Año 466 de la Primera Edad: la Caza de Carcharoth y la tragedia de Beren
Bosques de Neldoreth, amanecer gris sobre el Esgalduin.
Ayer al anochecer Menegroth celebraba el regreso de Lúthien y de Beren Camlost —la Mano Vacía, como se llamó a sí mismo—, quien mostró ante el trono el muñón donde llevara un Silmaril. La alegría duró poco: mensajeros del norte avisaron de un lobo gigante que talaba hayedos y bebía ríos como si le quemaran las entrañas. Era Carcharoth, Fauces Rojas, el guardián de Angband, poseído ahora por el fuego de la joya sagrada.
Reunido un pequeño grupo —Thingol armado de lanza negra, Beren con cota enana, los arqueros Beleg Arcofirme y Mablung Mano Pesada, y Huan el Sabueso de Valinor — cruzaron el río y siguieron huellas quemadas hasta la cascada norte del Esgalduin. Al mediodía el valle enmudeció: Carcharoth estaba allí, bebiendo con ansia, pues el Silmaril le quemaba las entrañas. Se escabulló entre espinos, y las sombras se alargaron mientras montaban guardia.
Un bramido sacudió la maleza; Huan, impaciente, había encontrado el rastro. El lobo, evitando al sabueso, se lanzó contra el Rey. Beren se interpuso con la lanza, pero el colmillo venenoso le abrió el pecho y cayó. Entonces Huan saltó al lomo de la bestia; el choque de titanes hizo temblar las rocas, y en los aullidos resonaban a un tiempo el odio de Morgoth y los cuernos de Oromë. Al fin Carcharoth cedió y murió bajo las mandíbulas del sabueso, pero Huan, herido de muerte, se retiró gimoteando. Se tumbó junto a Beren y, hablando con voz humana por tercera y última vez, se despidió antes de expirar.
Mablung abrió las entrañas abrasadas del lobo: entre cenizas apareció intacta la mano cercenada de Beren, aún cerrada sobre el Silmaril. Al ponerle en la mano sana de nuevo la gema, el herido recobró brevemente el sentido; alzó la joya hacia Thingol y murmuró: «Ahora mi misión está cumplida». Después, mirando al vacío, pronunció apenas audible el nombre de «Lúthien», y la vida lo abandonó.
El rey tomó el cuerpo de su yerno y la luz del Silmaril se reflejó en las lágrimas de los presentes; y de aquel fulgor se grabó en el libro del destino que ninguna pena ni ningún poder podían ya separar a la hija de Melian de aquel hombre.