El último capitán

30 de Enero de 2006, a las 20:03 - Eldaron de Eldamar
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4. Las ciénagas del Bosque Muerto

Por la mañana, los primeros rayos del sol que se proyectaron desde el este los despertaron. 
Los jinetes se alzaron y levantaron las cabezas, observando sorprendidos el increíble paisaje que se extendía ante su mirada.
Sus pasos a la deriva los habían llevado cerca de los restos de un antiguo bosque austral verdaderamente inmenso. Sus árboles no eran ya sino columnas negruzcas, retorcidas y muertas, pero se extendían millas y millas, de este a oeste y se perdían hacia el norte bajo la línea del horizonte, formando una maraña oscura que contrastaba contra el blanco terreno.
Dresteq miró hacia el noroeste. Muy lejanas divisó unas imprecisas formaciones montañosas. Ésas debían ser las primeras estribaciones de las Colinas de Hierro, hogar de los enanos de Dáin Pie de Hierro. Dresteq había estudiado mapas de la Ruta Comercial del Norte, y con ese detalle pudo deducir que habían cabalgado unas ochenta millas hacia el norte de la aldea y Rangost.
Bajo aquellos árboles, gigantescos esqueletos negros que blandían sus ramas contra el cielo formando una telaraña de proporciones descomunales, Dresteq se encontró perdido. No sabía hacia dónde avanzar.

Mientras los demás tomaban su almuerzo y los caballos daban cuenta de su propio forraje, dos sacos llevados por cada uno de ellos, el hijo del Capitán avanzó un poco hacia la espesura.
A los pocos minutos de travesía, el terreno tomó un ligero pendiente, pero todos los árboles se parecían y allí no había huellas ni marcas visibles. Dresteq llegó poco después a lo alto de una pequeña loma. Oteó entre los árboles, que aún se levantaban bastante más arriba que él. Un poco hacia el este le pareció observar una desigualdad entre la uniformidad de ramas de los árboles. Se dirigió hasta aquel punto y observó un conjunto de ramas rotas al pie de un árbol. Parecían haber sido quebradas hacía poco, aunque estaban medio enterradas por la nieve. Dresteq inspeccionó el tronco y vio que las ramas más bajas se encontraban a casi  dos cuerpos de altura por encima de su cabeza. Éstas estaban cortadas cerca de su base.
Luego miró hacia delante. Aquí y allí había más árboles con las ramas rotas a la misma altura.
Un rastro.
Posiblemente, alguien que montaba a caballo, al pasar a través de los árboles, las había roto. Aún así, se encontraban a cierta altura, incluso para un jinete. Dresteq concluyó que alguien las había roto a propósito, alzando las manos. ¿Quizá una prisionera montada detrás de su captor, encima de un caballo alto y grande?
Raudamente, el hijo de Gurunthar volvió con sus soldados y les contó lo que había descubierto.
Ensillaron los caballos y los pusieron al trote. Llegaron pronto al inicio del rastro y entonces se dieron cuenta que éste también continuaba hacia el sur. Probablemente, el jinete que perseguían había entrado en la espesura algo más hacia el este que ellos.
Pusieron rumbo al norte y avanzaron rápidamente, sorteando los árboles. El rastro, sin embargo, no duró mucho. Poco rato después, los árboles estaban con todas las ramas enteras, salvo las caídas por la tormenta. Dresteq rogó por que la audacia de la prisionera no se le hubiera vuelto en contra.

Como el rastro había seguido siempre hacia el norte, el hijo del Capitán distribuyó a sus soldados en abanico junto a él y continuaron, cubriendo ahora una extensión mayor de terreno y con los ojos pegados al suelo y a las ramas caídas.
El tiempo era extrañamente benigno por el momento, y encima de la telaraña oscura de las ramas desnudas no se divisaban nubes. El sol brillaba tenuemente a través de los árboles.
Continuaron así varias horas. El bosque se hacía interminable, aunque de vez en cuando había grandes claros y también zonas de bosque menos denso, con algunos arbustos llenos de vida, pero de color pardo y sin hojas.
El sol llegó a su cenit y el grupo hizo una parada para comer.

Por la tarde, la marcha prosiguió incansablemente. A veces observaban bandadas de pájaros pasar por encima de sus cabezas, en dirección norte, pero era la única señal de vida que percibían. El silencio era inconmensurable.
