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EL SEñOR DE LOS ANILLOS
Emoción (REV)
(01 de Noviembre de 2003, a las 14:27)

Leyendo el capítulo Monte del Destino, se me ha ocurrido poner este post. Creo que ya he conseguido decidir ese dilema en la vida de todo tolkiendil, ¿Cual es tu capítulo favorito? Solo es la segunda vez en mi vida que lo leo, y os lo digo en serio, creedme, he llorado viendo todo el sufrimiento, el valor y la desesperanza de los hobbits narrado, cómo no, con una maestría inigualable. Os pongo el fragmento que me ha hecho llorar, tanto ahora como la primera vez que lo leí.

"Sam respiró con fuerza. Había un sendero, pero no sabía cómo escalaría la ladera que llevaba a él. Ante todo necesitaba aliviar la espalda dolorida. Se acostó un rato junto a Frodo. Ninguno de los dos hablaba. La claridad crecía lentamente. De pronto lo asaltó un sentimiento inexplicable de apremio, como si alguien le hubiese gritado: ¡Ahora, ahora, o será demasiado tarde! Se incorporó. También Frodo parecía haber sentido la llamada. Trató de ponerse de rodillas. —Me arrastraré, Sam —jadeó.

Y así, palmo a palmo, como pequeños insectos grises, reptaron cuesta arriba. Cuando llegaron al sendero notaron que era ancho y que estaba pavimentado con cascajo y ceniza apisonada. Frodo gateó hasta él, y luego, como de mala gana, giró con lentitud sobre sí mismo para mirar al Este. Las sombras de Sauron flotaban a lo lejos; pero desgarradas por una ráfaga de algún viento del mundo, o movidas quizá por una profunda desazón interior, las nubes envolventes ondularon y se abrieron un instante; y entonces Frodo vio, negros, más negros y más tenebrosos que las vastas sombras de alrededor, los pináculos crueles y la corona de hierro de la torre más alta de Baraddür: espió un segundo apenas, pero fue como si desde una ventana enorme e inconmensurablemente alta brotara una llama roja, un puñal de fuego que apuntaba hacia el Norte: el parpadeo de un Ojo escrutador y penetrante; en seguida las sombras se replegaron y la terrible visión desapareció. El Ojo no apuntaba hacia ellos: tenía la mirada fija en el norte, donde se encontraban acorralados los Capitanes del Oeste; y en ellos concentraba ahora el Poder toda su malicia, mientras se preparaba a asestar el golpe mortal; pero Frodo, ante aquella visión pavorosa, cayó como herido mortalmente. La mano buscó a tientas la cadena alrededor del cuello.

Sam se arrodilló junto a él. Débil, casi inaudible, escuchó la voz susurrante de Frodo:

— ¡Ayúdame, Sam! ¡Ayúdame! ¡Deténme la mano! Yo no puedo hacerlo.

Sam le tomó las dos manos y juntándolas, palma contra palma, las besó; y las retuvo entre las suyas. De pronto, tuvo miedo. «¡Nos han descubierto!», se dijo. «Todo ha terminado, o terminará muy pronto. Sam Gamyi, este es el fin del fin.»

Levantó de nuevo a Frodo, y sosteniéndole las manos apretadas contra su propio pecho, lo cargó una vez más, con las piernas colgantes. Luego inclinó la cabeza, y echó a andar cuesta arriba. El camino no era tan fácil de recorrer como le había parecido a primera vista. Por fortuna, los torrentes de fuego que la montaña había vomitado cuando Sam se encontraba en Cirith Ungol, se habían precipitado sobre todo a lo largo de las laderas meridional y occidental, y de este lado el camino no estaba obstruido, aunque sí desmoronado en muchos sitios, o atravesado por largas y profundas fisuras. Luego de trepar hacia el este durante un trecho, se replegaba sobre sí mismo en un ángulo cerrado, y continuaba avanzando hacia el oeste. Allí, en la curva, lo cortaba un risco de vieja piedra carcomida por la intemperie, vomitada en días remotos por los hornos de la montaña. Jadeando bajo su carga, Sam volvió el recodo; y en el momento mismo en que doblaba alcanzó a ver de soslayo algo que caía desde el risco, algo que parecía ser un pedacito de roca negra que se hubiera desprendido mientras él pasaba.

