Las hazañas de Lady Janet

05 de Febrero de 2004, a las 00:00 - Fëadraug Turmellyrn
Relatos de Fantasía - Relatos basados en la obra de Tolkien, de fantasía y poesías :: [enlace]Meneame

CAPITULO I: ESCABROSO ENCUENTRO

Frío, sucio, maloliente...

Perdonad mi parquedad de palabras en este momento, pero así es como puedo describir lo que sentía en aquella taberna, rodeada de tantos forajidos, asesinos y demás seres de baja reputación. El olor de la cerveza aguada me revolvía las entrañas, mientras los desagradables comentarios y los insultos envenenaban la atmósfera. Había más de una pelea en el local. No era nada raro ver a dos enanos borrachos discutir usando como palabras su nudillos o cómo un grupo de mercenarios buscaba bronca con otro grupo de guerreros bárbaros.
Muchos pensaréis: “¿Y por qué seguía allí con semejante ambiente?” A eso voy, precisamente.


Bueno, antes de nada, las presentaciones, ya que no soy una persona maleducada. Mi nombre es Sandra Jenet. Como mis antepasados, soy una cazadora de brujos. Persigo a los hechiceros que atentan contra la vida de las personas, ya da igual que sea en el Imperio Soldeví, en el Reino de los Elfos o en cualquier otro rincón de este continente, de Salk. Si hiciese falta, recorrería todo el mundo de Daron en su busca, aunque tal vez ya con este exagere...
Además de esto, soy una mujer preocupada por el pueblo. El vasto Imperio Soldeví no parece preocuparse por las gentes que lo habitan si no tienen miles de monedas de oros en sus lujosos palacios. Es capaz de anexionarse territorios manchando la tierra de sangre, como ya ocurrió con las Guerras Bárbaras. Yo intento que la situación cambie, aunque es cierto que yo sola no podré, pero espero que muchos más me ayuden en mi propósito. Sólo espero eso...

También os podría hablar de los acontecimientos que hace dos años tuvieron lugar y que dejaron a la Ciudad Santa del Imperio, la maravillosa Ghidnaar, convertida en un montón de ruinas alrededor del monte que alojaba al inmenso monasterio, y de cómo los más grandes héroes de Salk derrotaron a Naagrum Argoh, Señor de los Demonios Alados, quien había vuelto de los Infiernos miles de años después de su derrota en la Gran Guerra.
Pero mi participación en aquellos hechos fue muy escasa y si queréis escuchar esa historia haríais mejor en oír a un juglar o ir a la biblioteca de Milgazzia, donde encontraréis las memorias escritas en puño y letra por Sarah Emeraldas, una de las heroínas de la contienda. O tal vez os lo cuente en otra ocasión, no sé...
Además, nos estamos desviando de lo que en verdad os estaba contando.


Prosiguiendo pues con mi relato, ¿qué me había llevado hasta aquella taberna llena de personas nada amigables? Pronto encontré la razón de mi llegada a este sitio.
Un hombre encorvado se acercaba a uno de los rincones de la taberna. Vestía una túnica marrón sucia, con la capucha echada sobre su cabeza. Sólo su nariz aguileña, que sobresalía bajo la capucha, y los finos y arrugados dedos me descubrían que su piel era muy pálida. Se había sentado en una silla que estaba en la esquina a la que se había aproximado, junto a una pequeña mesa. Frente a él había otra silla, preparada para que alguien más le acompañase.
Debía ser él, si mis contactos estaban en lo cierto. Aquél hombre era un nigromante y se llamaba Arghèson Wathir. Sobre él pesaban varias órdenes de búsqueda y captura en Solderai, Milgazzia, Tolaria, Ghroer y paro de contar ciudades, pues eran innumerables, era un fugitivo muy buscado. Este hombre había asesinado a varias personas, al parecer todas ellas jóvenes vírgenes, en sus macabros rituales en honor a Gurthkáno, Señor de las Enfermedades y del Odio. Según mis informadores, en esta taberna cercana al camino de Mant este hechicero ejercía el contrabando de pociones y objetos mágicos, escondiéndose de las autoridades.
Observé durantes unos segundos a Arghèson. Parecía impaciente y no dejaba de golpear suavemente los dedos sobre la mesa. Los golpeteos se iban haciendo más rápidos cuanto más tiempo esperaba. Yo terminaba mi vaso de hidromiel cuando al fin alguien entró sin mucha prisa en el local y se sentó enfrente del rufián.