Los soldados estaban preocupados. Hacía mucho que continuaban adelante sin seguir ni encontrar rastro alguno. Se empezaron a preguntar si debían volver. Pero por el momento, Dresteq no estaba dispuesto a renunciar. Tenía una corazonada.
El sol descendió y el cielo fue oscureciéndose. Habían recorrido unas noventa millas aquella jornada, que serían unas ciento setenta en total desde su partida, y llevaban ya casi dos días de búsqueda infructuosa. Pronto llegaría la segunda noche y tendrían que detenerse una vez más. Era una pérdida de tiempo, consideraba Dresteq. Pero avanzar totalmente a oscuras no era aconsejable.
A punto estaban ya de hacer el alto definitivo por aquel día, cuando los árboles se terminaron de golpe. La luna, pálida y aún bastante baja, era suficiente para iluminar el paisaje.
Se encontraban a orillas de unos marjales pantanosos, fríos y húmedos que se extendían varias millas hacia el norte, este y oeste. En algunos lugares, el agua encharcada estaba parcialmente helada, pero se advertía traicionera, poco resistente al peso de cualquier persona.
Aquí y allá, troncos deformes y tortuosos se alzaban en medio de los lodazales, cubiertos en su base por musgos húmedos de un color verde pálido, que brillaban en medio de una nieve sucia a medio derretir. Una neblina tenue y helada daba un aire siniestro que penetraba en el alma.
Ante aquello, los soldados aconsejaron volver. No tenía sentido levantarse al día siguiente para penetrar en aquellas tierras peligrosas, que entorpecerían aún más la marcha y convertirían en utopía cualquier intento de reencontrar ningún rastro.
Dresteq estaba perplejo y parecía derrotado. Con aquello no había contado. Sin duda sus hombres tenían razón.
Pero su ánimo indomable le hizo subir a uno de los árboles de la orilla, tan siquiera para otear más allá de los barrizales antes de darlo todo por perdido.
La neblina le caló la ropa en pocos segundos y un frío mortal se adentró hasta sus huesos, mientras se encaramaba, rama a rama, atravesando la bruma.
Cuando estuvo a respetable altura del suelo, levantó la vista y escudriñó los alrededores. Desde aquella altura, la neblina quedaba más baja y encima solo había estrellas y la luna.
A lo lejos, oyó aullar a un lobo.
De pronto, algo vino a su mente. Los lobos hacía poco que rondaban las aldeas al sur. Cuando Rangost había enviado ayuda, los lobos habían huido hacia el norte. Pero... ¿por qué tan al norte? De hecho, hubiese sido lógico que durante los dos días se hubieran topado con ellos alguna vez, o como mínimo tendrían que haberlos oído. Aquello se le antojó muy extraño.
Observó el oeste. Aunque era demasiado oscuro para ver tan lejos, Dresteq supuso que las Colinas de Hierro se divisarían ahora más al oeste que al norte, pues habían avanzado siempre en esa última dirección.
Luego miró hacia el norte. Más allá del pantano, en la lejanía, la oscuridad del bosque muerto volvía a aparecer, ya que rodeaba por completo las ciénagas y se alargaba más allá hasta el horizonte.

Dresteq no había oído hablar nunca de nada semejante, y supuso que estas tierras eran por completo desconocidas e inexploradas. No había visto nunca registros ni datos sobre ellas de ningún tipo. Por lo que él sabía, miles de años atrás, cuando Rangost todavía no existía y aquel Demonio del que hablaban las antiguas historias aún no había atacado el Norte, todas las tierras entre el mar de Rhûn y la Gran Cordillera estaban habitadas por hombres y mujeres, pero siempre a orillas del Aguas Viajeras, formando un gran arco desde su desembocadura hasta sus fuentes, en el norte de la Cordillera. Las tierras por las que transitaba ahora eran vírgenes, aunque no sabía qué fuerza de la naturaleza había podido destruir y torturar aquel enorme bosque hasta su aspecto actual.
Dresteq ahuyentó sus pensamientos. La realidad se encontraba delante. Los marjales se interponían como un irritante obstáculo, peligroso si se intentaba cruzar y desesperante si se intentaba flanquear. Debía considerar seriamente la vuelta atrás.
