La Ciénaga de los Muertos

12 de Agosto de 2004, a las 00:00 - Kydre
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Capítulo 2: El camino sigue y sigue...

La luz de la luna iluminaba con sus débiles y blanquecinos rayos de luz el cuarto donde Isilwen se hallaba. Había estado todo el día, después de saludar a su padre y estar con él, (pues también lo había echado mucho de menos) preparando su plan.

No había perdido para nada el tiempo. Sabía que lo que se proponía era una soberana locura, pero no estaba dispuesta a sentarse a esperar ni un día más. Había sufrido demasiado. Ni sus padres ni su hermana sabían absolutamente nada de sus propósitos. De hecho, nadie lo sabía.

Según lo que Aegnor le había dicho antes de que ella misma se fuese corriendo del lugar, tan sólo debía viajar hasta los lindes de la llanura de la batalla. Allí tenía la firme esperanza de encontrar a Beleg.

Se sentó un momento en su escritorio, y encendiendo una vela que tenía a un lado, volvió a repasar el recorrido que se había marcado en el mapa. Todo resultaba bastante precipitado, pero ¿qué iba a hacer, cuando el corazón le pedía a gritos que corriese en busca de Beleg? No quería demorar su marcha ni un día. Por eso se había tomado la libertad de no decírselo a nadie, pues seguramente le abrían impedido marchar.

Suspiró, algo cansada de tantas preocupaciones, y enrolló el pergamino donde el mapa estaba dibujado. Lo ató con una cinta que tenía a mano, y lo colocó en su fardo. Volvió a su armario, tomó dos camisas sencillas, un pantalón y poco más. Al fin y al cabo, el viaje no sería muy largo.

Ella ya se había vestido, con una camisa también sencilla, blanca y de tela fina, un pantalón ajustado de cuero que le permitiría cabalgar con facilidad ( que, por cierto, había tomado prestado de Elana), y las botas que utilizaba para pasear fuera de la ciudad. Metió cuidadosamente la ropa en el fardo, mientras repasaba mentalmente la lista de lo que debía llevarse.

Recordando algo, rebuscó en su armario, del que sacó una manta, que también colocó en la bolsa. La cerró bien, y ató con fuerza los cordeles que tenía. Cuando lo hizo, se la echó a la espalda, y salió sigilosamente de su cuarto.

Procurando hacer el menor ruido posible, se dirigió a la despensa, de donde tomó su zurrón, y comenzó llenarlo de las provisiones que le parecieron apropiados para un viaje como el que estaba a punto de emprender. La pequeña bolsa de cuero no tardó en llenarse por completo, e Isilwen, satisfecha, se colocó el zurrón, y volvió a tomar la bolsa.

Salió al comedor y sala de estar de su casa, ahora desierto y tan sólo iluminado por la poca luz lunar que se filtraban de entre las cortinas que cubrían las ventanas. Todo se hallaba en el perfecto orden que su madre se esmeraba por mantener en la casa.

De repente, un sentimiento de remordimiento oprimió su corazón. Isilwen se llevó la mano al pecho, pero ante la idea de dejar una carta de despedida que no hiciese sufrir tanto a su familia razonó que si en verdad la dejaba, ellos la perseguirían y la traerían de vuelta a Minas Tirith. Y aquello no debía pasar. Llegaría al campamento de heridos, y lo haría en secreto.

Aunque, a decir verdad, Isilwen hubo de reconocer que echaría mucho de menos a su hermana Elana, a sus padres, y todos los momentos felices que pasaba junto a ellos. Pero se consoló con la idea de que el viaje sería breve.

Se giró y caminó decidida hacia la puerta de salida de su hogar, y, echando un último vistazo hacia atrás, salió al exterior, cerrando sigilosamente la puerta. Caminó silenciosamente por las vacías calles nocturnas de su ciudad.

De repente, se paró en seco. Una agradable sensación empezaba a nacer en su pecho. Algo que la hacía arder de emoción y enardecía su corazón. La aventura, lo imprevisto, el posible peligro. Fue entonces cuando se dio cuenta de que el viaje en el que se embarcaba le iba a dar la oportunidad de ver el mundo en toda su amplitud y con sus propios ojos. Empezaba a gustarle la idea de huir y viajar sola. Sí, mucho.

Una sonrisa acudió a sus labios, e iluminó su bello rostro. Sintiéndose valiente y fuerte como nunca, volvió a ponerse en marcha, con pasos bien decididos, hacia las caballerizas.

Con la oscuridad de la noche como aliada, pudo escabullirse sin problemas dentro de las cuadras, y buscar y encontrar enseguida el caballo de su padre. Se acercó a él lentamente, algo intimidada, pues nunca había montado a caballo sola. Sí que había cabalgado alguna vez, pero siempre detrás de Beleg, con él como jinete y ella como acompañante.

