Año 464 de la Primera Edad: bajo la luna de Neldoreth, Beren pronuncia el nombre de Tinúviel

Un forastero que huye del horror del Norte cruza, sin saberlo, los velos de la Cintura de Melian y penetra en Doriath. Allí, en un claro de hayas plateadas, contempla a Lúthien danzando a la luz de la luna y la nombra “Tinúviel”. Los ruiseñores callan; las hojas tiemblan; y en los bosques junto al Esgalduin parece que el Destino ha escrito una página clave en la historia.
Crónicas de la TM - 464 PE: Bajo la luna de Neldoreth, Beren pronuncia el nombre de Tinúviel

Claro de Neldoreth, Doriath — Año 464 de la Primera Edad

Caía la tarde cuando un hombre de mirada ardiente y ropas desgarradas descendió por la margen oeste del río. Las hechicerías de la Reina Melian no parecieron tocarlo: pasó como bruma entre ramas invisibles y llegó al corazón del bosque. Allí, donde el césped guarda aún el sabor del rocío, Lúthien cantaba con voz de agua que choca en cristal y giraba, danzando ligera, como pétalo en brisa de primavera. Su cabellera oscura rozaba el aire con un fulgor tenue, y cada hebra parecía un filamento de una noche prendida de estrellas.

El desconocido se detuvo, traspasado por la visión; un solo vocablo escapó de sus labios: “Tinúviel”, Ruiseñor. El canto se quebró, la danza cesó, y el silencio se adueñó del claro. Lúthien fijó en él sus ojos de largo atardecer; la luz de la luna se enredó en las hojas altas y ningún ave se atrevió a cantar. Entonces ella, serena, se volvió y desapareció entre los troncos de plata, dejando tras de sí un leve perfume a flores nocturnas.

Quien esto firma, apostado en la senda con los guardias del lindero, sintió de pronto un estremecimiento en el aire, como si la propia melena del bosque hubiese sido peinada por manos invisibles. Rumores aseguran que el Rey Thingol notó en su trono un leve temblor, y que la Reina alzó la vista con súbita inquietud en los ojos, pero nada de ello podemos confirmar todavía. Sí sabemos que los centinelas rastrean ahora por dónde entró aquel hombre, y que su paso dejó huellas de arena negra procedente del norte de Taur-nu-Fuin.

De él sólo pudo verse, antes de que la penumbra lo engullera, una mano apretando un anillo de oro en forma de dos serpientes de esmeralda. Tras unos instantes el claro volvió a respirar, los ruiseñores retomaron sus trinos y la vida siguió su curso; mas los pocos que estuvimos allí sentimos que el bosque había retenido un suspiro, pues nada debía alterar aquel momento para que permaneciera imborrable durante todas las Eras, hasta el fin de los tiempos.