Paseó su mirada hacia el este. Allí, los árboles también fluían hacia el horizonte, aunque se percibía un corte en la uniformidad, en la lejanía. Quizá era el fin del bosque, por el lado oriental. Sin embargo, demasiado lejos de donde estaban para intentar llegar hasta él. Si volvían al sur, debían retroceder sobre sus pasos.
Dresteq suspiró y notó que tenía los miembros agarrotados. Empezó a descender del árbol, aunque antes de zambullirse en la neblina se detuvo.
¿Eran imaginaciones suyas o había humo allá a lo lejos? Por encima de los vapores helados, en medio del pantano, creyó percibir una columna de humo elevándose hasta el cielo. No estaba seguro, pues quizá era un juego de la débil luz nocturna.
Volvió a mirar y decidió que merecía una comprobación.
Memorizó la dirección y la distancia aparente. Quizá con un par de horas... mejor tres si iban por las ciénagas inestables... llegarían.
Bajó del árbol rápidamente y los tres soldados escucharon atentos. No les hizo ninguna gracia tener que continuar, y menos por aquellos terrenos. Además, era casi imposible intentar hacer fuego y encender alguna antorcha, pues la humedad del ambiente era muy alta.
Pero como la misión era importante y su señor quería continuar, apretaron los labios y, después de un descanso de quince minutos escasos penetraron en los pantanos a través de la oscuridad.
Iban a pie, conduciendo los caballos por las bridas, pues querían evitar sobrepesos. Muy lentamente, bajo la débil luz que se percibía entre la bruma, marcharon adelante. Tanteaban el camino a cada paso. El miedo empezó a llegar a los corazones de los cuatro compañeros, y sobretodo el temor a perecer bajo los resbaladizos barrizales. Otro lobo aulló en la lejanía, pero debido a la niebla pareció que el sonido era cercano, y Dresteq volvió a extrañarse de su huida tan al norte.
Pasó una hora. El frío atacaba sin compasión y todos llevaban las capas empapadas, y los cabellos mojados se adherían en la frente. El paisaje era monótono y lúgubre, y la niebla parecía espesarse cada vez más. Uno de los soldados perdió pie y se hundió hasta la cintura antes que pudieron izarle de nuevo. El soldado empezó a tiritar con fuerza, pues el lodo estaba muy frío. El cansancio les atenazaba los sentidos, pero Dresteq sabía que si se detenían a descansar quizá no volvieran a levantarse.
Un silencio sobrenatural invadía los marjales.

El hijo del Capitán escudriñaba atentamente los vapores que tenía enfrente, intentando distinguir algo, alguna luz procedente de un fuego que pudiera ser el causante del humo. No percibía nada... Se sentía intruso en aquellos terrenos, aislado en medio de la niebla.
Algo chilló espantosamente cerca.
Muy cerca. Los soldados gritaron súbitamente de terror y cayeron al suelo. Dresteq se giró vertiginosamente. Una forma monstruosa irrumpió de golpe en medio de la bruma, justo a su izquierda, y se precipitó sobre ellos con furia, saltó y desapareció por la derecha. Los caballos relincharon y alzaron los cascos pateando en el aire, totalmente locos de miedo. Uno de ellos se encabritó, dio un tirón y, lanzando al soldado que lo llevaba a la ciénaga, huyó despavorido al galope. Momentos después oyeron chillidos angustiosos ya bastante lejos, y supieron que el animal estaba perdido. Seguramente había caído en el barro.
Dresteq ayudó al soldado a salir del cenagal, y muy asustado miró repetidamente en todas direcciones. No había nadie.
Los soldados estaban blancos. No querían avanzar más y se mantenían todos juntos con los tres caballos restantes a su lado. La niebla los envolvía, y la noche era más oscura. Quizá alguna nube tapaba parcialmente la luna. Las tinieblas parecían sólidas allí, en medio de los marjales.
Los cuatro compañeros escucharon durante interminables minutos, quietos en el mismo sitio, porque no podían ver nada a un par de yardas.
Dresteq recuperó poco a poco la calma y les ordenó seguir. Se puso delante y mantuvo toda su concentración en caminar por los lugares más seguros. Lentamente, la marcha prosiguió. Los minutos angustiosos se convirtieron en horas.
