El último capitán

30 de Enero de 2006, a las 20:03 - Eldaron de Eldamar
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3. El Jinete

La casa estaba en silencio, rodeada por el rugido de la tempestad.
Jinyia se despertó cuando oyó un ruido inusual.
Se encontraba próxima a la ventana y levantó la vista. Todo estaba oscuro, pero unos débiles golpes en los postigos le indicaron que afuera había alguien. Escuchó con atención. La tormenta parecía haber amainado, pero no había luz. Debía ser aún noche oscura. Se levantó con dificultad y abrió los postigos.
Fuera había un hombre, cubierto por una capa oscura.
Su rostro se hallaba oculto en las sombras. El hombre le hizo señas para que saliera. Parecía ser algo urgente. Jinyia hizo ademán de despertar a los demás pero el hombre negó con la cabeza. Jinyia se asustó, pero siguió mirando al hombre, mientras éste le indicaba la puerta. Unos ojos brillaron bajo la capucha de la capa.
Unos momentos después, Jinyia salió de la casa. Unos copos de nieve empezaron a caer suavemente.

Dresteq se despertó con los primeros rayos del sol. Hacía un frío mortal y tenía todos los miembros entumecidos. Aquel maldito invierno no se terminaba nunca. Se levantó y salió fuera con la capa. La nieve se amontonaba contra las casas, casi hasta la altura de las ventanas. Unos cuantos campesinos ya estaban luchando contra ella con palas, intentando apartarla del camino.
Volvió a entrar y despertó a los mozos, pues quería volver cuanto antes a Rangost. Los mozos salieron y recogieron los cadáveres, totalmente rígidos por el frío, y los cargaron en los palanquines de los poneys, que habían pasado la noche en un pequeño cobertizo. Mientras, Dresteq ensilló su caballo, que también se había resguardado de la nieve en el mismo lugar, y pronto estuvo a punto de partir.
El sol ya se alzaba, cuando un grito salió de la casa. Al instante, Quolhad salió y les preguntó si habían visto a Jinyia. Dresteq negó con la cabeza, y el campesino fue corriendo casa por casa a preguntar lo mismo.
Poco rato después, Quolhad se hallaba en un estado de desesperación. Nadie había visto nada. Su hija había desaparecido.
Dresteq estaba consternado. Él había dormido casi a su lado y no había visto ni oído nada. Sentimientos de culpa le sobrevinieron a la cabeza. Había venido a disculparse por una tragedia y mientras él estaba allí ocurría otra.
Sin embargo, poco después llegó un leñador que muy temprano se había adentrado en el bosque. Le preguntaron al respecto, y éste les dijo que no había visto a nadie, pero que le parecía haber detectado huellas recientes de caballo en el bosque, en dirección norte.
Quolhad se asustó mucho. No faltaba ningún caballo en la aldea. Envió gente a preguntar en las aldeas vecinas. Pero nadie había echado en falta ningún caballo. ¿Quién galopaba por la noche en un bosque desierto y oscuro, entonces?
Dresteq, con su particular tozudez, se propuso descubrirlo, para enmendar su falta de vigilancia. Después de algunas horas de preparativos, al mediodía partió hacia el bosque con tres soldados bien armados, todos a caballo, y con provisiones para unos días. Mientras, los mozos cargaron con los cuerpos y los llevaron de vuelta a Rangost.
Los soldados, que dos días antes reían y bromeaban sobre Jinyia, estaban ahora silenciosos y con una mirada dura, mientras cabalgaban hacia el bosque.
Los caballos se dirigieron hacia la zona donde se habían avistado las huellas. Aún se encontraban allí. Pertenecían a un solo caballo, bastante grande a juzgar por la separación de las marcas. Como había dicho el leñador, se dirigían hacia el norte. Y hacia allí se dirigieron Dresteq y su escolta.
El frío era intenso bajo los árboles desnudos. Ráfagas de aire gélido barrían las ramas de los mismos, que entrechocaban unas con otras. Los soldados se arrebujaron en sus capas. Vaharadas de vapor salían de sus bocas, y los animales piafaban y resoplaban bajo el ambiente cruel que los envolvía.
Las huellas empezaron a zigzaguear, y pronto fue difícil seguir el rastro del caballo. Pero con paciencia, Dresteq siguió adelante. A veces las huellas daban grandes vueltas, como si con ello el jinete hubiera intentado despistar a posibles perseguidores.
Pasó una hora sin novedad, hasta que las huellas giraron hacia el este bruscamente. Poco después, salieron del bosque.
Dresteq y los soldados se encontraron en un páramo. Hacia el sur, muy a lo lejos, se divisaban tenuemente las volutas de humo de las aldeas. Delante, las huellas volvían a tomar la dirección norte. Dresteq sospechó que el misterioso jinete había hecho un rodeo para protegerse de la tormenta, o quizá para no dejar un camino demasiado fácil de seguir.
El viento del norte, ligeramente obstaculizado bajo los árboles del bosque, se desató ahora furioso. Los jinetes no podían levantar la vista debido a la ventisca, y los caballos iban al paso, muy lentamente.
La penosa cabalgata avanzó minuto a minuto durante largas horas. Las huellas iban ahora en línea recta, pero empezaban a desaparecer. El viento barría la campiña con fuerza, y nubes blancas de nieve pulverizada se arremolinaban al entorno de los caballos.
Por si fuera poco, nuevos copos empezaron a caer al atardecer. Pronto una densa nevisca volvió cielo y tierra uniformes. Todos los improbables senderos desaparecieron en pocos minutos, y las huellas se borraron inmediatamente. Los jinetes se hallaban en tierras completamente despobladas y sin bosques hasta donde alcanzaba la vista en aquellas condiciones. Totalmente a merced de las inclemencias de aquel tiempo infernal, se acercaron unos a otros formando un círculo, y se cubrieron entre ellos con las capas. El frío se intensificó, y sus miembros empezaron a perder sensibilidad. La oscuridad de la noche se apoderó de cielo y tierra.
Dresteq notó que incluso el tiempo conspiraba contra él, impidiendo su avance hacia el norte. Una furia fruto de su obstinado carácter le llenó por dentro. Considerando que quedarse detenido era peor que avanzar, obligó a los demás a deshacer el círculo y continuar adelante, aún sin caminos. En medio de gruñidos y lamentos, la marcha prosiguió lastimeramente.
Dos horas de camino incierto más tarde, cuando sus fuerzas flaqueaban y los caballos se encontraban al límite de sus fuerzas, la tempestad empezó a apaciguarse. Los copos de nieve menguaron y se volvieron escasos y grandes. El viento aflojó perceptiblemente, y el cielo se limpió poco a poco de nubes. Las estrellas se perfilaron en una oscura noche sin luna.
Los jinetes vieron delante una gran masa sombría y se detuvieron. Dresteq se adelantó y observó que se trataba de árboles, troncos negruzcos, muy gruesos y retorcidos. Un bosque. Decidieron pasar la noche bajo las ramas de los primeros árboles. Nadie tuvo fuerzas para quedarse a vigilar, y todos se durmieron en un sueño agitado.



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