Un hombre alto y corpulento de larga cabellera oscura y vestido con una capa negra, esa era la persona que se sentó. No pude verle la cara ni tampoco es que me interesase mucho en aquel momento, pues mi atención se centraba en el nigromante. Tras lo que parecía una discusión, Arghèson abrió su túnica y sacó una pequeña bolsa y se la dio al hombre. El futuro comprador abrió la bolsa y parecía sacar una especie de polvo que corría por su mano y caía entre sus dedos, retornando al saquito. Tras sacudirse la mano sobre el saco, esperando no perder ni una pizca de ese polvo aparentemente tan valioso, le pasó una gran bolsa al nigromante, que como bien suponía estaba llena de monedas de oro, pues alguna que otra se salió del saquito nada más dejarlo sobre la mesa.
El comprador se levantó y se fue hacia la puerta de la taberna, aunque antes de salir se fijó en mí, como si notase que les había espiado. Yo reparé en cómo me observaba, aunque no alcanzaba a ver su rostro con las sombras del lugar. Pero antes de retirar su mirada, un extraño brillo verdoso salió de los ojos de aquel hombre. Parecía que yo era la única que se había dado cuenta, pues el resto de los presentes ni se había percatado. El hombre salió de la taberna, tan tranquilamente como entró.

Tras ello, decidí que era el momento: ese malhechor había cometido su última fechoría y yo ya me ocuparía de buscar a ese otro hombre en cualquier momento. Sí, ciertamente, aquel extraño me parecía alguien demasiado interesante como para verlo una vez y ninguna más. Quizá el propio Arghèson me lo dijese antes de entregarle a las autoridades.
Cogí mi espada de matabestias, aún envainada, y me acerqué tranquila hacia el nigromante. Guardé dentro de mi camisa el medallón con el símbolo familiar, un amuleto que podría defenderme de las artes oscuras que aquél nigromante podría desatar contra mí si la cosa se complicase.
Al fin llegué a aquella mesa. El nigromante ni se dio cuenta de que estaba allí, sólo miraba las monedas de oro del saco que le había entregado aquel hombre misterioso. Tuve que sentarme para que al fin se percatase de mi presencia. En cuanto me vio, guardó celoso las monedas y dejó el saco bien a su visto. Se inclinó hacia mí y fue cuando entonces pude ver su decrépita cara, recorrida casi por completo por arrugas, con tremendas bolsas bajo sus ojos y barbilla prominente. Arqueó una de sus poco pobladas cejas ante mí.
- No esperaba un nuevo comprador, creí que hoy sólo tenía uno, al menos concretado - comentó extrañado Arghèson -. Además, muchacha, no veo que tengas pinta de hechicera ni de poder usar magia, así que no sé qué interés puedes ver en mis productos.
- Mi señor me envió a que le comprase a usted unas pociones - mentí, aunque sabía que el engaño duraría poco, si es que resultaba.
Mirándome primero desconcertado y luego curioso, prosiguió con la conversación:
- Los lunes y los miércoles son los días en los que traigo algunas pociones, joven, tu señor debería saber que los viernes no tengo pociones que vender - cogió la bolsa del dinero y la guardó bajo su túnica -. Por cierto, ¿qué pociones deseaba tu señor?
- Pues necesitaba alguna que otra poción de Fuerza de Gigante y Esencia de Gnoll - contesté -. Son pociones que no se pueden conseguir en el mercado y pensó que...
- ¿Que tú me engañarías? - y comenzó a reír, para detenerse en seco, mirándome furioso -. Ya está bien de pantomimas, mujer, ¿a quién pretendes engañar? ¿Esencia de Gnoll? ¿Desde cuándo existe esa poción? Si hubieses dicho Esencia de Orco habrías conseguido hacérmelo creer, ya que ésa sí existe... pero se descubrió tu engaño. ¡Cómo se nota que no sabes mucho de pociones! Te aconsejo que te vayas de este lugar antes de que alguien que no seas tú salga herido.