Sintió el golpe de un peso repentino, y cayó de bruces, lastimándose el dorso de las manos, que aún sujetaban las de Frodo. Entonces comprendió lo que había pasado, porque por encima de él, mientras yacía en el suelo, oyó una voz que odiaba.

—¡Amo malvado! —siseó la voz—, ¡Amo malvado que nos traiciona; traiciona a Sméagol, gollum\ No tiene que ir en esta dirección. No tiene que dañar el Tesoro. ¡Dáselo a Sméagol, dáselo a nosotros! ¡Dáselo a nosotros!

De un tirón violento, Sam se levantó y desenvainó a Dardo; pero no pudo hacer nada. Gollum y Frodo estaban en el suelo, trabados en lucha. De bruces sobre Frodo, Gollum manoteaba, tratando de aferrar la cadena y el Anillo. Aquello, un ataque, una tentativa de arrebatarle por la fuerza el tesoro, era quizá lo único que podía avivar las ascuas moribundas en el corazón y en la voluntad de Frodo. Se debatía con una furia repentina que dejó atónito a Sam, y también a Gollum. Sin embargo, el desenlace habría sido quizá muy diferente, si Gollum hubiera sido la criatura de antes; pero los senderos tormentosos que había transitado, solo, hambriento y sin agua, impulsado por una codicia devoradora y un miedo aterrador, habían dejado en él huellas lastimosas. Estaba flaco, consumido y macilento, todo piel y huesos. Una luz salvaje le ardía en los ojos, pero ya la fuerza de los pies y las manos no respondía como antes a la malicia de la criatura. Frodo se desembarazó de él de un empujón, y se levantó temblando.

— ¡Al suelo, al suelo! —jadeó, mientras apretaba la mano contra el pecho para aferrar el Anillo bajo el justillo de cuero—. ¡Al suelo, criatura rastrera, apártate de mi camino! Tus días están contados. Ya no puedes traicionarme ni matarme.

Entonces, como le sucediera ya una vez a la sombra de los Emyn Muil, Sam vio de improviso con otros ojos a aquellos dos adversarios. Una figura acurrucada, la sombra pálida de un ser viviente, una criatura destruida y derrotada, y poseída a la vez por una codicia y una furia monstruosa; y ante ella, severa, insensible ahora a la piedad, una figura vestida de blanco, que lucía en el pecho una rueda de fuego. Y del fuego brotó imperiosa una voz.

— ¡Vete, no me atormentes más! ¡Si me vuelves a tocar, también tú serás arrojado al Fuego del Destino!

La forma acurrucada retrocedió; los ojos contraídos reflejaban terror, pero también un deseo insaciable.

Entonces la visión se desvaneció, y Sam vio a Frodo de pie, la mano sobre el pecho, respirando afanoso, y a Gollum de rodillas a los pies de su amo, las palmas abiertas apoyadas en el suelo.

— ¡Cuidado! —gritó Sam—. ¡Va a saltar! —Dio un paso adelante, blandiendo la espada.— ¡Pronto, Señor! —jadeó—. ¡Siga adelante! ¡Adelante! No hay tiempo que perder. Yo me encargo de él. ¡Adelante!

—Sí, tengo que seguir adelante —dijo Frodo—. ¡Adiós, Sam! Este es el fin. En el Monte del Destino se cumplirá el destino. ¡Adiós!

Dio media vuelta, y lento pero erguido echó a andar por el sendero ascendente.

— ¡ Ahora! — dij o Sam—. ¡ Por fin puedo arreglar cuentas contigo! —Saltó hacia delante, con la espada pronta para la batalla. Pero Gollum no reaccionó. Se dejó caer en el suelo cuan largo era, y se puso a lloriquear.

—No mates a nosssotros —gimió — . No lassstimes a nosssotros con el horrible y cruel acero. ¡Déjanosss vivir, sssí, déjanosss vivir sólo un poquito más! ¡Perdidos perdidos! Essstamos perdidos. Y cuando el Tesssoro desaparezca, nosssotros moriremos, sssí, moriremos en el polvo. —Con los largos dedos descarnados manoteó un puñado de cenizas.— ¡Sssí! —siseó—, ¡en el polvo!