Inspirando profundamente, entró en el espacio que tenía reservado el corcel de su familia. Dejó la bolsa y el zurrón a un lado, y se acercó al animal, intentando por todos los medios estar lo más tranquila posible. Beleg le había dicho una vez que los caballos notaban el temor en los jinetes, y no les gustaba mucho, la verdad.

Así que, intentando serenarse al máximo, y con el corazón agitado en su pecho, acercó su mano a la frente del caballo, y lo acarició suavemente. Primero algo nerviosa, pero luego, viendo que el animal la aceptaba, lo hizo más confiada.

Con el animal ya de su parte, comenzó a ponerle la montura, que era una de las pocas cosas que sabía hacer, pues a menudo ayudaba a su hermana Elana a hacerlo ( ella sí que sabía montar a caballo y lo hacía con frecuencia ). Cuando lo hubo echo, ató firmemente la bolsa tras la silla, y se volvió a colocar el zurrón, ya preparada para salir.

Entonces, sin saber porqué, echó un vistazo alrededor, y encontró la capa de viaje de su padre, colgada allí mismo. Dándose cuenta de lo estúpida que había sido al olvidar algo tan fundamental, dio gracias a la suerte que la protegía, la tomó, y se la puso.

Ya estaba completamente lista. Con el corazón palpitando salvajemente en su pecho, se decidió a subir, por primera vez en su vida, a un caballo, para cabalgar ella sola.

-Veamos...-, murmuró, mientras se concentraba en alzar el pie izquierdo para ponerlo en el estribo.

Había visto miles de veces hacerlo a los hombres, soldados, a Elana, a Beleg... No tenía porqué ser tan difícil. Colocó firmemente el pie en su sitio, se asió con fuerza donde pudo, y se impulsó lo más fuerte que le permitieron sus manos.

-¡Ya está!-, exclamó triunfante, al verse en lo alto del caballo.

Pero algo no fue bien del todo, pues en vez de quedarse montada como estaba previsto y era lógico, Isilwen notó aturdida como se pasaba de largo.

-¡Wooow!-

El grito surgió de su garganta sin ella darse cuenta, mientras caía torpemente por el otro lado del caballo. Confundida y con el cabello revuelto y lleno de la paja que le había amortiguado la caída, se levantó como pudo.

El caballo relinchó suavemente, removiendo la crin, con los ojos brillantes y llenos de mofa. A Isilwen le pareció que se estaba riendo abiertamente de ella.

-¡No te rías de mí! Es la primera vez que monto sola, tendré derecho a equivocarme, ¿no?-, refunfuñó ella entre dientes, enfadada. Admitía que lo suyo era realmente cómico, pero, que un caballo se burlase de ella... ¡Eso ya era demasiado!

-Ya verás... Esta vez lo conseguiré...-, murmuró, decidida a recuperar lo que quedaba de su orgullo.

Se arregló el cabello rápidamente, con gestos nerviosos, y se volvió a acercar al caballo. Éste se giró a mirarla, observándola con expresión burlona. La estaba retando a subirse.

Isilwen, notando el reto en la mirada del animal, empezó a temerse lo peor. Había oído alguna vez que aquellos jinetes que montaban a un caballo estando éste en su contra habían acabado por los suelos.

Un escalofrío recorrió lentamente su espalda. La cosa no pintaba bien... O se llevaba bien con el caballo, o acaba por los suelos y sin salir siquiera de la ciudad. A menos que quisiese hacer todo el viaje a pie... Sólo de pensarlo le asaltaron los sudores.

No, no. Tenía que montar el caballo, aunque fuese agarrada a él con pies y manos, como un simio.

Suspiró con fuerza, intentando relajarse. Se cogió a la silla, puso el pie en el estribo y cerró los ojos con fuerza. Dejando ir la mente y tan sólo pensando en la sencilla acción de empujarse hacia arriba con fuerza, se subió a la montura.

Abrió los ojos poco a poco. ¡Lo había conseguido! ¡Se había subido al caballo ella sola!

-¿Lo ves? ¡Te he dicho que lo conseguiría!-, le dijo orgullosa al caballo.

El animal relinchó divertido, resoplando. Isilwen rió también, contenta, y palmeó con afecto el cuello aterciopelado del caballo.

-Bueno caballito, me parece que tú y yo nos llevaremos bien...-, susurró amablemente.

El corcel de oscuro pelaje, al que desde ese momento Isilwen llamaría Thalion (fuerte, en élfico), asintió varias veces, removiendo su negra crin, dando a entender a la joven jinete que la comprendía.

