quedó en pie.

Le contó también que allí se procuraba desarrollar el potencial de los émpatas. Según entendió Milena, algunos tenían ciertos poderes de curación; otros eran capaces de escuchar los pensamientos de otras personas, haciendo de ellos unos funcionarios y espías cotizadísimos aunque afortunadamente tan escasos que no había aparecido ninguno en los últimos cincuenta años; otros podían proyectar su conciencia y comunicarse con otros semejantes a ellos, siendo apreciados como mensajeros; había quienes eran asaltados por visiones del futuro, del presente o del pasado, generalmente sin poder controlar cuándo o cómo; algunos eran capaces de mover objetos con un pensamiento; los más ricos eran aquellos que podían modificar el tejido de la realidad, enviando objetos o personas a muchas leguas de distancia.

Entonces supo Milena que cuando los soldados llegaron a Milas escoltando a los cautivos de Élitur, el jefe del destacamento acudió a la Academia y refirió lo que había sucedido durante el ataque y cómo ella había matado a uno de los asaltantes sin haberle puesto la mano encima. La Academia pronto se interesó por esta nueva dotada y envió a Durofel a recogerla. Afortunadente llegaron antes de que le correspondiera el turno de salir a la plataforma de subastas. Probablemente había evitado un futuro oscuro como sirvienta o prostituta en alguno de los múltiples burdeles del barrio de los extranjeros aunque, según le dijo Durofel, su singular belleza podría hacerla labrarse su porvenir en las casas de placer del barrio noble. Quién sabe si convirtiéndose en la concubina de alguno de los jóvenes herederos de las antiguas Casas de la Ciudad.

Pero estaba destinada a algo mucho más importante. Su Don la convertía en alguien especial, y en la Academia la enseñarían a controlar esos accesos a la parte más oculta de su mente. Tras unos años de paciente entrenamiento podría abandonar a sus maestros y establecerse por su cuenta o permanecer en la institución y formar a los que llegarán en busca de lo mismo que ahora se presentaba ante ella. Y también debería aprender a defenderse, pues seguramente en su vida se encontraría con gente que la temería, e incluso que trataría de matarla por nada más que el miedo que les causaba. Y ésta era la parte más dura de su nueva vida, pues si finalmente decidía salir de los muros de la Academia tendría que estar huyendo permanentemente de la incomprensión, el miedo y la intolerancia.

Así caminando llegaron a una estrecha calle lateral que tras unas pocas decenas de metros desembocaba en una amplia plaza apenas concurrida y en cuyo extremo opuesto se alzaba un imponente edificio de piedra, de cuatro pisos de alto y que ocupaba una superficie equivalente a un bloque completo de casas.

Cruzaron la plaza y se dirigieron a lo que parecía ser la puerta principal. Al acercarse pudo ver que era tan impresionante como el resto del edificio, grande y de madera de ébano tan pulida que podía ver su reflejo deformado en las delicadas tallas que con motivos geométricos cubrían las dos hojas. Durofel llamó utilizando un pomo de acero bruñido y esperaron a que alguien respondiera a la llamada. Al poco las dos hojas se separaron en silencio, abriéndose ante ellos un espacioso pasillo abovedado que, siguiéndolo, los llevó a desembocar en un precioso y amplio patio interior rodeado por soportales por donde pasear en los cálidos días del verano. El interior del patio era un hermoso jardín y así donde quiera que los ojos de Milena fueran a posarse había verdes setos, frondosos árboles y bellas flores cuya fragancia inundaba el aire que respiraba. El sonido de los pájaros alegraba el oído y elevaba el ánimo de los caminantes que paseaban por los distintos caminos de gravilla que, cual los radios de una rueda, se encaminaban hacia el centro del patio en la que se alzaba una cantarina fuente tallada en piedra blanca en la que animales de leyenda se enfrentaban unos contra otros, siendo el más orgulloso el Dragón Blanco de Milas. Mientras cruzaban tan bello lugar vieron un cierto número de paseantes, tanto hombres como mujeres, que vestían de un modo similar a Durofel sólo que con túnicas de distintos colores: blancas, amarillas, verdes, azules... Y todos ellos tenían la cabeza completamente rapada, así que Milena únicamente podía distinguir su sexo gracias a las formas de los cuerpos cubiertos por las ropas.

En el extremo opuesto del patio a aquél por el que habían entrado se abría una puerta a los pisos superiores. Durofel la guió hasta la tercera planta y allí a través de un largo corredor con puertas a ambos lados. Unos minutos después se detuvieron frente a una de ellas, la abrió y la hizo pasar al interior de una sobria aunque acogedora habitación.

-Te alojarás aquí mientras dure tu estancia en la Academia. –le dijo- Ahora descansa. Más tarde volveré a buscarte. ¡Aprenderemos mucho el uno del otro, ya lo verás! –le sonrió y sin aguardar respuesta salió de la habitación, cerrando la puerta a sus espaldas.

Milena se quedó entonces a solas, así que decidió inspeccionar la estancia. Había una gran cama de madera cubierta por buenas sábanas de lino. La probó y sonrió, pues era cómoda y acogedora; por la ventana entraban los cálidos rayos del sol y según pudo ver al retirar las cortinas finas y traslúcidas que colgaban desde el techo hasta el suelo, daba al patio interior. También había un armario de madera que bien pudiera ser castaño o roble. Al abrirlo vio unas mantas y colgando del interior tres túnicas blancas. En la pared opuesta a la cama se abría una puerta que daba a un baño con un espejo de cobre pulido y una bañera de bronce lacado en blanco. Sobre una mesita de madera se apoyaba una jofaina también blanca bajo la cual había unas toallas.

Se enfrentó con el espejo y apenas reconoció la cara que le devolvía lamirada. Los hermosos ojos verdes todavía estaban allí, pero su mirada era triste y aparecían hundidos por el cansancio y las noches de insomio y pesadilla. En su rostro estaba marcado el golpe que había recibido en la jaula del mercado y sobre los labios aún se podían ver pequeñas manchas de sangre. Pensó en su largo cabello rojo. Supo que tendría que despedirse de él más pronto que tarde, pero también que era un precio escaso por un futuro que al fin parecía sonreirle.

Miró otra vez la blanca bañera y decidió darse un baño. Se sentía sucia después de tantos días de viaje y no sabía cuándo volvería a buscarla Durofel. Buscó un barreño con agua pero no había ninguno en el baño. Pensó entonces que quizá debería buscar a alguien que le dijera dónde conseguirlo hasta que se fijó en unas pequeñas ruedas que había sobre la bañera y de las que salían unos pequeños tubos de bronce. Giró una de ellas y un chorro de agua fría cayó sobre el fondo, así que volvió a girar la rueda para cerrarlo. Cuando giró la segunda abrió los ojos con sorpresa y rió: el chorro de agua era tibio, pero pronto se calentó y humeó. Jugando con las dos ruedas consiguió una temperatura adecuada, se apresuró a desnudarse y se metió en la bañera.

En mucho tiempo no había sido tan feliz.



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