Estuve a punto de levantarme cuando alguien se acercó a Arghèson. Era un semiorco musculoso de pelo negro y largo, vestido con una camiseta beige y pantalones y botas negros. Sobre su pecho llevaba una armadura de cuero tachonado totalmente cubierta por púas, que le daban un aspecto amenazador. La mano derecha del semiorco golpeó duramente la mesa, mientras con la izquierda blandía un hacha de batalla. El guerrero mostraba síntomas de ebriedad.
- Tú, viejo, ¿qué le estás...? ¿Qué le estás haciendo a la señorita? - preguntó el semiorco -. Quiero que te vayas con tus... ¡con tus sucios trapicheos de esta taberna o tendré que convencerte a hachazos! No sé cómo la dueña te puede dejar montar tu maldito rastrillo aquí.
- Aquí el único que debería irse eres tú, engendro - respondió Arghèson, sin temor a la reacción del semiorco, quien intentaba contenerse, luchando contra sus instintos salvajes y su borrachera, para no partirle la cabeza con su hacha -. El asunto es entre esta mujerzuela y yo.

Agarré furiosa el mango de mi espada, aunque sin desenvainarla. Nadie podía llamarme mujerzuela así como así, pero también sabía que el nigromante podría darme información de su última venta, o más concretamente, de su último comprador, por lo que muerto no me valía; y tampoco les gustaría a las autoridades verlo cadáver sin poderle sonsacar nada.
- Al menos podría comentarme qué vendió a ese hombre - dije, relajadamente, sin hacerle notar mi ira.
Arghèson sonrió.
- Polvo de hada - respondió -. De la mejor calidad. Usado frecuentemente en la preparación de...
- Venenos. Por eso se dejó de usar como medicina y está prohibido su comercio, nigromante, porque el polvo de hada es letal para las razas mortales - me levanté y le mostré a Arghèson mi espada sin desenfundar -. Ahora quiero que usted se levante lentamente y me acompañe. Vamos a hacer un viaje hasta Solderai, y...

Pero de lentamente nada. Arghèson empujó la mesa hacia mí, mientras yo la esquivaba, y salió corriendo. El semiorco, de quien casi me había olvidado, corrió tras él. Yo no pude evitarlo y fui la tercera en salir de la taberna a gran velocidad.

Fuera, el aire era fresco, nada comparado con lo cargado del ambiente de la taberna. La noche era despejada y la luna creciente iluminaba el cielo junto a varias estrellas. Y bajo este cielo, el semiorco dio caza al nigromante, derribándolo.
Aghèrson parecía haber dejado su bravura en la taberna, pues cuando el semiorco le sujetaba sólo sabía implorar piedad y pedía perdón al guerrero borracho. Estaba tan asustado que ni tenía valor para lanzar un hechizo sencillo.
El semiorco estaba a punto de hundir su hacha en el pecho del nigromante cuando le agarré del brazo para que no lo hiciese. El semiorco me dedicó una mirada totalmente desagradable y dejó al nigromante unos segundos para intentar cogerme.
- ¿Qué te pasa, chica, no habías tú mostrado tu espada al viejo? - preguntó furioso el semiorco -. Pues te voy a ahorrar el trabajo de acabar con su vida. Y no me vuelvas a hacer esto o no dudaré en rebanarte el pescuezo.
Pero yo apenas le escuché y vi cómo el nigromante huía al estar libre de su captor. No tuve elección: cogí la daga que llevaba en mi bota, me aparté del orco y se la lancé a la pierna. Arghèson cayó rodando. Una vez se quedó quieto en el suelo, se sacó la daga e intentó huir de nuevo, pero el dolor de la pierna se lo impedía.
El semiorco casi se me adelantaba, pero fui más rápida y agarré de la túnica al nigromante, quien estaba todavía más pálido por el miedo.
- No... no me mates, por favor... ¡Me entregaré, te lo prometo! - chillaba el nigromante, mientras le agarraba -. No dejes tampoco que él me mate - y señalaba al semiorco.
Me fijé en que el guerrero se acercaba pesadamente, más por su embriaguez que por su condición física. Al final, en vez de poder llegar a nosotros, se desplomó sobre el suelo, soltando su hacha.