Una sonrisa asomó al rostro de la muchacha, iluminándolo levemente. Cogió las riendas con convicción, y asegurándose de que nadie andaba por las calles, ordenó:

-Adelante.-

Bajo las puertas abiertas de la gran ciudad de Minas Tirith, un silencioso jinete, cubierto por su capucha, avanzaba sigilosamente hacia el exterior, adentrándose en la negra oscuridad de la noche. Nadie pudo verlo marchar aquella noche, pues todos los hombres, por orden del príncipe Isildur (que aún se hallaba de camino, acompañando a su difunto padre) se hallaban en sus casas, disfrutando de nuevo del hogar y la familia.

Así fue como Isilwen partió sin ser vista de su ciudad natal, embarcándose en un clandestino viaje hacia la desolada llanura de la batalla, en busca de su amado Beleg.


-Bueno...-, suspiró Isilwen.- Ya estamos de camino...-

Thalion resopló graciosamente, asintiendo.

Una risilla escapó de los labios de la joven, divertida por el gesto del caballo. Parecía haber entre caballo y jinete una especial compenetración, como si algo los ligase a entenderse perfectamente el uno al otro. Quizás era el viaje que emprendían. O quizás no...

Isilwen sacudió aquellas ideas de su mente, al darse cuenta de que se estaba exponiendo demasiado a las torres vigía de las murallas blancas. Quizás no habría nadie observando, que era lo más probable en aquel día, pero más valía asegurarse de no tener ningún sobresalto...

Agarró las riendas desde más adelante, haciéndolas más cortas, tensándolas. Estiró suavemente hacia la izquierda, obligando a Thalion a cambiar de dirección y girar. Poco a poco y en silencio, caballo y jinete se acercaron a la base de la gran muralla, siguiendo su camino desde aquella posición. Ya ningún vigía podría verles partir hacia el este.

Isilwen suspiró aliviada, dándose cuenta entonces de que, por un momento, su corazón se había acelerado, atemorizado por la sensación de peligro.

Soltó un poco las riendas, dejando que Thalion fuese cabalgando algo más libremente. Confiaba en aquel corcel. Seguramente debía saberse el camino que ella deseaba seguir... No en vano lo había recorrido dos veces, de ida y de vuelta, llevando en su lomo a Deonvan, su padre.

Se removió en la silla, incómoda. ¡Cómo demonios debían soportar los soldados viajar tanto tiempo en una posición tan incómoda! Le estaban empezando a entrar agujetas... Empezó a buscar, en vano, una posición algo más confortable que le permitiese viajar más a gusto. Pero al cabo de más de una hora de cabalgata, habiendo desistido en su búsqueda de la posición ideal, decidió que ya se había alejado bastante de la ciudad. Buscaría un lugar donde poder dormir decentemente...

Estaba claro que no hallaría ninguna posada de camino a un campo de batalla ( aunque en su más alocadas esperanzas había llegado a pensarlo ), pero esperaba encontrar algún lugar un poco resguardado. Como una cueva, o algo por el estilo.

Sin embargo, parecía que no encontraría cueva alguna por donde estaba cabalgando...

Isilwen suspiró, algo malhumorada. Parecía que nada de lo que había pensado para el viaje iba a ocurrir... Ni posadas donde dormir, ni cuevas, ni bosque donde viajar un poco más resguardada de todo, ni comodidad cabalgando... ¡Nada! La mala suerte la perseguía como un nubarrón negro. Y poco le extrañaría si ese nubarrón empezara a molestarla con lluvia y algunos truenos.

Si es que era demasiado cómico... Una simple doncella gondoriana viajando a solas, a caballo, hacia un campo de batalla desierto, donde pretendía encontrar a alguien desaparecido... Sería el objeto de mofa de toda la ciudad si alguien se enteraba...

El amargo sentimiento de estar haciendo el ridículo se aposentó sin escrúpulos en el pecho de Isilwen, provocándole un malestar insoportable.

Inspiró con fuerza, cerrando los ojos, y expiró suave y lentamente, concentrándose en no pensar más en aquellos molestos sentimientos. Se limitó a pensar en que todo lo que hacía era por encontrar a Beleg, tan sólo por volverle a ver. Vivo o muerto, pero volverle a ver. Lo hizo mientras sentía la fría brisa de la noche acariciándole el rostro, mientras las estrellas titilaban tímidamente en el firmamento, acompañando a su bella reina, la luna.

Pero cuando volvió a posar la mirada en el camino, los vio. Unos ojos marrones, cercanos al color miel, profundos. Muy profundos. Una mirada misteriosa, iluminada por las llamas de una hoguera.

En un acto instintivo, su mano se dirigió a la empuñadura de un arma inexistente.



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