La mano de Sam titubeó. Ardía de cólera, recordando pasadas felonías. Matar a aquella criatura pérfida y asesina sería justo: se lo había merecido mil veces; y además, parecía ser la única solución segura. Pero en lo profundo del corazón, algo retenía a Sam: no podía herir de muerte a aquel ser desvalido, deshecho, miserable que yacía en el polvo. El, Sam, había llevado el Anillo, sólo por poco tiempo, pero ahora imaginaba oscuramente la agonía del desdichado Gollum, esclavizado al Anillo en cuerpo y alma, abatido, incapaz de volver a conocer en la

vida paz y sosiego. Pero Sam no tenía palabras para expresar lo que sentía.

—¡Maldita criatura pestilente! —dijo—. ¡Vete de aquí! ¡Lárgate! No me fío de ti, no, mientras te tenga lo bastante cerca como para darte un puntapié; pero lárgate. De lo contrario te lastimaré, sí, con el horrible y cruel acero.

Gollum se levantó en cuatro patas y retrocedió varios pasos, y de improviso, en el momento en que Sam amenazaba un puntapié, dio media vuelta y echó a correr sendero abajo. Sam no se ocupó más de él. De pronto se había acordado de Frodo. Escudriñó la cuesta y no alcanzó a verlo. Corrió arriba, trepando. Si hubiera mirado para atrás, habría visto a Gollum que un poco más abajo daba otra vez media vuelta, y con una luz de locura salvaje en los ojos, se arrastraba veloz pero cauto, detrás de Sam: una sombra furtiva entre las piedras.

El sendero continuaba en ascenso. Un poco más adelante describía una nueva curva, y luego de un último tramo hacia el este, entraba en un saliente tallado en la cara del cono, y llegaba a una puerta sombría en el flanco de la montaña, la Puerta de los Sammath Naur. Subiendo ahora hacia el sur a través de la bruma y la humareda, el sol ardía amenazante, un disco borroso de un rojo casi lívido; y Morder yacía como una tierra muerta alrededor de la Montaña, silencioso, envuelto en sombras, a la espera de algún golpe terrible.

Sam fue hasta la boca de la cavidad y se asomó a escudriñar. Estaba a oscuras y exhalaba calor, y un rumor profundo vibraba en el aire.

— ¡Frodo! ¡Mi amo! —llamó. No hubo respuesta. Sintiendo que el miedo le encogía el corazón, aguardó un momento, y luego se precipitó a la cavidad. Una sombra se escurrió detrás de él.

Al principio no vio nada. Sacó una vez más el frasco de Galadriel, pero estaba pálido y frío en la mano temblorosa, y en aquella oscuridad asfixiante no emitía ninguna luz. Sam había penetrado en el corazón del reino de Sauron y en las fraguas de su antiguo poderío, el más omnipotente de la Tierra Media, que subyugara a todos los otros poderes. Había avanzado unos pasos temerosos e inciertos en la oscuridad, cuando un relámpago rojo saltó de improviso, y se estrelló contra el techo negro y abovedado. Sam vio entonces que se encontraba en una caverna larga o en una galería perforada en el cono humeante de la montaña. Un poco más adelante el pavimento y las dos paredes laterales estaban atravesados por una profunda fisura, y de ella brotaba el resplandor rojo, que de pronto trepaba en una súbita llamarada, de pronto se extinguía abajo, en la oscuridad; desde los abismos subía un rumor y una conmoción, como de máquinas enormes que golpearan y trabajaran.

La luz volvió a saltar, y allí, al borde del abismo de pie delante de la Grieta del Destino, vio a Frodo, negro contra el resplandor, tenso, erguido pero inmóvil, como si fuera de piedra.

— ¡Amo! —gritó Sam.

Entonces Frodo pareció despertar, y habló con una voz clara, una voz límpida y potente que Sam no le conocía, y que se alzó sobre el tumulto y los golpes del Monte del Destino, y retumbó en el techo y las paredes de la caverna.