Nadie quería pensar en lo que habían visto, aunque nadie de ellos sabía qué era. Aunque Dresteq tenía la sensación que aquello no había sido más que un caballo enorme galopando en la noche.
¿Pero qué loco podía galopar en medio de un pantano tan traicionero en una noche tan oscura? ¿Era el caballo que perseguían? ¿Era un caballo? De eso aún no tenía certeza alguna.
Hacía cerca de tres horas que habían penetrado en el pantano. La luna volvía a brillar y su luz atravesaba con dificultad la bruma, iluminando el terreno. Las charcas de barro los rodeaban por todos lados.
Un soldado ahogó un grito, y señaló rápidamente a su derecha. Dresteq oyó un rumor sordo y rítmico. Una sombra muy grande apareció y desapareció entre unos árboles, allá a lo lejos.
El grupo intensificó la marcha, y todos sacaron las espadas.
De pronto, el suelo mejoró y se hizo más sólido. Los barros quedaron atrás y llegaron a una zona de roca. Algunos árboles muertos se alzaban amenazadores. Aquello no podía ser el final del pantano, pues éste se encontraba mucho más lejos, quizá a cinco o seis horas más al norte. Avanzaron cautelosamente.
Pronto se convencieron que parecía ser una isla en medio del marjal. La niebla aquí era menor, y podían ver bien la luna en el cielo, ya encima de sus cabezas y descendiendo.
A los pocos pasos, Dresteq se detuvo bruscamente y con presteza se escondió tras un árbol. Los soldados le imitaron, y él señaló ansiosamente hacia delante.
A unas trescientas yardas, en un claro entre los árboles, crepitaban varias hogueras al pie de un tronco solitario. La luz del fuego quedaba un poco difusa a causa de los jirones nubosos de la bruma, pero Dresteq podía ver perfectamente a una mujer atada al tronco del árbol.
Sujetaron los tres animales en un tronco, y ellos se acercaron arrastrándose por el suelo húmedo y musgoso. Cuando estaban a pocas yardas ya de las hogueras, el corazón de los soldados dio un vuelco. Un relincho infernal sacudió la noche.
Un enorme caballo negro irrumpió en el claro y, en sus lomos, un jinete oscuro con una capa y capucha negras montaba con arrogancia. Llevaba la cabeza descubierta y Dresteq vio que se trataba de un hombre muy alto y corpulento. Sus cabellos negros caían sobre sus hombros, y su cara alargada con nariz ganchuda tenía una expresión horrible. Su boca estaba medio torcida en una mueca de desprecio, aunque sonreía, tenebrosamente. Sus ojos quedaban ocultos por los largos cabellos.
El hombre desmontó de un salto y se acercó a la mujer, que parecía dormida. Le zarandeó la cabeza, agarrándola por los cabellos, y de su boca salió un silbido inhumano. La joven de pronto se despertó y chilló con todas sus fuerzas.
Dresteq había empezado a sudar de miedo y furia, y decidió actuar antes que fuera demasiado tarde. Susurró precipitadamente a sus soldados que fueran a buscar dos de los caballos y que intentasen detener al jinete misterioso. Ellos se quedaron paralizados ante la orden, pero miraron otra vez la muchacha, y se pusieron en movimiento. 
Dresteq vio como el jinete cogía por la barbilla a la joven y, al parecer, le hablaba. Ella se calmó al instante y volvió a quedarse dormida. El jinete volvió a su caballo y montó. En ese momento, un grito furioso retronó entre los árboles, y con gran clamor los soldados al galope arrollaron al jinete. Su caballo relinchó con fuerza y alzó las patas, pero él sacudió violentamente las riendas y, dando un brioso giro, salió disparado al galope. Airados, los soldados espolearon sus cabalgaduras y se lanzaron en su persecución.
En ese momento, Dresteq salió corriendo hasta las hogueras y llegó al tronco.
Jinyia se encontraba con la cabeza vuelta y los ojos cerrados. Parecía inconsciente. Con un cuchillo cortó las cuerdas y la muchacha se desplomó hacia él. Dresteq la cogió y la levantó con los brazos, que le dieron calambres. Rápidamente se dirigió hasta su caballo, aún atado al tronco, unas yardas al sur.