Mientras tanto, parecía que en la taberna nadie se había dado cuenta de ello y todo continuaba igual. Hasta que salió alguien...



El semiorco despertó. Yo le observaba, sentada en una silla, mientras él se llevaba las manos a la cabeza.
- Esas trece cervezas no me han sentado muy bien... ¡Ay, mi cabeza! - se quejaba el guerrero, sin darse cuenta de que yo le observaba.
- Veo que el alcohol ha dejado ya de turbar tu mente - dije, mientras me levantaba -. Espero que se te pase pronto la migraña.
Al oírme, el semiorco me observó, con una expresión incrédula. Luego miró a su alrededor y vio que nos encontrábamos en una habitación sencilla de paredes de madera, con un armario y un par de candelabros. Las cortinas estaban corridas y entraba el sol del mediodía.
- ¡Tú...! - el semiorco se llevó las manos de nuevo a la cabeza cuando habló con voz fuerte -. Tú eres la chica de anoche... la que tuvo esa discusión con el viejo.
- Me alegro de que me recuerdes.
- ¿Dónde está el anciano ese?
- Está en la habitación contigua - y señalé la puerta que comunicaba ambas habitaciones -. Anoche te desmayaste por culpa de esas cervezas que dices y pensé que debía llevarte a ti y también al nigromante a algún lugar. Afortunadamente, un carretero que estaba también en la taberna nos vio poco después de tu desmayo y se ofreció a llevarnos hasta este albergue. Vio la herida de Arghèson, pero prometió no decir nada de lo ocurrido. Y era mejor así, no tengo ganas de meterme en líos. ¡Suficiente hubo en Ghidnaar!
Aún sentado en la cama, el semiorco me seguía observando. En su rostro ahora se reflejaba la duda.
- Tranquilo, ya he pagado yo - comenté, tras lo cual esperé que mi acompañante dijese algo.
Varios segundos pasaron, en los cuales sólo nos dedicamos a mirarnos a los ojos. Era como si el tiempo se hubiese detenido.
- ¿No te parece una estupidez dejar solo al nigromante? - me preguntó al fin el semiorco -. Podría escaparse
- Utilicé un poco de veneno Morfeo. Tardará en despertarse. Además, por si te preguntas por lo que le hice en la pierna, le curé la herida de mi daga, no era plan de que se me muriese desangrado - me acerqué al guerrero y le extendí la mano -. Por cierto, ahora que hay tranquilidad, podríamos presentarnos. Yo soy Sandra Jenet.
El guerrero seguía sin quitarme ojo. Parecía no fiarse mucho de mí. Aunque al final cedió y también extendió su mano, mucho más grande que la mía.
- Pues yo soy Tursk del Clan del Wyrm. Gusto en conocerte, pues, Sandra Jenet.
- Encantada yo también de conocerte, Tursk.

Y finalmente estrechamos las manos.
- Tenemos que contarnos unas cuantas cosas antes de podernos fiar el uno del otro totalmente, ¿no te parece? - me dijo Tursk -. Y por cierto, ¿qué es eso de Ghidnaar que habías dicho? ¿Tiene algo que ver con la lucha frente a Naagrum Argoh, lo de hace dos años? ¿Qué tuviste tú que ver en eso?
Me limité a sonreír.
- Creo que aún no es el momento de que te hable de ello, Tursk. Hay muchas cosas antes de hablarte de la Batalla de Ghidnaar.



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