—He llegado —dijo—. Pero ahora he decidido no hacer lo que he venido a hacer. No lo haré. ¡El Anillo es mío! Y de pronto se lo puso en el dedo, y desapareció de la vista de Sam. Sam abrió la boca y jadeó, pero no llegó a gritar, porque en aquel instante ocurrieron muchas

cosas.

Algo le asestó un violento golpe en la espalda, que lo hizo volar piernas arriba y caer a un costado, de cabeza contra el pavimento de piedra, mientras una forma oscura saltaba por encima de él. Se quedó tendido allí un momento, y luego todo fue oscuridad.

Y allá lejos, mientras Frodo se ponía el Anillo y lo reclamaba para él, hasta en los Sammath Naur, el corazón mismo del reino de Sauron, el Poder de Baraddür se estremecía, y la Torre temblaba desde los cimientos hasta la cresta fiera y orgullosa. El Señor Oscuro comprendió de pronto que Frodo estaba allí, y el Ojo, capaz de penetrar en todas las sombras, escrutó a través de la llanura hasta la puerta que él había construido; y la magnitud de su propia locura le fue revelada en un relámpago enceguecedor, y todos los ardides del enemigo quedaron por fin al desnudo. Y la ira ardió en él con una llama devoradora, y el miedo creció como un inmenso humo negro, sofocándolo. Pues conocía ahora qué peligro mortal lo amenazaba, y el hilo del que pendía su destino.

Y al abandonar de pronto todos los planes y designios, las redes de miedo y perfidia, las estratagemas y las guerras, un estremecimiento sacudió al reino entero, de uno a otro confín; y los esclavos se encogieron, y los ejércitos suspendieron la lucha, y los capitanes, de pronto sin guía, privados de voluntad, temblaron y desesperaron. Porque habían sido olvidados. La mente y los afanes del poder que los conducía se concentraban ahora con una fuerza irresistible en la montaña. Convocados por él, remontándose con un grito horripilante, en una última carrera desesperada, más raudos que los vientos volaron los Nazgül, los Espectros del Anillo, y en medio de una tempestad de alas se precipitaron al sur, hacia el Monte del Destino.

Sam se levantó. Se sentía aturdido, y la sangre que le manaba de la cabeza le oscurecía la vista. Avanzó a tientas, y de pronto se encontró con una escena terrible y extraña. Gollum en el borde del abismo luchaba frenéticamente con un adversario invisible. Se balanceaba de un lado a otro, tan cerca del borde que por momentos parecía que iba a despeñarse; retrocedía, se caía, se levantaba y volvía a caer. Y siseaba sin cesar, pero no decía nada.

Los fuegos del abismo despertaron iracundos, la luz roja se encendió en grandes llamaradas, y un resplandor incandescente llenó la caverna. Y de pronto Sam vio que las largas manos de Gollum subían hasta la boca; los blancos colmillos relucieron y se cerraron con un golpe seco al morder. Frodo lanzó un grito, y apareció, de rodillas en el borde del abismo. Pero Gollum bailaba desenfrenado, y levantaba en alto el Anillo, con un dedo todavía ensartado en el aro. Y ahora brillaba como si en verdad lo hubiesen forjado en fuego vivo.

—¡Tesssoro, tesssoro, tesssoro! —gritaba Gollum—. ¡Mi tesssoro! ¡Oh mi Tesssoro! —Y entonces, mientras alzaba los ojos para deleitarse en el botín, dio un paso de más, se tambaleó un instante en el borde, y luego, con un alarido, se precipitó en el vacío. Desde los abismos llegó su último lamento ¡Tesssoro! y desapareció para siempre."


Es una obra maestra, sólo con leer esto descubres que Tolkien era un Maestro, era El Maestro. Ahora mi pregunta es: ¿Cual es vuestro capítulo/fragmento favorito de El Señor de los Anillos?¿Por qué os gusta: os hace reir, llorar, os pone la carne de gallina...?


Brandobras_Tuk

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              Fragmento - Ancalagnon el negro (01/11/03 21:12)
                Fragmento - Akane (02/11/03 00:05)
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