Montó a Jinyia delante de él y la ató a su cuerpo. Cogió las riendas del caballo y escuchó atentamente. No se oía nada en medio de la noche. Un silencio pesado y angustioso se extendía por los marjales. Dio órdenes a su caballo y se dirigió hacia el camino que habían tomado los otros. Una espesura densa se cerraba justo delante. No escuchó nada.
De pronto, perdido entre las nieblas, más adelante se oyó un grito. Otro le contestó. Se oyeron cascos de caballo al galope. Se acercaban. Poco después, el gran caballo negro surgió de la espesura a toda velocidad. Dresteq gruñó y, blandiendo su espada, galopó feroz hacia el animal. Éste, dando un relincho dio un giro y huyó hacia el norte. Dresteq lo persiguió, y detrás de él se le unieron los otros dos caballos que salían del bosque.
Adelante, ¡no lo perdamos! – gritó fuera de sí Dresteq a sus soldados.
Todos forzaron a los caballos, que se abrieron en abanico. Pero el gran caballo era muy rápido, y zigzagueaba ágilmente entre los árboles. La niebla cayó como un manto a su alrededor, y un momento después ya lo habían perdido. El caballo con un solo soldado iba delante y se lanzó a toda velocidad contra la bruma. Un chillido de terror brotó de la garganta del soldado, cuando vio que la isla de tierra firme se terminaba, y su caballo se hundía en el barro. El animal dio fuertes coces intentando nadar, lanzando al soldado de cabeza al pantano. Un momento después, ya se había hundido por completo.
Dresteq exhaló un grito de rabia y lloró, y dio un violento giro hacia el oeste. Su caballo salió al galope, lanzando al aire musgo y tierra, seguido de cerca por la montura de los dos soldados restantes. En medio del galope, un relincho terrorífico arremetió desde el sur y los soldados vieron como el gran caballo se les caía encima. Una brillante hoja de metal surcó el aire y decapitó su rocín, que se desplomó violentamente. Aullando de pánico, los soldados se precipitaron al suelo, más aún el primero no se hubo levantado que la espada del jinete le atravesó el corazón.
En ese momento regresó Dresteq, y de un golpe tremendo cortó la espada del jinete en dos. Éste volvió a poner al caballo al galope y se perdió en la niebla del sur.
Dresteq iba atado a Jinyia y no podía detenerse. Ayudó a subir al soldado que aún vivía, y abandonó con crispación e impotencia los cadáveres del caballo y del otro soldado.
El corcel de Dresteq llevaba ahora tres jinetes, y galopó lo más raudamente que pudo hacia el sur. Atravesando un denso bosque, de pronto llegó al claro de las hogueras. Con una orden y un tirón en las bridas, el caballo se detuvo.
Habían dado un rodeo para volver al mismo sitio. Y el jinete asesino estaba allí, esperándoles.
Lanzando una carcajada demoníaca, movió una mano. Las hogueras se apagaron con un chasquido, y una densa humareda blanca se elevó entre la niebla. Ésta se arremolinó entonces por el claro, y se cerró en torno al gran caballo. El jinete desapareció otra vez.
Pasaron unos minutos en silencio, detenidos en el claro.
Dresteq sintió que había dejado escapar a alguien importante. Pero no podía hacer nada. Lo mejor era no tentar más a la suerte. Sus ánimos cayeron de golpe y un intenso cansancio invadió su mente. Decidió tomar el camino de vuelta de una vez por todas y llevar a Jinyia a sus padres. La muchacha aún no se había despertado, y él estaba preocupado. Había hecho lo suficiente.
El corcel de Dresteq avanzó ahora al trote por el claro. Pero antes de llegar al otro lado, el caballo se detuvo. El animal bufó y pataleó con los cascos. No quería continuar más adelante. Dresteq escuchó intranquilo. Una calma extraña y peligrosa los envolvía.
Los jirones de niebla danzaban de forma inusual por todo el claro. Algo ocurría. Una intensa maldad atravesó el corazón de Dresteq y del soldado. Un aullido lastimero brotó de la bruma. Empezó débilmente pero ganó rápidamente intensidad hasta hacerse insoportable, y al final terminó bruscamente con un largo gemido.
Dresteq se volvió nervioso y miró por todos lados. Su corazón iba desbocado. El caballo relinchó de espanto y empezó a dar vueltas en círculo, sin moverse.
Los jirones giraban lentamente también en círculo y tomaban formas caprichosas, demoníacas. Nubes que parecían bocas mortíferas y garras terribles hechas de vapor emanaban de aquel claro infernal. Un segundo aullido penetrante se elevó de la bruma.
Dresteq pensó de pronto que parecía el maullido de un gato.
Y la terrible realidad le despejó la cabeza.
¡Los Labios Maulladores! ¡Los terribles demonios que habían azotado en la antigüedad a sus antepasados!
El terror se apoderó de él, y dio un violento tirón a las riendas, obligando a su caballo salir enloquecido al galope. El soldado se apretó contra la espalda de su señor y Dresteq notó como sus manos le arañaban con fuerza, así como su respiración entrecortada. Estaba muerto de miedo.
Un viento encrespado estalló como el fuego por todo el bosque y miles de aullidos gritaron a la noche. El caballo de Dresteq galopaba veloz hacia el sur, mientras  incontables espíritus se levantaban de las ciénagas y los pantanos a su lado y se lanzaban detrás de él, en persecución de los fugitivos.
No mucho hubo que esperar para llegar a las ciénagas. Un océano de espectros se alzaba en todas direcciones, entonando un cántico mortal que sacudía las ramas de todos los árboles. Dresteq abajó la cabeza y chilló de horror, mientras sacudía con fuerza las riendas. El rocín se lanzó hacia los marjales infestados de sombras. Sus patas golpeaban el camino que había aprendido en la ida con increíble habilidad. Pero los rostros bailaban a su alrededor, y profundos aullidos hacían gritar de terror a los fugitivos. Zarpas espectrales intentaban desgarrarles la carne, trenzando giros febriles en torno a sus cuerpos.
Dresteq sacudía cada vez más furioso las riendas. El caballo piafaba y jadeaba, mientras aceleraba a velocidad de vértigo. De pronto, las manos que lo agarraban con fuerza se soltaron.
El hijo del Capitán oyó un violento grito que acuchilló la noche. Tuvo el tiempo de girarse para ver como el último soldado salía despedido del caballo y una horda de espectros se lanzaba hacia él. Un terrible alarido se alargó hasta un gemido de agonía.
Dresteq sufrió una convulsión tan grande que perdió el conocimiento y cayó hacia delante, hundiendo la cabeza de Jinyia en las crines del caballo. Por suerte, se había agarrado tan fuerte a las bridas que se mantuvo en su posición. El caballo siguió solo durante mucho tiempo, acelerando hasta la extenuación y cargando con dos cuerpos inanimados, siempre hacia el sur.
Su demencial huída lo llevó como un vendaval hasta el fin de los marjales. Penetró violentamente en la espesura de los troncos muertos, con millares de demonios maullando en sus flancos. Dresteq se despertó entonces súbitamente y sintió un dolor agudo en el brazo. Giró la cara y vio como unas fauces llenas de cuchillas se abalanzaban sobre él, pero con un giro repentino del caballo, un árbol se interpuso y lo perdió de vista. Ahogándose, intentó coger aire y pensar con claridad. El caballo huía veloz entre los árboles negros del inmenso bosque.
Dresteq vislumbró a ambos lados del caballo un ejército de espíritus sedientos de muerte clamando su lamento irreal. Nunca podrían escapar de todos ellos. Era imposible. Tarde o temprano los arrojarían al suelo y los asesinarían.
Pero de pronto advirtió que empezaban a perder furia, y sus ataques al caballo eran más escasos.
Una tenue luz empezó a penetrar entre los árboles. ¿Podía ser el alba?
Los lamentos y maullidos se alzaron de pronto en un clímax de desesperación inhumana. Como una gran ola al romper en la playa, los cuerpos de niebla y humo de los Labios Maulladores se zambulleron en el suelo en masa, y desaparecieron detrás de los primeros rayos del sol.
Poco después, el caballo salía con ímpetu de la espesura, y una luz cegadora inundó el mundo cuando el sol se levantó finalmente sobre las últimas sombras. Dresteq detuvo su rocín jadeando, desató a la muchacha y desmontaron, dejándose caer al suelo frío.
Habían escapado aquella vez.
Un enorme cansancio lo invadió y sin darse cuenta se desplomó contra la tierra.



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